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ArribaAbajo21. Marzo 1898

España y los Estados Unidos. -Recelos de conflictos entre ambas potencias. -Imposibilidad de toda intervención militar americana en Cuba. -Visita de los buques yankees a la Habana. -Crisis peninsular. -El partido conservador español a la muerte de su jefe. -Política tradicional de Cánovas. -Rebeldía contra esta política de los conservadores unionistas. -Temeridad de reformar el Código penal en sentido reaccionario. -Mayor temeridad de toda reacción intelectual. -Se necesita que los partidos gobernantes no aspiren a partidos extremos. -El socialismo cristiano. -Crítica de tal teoría. -Incidente Dupuy de Lome. -Demasiado silencio en público y demasiada garrulidad en secreto. -Alejamiento del conflicto. -Catástrofe del Maine. -Reflexiones. -Conclusión.


I

Pocas veces en grado tan extraordinario se han los nervios de la nación española conmovido como en estos días últimos, y pocas veces la perturbación ha tenido tan justo y justificado fundamento. Estábamos aún los más pesimistas confiados en que un régimen, como el régimen autonómico, tan democrático de suyo y tan en armonía con las instituciones americanas, habría de concluir por desarmar las increíbles cóleras de los Estados Unidos contra nosotros, y por traernos, en amplia reconciliación, una grande y durable amistad de su parte. Apoyaban estas esperanzas, manifestaciones recientes, no registradas por la prensa europea, pero sí acaecidas en el seno de la gran República sajona. Los Sindicatos capitalistas de primera importancia, se habían reunido en New-York bajo la presidencia del Presidente de la República, y habían dicho que tocaba la prosperidad general en sus últimos límites, pudiendo tasarse a uno y medio el descuento, por no haber en el cielo anuncio alguno de internacionales conflictos. Los allí reunidos hacían votos por la conservación del talón de oro, y proferían protestas contra los proyectos de bimetalismo, anatematizando a los jingoes, por creerlos partidarios de guerras y conquistas, que sólo servirían para destruir la prosperidad americana y levantar allí un militar y cesáreo despotismo. Únicamente cierto pesimista orador aludió a Cuba, calificando la cuestión cubana de pequeña o imperceptible nube. Tras estas manifestaciones tan entusiastas por la paz, como enemigas de la guerra, habló el Presidente, y abundando en la opinión de los pacíficos, aseguró que no había temor alguno de guerra, ni se dibujaba en las perspectivas del tiempo corriente ningún asomo de conflicto cercano con Europa.

II

¿Cómo tras estas seguridades hemos estado a punto de sufrir un penoso conflicto? Pues por aquella temeraria manifestación política de la capital cubana contra los periódicos, cuyos estragos morales hicieron temer por la seguridad de los cónsules en sus respectivos palacios y por la seguridad de los buques en aquella espléndida bahía. Estaba dispersa la flota sajona, reducida, por lo menos, a maniobras o alardeos puramente aparatosos y teatrales, cuando la temeraria manifestación estalla y los buques americanos se concentran en espacio que conocemos con la denominación de islotes de las Tortugas. Ningún buque, sin embargo, se había expedido a Cuba para visitarnos, y ningún alarde se había hecho que pudiera ofendernos. Mas, a los pocos días del desaguisado habanero, muy de mañana, recibe Mac-Kinley, madrugador como todos los buenos trabajadores, un telegrama urgente, anunciándole mentida y falsa repetición de las manifestaciones en Cuba. Y al recibirlo, presa de grandísimas emociones el Presidente, sin encomendarse a Dios ni al diablo, da orden telegráfica de que un buque salga con celeridad al primer puerto cubano y de que, sin alardes de odio y enemistad, cele y vigile nuestras costas, por lo que pudiera tronar. Con esta ocasión y motivo, una parte del sentimiento público nuestro se ha mucho alarmado, creyendo traían estas navales manifestaciones conatos patentes de una intervención inmediata. Nada, sin embargo, más lejos por ahora, digan cuanto quieran los pesimistas, del propósito de los americanos. Sus embajadores y diplomáticos en Madrid, han dado cuantas excusas eran dables y sus Cámaras en Washington, magüer la repetición de los discursos y de los proyectos jingoistas, han expedido las intervenciones y demás zarandajas del partido revolucionario a las calendas griegas, pues no está el pueblo americano fuera del planeta y no puede violar impunemente por antojos despóticos las leyes universales del derecho.

III

¿Cómo había de violarlas? Imposible una declaración de guerra en este momento a nosotros, cuando nosotros nada hemos hecho, ni pensamos hacer contra los Estados Unidos, más que dolernos y quejarnos de sus constantes agravios. Eso de intervenir se dice muy pronto, pero se hace muy tarde o no se hace nunca. Para intervenir tendrían los Estados Unidos que intentar un desembarco; y para intentarlo, tendrían que contar con las grandes fuerzas materiales por nosotros presentables a su infame atentado, y contar con la conciencia humana y la opinión general, cuyos gritos ahogarían el infame y desatentado proyecto. Los sindicatos numerosos que se han fundado para comprar la isla de Cuba unos, y para explotarla otros; el papel moneda que se ha emitido, muy semejante a los chanchullos de Jameson en el Transvaal y de Law en el pasado siglo; los periódicos diarios empeñados en desconocer la existencia de nuestra España, como un Gobierno genuinamente americano en las Antillas y sus acusaciones insensatas de que pretendemos lanzar el Viejo Mundo europeo sobre el Nuevo Mundo, siempre nuestro; las suscripciones abiertas en todos los establecimientos públicos a favor de los insurrectos; las ofensas escupidas a nuestro glorioso nombre; todo esto, y otras muchas cosas más, han engendrado la idea de que América intenta una conquista en Cuba, cuando yo creo que solamente se propone cansarnos, para ver si puede reducirnos a lo que nunca recabará de nosotros, a la renuncia de nuestra dominación antillana. Y ya es bastante crimen este crimen, pues con él basta para suscitar el sentimiento universal de todos los pueblos cultos contra los Estados Unidos, tan caprichosos, tan arbitrarios, tan abusivos de sus fuerzas como cualquier tirano y como cualquier tiranía. Pero no pintemos el cuervo más negro que las alas, y no creamos ni en un desembarco de los marinos sobre Cuba, ni en una declaración de inmediata guerra.

IV

Los asuntos cubanos van poniéndose cada día mejor. Aquellas crisis del nuevo Gobierno, anunciadas por los intransigentes de la derecha, no se han presentado; y aquellas discordias entre los ministros no han sobrevenido. Aunque se aguardaban desarmes voluntarios, no cumplidos, de los rebeldes, el castigo al matador del mártir y héroe Ruiz, los encuentros últimos de nuestro valeroso ejército con las bandas facciosas de Calixto García; el viaje de Blanco, tan provechoso a la salud y a la organización de aquellas sufridas tropas; el paso de grandes fracciones políticas militantes que simpatizaban con los rebeldes a la nueva legalidad; los choques dentro de la facción por evitar deserciones y las medidas violentas tomadas por el generalísimo contra los desertores, prueban de un modo evidentísimo y prometen para fecha próxima, en tiempo breve, un quebrantamiento de la guerra, obligada por sus contratiempos a encerrarse dentro de la banda oriental y a recluirse tras la trocha de los antiguos tiempos, donde tendrán tarde o temprano que rendirse los facciosos y entregarse a la nación española. He ahí lo que principalmente hallo de condenable y adverso en la visita naval americana. Cuando las fuerzas de los insurrectos decaen, ella la rehace; cuando la entrega se aproxima, detiénela con sus alardes ella; cuando, antes de terminarse la corriente seca, se podría terminar el conflicto, ella parece decir a la insurrección que persevere, pues al retornar las lluvias se renovarán las protestas americanas contra la perduración del combate y se hablará de intervenciones fantásticas e imposibles. Un buque de potencias amigas, ido a nuestros puertos, significa grande amistad entre todos los pueblos cultos en el planeta, pero no tienen que preceder a estas visitas maniobras como las maquiavélicas de los jingoes, mensajes como el escandaloso de Mac-Kinley, discursos como los que se pronuncian en el Parlamento americano. Unos buenos consejos a los mambises y una represión de tantas conjuras como en New-York se urden, importarían más que todas las visitas para obtener nuestro agradecimiento.

V

Tras todo esto, convirtamos el pensamiento a la Península, pues en la Península existe una crisis curiosa, digna de que todos los estadistas y todos los sociólogos la estudien, por encerrar fenómenos sociales y políticos de la mayor importancia. Me refiero a la crisis del partido conservador, empeñado en formarse de nuevo, no bajo la tradición que dejara Cánovas como su testamento irrevocable, bajo innovaciones reaccionarias, las cuales a guerra civil huelen, como huelen a azufre los demonios, pues no se dará un paso atrás en sentido reaccionario sin empezar alentando las terribles aspiraciones de D. Carlos y sin concluir trayendo una revolución inevitable. Se dice que no importan los jefes en política y que los partidos pueden perseverar y continuar en su trabajo, si quier hayan perdido aquellas cabezas ilustres que se hallaban a su frente y de su dirección disponían. No lo creo yo así. La importancia de los jefes hállase manifiesta nada menos que en Inglaterra, es decir, en el pueblo donde tienen más fuerza las instituciones y menos fuerza las personas. Había en Inglaterra un partido tan glorioso por su programa y por su historia como el partido wigh, autor de todas las grandes reformas británicas, que han sido como los timbres de aquel Parlamento y como las glorias mayores de nuestra gloriosísima centuria. Pues aquel partido perdió la jefatura de Gladstone, y desde que perdió la jefatura de Gladstone a nadie se le ocurre pueda volver hoy al Gobierno, aunque cada día parezcan más evidentes las derrotas y las torpezas de los torys. Pues lo mismo ha pasado en España desde que Cánovas ha desaparecido del mundo al golpe de un horroroso crimen: el partido conservador ha desaparecido con él y no hay medio ninguno de rehacerlo y de reorganizarlo.

VI

Cánovas era un verdadero conservador a la inglesa. Mientras las reformas democráticas estaban en litigio, combatíalas con todas sus fuerzas y por todos los medios legales; mas en cuanto las reformas democráticas eran decretadas por las Cortes y sancionadas por la Corona, creíase, como buen conservador, en deber estricto de mantenerlas y hasta de prosperarlas. Nadie habrá olvidado la declaración que hizo en Febrero de 1888 contestando a mi discurso último en el Parlamento español, para decir que mucho le repugnaba el sufragio universal, mucho el jurado popular, mucho las libertades absolutas por nosotros mantenidas, pero que si al Poder llegaba, no tocaría tales instituciones ni con intento de mejorarlas, dejando las mejoras factibles a los gobiernos liberales. Así, lo primero que hizo, cuando, tras la crisis del 90, entró por Julio en la pública gobernación del Estado, fue formular sus propósitos de conservación rigurosa y de tenaz estabilidad, serenando así los ímpetus de la democracia y devolviéndole su calma interior, tan saludable a la paz y a la libertad de nuestra patria. Cánovas no reformó el Jurado, a pesar de las obyurgaciones reaccionarias contra esta grande institución; Cánovas no restringió el sufragio, a pesar de que la escuela conservadora maldice la universalidad del voto; Cánovas dejó las asambleas populares a su libertad plena sin prohibirlas y menos refrenarlas; Cánovas devolvió sus cátedras a profesores que lanzara la teocracia de Barcelona y de Salamanca por sus ideas racionalistas; Cánovas se opuso a las declaraciones del Consejo de Instrucción pública pidiendo pertenecieran los maestros normales a la Iglesia católica por fuerza, como tributo pagado a la intolerancia religiosa; Cánovas salvó la iglesia protestante de los Cuatro Caminos, amenazada por las piquetas clericales; Cánovas no restringió la imprenta de modo ninguno, aunque tenía para restringirla el motivo de la guerra; Cánovas se revolvió airadísimo contra Silvela, cuando su antiguo compañero y subordinado propuso la reforma en sentido reaccionario del Código penal, proclamando como jefe de los conservadores que la estabilidad y la conservación españolas se hallan en el pacto establecido entre los derechos del pueblo y los privilegios del Trono.

VII

Toda política conservadora, en mi sentir, debía fundarse sobre base tan amplia, y debía tender a guardar programas y procedimientos, con cuya virtud hemos logrado y establecido la completa pacificación del país. De las tres fracciones en que ha quedado dividida la vieja escuela conservadora, fracción Elduayen, fracción Romero, fracción Silvela-Pidal, las dos primeras mantienen el criterio liberalísimo de Cánovas; pero la última, la más numerosa, la más cercana quizás del Gobierno, lo revoca y lo contradice, con grave detrimento del pueblo. Tres puntos capitales encierra el programa de aquellos que se dicen la unión genuinamente conservadora. Primer punto, las vaguedades regionalistas de Silvela; segundo punto, las amenazas reaccionarias de Pidal; tercer punto, las fórmulas socialistas nuevas de que uno y otro se muestran muy prendados, acaso por ser este último dogma capital que los confunde y los identifica. Siempre me han parecido mal, muy mal, y así con franqueza se lo he dicho, las vaguedades regionalistas de Silvela, rayanas por su derecha con la utopía del carlismo, y rayanas por su izquierda con la utopía del pacto general sinalagmático. Siempre que se ha presentado alguna ocasión de tratar las legislaciones particulares hispanas, las ha encarecido Silvela; y siempre que se ha tratado de reformas administrativas, ha querido Silvela sustituir a las ya viejas provincias, las más viejas regiones. En este punto yo he preferido siempre, desde que toqué la desorganización traída por las utopías federales a nuestra patria, el organismo de la revolución francesa, copiado y traducido por nuestros liberales progenitores a esas regiones, independientes casi, donde pondría su trono D. Carlos o su tribuna la federal, por culpa de los sofistas que parecen ser nuestro castigo, según el daño que quieren inferirnos, y que nosotros debemos evitar a una, todos cuantos hemos traído a España, y en España organizado, los principios salvadores, por progresivos, de las modernas democracias.

VIII

Otro de los puntos en que de Silvela disiento y que más de Silvela me apartan, es la reforma del Código penal, so pretexto de armonizarlo con los adelantos de la jurisprudencia contemporánea, como si estos adelantos en término postrero, por su carácter fatalista sacado del materialismo contemporáneo, no fuesen abominable retroceso, que quiere convertir los crímenes en ordinarias enfermedades y gobernar la sociedad por insufrible mecánica. Pero lo que Silvela requiere de la política, no es el progreso penal, es todo lo contrario, un maquiavélico acto de arruinar el Código promulgado por la revolución, a cuya sombra se han puesto por obra y han vivido nuestras venerandas libertades. Como en el Código no sean delitos las predicaciones republicanas, y la Constitución sea monárquica, Silvela quiere que las predicaciones republicanas cesen por completo en los periódicos y en los Congresos, no consintiéndose ninguna especie contra el sistema político doctrinario y contra la Carta otorgada, sobre cuyas vetusteces hemos puesto nosotros la fecunda vegetación democrática. Y no sabe, no, el ilustre orador, que puestos en pugna el Código político de la restauración y el Código penal de la democracia, éste concluiría por vencer a la postre, pues en el mundo las victorias parciales suelen ser de los intereses egoístas y sectarios alguna vez; pero las victorias definitivas y supremas son siempre de los grandes y luminosos principios. Si el partido reaccionario pretende poner en armonía la Constitución y el Código, destruyendo este último, el partido democrático presentará la proposición de poner en armonía el Código fundamental y el Código penal, modificando el primero con arreglo a las tendencias y aspiraciones del espíritu moderno. Lo mejor es no tocar a nada, y vivir en este pacto, escrito por los liberales, y por los conservadores observado durante los últimos tiempos. Han prescrito la democracia y la libertad; nadie puede acercarse a malherirlas, sin por completo en su fuego consumirse.

IX

Si me parecen peligrosas las reacciones jurídicas y regionales de Silvela, todavía me parecen más peligrosas las reacciones piadosísimas de Pidal. Este ilustre orador, de antiguo pertenece a la escuela ultramontana extremísima, que intenta empujar las sociedades modernas allende la centuria decimotercia y establecerlas inertes, bajo la sombra de un pontificado ceñido con tiaras eclesiásticas y con coronas reales. Para Pidal los reyes filósofos del pasado siglo, sólo merecen anatemas por innovadores y revolucionarios; los reyes absolutos del siglo decimoséptimo y decimosexto, sólo merecen anatemas por regalistas y atentadores a la integridad del derecho eclesiástico. Este nuestro mundo, debe saltar sobre los esplendores paganos del Renacimiento, sobre los grandes Concilios de Basilea y de Constanza, sobre la cautividad pontificia de Aviñón, sobre la Reforma luterana y sobre la realeza laica, no retrocediendo en sus vías regresivas hasta topar con un retroceso tan enorme como el pontificado de Inocencio III y el pontificado de Gregorio VII. Lo más penoso y lo más temible que hay en esta grande amenaza de reacción, es el ataque al bien más preciado de nuestra cultura, el ataque a la libertad intelectual y el propósito de volvernos, so color de proteger la enseñanza libre por caminos tortuosos, al dominio absoluto del clero, suprimiendo las Universidades y escuelas del Estado. Yo sé muy bien que ninguna de estas retrogradaciones podrá prevalecer después de la filosofía moderna, de la enciclopedia francesa, de la revolución universal, del establecimiento de Italia, de la supresión definitiva del poder temporal de los Papas, pero las temo; temo su exaltación al Gobierno, en verdad, no porque puedan jamás triunfar, porque pueden traernos a los procelosos términos de una guerra civil angustiosa.

X

Y deploro el carácter tomado últimamente por los conservadores, o por su núcleo mayor, a causa de que pone un partido, dispuesto para turnar en el Gobierno, fuera casi de la realidad, y allá lejos, donde se hallan los partidos extremos. Hay escuelas políticas dispuestas a tomar el Poder por coincidir con la legalidad y las instituciones existentes; como hay escuelas imposibilitadas de tomarlo, bien por propender a la extrema derecha, bien por propender a la extrema izquierda. El signo característico de la situación política entre nosotros estriba, no me cansaré de repetirlo, en el pacto entre la democracia y la Corona. Y así como el partido liberal no podría ser Gobierno bajo estas instituciones y esta legalidad si prescindiera de la Corona, el partido conservador no puede ser Gobierno si prescinde por su parte de la democracia. Es necesario que los partidos gobernantes se diferencien mucho en lo accidental, pero se confundan en lo esencialísimo de la política. Y así como los liberales tienen el ministerio de ir ganando elementos avanzadísimos para el trono, los conservadores tienen el ministerio de ir ganando elementos reaccionarios para la democracia. Y no podrían uno y otro realizar estos sendos ministerios, si no se hallan colocados en el horizonte sensible de la política, y desapareciendo de nuestra vista, huyen al apartado e invisible horizonte racional, donde formulan sus recuerdos o sus esperanzas de imposible realización inmediata los partidos idealistas y extremos. Al exagerar el sistema reaccionario en sus proyectos y programas, como lo ha exagerado la unión extrema conservadora, se junta, sin saberlo y sin quererlo, con los íntegros o con los carlistas, en una metafísica clerical completamente incompatible con nuestras instituciones, y ajena, por no decir contraria del todo, a nuestro espíritu.

XI

Agrava mucho el estado que podríamos llamar utópico de la unión conservadora, una de sus más sobresalientes invocaciones: la invocación al socialismo cristiano. Esta palabra es una palabra exótica, y puede asegurarse pasa con ella lo que pasó en su tiempo, según decía Larra, con la palabra el despotismo ilustrado. No lo querían las gentes liberales por ser despotismo, y no lo querían las gentes reaccionarias por ser ilustrado. Los socialistas no quieren el socialismo cristiano por ser cristiano, y los cristianos, a su vez, no lo quieren por ser socialismo. Esa frase la inventó el triste comunero, Alcalde mayor de Viena, y no había para qué traducirla en el habla nacional, careciendo, como carece, de aplicación a nuestra patria. Quítenselo de la cabeza los ultramontanos: jamás los errores políticos se validarán por que los proteja la Sede pontificia, siquier se halle ocupada por un filósofo y un político tan eminente como nuestro incomparable León XIII. Podrá éste formular en sublimes encíclicas una especie de socialismo teórico, muy aplicable a la moral y a la religión de nuestra vida, por completo inaplicable a la política y a las instituciones sociales; el socialismo se ha probado en Alemania, en Inglaterra, en Suiza, en Francia misma; y doquier se prueba, se frustra. Todo el poder de un hombre como Bismarck, todo el entusiasmo de un joven como Guillermo II, toda la ciencia de un economista como Chamberlain, toda la democracia del cantón de Vaud, en Suiza, se han estrellado contra lo imposible y no han podido conseguir mejora ninguna de las condiciones sociales; más bien las han agravado, exigiendo del pueblo tributos onerosos, los cuales no podían procurarle alivio ninguno en su condición, y dictando leyes, tan enemigas del derecho y tan opuestas al bien de la democracia, como las leyes económicas del antiguo régimen, por ende amenazadas de una completa ruina y de un absoluto descrédito.

XII

No hay posibilidad ninguna de fundar un partido católico en España. Todos aquí somos católicos; y todos nos tomamos la libertad de interpretar el catolicismo tan a nuestra guisa y sabor, que un académico ilustre se llama sin escrúpulo católico y hegeliano, no creyendo faltar ni a su ortodoxia propia, ni a su íntima conciencia. Las cuestiones religiosas aquí jamás apasionan a las gentes, si la religión católica no amenaza a la libertad política o a la libertad intelectual. El elemento democrático ha entrado en un período reflexivo tan fecundo y una experiencia tan grande aquistado, que no se sublevaría hoy contra mí, como se sublevó el año 73, porque restableciera yo las relaciones con el Pontífice de Roma y nombrara sabios obispos para las Sedes vacantes. Aquí en la herejía se cae, y en el delirio febril, y en las convulsiones religiosas, y en las guerras civiles, cuando la religión quiere cátedras desempeñadas necesariamente por ultramontanos confesos y diarios escritos bajo la censura eclesiástica. Prometer y formular una reacción intelectual, amenazando los derechos de las Universidades y queriendo rehacer los privilegios de las órdenes religiosas, equivale a traernos una guerra civil. Por no haber querido aceptar el mismo D. Carlos reacciones tan temerarias, se ha fundado sobre su derecha el partido integrista, quien prefiere a la vieja tradicional monarquía, la vieja y tradicional teocracia. No se resucitan los muertos; y tan muerta está la censura en fines del siglo, como estuvo muerta la Inquisición, del siglo en los comienzos. Hay que dejarse los conatos reaccionarios, porque su práctica traería una revolución inmediata. No le pedimos al partido conservador que innove, que progrese, que ande; pedímosle tan sólo que conserve la inspirada tradición de su ilustre jefe, y que viva con él en comunidad completa de ideas, pues la muerte separa los cuerpos, confunde los espíritus.

XIII

Aquí debería cerrar este artículo y lo hubiera cerrado, a no reabrirlo un grave incidente, cuya importancia exige interés y atención, como todo aquello que a las relaciones entre América y España se refiere hoy, en estas críticas y supremas circunstancias. El Sr. Dupuy de Lome, destinado a sobrellevar en sus hombros el peso de la difícil inteligencia diplomática entre los Estados Unidos y la nación española, cesó en su cargo, con general asombro. En otro tiempo, hecho tan vulgar como la renuncia de sus funciones por un funcionario cualquiera, pasaba sin observación y sin comentario, como lo más natural y lo más corriente del mundo. Pero dado lo vidrioso y delicadísimo de las relaciones diplomáticas entre los anglo-sajones del Nuevo Mundo y nosotros, la renuncia del ministro plenipotenciario parece un combustible más echado al inmenso brasero, donde se alimentan las discordias entre dos pueblos nacidos para fraternizar en una comunidad grandísima de intereses, y ya irreconciliables enemigos para siempre, por culpa de las ambiciones y de las maniobras jingoístas. Una carta privada y particular, ha determinado la súbita resolución de Dupuy. En tal carta, por nuestro ministro al Sr. Canalejas dirigida, desde Washington a Cuba, quejábase con razón el diplomático de la doble cubiletería con que Mac-Kinley intenta calmar a los jingoístas y satisfacer a los españoles, burdo maquiavelismo, triste obra de un político, cual el Presidente, a quien califica la carta de bajo y embustero. Naturalmente, habíala escrito su autor sin recordar que hay en el mundo esbirros pagados, fondos secretos, infidencias múltiples, gabinetes negros, secuestros de correspondencias, curiosidades insanas, gentes empeñadísimas en enemistar a dos grandes pueblos, conjuras y conspiraciones que apelan, para recoger los apetecidos resultados, a la falsedad, al odio, al crimen, si es preciso. Y como esto sea muy recordable, sobre todo muy recordable cuando se desempeña un cargo como el cargo de ministro plenipotenciario nuestro entre los yankees, el haberlo ahora olvidado merece la pena que a sí mismo se ha impuesto Dupuy de Lome: la pérdida y renuncia de su cargo.

XIV

Yo comprendo muy bien que al oír o leer nuestro ministro el Mensaje de Mac-Kinley pidiese audiencia indispensable al secretario de Relaciones exteriores y le dijera, de silla a silla, cosas durísimas, pues nunca podrá calificarse con la dureza merecida una insolencia tan grave como la perpetrada por el primer magistrado sajón en sus desvergonzadísimas palabras y en sus temerarios e infundados juicios. Yo comprendo que cualquier ministro español, agraviado por las frases de un Presidente quien se dice nuestro amigo y aparece como nuestro censor, echara por el atajo y pidiera sus pasaportes hasta sin conocimiento y venia de su Gobierno; mas no puedo comprender la puerilidad que se calla las acerbidades merecidas oficialmente por el Gobierno americano tras su oficial denuesto, y luego escribe a un amigo particular, en privada correspondencia, lo que ha callado cuando quizás fuera necesario haberlo dicho, para dar, por un extravío y por una interceptación de su carta, fundados motivos de quejas a quien verdaderamente no tienen razón alguna de quejarse, pues el ofensor, al agraviar y ofender, se halla expuesto a que se le pague con usura en la misma moneda y se le dirijan ofensas y agravios. La carta particular acerba, una vez publicada por infidencias que debieron temerse y aguardarse, no podía menos de quitar la razón a quien la tiene y de dársela por entero a quien jamás la tuvo, pues ni el silencio en la esfera oficial se comprende, ni la garrulidad privada de sus epístolas en un verdadero diplomático. Dupuy de Lome así lo ha comprendido con su clara inteligencia, y presentando la dimisión antes de que las circunstancias se agravaran hanos resuelto un verdadero conflicto, que pudo traernos pésimas consecuencias y abocarnos a un rompimiento de relaciones, muy peligroso en estas difíciles circunstancias.

XV

¿Cómo se ha extraviado esta carta? Las más contradictorias noticias intentan en vano explicar el extravío. Unos dicen que la carta se sustrajo del gabinete particular de nuestro ministro, y se vendió a precio de oro en pública subasta; otros dicen que la carta se interceptó en las Casas de Correos americanas y Mac-Kinley pudo leerla en su texto propio y entregarla después de leída, sin empacho, al diario que acaba de hacerla pública; muchos imputan el secuestro de tan singular papel al nuevo Gobierno cubano, que por el estado de guerra se halla en la necesidad acaso de no respetar ningún derecho; pero lo más inverosímil, aquello que parece ya averiguado, es lo siguiente: que llegó la carta en una de las ausencias del Sr. Canalejas, ocasionadas por sus visitas al interior de Cuba, y que, puesta en la taquilla del hotel, como se hace con la correspondencia de los ausentes, al ver un sello como el de nuestra Legación en América, y un sobre, por nuestro Plenipotenciario escrito, se robó y se sustrajo el documento, para entregarlo por tasa y precio a la voraz publicidad americana. Verdaderamente, cuando se daban y pedían explicaciones acerca de las maniobras navales; cuando se iban Plenipotenciarios o comisionados de nuestras Antillas a preparar inteligencias mercantiles con los Estados Unidos; cuando se trataba de hacer acepto el nuevo Gobierno y el nuevo régimen a las ciegas resistencias de los yankees, emperrados en que no concede nuestra nación a sus colonias ventaja ninguna, un hecho como la dimisión del ministro español en Washington, y su regreso a la Península, nada tiene de agradable, por haber producido todo esto una incomprensible indiscreción privada, una ciega confianza en el secreto de los correos y en el arribo de las correspondencias a sus respectivas direcciones. Pero no creemos, como creen muchos, que puedan por esto agravarse nuestros conflictos y encenderse más malditas guerras. Dios así lo quiera.

XVI

Parece imposible; mas, a cada minuto surge una incidencia fatal y funesta en las relaciones entre nuestra patria y los Estados Unidos. El buque Maine, de cuya visita se hablara tanto en la última quincena, por un caso fortuito e inevitable, acaba de cortarse, a una explosión, en fragmentos, de los cuales unos han volado por los aires, otros se han sumergido en el mar. Eran las nueve y media de tranquila noche, y comenzaban a tomar su correspondiente reposo las tripulaciones marineras, cuyos dormitorios estaban en la proa del magnífico acorazado, cuando un trueno enorme como el estallido colosal de cien tempestades, un enorme incendio semejante a erupciones volcánicas, unos remolinos análogos con las trombas de alta mar, un sacudimiento que sólo puede compararse con los terremotos, una catástrofe como las catástrofes naturales, sucedieron en nuestra espléndida bahía de la Habana, donde anclaba el buque americano, perdido y destrozado sin remedio. Atribúyese la causa del incendio al mismo impulso determinante del célebre incendio que causó tantas víctimas en la feria celebrada para socorrer y auxiliar el Hospital de la Caridad en París; atribúyese al dinamo de la electricidad, el cual pegó fuego a la pólvora y a los cartuchos, que se hallaban almacenados muy cerca. Trescientos hombres han muerto en este horrible caso, y un buque magnífico se ha borrado de la marina militar americana, como si lo borrara un soplo de cólera infernal. Nadie pudo atentar a un barco tan sigilosamente vigilado por sus propias tripulaciones, y sólo explosivos internos, almacenados en sus bodegas y encendidos a una eléctrica corriente, han causado tan enorme desgracia, en la cual han procedido nuestras gentes con su caridad ardorosa y su heroísmo legendario, socorriendo a los infelices que aún permitían socorro, y salvando a los náufragos que aún permitían salvación, bajo amenazas a sus propias vidas, porque los estallidos parciales, tras el gran estallido, han menudeado mucho, y las inmersiones han sido lentas, terribles, numerosas. Ni una sombra de sospecha puede caber a nadie respecto de nuestra lealtad. Pero como los jingoes se han empeñado en que ha de rabiar el perro, ya promoverán alguna reclamación, ya suscitarán alguna dificultad. Descansemos nosotros en la pura y serena conciencia española.