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Arriba22. Octubre 1898

Factores de nuestra perdición. -Reflexiones sobre nuestras desgracias. -Insistencia en la imposibilidad de todo concierto nuestro con las alianzas europeas. -Examen de conciencia. -Diferencias entre la Revolución y la Restauración en el conflicto cubano. -Errores cometidos por todos. -Errores y deficiencias del último período. -Volvamos atrás la vista, sustituyendo a los estragos de la guerra los beneficios del trabajo. -Reflexiones. -Conclusión.


I

Contando los factores de nuestra perdición y ruina, se cuentan ya las conjuras y maniobras de los yankees; la indolencia del Gobierno nuestro y sus partidarios en todo lo referente a reformas ultramarinas, las cuales, en los últimos lustros pudieron emprenderse con calma en meditados Códigos y cumplirse con mesura en series progresivas; la impaciencia de los radicales cubanos con su empeño suicida del cumplimiento milagroso de su programa, queriendo que se hiciera tamaño ideal, como Dios hizo la luz, con una palabra; las intransigencias de los incondicionales, rémoras del régimen y del método reformista, quienes pudieron a una conciliar, como sintéticos nexos, a las dos extremas de la política cubana, y convertir aquella revolución asoladora en segura evolución pacífica; las deplorables propensiones de una parte del elemento hispanoamericano a favor de quien estuviera siempre, por hereditario atavismo, frente al interés de su raza y patria; causas todas adversas a nuestra estabilidad en el Nuevo Mundo, y generadoras de la inmensa catástrofe, bajo cuya pesadumbre la estabilidad ha hoy sucumbido, y quedan para lo futuro nuestros intereses allí completamente aplastados. Hay que añadir aquí la indiferencia de Europa, trastocada en algunos pueblos, como el pueblo inglés, hasta la más completa hostilidad. No conozco problema de suyo tan complejo, como el problema de nuestras alianzas internacionales. Por lo mismo, no conozco injusticia mayor que la cometida en los cargos despedidos sobre nuestros dos mayores gobernantes por no haberlas anudado, cuando estaban en la imposibilidad absoluta de anudarlas. Recuérdese cómo la opinión llegó a sublevarse, airadísima, el día nefasto en que concurrió Don Alfonso XII a las maniobras militares germánicas, y cómo al tratado mercantil con Francia, generador en algunas regiones de breve malcontento, satisfizo después a todas, contándose como una época milenaria de felicidad el período que duró tal tratado, y por esto se verá cómo la nación quería modestas alianzas económicas, mientras repugnaba ruidosas alianzas políticas. Y tenía sobra de razón el sentimiento público en sus adivinas intuiciones. Para tener aliados, o hay que ingresar en la duple alianza franco-rusa, o hay que ingresar en la triple, germano-italo-austriaca. Si entramos en la duple, ¿cómo resistir a Inglaterra? El sueño de Chamberlain sobre la unión de los ciento setenta millones de ingleses, por el mundo esparcidos, realizaríase, y nuestra ya horrible catástrofe se hubiese agravado de una manera espantosa. Si entramos en la triple, ¿cómo vivir aquende los Pirineos con la hostilidad sistemática del gran pueblo y del gran Gobierno de allende? Italia no tiene una frontera con Francia tan dilatada como nuestra frontera pirenaica, corriendo de mar a mar; no tiene partidos extremos tan poderosos como los nuestros, a pesar de la última fiebre revolucionaria en Milán; tampoco tiene por la derecha carlistas semejantes a los españoles, apercibidos siempre para la guerra civil implacable, como los albaneses de Turquía; no tiene por único mediador plástico entre su territorio propio y el europeo continente a Francia, y, sin embargo sus intereses han adolecido de tal manera por las inteligencias con los Imperios de Alemania y Austria, que allí existe un partido formidable, propenso, muy propenso, a una estrecha relación y amistad con Francia. Tiene razón este partido, porque de nada le sirvieran en África las alianzas europeas. Sus aliados han propendido más que al Rey de Italia, según ahora mismo se ve, al Rey de Abisinia. Ningún don recibió Italia del connubio con los Imperios, y a la rica Inglaterra le ha dado Kassala, según dice nuestro refrán, a la mar agua. Cuenta Grecia por su dinastía con el Príncipe de Gales, con el Emperador de Alemania, con el Czar de todas las Rusias. ¿Cuál servicio le han prestado? Dejarla por completo a merced y arbitrio del Sultán de Constantinopla, que a punto se halló de reconquistar Thesalia y no quiere soltar Creta. En la posición difícil de nuestro Estado nacional ante América, imposible presidiéramos o suscitáramos una coalición de potencias europeas contra las potencias americanas. Hubiéramos aparecido ante los Estados, verdadera generación española, con aspecto de reconquistadores, perdiendo moralmente nuestra América, después de haberla perdido materialmente. Nunca se ofreció tan propicia ocasión de constituir una liga europea contra los pueblos americanos, como al invadir tres grandiosos Estados, cual Francia, Inglaterra y España, Méjico. ¿Y qué consiguieron? España hurtó pronto el cuerpo; siguióla Inglaterra; y el Imperio francés, más perseverante, se marchó de allí a una señal de los yankees, dejando Austria fusilar al más generoso y más inteligente de sus Príncipes, sin decir una sola palabra. Las alianzas han pintado mal a nuestra patria. Desde Felipe I a Felipe V nos hallamos confundidos con Austria, que nos llevó a la rota de Rocroy, la que tan cara nos costó, y a la paz de Westphalia, cuyo tratado acabó con nuestra hegemonía católica en Europa. Desde Felipe V a Fernando VII nos hallamos confundidos con Francia, que nos llevó a la rota de Trafalgar y a la pérdida, por nuestro pacto de familia, del dominio español en América. Para no subir tan alto, ¿de qué sirvieron en la guerra de África nuestras amistades con Francia e Inglaterra? El Gobierno inglés nos prohibió el paso desde los desfiladeros del Fondach a Tánger, y nos hizo devolver Tetuán; el Imperio francés nos armó el motín de la Rápita para quedarse con las Baleares. A un pueblo de tantas expansiones seculares como el nuestro, expansiones que llamaría yo una continua explosión, le conviene dentro de sí mismo encerrarse, prosperando un estado económico bajo el cual crezcan la paz y la libertad.

II

Hagamos ahora un examen de conciencia en lo relativo al procedimiento, predecesor de la guerra civil y de la guerra internacional. Llevábamos una dirección económica, resultado necesario de haberse concluido con el sufragio universal toda evolución política: súbitamente viramos en redondo hasta promover inoportuna guerra, tan injustificada en sus móviles y dañosa en sus resultados como la guerra de Melilla. Tamaño cambio de orientación política, en mal hora concebida, nos privó de un presupuesto nivelado, con el cual hubieran descendido los cambios a cero, puéstose nuestro papel sobre la paz, facilitádose una conversión de nuestra Deuda y abiértose un crédito a nuestro Estado que le hubiera permitido alcanzar todos los progresos modernos, inclusos los indispensables al material de guerra y a la organización del ejército. Aunque no pertenecía quien primero propuso este programa ni a ningún Gobierno existente ni a ningún partido militante, se revolvieron airados contra él todos los intereses malheridos, aunque malheridos en mero programa y plan, maltratándolo cual no se maltrató jamás a quien diera un consejo, que se podía seguir o no seguir, sin carácter alguno de mandato que hay necesidad de obedecer. Por un maquiavelismo burdo se presentó el presupuesto de la paz frente al presupuesto de la guerra, como si hubiese algún estadista o político de tan poco seso que pudiera prescindir del ejército, indispensable al organismo social como la fuerza muscular es indispensable al organismo humano. A los cinco años de presupuesto de la paz, ¿dónde hubiéramos estado y dónde hubiera estado el ejército? A los cinco años de presupuesto de guerra, ¿a dónde estamos y dónde está nuestro ejército? Yo atribuyo todos nuestros males al cambio de la orientación económica en orientación guerrera, y por tal razón creo raíz del estado presente la empresa de Melilla, cuyos propósitos siempre reprobé con todo el ardor de mi corazón y reprobaré hasta el día de mi muerte. Al cambio de orientación respecto de lo económico se unió la incertidumbre y la perplejidad respecto de lo político. En las reformas cubanas y en el presupuesto nivelado encontrábanse por aquella sazón las claves de todas cuantas situaciones quisieran los liberales fundar o mantener. Abandonada la orientación económica, e incierto, por los embates conservadores y por las inercias fusionistas, el plan de reformas, la situación liberal flaqueaba por su base como todo aquello inobediente a las causas de su origen y a las finalidades de su destino. Imposible vivir en un pueblo donde los partidos no se forman al modelo de la idea que une y organiza los cuerpos sociales como el alma los cuerpos humanos, y predominan los intereses y las pasiones destinados a corromperlo y perturbarlo todo. En aquel espantoso aquelarre producido por los proyectos de las reformas cubanas, muchas fuerzas liberales se iban a una con el partido incondicional intransigente, mientras muchas fuerzas conservadoras propendían al autonomismo y a los autonomistas. Así hemos visto que dentro del partido liberal se produjo una reacción extrema, con su correspondiente personificación en el Gobierno, contra las reformas, y que dentro del partido conservador se acarició la idea radical hasta el punto de publicarse, bajo los conservadores, un esbozo del régimen autonomista en la Gaceta de Madrid. Por fin se llegó a una transacción, que votaron en las dos Cámaras desde los federales a los carlistas. Pero al votarse tal fórmula progresiva cayó de la gobernación pública el partido liberal que la produjera con sumo trabajo, y fue a la gobernación pública el partido conservador, que había representado la reacción cubana. ¡Gravísimo error el retroceder aquí sin meditar cómo se imponía el avanzar allí, pues las sociedades tienen sus motores como sus frenos, y no hay que poner el freno cuando apenas se ha ensayado el motor! Entre tales incidencias estalló la rebelión, y cuantas personas de seso había entre nosotros anunciaron, según sus experiencias, en sus presentimientos, que otra tercer guerra no podía concluirse y desenlazarse sino por una tremenda catástrofe.

III

Y aquí empezó la nueva fase del problema cubano. Recordemos la Historia para que nos sirva su experiencia de verdadera enseñanza. La Revolución se halló también de manos a boca con una guerra civil en Cuba; y disminuyó su gravedad, no dándole nunca la importancia dada bajo la Regencia, en estos días, a tal fenómeno; cuando nunca conviene aumentar una enfermedad con las aprensiones y cavilosidades del enfermo. ¿Qué hizo la Revolución? Dos cosas de la mayor importancia: primera, proveer el ejército, destinado a la guerra tropical, con recluta voluntaria, cuyas deficiencias, y únicamente las deficiencias, se cubrían y llenaban por grados y en la necesaria medida con el ejército de línea; segunda, decidir que, manteniendo Cuba la guerra, se pagara tan extraño gusto. No debe darse a las guerras civiles coloniales el carácter importante que toman las guerras civiles internas. Holanda tiene una guerra de veinte años en Sumatra; Portugal una guerra periódica en el continente africano del Mediodía, fomentada por codicias germánicas y britanas; Inglaterra otra en el Afghanistán y en Pamir, perdurables: no le hacen caso. Siempre me pareció un error grave asemejar una guerra colonial en las Antillas a una guerra civil en las provincias. El foco de la guerra cubana estuvo en Oriente. Con haber dispuesto la suficiente fuerza para impedir el paso de los insurrectos del Oriente al Centro y al Ocaso de la Isla, terrenos feraces y crasísimos, estábamos del otro lado. Con haber impedido, distribuyendo una fuerza de cincuenta mil hombres, a lo sumo, para preservar los centros capitales de la isla e impedir a los insurrectos la posesión de un poblado en que hubieran podido darse aires de beligerantes, todos los deberes nuestros y todos nuestros ministerios con nuestras finalidades se hallaban de sobra cumplidos. Pero una opinión pública extraviada tomó como el non plus ultra de la guerra el envío de doscientos mil hombres, número propio de las grandes guerras, contra una intangible nube de insurrectos, la cual, evaporadísima siempre y no condensada nunca, ni frente daba por nuestro mal a los soldados, no hacía otra cosa que agitar la isla estérilmente, presentando pretextos al mundo americano para proceder a la injusta intervención y decidir sus continuas mediaciones. Y no se había contado con el clima. El plomo de los mambises no mataba soldados españoles, o mataba pocos; los mataban aquellos microbios tropicales recluidos en el agua de las bituminosas marismas, mares muertos y mortales parecidos a los vorágines del infierno. Regimientos, que por Marzo de este año corriente contaban allí mil hombres, por Abril descendían a trescientos. Y este combate, no con los hombres, con los elementos, donde la derrota sin gloria y sin esfuerzo provenía de un clima sin piedad, elaborando para los hijos de las zonas templadas, no el oxígeno de la vida, el hálito de la muerte, hizo recaer la opinión sobre un retroceso militar, debido a la serie de reacciones con que se inauguró para nuestro mal y desgracia el período de la Restauración, sobre la redención por dinero, excluyendo del servicio, mediante rescate, a las clases acomodadas, y defiriendo el cuidado de la patria y la formación de su ejército a los más desdichados y míseros, comidos por la miseria y colocados en el dintel de la mendicidad, cuando el servicio universal entra ya en el sentido común de los pueblos contemporáneos como el deber imperioso puesto al reverso del sufragio universal, explicándolo y completándolo. Daba satisfacción en tiempo de la República, organizadora del servicio universal, ver soldados, muy distinguidos por su aire, llevando el uniforme militar, igualitario, en los coches de la tradicional nobleza y de la nueva banca, demostrando así cómo todas las clases se juntaban y confundían en la igualdad de sus deberes como en la igualdad de sus derechos. En cuanto las familias pobres experimentaron la falta de sus hijos inmolados por un enemigo invisible, comenzaron a comprender que se habían enviado las prendas de su corazón por pobres, y a producir un movimiento a favor del servicio universal obligatorio, en apariencia puramente militar y técnico, en el fondo muy democrático, por no decir muy republicano. Si el servicio se hubiera extendido a todas las clases acomodadas, éstas hubieran cuidado de que sus corazones, la sangre de su sangre, las entrañas de sus entrañas, no hubieran sido devorados por los ardores del trópico, formándose coloniales ejércitos de indígenas fieles, como aconseja la ciencia y como tienen otros pueblos más adelantados y felices que nuestro propio pueblo. El movimiento resultó tan formidable, que lo tomó en consideración el Poder legislativo. Y tal error proviene de haber dejado en los últimos cinco lustros despreciado el servicio militar obligatorio, y de no haberse nada hecho absolutamente, o haberse muy poco hecho en materia de fuerzas coloniales. ¡Cuántos problemas han surgido de la guerra cubana! ¿Cómo habrá la nación de ocurrir a resolverlos, si no queremos acompañe o suceda un remedio a nuestra disolución colonial, nuestra disolución interior?

IV

No podía complacer a nadie la guerra tal y como se conducía en el primer período. Empezaron los gobernantes aquellos por propensiones de reconciliación y por materiales reminiscencias del Zanjón, cuando se necesitaba quizás caer con golpe tremendo sobre la insurrección y aplastar con furia española sus gérmenes; acabaron por símbolos de intransigencia y de cóleras menos comprensibles cuanto más vigilados nos veíamos y más requeridos a procedimientos, llamados por la perfidia de nuestra enemiga la sociedad yankee, humanitarios, mientras se apercibía ella con cautela indudable a comenzar y a sostener el más horrible atentado que han conocido los tiempos en su ira cruel y bárbara. Mas, fueran acertados o no fueran acertados los procedimientos en el primer trienio seguido, ninguno trajo las consecuencias esperadas con anhelo general; ninguno trajo la pacificación pronta, ni el método primero de conciliación más o menos aparente, ni el método segundo, más o menos aparente, de intransigencia y rigor. La enfermedad continuaba en gravedad suma, complicándose a cada paso con la cuestión exterior, exacerbadísima por un Presidente propenso, muy al contrario de su eminente antecesor, hacia la guerra y hacia la conquista. Entonces la miopía de ilusiones y esperanzas forjó para concluir la guerra civil, amén del método natural o del método guerrero, dos otros métodos, conocidos con los nombres de método diplomático y método político. Mala para mí toda guerra, pero entonces preferible a procedimientos de una verdadera indefinición en sus términos y de una imposible práctica en sus aplicaciones. El método diplomático significaba tratos con los Estados Unidos y con las primeras potencias del mundo a la hora en que los Estados Unidos y las demás potencias del mundo estaban más intratables. El método político significaba reformas improvisadísimas, inoportunas en medio de la guerra, muy saludables de haberlas puesto por obra dos lustros antes, trocadas, por su inoportunidad manifiesta, de medicina en extremaunción. Por estas razones me opuse yo, conociendo como el partido liberal no traería remedio, sino agravaciones del mal, a que subiese hacia un Gobierno en que sólo podían aguardarle catástrofes, aunque sólo reservase sus fuerzas para el remedio en lo posible de esta catástrofe, cuyo estallido tocaba por decreto providencial a sus predecesores en suerte, y no había para qué participar de tal suerte adversa. Pero nadie me hizo caso. Aquí hace tiempo gobierna un poder anónimo e irresponsable de las Convenciones republicanas y de las Asambleas constituyentes, una prensa muy temida, y esta prensa llevó los liberales como de la mano al Gobierno por cambiar de postura en el triste lecho de nuestra irremediable agonía y por hacer que hacemos. Cosa inconveniente cambiar los tiros de una diligencia en medio del vado, aunque parezca el vado fácil. Los conservadores se ufanaban de tener casi concluida la guerra, y aunque fueran estas creencias ilusiones del deseo, creyéronlas muchas gentes, sobre todo creyólas a pies juntos la oposición, quien forma en España la mayoría de los opinantes, y constituye, por ende, a su guisa y gusto, la opinión universal. Se complicaron los tres métodos, embarazándose unos con otros, como tres clases de medicinas propinadas a un enfermo grave, las cuales únicamente sirven ya, en tales extremidades, no a procurar el remedio, a precipitar el desahucio. Si con el cambio de dirección y de procedimiento en la guerra; con las dos constituciones autonómicas dadas por el poder real convertido en poder constituyente; si con el triste arribo de los radicales y de los exagerados al gobierno cubano se conseguía la paz, bien hecho estaba todo; pero si, al revés, nada se conseguía; cuanto se agravaban nuestros males con reformas progresivas dadas en tiempos tan opuestos a todo progreso, cual son los tiempos de guerra, litigio armado y violento en que un despotismo se opone a otro despotismo, huyendo de sus cruentísimos senos la libertad y el derecho. Toda guerra es pésima; lo son las mismas guerras libertadoras, que si suelen traer a la larga buenas consecuencias, por el pronto lo perturban todo y proscriben la libertad y el derecho. Si para intentar y conseguir la paz internacional se han tenido que suspender las garantías constitucionales aquende los mares ¿como allende se aplicó el más amplio régimen de gobierno propio y propio derecho, reinando una guerra, y una guerra cruel? El método político tenía que marrar por inoportuno, y tenía que marrar el método diplomático por imposible. Ni las constituciones autonómicas, ni los trabajos diplomáticos, dieron fruto de ningún género: las unas, recrudeciendo aquella grande agitación y reanimando la guerra entre incondicionales y avanzados, produjeron las manifestaciones ocasionales de la entrada del Maine, buque nefasto, en nuestra grande bahía colonial, mientras las otras concluyeron atrayendo al fin y la postre una injustificada e increíble declaración de guerra. Fueron ambas medidas como esos pararrayos que, teniendo soluciones de continuidad en sus hierros o interposición de materias malas conductoras del fluido eléctrico, no conjuran las incendiarias centellas, las atraen y llaman. Así de golpe horroroso en golpe horroroso, nos encontramos con una declaración de guerra, cuya responsabilidad no toca ni puede tocar a ningún estadista ni a ningún Gobierno español, cuya responsabilidad toca y pertenece a quien la concibió sin razón y la declaró sin motivo, por un acto de voluntad tan arbitrario como el que pudiera concebir y poner por obra el capricho de cualquier déspota endiosado. Creíamos que sólo eran Emperadores, dioses y bestias al mismo tiempo, los Ciros, los Sardanápalos, los Baltasares, los Jerges, los Nabucodonosores; sonlo también los pueblos, y los pueblos republicanos, cuando pierden su naturaleza propia y reniegan del fin y objeto para que fueron criados. Después del ultimatum requiriéndonos para que abandonáramos Cuba, no podíamos de modo ninguno abandonarla sin una declaración solemne de nuestro derecho y sin una protesta moral en armas. Pero, como ahora los conservadores aseguran que jamás hubieran llegado hasta la guerra, debe lamentarse no precedieran a las conferencias habidas entre nuestro Gobierno y los llamados por la opinión estadistas y conspícuos al hacerse la paz, otras semejantes al declararse la guerra. Quizás entonces alguno propusiera una manifestación de nuestras fuerzas frente a las fuerzas contrarias; de nuestros recursos frente a los recursos enemigos; de nuestra posición en el golfo mejicano frente a la posición americana, y propusiera una dejación de nuestro derecho en Cuba, so intimaciones incontrastables, sin esgrimir un arma y apelando a la conciencia universal. Pero una cosa es pensar desde abajo y otra ordenar desde arriba. Cualquier Ministerio español, colocado en la situación del Ministerio gobernante ahora, hiciera lo hecho por éste: aceptar una guerra no querida por él e impuesta por ese conjunto de fuerzas a cuyo resultado y suma llamamos fatalidad.

V

Lo he dicho arriba y me ratifico en ello: ningún Gobierno español es responsable de una guerra, declarada por la voluntad sin freno de un Gobierno extranjero sin escrúpulo. Pero, en la dirección y desarrollo de la guerra, se han visto deficiencias que han exacerbado mucho el sentimiento público y traídonos una desconsideración universal hasta respecto de virtudes y calidades que creíamos congénitas al carácter y al temperamento nacional. ¿Cómo no advertimos la escuadra yankee del Asia, que debía causar nuestros primeros desastres? ¿Cómo no teníamos impedimento alguno frente al enemigo en el canal que abre paso a la bahía de Manila? Nuestros enemigos han podido quemar una escuadra en Cavite; armar los rebeldes tagalos y volverlos contra nosotros; llamar sobre la ratonera de Santiago nuestros primeros barcos, para perderlos uno a uno en su salida o quedarse con ellos; acabar pronto con un sitio como el de la banda oriental cubana, que con sólo durar los hubiera exterminado; quedarse con Cuba sin disparar por ella un tiro; convertir en conquista heroica el paseo militar por Puerto Rico; rematar una rebelión que apenas mantenían unos quince mil hombres con programas de reclutamientos nunca comenzados, y con columnas en el papel de números fantásticos, y no de soldados en carne y hueso. El motín sanitario hecho por los yankees en la vencida Santiago, para salir por cualquier camino de aquel horno devorador, enseña cuáles resultados obtuviéramos de resistir un poco, como se suele resistir en esta nación de los sitios, y hacer algunas segundas salidas tan heroicas como fueran las primeras, de cuya fuerza y empuje nos prometimos títulos inmarcesibles de gloria con esperanzas seguras de triunfo. Pero todo marró en verdad. Y marró, porque siempre carecimos de un presupuesto suficiente a satisfacer las exigencias de nuestro vasto Imperio y las obligaciones con este Imperio contraídas. Yo recuerdo las miles de calumnias esparcidas en este país de la envidia por los innumerables envidiosos, aquí existentes, contra el ferrocarril central de Cuba. Si en los veinte años últimos se hubiera hecho, como debió hacerse, ¿tuviéramos tan desprovista de víveres y pertrechos a Santiago, como la hemos tenido? El combate verdaderamente titánico de Manila enseña cuánto se puede hacer con voluntarios y soldados españoles cuando se les dirige bien, siendo complexión y temperamento natural de nuestras gloriosísimas tropas del heroísmo. Pero, empeñados en una guerra marítima, perdimos al primer golpe todos nuestros barcos, y no podíamos mantener ésta en el mar, porque nadie puede lo imposible.

VI

Necesitaríanse las quejas de Job y los plañidos de Jeremías para llorar nuestras desgracias. Manila incendiada y puesta en trance de muerte por el infame ayuntamiento de los yankees voraces con los tagalos rebeldes; cortadas las comunicaciones entre la Metrópoli y el Archipiélago; falto éste de todo recurso y desesperado de todo auxilio; sumergidas en el mar o acaparadas por la violencia nuestras naves, factores capitales de la defensa territorial; prisioneros o muertos los marinos; rotas las navales máquinas a que fiáramos nuestra salvación y en que consumiéramos nuestros ahorros; el pabellón estrellado extendiendo sus nefastas estrellas desde la mar de los Caribes a la mar de los indochinos, sin protesta y sin resistencia posible de nuestra parte; Santiago entregada con todos los ejércitos del Oriente cubano y entregada o caída, para más dolor, al ejército derrotado en sus trincheras improvisadas y consumido por los ardores del trópico; bloqueada Cuba sin los auxiliares necesarios marítimos, y sin esperanza de provisionarse para bien defenderse del hambre, la incontrastable fuerza sitiadora; Puerto Rico asaltado; amenazadas las Canarias; amagando un bombardeo desolador los primeros puertos de nuestras costas; nada tan difícil como la continuación de una guerra internacional, equivalente a temorosísimo suicidio. Yo sé cuánto le duele al temperamento español hacer declaraciones de conformidad con el hado adverso y con el destino implacable. Nuestra patria es como patria del elemento psíquico por excelencia: de la voluntad. Un poeta español fue quien dijo: «La causa del vencedor agradó a los dioses; la del vencido a Catón.» Como hemos hecho lo imposible, creémoslo posible todo en el mundo a nuestro esfuerzo. Solos combatimos al continente asiático y al continente africano, por lo menos a los musulmanes, extendidos desde el estrecho gaditano hasta la Meca, en el combate de los siete siglos; solos descubrimos y nos apropiamos el Nuevo Mundo. Así no hemos contado nunca nuestros enemigos, ni en las guerras catalanas con Oriente, ni en las guerras nacionales con Bonaparte aquí en Occidente. Bajo el imperio de tales recuerdos, ni distinguimos de circunstancias sociales, cual debemos distinguir, ni estimamos cual debemos estimar el medio ambiente. Como aquellos ejércitos feudales, que no querían tomar en cuenta la invención del explosivo por excelencia, de la pólvora, y después de hallada remitían a su brazo y a su lanza y a su armadura la defensa personal; nosotros no hemos tenido en cuenta para el gran litigio armado nada mas que nuestro valor personal y en este valor hemos librado nuestra esperanza de contrastar, si no de vencer, al pueblo más químico y más mecánico que hay en la tierra, el pueblo de las grandes invenciones contemporáneas, que, si no ha descubierto el vapor, se ha servido del vapor como nadie, y si no ha descubierto la electricidad, ha con saber milagroso aplicado la electricidad al pararrayos, al telégrafo, al fonógrafo, a la iluminación de nuestras noches en maravillosas magias. Así nuevamente se ha visto en esta guerra que, al tratarse del valor de cada combatiente, a nuestros contrarios aventajáramos en toda ocasión, y al tratarse de las fuerzas físicas y mecánicas, que agrandan tanto el valor, hemos sufrido una inferioridad indecible. Compárense las máquinas de guerra y los explosibles que tenían en sus barcos nuestros enemigos, con las máquinas de guerra y los explosibles que teníamos nosotros en nuestros barcos, inferiores por su número a los suyos, y dígaseme luego si la ciencia y la industria no vencerán siempre a la tradición y a la rutina. Por mucho que nos cueste, necesitamos y debemos declarar cómo España está vencida. Se anuda la garganta, se detiene la pluma, diciendo de palabra o por escrito nuestra derrota, pero hay que decirla, por ser verdad, y para ver si en tristes experiencias conseguimos algún reconocimiento de nuestros errores por nosotros mismos, y enmendamos con enmienda pertinaz y sabía todas nuestras faltas y todas nuestras culpas. Del enemigo, bajo cuyos atropelladores pies hemos caído, no hay que aguardar ninguna consideración, por ser naturalmente inconsiderado; no hay que aguardar ninguna piedad, por ser naturalmente despiadadísimo. Parece imposible, tras cuatro mil años de civilización histórica en el planeta; los hijos del cristianismo y de la revolución, después de haber proclamado y conseguido aquellos derechos humanos, protectores del alma y de la vida, hechura de la justicia universal, estamos en el caso de repetir las palabras de los vicios conquistadores clásicos: ulla salus victis, nullam sperare salutem. Lo que ahora se ha visto no se había visto nunca; no se había visto, convencida en principio la paz y preparado el protocolo, perseguir los vencedores a sus beligerantes cuando rotos y vencidos se proclamaban; asediar en el Oriente cubano las poblaciones casi rendidas y arremeter con los soldados ya inermes casi; bombardear e incendiar a Manila, merecedora de otra suerte por su heroico martirio; seguir la invasión injustificadísima de Puerto Rico, siempre fiel a su España, todo ello, como no tienen los vencedores más razón que su fuerza, ni más título que su victoria, todo ello en requerimiento y busca de algún pretexto con que justificar sus procedimientos prehistóricos, propios de tiempos bárbaros, que nos hacen descender a todos en las gradas del organismo hasta las especies inferiores, una salvaje conquista. Han conquistado nuestras Antillas; no tenemos más remedio que sufrir la dura ley del vencedor y conformarnos con la horrible suerte del vencido.

VII

Estamos volviendo atrás la vista siempre. Convirtámosla hoy adelante. Nuestros barcos sumergidos, nuestros mausseres por el vencedor acaparados, nuestro ejército roto en tierra y roto en mar, nuestra Deuda en proporciones aterradoras aumentada, nuestros desahogos económicos en las colonias cortados o suspensos, la miseria consiguiente a una guerra que trae aparejada la peste misma, el estado de completa desorganización en que acaban de caer los partidos gobernantes, las reconvenciones consuetudinarias entre vencidos y la rebusca de responsabilidades hacen indispensable trazar para lo porvenir una línea política, cuyos puntos en el espacio sean otras tantas ideas en el espíritu, formando su resumen un inflamado luminoso ideal, a que necesitemos sujetarnos en nuestros pensamientos y en nuestros actos. Yo sé muy bien cómo la traidora reacción, acechándonos a la continua, imputa el marro de la dominación colonial a las ideas democráticas y a los Gobiernos progresivos. No conozco especie política tan infundada como esta vulgar especie. Si son elementos precisos de nuestra nacionalidad los principios reaccionarios, hay que despedirse, no ya de las colonias, de la nación misma, pues imposible toda vida social para los pueblos cultos fuera del espíritu moderno, como imposible toda vida natural para los hombres todos fuera del aire atmosférico. Yo no acostumbro a exigir tremendas responsabilidades, sólo exigibles por la opinión y por la Historia. Pero, cuando con frecuencia leo y escucho la imputación de que nos ha perdido en Cuba y Filipinas el elemento progresivo de nuestra sociedad, declaro habernos perdido el elemento reaccionario. Con sólo citar la oligarquía negrera en Occidente y la oligarquía teocrática en Oriente, basta para persuadirse a creer la reacción causa primera y exclusiva de nuestros desastres. Si mal del grado de los egoístas negreros diéramos en Cuba el gobierno a los cubanos de sí mismos, no triunfan como han triunfado los mambises; y si diéramos en Filipinas la desamortización eclesiástica, mal del grado de nuestros intolerables frailes, no combaten como han combatido los tagalos. Aun admitiendo lo contrario de la verdad, aun admitiendo que masones y demócratas dominaron Cuba y Filipinas, tenían mucho que hacer para desarraigar los efectos producidos por cuatro siglos de frailes y negreros. ¿Quién ha dicho que comenzara la pérdida de nuestras colonias con el régimen liberal y parlamentario? Perdió Felipe II los Países Bajos; perdió Felipe IV, Portugal; perdió Felipe V, Gibraltar; perdió Isabel de Farnesio, Nápoles y Sicilia; entregaron los Braganzas, Tánger a Inglaterra, y dividieron de Portugal el Brasil; empiezan a perderse para la Península Ibérica los dominios lusitanos cuando muere Don Sebastián en el desierto; empiezan a perderse los dominios americanos con Carlos III, que pelea por sujetar territorios antiguamente españoles a los yankees, asistidos en su rebelión colonial por los Reyes absolutos de Francia y España, unidos con el pacto de familia; y al nombre nefasto de Fernando VII va unida la separación del continente americano de nuestro patrio techo. Aunque la desesperación por todas partes nos asalta, yo fío en Dios no perderemos los dos únicos bienes interiores que nos quedan: la paz y la libertad. Debemos estar afligidos; no debemos estar desesperados. Peor que nosotros se veía Italia después de Novara; peor que nosotros Francia después de Sedán; peor que nosotros Prusia después de Jena. Y, sin embargo, se han reconstituido, agrandándose y extendiéndose de una manera desmedida. Lo que importa es optar por una política de sabia reconstitución económica y de buen carácter administrativo. Pueden preferirse a estos consejos míos los propósitos ambiciosos de quienes, ilusos eternamente, sueñan todavía con grandes alianzas europeas y con cruentos desquites americanos. Pero yo habré de recordar a quienes así piensan que tal política exige ríos de oro, los cuales no pueden allegarse por nuestro pueblo sino un siglo después de haberse renutrido con el trabajo en sus grandes manifestaciones de arte y ciencia, de agricultura e industria. Cuando el organismo se desmedra y enflaquece, no hay más medio de restaurarlo en su antigua robustez que renutrirlo, pues con la renutrición sus nervios se aplacan, sus músculos se aceran, sus vísceras se regularizan, y puede usar, no solamente de su inteligencia y de su corazón, puede usar de sus fuerzas corporales, cuando en los conflictos de la vida el honor o la necesidad le reclaman a la pelea que muchas veces suele imponerse a las conciencias más serenas y a las voluntades más pacíficas. Si abrazamos una política nacional, y no de secta o de partido; si establecemos aquellas relaciones mercantiles que han sustituido a las relaciones diplomáticas en los pueblos modernos; si pensamos, ajenos a toda veleidad de reconquista, en que nuestra hegemonía histórica y moral sobre el Nuevo Mundo español no se ha perdido porque se hayan perdido allí nuestros bienes materiales; si damos por el pie a todos los ruinosos dispendios y entramos con resolución en todas las útiles economías; si constituimos un presupuesto con sobrantes de una manera muy vigorosa, y satisfacemos nuestros compromisos y pagamos nuestras deudas; si podemos regular y moralizar nuestra imposible administración pública, bien mostrenco de los nuevos señores feudales llamados caciques por nuestro pueblo, que se cree tratado por ellos como si fuera un pueblo de indios y de negros; si con las seguridades dadas a los intereses promovemos industrias y suscitamos industriales que recuerden cómo aquí, en el extremo de la Europa continental se halla un territorio, el cual comprende todas las riquezas continentales como en el extremo superior de nuestro cuerpo se halla la cabeza que compendia todos los nervios y mueve todos los músculos, aún podemos, no obstante los libros de caballería metidos en los sesos y el romanticismo connatural a nuestra complexión histórica, ser en este tiempo de los intereses aquello mismo que fuéramos en el tiempo de las creencias, y con el arado abriendo surcos, las lanzaderas manteniendo fábricas, en las minas nuestras piquetas, en el mar nuestros barcos mercantes, aún lograremos sacar de nuestro suelo una corona de metales preciosos que se enlace con nuestra corona de racimos y espigas y olivos, alzándose cada día con más esplendor sobre campos redimidos por el trabajo, sobre ricos productos atesorados merced a la industria y movidos por el comercio, un ideal correspondiente con nuestras tenaces aspiraciones y concordante con las obras colosales que hemos realizado para bien de todos los pueblos en el seno de la humanidad, para continuar nuestro renombre glorioso en la Historia universal.