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Críticas del cine español (II)


José Luis Sánchez Noriega






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800 balas

Homenaje al spaghetti-western


(Álex de la Iglesia, 2002)


La irrupción de Álex de la Iglesia en el panorama cinematográfico español con Acción mutante, hace ya una década, supuso una agradable sorpresa, confirmada de inmediato con la exitosa El día de la bestia (1995). Sus tres películas posteriores han sido valoradas de forma diversa, aunque funcionaran en la taquilla. No cabe duda de que el director bilbaíno es un cineasta muy creativo, elaborador de ingeniosas imágenes y textos, capaz de conectar con el público y poseedor de una forma propia de estilo, entre la comedia desgarrada, la aventura postmoderna y el esperpento. Pero quizá ocurre que De la Iglesia funciona mejor en la secuencia, la viñeta o el detalle de un diálogo, un decorado o un personaje secundario que en el conjunto del filme, lo que parece confirmarse en su última obra.

Homenaje al spaghetti-western a la vez que a los grandes secundarios del cine español de género, 800 balas toma como recurso el espectáculo montado por unos pobres desgraciados en los decorados supervivientes de los rodajes de westerns en Almería. El protagonista, Julián, se mantiene con la ilusión de haber servido de doble de Clint Eastwood, aunque tiene la espina clavada de un hijo muerto en el oficio para el que él le adiestró. Su nieto, que vive con la madre y la antigua esposa de Julián, se acerca deseoso de saber acerca de su padre. Tras diversos episodios, surge el conflicto fatal, de dimensiones inesperadas, entre Julián y su nuera, ya que ésta amenaza el espectáculo, pues quiere comprar los terrenos del poblado del Oeste para construir una urbanización y, de ese modo, recuperar a su hijo, fascinado por el abuelo.

Incluso el espectador mejor predispuesto -y ello parece un requisito para que la película se disfrute mínimamente- advierte los titubeos en que se mueve Álex de la Iglesia en un relato que, sólo con dificultad, mantiene el tono dramático que la historia propone, pero que participa de la comedia esperpéntica, con apuntes costumbristas, e incluso de la fábula. Quizá se trate del neonato marmitako-western, según definición del director, que el abajo firmante no es capaz de degustar. Ese titubeo impide un tono mínimamente coherente al conjunto, lo que se percibe más en el tercio final, con un inverosímil (cualquiera que sea el nivel de realidad propuesto) asedio de la policía y los geos a la troupe protagonista.

La película funciona bien en el nivel de los detalles -las viñetas indicadas más arriba- ya se trate de algunas secuencias (el magnífico diálogo del encuentro de Julián con su esposa) o de personajes (como el gaditano hincha del Athletic bilbaíno), a lo que contribuye el ritmo acelerado impuesto al relato y el recurso a citas cinéfilas (Clint Eastwood, los duelos del western, el saloon, etc.). Pero la historia deja que desear tanto por la escasa entidad de los personajes -comenzando por el protagonista, Julián, un perdedor de escaso atractivo, y siguiendo con los encarnados por Carmen Maura y Terele Pávez- como por la dificultad de engarce entre el esqueleto dramático un tanto manido (el niño en busca del padre, la especulación inmobiliaria que acaba con oficios artesanales) y el tratamiento de esperpento con dosis de aventura.

Si, al final, 800 balas es una obra que entra dentro de esa amplia y complaciente categoría de títulos que «se dejan ver» se debe al diseño de producción, el espíritu crítico presente en los diálogos y algunos otros elementos, como la música de Roque Baños que remite y parafrasea temas ya clásicos del western. Pero De la Iglesia ha quedado lejos de una película que logre lo que se propone y resuelva satisfactoriamente la torrencial creatividad de los guionistas.




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Al sur de Granada

La visión del extranjero


(Fernando Colomo, 2002)


Nacido para el cine con la restauración democrática, Fernando Colomo ha sido brillante director de algunas de las comedias más significativas del cine español de los ochenta, amén de productor de cineastas noveles, aspecto no menor en una industria tan necesita de aquellos. Desde hace un tiempo viene rodando con más distancia y, con Los años bárbaros (1997) y Al sur de Granada, se ha alejado de la pura comedia para bucear en el pasado histórico de nuestro país a través de sucesos de los márgenes de la Historia. Bien entendido que no ha abandonado del todo el talante humorístico-costumbrista del grueso de su filmografía.

En el origen de Al sur de Granada está la fascinación de Colomo por el célebre hispanista británico Gerald Brenan, autor de ensayos sobre nuestra cultura e historia inmediata tan decisivos como El laberinto español desde su reclusión en la Alpujarra granadina. Sólo a partir de una biografía de Gathorne-Hardy ha encontrado el director la forma de escribir un guión basado libremente en los primeros años de Brenan en España, concretamente desde que en 1919 llegara al pueblo de Yegen. Este pie forzado supone un riesgo, pues la película resultante no es un filme biográfico (cuando se supone que lo atractivo sería llevar a la pantalla el conjunto de la vida de Brenan), sino que se limita a recrear condensadamente unos años y a reflejar el contraste de quien desde la Inglaterra más cosmopolita del grupo de Bloomsbury se sumerge en la España rural de principios de siglo, el sistema caciquil de la época, el amor por una mujer marginal del pueblo, las visitas de sus amigos, el paréntesis de la huida y un regreso que establece una nueva etapa.

Si el espectador tiene en cuenta todo este contexto, Al sur de Granada es una película que causa cierta decepción, pues el personaje de Brenan carece del suficiente atractivo como para «prender» en el público y, desde luego, sólo con una información previa y una voluntad decidida, ese espectador percibirá la personalidad singular del hispanista y las motivaciones para su reclusión en la sierra granadina. Pero si, con buen criterio, nos olvidamos de la historia concreta de Gerald Brenan, el visionado de la película resulta mucho más interesante, sugerente y, sin echar las campanas al vuelo, estimulante como recreación de un país y una época. El eje melodramático (novia de Brenan en Inglaterra, intento de casarlo con una heredera, amores/pasiones por Julia, paternidad anunciada, «huida» a su país...) no es muy original, pero deviene eficaz para vertebrar un relato que muestra la pobreza, el caciquismo con ribetes violentos, los usos y costumbres del lugar... y, en fin, un espacio humano donde el amor y el humor están en permanente dialéctica en la lucha por la vida.

Colomo rueda muy bien y hay momentos de innegable emoción y un humor que se agradece; la muy adecuada fotografía de Alcaine tiene tonos desvaídos como de viejas fotos en sepia, los actores están en su punto, hay un notable trabajo en la interpretación del castellano andaluz del lugar y en el propio lenguaje... para un conjunto que -insisto, olvidándonos de Brenan- viene a ser un fresco de una época donde, entre otras interpretaciones, cabe considerar un clima humano que está a la base de la Guerra Civil. Aunque la película se deje ver, parece que Colomo debería haber puesto en segundo plano el devenir amoroso de Brenan en beneficio del protagonismo coral del pueblo, lo que sin duda obraría a favor de su pretensión de mostrar la reacción de los lugareños serranos ante un excéntrico inglés venido de no se sabe dónde, siguiendo un modelo cinematográfico tan reconocido como el del forastero que contempla una comunidad extraña.




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Aro Tolbukhin. En la mente del asesino

Encrucijada de paradojas


(Agustí Villaronga, Lydia Zimmermann e Isaac P. Racine, 2002)


En la opulencia de estrenos mensuales, el buen cinéfilo acaba agradeciendo una película que, aun de forma limitada, consiga de algún modo llevar al espectador a la experiencia primigenia del cinematógrafo, aquella por la cual la pantalla se convierte en ventana por la que mirar el mundo, espejo en que contemplarnos o caverna que lleva al misterio o devuelve los ecos del mismo. Es decir, filmes que inventan el cine. Algo de esto sucede en el visionado de Aro Tolbukhin, una cinta a contracorriente debido al impulso del director de culto -elogio que resulta un regalo envenenado en el panorama del cine español, tan volcado hacia la taquilla- Agustí Villaronga, creador de media docena de películas desde su sorprendente inicio con Tras el cristal (1985).

Vaya por delante que gran parte de la riqueza de esta propuesta se debe a que, en las antípodas de convenciones del cine clásico como el contrato de ficción o la transparencia narrativa, asume varias contradicciones: adopta la forma de documental sobre un personaje inventado, indaga en los orígenes del crimen para encontrar como respuesta el amor, investiga una biografía sin resolver las preguntas iniciales, mezcla (falsas) imágenes documentales con (verdaderas) secuencias de ficción, plantea la vida de un verdugo viendo en él una víctima, se presenta como aproximación aséptica lo que acaba transido de emoción, etc.

El punto de partida son unas filmaciones con entrevistas a un condenado a muerte (el húngaro Aro Tolbukhin), realizadas por la periodista suiza Lise August en 1981 y encontradas entre las latas de una filmoteca por Lydia Zimmermann, directora real del filme que vemos. A partir de esas entrevistas, se realiza una investigación con otras conversaciones (a Carmen Curt, la monja que conoció a Aro en una misión en la selva guatemalteca, y a una húngara que fue testigo de su infancia y adolescencia) y se recrean algunos momentos de su vida: la vida familiar con la madre ausente, la relación incestuosa con su hermana, la llegada a la misión católica, la «adopción» del bebé y su posterior muerte, y el brutal asesinato múltiple que lo condena a la pena capital.

El texto fílmico combina imágenes de texturas y cromatismos diversos realizadas en formato vídeo, película de 16 mm. envejecida artificialmente y de 35 mm. en blanco y negro; emplea muy frecuentemente la cámara en mano, renuncia a la habitual música de acompañamiento y emplea a distintos actores para los personajes de Aro y Carmen1. Lejos de la narración causal que organiza la información cronológicamente, el esquema de investigación documental sobre una vida -inevitablemente deudor de obras ya consagradas, como el Kane- se vale de pinceladas inconexas y hasta contradictorias gracias a la hábil mezcla de tiempos y testimonios, desde el presente del espectador a la revolución anticomunista del 56, desde el telediario a la evocación de los protagonistas. Hay un buscado efecto de extrañamiento, debido a la diversa entidad de las imágenes (que sólo excepcionalmente, en el episodio húngaro posibilitan la identificación del espectador) y a la propia materia narrativa: episodios de la vida de un hombre nacido en Hungría y ejecutado en Guatemala. Pero, paradójicamente, la película acaba teniendo mucha más emoción de la que cabría esperar con ese punto de partida, lo que supone un valor añadido a una obra tan sugestiva e interesante.

Contra lo que puede sugerir el subtítulo, Aro Tolbukhin está en las antípodas de los filmes sobre psicópatas y autores de crímenes inexplicables o gratuitos. Ni siquiera cuando, como pudiera parecer, plantea nada menos que la posibilidad del crimen liberador para la víctima... En el fondo, es una película sobre la imposibilidad de llegar a la verdad porque cualquier acercamiento nos traslada a otra realidad aún más incomprensible: la búsqueda de las causas sobre el asesinato cometido por Aro lleva a una infancia donde se entrevé mayor dolor que en los propios crímenes de Guatemala. O, si se quiere, es una película sobre el misterio del alma humana y la radical impotencia de cualquiera para cartografiar su territorio. Pero, también, es una obra sobre el cine, la verdad o falsedad de las imágenes de lo real y la elocuencia de las imágenes de la ficción, la paradoja de que imágenes de menor calidad fotográfica resulten más informativas, la difusa frontera entre realidad y ficción o la poesía de lo abyecto. En definitiva, sobre todo aquello que desde hace más de un siglo viene interrogándonos a los espectadores sin que hayamos encontrado una respuesta satisfactoria (y a estas alturas ya estamos persuadidos de que no la lograremos, probablemente porque el cine, como el arte, la cultura o el pensamiento, sólo sirve para hacer preguntas).




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Aunque estés lejos

De los exilios del corazón


(Juan Carlos Tabío, 2003)


Ayudante del histórico del cine cubano Titón Gutiérrez Alea en sus dos últimas películas -Fresa y chocolate (1993) y Guantanamera (1996)-, que descubrieron a este cineasta para las jóvenes generaciones del público, Juan Carlos Tabío rodó en solitario la muy eficiente Lista de espera (2000) y ahora estrena la comedia nostálgica Aunque estés lejos en una clave que renuncia al humor más esperpéntico y primario de los títulos anteriores.

La estructura narrativa de personajes que cuentan historias determina el tono de comedia dramática muy comedida, donde la fuerza de los sentimientos queda mitigada por el distanciamiento proporcionado por esa estructura de cine en el cine. Un guionista (Pedro) y una productora y antigua actriz cubana (Mercedes) están en negociaciones con un actor español nacido en La Habana, Alberto, para hacer una coproducción. Al idear una historia para la película, cada uno de ellos saca sus demonios interiores y, como no podía ser de otro modo, proyecta sobre el papel sus recuerdos, ocasiones perdidas, temores y deseos. Pedro se ve más joven luchando por conseguir una visa y dinero para irse a Estados Unidos, para lo cual liga a una exiliada mayor que él e, inesperadamente, acaba enamorado de ella e instalado en Cuba; Alberto recuerda a un amor que tuvo en la isla e imagina que es padre de una hija desconocida, con quien tiene un sorprendente encuentro en Madrid; y Mercedes echa en falta a un hombre con quien estuvo tiempo atrás y que ahora vive fuera.

El director maneja con soltura los niveles de realidad y saca jugo de las posibilidades de cine en el cine como expresión de ese componente vital de la identidad de las personas, siempre deficitario, que llamamos mundo de los sentimientos y que está formado por recuerdos, deseos, nostalgias y sueños. Un mundo desequilibrado e inestable que encuentra su paralelo en la relación que tienen buena parte de los cubanos con su isla: unos luchan por salir y otros lamentan haberlo hecho. Exiliados, trasterrados o desarraigados, los cubanos experimentan sentimientos contradictorios respecto a su isla, lo mismo que los personajes de Aunque estés lejos viven amores de otro tiempo y otro lugar. Una reflexión valiente y crítica sobre la identidad de los cubanos actuales, si se tiene en cuenta que ha sido coproducida por el Estado castrista.

Con ser una película entretenida y realizada con solvencia, a mi juicio hay dos deficiencias que lastran el resultado final: la falta de momentos decididamente humorísticos y el distanciamiento respecto al mundo sentimental de los personajes. Incluso aunque estos dos aspectos resulten difíciles de vertebrar, la película queda un tanto indefinida, ya que el espectador espera más humor y emociones.




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Carne de gallina

El valor del difunto


(Javier Maqua, 2002)


Sin ser una obra excepcional, el aficionado al cine español se congratula con Carne de gallina porque se trata de una película que cultiva la veta literaria, teatral y fílmica del humor negro de carácter tremendista, solanesco, en la tradición de Berlanga o, más lejanamente, Buñuel. Ese talante esperpéntico, que fuerza la mirada a la realidad hasta desvelar mediante el exceso -como una radiografía- su esqueleto, no disfruta de muchos adeptos entre nuestros cineastas. Pero de su fecundidad dan cuenta no sólo obras de los directores mencionados y de otros como Fernán-Gómez, sino también películas de ámbitos más lejanos como las de Tomás Gutiérrez Alea o de algunos cineastas italianos.

Javier Maqua -un director de obra escasa que tiene en su haber títulos con la misma voluntad de incidir críticamente en la realidad social inmediata como Chevrolet (1997)- ha tomado como punto de partida noticias de periódico para entretejer esta comedia social que, además de situarse en la tradición mencionada, no cabe duda de que participa del realismo social del cine británico de los noventa. El mismo día que logra casar a su hija mayor, Luisón Quirós, un minero jubilado, muere en un prostíbulo. La familia, pendiente de la pensión y de un crédito que evite el desahucio de la casa familiar, dilata la certificación del fallecimiento. Una hermana de Luisón, sus tres hijos, otros tantos nietos y una nuera dependen del subsidio del minero. Ocultan el cadáver y llegan a meterlo en un congelador, pero la casualidad quiere que tengan que buscar entre sus ropas un resguardo de lotería con premio. Finalmente, se han de enfrentar al médico dispuesto a denunciar la manipulación del cadáver; todo el pueblo colabora a evitar un proceso judicial y resolver con sentido común el conflicto.

La acción se sitúa en un valle asturiano donde el progresivo desmantelamiento de la minería ha sumido en la desesperanza a tantas familias y donde los jóvenes se encuentran con estudios inútiles (Ceferino), negocios fracasados (Gelín), matrimonios rotos... o aspiran a triunfar en concursos de belleza. En fin, una situación que pone «carne de gallina». Sin embargo, el esperpento combina la crítica hacia ese contexto -sin apenas antagonistas, fuera del médico- con una toma de postura que viene a considerar, con el optimismo propio de la comedia, que gracias a la solidaridad entre las gentes del pueblo es posible superar la situación más insostenible. De entrada, el director quiere otorgar verosimilitud a ese espacio social para lo cual insiste en que los actores hablen con expresiones en bable y se vale de figurantes del lugar. También contribuye a esta perspectiva -aunque ello no beneficie a la taquilla- la opción por actores no muy conocidos; los protagonistas son prácticamente secundarios, de esos solventes actores de reparto con que siempre ha contado el cine español.

El relato condensa una historia de apenas tres días, lo que exige un ritmo sostenido que no siempre se logra, dado que el tono alcanzado demasiado pronto se prolonga excesivamente en la parte central del filme; ello tiene como resultado un «meseta» que, a falta de tensión dramática, funciona insatisfactoriamente por la acumulación de gags o de recursos propios de la comedia clásica (por ejemplo, los comentarios de los tres vecinos instalados frente a la casa) utilizados sin demasiada creatividad. Quizá por esto, la dirección de actores resulta deficiente en la pretensión de hacer reír por la exageración en los diálogos y en la interpretación, en lugar de conseguir un más eficaz, amargo y soterrado humor que se desprendiera del patetismo de la situación en sí misma. Todo ello impide a Carne de gallina alcanzar el nivel que se proponía, aunque ciertamente se trata de una película estimable y entretenida.




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Cuando vuelvas a mi lado

Un viaje al pasado


(Gracia Querejeta, 1999)


Las dos anteriores obras de Gracia Querejeta, Una estación de paso (1992) y El último viaje de Robert Rylands (1996) no fueron demasiado bien acogidas ni por la crítica ni por el público. Se les reprochó esteticismo y unos guiones innecesariamente complejos. Esperemos que, a pesar de las deficiencias, Cuando vuelvas a mi lado disfrute de mejor apreciación, porque, aunque posee defectos muy similares a aquellas películas, el resultado global es más satisfactorio.

Me temo que el problema de fondo es que Gracia Querejeta, en estas sus tres primeras películas, con toda legitimidad aspira a un cine con mayúsculas -con personajes e historias de envergadura- pero lo hace con un formato que copia modelos ya caducos. El espectador siente que le ofrecen un cine, un estilo cinematográfico, propio de los años setenta, donde la historia está al servicio de la catarsis mediante la que el director expulsa sus demonios familiares y donde cada fragmento del relato y cada diálogo tiene una función mensajística concreta.

En el caso de Cuando vuelvas a mi lado el relato posee ese valor ejemplar. Al morir, una señora dispone que sus tres hijas han de repartir y entregar sus cenizas a su tía, a un amigo de la familia y al padre que las abandonó. Las tres mujeres viven vidas independientes e insatisfechas. El viaje desde la gran ciudad al pueblo donde crecieron y fueron felices les sirve para evocar la infancia, los amores y desamores... y para descubrir un secreto que su madre se llevó a la tumba.

La historia es buena y funciona. No en vano el viaje es uno de los paradigmas de los grandes mitos literarios. En este caso se trata de un viaje de regreso al pasado, a la infancia y adolescencia y a la casa familiar. Viaje de búsqueda de la propia identidad, de reconstrucción de los lazos familiares afectivos, de recreación del amor juvenil rechazado y, sobre todo, de evocación de la figura ausente del padre. También traslado al territorio de la infancia: a la casa y su poder centrípeto de voluntades (como en Una estación de paso) y a la costa de los relatos míticos del padre. Ese territorio evocado está habitado por la ambigüedad y el misterio, presentes en todo pasado, incluso en el más vulgar. Y el relato, en otro de sus aciertos, no desvela ese pasado ni se pronuncia sobre el posible tabú transgredido. Las tres mujeres -pero, sobre todo, la mayor, Gloria, que es quien lleva el peso de la historia- revisan su vida en este viaje desde la perspectiva de una frase que la tía dice al comienzo: «Sólo unos pocos saben quedarse con lo que les conviene».

Hay que agradecer a la directora su contención a la hora de plasmar en la pantalla tantos temas y sugerencias. Pero no acierta en algunos diálogos (sobre todo cuando se quieren humorísticos) y tampoco en las breves secuencias de transición (la velada con el cantante en el pueblo, con una inopinada voz profesional) o en los personajes secundarios (el falangista); es decir, que a la historia le falta un «amueblamiento» más convincente. Ello hace que el espectador no acabe de participar plenamente del relato; sólo en los momentos netamente dramáticos la película está a la altura de lo que quiere ser. Probablemente porque -a diferencia de la comedia- el drama es un género muy agradecido, donde las deficiencias se sitúan claramente en un segundo plano si la médula de la historia tiene, como en este caso, la consistencia necesaria.

Formalmente, la película consta de sucesivos flashbacks -marcados con fundidos en sepia, en vez de negro, evocándose así las viejas fotografías- intercalados en la historia en presente que cuenta el viaje. Hay un equililibrio adecuado en estos dos tiempos, privilegiando el pasado en la primera mitad de la película y haciendo lo contrario en la segunda. La interpretación y la selección de actores es una de las bazas que ha jugado con acierto Querejeta: magníficas actrices y magnífico reparto para representar personajes que evolucionan, lo que se consigue muy convincentemente con distintos rostros (y ya se sabe el riesgo que hay en ello). Actrices adecuadas para unos personajes de entidad, eficazmente construidos con muy pocos datos, individualizables en su singularidad en un relato que tenía el riesgo de crear estereotipos o de hacerlos intercambiables.

Las localizaciones del acantilado, el bosque y la ría resultan, a nuestro juicio, exageradamente dramáticas para la historia que, dado su talante intimista, requería espacios menos espectaculares y, por tanto, que figurasen en segundo plano. El jurado de San Sebastián otorgó un inexplicable premio a la mejor fotografía en una película que tiene varias tomas desenfocadas2, aunque en el conjunto y sin destacar en exceso se trata de una fotografía adecuada.

En conjunto, Cuando vuelvas a mi lado es una película estimable, necesitada de mayor garra y con deficiencias en los márgenes. Convence en el núcleo de la historia y en los personajes, pero falla en los detalles y en el estilo, aunque el género dramático lo disimule.




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De Salamanca a ninguna parte

Fallida recreación del NCE


(Chema de la Peña, 2002)


No estaba de más, ahora que va a cumplirse el cincuenta aniversario de las Conversaciones de Salamanca, hacer un balance de lo que fue aquel acontecimiento en el cine español. Tanto por las reflexiones teóricas y las propuestas políticas e industriales como por la nueva generación liderada intelectualmente por Saura y Patiño que se inicia al cine a partir de ese momento, merecía la pena repasar uno de los hechos más significativos de nuestro cine durante el franquismo. Como también está por hacer un audiovisual -los textos escritos abundan- que indague en la generación del Nuevo Cine Español (NCE) y la Escuela de Barcelona, es decir, la versión ibérica de los nuevos cines que, con su cuestionamiento de los códigos estéticos del cine clásico y su apuesta por puntos de vista y temáticas inéditos, nos hicieron ver que el cine podía ser otra cosa, además de espectáculo y entretenimiento.

Pero, aun tratando estas dos cuestiones, De Salamanca a ninguna parte no se decanta por ninguna de ellas y, lo que es peor, se queda a medio camino. Observe el lector el listado de entrevistados que figuran en la ficha adjunta y comprobará que faltan nombres notables en cualquiera de aquellas dos líneas de trabajo: al menos Berlanga, Bardem y Fernán-Gómez en el primer caso y Camino, Fons, Regueiro, Grau Querejeta o Portabella en el segundo. Así las cosas, el resultado es un híbrido que no explica con convicción ni las Conversaciones ni el NCE. Los testimonios incluidos son válidos y, en algunos casos, hasta valiosos; pero quedan deslavazados y sólo servirán para quienes ya están familiarizados con la época. Mayor fortuna tiene el material de archivo incluido, tanto los fragmentos de películas como los de entrevistas (Summers), aunque las imágenes de contextualización de la época y la canción final hacen un flaco servicio a la causa propuesta. Chema de la Peña no ha tenido tampoco suerte esta vez, tras su fugaz debut en el largometraje con Shacky Carmine (1999).




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Deseo

La fatalidad de las pasiones


(Gerardo Vera, 2002)


El sexto largometraje como director del reconocido figurinista Gerardo Vera abunda en un tema ya apuntado en sus anteriores trabajos: la pasión amorosa y sexual como impulso fatal a que se encuentran abocados los seres humanos a partir del cual el discurrir de la vida transita por todo tipo de territorios. No sólo no es un mal tema, sino que, en su plasmación concreta, ha conocido notabilísimas obras como las variaciones sobre los amores imposibles por la diferencia de edad y/o cultura insalvable o la enemistad familiar, desde Romeo y Julieta a El ángel azul o Lolita.

La originalidad de Vera está en ubicar el tema de amor fatal -no demasiado frecuentado por el cine español- en el contexto de la inmediata postguerra española y en hacer de la ideología la causa del desencuentro. Pablo es un espía nazi que, en el ocaso del régimen hitleriano, participa en una operación -organizada desde Madrid, con el beneplácito del franquismo- de traslado de jerifaltes alemanes a Argentina. En su casa entra a trabajar como asistenta Elvira, una joven hija de un médico republicano asesinado en la guerra y cuyo marido se encuentra preso. Surge entre ambos una pasión irresistible, tan ciega que no hace caso a las advertencias de los cómplices de Pablo sobre el pasado republicano de Elvira ni a las del esposo de ésta sobre las actividades nazis de aquél. O, dicho de otro modo, que el amor-sexo trata por todos los medios de negar la realidad más evidente hasta el punto de poner en peligro la propia supervivencia pues, como enuncia el rótulo con que se abre el filme «Es más fuerte la sed que el miedo al veneno» (George Eliot).

Como apreciará el lector, la propuesta de la guionista Ángeles Caso y del director Gerardo Vera es ambiciosa, en la mejor tradición del melodrama trágico. El contexto de la postguerra española, de los años aciagos de hambre, frío y miedo, las conversaciones en voz baja, las delaciones, el oprobio de la derrota y la calculada ambigüedad ante el nazismo del falangismo triunfante está debidamente plasmado en pinceladas certeras. Además de la ambientación y la fotografía, dos personajes secundarios ilustran muy bien esa situación: el portero Rogelio y la madre de Elvira, sumergida en la mudez por el sufrimiento insoportable, que encarnan con enorme convicción Emilio Gutiérrez Caba y Rosa M.ª Sardá, respectivamente.

En su primer tramo, la película establece un mundo plausible y muestra con fuerza el encuentro entre Pablo y Elvira; pero allí donde debía crecer y proporcionar al espectador las emociones complejas, contradictorias y confusas que viven los protagonistas, poseídos por el deseo en abierta lucha con sus orígenes, sus ideas y sus relaciones familiares, el relato se limita a un desarrollo desprovisto de la garra necesaria para hacernos vibrar. Probablemente ello se deba, además de al guión en su diseño de esos personajes, a la escasa convicción que desprenden Sbaraglia y Watling juntos y por separado, sobre todo en el caso de esta última que ni parece adecuada para el papel ni éste convence a la hora de encarnar las ideas antifranquistas que se le suponen. Como tampoco convence el personaje de Cecilia Roth, muy esquemático a pesar de la presencia en pantalla que le otorga la actriz. Por tanto, el resultado es una película fallida en la medida en que no logra del todo transmitir esa pasión fatal que se enuncia constantemente, aunque en descargo del director hay que reconocer la dificultad para ello cuando se ha optado por un tiempo de silencio e incomunicación por el miedo, lo que exige al espectador rellenar demasiadas omisiones.




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Dos tipos duros

Acumulación de chistes


(Juan Martínez Moreno, 2003)


La maltrecha industria española de cine parece haber tomado buena nota de la exitosa estrategia del cine norteamericano: fabricar productos con dosis de humor y acción -eventualmente también fantasía, terror o cualquier de los componentes tradicionales del cine de género- dirigidos a adolescentes de edad y mentalidad. Es decir, películas ligeras, diseñadas con cuidado, protagonizadas por rostros con garra y con un punto de (pretendida) transgresión. No son cine infantil ni familiar, como tampoco cine comercial clásico, sino una propuesta que Hollywood lleva ya muchos años cultivando y que aquí apenas tiene una docena de títulos (Airbag y las dos entregas de Torrente entre los de mayor taquilla).

En esta perspectiva hay que ver Dos tipos duros, filme de acción sobre unos torpes matones a sueldo que se ven involucrados en un secuestro. No hay que pedir verosimilitud -porque la ironía empleada en todo momento así lo aconseja- ni a la historia en su conjunto, ni a los dos personajes protagonistas -sobre todo el de Álex, que experimenta una inexplicada transformación en el tramo final-, ni al hecho improbable de que la mafiosa esté empleada en una carnicería, ni a los sucesos tan truculentos. Personajes y argumento sólo sirven para la acumulación de chistes y episodios humorísticos que valen (poco) por sí mismos. Por momentos, el espectador parece asistir a un remedo de la risa desmadrada y dosificada en gags sin solución de continuidad de la serie Aterriza como puedas, aunque, por fortuna, hay mayor sentido de la medida y cuidado en los diálogos. Incluso me atrevo a aventurar que el guionista-director es más inteligente que su producto, porque me da la impresión de que, en algunos momentos, se autolimita para evitar un refinamiento que no comprendería el citado público adolescente. Con todo, la película está bien rodada y montada, con un ritmo bien medido que evita la mera acumulación de gags y el alargamiento innecesario de cada secuencia; esto es lo que más se agradece en un producto que carece de toda pretensión y sólo tendría algún interés una tarde ociosa de televisión (sin Parada, claro).




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El efecto Iguazú

La venganza de la realidad


(Pere Joan Ventura, 2002)


La época dorada del documental cinematográfico -los años treinta de Flaherty, Grierson, Ivens, Strand, etc.- mostró que la mirada de la cámara a la realidad siempre poseía una (inevitable o deliberada, según los casos) dimensión política. En un doble sentido: porque toda plasmación de la realidad implica una postura, una visión y, en definitiva, unos valores desde los que apreciarla; y porque la exhibición pública del documental puede constituir un modo de intervención política. Quiere esto decir que, al referirnos al documental, los valores estrictamente fílmicos han de ser ponderados al mismo tiempo que los sociopolíticos, lo cual, por otra parte, no supone más que constatar que el cine se enmarca dentro de los mensajes que circulan en una sociedad dada.

Desde estos presupuestos hay que decir, de entrada, que en la medida en que constituye la crónica de una de las protestas sociales más importantes de los últimos años en nuestro país, El efecto Iguazú es una película necesaria; sobre todo cuando las televisiones -que hace tiempo tomaron el relevo del documental cinematográfico- se encuentran escoradas hacia las puestas en escena de famosos y hacia la información cautiva de los poderes político y económico. Además, este documental ha adquirido una inesperada actualidad cuando recibe el Goya en la debatida gala donde triunfa Los lunes al sol y donde los protagonistas de nuestro cine hacen ver que éste tiene que ver con la realidad inmediata (ya se sabe que, a corto o largo plazo, la realidad acaba tomándose su venganza).

Recuerdo brevemente al lector los datos: entre enero y agosto de 2001 varios cientos de trabajadores de Sintel instalaron un campamento frente al Ministerio de Hacienda con el fin de protestar por sus despidos. Sintel era una filial de Telefónica -entonces empresa pública- que fue malvendida al cubano Mas Canosa. La responsabilidad política era evidente, más aún cuando surgió el escándalo de las «stocks options» del favorecido Villalonga. La inaudita protesta recibió múltiples solidaridades, lo que explica su mantenimiento a lo largo de seis meses. La prensa escrita y audiovisual informó en su momento de las manifestaciones, la intervención de los trabajadores en la junta de accionistas de Telefónica, las interpelaciones parlamentarias y hasta la vida cotidiana de los trabajadores en las chabolas del paseo de la Castellana.

El efecto Iguazú -título no muy afortunado que explica el líder sindical como la calma chicha del río poco antes de estallar en el vértigo de las cataratas- da cuenta de los hechos, incluso con algunas reiteraciones, y aborda el lado humano. Para ello se vale de imágenes rodadas en el llamado Campamento de la Esperanza (la mayoría en la última fase: nadie sabe de antemano si la protesta iba a adquirir las dimensiones que luego tuvo) y en las manifestaciones callejeras, además de algunas imágenes de archivo y testimonios radiofónicos. Discutiblemente, se adopta la tesis de que el despido de Sintel es un efecto de la globalización (episodio del viaje de los trabajadores a Génova), cualquiera que sea el concepto que oculta, más que revela, esta palabra. La crónica político-sindical es correcta y abunda en la realidad ya sabida de que el capitalismo carece de rostro humano y cuando una empresa no interesa se cierra sin contemplaciones, pues la dinámica del dinero se sitúa por encima de las personas.

Pero donde la película alcanza mayor entidad -y que la convierte en un título notable dentro de su género- es cuando aborda el drama concreto de los padres de familia convertidos en héroes sociales a su pesar con el fin de sobrevivir materialmente al horizonte del paro. Secuencias como la reunión de la peña leonesa, la visita al parque de atracciones o la filmación doméstica de uno de los trabajadores contienen una emoción, y humor, que hacen que el espectador participe de esas vidas mucho más que a través del análisis sociolaboral. De hecho, uno echa en falta más testimonios personales, sobre todo de las esposas y los hijos de los trabajadores, prácticamente ausentes. Ello hubiera dotado al filme de mayor universalidad por la vía de superar la condición de protesta obrera para hablar de la impotencia, el sentimiento de vergüenza, la solidaridad y los silencios, etc. En cuanto a la realización, es correcta, sin rebuscamientos, con un montaje ágil; mientras la banda imagen no siempre resulta satisfactoria (en los planos generales se ha optado por una lente distorsionadora para evitar desenfoques), la banda sonora es rica en canciones populares y contiene un tema de piano hermosísimo debido a Reverendo.




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El embrujo de Shanghai

La emoción soslayada


(Fernando Trueba, 2002)


A un ritmo razonable de una película cada dos años, Fernando Trueba es autor de una filmografía respetada donde coexisten comedias puras ambientadas en la actualidad -desde Opera prima (1980) a Two Much (1995)- deudoras de la mejor tradición norteamericana con comedias dramáticas situadas en el entorno histórico de la Guerra Civil -El año de las luces (1986), la oscarizada Belle époque (1992) y La niña de tus ojos (1998)- donde también hay que ubicar El embrujo de Shanghai. Fuera quedan su obra más compleja y ambiciosa El sueño del mono loco (1989) y un par de documentales musicales. A pesar de mostrar una destreza encomiable en las comedias contemporáneas, tengo para mí que, con todos los defectos, son los filmes ambientados en el pasado lo mejor de Trueba, porque en ellos la habilidad para el manejo de los recursos humorísticos está al servicio de componentes líricos y dramáticos -incluso de un trasfondo de reflexión histórica- que hacen de esas películas obras de mayor entidad.

Todo esto sirve para ubicar la película que comentamos y apreciar la inicial idoneidad de Trueba para llevar a cabo un proyecto que, como se sabe, tuvo problemas cuando el productor decidió no rodar el guión escrito por Víctor Erice. Desde entonces parece pesar un maleficio, porque el resultado dista de ser satisfactorio. Mucho más si se tiene en cuenta de que hablamos de la séptima adaptación al cine de una novela de Juan Marsé, un autor que se ha sentido insistentemente maltratado por los directores... Y se da la paradoja de que Marsé es nuestro novelista más cinéfilo -como han demostrado estudios académicos- con obras cuajadas de mitos cinematográficos, experiencias de espectador, ensoñaciones fílmicas, etc.

Estamos ante un relato con dos historias narradas por sendos personajes. La principal, en color, tiene lugar en la Barcelona de finales de los cuarenta y está contada por un niño que, al borde de la adolescencia, se empapa con asombro de la vida en su barrio con el viejo republicano que recoge firmas para protestar por los humos de una fábrica y de la relación con Susana -una muchacha tísica que vive con su madre Anita y con Forcat, un amigo del padre ausente- a quien trata de dibujar en tardes de compañía. Forcat es el narrador de la historia, visualizada en blanco y negro, donde el padre de Susana es un militante antifranquista que ha de ir a Shanghai para proteger a la esposa de un amigo que tiene como amante a un presunto nazi...

Queda fuera de duda la profesionalidad y el gusto de Fernando Trueba a la hora de elegir y dirigir actores, ambientar la acción, colocar la cámara, decidir la música y la calidad fotográfica y manejar otros elementos que, en conjunto, otorgan a las imágenes empaque y hasta fascinación. Pero no logra la emoción ni el lirismo que requería la película, lo que conlleva una fatal resolución. Era necesario que el espectador se identificara con la mirada del niño protagonista -alter ego de Marsé- y experimentara sus mismas sorpresas ante los hechos vividos y su fascinación ante el relato de Shanghai, pero la película no logra el tono adecuado para esa mirada. La incoherencia del resultado radica en que la materia que maneja el director ha de ser filtrada por la racionalidad -por ejemplo, toda la intriga sobre el padre del niño, incluso aunque se acepte la ambigüedad propia de la mirada infantil, y el trasfondo histórico- mientras que la perspectiva elegida requería atender a las puras emociones.

Así las cosas, no es de extrañar que El embrujo de Shanghai sea incapaz de trasladar las vivencias literaturizadas de Juan Marsé y funcione mejor en los aledaños del relato (el personaje de Fernán-Gómez y todas sus acciones) que en el meollo del asunto: la ausencia del padre, su posible traición, la soledad de la madre y el papel que en todo ello tienen los dos amigos que aparecen por casa de Anita. Contra lo que pudiera parecer, no le reprochamos a Trueba impericia en la narración de la intriga (acciones de resistentes antifranquistas y desenlace criminal) ni en la interdependencia entre las dos historias; nuestra queja se refiere a que una y otra no logran plasmar con convicción la evocación infantil de los años de postguerra donde se entremezclan hechos del contexto histórico, recuerdos y sensaciones personales filtrados por la memoria, las vivencias de los primeros amores, el imaginario cinematográfico, etc.




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Fresa y chocolate

Llamada a la tolerancia


(Tomás Gutiérrez Alea, 1993)


David es un joven militante del castrismo a quien su novia abandona para casarse con otro. Herido y desorientado, tiene un encuentro casual en una terraza con Diego, un homosexual que está preparando una exposición de arte mal vista por las autoridades. David es un joven ortodoxo que, como el régimen, sospecha de los homosexuales; por ello se dedica inicialmente a investigar la vida de Diego, esperando encontrar algo digno de ser denunciado. Pero, progresivamente y al hilo del préstamo de un libro difícil de conseguir, David va entendiendo el modo de vida y las dificultades de Diego para sobrevivir en el país. David acude a casa de Diego donde también se relaciona con Nancy, la vigilanta del bloque que enseña el modo de que no sean escuchadas las conversaciones. Son dos personajes marginales pero más maduros que David por los que el joven siente fascinación y cuyas vidas se le ofrecen como un mundo de posibilidades en las que él apenas había reparado.

Hablar de Tomás Gutiérrez Alea es casi hablar del cine cubano con mayúsculas, pues se trata de quien ha sido su máximo representante durante mucho tiempo. En nuestro país ha sido conocido por el éxito de Fresa y chocolate y, en menor medida, por la espléndida comedia negra titulada Guantanamera (1995), codirigidas por razones industriales, por Juan Carlos Tabío. Al hilo del derrocamiento de Batista rueda el largometraje Historias de la revolución (1961) y este mismo fenómeno y su anquilosamiento le sirven para La muerte de un burócrata (1966) y Memorias del subdesarrollo (1968). Con Una pelea cubana contra los demonios (1971), La última cena (1976) y Los sirvientes (1978) forman un tríptico que trata de reconstruir las tensiones sociales a lo largo de la historia cubana.

El guión de Fresa y chocolate fue reescrito diez veces por Senel Paz a partir de su cuento «El bosque, el lobo y el hombre nuevo», que había sido llevado al teatro. La realización de Alea no hace sino potenciar los aciertos de un guión que combina la comedia costumbrista, la crítica política y hasta el ensayo literario sobre la creación y la libertad. En efecto, la historia (encuentro, conversación en varios tiempos) entre el joven comunista y el homosexual disidente permiten varias lecturas, todas ellas muy ricas. La interpretación, muy ajustada, de Perogurría proporciona credibilidad a un personaje que podía resultar ridiculizado o poco verosímil. En las localizaciones y la decoración juega un papel importante el abigarrado apartamento de Diego y el edificio en el que se ubica.

El cambio de mentalidad, la necesidad de revisar los esquemas ideológico-culturales recibidos, la tensión entre lo establecido y la libertad, forman parte del núcleo temático de la película. A través del encuentro/conflicto entre los dos personajes, se pasa revista a la ideología oficial del régimen castrista. Ni David es tan ortodoxo defensor del comunismo cubano como aparece al principio, ni Diego es un furibundo anticastrista. Por el contrario, el artista dice «Formo parte de este país y de aquí no me voy a ir». En el fondo, ambos convergen en la necesidad de vivir en paz y libertad y en que el régimen pueda acoger a todos los cubanos. En este sentido, se puede entender que la película aboga por la reconciliación y la transición pacífica del castrismo hacia un sistema democrático, de libertades.

Al margen del contexto político concreto -que no hace sino potenciarlo- el conflicto entre los dos personajes, representativos de la mentalidad machista o tradicional y de la homosexualidad salida de las catacumbas, es una de las cuestiones con valor universal que han aparecido en el cine en los últimos años. Se trata de un caso concreto del dilema entre tradición y modernidad o de los conflictos provocados por los cambios de costumbres entre las distintas generaciones.

El personaje de Diego no sólo es homosexual -de hecho no aparece como perseguido por esa condición y tampoco se muestran en la película conductas homófilas que le acarreen problemas- sino que, sobre todo, es artista, creador, es decir, alguien que hace un uso privilegiado de la libertad y pone en cuestión la mentalidad establecida y echa por tierra los tabúes de la sociedad. Inesperadamente -la película está financiada por el Estado cubano- hay una denuncia del malestar social en la isla caribeña (intento de suicidio de Nancy, sospechas hacia cualquier ciudadano, vigilancia sin respeto a la intimidad) aunque el personaje de David justifique la situación diciendo que «los errores no son la Revolución». No obstante, el final, en el que Diego se ve obligado a abandonar el país, constituye una denuncia explícita de la falta de libertad del régimen cubano. A pesar de tratarse de un personaje secundario que no existía en las primeras versiones de guión, Nancy (interpretado por Mirta Ibarra, esposa de Alea), tiene garra al reflejar las contradicciones (confidente policial y protectora de un perseguido, prostituta y religiosa) de un personaje muy popular, reflejo común del desgarro que la situación social puede provocar en las personas.




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Kamchatka

Resistir desde la debilidad


(Marcelo Piñeyro, 2002)


Detrás del exótico nombre de Kamchatka -correspondiente a una península del extremo oriental de Siberia, en el mar de Bering- se esconde una hermosa película argentina, quinta realización con que Marcelo Piñeyro sigue con pie firme su camino de recreación de la historia reciente del país andino en los años aciagos de los desaparecidos (Tango feroz, Caballos salvajes o Cenizas del paraíso) o la más remota en Plata quemada. No se trata de hacer cine histórico, sino del compromiso del artista con su época a la hora de abordar con realismo historias que inevitablemente son deudoras de la Historia.

En Kamchatka el argumento se limita a la narración mínima -y casi minimalista- de los hechos vividos por una familia formada por dos profesionales jóvenes y progresistas y sus dos hijos varones, que ha de ocultarse cuando en su entorno comienzan a desaparecer compañeros de lucha en los primeros días del golpe militar de 1976. Se refugian en una finca de las afueras de Buenos Aires, se cambian los nombres, acogen a un joven estudiante, resisten el paso del tiempo y, previendo un arresto inminente, se refugian en la casa de los abuelos paternos donde, finalmente, han de quedarse los niños.

Toda la historia es vista desde los ojos del hijo mayor, un niño espabilado de nueve o diez años que fantasea con las hazañas del escapista -que no mago- Houdini y un juego de mesa donde se ganan y pierden países. El niño no entiende lo que pasa ni que haya tenido que abandonar su colegio y sus amigos, pero intuye certeramente que ha de colaborar para mantener a salvo a su familia. Este punto de vista elegido constituye un acierto notable, principalmente porque otorga a los crueles hechos narrados un talante emotivo, humor y cierto punto de aventura y hasta fantasía que evitan ahondar en el dramatismo, el panfleto o el ajuste de cuentas; y hacen de Kamchatka un relato más universal gracias a las elipsis que, en la mejor tradición del cine más creativo, permiten al espectador suponer e imaginar más allá de lo evidente. Es decir, que la película adquiere categoría de obra maestra en la medida en que dice tanto como calla, lo que no resulta muy frecuente en el cine actual.

Por ello, además de dar cuenta del miedo, el atropello de los derechos humanos y la muerte, la película es, también, una reflexión de las relaciones entre padres e hijos -incluidas las conflictivas y apenas apuntadas entre el abuelo y el padre- no desde los tópicos de las diferencias generacionales, sino desde la empatía y el cariño que superan el desequilibrio insoslayable de la edad y la incomprensión. Dicho de otro modo: más allá del contexto del golpe militar, se narra el recuerdo de un niño que, más o menos consciente de un peligro incierto que vivió su familia, recuerda unos días en que sufrió la separación de sus amigos, pero también la aventura de explorar una casa nueva, cambiarse el nombre, ocultarse, ir a un nuevo colegio, ayudar a su hermano pequeño, convivir con un desconocido y, sobre todo, crecer con sus padres.

El cuidado guión emplea variados símbolos con que hacer que el espectador adulto vaya más allá de los hechos anecdóticos, como los paralelismos de la serie de televisión Los invasores o del fuguista Houdini con la situación que viven los protagonistas; y, sobre todo, la metáfora del juego de mesa donde el padre resiste en el minúsculo territorio de Kamchatka y que, como verbaliza en la secuencia conclusiva, constituye todo un condensado de la enseñanza que quiere transmitir a su hijo para la vida que tiene por delante. El mismo mensaje que amplía la emblemática canción -también en España en esos años- de Mercedes Sosa sobre el poema de José Agustín Goytisolo «Cartas a Julia» con que desfilan los créditos finales.




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La aldea maldita

El cine mudo español


(Florián Rey, 1929)


Es una de las películas significativas del cine mudo que tiene interés por presentar una descripción de la depauperada tierra castellana con los campesinos huyendo del hambre y la miseria, al margen de ser un melodrama sobre los amores y desamores con un anticuado sentido del honor. En la aldea Luján el labrador Juan Castilla con su mujer, Acacia, su hijo y el abuelo ciego, ve perderse la cosecha año tras año por culpa del granizo. Sólo el tío Lucas, un usurero, no pasa escasez. Juan le ataca violentamente y es encarcelado; su mujer, convencida por su amiga Magdalena y el pueblo entero, emigra a la ciudad para no pasar hambre. Juan sale de la cárcel y se reúne con su hijo y el abuelo. Tres años más tarde, Juan trabaja como capataz en una granja cercana a Segovia; casualmente se encuentra con Magdalena en un bar, donde también está su esposa en compañía de otro hombre. Regresan juntos a la granja con la promesa de que Acacia no revelará su pasado. Tras la muerte del abuelo, la mujer marcha y sufre todo tipo de penalidades. Vuelve a la aldea maldita, donde es apedreada por los niños.

La aldea maldita pasa por ser uno de los grandes títulos de la época muda -aunque fue sonorizada con algunos diálogos añadidos y música- donde se conjugan el realismo cercano al documental y la poesía visual que subraya los momentos dramáticos. Aunque con influencias del cine soviético, su tenebrismo fotográfico se inscribe en la tradición pictórica española. En la película hay un drama conyugal que se mueve en esquemas calderonianos y carece de actualidad; por el contrario, el hecho de la emigración, del éxodo rural para huir del hambre, provocado por la sequía, y el caciquismo tienen más interés. Las descripciones del hambre y de la lucha por la vida de las gentes castellanas poseen fuerza. El mayor especialista en el cine mudo español, Julio Pérez-Perucha, valora así esta película: «Planteada toda la película en términos visuales, con una puesta en escena cuajada de significaciones y una composición plástica que transmite numerosísimas informaciones sobre los avatares de los protagonistas tanto individuales como colectivos, La aldea maldita exhibe un inusual repertorio (en el cine español) de elipsis, sugerencias, observaciones y audacias, articulados en unas imágenes provistas de una sorprendente fuerza expresiva y encadenadas con una insólita cadencia dramática. El aliento humanista de sus escenas corales y su capacidad de observación de la realidad rural (...) de que hace gala la película de Rey, junto con todos los factores antedichos, y a los que habría que añadir las pasajeras anotaciones festivas o eróticas que festonean el desarrollo, sitúan La aldea maldita como ejemplo bien consolidado de lo que ha venido a llamarse modelo de representación institucional, sugiriendo así e indirectamente que un film como éste no surge por generación espontánea, tal y como indican la caterva de indocumentados que sostienen que con esta película «nace» el cine español.»




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La luz prodigiosa

Las víctimas de la barbarie franquista


(Miguel Hermoso, 2002)


Poco favor le hace a esta película la información previa a su estreno que la sitúa dentro del género de historia-ficción del tipo «qué hubiera pasado si...» referido, en este caso, a la posible supervivencia de Federico García Lorca tras su (fallido) fusilamiento en el barranco de Víznar. Confieso que ese género me interesa poco y me temo que, aunque en la literatura pueda ofrecer aportaciones de interés, en el cine resulta más difícil por resbaladizo. De hecho, no recuerdo ninguna película importante que se sitúe en esa órbita.

Por el contrario, si el espectador omite ese dato en el momento de su contemplación La luz prodigiosa, sin ser una obra maestra, posee algunos valores. Porque, de hecho, una primera larga parte el filme no tiene nada que ver con dicho género; por el contrario, se trata del reencuentro en 1980 entre Joaquín y Galápago; el primero, un antiguo pastor, recogió malherido a Galápago, el superviviente de un fusilamiento cerca de Granada en el verano de 1936. Joaquín cuidó de ese hombre, pero lo dejó en un asilo y siente que lo abandonó. Cuando, décadas más tarde, lo encuentra deambulando por la ciudad, incapaz de articular palabra y con un deterioro notable se ve obligado a ocuparse de él y trata de conocer su identidad. Un conjunto de casualidades que el guión no explica con demasiada convicción llevan a Joaquín a especular con que se trate del autor de La casa de Bernarda Alba. Una mujer ávida de dinero ve en el posible descubrimiento una fuente de negocio. Pero, finalmente, cuando es testigo del enorme sufrimiento de Galápago ante las fotografías y los poemas que le refrescan la memoria atrofiada, Joaquín renuncia a cualquier anuncio público de la identidad del vagabundo.

A partir de su novela homónima de 1990 -cuyo título es el de un poema de Lorca- Fernando Marías escribe en solitario un guión que, a mi juicio, necesitaba de mayores intervenciones para dar de sí cuanto exigía el tema. Además de deficiencias en la construcción de personajes (el de Joaquín no resulta del todo coherente con la relación que entabla con un personaje como el de Adela) creo que hay un desequilibrio entre las dos líneas narrativas que plantea el filme: la relación entre Joaquín y Galápago en el pasado de 1936 y, sobre todo, en el presente; y la recuperación de la memoria por parte de Galápago y su dolor por los años transcurridos en el abandono más absoluto. Ello provoca una indefinición que, pudiendo ser muy creativa (no se sabría con certeza si Galápago es Lorca), no lo es; lo mismo sucede con la relación entre los dos protagonistas, que tendría que haber profundizado en las dificultades de la comunicación y su superación.

Tampoco resulta muy convincente el juicio histórico (apuntado en la entrevista de Joaquín con Silvio) inherente al abandono de Lorca por los suyos por el que, eventualmente, podría interpretarse la película como un homenaje a las víctimas que sobrevivieron a nuestra Guerra Civil, «topos» y exiliados condenados a la desmemoria. En definitiva, que el guión no articula debidamente un material narrativo y temático de innegable interés. Quizá ello se deba a la indefinición del punto de vista que, por momentos, obedece a uno u otro de los personajes protagonistas, sin que exista una perspectiva neta con la que se identifique el espectador, lo cual hubiera otorgado mayor empaque a la historia.

No estaba mal elegido el director Miguel Hermoso que, tras su notable comienzo con Truhanes (1983) ha rodado recientemente obras de interés -Como un relámpago (1998) y Fugitivas (2000)- como tampoco la elección de Alfredo Landa, aunque compone su personaje con altibajos, de Kiti Manver y de Nino Manfredi, en uno de esos tipos «raros» tan agradecidos en la pantalla. La fotografía de Carlos Suárez resulta muy creativa en los amarillos luminosos con que recrea el pasado de la Guerra Civil; y la partitura de Ennio Morricone posee la sonoridad y fuerza que le caracterizan, muy interesante en los violines y fagotes. Pero, en conjunto, a pesar de las buenas intenciones y el oficio demostrado por Hermoso, La luz prodigiosa es una película que resulta fallida, aunque se deja ver y posee elementos de interés e incluso secuencias notables.




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La vida de nadie

Identidad e impostura


(Eduard Cortés, 2002)


A diferencia de los casos de adaptaciones literarias, no tiene mucho sentido comparar las distintas versiones que el cine hace de un suceso cuando la materia prima para el guión es la misma realidad. Ello es así porque la literatura ya constituye una forma artística, mientras los hechos históricos -y mucho más el caso que nos ocupa- por muy relevantes o sorprendentes que sean, no poseen necesariamente esquemas dramáticos trasladables directamente al cine. Todo esto viene a cuento de las tres películas -El empleo del tiempo (Laurent Canet), El adversario (Nicole García) y ésta que comentamos- que coinciden esta temporada sobre el caso de Jean Claude Romand, un tipo que llevó durante muchos años una doble vida, tejiendo una enorme impostura sobre su trabajo y sus actividades, y acabó asesinando a su familia.

Considero que, de entrada, por más llamativo que sea el caso de Romand no es fácil hacer una película a partir del mismo, ya que faltan datos sobre su personalidad, sus motivaciones y las circunstancias concretas de esa doble vida. De ahí que, con buen criterio, Eduard Cortés se inspira en ese hecho como punto de partida para un desarrollo bastante libre. Emilio Barrero es un padre de familia de clase acomodada, muy cariñoso con Sergio, su único hijo, inquilino de un chalet en una zona residencial de Madrid, que ha engañado a todos los suyos sobre su empleo como economista en el Banco de España y su captación de dinero negro entre familiares y amigos para tentadoras inversiones opacas en Suiza. Se enamora de Rosana, una estudiante que trabaja como canguro, y le promete conseguir una beca del banco. Por unos días llega a dejar a su familia para vivir con Rosana, mintiendo a ésta y a su mujer. Se ve acuciado por las deudas del colegio del niño y del alquiler de la casa. Pero, a largo plazo, las mentiras acaban siendo desveladas y, tras algunos indicios, las dos mujeres lo desenmascaran.

El director debutante, Eduard Cortés, opta con buen criterio por no decir nada sobre el pasado ni sobre las motivaciones del falso economista, de quien únicamente se muestra el grado de autenticidad que toda persona -incluso un mentiroso compulsivo como Emilio- posee en la relación con su hijo Sergio. Cortés narra con pulso firme y sentido del ritmo, sin efectismos ni adornos, una historia bien escrita a la que únicamente hay que poner el reparo de los fragmentos de la cinta de vídeo, cuyo sentido último se le escapa al abajo firmante, sobre todo en la secuencia del desenlace, donde contrapuntean innecesariamente la acción real. El filme se apoya con firmeza en el buen hacer de José Coronado y de Adriana Ozores, magníficos actores que dan de sí lo mejor, en la línea de La caja 507 y Plenilunio, respectivamente. Por el contrario, a mi juicio, hay un error de reparto en la elección de Marta Etura, cuyo personaje exigía estar encarnado por una actriz con mayor poder de fascinación. El espectador va adquiriendo conocimiento de los detalles sobre la vida del impostor prácticamente al mismo tiempo que los dos personajes femeninos, lo que contribuye a empatizar con una historia que, a la postre, resulta bastante simple.

Aunque hay algunos apuntes sobre el valor de la mentira en la sociedad de éxito rápido -en la línea desarrollada por Mario Camus en Adosados a partir de la novela homónima de Félix Bayón- el guión no busca hacer del protagonista un prototipo de determinadas actitudes vigentes (pongamos similar al «ideólogo» de Gescartera) y decantar su historia hacia cierta crítica costumbrista. Es una opción, arriesgada en la medida en que ello resta densidad al relato, mediante la que, siendo más fiel a la historia de Romand, se intenta provocar en el espectador una reflexión sobre lo incomprensible. En este sentido, aun tratándose de una obra menor, La vida de nadie es una película con más grietas de la que un visionado desatento muestra, ya que lleva a preguntarse nada menos que por el sentido de la vida y la identidad del sujeto.




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Las horas del día

El asesino impasible


(Jaime Rosales, 2003)


Con este filme, la última edición del Festival de Cannes logra uno de los objetivos más importantes que cualquier evento de esa naturaleza puede plantearse: fomentar su distribución en las salas y, así, descubrir a los espectadores una película que, de otro modo, muy probablemente quedaría relegada a un clandestino pase televisivo. Rodado con la cuarta parte del presupuesto ordinario de un filme español, desnudo de localizaciones, decorados o vestuario que otorguen empaque a la imagen, carente de actores conocidos, deliberadamente frío en la exposición de la historia y distante hasta el polo opuesto de un tratamiento de género, Las horas del día es un filme a contracorriente, no fácil de ver, pero muy honrado y valiente al proponer una mirada distinta.

En la estela de lo mejor que se está rodando en el cine catalán de los últimos años (Pau y su hermano, Aro Tolbukhin, Smoking Room, Cravan vs. Cravan, etc.) es una película que -sin ostentación ni grandilocuencia- experimenta con el lenguaje cinematográfico para plantear nada menos que una nueva mirada a la realidad. Cuenta un fragmento de la vida de un psicópata que asesina sin la mínima explicación racional a personas desconocidas; pero, en las antípodas del filme de investigación o del drama psicológico, se limita a ubicar ese comportamiento criminal en el devenir de los múltiples sucesos de la vida cotidiana, como una cena de amigos, los desayunos con la madre en la casa familiar, las relaciones distantes con la novia, los problemas económicos de la tienda de ropa que regenta, la relación con el amigo que va a casarse, el encuentro con una enfermera en una cafetería, etc. Estos hechos se presentan con la misma voluntad descriptiva y con la misma distancia que los crímenes, lo que provoca en el espectador una evidente incomodidad.

Porque Las horas del día -título muy oportuno que subraya cómo los hechos criminales quedan relegados a un segundo plano- es una exposición antes que una narración, pues se trata de captar el flujo del tiempo con sus tiempos muertos, hechos vulgares e incoherencias, antes que de organizarlo dramáticamente. O, dicho de otro modo, el punto de partida renuncia explícitamente a cualquier explicación sobre las motivaciones del protagonista y a cualquier profundización en su psiquismo enfermo. Ello provoca, insisto, una incomodidad en el espectador quien, por el hábito que lo configura, tiende a identificarse espontáneamente con el protagonista, lo que en este caso resulta imposible. No puede ser de otra manera, pues si -como muchos han repetido- el arte sirve para explicar el mundo, este filme es una obra artística fallida. Como también lo es si consideramos que las películas han de plantear preguntas en lugar de responderlas, ya que en este filme no se da pie a ello. Sólo quien, con Eric Rommer cite a Joseph Conrad («El objetivo del arte consiste en hacer ver»), encontrará valiosa esta propuesta que se sitúa en los límites del cine, aunque sólo por este motivo es una obra a tener en cuenta.




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Las manos vacías

Y el corazón frío


(Marc Recha, 2003)


Defrauda Marc Recha con este su cuarto largometraje. El entusiasmo con que comentamos aquí Pau y su hermano, gracias al cual situábamos al director catalán en la senda de Erich Rohmer, Lars von Trier o Ken Loach, queda enfriado con esta película cuyos personajes y cuya historia no logran interesar -y, mucho menos, emocionar- al espectador.

Se mantienen las tan arriesgadas como necesarias opciones estilísticas de los anteriores trabajos -cámara al hombro, iluminación natural, fotografía de tonos mates, emplazamientos de cámara distantes, encuadres espontáneos… lo que en su conjunto llamábamos un cine de renuncias- pero ahora se aplica a un material narrativo de interés muy limitado. Esa forma estilística quiere ponerse al servicio de la captación de la cotidianeidad de un lugar perdido de la frontera, con gente de paso, relaciones familiares frías, amores ocultos, amistades provisionales, casualidades y ocasiones para todo o para nada. En fin, nada menos que capturar desde la observación distanciada unos fragmentos de realidad vital.

Este noble propósito -logrado satisfactoriamente en los anteriores trabajos de Recha- sólo se consigue en momentos concretos, ráfagas solitarias en el conjunto del relato. Ello es así porque, hasta bien mediado el metraje (excesivo) del filme, el espectador no sabe adónde quiere ir el director. Y cuando esto se le dice -con la muerte accidental de la anciana y los episodios guiñolescos que desencadena ese hecho- comprueba que hay un desequilibrio notable entre a) el tratamiento, b) las pretensiones y c) el material narrativo. En concreto, el par de flash-backs no son coherentes con el estilo indicado más arriba y esas pretensiones de captación de la cotidianeidad, aunque resulten eficaces para la improbable comedia de humor negro a que se ve abocada la película en su tramo final.

Ello demuestra que Recha se ha planteado un discurso -en la forma y en el fondo- imposible de desarrollar con el material que maneja. Resulta inútil pretender que el espectador se interese por unos personajes de quienes parece que se nos va a desnudar el alma para, a continuación, dejarlos vagar por la pantalla en unas conversaciones e interrelaciones cuyo fondo se escapa o, lo que es peor, para hacerlos converger en el citado episodio de humor negro. Éste carece de interés porque, a mi juicio, no hay coherencia entre la mirada distanciada y los sucesos narrados o entre estos y el tema enunciado en el título Las manos vacías.




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Los lunes al sol

La emoción de lo real


(Fernando León, 2002)


Como hemos expuesto en otro lugar3, una de las ausencias más lamentables del cine español de las últimas décadas ha sido las películas dedicadas al mundo del trabajo y los conflictos laborales. En concreto, lo que sociológicamente ha constituido durante años la primera preocupación de nuestros ciudadanos -el paro- sólo ha sido abordado de forma central, a partir de En la puta calle (Enrique Gabriel, 1996), en contados títulos4. No ha habido nombres como Ken Loach, Robert Guédiguian o Aki Kaurismäki en un cine español que parece que tuviera alergia a la realidad o que menospreciara el interés de la audiencia hacia temas de preocupación social. Incluso entre los críticos y comentaristas se habla con displicencia de «cine social» como un género más, como si la realidad misma fuera un género...

Tras Familia y Barrio, no cabe duda de que Fernando León era el director idóneo para una película sobre el paro, tanto por sensibilidad como, lo que es más importante, por el oficio demostrado; y la aplaudida Concha de Oro de San Sebastián ratifica el feliz resultado de su propuesta. Como no podía ser de otro modo, León de Aranoa es deudor -que no imitador ni plagiador- del cine británico antithatcherista de directores como Ken Loach, Peter Cattaneo, Stephen Frears o Mark Hermann. Creo que ello se aprecia en el tratamiento humorístico contrapuesto al dramático y en secuencias concretas como el karaoke, el apedreamiento de la farola y el desenlace de las cenizas. Que no hay imitación de ese cine es evidente cuando los personajes manejados por León de Aranoa no son parados devenidos pícaros que buscan chapuzas como tampoco se ha buscado su representatividad de una clase social.

La película parte de unas imágenes documentales que el espectador recupera de su memoria televisiva donde se muestra el enfrentamiento de los obreros de un astillero con la policía. A partir de ahí se narra el devenir de Santa, un trabajador joven que que vive solo en una pensión, y sus dos amigos, José y Lino. Los tres deambulan sin otro porvenir que visitar el bar regentado por otro despedido del astillero y Amador, un obrero mayor abandonado por su mujer. La maestría del director radica en otorgar densidad artística a la sucesión de episodios prácticamente anecdóticos: el partido de fútbol, el oficio de canguros en un chalet, el crédito bancario de José y su miedo a la infidelidad de su mujer, el deterioro de Amador, el juicio por la rotura de la farola, la discusión sobre el comportamiento de los obreros ante el convenio y los despidos, etc. Es una sucesión no causal, como si de breves estampas se tratara que, contra lo que pudiera parecer, tienen la virtud de convertirse en necesarias para el relato.

Al igual que sucedía en Barrio, el director tiene maestría para la metáfora inserta de modo natural en la narración (el anuncio de un refresco fracasado en que participó Lino o el bolígrafo que no escribe, la mancha parecida al mapa de Australia) y para el detalle revelador de la personalidad o del espíritu de los personajes (Santa dice saber medicina porque trabajó en el bar de un hospital o pilotar barcos porque fue cocinero en uno...) Fuera de algún detalle -el diálogo concreto sobre la fábula de la cigarra y la hormiga o la calvicie incipiente de Santa- estamos ante una obra maestra que ha de ser aplaudida con entusiasmo porque tanto en sus elementos (los personajes, los diálogos, la interpretación, el reparto, el sentido de la secuencia, la música que desdramatiza la acción, la cámara-testigo, la ajustada fotografía...) como en su conjunto revela la maestría de un cineasta capaz de hacer vibrar (admirar, pensar, emocionarse, sonreír o indignarse) al espectador en cada fotograma.

Habrá quien crea que Los lunes al sol llega con retraso, cuando las brutales reconversiones industriales de la siderurgia y los astilleros en los años ochenta (Gijón, Sagunto, Sestao o El Ferrol) quedan lejos. El director rechaza que alguien se sorprenda de que haga una película sobre el paro cuando «lo sorprendente sería lo contrario. No hacerla. Mi película quiere hablar de lo que está en la calle, en cada esquina, en cada bar, en cada casa. Para mí eso es lo lógico». Además, como sucede con toda obra de arte, la anécdota concreta está superada ampliamente porque, al final, habla de cuestiones tan intemporales como el miedo a la soledad, a la inutilidad y a la muerte. Dicho de otro modo, más que la situación social de los parados, la película habla de las personas acosadas por la marginación y la impotencia para sobrevivir sin perder la dignidad. Y, obviamente, esta es una cuestión siempre actual.




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No somos nadie

Borrachera (de imágenes) y sobriedad


(Jordi Mollà, 2002)


Si fuéramos maledicentes, parafrasearíamos aquella citada crítica teatral diciendo «El actor Jordi Mollà ha dirigido su primera película: ¿por qué?». Con mayor comedimiento, habrá que preguntar qué ha querido hacer con su estreno como director el actor catalán. Porque la crítica a la televisión por la fabricación de famosos y la manipulación de la ciudadanía resulta demasiado sabida, y la caricatura de los líderes religiosos parece poco creíble, al menos en nuestro país, donde los telepredicadores son tan laicos como la prensa del corazón. O, al menos, esas pretensiones no bastan para poner en pie una película con un mínimo de interés para el público.

Es verdad que Mollà quizá acierte al dirigirse al mismo público de Airbag o Año mariano, formado por adolescentes y jóvenes ávidos de emociones fuertes, imágenes impactantes, ritmo de videoclip, banda sonora saturada y humor pretendidamente transgresor en un relato abigarrado, grotesco, muy postmoderno en su, a la postre, entretenimiento débil. El esqueleto argumental es que dos mendigos, Salva y Ángel, desencantados por la escasa recaudación en el metro, deciden que el primero se convierta en una especie de mesías; tras matar accidentalmente a un cura, Salva es rescatado de la cárcel por el programa «Mano dura» del canal Shock TV, un espacio donde el público confirma o rechaza las condenas a muerte. El público se identifica con este mesías, le perdona y se convierte en un líder televisivo. Pero Salva no está dispuesto a ello y denuncia la manipulación al tiempo que es manipulado por los directivos del canal. Finalmente acabará sus días de éxito a manos de un fanático que lo asesina.

La acción se ubica en un espacio histórico distorsionado, mezcla de «futuro sucio» tipo Mad Max (secuencias iniciales del metro) y costumbrismo ibérico, presente sobre todo en los modismos y el vocabulario empleados en la construcción de los diálogos. Hay un contraste muy deliberado entre los espacios cutres de las gentes de barrio y la arquitectura y decorado de la emisora de televisión. Todo ello, como digo, al servicio de una bienintencionada, pero ineficaz, crítica de la televisión basura y del mesianismo religioso, pues incluso aceptando un género entre la fábula y el esperpento, era necesaria una mayor entidad en personajes y situaciones, algo en lo que No somos nadie es claramente deficitaria.

El espectador no puede emplear la lógica habitual para explicar los personajes, las relaciones entre ellos, los detalles de la puesta en escena ni el devenir narrativo, pues se encontraría con muchas lagunas e indefiniciones. Por ejemplo, el personaje de Espe, la absurda búsqueda de la madre, los pretendidamente simbólicos nombres de los personajes -Salva(dor), Ángel, Espe(ranza) y María- o la falta de verosimilitud de la denuncia de Salva. Hay subrayados (pimienta molida sobre la carne en el momento de la firma del contrato) cuyo sentido se nos escapa... y otros que al visualizar relatos de los persojanes se convierten en pura golosina visual. La sucesión de secuencias avanza a trompicones y los insertos de imágenes extemporáneas funcionan como fogonazos que disimulan la debilidad argumental; quizá porque, como ha declarado el director, la película es «un discurso fragmentado, una borrachera de imágenes como las de la televisión» que pretende «atacar el sistema nervioso del espectador» (sic), lo que resulta imposible después de haber quedado inmunizados tras Asesinos natos y otros productos postmodernos. Pero esa fragmentación ya resulta manierista y sólo sirve para ocultar -o mostrar, para el espectador más atento- la falta de ideas para una auténtica crítica de todo tipo de manipulación.




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Pau y su hermano

El arte de un cine de renuncias


(Marc Recha, 2001)


El cine catalán reciente no ha tenido mucho éxito de público fuera del Principado; sin embargo, algunas de las propuestas más innovadoras de los últimos años del cine español -estoy pensando en algunas películas de Ventura Pons y en las escasas obras de Guerín, Jordá y Portabella- proceden de Cataluña. En esta senda se sitúa Marc Recha, con éste su tercer largometraje, tras dos obras más premiadas que exhibidas: El cielo sube y El árbol de las cerezas, con la que ésta que comentamos mantiene muchos elementos comunes.

La muerte de Álex, el hermano de Pau, es el acontecimiento que desencadena la acción narrativa al mismo tiempo que provoca las reacciones que nos permiten conocer a los personajes. Pau y su madre (Mercè) van con las cenizas de Álex al pueblo de los Pirineos donde estuvo viviendo; allí se encuentran con un amigo (Emili) y su hija (Marta), la novia que tuvo (Sara) y otro amigo (Toni). La visita viene exigida por el deseo natural de conocer el modo de vida de Álex, pero sirve, sobre todo, como encuentro con otras personas: Pau se siente atraido por Marta y Mercè por Emili. El regreso a la ciudad no determina nada, puede servir para continuar con el mismo modo de vida o para abrir una nueva etapa.

El estilo de Pau y su hermano se encuadra dentro de las mejores propuestas del cine europeo actual, desde Erich Rohmer a Lars von Trier y a Ken Loach. Recha ha rodado cronológicamente, con un equipo reducido, sin dar un guión a los actores, con la cámara al hombro y renunciando a la iluminación artificial o a diseñar un vestuario o decorado específicos para la película. Se puede hablar de un cine de renuncias: a la construcción de una historia cerrada, a diálogos explícitos, a la música habitual, a la dramatización de la acción narrada... Ello es particularmente evidente en la fotografía, que lejos de valerse de la belleza de las localizaciones de los valles pirenaicos, opta por una imagen deliberadamente pobre. Por ello hay una austeridad en la puesta en escena y en la composición que recuerdan a aquellos cineastas. Sin embargo, la opción por la cámara al hombre y la grabación a cierta distancia no siempre resultan eficaces, pues en algunas tomas el espectador tiene la incómoda sensación de que se trata de planos subjetivos, que obedecen al punto de vista de un personaje. Por el contrario, la banda sonora privilegia los ruidos cotidianos hasta dotar de carnalidad a las imágenes.

Pau y su hermano es una película que participa prácticamente de los grandes temas que siempre están presentes en la historia del cine: la vida y la muerte, el pasado y las ocasiones perdidas, los afectos y su estabilidad... pero, por encima de todo, es un filme sobre la comunicación y la propia capacidad del cine para la representación o fijación de la vida de las gentes. Las existencias de los personajes parecen determinadas por los vaivenes meteorológicos de las montañas del Pirineo, con nubes negras y rayos deslumbradores y, por supuesto, violentas tormentas. Pero también esos personajes tratan de tender puentes hacia otras personas o buscar asideros que les faciliten la integración -incluso aunque ello suponga renuncias traumáticas- como esa carretera que se está construyendo a golpe de dinamita y de agresión al paisaje. Estas dos metáforas (el tiempo y la carretera) funcionan con eficacia en un relato que, al final, resulta muy coherente en su apertura (de historias, de tipos, de trama narrativa) para expresar a los tipos trashumantes entrevistos en la historia, gentes que cambian de oficio, de ciudad, de relaciones y de afectos porque la vida esconde todo tipo de insatisfacciones y sorpresas.

El estilo exige al espectador que contemple la película más que verla, respirando al ritmo de los planos que parecen subordinados al ritmo de los personajes; quiero decir que se trata de una película en la que, en las antípodas del espectáculo cinematográfico o del placer de la historia, observamos fragmentos de la realidad, siempre misteriosa y ambigua. El riesgo de una propuesta como está radica en la dispersión y hasta en la propia incomunicación, pero el director ha sabido vertebrar adecuadamente unas líneas narrativas para decir lo necesario y hacer partícipe de ello al espectador.

Cabe preguntarse qué discurso subyace a una película de estas características. En principio, parece excesivamente pesimista y hasta nihilista: los personajes devienen seres solitarios incapaces de encontrar un lugar en el mundo (terminan abandonando el pueblo para regresar a una ciudad invivible). No deja de resultar cínico que la ceremonia de depositar las cenizas de Álex en las raíces de un árbol -tan preñada inicialmente de significado- quede desbaratada si tenemos en cuenta que se trata de cenizas de la estufa... Con ello el director deja aún más abierta la película, llegando a dudar no de los sentimientos de las personas, pero sí de las expresiones concretas y de su ocasión.




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Plata quemada

La complejidad de lo real


(Marcelo Piñeyro, 2000)


La cuarta película de Marcelo Piñeyro -tras Tango feroz (1993), Caballos salvajes (1995) y Cenizas del paraíso (1997)- muestra nuevamente la valía de uno de los actuales directores argentinos más consolidados. Uno de los criterios básicos para juzgar un filme es su capacidad para salir airoso de los riesgos que lo acechan y para lograr satisfactoriamente lo que la propuesta fílmica encierra. Según este criterio, Plata quemada es una obra sólida, conseguida, una buena película.

El argumento es adaptación de un exitoso libro de Ricardo Piglia, quien novela unos hechos sucedidos en 1965: una pareja de jóvenes delincuentes que mantienen una equívoca relación homosexual atraca, en compañía de otro joven, un furgón con mucho dinero. El robo ha sido planificado por un profesional que tiene contactos políticos. No sale bien, mueren dos policías y uno de los jóvenes recibe un disparo. Han de huir al Uruguay y esperar a que se calmen las cosas. Les ofrecen una solución a cambio de renunciar al botín, pero no aceptan. El tiempo de la espera se dilata, aumentan las desavenencias y la policía cada vez está más cerca.

Este argumento remite a muchas obras de género que cuentan la descomposición de una banda de delincuentes y la huida hacia la muerte que emprenden cegados por la ambición y por la desconfianza mutua. Más precisamente, la historia de amor y de deseo que tiene lugar en ese clima recuerda a clásicos del cine negro americano. Pero Piñeyro no trata de hacer un thriller más, ni siquiera con la variante novedosa de la pasión homosexual, sino que, deliberadamente, lleva su relato al terreno documental, apegándose a los hechos y prescindiendo de elementos de género como una trama compleja, personajes estereotipados, diálogos brillantes o acción de meditadas sorpresas. Aunque también hace un relato muy poético, donde afloran los sentimientos tanto o más que la acción exterior.

En efecto, lo que podía ser un argumento «de género» es sometido, en el guión y la realización, a un tratamiento que quiere ser fiel a la realidad de los hechos históricos -como advierte un rótulo al final del filme-, de ahí que tenga importancia el contexto social (la corrupción política en el peronismo derrocado) y la difícil relación homosexual de los protagonistas. Se trata de dos delincuentes de personalidades opuestas -el Nene es inteligente, culto y racional mientras Ángel es un hombre angustiado e impulsivo- que mantienen una relación inestable. Ángel oye voces en su interior, parece rechazar su condición homosexual y hace sufrir a su compañero, aunque secretamente demanda al Nene cariño y comprensión. Este personaje cinematográfico no parece totalmente acertado, como si estuviese sin terminar de diseñar.

Como en las grandes películas hay los suficientes elementos como para ver en ella una obra abierta a interpretaciones variadas, en dos líneas básicas: por una parte, el robo y la ulterior historia de traiciones, desencuentros y amenazas veladas en un suceso donde los atracadores son víctimas de los poderosos; por otra, la historia de una relación de amor y pasiones, de atracción y repulsión, de engaños y silencios, una historia de amor y muerte... ante la cual cada espectador queda en libertad para valorar unos componentes u otros. Si se me permite la paradoja, diría que resulta más fácil decir lo que no es esta película -a qué ha renunciado- que lo que es. Probablemente, uno de sus mayores méritos sea ese carácter abierto que viene dado -al margen de los sucesos narrativos- por la riqueza de los diálogos y las miradas, sobre todo en la relación entre los protagonistas. Cada vez que estos dos están en pantalla, el espectador asiste con fascinación, intriga y expectación a un encuentro donde las palabras pueden servir para ocultar lo que dicen y las miradas para intuir los silencios.

Plata quemada tiene una hermosa factura visual y sonora, muy coherente con el talante amargo del relato, no trata de deslumbrar por las localizaciones o la acción, sino que se mantiene en una elaborada «cotidianeidad» cinematográfica. A mi juicio hay tres elementos que sobresalen: los diálogos, muy ajustados, creíbles y adecuados al talante de la película; la prodigiosa interpretación, con registros variados, de Leonardo Sbaraglia como el Nene; y la fotografía, decididamente mate, oscura, pero realista. Por otra parte, la película trasciende el contexto argentino de los años sesenta para alcanzar categoría de universal. Esto no sólo es un valor básico en la obra de arte, sino que responde a una heterogénea producción (con capital privado español, francés y uruguayo; y público de Europa y Argentina), lo que constituye no sólo una muestra de la universalidad del arte, sino también de la viabilidad de producciones internacionales que superan el pastiche.

Con todo lo dicho, hay subrayar que Plata quemada no es una película fácil ni cómoda; se sitúa en las antípodas del cine con encanto, porque se trata de una obra amarga, densa. Tampoco pretende un público amplio, más bien ha optado por la concepción del arte cinematográfico donde la narración de unos hechos se hace desde cierta interpretación que no anule la fidelidad a lo real y, al mismo tiempo, no se renuncia a la complejidad, incluida la pasión poética. Y éste es un camino poco agradecido, porque lleva a renunciar a todo aquello que provoca el aplauso fácil.




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Raza

Apología de un golpe de Estado


(José Luis Sáenz de Heredia, 1941)


Pedro de Churruca es un capitán de navío casado con Isabel de Andrade y padre de José, Pedro, Isabel y Jaime. Explica a sus hijos el pasado glorioso de la familia, uno de cuyos miembros murió por España en la batalla de Trafalgar, así como de otros ilustres marinos. Ante el levantamiento de las colonias de Filipinas y Cuba y el mal gobierno de los políticos, Pedro juzga que ha encontrado la ocasión de servir a su país. Es enviado a Cuba y allí muere en un combate, lo que su esposa entiende como resultado de que «no podía subsistir su espíritu en un ambiente de degradación moral». Pasados los años, la hija de Pedro de Churruca se casa con el militar Luis Echevarría cuyo padre defiende el espíritu empresarial frente al estamento castrense. En la propia familia de Pedro se da una división: José, también militar, está preocupado por la «división de la patria» y defiende que los militares son garantes de la tradición nacional, mientras que Pedro aspira a convertirse en diputado. El tercer hermano, Jaime, ingresa en un convento.

Cuando estalla la Guerra Civil, Pedro se ofrece voluntario para llevar un mensaje al general Fanjul -aislado en el cuartel de la Montaña- pero es herido y capturado por los republicanos, quienes lo condenan a muerte. Pero, milagrosamente, no muere y Marisol Mendoza lo cuida, lo esconde y ayuda a pasar a la zona nacional. Allí se encuentra con su cuñado Luis Echevarría, quien está desmotivado porque la guerra no avanza y su bando no consigue tomar Bilbao, donde se hallan su esposa y sus hijos. Está a punto de desertar cuando José de Churruca le hace ver que pronto van a ganar la guerra. En Cataluña, los milicianos asaltan un asilo y fusilan a los frailes que lo regentan, entre ellos Jaime de Churruca. Por su parte, su hermano Pedro, antiguo político y ahora oficial del Ejército republicano, también desmoralizado, opta por entregar unos planes militares al bando nacional, lo que le vale la ejecución. Finalmente, la guerra termina y se celebra el Desfile de la Victoria, en el que participan José de Churruca y Luis Echevarría, admirados por sus esposas y sus hijos.

El guión escrito por Franco bajo el pseudónimo Jaime de Andrade constituye una apología del levantamiento militar de 1936. Hay numerosos elementos autobiográficos y sublimaciones de la historia personal y familiar de Franco, como ha subrayado Román Gubern, pero lo más importante es esa apología, como hace ver el rótulo inicial que propicia una interpretación unívoca de la metáfora histórica que es Raza: «La historia que vais a presenciar no es un producto de la imaginación. Es historia pura, veraz y casi universal, que puede vivir cualquier pueblo que no se resigne a perecer en las catástrofes que el comunismo provoca». La familia Churruca viene a representar la quintaesencia de los buenos españoles que salvaguardan a la patria de la división, la debilidad de los gobiernos o las manipulaciones de los políticos; aunque lejos de ser monolítica presenta la debilidad de un pro-republicano, está formada por militares y eclesiásticos, es decir, miembros de las dos instituciones que se consideran eternas frente a la arbitrariedad política. Los acontecimientos de 1898 y de 1936 son interpretados como el resultado de la mala política, ante la cual los militares se ofrecen hasta la muerte para salvar a la patria. Antes del combate en la guerra de Cuba un oficial justifica que «La Historia sabrá juzgarnos. No hay sacrificio estéril; del nuestro de hoy saldrán las glorias del mañana». Este mesianismo militar se repite cuando José de Churruca manifiesta que desea ser enviado a la misión más peligrosa o, anteriormente, cuando explica que los militares son el único estorbo frente a los manejos políticos. El militarismo tiene su vertiente necrófila: la muerte se presenta en los militares como servicio a la patria y ofrenda a la divinidad, como explica el marino Churruca al comienzo de la película a un padre cuyo hijo ha fallecido en una tormenta (sic).

En ningún momento se habla de la República y menos aún de la democracia; éstas se identifican con la revolución comunista o el «temporal materialista» y se presenta el caos de los milicianos, la «corrupción de la zona roja», las Brigadas Internacionales formadas por «indeseables de todas las revoluciones»... Hay una crítica (falangista) a la derecha capitalista, cuyas virtudes para generar riqueza son menospreciadas frente al «honor» militar. Se toma nota de las tentaciones o errores de «gentes de bien» como Echevarría o el médico que ayuda a José, que tienen ocasión de redimirse al contribuir a la causa nacionalista, causa que encuentra apoyos incluso en españoles que han vivido fuera del país -como el voluntario de 58 años que ha perdido dos hijos en la contienda- pero que tienen la ocasión de «servir a la patria». Al desprecio de la política y a la coyuntura de la inexplicada revolución comunista se superponen la esencia del ser español que consiste en el citado militarismo nacionalista de tinte religioso en su propuesta de sacrificar la vida en aras de la patria. Este es, en definitiva, el mensaje de este filme fascista destinado, nada más acabar la guerra, a justificar el levantamiento militar y las muertes de la propia contienda.




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Smoking Room

Sinsabores y desencantos


(Julio D. Wallovits y Roger Gual, 2001)


Con un presupuesto de la décima parte de una producción convencional española, dos jóvenes publicitarios -el argentino Julio D. Wallovits y el catalán Roger Gual- han puesto en pie una primera y estimulante película que sobresale por su talante alternativo en el tema y en la forma fílmica. La idea inicial, del primero de ellos, ha sido el conflicto que puede surgir en una empresa que prohibe fumar a sus empleados; pero este pie forzado sirve, fundamentalmente, para hablar de la alienación del trabajador en las relaciones profesionales o, si se prefiere, cómo esas relaciones degradan los valores de la persona.

Prácticamente toda la historia transcurre en distintas habitaciones de una oficina donde Ramírez, enfurecido por la decisión de los mandatarios norteamericanos de prohibir fumar en la empresa, se dedica a recoger firmas entre sus compañeros para pedir una sala de fumar. Sólo consigue cinco apoyos y vemos el rechazo de uno de ellos, que espera ser ascendido a jefe de personal. Las sucesivas conversaciones entre los empleados sirven para mostrar diversos conflictos: quien se encuentra agobiado por las llamadas de su mujer; quien ha visto naufragar su matrimonio por exceso de trabajo, mantiene una relación adúltera poco gratificante y elige a su secretaria en función de su potencial erótico; otro empleado que se limita a organizar un partido de fútbol; el jefe que prepara un desfalco; compañeros insolidarios que agreden a Ramírez cuando acecha la amenaza de despido... en fin, una radiografía -quizá un tanto pesimista, pero no menos real- de los sinsabores y limitaciones de los trabajadores de cuello blanco en la era de la competitividad y la nueva cultura empresarial del «esto es lo que hay».

Pero no piense el lector que estamos ante un filme de denuncia o de tesis sobre el tema, pues interesa mostrar -con valor universal y sólo remotamente desde convicciones morales- actitudes personales en un mundo desencantado donde conviven todas las contradicciones y cuya falta de solución queda (falsamente) resuelta con un partido de fútbol.

Contra la tradición de otros directores formados en la realización publicitaria y tentados permanentemente por la fascinación visual y hasta la postal (Jean-Jacque Annaud o Tony Scott), el dúo director opta por una estética dura de asfixiantes primeros planos, imagen sucia de vídeo digital en las tomas más amplias, rupturas de raccord y ausencia de música. Aunque deliberadamente rechazan que se trate de una película dogma y reivindiquen el espíritu de John Casavettes y la Escuela de Nueva York, no cabe duda de que el movimiento danés ha influido al menos en las tomas de cámara en mano, los decorados cotidianos y un tanto abstractos, el tiempo-espacio prácticamente continuos, la ausencia de música no diegética (con la excepción de la canción de Serrat) y, en general, conseguir que la fuerza del relato descanse sustancialmente sobre los diálogos, aspecto por el que Smoking room recuerda, también, a los dramas fílmicos de la generación de la televisión de los años sesenta.

Las conversaciones, a base de giros coloquiales, frases repetidas, lugares comunes o enunciados inacabados, poseen la convicción de los encuentros cotidianos y otorgan entidad a los personajes, magníficamente interpretados en su conjunto (de lo que se deduce, una vez más, que el arte de la actuación depende, en gran medida, del valor del personaje). Este es el gran valor de la película: un guión con diálogos bien escritos. Más discutible es la puesta en escena de la citada «estética dura» aunque, a mi juicio, resulta adecuada para el tema porque confiere al filme un tratamiento renovador y un talante de brechtiano extrañamiento, como subraya el empleo de una maqueta para representar un plano aéreo. Por el contrario, el desenlace me parece fallido, tanto por el inverosímil partido de fútbol con que se quiere conciliar lo irreconciliable como por la canción de Serrat «Hoy puede ser un gran día». Aunque estos dos elementos se tomen con toda la ironía que se quiera suponen una solución placentera que desentona con el resto del filme.




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Soldados de Salamina

Miradas desde el presente


(David Trueba, 2003)


Poco favor le hace a David Trueba -director de sólo dos pero consistentes películas- vérselas con el éxito literario de las últimas temporadas, aunque le abra camino en las taquillas. Y ello porque el metarrelato de Cercas no es miel para la pantalla y porque, con ser muy legítimo cualquier intento de adaptación y el que hace Trueba en particular, me parece que hubiera sido necesaria más distancia para elaborar un guión también más distante de la novela.

Soldados de Salamina quiere ser un documental sobre la creación del novelista necesitado de una buena historia y de héroes para su relato; mucho más que un documental sobre el extraño suceso de la huida del falangista tras el fusilamiento fallido (y, por supuesto, que una indagación sobre el valor de la vida, las sinrazones de la guerra o el perdón, que sólo figuran como trasfondo). Pero esto no se consigue del todo por la indefinición del personaje protagonista, una Lola Cercas que se quiere solitaria a su pesar, con mala conciencia de la relación con su padre, dubitativa en sus afectos... pero con quien el espectador no acaba de empatizar, a pesar del buen trabajo de Ariadna Gil a la hora de encarnarla.

Esta debilidad -que rebaja a un tono menor la que estaba llamada a ser una gran película- es patente en la relación que mantiene Lola con Conchi, una astróloga lesbiana que distrae bastante y no aporta nada ni al tema de la película ni, lo que es peor, a la construcción del personaje de Lola. Por el contrario, las otras relaciones -particularmente con Chicho Sánchez Ferlosio y los testigos auténticos Jaume Figueras y Daniel Angelats- son como un trámite en la búsqueda de información, cuando deberían servir para hacernos vivir la historia a través de Lola. La película presenta un desequilibrio entre el transcurrir de la primera parte, premiosa en la medida en que la reconstrucción visual del pasado ya es conocida por el espectador, y una segunda -a partir del momento en que el personaje de Miralles centra el relato- mucho más ágil y emotiva, donde la anécdota alcanza niveles de categoría al fundir literalmente la desmemoria del presente de Miralles (los viejos abandonados y faltos de cariño) con la del pasado (sus recuerdos difusos u ocultados deliberadamente), pues la mirada ética y compasiva que llevó al soldado a perdonar la vida del falangista es la misma que lleva a Lola a abrazar al viejo Miralles.

La apuesta del guión por el punto de vista de la protagonista permite una fluida alternancia entre el presente y el pasado de la Guerra Civil a lo largo de todo el metraje. Ello otorga convicción a las imágenes del pasado, a pesar de algunas redundancias y visualizaciones de lo ya verbalizado (como la innecesaria inclusión de los planos del golpe de Tejero). Pero, insisto, la falta de acabado en la construcción del personaje impide que el espectador se solidarice con ese punto de vista o tarde en hacerlo hasta la segunda mitad (al menos ésa ha sido la sensación del abajofirmante). Bien rodada, la soberbia fotografía de Aguirresarobe aúna con coherencia el color en tonos desvaídos del tiempo presente, con la casi ausencia de color del pasado reconstruido y con el blanco y negro de las imágenes de archivo.




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Suite Habana

El drama de vivir


(Fernando Pérez, 2003)


Hay que echar la vista atrás casi un siglo y remontarse a los años veinte para encontrar el referente de formato o género en que se ubica Suite Habana: las sinfonías urbanas o documentales de talante vanguardista dedicados a captar el pulso vital de una ciudad. Son obras del cine mudo que exploran la musicalidad de la imagen mediante la plasmación del movimiento urbano (trenes, tranvías, máquinas) y del montaje creadas por cineastas inquietos: Robert Flaherty hace un retrato de Nueva York en The 24 Dollars Island (1925), el brasileño Alberto Cavalcanti filma París en Rien que les heures (1926), Walter Ruttman la capital de Weimar en Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Berlin, Die Symphonie einer Grosstadt, 1927), Jean Vigo la ciudad mediterránea en A propos de Nice (1930) y, quizá, también, la obra que dedica a Madrid Ernesto Giménez Caballero, Esencia de verbena (1930). Aunque más compleja, la aún muy moderna película de Dziga Vertov El hombre de la cámara (Chelovek Kinoapparatom, 1929) tiene no pocos componentes de sinfonía urbana.

Como refleja el título, Fernando Pérez sitúa su documental en ese género, del que también adopta la ausencia de diálogos y el tiempo continuo de la vida ciudadana en un día completo. Lejos de la imitación o la copia descarada, renueva la sinfonía urbana por la vía de dejar la ciudad como telón de fondo y renunciar a los planos de muchedumbres para acercarse a personas concretas y hacer un retrato coral a la vez muy emotivo y distante por misterioso. El conjunto es un fresco con distintos momentos en las veinticuatro horas de la vida de una decena de personas que pueden ser representativas de los habaneros comunes: Francisquito, un niño de diez años con síndrome de Down, el joven albañil Ernesto, que tiene la ilusión del ballet clásico, el trabajador de un hospital Heriberto, virtuoso del saxo, el empleado de los ferrocarriles que se travestiza, el exiliado-emigrado, un zapatero elegante, el médico empleado ocasionalmente como payaso, el padre y la abuela de Francisquito o la anciana que vende maní. Distintas edades, profesiones y tipos humanos que tienen en común una vida de supervivencia, pues la película hace hincapié en los momentos del trabajo y la comida.

Salvo en un par de secuencias (los niños en la escuela y con el payaso), el director renuncia a los diálogos y a cualquier opinión dada por los protagonistas, lo que tiene la virtud de hacer elocuentes los gestos cotidianos y las miradas, al tiempo que permanece el misterio de las personas. La cercanía está lograda por los primeros planos y una banda sonora que documenta con rigor los ruidos -desde la hoja de la cuchilla contra la piel a las emisiones de radio de fondo: pocas veces el ruido es tan significativo en el cine- y otorga densidad a las imágenes con la música y las canciones.

El retrato coral, intermitente y esbozado destila una tristeza contenida, incluso cuando aporta elementos cómico-surrealistas, como los ciudadanos que se relevan en la guardia ante la estatua de John Lennon. El deterioro de los edificios subraya unas vidas pobres, heridas por muertes familiares y los deseos irrealizados -como explican los rótulos finales- que sólo se salvan por el cariño entre las personas. Sólo en el tramo final tiene lugar una esperanzada transformación de algunos personajes, cuando la noche parece revelar las ilusiones calladas.

Aunque Suite Habana ha sido calificada de castrista, no hay apología del régimen -más bien lo contrario- y, puestos a una lectura política, hasta los planos finales con la marejada que azota el malecón pueden ser interpretados como metáfora del cambio que se auspicia. Pero, sin duda, el ritmo, la planificación, la banda sonora y, sobre todo, la capacidad para sumergir al espectador en esas vidas de habaneros hacen de ella una gran película.




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Surcos

La corrupción urbana del franquismo


(José Antonio Nieves Conde, 1951)


Una familia de labradores, cansada de las estrecheces del campo, llega a la gran ciudad porque aspira a una mayor calidad de vida. Se alojan en casa de unos primos, quienes les advierten sobre la necesidad de cambiar su modo de pensar. Buscan trabajo pero es muy difícil. El padre intenta trabajar como peón en una fundición, pero no se adapta, luego ha de vender chucherías por la calle y, más tarde, quedarse en casa haciendo tareas domésticas; el hijo mayor se dedica al estraperlo y acaba mal; la hija cae bajo la protección de un hombre que la engaña sobre sus posibilidades para triunfar en la canción; el hijo pequeño se emplea como recadero en una tienda, pero le roban la mercancía... Al final, no queda más remedio que regresar al pueblo, aunque sea con la vergüenza de haber fracasado.

José Antonio Nieves Conde (Segovia, 1915) había rodado Balarrasa (1950), una de las películas emblemáticas del cine religioso de la época que tuvo un gran éxito. Surcos representa un intento de hacer en nuestro país un cine de carácter social, preocupado por describir la realidad de la vida de las gentes, a semejanza del neorrealismo italiano. En la propia película, don Roque y su novia dicen que van al cine a ver una película neorrealista, de las que hablan de los problemas sociales y de la gente del barrio. Cuando la novia se queja de la película («No sé que gusto encuentran en sacar a la luz la miseria con lo bonita que es la vida de los millonarios») está siendo representante de toda una opinión que considera que el cine debe evadir de la realidad, en lugar de indagar en ella.

Con el paso del tiempo, Surcos ha sido revalorizada y figura entre las mejores películas de la historia del cine español. Merece la pena destacar los diálogos, muy vivos, con palabras y frases de carácter costumbrista. La fotografía, en blanco y negro, también es de calidad, con excepción de las secuencias nocturnas del robo a los camiones, que aparecen excesivamente iluminadas. El paraíso falso de la ciudad donde se prospera y se vive mejor a ojos de la gente del campo es el tema principal de esta película. Como nos advierte un rótulo, con cierto barroquismo, del autor del argumento, Eugenio Montes, al comienzo: «Recibiendo de la urbe tentaciones, sin preparación para resistirlas y conducirlas, éstos campesinos, que han perdido el campo y no han ganado la muy difícil civilización, son árboles sin raíces, astillas de suburbio, que la vida destroza y corrompe».

Se opone la agresividad e individualismo de la gente de la ciudad (escena en la que jalean a El Mellao y Pepe cuando se pelean en la calle) a las gentes del campo, de quienes se valora la autenticidad, sinceridad y honradez. Se subraya la pérdida de valores que hay entre los habitantes de la ciudad, más interesados por el dinero y la supervivencia que por la conservación de la dignidad en su consecución (trabajo de Antonia, rezo del rosario). La ciudad aparece como un espacio donde hay que cuidar de que no le roben a uno, no se burlen de su aspecto y donde el que puede dar trabajo es un mafioso que sale ganando en todos los casos, incluso con las desgracias ajenas. En este sentido, la ciudad aparece como una amenaza para la integridad de la familia basada en la autoridad del padre: Manuel, el cabeza de familia, acaba siendo un inútil que sólo sirve para tareas domésticas consideradas propias de mujeres en ese tiempo, lo que significa que no ingresa dinero y, por tanto, no es nadie para imponerse a los demás.

Como en todas las épocas, también en los años cincuenta, en la situación de paro y estrecheces económicas, los más débiles, los que carecen de una cualificación profesional son los abocados a la miseria. Para ellos sólo queda la picaresca (venta de cigarrillos o golosinas) o la ilegalidad (robos de sacos a los camiones) que tiene consecuencias funestas. Los papeles masculinos y femeninos aparecen muy marcados según roles sociales determinados por el machismo (El Mellao maltrata constantemente a su novia Pili). Pero, al mismo tiempo, la mujer tiene la perspectiva de que sea el marido quien le proporcione bienestar y lo haga a cualquier precio, como Pili, que exige a Pepe que la tenga como una señora si quiere seguir con ella. El personaje de don Roque /el Chamberlain constituye un modelo negativo de triunfador en la ciudad que sabe combinar los negocios legales con los ilegales y el paternalismo con la extorsión, pero que se vale de los demás para todo (dinero o sexo) sin compadecerse de las desgracias ajenas y siempre dispuesto a salir indemne de las malas situaciones.




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Te doy mis ojos

Espléndida indagación en el amor dañino


(Icíar Bollaín, 2003)


Al crítico abajofirmante le resulta difícil moderar su entusiasmo y ponderar el juicio ante una película que, como poco, hay que considerar -y mido los adjetivos- inteligente, oportuna, comprometida, auténtica y emotiva. No es para menos cuando, superando ampliamente el recurrente filme de denuncia sobre la violencia doméstica o de género, se adentra en la radiografía del amor como posesión, de las frustraciones masculinas liberadas por la agresividad, de la (horrible) educación de la mujer para ser esposa mártir o, en fin, de la situación actual de muchas parejas en nuestro país.

Confieso mis simpatías hacia Icíar Bollaín -desde su adolescencia de El sur (1984)- porque esta cineasta de raza, lejos de participar de la pedantería y las miserias del cine español, ha roturado con paso firme su propio camino como actriz y directora. Tomándose su tiempo, rueda tres películas en ocho años: las dos primeras eran, comparativamente, obras menores, pero consistentes, de ninguna manera banales. Esta tercera satisface ampliamente las expectativas creadas y sitúa a Bollaín entre la media docena de mejores directores/as de la generación de los noventa del cine español, una generación fecunda, con 158 nuevos directores, entre ellos mujeres tan interesantes como Isabel Coixet, Gracia Querejeta o Chus Gutiérrez.

Te doy mis ojos es una película inteligente porque tiene virtudes poco usuales: renuncia a exponer el camino de perdición de la pareja desde los días de miel a los de hiel, como la reciente Sólo mía, y comienza por lo más difícil (¿qué pasa después de las agresiones cuando todavía persiste el amor?); basa su arte en las elipsis de planos y secuencias y, con mayor calado, en un mundo supuesto -pero reconocible por el público- de una época y un país; y funciona de forma excelente tanto en la trama de los protagonistas como en el detalle de personajes secundarios, símbolos y paralelismos, sucesos anecdóticos y pinceladas de humor: el valor de la pintura narrativa y abstracta, las mujeres en la cafetería, la madre de Pilar, la representación en el grupo de terapia, la conversación con el escocés en la tumba, etc. Pero también es inteligente en la composición del personaje del marido maltratador (Antonio) al renunciar al estereotipo de deleznable machista o psicópata latente para hacer de él un hombre común, volcado en su trabajo y el mantenimiento de la familia, colaborador con su hermano, cariñoso con su mujer… y, al mismo tiempo, uno de tantos tipos débiles para hacerse valer ante el menosprecio que le rodea, víctima del entorno familiar y del rol de hombre/marido que la sociedad le ha inculcado. Es decir, la renuncia al consabido maniqueísmo.

La película es oportuna porque, habiendo perdido la cuenta de las mujeres que han muerto asesinadas por sus esposos en nuestro país cada año, cuenta lo que podía ser una historia representativa de la violencia doméstica. Y es comprometida porque no hace demagogia, descripciones morbosas ni sensacionalismo con un tema que se presta a ello, sino que profundiza con resolución, libertad e intuición en las causas de esa violencia hasta llegar a señalar el trasfondo social (los convencionalismos familiares que ahogan al individuo, la madre que no quiere saber nada) y la responsabilidad compartida: de Antonio, por convertir su frustración en agresividad hacia los débiles, por ser incapaz de reconocerse como víctima de aquélla, por ese pánico a perder a la mujer que ama que se vuelve contra él…; pero también de Pilar, por haber aguantado demasiado y dejar que la prepotencia del marido vaya a más. (Y hay que alabar también el compromiso con la producción del filme de Castilla-La Mancha, cuyo presidente ha tenido la valiente iniciativa de publicar las listas de maltratadores).

Es auténtica porque la mirada de Icíar Bollaín se sitúa en el realismo de la autenticidad -ese que aún tiene fe en la ontología de la imagen, en la elocuencia de la realidad y en la exigencia de no apartar los ojos de nuestro entorno- que viene siendo cultivado desde hace tres lustros por directores de su generación como Montxo Armendáriz, Fernando León de Aranoa o Salvador García Ruiz. No hay que mostrar destreza con la cámara, ni buscar la brillantez de una frase ni rodar una secuencia de impacto: de ahí que Te doy mis ojos sea una película de fotografía ajustada, música que apenas se nota, planificación sin estridencias y diálogos fluidos. Como a los mejores maestros, a Bollaín le basta con dejar hablar a la realidad y la directora se oculta en beneficio de unos personajes y situaciones que -aunque, evidentemente, construidos- tratan de atrapar la complejidad de lo real. Y lo hace desde su mirada de mujer, feminista sin maniqueísmos (personaje «negativo» de la madre), sensible hacia la mujer víctima de la violencia y empática hacia las compañeras cuya complicidad, inexistente en los varones, permite a Pilar liberarse, pero también cercana hacia el maltratador víctima de su ignorancia.

Asimismo es una película emotiva o, mejor, de delicado equilibrio entre la crónica (documento social, radiografía del presente o como se quiera llamar a la exposición del maltrato a las mujeres) y las emociones fruto de esa empatía con los personajes. Contiene abundantes momentos mágicos que nos dejan el corazón en un puño, bien por el encanto de la expresión amorosa, bien por la revelación de interioridades (Antonio explicando el ruido silencioso de su mujer) o por el sufrimiento del horror que experimenta Pilar. Una obra de obligado visionado que revalida las esperanzas puestas en Bollaín y muestra el futuro del cine español.




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Tiempo de tormenta

Crónica de la infidelidad


(Pedro Olea, 2003)


Una ventaja indudable de haber alcanzado la edad de la jubilación -como le sucede a Pedro Olea- consiste en la adquisición de una radical libertad a la hora de rodar: libertad frente a la moda, la necesidad de demostrar algo, el estrellato, las convenciones de los géneros y otros condicionantes habituales de todo cineasta. Al menos esta es la sensación del abajo firmante tras el visionado de Tiempo de tormenta, un filme que logra su perfección a partir de las renuncias y de la humildad. Y, sin duda, una de las mejores películas que firma el director bilbaíno, quien tiene tras sí mucho oficio en una carrera notable, con irregularidades, pero con algunas obras relevantes del cine español de la democracia.

Como otros titulados de las primeras generaciones de la Escuela de Cine, Olea cree en la realidad y en la exigencia de que todo en una película sea fiel a los datos. Por ello, le interesa tanto el contexto social e histórico como el mundo de los sentimientos de sus personajes según muestran, entre otras, Pim, pam, pum... ¡fuego! (1975) o El maestro de esgrima (1992). En el caso que nos ocupa, ese contexto es el actual de managers del espectáculo, presentadores de televisión, músicos, diseñadores y otros profesionales del show-business llevados por una vida de complejidades que acaba pasando factura. La historia se centra en la crisis de dos parejas. La primera está formada por Elena, meteoróloga en una cadena de televisión, y Chus, frustrado portadista y politoxicómano. La segunda por el directivo de una discográfica (Óscar) y Sara, ocasional profesora de modelos. Chus y Elena se separan por la adicción del primero, que acaba en una clínica de desintoxicación donde coincide con Sara, alcoholizada tras la frustración de haber muerto su hijo pequeño en un accidente doméstico. Ambos reciben las visitas periódicas de los cónyuges respectivos, quienes inician una relación extramatrimonial.

Los relatos cinematográficos de adulterios e infidelidades son tan abundantes y contienen tantas variaciones que un mérito nada desdeñable de Tiempo de tormenta -aunque sólo parcialmente se puede ubicar dentro de ese ciclo- consiste en ofrecer una perspectiva novedosa: las razones para la infidelidad o, si se prefiere, la lógica del adulterio sin culpables. Porque, en el fondo, este filme no hace sino constatar que las puñaladas de la vida (la droga y la frustración profesional, la muerte de un hijo) provocan heridas indelebles en las relaciones amorosas y familiares; y el azar se encarga de buscar la cicatrización con otros amores, aunque sean clandestinos e inciertos. O, si se prefiere, la infidelidad no siempre responde al culpable deseo de aventura, sino que puede ser fruto de los meandros de la existencia (el dolor, la casualidad, la supervivencia, etc.) Sólo desde esta perspectiva, enormemente realista, se entiende a unos personajes en la antítesis de los maniqueos verdugos o víctimas, pues las heridas se reparten por igual.

Con un sólido guión, Olea cuida la puesta en escena para armar un relato desnudo, sin artificios, lleno de renuncias (incluso al erotismo: secuencia de sexo entre Elena y Óscar), que confía plenamente en la densidad de los personajes y en la credibilidad de los intérpretes, como se aprecia en el largo primer plano de Sara hablando al grupo de terapia. De duración ajustadísima -no llega a los 90 minutos- la primera media hora es un creativo relato doble, donde se cuentan los antecedentes de cada pareja en el mismo fragmento de tiempo. El espectador valora más este melodrama puro -es el mundo de los sentimientos lo único que interesa- y duro -la tristeza de fondo anima cada imagen y se plasma constantemente en la lluvia real y en la citada en los mapas de isobaras- porque se presenta con humildad, sin un solo movimiento de cámara exhibicionista, con la música medida y la fotografía exacta. Probablemente Tiempo de tormenta no obtenga el favor del gran público porque se trata de cine para espectadores adultos y carece de los efectismos de moda, pero está destinado a permanecer en el tiempo y a ser actual dentro tres o cuatro décadas.




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Un perro andaluz

Cuando el escándalo era posible


(Luis Buñuel, 1929)


Parece que la inspiración de la película se encuentra en una frase del poeta Lautréamont: «Tan bello como el encuentro casual entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disecciones», frase que revela dos características de este movimiento: imágenes provocadoras y situaciones metarracionales. Sobre todo, Un perro andaluz es a todos los efectos como el manifiesto del surrealismo cinematográfico («practicábamos una especie de escritura automática, éramos surrealistas sin etiqueta»). Ese proceso de escritura del guión entre Salvador Dalí y Luis Buñuel se llevó a cabo mediante una regla que expresa la esencia surrealista: «No aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural. Abrir todas las puertas a lo irracional. No admitir más que las imágenes que nos impresionaran, sin tratar de averiguar por qué». La aportación de Dalí a la película fue esencial, a pesar de la polémica posterior, como prueban algunos motivos visuales de su pintura como las hormigas, la cita del Angelus de Millet (aunque éste también está glosado en obras posteriores de Buñuel como Viridiana y Belle de jour), los animales putrefactos o los desnudos femeninos; su pretensión era realizar un filme «que escandalizara y sacudiera los hábitos de pensamiento y de visión y el gusto de los intelectuales y de los snobs de la capital por el entretenimiento pequeñoburgués, un filme destinado a devolver a cada espectador al medio arcano de su infancia, a las fuentes del sueño, del destino y el secreto de la vida y de la muerte...»

Filme de imágenes y situaciones, más que de argumento o de interpretaciones, se estructura en diez secuencias en cinco segmentos temporales indicados por un intertítulo. El primero de éstos («Érase una vez») muestra a un hombre (Buñuel) en un balcón que afila una navaja de afeitar y secciona el ojo de una mujer (sec. 1). «Ocho años después» llega un ciclista vestido con un traje y disfrazado con una faldita y una esclavina, que lleva una caja de rayas, se cae en el suelo y una mujer que lo observa baja y lo besa (sec. 2); en su casa, la mujer recompone en la cama los complementos, ve unas hormigas que salen de la mano del ciclista y que se convierten en el bello de su axila y en un erizo de mar, mientras tanto, en la calle, un andrógino tantea con el bastón una mano que hay en el suelo y un policía se la entrega en la caja del ciclista, posteriormente un automóvil lo atropella (sec. 3); en la vivienda, el hombre (ciclista) se excita y acosa a la mujer, quien se defiende con una raqueta; el hombre toma dos cuerdas, en cada una de las cuales está enganchado un corcho, un piano con un burro muerto encima y un marista tumbado. La mujer huye y al cerrar una puerta atrapa la mano de la que salen hormigas (sec. 4). «Hacia las tres de la mañana» el ciclista recibe la visita de su alter ego que lo castiga de cara a la pared con libros en las manos (sec. 5). «Dieciséis años antes», en la misma habitación, los libros se convierten en pistolas con las que lo mata (sec. 6) y, en fundido, cae en un parque donde es recogido por unas personas (sec. 7). En la habitación, la mujer ve una mariposa cuyo tórax es semejante a una calavera y al ciclista, que se lleva la mano a la boca y desaparecen los labios, ella se pinta los suyos y al mirarlo de nuevo, ve que la boca del hombre ha sido sustituida por el bello de la axila de ella (sec. 8). En una playa la mujer camina con un hombre y se encuentra la caja, la bicicleta y los complementos del ciclista (sec. 9). «En primavera», esta pareja se encuentra semienterrada y aparentemente muerta en un desierto (sec. 10).

Temáticamente estamos ante una narración «irracional», que rompe con la verosimilitud narrativa al uso, donde aflora el instinto sexual y el sentido de la muerte: como en gran parte de la obra del cineasta aragonés, el resultado es la imposibilidad del amor auténtico, siempre negado por las convenciones burguesas. Se trata de poner en pie una moral que «exalta la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas» como dice el autor. El título nada tiene que ver con la película -por más que Federico García Lorca se ofendiese al sentirse insultado- y se refiere a un poema que tiempo atrás había compuesto Buñuel. Hay imágenes de Un perro andaluz que han quedado grabadas para siempre en la memoria de cuantos han contemplado esta película, particularmente la mano con hormigas y el ojo abierto por una navaja de afeitar. Hay quien habla de esta cinta como un filme dadaísta o incluso uno de los primeros filmes underground de la historia; y han sido muchas las interpretaciones. El propio Buñuel, presionado por el núcleo surrealista de André Breton escribió que «la película no era más que un llamamiento público al asesinato». Pero, posteriormente, comenta a sus interpretadores a propósito de la famosa secuencia: «Un capitán de Caballería de Zaragoza y un profesor de alemán y muchas otras personas coincidieron en las mismas significaciones. Las cuerdas: los impedimentos morales. Los dos corchos: la frivolidad de la vida. Las dos calabazas secas: los testículos. Los curas: la religión. El piano: lirismo del amor. Y los burros: la muerte. En lugar de tratar de explicar las imágenes deberían aceptarse tal como son. ¿Me conmueven, me repugnan, me atraen? Con eso debería bastar». El caso es que el escándalo entonces sí era posible, como dan cuenta las 40 ó 50 denuncias presentadas en comisaría pidiendo su prohibición.





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