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Cuadros disolventes

La marcha verde (de García Sánchez-Azcona)


Bernardo Sánchez





En los días de aquella marcha radiada y televisada como un alunizaje chusquero, servidor, niño interno en una Laboral valenciana, muy alejado del hogar familiar y con muchas hormigas en la cabeza, pensaba que lo que avanzaba desde allá abajo era exactamente la Marabunta, y me aterrorizaba pensar el que antes que por mi destino levantino -en sí mismo un pequeño Sahara de hijos de obreros, unos cinco mil hijos, asentados sobre monte mediterráneo- pasara, dando un rodeo, por mi casa de Logroño y se comiera a los míos, como sucedía en la película de la Marabunta. Mi ciudad era también de huerta y ribera y las cabronas de las hormigas (rojas, por supuesto) se las arreglaban para cruzar el río sobre hojas navegables.

Desde mi litera del internado interpueblos (pues éramos crisol de las españas) oía por las noches rugir la marcha imparable, aljamiada, sofocante y verde. Yo pensaba en el verde de los tarros del Cucal, claro, porque en la televisión, además de ser todo en blanco y negro y azul, sólo se veía la nube de polvo levantada por la dichosa marcha; no se descendía al detalle, y de ahí el aspecto de plaga y de rumor insecto. Además, verde era igualmente la niebla a chorro con que Dios había fumigado el Egipto de Ramsés -incluida su corte de faraón- para exterminar a los primogénitos, como se veía en otra película protagonizada por el tipo que, mira tú por dónde, tuvo después que hacerle frente a la Marabunta. Y yo era un primogénito. Todo casaba. Venían a por mí. En paralelo, parecía que se moría Francisco Franco, que era aquel anciano que nos daba su charla en nochebuena, en el comedor de casa, y que, por lo que se decía, también estaba ya bastante verde, que su enfermedad avanzaba como una marcha verde, vamos, o como una mancha verde. Veíamos retransmitirse -en diferido, como todo por entonces (¡qué palabra!: lo «diferido»)- la denominada marcha verde y no se entendía nada: si es que la Marabunta alcanzaba a Franco, si es que Franco había vuelto a andar, si es que venía una guerra, si es que era un baile nuevo... o qué. No se veía nada y los niños internos sólo escuchábamos de noche el zapeo de las hormigas trepando por las patas de las literas y nos imaginábamos a Franco verde, apurando sus últimos telediarios. La noche en que el anciano de la charla murió también nos quitó el sueño, porque dieron la voz por el pasillo del dormitorio y nos despertaron, pero así por lo menos me enteré; porque, por ejemplo, yo no me he enterado hasta hace muy poco de que la marcha verde se había acabado hacía bastante tiempo. Yo he vivido los últimos treinta años de mi vida, desde que se emprendió aquello, completamente engañado, dando por supuesto el lento avance de la marcha, aunque ya veía yo que estaban tardando en llegar y que no se les daba cuartelillo en los medios ni en los tercios. Lo de los tercios lo sé de primera mano porque yo la mili la empecé en Melilla y allí tampoco se oía ni se veía nada, y eso que, como cabo furrier, tenía información privilegiada y buena vista desde la oficina, suficientemente buena como para haber visto movimientos, de haberse producido. Yo daba por supuesto que la marcha seguía y seguía; lo que pasó es que al regresar de Valencia para disfrutar en casa las Navidades del 75 -ya, sin charla- y comprobar que mi pueblo estaba indemne, me despreocupé de la Marabunta.

Ahora, por fin, me he enterado de la marcha verde por esta película que explica el meollo; porque lo cojonudo no es que la gente haga películas -que las hacen bien, no digo que no: ésta misma, sin ir más lejos- sino que expliquen las cosas, hombre, que hagan un servicio a la patria. Y en eso esta película es grande (y sobre todo libre, muy libre, de las más libres que he visto yo últimamente) y es de agradecer su esfuerzo didáctico para las nuevas generaciones. Véase, si no: se desciende desde el plano General (el Generalísimo ya cayó en desuso) al resto de planos en el escalafón y se pasa revista a los hechos (que fueron legión), una revista al completo; se analiza el mucho polvo que se levantó (como pudo); se asiste a las prácticas de gatillazo; se prueba el chocolate de campamento; se ve a los viejos verdes por la marcha; se describe la vida cotidiana en medio del Aiún(no) y abstinencia; se respira la fosfatina en juego y, en resumidas cuenta, se da cuartelillo al asunto: un cuartelillo modesto, de telón único, lo justo para una zarzuela colonial en tres actos reglamentarios y poco más, sin lujos, con un poco de tierrilla entre las costuras de los forillos y del vestuario, para escocer ahí, en los forrillos, para que pique, porque la cosa sigue picando. En éstas, que se emplea, de paso, a una banda de música militar con un repertorio sangre de nuestra sangre y la velada se (re)arma entre soldadesca izada, asonadas y el sonido sordo de una marcha invisible y verde. No contentos con eso, por si fuera poco, se desvela la «Operación Pan Duro», sobre la que nada me está autorizado decir aquí. Y qué decir de la tropa: una Compañía que es una selección natural de todas las Compañías que han sido desde Colegialas y Soldados hasta el día de autos, supervivientes natos, ¡Psicalypsis Now!, criaturas todo terreno, un espejismo del Callejón del gato, un himno nacional.

Y lo mejor: esta zarzuela de los maestros García Sánchez-Azcona no caduca, porque la marcha y su apoteosis final no tienen fecha, me parece a mí: siempre nos quedará el polvo del desierto, cuando sepamos dimitir de todo y liarnos la cabeza sólo con una manta. Pero todavía más fácil que eso será un referéndum por el Sahara. (Luego... vamos buenos por todos los lados).





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