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ArribaAbajoEl pícaro pajarillo

Había vez y vez un pajarito, que se fue a un sastre, y le mandó que le hiciese un vestidito de lana. El sastre le tomó la medida, y le dijo que a los tres días le tendría acabado. Fue en seguida a un sombrero, y le mandó hacer un sombrerito, y sucedió lo mismo que con el sastre; y por último, fue a un zapatero, y el zapatero le tomó medida, y le dijo, como los otros, que volviese por ellos al tercer día. Cuando llegó el plazo señalado se fue al sastre, que tenía el vestidito de lana acabado, y le dijo:

-Póngamelo usted sobre el piquito y le pagaré.

Así lo hizo el sastre; pero en lugar de pagarle, el picarillo se echó a volar, y lo propio sucedió con el sombrerero y con el zapatero.

Vistiose el pajarito con su ropa nueva y se fue al jardín del Rey; se posó sobre un árbol que había delante del balcón del comedor, y se puso a cantar mientras el Rey comía:


   Más bonito estoy con mi vestidito de lana,
que no el Rey con su manto de grana.
Más bonito estoy con mi vestidito de lana,
que no el Rey con su manto de grana.

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Y tanto cantó y recantó lo mismo, que su Real Majestad se enfadó, y mandó que le cogiesen y se le trajesen frito. Así sucedió. Después de desplumado y frito, se quedó tan chico, que el Rey se lo tragó enterito.

Cuando se vio el pajarito en el estómago del Rey, que parecía una cueva más oscura que media noche, empezó sin parar a dar sendos picotazos a derecha e izquierda.

El Rey se puso a quejarse, y a decir que le había sentado mal la comida, y que le dolía el estómago.

Vinieron los médicos, y le dieron a su Real Majestad un menjunge de la botica para que vomitase; y conforme empezó a vomitar, lo primero que salió fue el pajarito, que se voló más súbito que una exhalación. Fue y se zambulló en la fuente, y enseguida se fue a una carpintería, y se untó toldo el cuerpo de cola; fuese después a todos los pájaros, y les contó lo que le había pasado, y les pidió a cada uno una plumita, y se la iban dando; y como estaba untado de cola, se le iban pegando. Como cada pluma era de su color, se quedó el pajarito más bonito que antes, con tantos colores como un ramillete. Entonces se puso a dar volteos por el árbol que estaba delante del balcón del Rey, cantando que se las pelaba:


    ¿A quién pasó lo que a mí?
En el Rey me entré, del Rey me salí.

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El Rey dijo:

-¡Que cojan a ese pícaro pajarito!

Pero él, que estaba sobre aviso, echó a volar que bebía los vientos, y no paró hasta posarse sobre las narices de la Luna.



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ArribaAbajoEl Carlanco5

Era vez y vez una cabra, muy mujer de bien, que tenía tres chivitas que había criado muy bien, y metiditas en su casa.

En una ocasión en que iban por los montes vio a una avispa que se estaba ahogando en un arroyo; le alargó una rama, y la avispa se subió en ella y se salvó:

-¡Dios te lo pague, que has hecho una buena obra de caridad! -le dijo la avispa a la cabra-. Si alguna vez me necesitas, ve a aquel paredón derrumbado, que allí está mi convento. Tiene este muchas celditas que no están enjalbegadas, porque la comunidad es muy pobre, y no tiene para comprar la cal. Pregunta por la madre abadesa, que esa soy yo, y al punto saldré y te servir de muy buen agrado en lo que me ocupes.

Dicho lo cual echó a volar cantando maitines.

Pocos días después les dijo una mañana temprano la cabra a sus chivitas:

-Voy al monte por una carguita de leña. Vosotras   —70→   encerraos, atrancad bien la puerta, y cuidado con no abrir a nadie, porque anda por aquí el Carlanco. Sólo abriréis cuando yo os diga:


    ¡Abrid, hijitas, abrid!
Que soy la madre que os parí.

Las chivitas, que eran muy bien mandadas, lo hicieron todo como se lo había encargado su madre.

Y cate usted ahí que llaman a la puerta, y que oyen una voz como la de un becerro, que dice:


    ¡Abrid, que soy el Carlanco!
Que montes y peñas arranco.

Las cabritas, que tenían su puerta muy bien atrancada, le respondieron desde dentro:

¡Ábrela, guapo!

Y como no pudo, se fue hecho un veneno, y prometiéndoles que se la habían de pagar.

A la mañana siguiente fue y se escondió, y oyó lo que la madre les dijo a las chivitas, que fue lo propio del día antes. A la tarde se vino muy dequedito, y remedando la voz de la cabra, se puso a decir:


    ¡Abrid, hijitas, abrid!
Que soy la madre que os parí.

Las chivitas, que creyeron que era su madre, fueron y abrieron la puerta, y vieron que era el mismísimo Carlanco en propia persona.

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Echáronse a correr, y se subieron por una escalera al sobrado, y la tiraron tras sí; de manera que el Carlanco no pudo subir. Este, enrabiado, cerró la puerta, y se puso a dar vueltas por la estancia, pegando unos bufidos y dando unos resoplidos que a las pobres cabritas se les helaba la sangre en las venas.

Llegó en esto su madre, que les dijo:


    ¡Abrid, hijitas, abrid!
Que soy la madre que os parí.

Ellas, desde su sobrado, le gritaron que no podían, porque estaba allí el Carlanco.

Entonces la cabrita soltó su carguita de leña, y como las cabras son tan ligeras, se puso mas pronto que la luz en el convento de las avispas, y llamó:

-¿Quién es? -pregunto la tornera.

-Madre, soy una cabrita, para servir a usted.

-¿Una cabrita aquí, en este convento de avispas descalzas y recoletas? ¡Vaya, ni por pienso! Pasa tu camino y Dios te ayude -dijo la tornera.

-Llame usted a la madre abadesa, que traigo prisa -dijo la cabrita-; si no voy por el abejaruco, que le vi al venir por acá.

La tornera se asustó con la amenaza, y avisó a la madre abadesa, que vino, y la cabrita le contó lo que pasaba.

-Voy a socorrerte, cabrita de buen corazón -le dijo-. Vamos a tu casa.

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Cuando llegaron, se coló la avispa por el agujero de la llave, y se puso a picar al Carlanco, ya en los ojos, ya en las narices, de manera que lo desatentó y echó a correr que echaba incendios; y yo


    Pasé por la cabreriza,
y allí me dieron dos quesos:
uno para mí, y el otro
para el que escuchare aquesto.



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ArribaAbajoOtra versión del Carlanco

Había tres ovejitas que se reunieron para labrarse una casita; hiciéronlo así con muchas ramitas y yerbecitas, y después de concluida, la mayor se metió en ella, atrancó la puerta y dejó a las otras fuera; las otras no tuvieron más remedio que labrarse otra, y concluida que fue, la mayor de las dos se metió dentro, cerró la puerta y dejó a la más chica fuera, sola y abandonada. Echose esta a llorar, cuando acertó a pasar un albañil, y le preguntó que qué tenía, y la ovejita se lo contó. Entonces el albañil le labró una casa muy buena, con sus paredes de cantos y su techo de teja; además, revistió la puerta y toda la casa de púas de hierro, por si venía el Carlanco que se clavase en ellas.

Vino el Carlanco, y llegando a la casita de la oveja mayor, dijo:


    Abre la puerta al Carlanco,
       Si no te mato.
La ovejita contestó:
       -Ábrela, guapo.

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Entonces echó la puerta, que era de ramas, abajo, y se la comió, y lo mismo sucedió con la segunda; pero cuando llegó a la casa de la tercera dijo:


    Abre la puerta al Carlanco,
       Si no te mato.
La ovejita contestó:
       -Ábrela, guapo.

Entonces se echó con tanta furia contra la puerta, que se clavó todas las púas y se quedó muerto.



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ArribaAbajoBenibaire

Había una vez tres cabritas muy pobrecitas, y la mayor dijo:

-¿Qué haremos?

La segunda contestó:

-No lo sé.

Y la tercera dijo:

-Yo sí que lo sé. Vamos a casa de Benibaire, y hurtaremos tres cantaritos de aceite.

-Bien lo has pensado -contestaron las otras-. Vamos allá.

Después de andar una legua, sintieron una voz que decía:

-Be, be.

Vieron un gran carnero; se asustaron y echaron a huir.


    Huir, huir.
Que nos va a embestir.

Pero el carnero les gritó:

-No os asustéis. ¿Adónde vais?

Ellas le contestaron:

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-A casa de Benibaire a hurtar tres cantaritos de aceite.

-¿Queréis que vaya? -dijo el carnero.

Le respondieron:

-Ven.

Anduvieron otra legua, y oyeron una voz que dijo:

-Miau, miau.

Y vieron un gato negro muy grande; se asustaron y echaron a huir, diciendo:


    Huir, huir.
Que nos va a arañar.

Pero el gato les gritó:

-No os asustéis; no os arañaré. ¿Adónde vais?

-A casa de Benibaire a hurtar tres cantaritos de aceite.

-¿Queréis que vaya?

-Ven.

Anduvieron otra legua, y oyeron una voz que gritaba:

-Kikirikí...

Y vieron a un gallo muy fiero; se asustaron y echaron a correr, diciendo:


    Huir, huir.
Que nos picará.

Díjoles el gallo:

-No os asustéis; no os picaré. ¿Dónde vais?

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-En casa de Benibaire a hurtar tres cantaritos de aceite.

-¿Queréis que vaya?

-Ven.

Anduvieron otra legua, y se encontraron un montón de estiércol; se asustaron y echaron a huir, diciendo:


    Huir, huir.
Que nos ensuciará.

Dijo el estiércol:

-No tengáis miedo; no os ensuciaré. ¿Adónde vais?

-En casa de Benibaire a hurtar tres cantaros de aceite.

-¿Queréis que vaya?

-Ven.

Anduvieron otra legua, y se encontraron una aguja capotera; se asustaron, y dijeron:


    Huir, huir.
Que nos pinchará.

Dijo la aguja:

-No tengáis miedo, que no os pincharé. ¿Dónde vais?

-A casa de Benibaire a hurtar tres cantaritos de aceite.

-¿Queréis que vaya?

-Ven.

Anduvieron otra legua, y llegaron a casa de   —78→   Benibaire, y como era de noche, estaba la puerta cerrada.

-¿Cómo entraremos? -dijeron las cabritas.

A lo que contestó el gallo:

-Yo, gallo galloso, volaré, y volaré al tejado, y me entraré por la chimenea.

Y así lo hizo, y les abrió la puerta.

Entraron en la casa, y dijeron:

-¿Dónde nos esconderemos?

El gallo dijo:

-Yo ya tengo puesto; me iré al humero.

El gato se escondió en la ceniza; el estiércol en las pajuelas; la aguja se metió en la toalla, y el carnero se metió detrás de la puerta. Entonces se fueron las cabritas a las tinajas a sacar el aceite.

Estando sacándolo se les cayó el embudo, y se despertó Benibaire, que dijo:

-¡Ay, Señor! ¡Ladrones han entrado en mi casa!

Se levantó y fue al humero, y miró por el cañón de la chimenea a ver si era de día. Estando mirando le cayó en los ojos una porquería que el gallo le echó, y se quedó ciego; fue a tientas a buscar las pajuelas para encender, y como el estiércol estaba entre ellas, se ensució todas las manos.

-¡Ay, Señor! -dijo-. ¡Qué manos tengo tan sucias!

Y fue a buscar la toalla para limpiarse, y como   —79→   estaba clavada en ella la aguja capotera, se la clavó; fue a encender luz en el ojo del gato, y este se abalanzó y le arañó todo; fue huyendo para salir a la calle, y cuando llegó a la puerta salió el carnero y le dio una topada por detrás que le echó a rodar; se fue al molino huyendo, se cayó en el río y se ahogó, y las cabritas se quedaron hechas amas de la casa, y lo pasaron muy bien, y yo fui y vine y no me dieron nada, sino unos zapatitos de cobre, otros de cristal, otros de azúcar y otros de cordobán; estos me los puse, los de cristal se me rompieron, los de azúcar me los comí, y los de cobre son para ti.



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ArribaAbajoLa zorra y la vejeta

Habíase un a Zorra y una Vejeta, que eran muy amigas.

La Vejeta, que, como se sabe, es un pájaro muy honrado, y buscavida sin ser ladrón, le dijo a la Zorra:

-Comadre Zorra, ahí tengo una hacecilla de tierra, y si usted quisiera, la sembraríamos a parcería.

-Sí que me place -contestó la Zorra.

-Pues ya es preciso ararla, pues el tiempo se nos viene encima -dijo la Vejeta.

-Bien está -repuso la Zorra.

Poco después le volvió a decir la Vejeta:

-Es preciso sembrar.

-Corra usted con eso, que yo salgo a todo -contestó la Zorra.

Pasados unos meses le dijo la Vejeta a la Zorra:

-Comadre, la yerba se está comiendo al trigo. Es preciso escardar el pegujal.

-Bien está -contestó la Zorra-. Corra usted con eso, que yo salgo a todo.

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Pasado otro poco de tiempo, la volvió a decir la Vejeta a la Zorra:

-Comadre, el trigo está en sazón, y es preciso segarlo.

-En buena hora sea -contestó la Zorra-. Corra usted con eso, que yo salgo a todo.

La Vejeta, por bonachona que fuese, empezó a entrar en desconfianza, y le contó a un galgo, amigo suyo, lo que le pasaba.

El galgo, que era listo, estuvo al punto al cabo de que la Zorra le iba a jugar una de sus pasadas a la bonachona de la Vejeta, y le dijo:

-Siegue usted el trigo, métalo en la era y escóndame usted a mí en una gavilla, sin dejar más descubierto que un ojo, para que pueda ver lo que pase.

La Vejeta hizo todo como se lo había encargado el galgo, y a poco llegó la Zorra, que al ver la era y el hermoso trigo ya trillado se puso muy contenta, dando, vueltas y cantando:


       Lío, lío,
La paja y el trigo son míos.
       Lío, lío,
La paja y el trigo son míos.

Habiéndose en esto acercado a la gavilla en que estaba escondido el galgo, al ver entre la paja el ojo que tenía descubierto, dijo:

-¡Ay, qué uva!

-Pero no está madura -respondió el galgo, saltando afuera de su escondite, y mató a la Zorra.



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ArribaAbajoEl gallo y el pato

Reinaba un gallo en un corral. Hízose amigo suyo un pato, que tenía buena pluma, había navegado y patullado en la fuente del saber; su andar no era garboso, pero firme; su voz no era melodiosa, pero grave y sostenida. Este le aconsejó a su amigo el gallo que se cortase la cresta, que era chocante, y los espolones, que eran inútiles. El gallo condescendió, y se fue a dar un paseo con su amigo.

Este, que era muy confiado, dejó la puerta del corral abierta. Cuando volvieron fue el gallo a su hogar a encender, y vio en él dos luces.

-¡Qué luces tan raras son estas! -dijo el gallo.

Y acercándose vio que eran los ojos de un gato que se le abalanzó.

Pusiéronse a pelear.

El pato, que esto veía, no paraba de repetir:

-Paz, caballeros; paz, paz, caballeros; paz, paz, paz, paz.



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ArribaAbajoLa joroba

Había una vez un Rey que tenía una hija única que deseaba mucho casar para tener herederos de su reino; pero la niña, que había sido mimada, era voluntariosa, y no quería casarse; si su padre no lo hubiera querido, habría rabiado por casarse.

Un día que salió a misa se encontró a un pordiosero, tan viejo, jorobado, feo y porfiado, que le empachó y no le quiso dar limosna. El pobre para vengarse, le tiró un piojo; la Princesa, que nunca había visto tan asquerosa sabandija, se lo llevó a palacio, lo metió en una redoma y lo crió con sopitas de leche, con lo que se puso tan gordo que no cabía en la redoma. Entonces la Princesa lo mandó matar, curtir su piel, y con esta que le hiciesen una pandereta y ponerla el aro de hinojo.

Un día en que su padre la volvía a instar a que se casase, le respondió que se casaría con aquel que le acertase de qué era hecha su pandereta.

-Bien, sea -dijo el padre-; pero a fe de Rey y de cristiano viejo, que te has de casar con el que lo acertase, sea quien sea.

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Cundida que fue la voz de que la Princesa se casaría con el que acertase de qué era hecha su pandereta, vinieron de las cuatro partes del mundo Reyes, Príncipes, Duques, Marqueses, Condes y caballeros muy bien portados, y todos, por su escalafón, fueron viendo la pandereta, y ninguno acertó de qué estaba hecha. Lo más extraño era que cuando se tocaba, el sonido que daba semejaba todo al que usan los pobres para pedir una limosnita por Dios. Entonces dispuso el Rey que acudiese todo el que quisiese a ver si acertaba de qué era hecha aquella pandereta.

Era el caso que entre los Príncipes había venido uno muy hermoso, del que se había prendado la hija del Rey, y estando esta en el balcón, le vio pasar y le gritó:


    El pellejo es de piojo,
y el aro de hinojo.

Pero el Príncipe no oyó sus voces, y quien las oyó fue el horroroso jorobado, a quien ella había negado la limosna. Comprendió el viejo, que era muy ladino, lo que las palabras que había dicho la Princesa al hermoso Príncipe significaban, y entrándose en seguida en palacio, dijo que venía a acertar de lo que era hecha la pandereta de la hija del Rey; y apenas se la presentaron, cuando dijo:


    El pellejo es de piojo,
y el aro de hinojo.

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¡Amigo! Como que acertó, no hubo escape. Y la Princesa, que quiso que no, fue entregada por su padre al asqueroso mendigo, que había ganado el premio que ella había puesto al adivinador.

-Vete ahora mismo con tu marido -le dijo el Rey-, y no te vuelvas a acordar en tu vida que tienes padre.

Fuese avergonzada y llorosa la Princesa con su jorobado, y andando y más andando llegaron a un río, que tenían que vadear.

-Tómame a cuestas y pásame el río, que para eso eres mi mujer -le dijo el viejo.

La Princesa hizo lo que le mandaba su marido; pero cuando estuvo en medio de la corriente, empezó a sacudirse para que se cayese el pordiosero al río, y este se fue cayendo a pedazos; primero la cabeza, después los brazos y piernas; en fin, todo menos la joroba, que se le quedó a la Princesa pegada a la espalda como con cola.

Pasado que hubo el río, preguntó por su camino, y se encontró con que su joroba iba remedando su voz y repitiendo cuanto decía, como si en lugar de joroba hubiese llevado a la espalda una peña con un eco. Las gentes, unas se reían, y otras se enfadaban, pensando que hacía burla de ellas; de manera que no le quedó más remedio que fingirse muda; así, alargando la mano para pedir limosna, fue caminando hasta que llegó a una ciudad que acertó a ser la tierra de aquel Príncipe de quien ella se había prendado tanto.   —88→   Fuese a palacio para que la tomasen de moza, y la admitieron. Viola el Príncipe y la halló tan bonita, que decía:

-Si no fuese muda y jorobada, me casaba con la moza, porque tiene una cara peregrina.

Trataron de casar al Príncipe, y aquí de la pena y de los celos de la Princesa, que cada día se había prendado más del heredero de aquel reino.

Arreglados que fueron los contratos matrimoniales con otra Princesa más derecha que un huso y más parlera que una cotorra salió el Príncipe con una gran comitiva para traerla, y se hicieron en palacio grandes aprestos para la cena; a la muda la pusieron a freír unas tortas.

Estándolas friendo, le dijo a su joroba:

-¿Jorobita, quieres una tortita?

La joroba, que, como fue de un viejo, era muy golosa, contestó que sí.

-Pues ponte en mi hombrito -le dijo la Princesa.

Y le dio una torta.

En seguida le volvió a preguntar:

-¿Jorobita, quieres otra tortita?

La joroba respondió que sí.

Y ella le dijo:

-Pues ponte en mi faldita.

La joroba dio un saltito y se puso en las faldas de la Princesa, que ya estaba prevenida y con las tenazas en la mano, cogió la joroba y la echó en   —89→   el aceite hirviendo, en el que se hizo un chicharrón.

No bien se vio libre de su joroba, se fue a su cuarto, se aseó, peinó y engalanó, y se puso un vestido verde y oro.

Al llegar el Príncipe se quedó extático de ver a la muda sin su joroba, tan bien pergeñada y bien parecida.

La novia, que lo notó, dijo entonces:


    Miren la muda mudarra
lo verde qué bien la arma.

A lo que respondió muy engolletada la Princesa:


    Pues miren la gran deshonesta,
que aún no ha entrado, y ya se muestra.

Apenas vio el Príncipe que la muda hablaba y que de la joroba no quedaba ni señal, cuando se casó con ella, tuvieron muchos hijos, fueron muy felices, y yo fui y volví con un palmo de nariz.



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ArribaAbajoEl galleguito

Había en Cádiz un galleguito muy pobre, que quería ir al Puerto para ver a un hermano suyo que era allí mandadero; pero quería ir de balde.

Púsose en la puerta del muelle a ver si algún patrón que fuese al Puerto lo quería llevar. Pasó un patrón, que le dijo:

-Galleguiño, ¿te vienes al Puerto?

-En non tengu dineriñu; si me llevara de balde, patrón, iría.

-Yo, no -contestó este-; pero estate ahí, que detrás de mí viene el patrón Lechuga, que lleva la gente de balde.

A poco pasó el Lechuga, y el galleguito le dijo que si le quería llevar al Puerto de balde, y el patrón le dijo que no.

-Patrón Lechuja -dijo el galleguito-, ¿y si le canto a usted una copliña que le juste, me llevará?

-Sí; pero si no me gusta ninguna de las que cantes, me tienes que pagar el pasaje.

A lo que convino el galleguito, y se hicieron a la vela.

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Cuando llegaron a la barra, esto es, a la entrado del río, empezó el patrón a cobrar el pasaje a los que venían en el barco; y cuando llegó al galleguito, le dijo este:

-Patrón Lechuja, allá va una copliña.

Y empezó a cantar:


   Si foras a la miña terra
y preguntaren por mí,
eu dices que estoy en Cádiz
vendiendo ajua e anís.

-¿Ha justado, patrón? -preguntó en seguida.

-No -respondió el patrón.

-Pues, patrón, allá va otra:


    Patrón Lechuja, por Dios,
jústele alguna copliña,
purque a lus cuartus míos
hanle entradu la murriña.

-¿Ha justado, patrón?

-No.

-Pues allá va otra:


   Jaguellino, jaguellino,
nun seas más retraectreiro,
mete a mano en a bossa
e paja al patrón su dineiro.

-¿Ha justado, patrón?

-Esa, sí.

-Pues non paju -dijo alegre el galleguito.

Y se fue sin pagar.



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ArribaAbajoJuan Cigarrón

Había un hombre, que se llamaba Juan Cigarrón, que discurrió ganar dinero haciéndose pasar por zahorí. Hizo su papel a la perfección; se dio tal importancia, gastó tanta fantasía, que alucinó a todo el mundo; porque habéis de saber, niños míos, que los hombres tienen una desgraciada propensión a creer lo que no deben creer.

Así fue que Juan Cigarrón cobró por entonces una fama parecida a la que en nuestros días alcanzan otros engañabobos como él.

Sucedió que en el palacio del Rey, fue extraída una gran cantidad de plata labrada, y por más diligencias que se hicieron, no se pudo averiguar quiénes habían sido los perpetradores del robo.

Por último recurso, le aconsejaron al Rey que mandase venir al famoso zahorí, para el que nada había oculto; advirtiéndole que este portento no siempre contestaba, sino que sólo lo hacía cuando estaba de humor de hacerlo.

El Rey mandó venir a su presencia al zahorí, que, como pueden ustedes figurarse, se quedó muerto, y más muerto, cuando el Rey le dijo que   —94→   le iba a encerrar en un calabozo, y que si a los tres días no le había descubierto los autores del robo, lo mandaba ahorcar por embrollón y embustero.

-¡Ya puedo prepararme a bien morir! pensó Juan Cigarrón cuando se halló en el calabozo. ¡Nunca me hubiese metido a zahorí, que me cuesta la torta un pan! Tres días de vida me quedan; ni uno más, ni uno menos. ¡Bien empleado te está Juan Cigarrón!

Era el caso que la plata había sido robada por tres pajes del Rey, y que estos estaban encargados de llevarle al preso la comida. Cuando el primero de ellos se la llevó, exclamó Juan Cigarrón, aludiendo a los tres días de término que le había señalado el Rey:


    ¡Ay señor San Bruno,
que de los tres ya vino uno!

Como el paje tenía mala conciencia y había oído decir que para aquel zahorí no había nada oculto, se sobrecogió, y dijo a sus compañeros:

-¡Perdidos estamos! El zahorí sabe que somos nosotros los ladrones.

Los otros no le quisieron creer; pero al segundo día, cuando otro de los pajes entró en el calabozo a llevarle la comida, y oyó a Juan Cigarrón exclamar con dolor:


    ¡Ay San Juan de Dios,
que de los tres he visto dos!

salió más alarmado que el primero.

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-Razón tenías -le dijo a su compañero-; nos conoce y somos perdidos.

Así fue que cuando al día siguiente fue el tercero con la comida, y oyó a Juan Cigarrón que decía con desconsuelo:


    ¡Ay San Andrés,
que ya los he visto a los tres!

se echó a sus pies, le confesó el delito, le ofreció devolver toda la plata robada y darle una gran regalía si no los delataba.

Pasados los tres días, el Rey mandó que trajesen al zahorí a su presencia, el que se presentó tan orondo y tan erguido.

-¿Conque -preguntó el Rey-, me traes las noticias que te he pedido?

-Señor -respondió Juan Cigarrón con mucha prosopopeya-, soy muy noble y muy filántropo para que pueda delatar a nadie; pero confío en que Vuestra Majestad se contentará con que por mi arte y poder se le devuelva la plata robada.

-Sí, sí -respondió el Rey-; con que parezca y vuelva a mi poder, me contento. ¿Dónde está?

Juan Cigarrón se irguió, y respondió haciendo un gesto majestuoso:

-Que vayan al calabozo en que he estado encerrado, y allí se encontrará.

Así se hizo, y se encontró la plata, que allí habían llevado los pajes.

El Rey se quedó absorto y admirado, y se prendó   —96→   de tal suerte de Juan Cigarrón, que le nombró zahorí mayor, adivino de cámara y acertador particular.

Pero todo esto no le hacía gracia al agraciado, que estaba temblando que se presentase otra ocasión en que recurriese Su Majestad a su ciencia, de la que temía no salir tan airoso como de la pasada.

Y no fueron vanos sus terrores, porque un día que paseaba el Rey por sus jardines, deseoso Su Majestad de tener otra prueba más del saber de su zahorí mayor, le presentó de repente su mano cerrada, preguntándole que era lo que en ella tenía.

Al oír esta apremiante pregunta, el pobre hombre perdió la cabeza y exclamó:


    ¡De esta hecha,
Juan Cigarrón cayó en la percha!

El Rey abrió la boca, de la que se escapó un grito de admiración, y la mano, de la que se escapó un cigarrón, que era lo que en ella tenía. El Rey, en su entusiasmo, le dijo al feliz adivino que pidiera lo que quisiese, y fuese lo que fuese, le daba su palabra real de que se lo concedería; a lo que contestó en seguida:

-Pido, Señor, que


    No me volváis a preguntar en la vida,
no sea que la tercera sea la vencida.



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ArribaAbajoEl zurrón que cantaba

Érase una madre que no tenía más que una niña, a la que quería muchísimo, porque la niña era muy buena; por lo que le había regalado una gargantilla de coral.

Un día le dijo que fuera por un cantarito de agua a la fuente, que estaba fuera del lugar. Fue la niña, y cuando llegó a la fuente, se quitó su gargantilla de coral para que no se le cayese en el pilón a tiempo de llenar el cántaro.

Junto a la fuente estaba sentado un pordiosero viejo, muy feo, que llevaba un zurrón, y que miraba a la niña con unos ojos... que le dieron miedo; y apenas llenó el cántaro, cuando echó a correr y dejó olvidada la gargantilla.

Al entrar en su casa, la echó de menos, y se volvió apresurada a la fuente para buscarla; y cuando llegó, estaba todavía allí el viejo, que cogió a la niña y la zampó en el zurrón. En seguida, se fue a pedir limosna a una casa, diciendo que traía una maravilla, y era un zurrón que cantaba.   —98→   Ya se ve; las gentes quisieron oírlo, y el viejo dijo con una voz de trueno:


    Zurrón, canta;
si no te doy con esta lanza.

La pobre niña, muerta de miedo, no tuvo más remedio que ponerse a cantar, lo que hizo llorando, de esta manera:


    Por agua fui a la fuente
que está fuera del lugar,
y perdí mi gargantilla,
gargantilla de coral.
¡Ay la madre de mi alma,
qué enfadada se pondrá!
    Volvime luego a la fuente
por si podía encontrar
mi perdida gargantilla,
gargantilla de coral.
¡Ay la madre de mi alma,
qué apurada que estará!
    No encontré mi gargantilla,
gargantilla de coral,
no encontré mi gargantilla,
y perdí mi libertad.
¡Ay la madre de mi alma,
qué afligida que estará!

Cantaba tan bien la niña, que a las gentes les gustaba mucho oírla, por lo que en todas partes le daban al viejo mucho dinero porque cantase el zurrón.

Viendo así de casa en casa, llegó a la de la madre   —99→   de la niña, y conforme esta oyó el canto, conoció la voz de su hija, y le dijo al pobre:

-Tío, el tiempo está muy malo: el viento arrecia y el agua engorda; quédese usted aquí esta noche recogido, y le daré de cenar.

El pobre vino en ello, y la madre de la niña le dio tantísimo de comer y de beber, que se infló, de manera que, después de cenar, se quedó más dormido que un difunto.

Entonces sacó la madre del zurrón a su niña, que estaba el alma mía heladita y desfallecida; le dio muchos besos, bizcochos en vino, y la acostó y arropó en la cama, y en el zurrón metió a un perro y a un gato.

A la mañana siguiente dio el viejo las gracias, y se fue tan descuidado. En la primera casa que llegó dijo, como había dicho el día antes, al zurrón:


    ¡Zurrón, canta;
si no te doy con esta lanza!

Al punto dijo el perro:


Pícaro, viejo, uau, uau.

Y el gato:


Perverso, viejo, miau, miau.

Enojado el pobre, creyendo que así cantaba la niña, abrió el zurrón para castigarla; entonces   —100→   salieron rabiando el perro y el gato, y el gato se le abalanzó a la cara y le sacó los ojos, y el perro le arrancó de un mordisco las narices, y... aunque testigo no he sido, así me lo han referido.



  —101→  

ArribaAbajoPico, pico, a ver si me pongo rico

Había una vez un molinero que tenía mucho afán por ser rico; así era que cuando se ponía a picar la piedra de su molino, repetía sin cesar al dar los golpes:


    Pico, pico,
a ver si me pongo rico.

Acertó a pasar por allí el Rey, y le preguntó Su Majestad qué era lo que estaba diciendo. A lo cual le contestó que con su afán de salir de pobre, decía:


    Pico, pico,
a ver si me pongo rico.

Al punto regresó el Rey a su palacio y mandó hacer una torta muy grande, que hizo rellenar toda de monedas de plata, y se la envió al molinero.

Cuando el molinero la vio, le dijo a su mujer:

-Mira... mandaremos esta torta a nuestro compadre   —102→   padre, que nos favorece mucho, y podrá favorecernos en adelante.

Y así lo hicieron.

Al cabo de unos días volvió el Rey a pasar por allí, y se encontró todo tan pobre y en el mismo estado en que lo halló la primera vez. El molinero estaba picando la piedra, y diciendo:


    Pico, pico,
a ver si me pongo rico.

-¿No recibiste -le preguntó el Rey- una torta que te mandé?

-Sí, señor -contestó el molinero-; pero, ha de saber Su Real Majestad que tengo un compadre que me favorece, y a fin de aumentarle la buena voluntad, se la mandé para que se la comiese a mi salud.

-Está visto -dijo el Rey- que el que nació para pobre, por más que pique no ha de salir de su estado. Sabrás, hombre, como que la torta que te mandé estaba rellena de monedas de plata.

El molinero se desesperó y se arrancaba los cabellos.

-No te aflijas -le dijo el Rey-, que te he de ver rico o poco he de poder.

Dicho lo cual se volvió a su palacio real y le mandó al molinero una torta rellena de monedas de oro.

Al cabo de algún tiempo volvió el Rey a pasar por el molino, y se alegró mucho al ver que estaba   —103→   todo allí muy compuesto y renovado; pero cuando se acercó a la hermosa casa, oyó que en ella lloraban amargamente. Indagó la causa, y supo que aquella noche había muerto el molinero, con la particularidad de tener asido en la mano un papel que nadie le podía arrancar. Entró el Rey en la estancia en que estaba el difunto; el pobre estaba tendido en su féretro, y con la rigidez de la muerte tenía asido aquel papel que nadie había podido arrancarle; pero el cual, al acercarse el Rey, soltó inmediatamente. El Rey lo recogió, y leyó estas palabras escritas en él:


    Yo pobre lo quise;
Tú rico lo quieres;
Resucítalo si puedes6.



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ArribaAbajoCuento de embustes

Había vez y vez una Princesa muy estrafalaria, que dijo a su padre, el cual deseaba que tomase estado, que no se casaría sino con aquel que supiese mentir más que ella, y ella lo hacía de manera que nadie podía sobrepujarla. Llegó esto a oídos de un pastorcillo que anidaba por el campo.

-Yo me presentaré -dijo para sus adentros-, que de seguro le gano en mentir la palma a la Princesa; que mentir me lo ha enseñado una culebra descendiente de la del Paraíso -y se fue a Palacio.

-¿Qué traes? -le preguntó al verle llegar la Princesa.

-Sepa V. A. R. -respondió el pastorcillo- que he viajado mucho y que le vengo a relatar mis viajes.

-Bien está -dijo la Princesa-; pero si dices una palabra de verdad, te mando echar a la calle con cajas destempladas.

-Mi primer viaje fue largo -dijo el pastorcillo-, porque estando sembrando una palma, creció tan de pronto y tan alta, que me levantó consigo   —106→   hasta el cielo. Llegué allí en tan buena ocasión, que me hallé en la boda de las once mil vírgenes; y porque a una de ellas eché un requiebro, me alargó San Pedro un puntapié, que me botó fuera. Atravesé en mi caída el mar, y me encontré con la luna, en la que me entré por un ojo, y me hallé que tenía los sesos de plata y los cabellos de oro; me descolgué por uno de ellos; la luna volvió la cara, y al verme se cortó el cabello de un bocado; este se desprendió, y caí en una calabaza, donde lo pasé muy bien, hasta que llevaron mi casa a la plaza, donde la compraron para un convento de monjas. Las monjas creyeron que era yo un gusano y me tiraron con la basura a la huerta del convento; habiendo caído un aguacero, me nací allí. Corteme las raíces con mi navaja y eché a andar por esos mundos. Llegué a un río, eché las redes, y pesqué un borrico; me monté en él y seguí caminando. A los dos días vi que tenía el animal una matadura; se le enseñé a un albéitar, que me mandó que le pusiera habas; se las puse y nació un habar que parecía un bosque; cogí una escopeta y me puse a cazar en él y maté a un jabalí; era hembra, y después de muerta parió una vieja, que bauticé, y le puse «Nací-tarde». La tía «Nací-tarde» se enamoró de mí, y por verme libre de ella me subí en una tortuga que corría más que el viento, y en un santiamén me llevó a los profundos centros de los mares. Allí me encontré un convento de sardinas, de que era priora una ballena,   —107→   que al verme abrió su bocaza y me tragó; pero con un chorro de agua, que echó por las narices me lanzó a la orilla. Allí me encontraron tendido unos marineros, y como la sal del mar se había cuajado, y estaba yo todo blanco y agarrotado, me vendieron a unos «santi-barati», que a su vez me vendieron a un sevillano, que me puso en el patio de su casa, rodeado de tiestos con matas. La primera noche llovió, y con eso se me derritió la sal y pude echar a correr. Supe que Su Alteza Real buscaba para premiarlo a uno que fuese más embustero que ella, y dije: Allá voy a probarle que yo lo soy.

-Pues ya dijiste una verdad, pues mientes más que yo -dijo la Princesa-, por lo cual no te puedes casar conmigo; pero como has mentido tan bien, mejor que otro alguno, es justo que te premie y te dé un buen destino. ¿Qué destino hay vacante? -preguntó S. A. R. al ministro.

-Señora -respondió el ministro-, no hay otro alguno que el de director de la «Gaceta», por haber muerto esta mañana el que lo era.

-Pues que sea inmediatamente dado dicho destino a este pastor, por los méritos que ha contraído -repuso la Princesa.

Y así sucedió, y el pastorcillo siguió mintiendo en al «Gaceta», por lo cual las gentes dieron en decir: «Mientes más que la 'Gaceta'»; dicho que se hizo refrán y dura hasta el día.



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ArribaAbajoEl duendecillo fraile

Había una vez tres hermanitas que se mantenían amasando de noche una faneguita de harina. Un día se levantaron de madrugada para hacer su faena, y se la hallaron hecha, y los panes prontos para meterlos en el horno, y así sucedió por muchos días. Queriendo averiguar quién era el que tal favor les hacía, se escondieron una noche, y vieron venir a un duende muy chiquito, vestido de fraile, con unos hábitos muy viejos y rotos. Agradecidas le hicieron unos nuevos, que colgaron en la cocina. Vino el duende y se los puso, y en seguida se fue diciendo:


    Frailecito con hábitos nuevos,
ni quiere amasar, ni ser panadero.

Esto prueba, niños míos, que como el duendecito hay muchos, que son complacientes y oficiosos hasta que logran un beneficio, y que una vez recibido, no se vuelven a acordar de quien se lo hizo.



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ArribaAbajoLa gallina duende

Una mujer vio entrar en su corral una hermosa gallina negra, la que a poco puso un huevo que parecía de pava, y más blanco que la cal. Estaba la mujer loca con su gallina, que todos los días ponía su hermosísimo huevo. Pero hubo de acabársele la overa, y la gallina dejó de poner, y su ama se incomodó tanto, que dejó de darla trigo, diciendo:

-Gallina que no pone, trigo no come.

A lo que la gallina, abriendo horrorosamente el pico, contestó:

-Poner huevo y no comer trigo, eso no es conmigo.

Y abriendo las alas, dio un volteo, se salió por la ventana y desapareció, por lo que la mujer se cercioró de que la tal gallina era un duende, que se fue sentido por la avaricia de la dueña.





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ArribaAbajoCuentos infantiles religiosos


ArribaAbajoEl pan

Había una vez tres hermanos mozos, que no hallando en qué acomodarse, determinaron irse por esos mundos a buscar acomodo.

Llegaron a un lugar en el que se separaba el camino en tres, y convinieron en seguir cada cual uno de ellos, quedando emplazados para volver a reunirse allí mismo a los tres años, para participarse mutuamente el cómo les había ido y lo que habían agenciado en ese tiempo.

Por aquel entonces, habéis de saber que andaba Nuestro Señor por el mundo, así como sus discípulos, y el mayor de los hermanos se encontró con San Pedro, que le preguntó si quería servirlo, a lo que estuvo él muy dispuesto.

-¿Y por qué me quieres servir -le preguntó el Santo-, por la gloria de hacerlo, o por dinero?

-Por el dinero -contestó el hermano mayor. Y quedaron conformes.

Lo propio en todo punto que sucedió al hermano   —114→   mayor con San Pedro, le pasó al segundo, que se encontró con San Juan, a cuyo servicio quedó por el dinero, como el mayor quedó al de San Pedro; pero no así al más chico, que se encontró con Nuestro Señor, y le dijo que no quería retribución, sino que lo haría por la gloria de servirlo.

Sirvieron los hermanos por tres años a sus amos; entonces se despidieron, por precisarles cumplir la palabra que se habían dado de encontrarse los tres el día señalado en el lugar donde se habían separado.

Cuando se reunieron, sacaron los dos hermanos mayores el mucho dinero que habían ganado durante el tiempo transcurrido, y preguntaron al menor qué era lo que él había ganado; este contestó que nada traía, porque sólo había servido a su amo por la gloria de servirlo.

Los hermanos se burlaron de él, y cada cual se fue por su lado. Los dos mayores se casaron con mujeres ricas, se pusieron a traficar con sus dineros y se hicieron unos señorones de los más encopetados, gastando mucho lujo y mucha fantasía. El chico, como que era pobre, se casó con otra pobre, tuvo un celemín de hijos, y llegó a tanto atraso, que se fue a vivir a una chocita al campo.

Al cabo de muchos años pasaron el Señor y sus discípulos por aquella tierra, y el Señor les propuso que fuesen cada cual a ver al criado   —115→   que le había servido. Llegó, pues, San Pedro en casa del hermano mayor, y le dijo a uno de los muchos criados que tenía:

-Anda y dile a tu señor que aquí está su amo, que si lo quiere hospedar.

Al oír aquel recado el señorón, se puso hecho un toro de fuego.

-¡Yo servir! -contestó-. ¡Yo un amo! Mis caudales son de herencia; yo nunca he servido; ese hombre está loco; dile que se vaya, y que si no, le echo los perros.

Y otro tanto, punto por punto, le sucedió a San Juan con el hermano segundo.

Entre tanto, el Señor se había llegado a la choza del hermano menor. Este había ido al monte por una carguita de leña, y su mujer, cuando llegó el Señor, le dijo que pasase adelante y se sentase mientras volvía su marido. Cuando lo vio venir, le salió al encuentro y le dijo que en la choza estaba su amo.

-¡Mi amo! ¡Mi amo! -gritó el pobre fuera de sí de alegría-. ¡Mi amo! -repetía llorando y besando las manos de Jesús-. Poco tengo, Señor; pero eso poco es de su merced. Mujer, dale al amo lo que hay en casa; ¡todo! ¡Y pronto, pronto!

La mujer le dijo que nada había sino pan.

-¡Qué pena! -dijo afligido el marido-. Pero si otra cosa no hay, tráelo.

El Señor se sentó en la mesa del pobre y comió   —116→   el pan que de tan buen corazón se le ofrecía y le bendijo; y por eso, niños míos, es el pan bendito sustento; por eso los cristianos nunca le niegan un pedazo de pan al pobre que en nombre de Dios lo pide; por eso no se tira, y cuando cae al suelo, se le besa en desagravio; por eso hay tanto pan en el mundo y alcanza para mantener a todos, y es de tanto alimento, que sólo con él vive el hombre sano y robusto; por eso gusta a todos, y es el solo bien terreno que nos prescribió el Señor pedirle; por eso cría el campo las mieses tan hermosas, y tan ricas las espigas; por eso cuando el tiempo que hace les es contrario, hace nuestra bendita madre la Iglesia santas rogativas, que es rara la vez que deja el Señor de atender; por eso, en fin, le nombra el hombre con reverencia y gratitud el pan de Dios.

Después que hubo comido, le dijo el Señor al pobre:

-No te recompenso tu buena acogida haciéndote rico, que las riquezas no dan la felicidad en la tierra, y dificultan mucho la del cielo; pero te prometo que no te faltará el pan que me has dado, pues cuando ganar no lo puedas, la caridad te lo dará. Sé agradecido a quien contigo la ejerza, que el agradecer es tan obligación como el dar.



  —117→  

ArribaAbajoSi Dios quiere7

Había una vez un gallego que se volvía a Galicia, después de haber juntado unos cuartos en Sevilla. Ya muy cerca de su pueblo se encontró a uno, que le preguntó dónde iba.

-A la miña terra -contestó el gallego.

-Si Dios quiere -repuso el primero.

-He de llegar, quiera Dios o no -contestó muy en sí el gallego, viendo ya de lejos su aldea, en cuyo territorio sólo le separaba un arroyo.

No bien lo hubo dicho, cuando al pasar el arroyo se cayó en él y se volvió rana.

Así vivió tres años, huyendo siempre el pobre de los pícaros muchachos, de las sanguijuelas y de las cigüeñas, sus encarnizados enemigos. Al cabo de los tres años acertó a pasar por allí otro   —118→   gallego, que se volvía a su casa, y preguntándole un caminante dónde iba, le contestó:

-A la miña terra.

-Si Dios quiere -gritó una rana, que sacó su cabeza del agua.

Y cuando lo hubo dicho, la rana, que era el gallego primero, se halló de repente otra vez hombre.

Siguió su camino más alegre que unas Pascuas, y habiéndose encontrado a otro viajero, que le preguntó dónde iba, le contestó:

-A la tierra, si Dios quiere; a ver a mi mujer, si Dios quiere; a ver a mis hijos, si Dios quiere; a ver a mi vaquita, si Dios quiere; a sembrar mi campito, si Dios quiere, para que me dé una buena cosecha, si Dios quiere.

Y como a todo había añadido religiosamente el «si Dios quiere», quiso el Señor que se viesen sus deseos cumplidos. Encontró buena a su mujer y a sus hijos; a la vaquita, parida; sembró su campo, y cogió una buena cosecha, porque... Dios quiso.



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ArribaAbajoUna promesa

Había una vez una mujer que no tenía hijos, y tantos deseos de tenerlos, que no consiguiendo sus oraciones a Dios el obtenerlo, se ofreció al diablo darle a los catorce años el niño que pariese, si por su medio lograba tenerlo.

A los nueve meses parió un niño, y vivió contentísima al principio de tenerlo; pero mientras más crecía el niño y se acercaba su edad a los catorce años, más se inquietaba y entristecía la madre. Viéndola un día llorar, le preguntó su hijo qué era lo que tenía, y ella se lo dijo:

-¡Cómo ha de ser, madre! -dijo el niño cuando hubo oído la relación de su madre-. Ya no tiene remedio, y si no le cumple lo prometido, vendrá por usted el diablo; así, yo me voy al infierno.

Echó a andar, pero no sabía el camino. Encontró a unos arrieros, a los que preguntó si sabían el camino del infierno.

-¡Jesús! -contestaron ellos-. No lo permita Dios. Pero por esa vereda abajo hay una cueva, en la que hemos visto a un monstruo. Ese puede que lo sepa.

  —120→  

Encaminose el mozo hacia la cueva, y vio al monstruo, que era un hombre muy deforme y espantoso, y cuando supo el intento del muchacho le dio lástima, y con las señas del camino que debía seguir le dio una carta para la hija del Diablo mayor.

-No la querrá tomar -le dijo-; pero dile que es de su compadre, y si se niega a tomarla, a ninguno más le guío para su morada.

Cuando llegó al infierno dio la carta y el recado a la hija del Diablo mayor, la que rabió mucho con la carta y con su compadre, pero que no tuvo más remedio sino hacer lo que su compadre la pedía en aquel papel.

-Tú eres inocente -le dijo al muchacho-, y para apoderarse de ti tiene mi padre que hacerte pecar. Ahora te llevará a un jardín de flores hermosas en apariencia, pero que son flores del infierno, flores envenenadas; y así, ninguna cojas, ni huelas ninguna, sino dile que no te gustan.

Y así sucedió. Cuando el Diablo mayor llevó al muchacho a un jardín hermosísimo en que había las flores más bellas, por más que le instó a que las cogiese, o las oliese siquiera, no hubo forma. Al Diablo grande se lo llevó Barrabás, y pensó: No tengas cuidado, que mañana no te escaparás.

Al día siguiente, como la hija del Diablo sabía los pensamientos de su padre, le dijo al muchacho:

-Hoy te dirá mi padre que pases por una cueva,   —121→   de la que saldrá un oso espantoso para destrozarte. Cuando lo veas venir dirás por tres veces «María, María, María», y no se atreverá a tocarte, sino que se echará a huir.

Y así sucedió. El Diablo mayor estaba que bramaba, y dijo para sí: Mañana no te escaparás, porque he de ir en persona a matarte.

La hija del Diablo mayor le dijo al muchacho:

-Mañana vendrá mi padre en persona a matarte. Escóndete detrás de la puerta de tu calabozo, y cuando venga le das con estos dos palos, que pondrás en cruz, y caerá al suelo, la cara en tierra, como muerto. Entonces huye volando, y no pares de correr hasta llegar a una iglesia.

Así lo hizo el muchacho, y quedó libre de las garras del Demonio, como quedará todo el que resista a las tentaciones, invoque el nombre de María y se ampare de la Cruz.



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ArribaAbajoLa tentación

Había un Obispo que era muy amante y devoto de San Andrés, y más que a otra virtud alguna, afecto a la castidad.

El Demonio, a quien Dios le quitó el poder pero no el saber, por tal de perder aquella alma justa y pura, tomó el cuerpo de una hermosa princesa mora, que se fue hecha un mar de lágrimas a buscar al piadoso Obispo, y le contó como quería ser cristiana y tomar hábito en un convento, y que sus padres no querían, teniéndola avasallada, y queriéndola casar con otro moro fiero.

El buen Obispo se compadeció mucho de ella, la hospedó en su palacio, llamó a otros sacerdotes sabios, para que, instruida cuanto antes en la doctrina cristiana, entrase, cual deseaba, en un convento. Cuando le tocaba al Obispo la plática, aquella mujer se ponía cada vez más hermosa, y resplandecía como un sol, tratando de mudar el tema, y de hablar de cosas mundanas y de amores, con tal maña y liviandad, que el pobre Obispo sentía su corazón rebelde y su virtud flaquear.

Un día que ya lo traía confundido con la mucha palabrería que le gastaba, le dijo:

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-Ya que sabéis tanto, ¿a que no me podréis contestar a tres preguntas que os voy a hacer? Y si no halla S. E. la solución, tendrá que confesar que yo sé más que S. E.

Entró en eso un criado, y dijo a S. E. que a la puerta estaba un pobrecito viejo que pedía limosna.

-Que se vaya -dijo la mora.

-No -repuso el Obispo-. Dile que suba, que le socorreré.

Entró el pobrecito, y se sentó a un lado.

-Vamos -dijo el Obispo a la mora-, haz las preguntas para que te las conteste.

-Dígame, pues -preguntó la mora-: ¿Cuál fue el primer milagro que hizo Dios?

El Obispo se quedó parado; pero el pobrecito, alzando gravemente la voz, contestó:

-Hacer el hombre a su semejanza.

Nada pudo oponer la mora; y así pasó a la segunda pregunta, que fue:

-¿Me podréis decir dónde está la tierra más alta que el cielo?

Si la primera pregunta dejó al Obispo parado, la segunda lo dejó confundido.

-En el trono celestial -dijo el viejecito-, pues allá está María en cuerpo y alma.

La mora, a su vez, se quedó confundida con aquella respuesta, y pasó a la tercera:

-Pues ya que tanto sabéis -dijo al viejecito-,   —125→   ¿me podréis decir cuántas leguas hay del cielo al infierno?

-Eso sólo vos podéis saberlo -contestó el viejecito-, pues sólo vos, Satanás, ángel rebelde, las habéis andado.

Al verse descubierto por aquel viejo, que era San Andrés, Satanás dio un rugido y desapareció.



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ArribaAbajoLos dos caminitos

Había una vez un hombre que tenía una mujer muy buena y dos hijitos, un niño y una niña. Murió su mujer, y se volvió a casar con otra que era muy mala, y aborrecía a sus pobrecitos entenados. Estos, que le tenían mucho miedo a su madrastra, siempre estaban juntos, recordando y llorando a su madre. Un día le dijo la madrastra a la niña que fuera a la tienda por un adarme de seda, y al niño que fuese por un cuarto de especia, y que le daría un confite al que volviese el primero. El primero que volvió fue el niño. La madrastra le cogió, le puso sobre la mesa, le mató y cortó en pedazos, que metió en una orza y guardó en la alacena.

Cuando volvió la niña había salido su madrastra, y se puso a buscar a su hermanito; pero por más que buscaba, no le encontraba, hasta que abrió la alacena y le vio cortado a pedazos. Entonces se puso a llorar amargamente, diciendo:

-¡Ay, hermanito de mi alma! ¡Que me le han matado y cortado a pedazos, para no enterrarlo en tierra en que descanse!

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Y cogiendo uno de los huesecitos, fue al corral y lo enterró.

Al punto vio nacer una azucena, y de ella vio salir a su hermanito, sólo que estaba mucho más hermoso que antes, y tenía resplandores.

-¡Ay, hermanito! -le dijo- ¿No te había matado la madrastra?

-Sí -dijo el niño-; pero he resucitado y vengo por ti.

-¿Y por qué?

-Para recompensarte de que me enterraste y me lloraste.

-¿Y dónde vamos? -preguntó la niña.

A lo que su hermanito respondió:

-Por un caminito muy clarito, muy clarito, muy clarito, a la gloria.

-Y la madrastra, ¿dónde irá? -volvió a preguntar la niña.

Y el niño contestó:

-Por un camino muy oscurito, muy oscurito, muy oscurito, al infierno.



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ArribaAbajoCuento de bruja

Había un padre y una madre que tenían una hija de quince años, y se la llevó una bruja; la llevó donde había otras, y la metieron en un baño de aromas, y la dijeron que la iban a llevar con ellas, y que vería cosas muy hermosas, y tendría mucho poder; pero para eso era preciso que dijese lo mismo que decían ellas:


    En vida, en vida,
sin Dios ni Santa María.

Pero la niña, que era buena cristiana, no quiso decirlo. Entonces empezaron a pegarla y pellizcarla para que dijese lo que ellas querían; pero la niña no cesaba de repetir:


    En vida, en vida,
con Dios y Santa María.

Y tanto lo repitió, que tuvieron que huir todas, y la niña se volvió en paz y gracia de Dios a su casa.

No tiene poder la tentación con quien persevera firme en el bien y en el deber.



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ArribaAbajoCómo le gusta al Niño Dios que le pidan

Había dos pobrecitas niñas que tenían un padre muy bueno, pero una madrastra muy mala. Como no las podía ver ante sus ojos, pasaban las pobres niñas su vida encerradas en su cuarto. Tenían en él un precioso Niño Jesús de bulto, del que eran muy devotas, y siempre le estaban rezando, trayendo flores y encendiendo lucecitas; tanto, que el Niño Jesús, cuando las veía afligidas por su encierro, bajaba de su peana y se ponía a jugar con ellas. Pero por más que se lo pedían, por más que hacían para que fuese con ellas a visitar a su padre, que estaba enfermo, el Niño Dios no les otorgaba las súplicas que por la mejoría de su buen padre le hacían.

Un día que hablaban con el Niño Jesús vieron entrar a la Virgen, y como no la conocían, se asombraron de verla tan hermosa y llena de resplandor. La Virgen le dijo al Niño:

-Hijo y Señor mío, te pido que vengas conmigo a la cabecera de un enfermo que nos llama.

  —132→  

Las niñas entonces se asieron a la túnica del Niño, diciendo:

-¿Vas, Señor, a asistir a un enfermo, y a nosotras, que tanto te queremos y hemos pedido que asistas a nuestro padre, no lo has querido hacer?

Entonces el Niño les contestó:

-Pedírselo a mi Madre, porque no me gozo en que mis gracias pasen por su bendita mano.



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ArribaAbajoLa Virgen costurera

Un lego de convento, de corazón muy sencillo y sano, tenía un entrañable amor a la Virgen, y vivía con el pesar de no tener en su celda ninguna imagen de la Señora a la que dirigir sus oraciones, dar culto y cuidar. Encontrose un día en un zaquizamí del convento una efigie de la Señora; pero tan deteriorada y estropeada por el tiempo y el polvo, que daba pena verla. Fuera de sí de gozo, se la llevó a su celda, la limpió muy bien, y conoció que si un buen pintor la restauraba, quedaría hermosa y como nueva. Entonces cayó de rodillas y le dijo:

-¡Madre mía! Bien sabéis cuánto deseo que esta vuestra santa imagen sea restaurada, y que en ella se os rinda culto; pero soy tan pobre, que si vos no me ayudáis, no podré hacerlo. Así, os suplico que trabajéis conmigo para que esto pueda hacerse.

En seguida se fue en casa de una señora muy caritativa, y le pidió que le diese costura para que una pobrecita, con lo que ganase cosiendo, pudiese vestirse decentemente. La señora se la dio.   —134→   Compró en seguida hilo, agujas, dedal y tijeras, lo llevó todo a su celda, lo presentó a la Señora, diciéndole:

-Señora, habéis sido muy buena costurera, y es preciso que me ayudéis con vuestras benditas manos, para reunir lo que necesito para restaurar vuestra efigie.

La Virgen se sonrió, y el lego se fue a sus quehaceres. Cuando volvió se encontró la costura hecha, tan bien cosida y tan olorosa, que la señora quedó muy satisfecha, y se la pagó muy bien.

La costura que corría por mano del pobre lego tomó tal fama, que pronto pudo restaurar a la santa efigie.

Al guardián y demás religiosos llamó la atención el cómo un pobre lego podía sufragar esos crecidos gastos, y un día se escondieron para ver lo que en la celda hacía. Entonces vieron que se hincó de rodillas ante la Señora, y le presentó unas ropas sin hacer, y que la Señora alargó sus benditas manos, y las tomó con un semblante dulce y complacido.

Entonces el guardián y los religiosos, asombrados, se postraron de rodillas, exclamando:

-Bienaventurados los sencillos y pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.



  —135→  

ArribaAbajoSan Lorenzo

San Lorenzo andaba convirtiendo herejes, y estos le prendieron, y su Rey, que era muy fiero, mandó que le quemasen sobre unas parrillas. Con este motivo encendieron los verdugos una hoguera, y cuando estaba ardiendo arrojaron al santo en ella. Ya que estaba quemado por un lado, dijo San Lorenzo que le volviesen del otro. El Rey hereje que lo oyó, dijo entonces:

-¡Vaya una arrogancia de español!

Y al decir esto, y por castigo de Dios, cayó en la hoguera y se quemó.

Mientras se quemaba decía:


    ¡Santo y más santo,
tú vigilia tendrás!
¡Yo seré condenado,
y tú te salvarás!



  —[136]→     —137→  

ArribaAbajoSan Pedro

Cuando el Señor y San Pedro andaban por el mundo, llegaron a una choza, en la que hallaron a un hombre, al que se había muerto su mujer, dejándole tres criaturitas chicas, que estaba muy afligido, tanto más cuanto que era anciano, y estaba con un mal sin cura.

Cuando salieron de allí le dijo San Pedro al Señor que cómo no se compadecía de aquella desdicha, y que si moría el padre, qué iba a ser de aquellos niños. El Señor le dijo entonces que levantase una piedra muy grande que había a la vera del camino. Hízolo así San Pedro, y vio que había debajo una gran cantidad de animales, culebras, salamanquesas, tiñosas, lagartijas, ranas, sapos, erizos, galápagos, alimañas, y el Señor le dijo:

-Quien mantiene a esos animales cuidará de esos niños. Su padre se les morirá, y serán recogidos por gentes piadosas. Uno será Obispo, otro Cardenal y otro Virrey.

  —138→  

Siguieron andando, y vieron venir unos ladrones; como San Pedro era tan medroso, se echó a correr hacia la choza, y se metió en la alcuza. Y cuando llegaron los ladrones dijeron los niños:


    San Pedro vino huyendo
de los ladrones;
se ha metido en la alcuza,
ya no le cogen.



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ArribaAbajoEl holgazán

Había una vez un hombre que le huía mucho al trabajo. Pasose el verano holgado, no hizo su agosto, y cuando llegó el invierno se encontró sin polainas y sin tener con qué mercarlas. En este apuro se fue a un compadre suyo y le preguntó qué le parecía que hiciese. El compadre le respondió que se las fuese a pedir al «Cristo del Gran Poder», que era un señor muy milagroso. Así lo hizo el holgazán; fuese a la Iglesia, y le dijo a la efigie del Salvador:


    ¡Oh, Señor del Gran Poder!
Que todo el mundo gobiernas;
dame, dame unas polainas
para cubrirme las piernas.

Pero la efigie respondió:


    Soy Señor del Gran Poder,
que todo el mundo gobierno;
compra polaina en verano,
y la tendrás en invierno.



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ArribaAbajoDesprecio de las advertencias

Había una vez un hombre que siempre que salía de oír predicar un sermón se ponía a murmurar de los predicadores, diciendo que no hacían más que angustiar el ánimo y entristecer a las gentes hablándoles de peligros, males y castigos, y que tal no era su cometido, sino el de hablar de virtudes y recompensas, y otras cosas por el estilo que dicen muchos, creyendo quizás que a un sermón se va como a una comedia, a divertirse.

Acaeció que tuvo este señor que hacer un viaje, llevando una suma considerable de dinero. Llegó con su criado a una posada, donde descansó.

Mientras le servían la cena en su cuarto, el criado, que se había quedado en la cocina, oyó que decían aquellas gentes que para llegar al punto dónde quería ir el viajero aquel había dos caminos: uno largo, malo y penoso de andar, pero seguro, y otro llano, corto y hermoso, pero que no era seguro, porque había en él ladrones y malhechores.

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El criado, como sabía que a su amo no le gustaban advertencias ni nada que le perturbase, no le dijo una palabra de lo que había oído, cuando vio que al día siguiente, sin más preguntar, cogió el camino ancho y llano.

No había andado mucho, cuando les salieron al encuentro unos malhechores, que, después de robarles, los maltrataron y dejaron desnudos, atados a unos árboles sobre un precipicio.

-¡Ay! -dijo el criado-. ¡Bien sabía yo los peligros y el desastroso fin que nos aguardaba por este camino!

-Pues si lo sabías -repuso su amo-, ¿cómo fue, malvado, que no me previniste y diste aviso de los peligros que iba a correr?

-Ha sido, señor -respondió el criado-, porque siempre os he oído decir que los que hablaban de peligros, males y castigos, no hacían más que angustiar los ánimos y entristecer a las gentes.



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