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ArribaAbajoEl veterano

Entre las curiosas amistades que me adquirí durante mis excursiones por la fortaleza fue una de ellas la de un valiente y acribillado veterano, coronel de inválidos, que vivía, a la manera de un gavilán, encerrado en una torre moruna. Su historia, que se complacía en referir, formaba un tejido de aventuras, desgracias y vicisitudes, que imprimían a la vida suya, como a la del mayor número de los españoles, ese sello especial, ese original carácter y singularidad que se encuentran en las famosas páginas del Gil Blas.

Estuvo en América a los doce años de edad, y contaba entre los sucesos más notables y felices de su vida el haber conocido al general Washington. Desde entonces vino tomando parte en todas las guerras de su patria; hablaba, por propio conocimiento, de todas las prisiones y calabozos de la Península; quedó cojo de una pierna y tan tullido de sus manos y tan mutilado y arcabuceado, que era una especie de monumento viviente de las turbulencias de España, pues contaba una cicatriz por cada batalla o escaramuza, del mismo modo que se hallaban señalados cada uno de los años de cautiverio en un árbol de Robinsón.

Pero, entre todas, la mayor desdicha de este anciano y valeroso hidalgo era, al parecer, el haber ejercitado el mando en la ciudad de Málaga en épocas de revolución y gran peligro, y el habérsele conferido el nombramiento de general por sus habitantes para que protegiera contra la invasión de los franceses; circunstancias que debían haberle servido de justos títulos para obtener la merecida recompensa del Gobierno; pero me temo que ha de pasar su vida escribiendo o imprimiendo peticiones y memoriales, con gran esfuerzo de su cerebro, dispendio de sus ahorros y cansancio estéril de sus amigos, pues no puede nadie visitarle sin tener por fuerza que escuchar algún pesado memorial de hora y media de lectura, por lo menos, y que llevarse en los bolsillos media docena de papelotes. Este género de individuos es bastante común en España; por todas partes se tropieza con personas respetables relegadas al olvido, devorando en un rincón la miseria, el amargo agravio y la patente injusticia recibida en pago de sus servicios. Y por cierto que cuando un español se ve precisado a sostener un pleito o formular alguna reclamación contra el Gobierno, puede decirse con seguridad que ya tiene tela cortada para mientras viva.

Visitaba yo con frecuencia a este noble veterano, cuya habitación se hallaba encima de la Puerta del Vino, cuartito que era, por cierto, muy abrigado y con hermosas vistas a la Vega. Tenía todo en él arreglado con el orden y la precisión propios de un soldado: veíanse colgadas en la pared tres carabinas y un par de pistolas, limpias y brillantes, y, junto a ellas, un sable y un bastón, uno a cada lado; y por encima de ellos, dos sombreros de tres picos, uno para gala y otro para diario. Constituía su biblioteca un pequeño armario con media docena de libros; siendo de su lectura favorita un viejo desencuadernado volumen de máximas filosofías que hojeaba y manoseaba todos los días, para aplicarlas a cada uno de los casos y trances particulares de su vida, siempre que tuvieran algún tinte de amargura o tratasen de las injusticias del mundo.

A pesar de todo esto, era el buen señor una persona amable y bondadosa; y, cuando olvidaba sus desdichas y sus filosofías era un divertido compañero. Me gustaba oír a este desheredado de la fortuna, sobre todo relatando sus aventuras de campaña. Ahora bien, en la serie de mis visitas a este respetable inválido me enteré de cosas muy curiosas relativas a otro viejo militar, comandante de la fortaleza, quien, al parecer, había tenido igual fortuna en la guerra que la suya. Todos esos relatos los he completado y ampliado con el resultado de mis indagaciones entre los viejos habitantes de la fortaleza, y en particular con las noticias que me suministró el padre de Mateo Jiménez, de cuyas tradicionales historias es su héroe favorito el personaje que voy a presentar a mis lectores.




ArribaAbajo Leyenda del Gobernador y el Escribano

En tiempos que pasaron fue gobernador de la Alhambra un anciano y valeroso caballero, el cual, por haber perdido un brazo en la guerra era comúnmente conocido con el nombre de El gobernador manco. Mostrábase por todo extremo orgulloso de ser un veterano; con sus largos bigotes que le llegaban a los ojos, sus botas de montar y una espada toledana tan larga como una pica, llevando siempre el pañuelo dentro de la cazoleta de su empuñadura.

Sucedía, pues, que era excesivamente celoso y rígidamente severo y escrupuloso en conservar todos sus fueros y privilegios. Bajo su gobierno se habían de cumplir al pie de la letra todas las inmunidades de la Alhambra como Sitio Real; no se le permitía a nadie entrar en la fortaleza con armas de fuego, ni aun con espada o bastón, a menos de ser personaje de cierta categoría; y se obligaba a los jinetes a desmontarse en la puerta y a llevar el caballo por la brida. Como la colina de la Alhambra se eleva en forma de protuberancia en medio del suelo de Granada, era por demás enojoso para el capitán general que mandaba en la provincia tener un imperium in imperio, un pequeño Estado independiente en el centro de sus dominios, situación que se hacía entonces más intolerable, así por la rigidez del viejo gobernador que llevaba a sangre y a fuego la más mínima cuestión de autoridad o de jurisdicción, como por la traza maleante y levantisca de la gente que poco a poco se iba subiendo a vivir en la fortaleza, tomándola como lugar de asilo, y desde donde ejercitaban el robo y el pillaje a expensas de los honrados habitantes de la ciudad.

En tal estado de cosas era consiguiente que vivieran en una perpetua enemistad y querella continua el capitán general y el gobernador, mucho más extremadas por parte de este último, por aquello de que la más humilde y pequeña de dos potestades vecinas es siempre la más celosa de su dignidad. El majestuoso palacio del capitán general hallábase situado en la plaza Nueva, al pie de la colina de la Alhambra; en él pululaba a todas horas una gran multitud de gente: los destacamentos que hacían la guardia, la servidumbre y los funcionarios de la ciudad. Un baluarte saliente de la fortaleza de la Alhambra dominaba el palacio y la antedicha plaza pública, frente por frente de ella; y allí era donde el manco gobernador acostumbraba pasearse con su espada toledana colgada al cinto y mirando abajo a su rival, como el halcón que espía a su presa desde la alta copa del árbol secular.

Cuando bajaba nuestro gobernador a la ciudad bajaba siempre de gran parada a caballo, rodeado de sus guardias, o en su coche de ceremonia, antiguo y pesado armatoste español de madera tallada y cuero dorado, tirado por ocho mulas y escoltado por caballerizos y lacayos; entonces el buen viejo se lisonjeaba de la impresión de temor y admiración que causaba en los espectadores por su calidad de vicerregente del rey, aunque los zumbones de Granada, y en particular los que frecuentaban el palacio del capitán general, se burlaban de su ridículo boato en miniatura y llamaban al pobre gobernador «El rey de los mendigos», aludiendo a la traza harapienta y mísera de sus vasallos.

Motivo perenne de discordia entre ambas autoridades era el derecho que creía tener el gobernador a que le dejasen pasar libres de portazgo las provisiones para su guarnición; como que poco a poco dio lugar este privilegio a que se ejercitase un contrabando escandaloso y a que una partida de contrabandistas asentara sus reales en las viviendas de la fortaleza y en las numerosas cuevas de sus alrededores, haciendo negocios en alta escala, en confabulación y connivencia con los soldados de la guarnición.

Despertose al fin la vigilancia del capitán general, el cual consultó con su factótum, que era un astuto y enredador escribano que gozaba en aprovechar cuantas ocasiones se le ofrecían para molestar al viejo gobernador de la Alhambra y envolverlo en enredosos litigios judiciales. Aconsejó, pues, al capitán general que insistiese en su derecho de registrar los convoyes que pasaran por las puertas de la ciudad, y le redactó un largo documento vindicando su derecho. El gobernador manco era uno de esos veteranos que no entienden de razones ni de leyes, y que aborrecía a los escribanos más que al mismo diablo, y al tal escribano de marras más que a todos los escribanos del mundo juntos.

-¡Hola! -decía el hombre retorciéndose fieramente el mostacho-. Conque, ¿el señor capitán general se vale del escribanito para ponerme a mí en aprietos? ¡Pues yo le haré ver que un soldado viejo no se deja arrollar por un curial!

Cogió, pues, la pluma, y emborronó una breve carta, en la cual, sin dignarse entrar en razones, insistía en su derecho de libre tránsito; conminando con que no quedaría impune cualquier aduanero que pusiese su insolente mano en un convoy protegido por el pabellón de la Alhambra.

Mientras se agitaban estas cuestiones entre las dos testarudas autoridades sucedió que llegó cierto día una mula cargada de víveres para la fortaleza al Puente de Genil, por el cual tenía que pasar y atravesar luego en su camino un barrio de la ciudad en dirección hacia la Alhambra. Iba guiando el convoy un malhumorado cabo, ya viejo, que había servido mucho tiempo a las órdenes del gobernador, y era su álter ego en la manera de pensar, y duro también y fuerte como una hoja toledana. Al llegar junto a las puertas de la ciudad puso al cabo el pabellón de la Alhambra sobre la carga de la mula, y, tomando un aire marcial, avanzó adelante con la cabeza erguida, pero con el ojo avizor y atento, como perro que pasa por un campo enemigo, alerta y dispuesto a ladrar o a dar un mordisco.

-¿Quién vive? -dijo el centinela portazguero.

-Soldados de la Alhambra -contestó el cabo sin volver la cabeza.

-¿Qué lleváis ahí?

-Provisiones para la guarnición.

-Adelante.

Pasó el cabo ufano seguido de su convoy; pero no bien habían andado algunos pasos cuando varios aduaneros se arrojaron sobre él desde el puente.

-¡Alto ahí! -gritó el jefe-. Para, mulatero, y abre esos fardos.

-¡Respetad el pabellón de la Alhambra! Estos objetos son para el gobernador.

-¡Un cuerno para el gobernador y otro para su pabellón! ¡Mulatero, te hemos dicho que pares!

-¡Detened el convoy si os atrevéis! -gritó el cabo preparando la carabina-. ¡Adelante, mulatero!

Éste dio un fuerte varazo a la acémila, pero el jefe se adelantó y la cogió por el ronzal. Entonces le apuntó el cabo con la carabina, disparándola de muerte.

Al instante se alborotó la calle. Hicieron prisionero al viejo cabo, y, después de sufrir una trilla de puntapiés, bofetadas y palos -introducción que propina impromptu el populacho español como primicias anticipadas a los rigores de la ley-, fue cargado de cadenas y encarcelado en la ciudad, en tanto que se les permitió a sus camaradas el proseguir con el convoy hasta la Alhambra, después de haber sido registrado a su sabor.

El viejo gobernador se puso dado a los diablos cuando supo el insulto inferido a su pabellón y la prisión de su cabo. Por algún tiempo desfogó meramente su mal humor paseándose por los moriscos salones o arrojando sangrientas miradas de fuego desde su baluarte al palacio del capitán general. Mas luego se calmó del primer arrebato de cólera, envió un mensajero pidiendo la entrega del cabo, alegando que sólo a él le pertenecía de derecho el juzgar y entender de los delitos cometidos por sus súbditos. El capitán general, auxiliado del socarrón del escribano, le arguyó, después de mucho tiempo, que, como delito cometido dentro del recinto de la ciudad y en la persona de uno de sus empleados civiles, no ofrecía duda que competía a su jurisdicción. Replicó el gobernador repitiendo su demanda, y volviole a contestar el capitán general con un alegato mucho más extenso, y razonando siempre con fundamentos legales. Enfurecíase el gobernador más y más, mostrándose más rígido y obstinado en su petición; en tanto que el capitán general se manifestaba cada vez más prolijo y sereno en sus respuestas; con lo que el veterano, que tenía el corazón de un león, bramaba de furia al verse enredado en las mallas de una controversia curialesca.

En tanto que el sutil escribano se divertía de este modo a expensas del gobernador, seguía con actividad el sumario del cabo, el cual se hallaba encerrado en un estrecho calabozo de la cárcel, sin tener más que una ventanilla enverjada por donde asomaba su curtido rostro y por donde recibía los consuelos de sus amigos.

El infatigable escribano extendió sin levantar mano -siguiendo el procedimiento español- un mamotreto de declaraciones y diligencias, con las que consiguió completamente confundir al cabo y que se declarase convicto y confeso de asesinato; en vista de lo cual fue sentenciado a morir en la horca.

En vano el gobernador protestó y lanzó fulminantes amenazas desde la Alhambra. Llegó al fin el día fatal y el cabo fue puesto en capilla, según se acostumbra hacer siempre con los criminales el día antes de la ejecución, a fin de que mediten en su próximo fin y se arrepientan de sus pecados. Viendo las cosas en tal extremo, determinó el viejo gobernador resolver el asunto en persona, para lo cual ordenó preparar su coche de ceremonia, y rodeado de sus guardias bajó por los paseos de la Alhambra a la ciudad. Paró a la casa del escribano, e hizo que lo llamasen al portal.

-¿Qué es lo que me han dicho? ¿Habéis condenado a muerte a uno de mis soldados? -dijo gritando el gobernador.

-Todo se ha hecho con arreglo a la ley y con estricta sujeción al procedimiento judicial -contestó con cierta fruición el escribano, sonriéndose y frotándose las manos-; puedo enseñar a Su Excelencia las declaraciones que constan en el proceso.

-Traedlas acá -dijo el gobernador.

El escribano se metió en su despacho, contentísimo de tener nueva ocasión en que mostrar su destreza a costa del testarudo veterano.

Volvió con un voluminoso legajo de papeles, y empezó a leer con la alta entonación y con las especiales maneras propias de los de su oficio. A la vez que leía, íbase aglomerando un corro de gente, que permanecía escuchando con la boca abierta.

-Hacedme el favor de subir al coche -le dijo el gobernador- y nos libraremos de este gentío de impertinentes curiosos que no me dejan oíros.

Entró el escribano en el carruaje, e inmediatamente, en un abrir y cerrar de ojos, cerraron la portezuela, crujió el cochero el látigo, y mulas, carruaje, guardias, todo, partió en vertiginosa carrera, dejando atónita a la muchedumbre, y no paró el gobernador hasta que aseguró su presa en uno de los calabozos mejor fortificados de la Alhambra.

Envió acto seguido un parlamentario con bandera blanca, a estilo militar, proponiendo un canje de prisioneros: el cabo por el escribano. Sintiose herido en su orgullo el capitán general; rehusó el cambio, dando una negativa insultante, y mandó levantar una horca sólida y elevada en el centro de la plaza Nueva para llevar a vías de hecho la ejecución del cabo.

-¡Hola! Conque, ¿va a ahorcarle? -dijo el gobernador.

Entonces ordenó que levantasen un patíbulo junto a la muralla principal que daba a la plaza Nueva.

-Ahora -dijo en un mensaje que dirigió al capitán general- ahorque usted cuando quiera a mi soldado; pero al mismo tiempo levante usted la vista por encima de la plaza y verá usted a su escribano bailando en el aire.

El capitán general se mostró inflexible; formáronse las tropas en la plaza, redoblaron los tambores, tocaron a muerto las campanas y se reunió allí gran número de espectadores para presenciar la ejecución; en tanto que allá arriba en la Alhambra formó el gobernador toda la guarnición de El Cubo, mientras doblaba la campana de la Torre de la Vela anunciando la muerte del escribano.

La esposa de éste atravesó la muchedumbre seguida de su numerosa prole de escribanillos en embrión, y, arrojándose a los pies del capitán general, le suplicó que no sacrificase la existencia de su marido, su bienestar y el de sus numerosos hijos por una cuestión de amor propio, «pues Su Excelencia conoce bastante bien -le dijo- al viejo gobernador para dudar de que no ejecute su amenaza si Su Excelencia ahorca al soldado».

Moviose a conmiseración el capitán general ante sus lágrimas y lamentos y los clamores de su tierna familia. Envió al cabo a la Alhambra escoltado por un piquete y vestido con la ropa de ajusticiado, encaperuzado como un fraile, pero con la frente levantada y su rostro inmutable, y pidió en canje al escribano, según se había solicitado. Sacaron del calabozo, más muerto que vivo, al antes sonriente y satisfecho curial; toda su arrogancia había desaparecido completamente y -según decían- habían encanecido sus cabellos de terror, presentándose con aire abatido y con la mirada extraviada, como si hubiese sentido el contacto de la cuerda fatal en su cuello.

El viejo gobernador cruzó su único brazo encorvado y miró al escribano por breves instantes con fiera sonrisa diciéndole:

-De aquí en adelante, amigo mío, modere usted su celo por enviar gente a la horca y no confíe usted en su salvación, aunque tenga de su parte la ley; pero, sobre todo, tenga usted mucho cuidado de no andarse con bromitas otra vez con este viejo veterano.




ArribaAbajoLeyenda del Gobernador manco y el Soldado

Exasperado el viejo gobernador manco -quien, como sabemos, gozaba de fuero militar en la Alhambra- por las continuas quejas que se le dirigían manifestándole que la fortaleza se había convertido en criminal guarida de ladrones y contrabandistas, determinó llevar a cabo un escrúpulo o expurgo; y trabajando sin descanso arrojó de la fortaleza a un gran número de perdidos y a los enjambres de gitanos de las cuevas circunvecinas. Dispuso asimismo que rondaran continuamente patrullas de soldados por las alamedas y veredas, con orden expresa de arrestar a cuantas personas sospechosas se encontrasen.

En una plácida mañana del estío hallábase varada junto a las tapias del jardín del Generalife, y cerca del camino que sube al Cerro del Sol, una de dichas patrullas, compuesta del inválido cabo que tanto se distinguió en el negocio del escribano, de un corneta y dos soldados. De repente oyeron pasos de un caballo y una voz varonil que cantaba en estilo rudo, pero con bastante buena entonación, un antiguo aire guerrero.

A poco dejose ver un hombre de complexión vigorosa, de cutis tostado por el sol, vestido con un ya gastado y mugriento uniforme de soldado de infantería, y llevando del diestro un poderoso caballo árabe enjaezado a la antigua usanza morisca.

Sorprendiéronse al ver un militar de aquella traza descendiendo con un caballo de la brida por esta solitaria montaña, y saliendo el cabo a su encuentro en el camino, le gritó:

-¿Quién vive?

-Gente amiga.

-¿Quién sois?

-Un pobre soldado que vuelve de la guerra con el cuerpo acribillado y la bolsa vacía.

Al llegar aquí ya se les había acercado, y vieron que llevaba un parche negro en la frente y que su barba era entrecana, lo que, junto con cierto movimiento picaresco de ojos hacía que pronto se notara por tal conjunto que el individuo era un pícaro ladino y hombre de buen humor.

Después que hubo contestado a las preguntas de la patrulla, creyose nuestro héroe con el derecho de poder dirigir a su vez otro interrogatorio.

-¿Se puede saber -les preguntó- qué ciudad es esa que veo al pie de esta colina?

-¿Que qué ciudad es ésa? -dijo el trompeta-. ¡Anda, pues está gracioso! ¡Aquí tenéis un individuo que viene del Cerro del Sol y se le ocurre preguntar por el nombre de la ciudad de Granada!

-¿Granada?... ¡Santa Madre de Dios! ¿Es posible?

-¿Cómo que si es posible? -volvió a seguir el trompeta-; ¿pues por ventura ignoráis que aquellas torres son las de la Alhambra?

-¡Quita allá, mal trompeta! -replicó el desconocido-. No te vengas a mí con bromas... ¡Ah! ¡Si fuera verdad que ésa era la Alhambra, tendría cosas muy extraordinarias que revelar al gobernador!

-Pues vais a tener pronto el gusto de veros con él -le dijo el cabo-, porque ya hemos decidido el llevaros a su presencia.

Y a seguida cogió el trompeta el caballo de la brida y los dos soldados al desconocido por los brazos, y poniéndose el cabo a la cabeza dio la voz: «¡De frente! ¡Marchen! ¡Arm...!» Y se encaminaron a la Alhambra.

El espectáculo de un militar desharrapado y un hermoso caballo árabe apresados por la patrulla llamó la atención de la gente desocupada de la fortaleza y de los charlatanes y las comadres que se reunían diariamente en los aljibes y las fuentes; las garruchas de las cisternas quedaron ociosas por un momento, y las mozuelas que habían venido a ellas por agua, cántaro en mano y en chanclas, abrían una boca descomunal al ver pasar al cabo con su prisionero. Numeroso acompañamiento de curiosos se fue incorporando a la cola de la escolta.

Guiñábanse unos a otros, y al punto se forjaron mil conjeturas para explicar el caso. «Es un desertor», decía uno. «¡Ca!, es un contrabandista», indicaba otro. «Ése es un bandolero», exponía un tercero. Hasta que corrió la voz de que el cabo y su patrulla habían capturado valerosamente al capitán de una desalmada compañía de ladrones. «¡Bueno, bueno! -decían las mujerzuelas unas a otras-. Capitán o no capitán, que se libre ahora, si es que puede, de las garras del gobernador manco, aunque no tiene más que una».

Hallábase sentado el gobernador manco en uno de los salones interiores de su morada en la Alhambra, sorbiendo el chocolate de la mañana en compañía de su confesor, rollizo fraile franciscano del vecino convento, y sirviéndoselo una moza malagueña de lindos ojos negros, hija de su ama de llaves. La maledicencia de las gentes se obstinaba en decir que tal jovencita, a pesar de todo su aire de humildad y sencillez, era una solemne pícara que había descubierto el lado flaco del corazón de hierro del viejo gobernador y lo manejaba a su capricho; pero nosotros no haremos caso de estas habladurías, pues la vida privada de los poderosos potentados de la tierra no debe examinarse muy de cerca.

Cuando dieron parte al gobernador de haber sido arrestado un desconocido sospechoso que vagaba por los alrededores de la fortaleza y de que se encontraba en aquel mismo momento en el patio exterior en poder del cabo, esperando las órdenes de Su Excelencia, se sintió henchido el corazón del gobernador ante la grandeza y majestad de su cargo; y, poniendo la jícara del chocolate en las manos de la modosa doncella, pidió que le alargasen la espada, ciñósela al punto, retorciose el bigote, se sentó en un sillón de ancho respaldo, y, tomando un aspecto digno y severo, ordenó que condujesen el prisionero a su presencia. Fue llevado ante él el militar a los pocos minutos por los guardias, fuertemente asido y custodiado por el cabo. El soldado conservaba, a pesar de ello, un aire tranquilo y resuelto; como que correspondió a la penetrante y escudriñadora mirada del gobernador con cierto gesto burlón que no agradó mucho a la rígida superior autoridad de la fortaleza.

Después de fijar su vista en él por un momento, le dijo el gobernador:

-Responda el prisionero lo que tenga que alegar en su defensa. ¿Quién sois, pues?

-Señor, soy un pobre soldado que vuelve de la guerra, sin otros ahorros que cicatrices y chirlos.

-Conque ¡un soldado! ¡ya!... ¡y a juzgar por el traje, de infantería! Pues me han hecho saber que poseéis un soberbio caballo árabe; supongo que lo traeréis por añadidura de las cicatrices y los chirlos.

-Si Su Excelencia lo lleva a bien, tengo precisamente que contarle cosas muy maravillosas sobre ese caballo, con otras extrañas y estupendas que importan grandemente a la seguridad de esta fortaleza y de toda Granada; pero tiene vuecencia que oírlas a solas o, a lo más, delante de aquellas personas en quienes tenga Su Excelencia depositada toda su confianza.

-Este reverendo fraile -dijo al prisionero- es mi confesor, y podéis hablar en su presencia; y esta muchacha -señalando a la criada, que se había quedado haciendo como que hacía algo, pero en realidad movida por la curiosidad-, esta joven tiene mucha prudencia y discreción; se puede revelar cualquier secreto delante de ella.

Dirigió el militar a la mozuela una mirada entre burlona y amartelada, y contestó:

-Entonces no hay inconveniente en que se quede esta chica.

Luego que los demás se hubieron retirado, comenzó el soldado a contar su historia, dejando ver a seguida que era un tunante de siete suelas, que charlaba hasta por los codos y se expresaba en un lenguaje que no guardaba conformidad con su aparente condición.

-Con permiso de Su Excelencia empezó a decir-, soy, como ya antes he manifestado, un soldado que he prestado muchos e interesantísimos servicios, pero que, habiendo cumplido el tiempo de empeño, me dieron la licencia no ha mucho; y, separándome del cuerpo de ejército de Valladolid, me puse en marcha a pie en dirección a mi pueblo natal, que está en Andalucía. Ayer por la tarde, al ponerse el sol, atravesaba una vasta y árida llanura de Castilla la Vieja...

-¡Alto ahí! -gritó el gobernador-. ¿Qué estáis diciendo? ¡Castilla la Vieja se halla ochenta o cien leguas de aquí!

-No importa -replicó el soldado sin desconcertarse-. Por eso le dije a Su Excelencia que tenía cosas muy maravillosas que contarle; pero tan maravillosas como verdaderas, como verá Su Excelencia, si se digna tener la paciencia de escucharme.

-¡Vaya! Seguid adelante -dijo el gobernador retorciéndose el mostacho.

-Pues al ponerse el sol -continuó el soldado- miré a mi alrededor, en busca de un albergue donde pasar la noche; pero en todo lo que mi vista pudo alcanzar no había señal de morada alguna. Resigneme, por lo tanto, a tener que pernoctar y dormir en el llano con mi morral por almohada, pues Su Excelencia, que es un veterano, sabe perfectamente que el pasar una noche de esta manera no es gran trabajo para el que ha servido en la guerra.

El gobernador hizo un signo afirmativo, a la vez que sacaba su pañuelo de la cazoleta de la espada para espantar una mosca que le zumbaba en la nariz.

-Pues bien; para abreviar mi historia, anduve algunas leguas más, hasta que llegué a un puente construido en un hondo barranco que servía de cauce a un riachuelo, entonces casi seco por el calor del estío. En un lado del puente había una torre moruna, ruinosa por arriba, pero en perfecto estado de conservación por una bóveda que se levantaba junto a los cimientos. «He aquí (me dije) un buen sitio para pasar la noche.» Por consiguiente, bajeme hasta el arroyo, me bebí un buen trago de agua (pues era dulce y pura y me encontraba muerto de sed), y después, abriendo mi morral, saqué una cebolla y unos cuantos mendrugos (que en esto consistían mis provisiones), y sentado sobre una peña a la margen del arroyuelo principié a cenar, y dispuse luego pasarme la noche bajo la bóveda de la torre, y ¡vive Dios, que no era mala instalación para un soldado que regresaba rendido de la guerra! Su Excelencia, que es un veterano, sabe todo tan bien como yo.

-En sitios peores me he alojado yo en mis tiempos -dijo el gobernador poniendo de nuevo el pañuelo en la cazoleta de la espada.

-Estaba yo tranquilamente royendo mis mendrugos -prosiguió el soldado-, cuando sentí que se movía algo dentro de la bóveda; púseme a escuchar, y me apercibí que eran pasos de caballo. En efecto, al poco rato salió un hombre por una puerta practicada en los cimientos de la torre y cerca del arroyo, el cual venía conduciendo de la brida un fogoso alazán. No pude distinguir quién era a la simple claridad de las estrellas; pero infundiome sospechas aquel individuo vagando por las ruinas de una torre tan agreste y solitaria. «Mas si no es sencillamente un caminante como yo (me dije) y sí un contrabandista o un bandolero..., ¿a mí qué?». Gracias a Dios y a mi pobreza, no tenía nada que me robasen; por lo cual seguí royendo tranquilamente mis mendrugos. Acercose el extraño aparecido con su caballo para darle de beber cerca del sitio en que yo estaba sentado, y con tal motivo pude contemplarlo a mi sabor. Sorprendiome el verle vestido de moro, con coraza de acero y brillante casco, que distinguí perfectamente por la luz de las estrellas que se reflejaban en él; su caballo hallábase también enjaezado a la usanza árabe y llevaba grandes estribos. Condujo el caballo, como iba diciendo, hasta la orilla del riachuelo, y metiendo en él el animal su cabeza hasta los ojos, bebió tanto y con tal ansiedad, que creí que iba a reventar.

-Compañero -le dije-, bien bebe vuestro caballo. Cuando una bestia mete la cabeza de ese modo en el agua, es buena señal.

-Bien puede beber -dijo el desconocido con marcado acento árabe-, pues ya hace más de un año que abrevó la última vez.

-¡Por el apóstol Santiago! -le contesté-. ¡Pues ya aguanta más la sed que los camellos que he visto en el África! Pero acércate, pues al parecer eres militar. ¿No te quieres sentar y participar de la pobre cena de otro militar como tú?

En realidad, estaba ansioso de tener un compañero en aquel lugar solitario, y me importaba un comino que fuese moro o cristiano. Además, como Su Excelencia sabe muy bien, le importa poco al soldado la religión que profesen sus compañeros, pues todos los militares del mundo son amigos en tiempos de paz.

El gobernador hizo de nuevo una señal de asentimiento.

-Pues bien; como iba diciendo, le invité a compartir con él mi cena amigablemente, como era lo regular.

-No puedo perder tiempo en comer ni beber -me contestó-, pues necesito hacer un largo viaje antes de que amanezca.

-¿Y adónde os dirigís? -le pregunté.

-A Andalucía -contestó.

-Precisamente llevo la misma ruta -le dije-; y puesto que no queréis deteneros a cenar conmigo, permitidme, al menos, que monte a la grupa de vuestro caballo, pues veo que es bastante vigoroso y podrá llevar con facilidad carga doble.

-Acepto gustoso -replicó el moro.

Y en verdad que no hubiera sido cortés ni natural en un soldado el negarme este favor, habiéndole yo invitado antes a que cenase conmigo. Montó, pues, a caballo y acomodeme detrás de él.

-Tente firme -me dijo-, pues mi caballo corre como el viento.

-No tengas cuidado -le respondí-. Y nos pusimos en marcha.

El caballo, que caminaba a buen paso, tomó después el trote, y a éste siguió el galope, terminando por fin en una vertiginosa carrera. Rocas, árboles, edificios, todo, en fin, parecía huir de nosotros.

-¿Qué ciudad es aquélla? -le pregunté.

-Segovia -me contestó.

Pero no bien acabábamos de pronunciar estas palabras cuando ya las torres de Segovia habían desaparecido de nuestra vista. Subimos la Sierra de Guadarrama y pasamos por El Escorial; rodeamos las murallas de Madrid y cruzamos rápidamente por las llanuras de la Mancha. De este modo íbamos dejando atrás montañas, valles, torres y ciudades que divisábamos rápidamente por el simple fulgor de las estrellas.

Para abreviar esta historia, y para no cansar a Su Excelencia, diré que el moro refrenó de pronto su caballo en la falda de una montaña. «Ya hemos llegado (dijo) al término de nuestro viaje.» Miré a mi alrededor y no vi señal alguna que me indicase que aquel paraje estaba habitado, como que no se percibía más que la entrada de una caverna. En tanto que yo la examinaba, me veo que empieza a aparecer un sinfín de gente vestida a la morisca, unos a caballo y otros a pie, de todos los puntos del cuadrante, y con tal velocidad que parecían arrastrados por la furia de un vendaval; y con igual ímpetu se precipitaban por la sima de la caverna como las abejas dentro de una colmena. Antes de que hubiese tenido yo tiempo de interrogar sobre todo aquello, picó mi camarada el jinete musulmán sus largas espuelas morunas en los ijares de su caballo y se confundió entre los demás. Recorrimos una larga senda inclinada y tortuosa que bajaba hasta las mismas entrañas de la tierra, y a media que íbamos entrando empezó a hacerse perceptible una luz que semejaba los primeros albores del día; pero no podía yo distinguir bien qué era lo que brillaba. A poco se fue haciendo más viva e intensa, y ya pude ir claramente observando lo que me rodeaba. Noté entonces, a medida que íbamos avanzando, grandes grutas abiertas a derecha e izquierda, que parecían los salones de una armería; en unas había escudos, yelmos, corazas, lanzas y cimitarras pendientes de la pared; en otras, grandes pilas de municiones y equipajes de campaña tiraos por los suelos. ¡Cuánto se hubiera alegrado Su Excelencia, como veterano que es, de ver tantas y tantas provisiones de guerra! Además, en otras cavernas se veían numerosas filas de jinetes perfectamente armados, lanza en ristre y con banderas desplegadas, dispuestos para salir al campo de batalla; pero todos inmóviles en sus monturas, a manera de estatuas. En otros salones veíanse guerreros durmiendo en el suelo, junto a sus caballos, y grupos de soldados de infantería, dispuestos para entrar en formación; todos enjaezados y armados a la morisca.

En fin, para concluir de contar con brevedad esta historia a Su Excelencia, entramos por último en una inmensa caverna, o, mejor dicho, en un palacio que tenía la forma de una gruta, y cuyas paredes, con incrustaciones de oro y plata, brillaban como si fueran de diamantes zafiros u otras piedras preciosas. En la parte más elevada hallábase sentado en un solio un rey moro, rodeado de sus nobles y custodiado por una guardia de negros africanos empuñando tajantes cimitarras. Todos los que iban entrando (y por cierto que se podían contar a miles) pasaban uno a uno ante su trono y se inclinaban en señal de homenaje. Unos vestían magníficos ropajes, sin mancha ni rotura alguna y deslumbrando con sus joyas, y otros llevaban brillantes y esmaltadas armaduras; pero otros, en cambio, iban cubiertos de mugrientos y haraposos vestidos y con armaduras destrozadas y cubiertas de orín.

-¡Oye, camarada! -le pregunté-; ¿qué significa todo eso?

-Esto -respondió el soldado- es un grande y terrible misterio. Sábete, ¡oh cristiano!, que tienes ante tu vista la corte y el ejército de Boabdil, último rey de Granada.

-¿Qué me estáis diciendo? -exclamé-. Boabdil y su corte fueron desterrados de este país luengos siglos ha, y todos murieron en África.

-Así se cuenta en vuestras mentirosas crónicas -añadió el moro-; pero ten entendido que Boabdil y los guerreros que pelearon hasta lo último por la defensa de Granada, todos fueron encerrados en esta montaña por arte de encantamiento. En cuanto al rey y al ejército que salieron de Granada al tiempo de la rendición, era una simple comitiva de espíritus y demonios, a quienes se le permitió tomar aquellas formas para engañar a los reyes cristianos. Más te diré, amigo mío: la España entera es un país encantado; no hay cueva en la montaña, solitario torreón en el llano o desmantelado castillo en la sierra donde no se oculten hechizados guerreros, que duermen y dormirán siglos y siglos bajo sus bóvedas, hasta que expíen sus pecados, por lo que Allah permitió que el dominio de la hermosa España pasase por algún tiempo a manos de los cristianos. Una vez al año, en la víspera de San Juan, se ven libres del mágico encantamiento desde la salida del sol hasta el ocaso, y se les permite venir a rendir homenaje a su soberano; así, pues, toda esa muchedumbre que ves bullendo en la caverna son guerreros musulmanes que acuden de sus antros y de todas las partes de España. Por lo que a mí toca, ya viste en Castilla la Vieja la arruinada torre del puente donde he pasado centenares de inviernos y veranos, debiendo volver a ella antes de romper el nuevo día. En cuanto a los batallones de infantería y caballería que ves formados en las cavernas vecinas, son los encantados guerreros de Granada. Está escrito en el libro del destino que, cuando sean deshechizados, bajará Boabdil de la montaña, a la cabeza de su ejército, recobrará su trono en la Alhambra y gobernará de nuevo en Granada; y, reuniendo los encantados guerreros que hay diseminados en toda España, reconquistará la Península, que volverá otra vez a quedar sometida al yugo musulmán.

-¿Y cuándo sucederá eso? -pregunté ansiosamente.

-¡Sólo Allah lo sabe! Nosotros creímos que estaba cercano ya el día de nuestra libertad; pero reina ahora en la Alhambra un gobernador muy celoso, tan intrépido como veterano soldado, conocido por El gobernador manco. Mientras este viejo guerrero tenga el mando de esta avanzada y esté pronto a rechazar la primera irrupción de la montaña témome que Boabdil y sus tropas tengan que contentarse con permanecer sobre las armas.

Al oír esto, el Gobernador se incorporó, requirió su espada y se retorció de nuevo el mostacho.

-Para concluir la historia y no cansar más a Su Excelencia, el soldado moro, después de contarme esto, se apeó del caballo y me dijo:

-Quédate aquí guardando mi corcel, mientras que yo voy a doblar la rodilla ante Boabdil.

Y esto diciendo, se confundió entre la muchedumbre que rodeaba el trono. «¿Qué hacer (me pregunté) habiéndome dejado solo y de esta manera? ¿Espero a que vuelva el infiel, me monte en su caballo fantástico y me lleve Dios sabe dónde, o aprovecho el tiempo y huyo de este ejército de fantasmas?» Un soldado se decide pronto, como sabe Su Excelencia perfectamente, y por lo que hacía al caballo, lo consideré como presa legal, según los fueros de la guerra y de la patria. Así, pues, montando rápidamente en la silla, volví riendas, golpeé con los estribos morunos en los flacos del animal, y huí rápidamente por el mismo sitio que habíamos entrado. Al pasar a través de los salones en que se hallaban formados los jinetes musulmanes en inmóviles batallones, me pareció oír choque de armas y ruido de voces. Aguijoneé de nuevo al caballo con los estribos y redoblé mi carrera. Entonces sentí a mis espaldas cierto rugido como el que produce el huracán; oí el choque de mil herraduras, y acto continuo me vi alcanzado por un sinnúmero de soldados y arrastrado hacia la puerta de la caverna, donde partían millares de sombras en cada una de las direcciones de los cuatro puntos cardinales.

Con el tumulto y la confusión de aquella escena caí al suelo sin sentido; y cuando volví en mí, encontreme tendido en la cima de una montaña, con el caballo árabe de pie a mi lado, pues al caer enredose la brida en mi brazo, lo que creo que impidió que se escapara a Castilla la Vieja.

Su Excelencia comprenderá fácilmente cuán grande sería mi sorpresa no viendo a mi alrededor más que pitas y chumberas, los productos de los climas meridionales, y luego esa gran ciudad allí abajo, con sus numerosas torres y palacios y con su gran Catedral. Descendí del Cerro cautelosamente llevando mi caballo de la brida, pues temí montarme en él, no me fuera a jugar una mala pasada. Cuando bajaba me encontré con vuestra ronda, la cual me informó ser Granada la ciudad que se extendía ante mi vista, y de que me encontraba en aquel instante próximo a las murallas de la Alhambra, la fortaleza del temible gobernador manco, terror de la encantada morisma. Al oír esto signifiqué mi deseo de que me hicieran comparecer ante Su Excelencia, a fin de darle cuenta de todo lo que había visto, y de que se impusiera de todos los peligros que le rodean, y para que pueda vuecencia tomar a tiempo sus medidas para salvar la fortaleza y hasta el reino mismo de las asechanzas del ejército formidable y misterioso que vaga por las entrañas de la tierra.

-Y decidme, amigo, vos que sois un veterano que ha llevado a cabo tan importantes servicios -le dijo el gobernador-, ¿qué me aconsejáis para prevenirme de tamaños peligros?

-No está bien que un humilde soldado que no ha salido nunca de las filas pretenda dar instrucciones a un jefe de la sagacidad de Su Excelencia; pero me parece que debería mandar tapiar sólidamente todas las grutas y agujeros de la montaña, de modo que Boabdil y su ejército quedasen eternamente sepultados en sus antros subterráneos. Además, si este reverendo padre -añadió el soldado respetuosamente, saludando al fraile y santiguándose con devoción- tuviera a bien consagrar las tapias con su bendición y poner unas cuantas cruces, reliquias e imágenes de santos, creo que sería muy suficiente para desafiar toda la virtud y el poder de sortilegios de los infieles.

-Eso sería, indudablemente, de gran efecto -dijo el fraile.

El gobernador entonces puso su único brazo en el puño de su espada toledana, fijó la vista en el soldado, y moviendo la cabeza le dijo:

-¿De modo, don bellaco, que creéis positivamente que me vais a engañar con toda esta patraña de montañas y moros encantados?... ¡Ni una palabra más!... Sois ya ciertamente un zorro viejo; pero tened entendido que tenéis que habérosla con otro más zorro que vos, que no se deja engañar tan fácilmente. ¡Hola! ¡Guardias, aquí! ¡Cargad de cadenas a este miserable!

La modesta sirvienta hubiera intercedido de buena gana en favor del prisionero; pero el señor gobernador le impuso silencio con una severa mirada.

Hallábanse maniatando al militar, cuando uno de los guardias tentó un bulto voluminoso en su bolsillo, y sacándolo fuera vio que era un gran bolsón de cuero, al parecer bien repleto. Cogiéndole por el fondo, vació su contenido sobre la mesa, ante la presencia misma del gobernador, y nunca mochila de filibustero arrojó cosas de más valor: salieron anillos, joyas, rosarios de perlas, cruces de más de brillantes e infinidad de monedas de oro antiguas, algunas de las cuales cayeron al suelo y fueron rodando hasta los rincones más apartados de la habitación.

Por algunos momentos se suspendió la acción de la justicia, dedicándose todos a la busca de las monedas esparcidas; sólo el gobernador, revestido de la gravedad española, conservaba su majestuoso decoro, aunque sus ojos dejaron vislumbrar cierta inquietud hasta tanto que el viejo vio meter en el bolso la última moneda y la última alhaja.

El fraile no parecía hallarse muy tranquilo; su cara estaba roja como un horno encendido y sus ojos echaban fuego al ver los rosarios y las cruces.

-¡Miserable sacrílego! -exclamó-. ¿A qué iglesias o santuario has robado estas sagradas reliquias?

Ni lo uno ni lo otro, reverendo padre; si son despojos sacrílegos, debieron ser robados en tiempos pasados por el soldado infiel que he referido. Precisamente iba a decir a Su Excelencia, cuando me interrumpió, que al posesionarme del caballo desaté un bolsón de cuero que colgaba del arzón de la silla, y el cual creo que contenía el botín de sus antiguos días de campaña, cuando los moros asolaban el país.

-Está bien; ahora arreglaos como mejor os parezca, dejándoos alojar en un calabozo de las Torres Bermejas, las cuales, aunque no están bajo ningún encanto mágico, os tendrán a buen recaudo como cualquier cueva de vuestros moros en cantados.

-Su Excelencia hará lo que estime más conveniente -contestó el prisionero con frialdad-; de todos modos le agradeceré mi alojamiento en esa fortaleza. A un soldado que ha estado en las guerras, como sabe bien Su Excelencia, le importa poco la clase de alojamiento; con tal de tener una habitacioncita arreglada y rancho no muy malo, yo me las arreglaré para pasarlo a gusto. Sólo suplico a Su Excelencia que, ya que despliega tanto cuidado conmigo, que esté vigilante asimismo con su fortaleza y que no desprecie la advertencia que le he hecho de tapiar los agujeros de las montañas.

Así terminó aquella escena. El prisionero fue conducido a un seguro calabozo de las Torres Bermejas, el caballo árabe fue llevado a las caballerizas del gobernador y él bolsón del soldado depositado en el arca de Su Excelencia; bien es verdad que sobre esto le opuso el fraile algunas objeciones, manifestándole que las sagradas reliquias, que eran, a no dudar, despojos sacrílegos, debían ser depositadas en la iglesia; pero como el gobernador se había hecho cargo de aquel asunto y era señor absoluto de la Alhambra, ladeó discretamente el reverendo la cuestión, si bien determinó interiormente informar del caso a las autoridades eclesiásticas de Granada.

Para más explicarnos estas prontas y rígidas medidas por parte del viejo gobernador manco, es necesario saber que por este tiempo se hallaba sembrando el terror en las serranías de la Alpujarra, no lejos de Granada, una partida de ladrones capitaneada por un jefe terrible llamado Manuel Borrasco, el cual no sólo andaba merodeando por los campos, sino que osaba entrar hasta en la misma ciudad con diferentes disfraces para procurarse noticias de los convoyes de mercancías próximos a salir, o de los viajeros que se iban a poner en marcha con los bolsillos bien repletos, de los cuales se encargaba él y su partida de los apartados y solitarios pasos o encrucijadas de los caminos. Estos repetidos y escandalosos atropellos llamaron la atención del Gobierno, y los comandantes de algunos puestos militares habían recibido ya instrucciones para que estuviesen alerta y prendiesen a los forasteros sospechosos. El gobernador manco tomó el asunto con un celo sin igual, a consecuencia de la mala fama que había adquirido la fortaleza, y en tal ocasión creíase seguro de haber atrapado algún terrible bandido de la famosa partida.

Divulgose entretanto el suceso, haciéndose el tema de todas las conversaciones, no sólo en la fortaleza, sino también en la ciudad. Decíase que el célebre bandido Manuel Borrasco, terror de las Alpujarras, había caído en poder del veterano gobernador manco, y que éste lo había encerrado en un calabozo de las Torres Bermejas, acudiendo allí todos los que habían sido robados por él, a ver si le reconocían. Las Torres Bermejas, como ya se sabe, están enfrente de la Alhambra, en una colina semejante, y separadas de la fortaleza principal por la cañada en que se encuentra la alameda. No tiene murallas exteriores, pero un centinela hacía la guardia delante de la Torre. La ventana del cuarto donde encerraron al soldado hallábase fuertemente asegurada con recias barras de hierro y miraba a una pequeña explanada. Allí acudía el populacho a ver al prisionero, como si viniera a ver una hiena feroz que se revuelve en la jaula de una exposición de fieras. Nadie, sin embargo, lo reconoció por Manuel Borrasco, pues aquel terrible ladrón era notable por su feroz fisonomía, y no tenía ni por asomos el aire burlón del prisionero. Ya no sólo de la ciudad, sino de todo el reino, venía la gente a verle, pero nadie le conocía; con lo que empezaron a nacer dudas en la imaginación del vulgo sobre si sería o no verdad la maravillosa historia que había contado el hombre; pues era antigua tradición, oída contar a sus padres por los más ancianos de la fortaleza, que Boabdil y su ejército estaban encerrados por encanto mágico en las montañas. Muchas personas subieron al Cerro del Sol -o por otro nombre, de Santa Elena-, en busca de la cueva mencionada por el soldado, y todos se asomaban a la boca de un pozo tenebroso, cuya profundidad inmensa nadie conocía -el cual subsiste aún-, y a pies juntillas creían que sería la fabulosa entrada al antro subterráneo de Boabdil.

Poco a poco fue ganándose el soldado las simpatías del vulgo, pues el bandolero de las montañas no tiene en manera alguna en España el abominable carácter que el ladrón de los demás países, sino que, por el contrario, es una especie de personaje caballeresco a los ojos del pueblo. Hay también ciertas predisposiciones a censurar la conducta de los que mandan, y no pocos comenzaron a murmurar de las severas medidas que había adoptado el gobernador manco, y miraban ya al prisionero como un mártir de su rigor.

El soldado, además, era hombre alegre y jocoso, y bromeaba con todos los que se acercaban a su ventana, dirigiendo galantes requiebros a las muchachas. Procurose también una mala guitarrilla, y, sentado a la ventana, entonaba canciones y coplas amorosas, con las que deleitaba a las hembras de la vecindad, que se reunían por la noche en la explanada y bailaban boleros al son de su música. Como se había afeitado la inculta barba, se hizo agradable a los ojos de las muchachas, y hasta la humildita criada del gobernador confesó que su picaresca mirada era irresistible. Esta sensible joven demostró desde el principio una tierna simpatía por sus desgracias, y, después de haber pretendido en vano mitigar los rigores del gobernador, púsose a dulcificar privadamente su cautiverio, por lo que todos los días llevaba al prisionero algunas golosinas que se perdían de la mesa del gobernador o que escamoteaba de la despensa; esto sin contar de vez en cuando con tal o cual confortable botella de selecto Valdepeñas o rico Málaga.

Mientras ocurría esta inocente traicioncilla dentro de la misma ciudadela del viejo gobernador, fraguaba un amago de guerra sus enemigos exteriores. La circunstancia de haber encontrado al supuesto ladrón un bolsón lleno de monedas y alhajas fue contada exageradamente en Granada, por lo que se suscitó una competencia de jurisdicción territorial por el implacable rival del gobernador, el capitán general. Insistió éste en que el prisionero había sido capturado fuera del recinto de la Alhambra y dentro del territorio en que ejercía él autoridad; por consiguiente, reclamó su persona y el spolia opima cogido con él. El fraile, a su vez hizo una delación semejante al gran inquisidor sobre las cruces, rosarios y otras reliquias contenidas en el bolsón, por cuyo motivo reclamó éste también al culpable por haber incurrido en el delito de sacrilegio, sosteniendo que lo robado por el ladrón pertenecía de derecho a la iglesia y su cuerpo al próximo auto de fe. El gobernador hallábase dado a los diablos ante estas reclamaciones, y juraba y perjuraba que antes de entregar al prisionero le haría ahorcar en la Alhambra, como espía cogido en los confines de la fortaleza.

El capitán general amenazó con enviar un destacamento de soldados para transportar al prisionero desde las Torres Bermejas a la ciudad. El gran inquisidor también intentaba enviar algunos familiares del Santo Oficio. Avisaron al gobernador cierta noche de estas maquinaciones.

-¡Que vengan -gritó- y verán antes de tiempo lo que les espera conmigo! ¡Mucho tiene que madrugar el que quiera pegársela a este soldado viejo!

Dictó, por consiguiente, sus órdenes para que el prisionero fuera conducido al romper el día a un calabozo que había dentro de las murallas de la Alhambra.

-Y oye tú, niña -dijo a su modesta doncella-, toca a mi puerta y despiértame antes de que cante el gallo, para que presencie yo mismo la ejecución de mis órdenes.

Vino el día, cantó el gallo, pero nadie tocó a la puerta del gobernador. Ya había aparecido el sol por la cima de las montañas cuando se vio despertado el gobernador por su veterano cabo, que se le presentó con el terror retratado en su semblante.

-¡Se ha escapado! ¡Se ha escapado! -gritaba el cabo tomando alientos.

-¿Cómo? ¿Quién se ha escapado?

-¡El soldado!... ¡El bandido!... ¡¡¡El diablo!!!... Pues no sabemos quién es. Su calabozo está vacío, pero la puerta cerrada, y nadie se explica cómo ha podido salir.

-¿Quién lo vio por última vez?

-Vuestra criada, que le llevó la cena.

-Que venga al momento.

Aquí hubo otro nuevo motivo de confusión: el cuarto de la modesta doncella estaba también vacío y su cama indicaba que no se había acostado aquella noche; era evidente que se había fugado con el prisionero, pues se recordó que días antes sostenía frecuentes conversaciones con él.

Este último golpe hirió al gobernador en la parte más sensible de su corazón; pero apenas tuvo tiempo para darse cuenta de lo ocurrido cuando se presentaron a su vista nuevas desgracias, pues al entrar en su gabinete se encontró abierta su arca y que había desaparecido el bolsón del soldado y con él dos sendos talegos atestados de doblones.

¿Cómo y por dónde se habían escapado los fugitivos? Un labrador ya anciano, que vivía en un cortijo junto a un camino que conducía a la sierra, dijo que había oído el ruido del galope de un poderoso corcel que iba hacia la montaña poco antes de romper el día; asomose, pues, a una ventana y pudo distinguir un jinete que llevaba una mujer sentada en la delantera.

-Mirad las caballerizas -gritó el gobernador manco.

En efecto, se registraron las caballerizas, y todos los caballos estaban atados a sus respectivas estacas, menos el caballo árabe, que en su lugar había sujeto al pesebre un formidable garrote y junto a él un letrero que decía:


Al buen gobernador manco
regala este animalejo
un soldado viejo.






ArribaAbajoLeyenda de las dos discretas Estatuas

Vivía en tiempos antiguos en una de las habitaciones de la Alhambra un hombrecillo muy jovial llamado Lope Sánchez, el cual trabajaba en los jardines y se pasaba cantando todo el día, alegre y gozoso como una cigarra. Era nuestro hombre la vida y el alma de la fortaleza; cuando concluía su trabajo sentábase con su guitarra en uno de los bancos de piedra de la explanada y al son de su instrumento cantaba soberbios cantares del Cid, de Bernardo del Carpio, de Hernando del Pulgar y demás héroes españoles, con los que divertía a los inválidos del recinto, o entonaba otros aires más alegres para que las mozuelas bailasen fandangos y boleros.

Como la mayor parte de los hombres de poca estatura, Lope Sánchez habíase casado con una mujer alta y robusta, que casi se lo podía meter en un bolsillo, empero no tuvo Sánchez la misma suerte que la generalidad de los pobres, pues en lugar de hacerle diez o doce chiquillos, tuvo solamente una hija: una niña bajita de cuerpo, de hermosos ojos negros, a la sazón de unos doce años de edad, llamada Sanchica, tan alegre y jovial como él, y la cual hacía las delicias de su corazón. Jugaba a su lado mientras el padre trabajaba en los jardines, bailaba al compás de su guitarra cuando el padre se sentaba a descansar a la sombra, y corría y saltaba como una cervatilla por los bosques, alamedas y desmantelados salones de la Alhambra.

En una víspera de San Juan la gente de humor aficionada a celebrar los días festivos, hombres, mujeres y chiquillos, subieron por la noche al Cerro del Sol, que domina el Generalife, para pasar la velada en su plana y elevada meseta. Hacía una hermosa noche de luna; todas las montañas estaban bañadas de su argentada luz; la ciudad, con sus cúpulas y campanarios, mostrábase envuelta entre sombras, y la Vega parecía tierra de hadas con las mil encantadas lucecillas que brillaban entre sus oscuras arboledas. En la parte más alta del Cerro encendieron una gran hoguera, siguiendo la antigua costumbre del país, conservada desde tiempo de moros, mientras los habitantes de los campos circunvecinos festejaban del mismo modo la velada con sendas fogatas, encendidas en diversos sitios de la Vega y en la falda de las montañas, que brillaban pálidamente a la luz de la luna.

Pasose la noche bailando alegremente al son de la guitarra de Lope Sánchez, el cual nunca se sentía tan contento como en uno de estos días de fiesta y regocijo general. Mientras bailaban los concurrentes, la niña Sanchica se divertía en saltar y brincar con otras muchachas sus amigas por entre las ruinas de la vieja torre morisca que ya conocemos, denominada La Silla del Moro, cuando he aquí que, hallándose cogiendo piedrecillas en el foso, se encontró una manecita de azabache primorosamente esculpida, con los dedos cerrados y el pulgar fuertemente pegado a ella. Regocijada por su feliz hallazgo, corrió a enseñárselo a su madre, e inmediatamente se hizo aquél el tema general de conversación, siendo por casi todos con cierta superstición y desconfianza.

-¡Tiradla! -decía uno.

-¡Eso es cosa de moros; seguramente contiene alguna brujería! -decía otro.

-¡No hagáis tal cosa! -añadía un tercero-. Eso puede venderse, aunque den poco, a los joyeros del Zacatín.

Engolfados estaban en esta discusión, cuando se acercó un veterano que había servido en África, de rostro tan tostado como el de un rifeño, el cual dijo, después de examinar la manecita con aire de superior inteligencia:

-He visto muchos objetos como éste allá en Berbería. Éste es un maravilloso amuleto para librarse del mal de ojo de toda clase de sortilegios y hechicerías. Os felicito, amigo Lope, pues esto anuncia buena suerte a vuestra hija.

Al oír tales palabras, la mujer de Lope Sánchez ató la manecita de azabache a una cinta y la colocó al cuello de su hija.

La vista de este talismán atrajo a la memoria del concurso las más gratas y halagüeñas credulidades referentes a los moros. Dejose, pues, de bailar, y, sentados en corrillos en el suelo, empezaron unos y otros a contar las antiguas y legendarias tradiciones heredadas de sus abuelos. Algunas de estas consejas relacionábanse con el portentoso Cerro del Sol, en el cual se hallaban, y que era tenido en verdad por una región fantástica famosísima. Una de aquellas viejas comadres hizo la descripción detallada del palacio subterráneo que se halla en las entrañas de aquel Cerro, donde todos creen, como si lo vieran, que se encuentra encantado Boabdil con su espléndida corte muslímica.

-Entre aquellas ruinas de más allá -dijo la anciana señalando unos muros desmantelados y unos montones de piedra algo distantes de la montaña- se encuentra un pozo profundo y tenebroso que llega hasta el mismo corazón del monte. Lo que es yo no me atrevería por mi parte a mirar por el brocal por todo cuanto dinero hay en el mundo, pues cierta vez, hace de esto ya bastante tiempo, un pobre pastor de la Alhambra, que guardaba sus cabras en ese paraje, bajó al pozo en busca de un cabritillo que se le había caído dentro, salió de allí, ¡santo Dios!, pálido y sobrecogido, y contando tales y tan portentosas cosas que había visto, que todo el mundo creyó que había perdido el seso. Estuvo delirando dos o tres días con los fantasmas de los moros que le habían perseguido en la caverna, y no hubo en mucho tiempo medio de persuadirlo a que subiese de nuevo a la montaña. Por su desgracia volvió al fin, y, ¡pobre infeliz!, no se le volvió a ver más. Sus vecinos encontraron sus cabras pastando entre las ruinas moriscas, y su sombrero y su manta junto a la boca del pozo, pero no se supo qué fue de él.

La muchacha del jardinero escuchó con gran atención aquella historia, y, como era en extremo curiosa, se apoderó de ella un vivo deseo de asomarse a explorar el terrible y fatídico pozo. Separose, pues, de sus compañeras y se dirigió a las apartadas ruinas, y, después de andar tropezando por algún tiempo, llegó a una pequeña concavidad en la cima de la montaña, junto al declive del Valle del Dauro, oscuro como boca de lobo, lo cual daba suficiente idea de que en su centro se abría la boca de la famosa cisterna. Sanchica se aventuró a llegar hasta el borde y miró hacia el fondo, su profundidad. Helósele la sangre en el cuerpo a la muchacha y se retiró llena de pavor; volvió a mirar de nuevo y volvió a retirarse otra vez; repitió por tercera vez la operación, y el mismo horror le hacía ya sentir cierta especie de deleite; por último, cogió un gran guijarro y lo arrojó al fondo: por algún tiempo bajó la piedra silenciosamente, pero al cabo de un momento se sintió su violento choque contra alguna roca saliente, y luego que botaba de un lado para otro y que producía un ruido semejante al del trueno, hasta que, finalmente, sonó en agua a grandísima profundidad, quedando todo otra vez en silencio completo.

Este silencio, sin embargo, no fue de mucha duración; pues no parecía sino que se había despertado algo en aquel horrible abismo; empezó por elevarse poco a poco del fondo de la cisterna un zumbido semejante al que producen las abejas en una colmena; este zumbido fue creciendo más y más, y, por último, se percibió, aunque débilmente, cierto clamoreo como lejano y el estrépito y ruido de armas, címbalos y trompetas, como si algún ejército marchase a la guerra por entre los antros y profundidades de aquella montaña. Retirose la mozuela aterrorizada y volvió al sitio donde había dejado a sus padres y compañeros; pero todos habían desaparecido y la hoguera estaba agonizante y despidiendo una débil humareda a los pálidos rayos de la luna.

Ya las fogatas que habían ardido en las próximas montañas y en la Vega se habían también extinguido completamente y todo parecía haber quedado en reposo. Sanchica llamó a gritos a sus padres y a algunos de sus conocidos por sus respectivos nombres, y, viendo que nadie respondía, bajo rápidamente a la falda de la montaña y los jardines del Generalife, hasta que llegó a la alameda que conduce a la Alhambra, y sintiéndose fatigada se sentó en un banco de madera para tomar alientos. La campana de la Torre de la Vela dio en aquel momento el toque de la medianoche; reinaba un pavoroso silencio, como si durmiese la Naturaleza entera, oyéndose tan sólo el casi imperceptible murmullo que producía un oculto arroyuelo que corría bajo los árboles. La dulzura de la atmósfera iba ya adormeciendo a la muchacha, cuando de pronto vislumbró cierta cosa que brillaba a lo lejos, y, con no poca sorpresa suya, divisó una gran cabalgata de guerreros moriscos que bajaba por la falda de la montaña, dirigiéndose a las alamedas de la Alhambra. Unos venían armados con lanzas y adargas, y otros con cimitarras y hachas; cubiertos con fulgentes corazas que brillaban a los rayos de la luna, y montados en soberbios corceles que corveteaban y piafaban e iban orgullosos tascando el freno; pero el ruido de sus cascos era sordo, como si estuviesen calzados de fieltro. Los jinetes llevaban en sus semblantes la palidez de la muerte; entre ellos cabalgaba una hermosa dama, ciñendo una corona su tersa frente y llevando sus largas trenzas rubias adornadas de perlas, así como la cubierta de su palafrén, de terciopelo carmesí bordado de oro. Caminaba la noble señora sumida en la más profunda tristeza y con la mirada fija en el suelo.

Detrás seguía un numeroso séquito de cortesanos, lujosamente ataviados con trajes y turbantes de variados colores, y en medio de ellos, sobre un caballo de guerra hermosamente enjaezado, iba el rey Boabdil el Chico, cubierto con su manto real adornado de ricas joyas y con una corona esplendorosa de diamantes. La admirada muchacha lo reconoció por su barba rubia y por el gran parecido que tenía con su retrato, que había visto mil veces en la galería de pinturas del Generalife. Contemplaba con pasmo la joven aquella regia pompa conforme iba pasando el cortejo por entre los árboles; mas, aunque persuadida de que aquel monarca y aquellos cortesanos y guerreros tan pálidos y silenciosos eran cosa sobrenatural y de magia y encantamiento, los miraba sin ningún temor; ¡tal valor le había infundido ya el virtuoso talismán de la manecita que llevaba pendiente del cuello!

Luego que pasó la cabalgata, se levantó y la siguió. Se dirigió la extraña procesión hacia la gran Puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par; los centinelas que estaban dando la guardia dormían en los bancos de la barbacana con un profundo y al parecer mágico sueño, pasando la fantástica comitiva por su lado sin hacer el más leve ruido, con banderas desplegadas y en actitud de triunfo. Sanchica quiso seguirla, pero, con gran sorpresa suya, vio una abertura en la tierra, dentro de la barbacana, que conducía hasta los cimientos de la Torre. Internose un poco dentro de ella y atreviose a descender por la abertura, por unos escalones informemente cortados en la roca viva, y penetró luego en un pasadizo abovedado, iluminado de trecho en trecho con lámparas de plata, las cuales, al propio tiempo que iluminaban, despedían un perfume embriagador. Aventurose la chica más y más, hasta que se encontró en un gran salón abierto en el corazón de la montaña, magníficamente amueblado al estilo morisco e iluminado con lámparas de plata y cristal. Allí, recostado en un diván, aparecía como amodorrado un viejo de larga barba blanca y vestido a la usanza morisca, con un báculo en la mano, que parecía que se le escapaba de los dedos a cada instante, y sentada a corta distancia de él una bellísima doncella, vestida a la antigua española, ciñendo su frente una diadema cuajada de brillantes y con su dorada cabellera salpicada de perlas, la cual pulsaba dulcemente una lira de plata. La hija de Lope recordó entonces cierta historia que ella había oído contar a los viejos habitantes de la Alhambra acerca de una princesa goda que se hallaba cautiva en el centro de la montaña por las artes y hechizos de un viejo astrólogo árabe, al cual tenía ella a su vez aletargado en un sueño perpetuo gracias al mágico poder de su peregrina lira.

La dama cautiva manifestó gran sorpresa al ver a una persona en carne mortal en su fatídica morada.

-¿Es la víspera de San Juan? -preguntó a la muchacha.

-Sí, señora -respondió Sanchica

-Entonces está en suspenso por esta noche el mágico encantamiento. Acércate, hija mía, y nada temas; soy cristiana como tú, aunque me ves aquí hechizada por arte mágica. Toca mis cadenas con ese talismán que pende de tu cuello y me veré libre por esta noche.

Esto diciendo, entreabrió sus vestidos, dejando ver una ancha faja de oro que sujetaba su talle y una cadena del mismo metal que la tenía aprisionada al suelo. La niña aplicó sin vacilar la manecita de azabache a la faja de oro, e inmediatamente cayó la cadena a tierra. Al ruido despertose el astrólogo y comenzó a restregarse los ojos; pero la cautiva pasó suavemente los dedos por las cuerdas de la lira, y volvió de nuevo el anciano a su letargo y a dar cabezadas y a vacilar su báculo en la mano.

-Ahora -le dijo la joven- toca su báculo con la mágica manecita de azabache.

Obedeció la muchacha, y deslizósele al viejo la vara mágica de su diestra, quedándose profundamente dormido en su otomana. La dama aproximó su lira al diván apoyándola sobre la cabeza del aletargado astrólogo; después hirió de nuevo las cuerdas hasta que vibraron en sus oídos.

-¡Oh poderoso espíritu de la armonía! -dijo la cautiva-. Ten encadenados sus sentidos hasta que venga el nuevo día.

-Ahora sígueme, hija mía -continuó-, y verás la Alhambra como estuvo en los días de su esplendor, pues posees un talismán que descubre todas sus maravillas.

Sanchica siguió a la cautiva cristiana sin desplegar sus labios. Pasaron el umbral o barbacana de la Puerta de la Justicia y llegaron a la Plaza de los Aljibes, la cual estaba poblada de soldados de caballería e infantería morisca formados en escuadrones y con banderas desplegadas. Veíanse luego guardias reales en la puerta del Alcázar y largas filas de negros africanos con sus cimitarras desnudas, sin pronunciar palabra. Sanchica pasó sin recelo alguno detrás de su guía. Su asombro creció de punto cuando entró en el Palacio real, pues; a pesar de haberse ella criado en aquellos sitios, como la luna iluminaba intensamente los regios salones, los patios y los jardines, se veía todo tan claro como de día, ofreciendo aquellos aposentos un aspecto enteramente diferente del que presentaban ordinariamente a sus habitantes y espectadores. Las paredes de las habitaciones no parecían manchadas ni agrietadas por la inclemencia del tiempo; en vez de verse llenas de telarañas, estaban cubiertas con ricas sedas de damasco, y los dorados y pinturas arabescas con su frescura y brillantez primitivas; los salones, en lugar de estar desamueblados y desnudos, hallábanse adornados con riquísimos divanes y otomanas cuajados de perlas y recamados de piedras preciosas, y todas las fuentes de los patios y jardines arrojaban surtidores de agua preciosísimos.

Las cocinas del antes desierto Alcázar estaban entonces funcionado de nuevo, viéndose en ellas multitud de marmitones ocupados en condimentar riquísimos y suculentos manjares y en aderezar sinnúmero de espectros de pollos y perdices; infinitos criados iban y venían con deliciosas viandas, servidas en vajilla de plata, destinadas al espléndido banquete. El Patio de los Leones estaba repleto de guardias, de cortesanos y alfaquíes, como en los antiguos tiempos de los moros, y en uno de los extremos de la Sala de la Justicia se veía sentado en su trono el rey Boabdil rodeado de su corte y empuñando en su mano un quimérico cetro. A pesar de tan inmensa muchedumbre, no se oía ruido alguno de pasos ni de voz humana, interrumpiendo sólo la caída del agua en las fuentes el silencio de la medianoche. La joven Sanchica siguió a la hermosa cautiva por todo el Palacio, muda de asombro, hasta que llegaron a una puerta que conducía a los pasadizos abovedados que se hallan por bajo de la Torre de Comares. A cada lado de la puerta se veía la escultura de una ninfa de hermoso y puro alabastro; sus cabezas se hallaban vueltas hacia un mismo lado y miraban a un mismo sitio dentro de la bóveda. Detúvose la dama encantada e hizo señas a la niña para que se le acercase.

-Aquí -le dijo- existe un gran misterio, que te voy a revelar en premio de tu fe y de tu valor. Estas mudas estatuas vigilan un tesoro que ocultó en este lugar un rey moro desde tiempos antiquísimos. Di a tu padre que abra un agujero en el sitio hacia donde tienen las ninfas fijos los ojos, y se encontrará una riqueza con la cual será más poderoso que cuantas personas existen en Granada; pero es preciso que sepas que tus puras manos únicamente, dotada como estás de ese talismán, podrán sacar el tesoro. Por último, di también a tu padre que use de él con discreción y que dedique una parte del mismo en decirme diariamente misas para que pueda llegar a verme libre de este mágico encantamiento.

Dichas estas palabras, condujo a la niña al pequeño Jardín de Lindaraja, contiguo a la bóveda de las estatuas. La luna jugueteaba sobre las aguas de la solitaria fuente que hay en el centro del jardín, derramando una tenue luz sobre los naranjos y limoneros. La hermosa dama cortó una rama de mirto y coronó a la niña con ella.

-Esto te recordará -le dijo- lo que te he revelado y servirá de testimonio de su veracidad. Ha llegado mi hora, y es fuerza que vuelva al salón encantado; no me sigas, no sea que vaya a ocurrirte alguna desgracia. ¡Adiós! ¡Acuérdate de mis encargos y haz que digan misas para mi desencanto!

Y diciendo estas palabras, internose la dama en el pasadizo oscuro de debajo de la Torre de Comares y desapareció. Oyose en aquel momento el lejano canto de un gallo allá por bajo de la Alhambra, en el Valle del Dauro, y luego apareció una pálida claridad por las montañas del Oriente; levantose una brisa suave, se oyó cierto ruido por los patios y corredores, como el que hace el viento cuando arrastra las hojas secas de las alamedas, y se fue cerrando una puerta tras otra con estrépito infernal.

Volvió Sanchica a recorrer los mismos sitios que antes había visto poblados por la fantástica muchedumbre, pero Boabdil y su corte habían desaparecido. La luz de la mañana sólo dejaba ver los salones como siempre, desiertos, y las galerías despojadas del pasajero nocturno esplendor, manchadas, deterioradas por el tiempo y cubiertas de telarañas; sólo los murciélagos revoloteaban a la incierta luz del crepúsculo y las ranas cantaban en el estanque.

Apresurose a subir la hija del buen Sánchez por una escalera especial que conducía a las habitaciones que ocupaba su familia. La puerta se hallaba, como de costumbre, abierta, pues el pobre Lope era tan escaso de fortuna que no necesitaba de cerrojos ni de barras; la chica buscó a tientas su colchón, y poniendo la guirnalda de mirto debajo de su almohada, durmiose profundamente. Por la mañana contó al padre todo cuanto le había acaecido en la noche anterior. Lope Sánchez lo creyó todo puro ensueño y se rió de la credulidad de su hija, marchándose de seguida a sus faenas de costumbre.

No hacía mucho tiempo que se hallaba en los jardines cuando vio venir a la muchacha corriendo y gritando sin alientos:

-¡Padre, padre! ¡Mire usted la guirnalda de mirto que la dama misteriosa me puso en la cabeza!

Quedose atónito Lope Sánchez, pues la rama de mirto era de oro purísimo y cada hoja una hermosa esmeralda. No estaba acostumbrado el pobre hombre a ver piedras preciosas e ignoraba el verdadero valor de la guirnalda; pero sabía lo bastante para comprender que era de materias más positivas que aquellas de que se forman los sueños, y «de todos modos -decía para sí- mi hija ha soñado con provecho». Su primer cuidado fue advertirle a la niña que guardase el más absoluto secreto; y en cuanto a esto, podía el padre estar seguro, pues poseía aquella criatura una discreción maravillosa con relación a su edad y a su sexo. Después se encaminó hacia la bóveda donde se hallaban las estatuas de alabastro, y observó que sus cabezas se dirigían a un mismo lugar en el interior del edificio. Lope Sánchez no pudo menos que admirar esta discretísima invención para guardar un secreto; tiró, pues, una línea desde los ojos de las ninfas hasta el punto donde se dirigían, hizo una señalita en la pared y se retiró. Durante todo el día la imaginación del jardinero se sintió grandemente agitada. No cesaba de dar vueltas y revueltas por el sitio de las estatuas, convulso y nervioso, no fuera que se descubriese el secreto del tesoro. Cada paso que oía por los próximos lugares le hacía temblar; hubiera dado cualquier cosa por poder volver a otro lado las cabezas de las esculturas, sin tener en cuenta que se hallaban ya mirando en aquella misma dirección durante algunos siglos, sin que nadie hubiera adivinado el objeto.

«¡Malos diablos se las lleven! -se decía a sí mismo-. ¡Van a descubrirlo todo! ¿Se ha visto nunca modo igual de guardar un secreto?» Además de esto, cuando oía que se aproximaba alguien, se iba silenciosamente a otro lugar, no fuera que andando por allí pudiera despertar sospechas. Luego volvía cautelosamente y miraba desde lejos para cerciorarse de que todo estaba seguro; pero la mirada fija de las dos estatuas le hacía estallar de indignación. «¡Y dele! ¡Allí están -decía para sus adentros- siempre mirando, mirando, mirando precisamente adonde no debieran mirar! ¡Mal rayo las parta! Son lo mismo que todas las mujeres; si no tienen lengua con qué charlar, esté usted seguro que hablarán con los ojos.»

Al fin, con gran satisfacción de Lope Sánchez, terminó aquel intranquilo día. Ya no se oía ruido de pasos en los acústicos salones de la Alhambra; fue despedido el último extranjero, la puerta principal cerrada y atrancada, y el murciélago, la rana y la lechuza se entregaron poco a poco a sus aficiones nocturnas en el desierto Palacio.

Lope Sánchez, sin embargo, aguardó a que estuviera bien avanzada la noche, y entonces se dirigió con su hija a la sala de las dos ninfas, a las que encontró mirando tan misteriosamente como siempre al sitio secreto del depósito. «Con vuestro permiso, gentiles damas -dijo Lope Sánchez al pasar por entre ellas-, os voy a relevar del penoso cargo que habéis tenido, y que os debe haber sido bien molesto, durante los dos o tres últimos siglos.»

A seguida se puso a explorar en el punto de la pared que había marcado anteriormente, y a poco quedó abierto un hueco tremendo, en el cual se encontró con dos grandes jarrones de porcelana. Intentó sacarlos fuera, pero hallábanse clavados, inmóviles: hasta que fueron tocados por la inocente mano de su niña, con cuya ayuda los pudo extraer de su nicho, y vio con inefable alegría que se encontraban repletos de monedas de oro morunas, de alhajas y de piedras preciosas. Llevose el buen Lope los jarrones a su cuarto antes de amanecer el nuevo día, y dejó las dos estatuas que los custodiaban con sus ojos fijos todavía en la hueca pared misteriosa.

Lope Sánchez se hizo rico repentinamente de este modo; pero sus riquezas, como sucede siempre, le acarrearon un sinnúmero de cuidados que hasta entonces había ignorado. ¿Cómo iba a sacar su tesoro y tenerlo seguro? ¿Cómo disfrutaría de él sin inspirar sospechas? Entonces, por primera vez en su vida, tuvo miedo de los ladrones, considerando aterrorizado la inseguridad de su habitación y se cuidaba de asegurar las puertas y ventanas; mas, a pesar de todas sus preocupaciones, le era imposible dormir tranquilo. Su habitual alegría le abandonó por último, y ya no bromeaba ni cantaba con sus vecinos; se hizo, en una palabra, el ser más desgraciado de la Alhambra. Sus antiguos amigos notaron en él este cambio y, aunque mostraban compadecerle cordialmente, el caso es que empezaron a volverle la espalda, creyendo que estaba en la miseria y que corrían peligro de tener que socorrerle; otros, sin embargo, llegaron a sospechar que su única desgracia era el ser rico.

La mujer de Lope Sánchez participaba de las tristezas del marido, pero tenía sus consuelos espirituales; pues debemos consignar que, por ser el jardinero un hombrecillo tan ruin, insignificante y de escaso meollo, su esposa acostumbraba a aconsejarse, en todos los asuntos graves, de su confesor fray Simón, un fraile rollizo, de anchas espaldas, barba larga y cabeza gorda, del cercano convento de San Francisco, que era el director y consuelo espiritual de la mayor parte de las buenas mujeres de la vecindad. Era asímismo tenido en gran estima en diversos conventos de monjas, donde le solicitaban como confesor, y de las cuales recibía frecuentes regalitos de golosinas y frioleras confeccionadas en los mismos conventos, tales como delicadas confituras, ricos bizcochos y botellas de exquisitos vinos y licores, que servían al buen padre de maravillosos tónicos después de los ayunos y vigilias.

Fray Simón medraba con el ejercicio de sus funciones. En su grasiento cutis relucía el sol cuando subía por las cuestas de la Alhambra en los días calurosos. Mas, a pesar de su obesidad, demostraba el padre la austeridad de su regla llevando constantemente amarrado el cordón a su cintura; las gentes se quitaban el sombrero, mirando en él un espejo de piedad, y los perros mismos olfateaban el olor de santidad que despedían sus vestiduras, y le saludaban ladrándole desde las perreras cuando pasaba.

Tal era el director espiritual de la bonachona mujer de Lope Sánchez; y como el padre confesor es el confidente doméstico de las mujeres de la clase baja de España fue pronto informado con mucho misterio de la historia del tesoro escondido.

El fraile abrió los ojos y puso una boca tamaña, santiguándose diez o doce veces al saber la noticia; mas después de un momento de pausa, exclamó:

-¡Hija de mi alma! Sábete que tu marido ha cometido un doble pecado contra el Estado y contra la Iglesia. El tesoro de que se ha apoderado pertenece a la Corona por haber sido encontrado en los dominios reales; mas como, por otro lado, es riqueza de infieles, arrebatada de las garras de Satanás debe ser consagrado a la Iglesia. Con todo, ya veremos el modo de arreglar este asunto; tráeme por de pronto la guirnalda de mirto.

Cuando se la trajeron, al buen fraile se le encandilaron los ojos viendo el tamaño y hermosura de aquellas esmeraldas.

-He aquí las primicias de este descubrimiento, que deben dedicarse a obras piadosas. La colgaré en la iglesia como ofrenda delante de la imagen de nuestro señor San Francisco, y le pediré esta misma noche con gran fervor que conceda a tu marido el poder gozar con tranquilidad de sus riquezas.

La buena mujer se alegró mucho de quedar en paz con el cielo bajo condiciones tan razonables, y el fraile, escondiendo la guirnalda debajo de sus hábitos, encaminose con mansedumbre a su convento.

Cuando nuestro buen Lope volvió a su casa le contó su mujer todo lo que había sucedido. Incomodose de lo lindo el jardinero con la intempestiva devoción de su esposa, teniéndole amostazado las frecuentes visitas del fraile.

-¡Mujer! ¿Qué has hecho? -le dijo-. Vas a comprometernos con tus habladurías.

-¿Cómo con mis habladurías? -gritó la buena mujer-. ¿Acaso me querrás prohibir que descargue mi conciencia en mi confesor?

-¡No es eso, mujer! Confiesa todos los pecados que quieras; pero en cuanto a este tesoro, es un pecado solamente mío, y mi conciencia no se siente abrumada por ello de ningún peso.

De nada valía ya el entregarse a estériles lamentaciones; el secreto se había publicado ya, y como agua que cae en la arena, no se podía ya recoger. Su única esperanza estaba cifrada en la discreción del fraile.

Al día siguiente, mientras Sánchez se hallaba ausente, sonó un toque muy quedito en la puerta y se entró fray Simón con su cara humilde y bonachona.

-¡Hija mía! -le dijo- He rezado con grandísima devoción a San Francisco, y ha escuchado mis oraciones. A medianoche se me apareció el santo bendito, en sueños, pero con el rostro como disgustado. «¿Cómo (me dijo) te atreves a pedirme que dé mi permiso para gozar de un tesoro de los gentiles, cuando ves la pobreza que reina en mi capilla? Ve a casa de Lope Sánchez y pide en mi nombre una parte de ese tesoro morisco para que se me hagan dos candelabros para el altar mayor, y luego que disfrute en paz el resto.»

Cuando la buena mujer oyó lo de la visión se persignó con terror, y yendo al sitio secreto donde su marido tenía escondido el tesoro llenó una gran bolsa de cuero de monedas de oro morunas y se las entregó al franciscano. El piadoso padre la colmó, en cambio, de bendiciones, en número suficiente para enriquecer a toda su raza hasta la última generación si el cielo las confirmara; y guardándose la bolsa en una de las mangas de su hábito, cruzó sus manos sobre el pecho y retirose con aire de humilde gratitud.

Cuando Lope se enteró de este segundo donativo a la Iglesia faltó poco para que perdiese el juicio.

-¡Esto no se puede sufrir! -exclamaba-. ¿Qué va a ser de mí? ¡Me robarán poco a poco, me arruinarán y me dejarán, Dios mío, a pedir limosna!

Con gran dificultad pudo su mujer apaciguarlo, recordándole las inmensas riquezas que todavía le quedaban y cuán moderado se había manifestado San Francisco, puesto que se había contentado con tan poca cosa.

Desgraciadamente, fray Simón tenía una extensa parentela que mantener aparte de media docena de rollizos chiquillos, de cabeza gorda, huérfanos y desamparados, de quienes se había hecho cargo. Repitió, pues, sus visitas diariamente, solicitando limosnas para Santo Domingo, San Andrés y Santiago, hasta que el pobre Lope Sánchez llegó a desesperarse, y comprendió que, si no se alejaba de este bendito varón, tendría que hacer donativos a todos los santos del calendario. Determinó, pues, en vista de esto, empaquetar el dinero que le quedaba y marcharse secretamente de noche a otro punto del reino.

Con este objeto compró un arrogante mulo y lo escondió en una tenebrosa bóveda debajo de la Torre de los Siete Suelos; desde este sitio -según se decía- salía por la noche el Velludo, caballo endiablado y sin cabeza, que recorría las calles de Granada perseguido por una jauría de perros de los demonios. Lope Sánchez no tenía fe en semejantes patrañas, y aprovechose del pavor que tales cuentos causaban, calculando, con razón, que nadie se aventuraría a ir a la caballeriza subterránea del espectro fantástico. Durante el día hizo salir a su familia, diciéndole que lo esperase en una aldea lejana de la Vega, y ya bien entrada la noche transportó su tesoro a la bóveda subterránea de la Torre, lo cargó luego en su mulo, lo sacó fuera y bajó cautelosamente por la oscura alameda.

El precavido Lope había tomado sus medidas con el mayor secreto, no dándolas a conocer a nadie más que a su cara mitad: pero, sin duda, efecto de alguna milagrosa revelación, llegaron, a oídos de fray Simón. El celoso padre vio que se le escapaba para siempre de las manos su querido tesoro, y determinó tomarlo por asalto en beneficio de la Iglesia y de San Francisco; por lo cual, cuando las campanas dieron el toque de ánimas y toda la Alhambra yacía en completo silencio, salió de su convento, y, encaminándose hacia la Puerta de la Justicia, se encontró entre los matorrales de rosales y laureles que adornan la alameda. Estúvose allí contando los cuartos de hora que iban sonando en la campana de la Torre de la Vela, oyendo el siniestro graznido de las lechuzas y los lejanos ladridos de los perros de las próximas cuevas de los gitanos.

Al fin percibió un ruido de herraduras, y al través de la oscuridad que proyectaban los árboles distinguió, aunque confusamente, el bulto de un caballo que bajaba por la alameda. El rollizo fraile se regocijaba pensando en la mala jugada que iba a hacer al honrado Lope.

Después de haberse remangado los hábitos y agachado como el gato que acecha al ratón, se mantuvo quietecito hasta que su presa estuvo enfrente de él, y entonces salió de su escondrijo, y poniendo una mano en el lomo del animal y otra en la grupa, dio un salto que hubiera dado honor al más aventajado maestro de equitación.

-¡Ajajá! -dijo el robusto fraile-. Ahora veremos quién gana la partida.

Pero no había hecho más que pronunciar estas palabras cuando el caballo empezó a tirar coces, a encabritarse y dar tremendos saltos, y luego partió a escape colina abajo. En vano trataba el reverendo fraile de sujetarlo, pues saltaba de roca en roca y de breña en breña; sus hábitos se hicieron jirones y su afeitada cabeza recibió tremendos porrazos contra las ramas de los árboles y no pocos arañazos en las zarzas. Para colmo de su terror, vio una jauría de siete perros que corrían ladrando tras él, y entonces comprendió, aunque ya era tarde, que iba caballero en el terrible Velludo.

Nunca cazador ni galgo corrieron una posta más endemoniada que aquélla, por la alameda de la Alhambra, la plaza Nueva, el Zacatín y plaza de Bibarrambla, como alma que lleva el diablo. En vano invocaba el buen padre a todos los santos del calendario y a la Santísima Virgen María; cada nombre sagrado que pronunciaba surtía el efecto de un espolazo, haciendo botar al Velludo hasta los tejados de las casas. Durante toda la noche anduvo el desdichado fray Simón correteando calles contra su voluntad, doliéndole todos los huesos de su cuerpo y sufriendo tan horrible magullamiento que causa lástima el referirlo. Al fin el canto del gallo anunció la venida del día, y lo mismo fue oírle, que volvió pies atrás el fantástico animal y escapó corriendo hacia su Torre. Atravesó de nuevo como una furia la plaza de Bibarrambla, el Zacatín, la plaza Nueva y la alameda de la Alhambra, seguido de los siete perros, que no paraban de aullar y ladrar, mordiéndole los talones al aterrorizado fraile. No había hecho más que apuntar el crepúsculo matutino cuando llegaron a la Torre; aquí la quimérica cabalgadura soltó un par de coces que hicieron dar al reverendo un salto mortal en el aire, mal de su agrado, y desapareció en la oscura bóveda, seguida de la infernal traílla de perros, sobreviniendo el más profundo silencio después de sus horribles clamores.

¿Se le jugó nunca en la vida partida más serrana a un reverendo fraile? Un labrador que iba a su trabajo muy de mañana encontró al asendereado fraile Simón tendido bajo una higuera al pie de la Torre; pero tan aporreado y maltrecho, que apenas podía hablar ni moverse, fue llevado con mucho cuidado y solicitud a su celda, y se cundió la voz de que había sido robado y maltratado por unos ladrones. Pasaron uno o dos días antes de que pudiera moverse, y consolábase entretanto pensando que, aunque se le había escapado el mulo con el tesoro, había atrapado anteriormente una buena parte del botín. Su primer cuidado, luego que pudo valerse, fue buscar debajo de su colchón en el sitio donde había escondido la guirnalda de mirto y la bolsa de cuero que había sacado a la mujer de Lope Sánchez; pero ¡cuál no sería su desesperación al ver que la guirnalda se había convertido en una simple rama de mirto y que la bolsa de cuero estaba llena de arena y de chinarros!

Fray Simón, a pesar de su disgusto, tuvo la discreción de callarse, pues de divulgar aquel secreto habría de pasar forzosamente por un ente miserable a los ojos de la gente y atraerse el condigno castigo de su superior, no refiriendo a nadie su trote nocturno sobre el Velludo hasta que, pasados muchos años, lo reveló a su confesor en el lecho de muerte.

No se supo nada por mucho tiempo de Lope Sánchez desde que desapareció de la Alhambra. Recordábanse con agrado sus condiciones de hombre jovial, explicándose todos generalmente, como hemos dicho, las tristezas y melancolías que se habían apoderado de él antes de su desaparición misteriosa, como consecuencia de un extremo estado de indigencia. Pasados algunos años, ocurrió que uno de sus antiguos camaradas, un soldado inválido que se encontraba en Málaga, fue atropellado por un coche de seis caballos. Detúvose al momento el carruaje y bajó a ayudar a levantar al pobre invalido un señorón ya anciano, elegantemente vestido, con peluquín y espada. Cuál no sería el asombro del veterano al reconocer en este gran personaje a su antiguo convecino Lope Sánchez, el cual iba a celebrar en aquel mismo instante el casamiento de su hija Sanchica con uno de los grandes del reino.

En el carruaje iban los contrayentes. La señora de Sánchez, que también iba allí, se había puesto tan gruesa que parecía un tonel, e iba adornada con plumas, alhajas, sartas de perlas, collares de diamantes y anillos en todos los dedos, y con un lujo asiático que no se había visto igual desde los tiempos de la reina Saba. La niña Sanchica estaba ya hecha una mujer, y en cuanto a belleza y donosura, podría pasar por una gran duquesa y aun también por una princesa. El novio iba sentado junto a su prometida: era un tipo raquítico y, al parecer, hombre gastado, lo cual era señal y prueba de ser de sangre azul, todo un grande de España, con cinco pies apenas de estatura. Estas nupcias habían sido arregladas por la madre.

Las riquezas no habían empedernido el corazón del honrado Lope; hospedó, pues, a su antiguo camarada en su propia casa por algunos días, tratándolo a cuerpo de rey, llevándolo a los teatros y corridas de toros, y regalándole a la despedida, como muestra de cariño, una buena bolsa de dinero para él y otra para que la distribuyese entre sus antiguos compañeros inválidos de la Alhambra.

Lope decía siempre, por supuesto, que se le había muerto un hermano muy rico en América y que le había dejado heredero de una mina de cobre; pero los malignos charlatanes de la Alhambra insistían en afirmar que su riqueza provenía del tesoro que había descubierto en el Palacio árabe y que estaba guardado por dos ninfas de alabastro. Es digno de notarse que estas dos discretas estatuas continúan aún en el día con los ojos fijos en el mismo sitio de la pared; esto ha hecho suponer a muchos que todavía queda dinero escondido en aquel lugar y que bien vale la pena de que fije en él su atención el diligente viajero. Otros -y especialmente las mujeres- miran aquellas esculturas con extrema complacencia, como un monumento perpetuo que demuestra que las mujeres pueden guardar un secreto.




ArribaAbajoMohamed Abu Alhamar, el fundador de la Alhambra

Después de habernos ocupado con alguna extensión de las maravillosas leyendas de la Alhambra, parece obligado dar al lector algunas noticias concernientes a su historia particular, o más bien a la de dos magnánimos monarcas, fundador el uno y finalizador el otro de este bello y poético monumento del arte oriental. Para estudiar estos hechos descendí desde la región de la fantasía y de la fábula, donde se colorea con los tintes de la imaginación, dirigiéndome a hacer investigaciones históricas en los viejos volúmenes de la antigua biblioteca de PP. Jesuitas de la Universidad de Granada. Este tesoro de erudición, tan célebre en otros tiempos, es ahora una mera sombra de lo que fue, pues los franceses despojaron esta librería de sus más interesantes manuscritos y obras raras cuando dominaron en Granada. Todavía se conservan allí, entre sinnúmero de voluminosos tomos de polémica de los PP. Jesuitas, algunos curiosos tratados de Literatura española, y, sobre todo, un gran número de crónicas encuadernadas en pergamino, a las cuales he profesado siempre singular veneración.

En esta vieja biblioteca pasaba sabrosísimas horas de quietud, sin que nadie viniese a perturbarme en mi tarea, pues me confiaban las llaves de los estantes y me dejaban solo para que escudriñase a mi placer; facultades que se conceden muy raras veces en estos santuarios de la ciencia, donde frecuentemente los insaciables amantes del estudio se ven tentados ante la vista de las fuentes de la sabiduría.

En el transcurso de mis visitas recogí estos breves apuntes referentes al asunto histórico en cuestión.

Los moros de Granada miraron siempre la Alhambra como una maravilla del arte, y era tradición entre ellos que el rey que la fundó era poseedor de las artes mágicas, o, por lo menos, versado en la alquimia, por cuyos medios se procuró las inmensas sumas de oro que se gastaron en su edificación. Una rápida ojeada sobre este reinado dará a conocer el verdadero secreto de su esplendor.

El nombre de este primer monarca granadino, tal como está escrito en las paredes de algunos salones de la Alhambra, era Abu Abad'allah -esto es, el padre de Abdallah-, pero se conoce generalmente en la historia musulmana por Mohamed Abu Alhamar -o Mohamed, el hijo de Alhamar- o simplemente Abu Alhamar, con el objeto de abreviar.

Nació en Arjona en el año 591 de la Héjira -1195 de la Era Cristiana-, y era descendiente de la noble familia de Beni-Nasar, o hijos de Nasar. Sus padres no omitieron gasto alguno con el objeto de educarlo para el elevado rango que la grandeza y dignidad de su familia le obligaron a ocupar. Ya los sarracenos de España estaban muy adelantados en civilización, y había centros de enseñanza en las ciencias y en las artes en las principales ciudades, pudiendo allí recibir una sólida instrucción los jóvenes de alto linaje y crecida fortuna Abu Alhamar, cuando llegó a la edad viril, fue nombrado alcaide de Arjona y Jaén, alcanzando gran popularidad por su bondad y justicia. Algunos años después, a la muerte de Abou Hud, dividiose en bandos el poder musulmán en España, declarándose partidarios muchas ciudades de Mohamed Abu Alhamar. Dotado de espíritu ardiente y de gran ambición, aprovechose de esta ocasión, recorriendo el país, siendo recibido en todos los pueblos con aclamaciones de júbilo. En el año 1238 entró en Granada, en medio de los entusiastas vítores de los habitantes; fue proclamado rey con grandes demostraciones de regocijo, y pronto se hizo el jefe de los musulmanes en España, siendo el primero del esclarecido linaje de Beni-Nasar que ocupó el trono granadino. Su reinado fue una larga serie de sucesos prósperos para sus súbditos. Dio el mando de sus numerosas ciudades a aquellos que se habían distinguido por su valor y su prudencia y que eran más estimados del pueblo. Organizó una policía vigilante y estableció leyes severísimas para la administración de justicia. El pobre y el oprimido eran siempre admitidos en audiencia, y los atendía personalmente, protegiéndolos y socorriéndolos. Fundó hospitales para los ciegos, los ancianos y los enfermos y para todos aquellos que no estaban hábiles para trabajar, visitándolos frecuentemente, y no en días señalados ni anunciándose con pompa para dar tiempo a que todo apareciese marchando perfectamente y quedasen ocultos los abusos, sino que se presentaba de pronto y cuando menos lo esperaban, informándose en persona del tratamiento de los enfermos y de la conducta de los encargados de cuidarles. Fundó escuelas y colegios, que visitaba de la misma manera, inspeccionando por sí mismo la instrucción de la juventud. Estableció también carnicerías y hornos públicos para que el pueblo se abasteciese de los artículos de primera necesidad a precios justos y equitativos. Trajo abundantes cañerías de agua a la ciudad, mandando construir baños y fuentes, además acueductos y acequias para regar y fertilizar la Vega. De este modo reinaban la abundancia y la prosperidad en su hermosa ciudad; sus puertas se vieron abiertas al comercio y a la industria, y sus almacenes estaban llenos de mercancías de todos los países.

De tal manera iba Mohamed Abu Alhamar rigiendo sus dominios y con tanta sabiduría como prosperidad, cuando viose de pronto amenazado con los horrores de la guerra. Los cristianos, por este tiempo, aprovechándose del desmembramiento del poder musulmán, principiaron de nuevo a reconquistar sus antiguos territorios. Jaime el Conquistador había tomado ya a Valencia, y Fernando el Santo paseaba sus armas victoriosas por toda Andalucía; este último puso sitio a Jaén, y juró no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad. Mohamed Abu Alhamar, convencido de su impotencia para hacer frente al poderoso monarca de Castilla, tomó una pronta resolución: se fue secretamente al campamento cristiano y presentose al rey Fernando.

-Ved en mí -le dijo- a Mohamed, rey de Granada; confío en vuestra lealtad y me pongo bajo vuestra protección. Tomad todo lo que poseo y recibidme como vasallo vuestro.

Y, al decir esto, se arrodilló y besó la mano del rey en señal de sumisión.

Enterneciose el rey Fernando al ver este ejemplo de confianza, y determinó ser no menos generoso. Levantó del suelo al que era momentos antes su rival, abrazole como amigo y no aceptó las riquezas que le ofrecía, sino que lo recibió como vasallo, dejándole la soberanía de sus Estados a condición de pagarle cierto tributo anual, con derecho a asistir a las Cortes como uno de tantos noble de su imperio y con la obligación de ayudarlo en la guerra con cierto número de caballeros.

No se pasó mucho tiempo sin que Mohamed fuese llamado a prestar su concurso como guerrero, pues tuvo que ayudar al rey Fernando en su famoso sitio de Sevilla. El rey moro salió con quinientos caballeros escogidos de Granada, a quienes nadie aventajaba en el mundo manejando la lanza y el caballo; servicio triste y humillante, pues tenían que desenvainar la espada contra sus mismos hermanos de religión.

Mohamed alcanzó una triste celebridad por su valor en esta conquista, no menos que por el honor de haber influido en el ánimo de Fernando para que dulcificase las crueles costumbres establecidas en la guerra. Cuando en 1248 se rindió la famosa ciudad de Sevilla a los monarcas castellanos, regresó Mohamed a sus dominios triste y taciturno, pues vio claramente las desgracias que amenazaban a la causa musulmana, lanzando con frecuencia esta exclamación que solía decir en momentos de pena y ansiedad «¡Cuán angosta y miserable sería nuestra vida si no fuera tan dilatada y espaciosa nuestra esperanza!»

Cuando el abatido Alhamar se aproximó a su adorada Granada salieron a recibirle sus súbditos, impacientes por saludarle, pues lo amaban como su bienhechor. Habían erigido arcos de triunfo en honor de sus hazañas de guerra, y dondequiera que pasaba lo aclamaban llamándole «El Ghalib», esto es, «El Victorioso». Mohamed movió su cabeza al oír esto, y exclamó: «¡Wa la ghalib ila Allah!» -«¡Sólo Dios es vencedor!»-. Desde entonces adoptó esta sentencia por divisa, y la hizo grabar sobre una banda transversal en su escudo de armas, y siguió siendo en adelante el lema de sus descendientes.

Mohamed había comprado la paz sometiéndose al yugo cristiano; pero sabía que cuando elementos heterogéneos se hallan discordantes y separados por motivos de hostilidad inveterados y profundos, la armonía no podía ser segura ni permanente. Así, pues, siguiendo la antigua máxima «Ármate en tiempo de paz y arrópate aun en verano», aprovechó el intervalo de tranquilidad que disfrutaba para fortificar sus dominios y pertrechar sus arsenales, protegiendo al mismo tiempo las artes útiles, que dan a las naciones riqueza y poderío. Concedió asimismo premios y privilegios a los mejores artistas; fomentó la cría caballar y de otros animales domésticos y la agricultura, aumentando la feracidad natural del terreno por su iniciativa, haciendo que los hermosos valles del reino floreciesen como el más bello jardín. También concedió grandes privilegios al cultivo y fabricación de la seda, hasta que consiguió que los tejidos hechos en Granada sobrepujasen a los de Siria en finura y belleza de producción. Igualmente hizo explotar las minas de oro, plata y otros metales encontrados en las regiones montañosas de sus dominios, y fue el primer rey de Granada que acuñó monedas de oro y plata con su nombre, poniendo gran diligencia en que los cuños estuviesen hábilmente grabados.

Por este tiempo, hacia la mitad del siglo XIII y poco después de su regreso del sitio de Sevilla, comenzó el magnífico Palacio de la Alhambra, inspeccionando él mismo su construcción, mezclándose frecuentemente entre los artistas y alarifes, y dirigiendo sus trabajos.

Aunque tan espléndido en sus obras y grande en sus empresas, era modesto en su persona y moderado en sus diversiones. Sus vestidos no eran fastuosos, sino tan sencillos que no se distinguían de los de sus vasallos. Su harén tenía pocas mujeres, a las que visitaba rara vez; pero las rodeaba de gran magnificencia. Sus esposas eran hilas de los nobles más principales, y las trataba humanitariamente, como amigas y compañeras; y, lo que es más extraño, consiguió que viviesen entre sí en paz y amistad continua. Pasaba la mayor parte del día en sus jardines, y especialmente en los de la Alhambra, que había enriquecido con las plantas más raras y las flores más hermosas y aromáticas, y allí se deleitaba en leer historias o haciendo que se las leyesen, y en los momentos de descanso se ocupaba en instruir a sus tres hijos, a quienes había proporcionado los maestros más ilustres y virtuosos.

Como se había sometido franca y voluntariamente como vasallo tributario de Fernando, permaneció siempre fiel a su palabra, dándole repetidas pruebas de afecto y de lealtad. Cuando aquel renombrado monarca murió en Sevilla, en 1254, Mohamed Abu Alhamar envió embajadores a dar el pésame a su sucesor Alfonso X, y con ellos un ostentoso séquito de cien caballeros musulmanes de alto rango, para que velasen con cirios encendidos alrededor del féretro real en las ceremonias fúnebres. El monarca musulmán repitió este testimonio de respeto durante el resto de sus días a cada aniversario a la muerte del rey Fernando el Santo, e iban de Granada a Sevilla cien caballeros moriscos, asistiendo con blandones encendidos en la suntuosa catedral, rodeando el cenotafio del ilustre difunto.

Mohamed Abu Alhamar conservó sus facultades intelectuales y su vigor hasta una edad muy avanzada. A los setenta y nueve años salió al campo a caballo, acompañado de la flor de sus caballeros, para rechazar una invasión en sus territorios. Al salir el ejército de Granada, uno de los principales adalides que iban al frente de él rompió casualmente su lanza contra el arco de la puerta. Los consejeros del rey, alarmados por este suceso, que consideraban como un mal presagio, le suplicaron que se volviese a su palacio. Cuantos ruegos le hicieron todos fueron inútiles, pues el rey insistió en continuar, cumpliéndose fatalmente el presagio, y -según cuentan los cronistas árabes- Mohamed se vio súbitamente atacado a la caída de la tarde de una enfermedad repentina, faltando poco para que cayese de su caballo. Pusiéronle en una litera, conduciéndole de nuevo a Granada; pero su enfermedad se agravó de tal manera, que se vieron obligados a instalarle en una tienda de campaña en la Vega. Sus médicos estaban consternados, sin saber qué remedio administrarle, falleciendo al cabo de pocas horas vomitando sangre y en medio de las más horribles convulsiones. El infante castellano don Felipe, hermano de Alfonso X, estaba a su lado cuando murió. Su cuerpo fue embalsamado, depositado en un ataúd de plata y enterrado en la Alhambra en un mausoleo de mármol, en medio de los sollozos y lamentos de sus súbditos, que lo lloraron como a un padre.

Tal fue el ilustre príncipe patriota que fundó la Alhambra, cuyo nombre se encuentra entrelazado con sus delicados adornos, y cuya memoria inspira los más gigantescos pensamientos a los que visitan esta desolada mansión de su magnificencia y de su gloria. Aunque sus empresas eran atrevidas y sus gastos inmensos, su erario estaba siempre abundante, dando lugar esta contradicción a la conseja que lo suponía versado en la magia, y a la opinión general de que poseía el secreto de cambiar los metales viles en oro. Los que fijen su atención en la política de este monarca que he consignado aquí se explicarán fácilmente la magia natural y la sencilla alquimia que hacía que su tesoro estuviese siempre nadando en la abundancia.




ArribaYusef Abul Hagig, el finalizador de la Alhambra

Debajo de las habitaciones del gobernador de la Alhambra se halla la Mezquita Real, donde los monarcas mahometanos rezaban sus devociones. Aunque fue después consagrada como capilla católica, conserva todavía restos de su carácter musulmán; pueden verse aún las columnas árabes con sus dorados capiteles y las galerías de celosías para las mujeres del harén, y en sus paredes están mezclados los escudos de armas de los reyes moros con los de los soberanos de Castilla.

En este sagrado aposento murió el ilustre Yusef Abul Hagig, el noble príncipe que terminó la Alhambra, el cual se hizo digno casi de igual renombre que su magnánimo fundador, por sus preclaras virtudes y singulares dotes. Con grata complacencia sacó de la oscuridad en que ha permanecido por tan largo tiempo el nombre de uno de los soberanos de esta dinastía casi olvidada que reinó con esplendor y gloria en Andalucía cuando toda Europa estaba sumida en un estado de barbarie relativo.

Yusef Abul Hagig -o, como se escribe generalmente, Haxis- subió al trono de Granada en el año 1333, y sus prendas personales y dotes intelectuales le ganaron las simpatías de todos, augurándole un reinado feliz y próspero. Era de noble presencia, de extraordinaria fuerza física y dotado de singular belleza; su cutis era excesivamente blanco, y -según los cronistas arábigos- aumentaba su gravedad y majestad dejándose crecer grandemente la barba y tiñéndola de negro. Tenía una memoria prodigiosa y bien enriquecida de ciencia y erudición; era de genio vivo y estaba reputado por uno de los mejores poetas de su tiempo; sus modales eran por todo extremo corteses, afables y urbanos. Yusef poseía el valor personal de las almas generosas, pero su carácter se adaptaba, más a la paz que a la guerra, viéndose extraordinariamente contrariado cuando se veía precisado a empuñar las armas, lo cual sucedía con frecuencia en aquéllos tiempos. Llevaba su benignidad de carácter hasta la práctica misma de la guerra, prohibiendo toda crueldad innecesaria y desviviéndose por poner a salvo a las mujeres, niños, ancianos, enfermos, religiosos y personas de vida ejemplar y escogida.

Entre sus empresas desgraciadas se cita la campaña que emprendió en compañía del rey de Marruecos contra los reyes de Castilla y Portugal, y que concluyó con la derrota de la memorable batalla del Salado, cuyo desastroso revés fue un verdadero golpe de muerte para el poder musulmán en España.

Después de esta derrota obtuvo Yusef una larga tregua; durante ese tiempo se consagró a la instrucción de su pueblo y al perfeccionamiento de sus costumbres y de su cultura. Con este objeto estableció escuelas en todas las aldeas, con sencillos y uniformes métodos de educación; obligó a cada pueblecillo de más de doce casas a que tuviese una mezquita, y prohibió los varios abusos e irreverencias que se habían introducido en las ceremonias religiosas y en las fiestas y diversiones públicas. Cuidó celosamente de la policía de las ciudades, estableciendo rondas nocturnas y patrullas, e inspeccionando todos los asuntos municipales. Desplegó un vehemente celo por concluir los edificios arquitectónicos comenzados por sus antecesores, e hizo levantar otros de nueva planta. Concluyó también de edificar la Alhambra, comenzada por el ilustre Abu Alhamar, y construyó la elegante Puerta de la Justicia, que forma la entrada principal de la fortaleza, la cual se concluyó en 1348. Embelleció asimismo muchos de los patios y salones del Palacio, como lo atestiguan las inscripciones que hay en el recinto, en las que se repite con gran frecuencia su nombre. Edificó también el hermoso Alcázar de Málaga, convertido ahora por desgracia en un montón de ruinas, siendo muy probable que presentase su interior el mismo aspecto de elegancia y magnificencia que la Alhambra.

El carácter de un soberano refleja fielmente el de su época. Los nobles de Granada, imitando el elegante gusto de Yusef, adornaron aquella ciudad de suntuosos palacios, cuyos salones ostentaban pavimentos de mosaicos, paredes y cúpula de finísimas labores en estuco y delicadamente doradas y pintadas de azul, rojo y otros brillantes colores, o incrustadas primorosamente de cedro y otras maderas preciosas, de los cuales han sobrevivido modelos en perfectísimo estado de conservación después de algunos siglos. La mayor parte de las casas tenían fuentes que arrojaban surtidores de agua, refrescando el puro ambiente, y torrecillas de madera o mampostería curiosamente edificadas y adornadas, y cubiertas con chapas de metal que reflejaban brillantemente los espléndidos rayos del sol. Tal era el refinamiento y delicado gusto arquitectónico que predominaba entonces en la culta capital del reino granadino, refinamiento que dio origen a este bellísimo símil de un escritor arábigo: «Granada, en los tiempos de Yusef, era un vaso de plata cubierto de esmeraldas y de jacintos».

Una anécdota sencilla bastará para poner de relieve la magnanimidad de este generoso monarca. Ya iba a expirar la larga tregua que siguió a la batalla de Salado, y todos los esfuerzos de Yusef por ampliarla habían sido vanos. Su enemigo mortal, Alfonso XI de Castilla, salió al campo con un gran ejército y sitió a Gibraltar. Yusef tomó las armas con gran repugnancia y envió tropas para socorrer la ciudad; pero en medio de su angustia, tuvo confidencias de que su temible enemigo había muerto víctima de la peste. Pues bien; este noble príncipe, en vez de manifestarse contento y regocijado por tal acontecimiento, no tuvo ánimo sino para recordar las grandes cualidades del difunto, y exclamó enternecido con generosa tristeza «¡Ay! ¡El mundo ha perdido uno de sus mejores príncipes! ¡Era un soberano que reconocía el mérito lo mismo en sus amigos que en sus enemigos!»

Los cronistas españoles ensalzan a una este rasgo de nobleza de alma. Según refieren éstos, los caballeros moros participaron del sentimiento de su rey y llevaron luto por la muerte de Don Alfonso. Aun los mismos moros de Gibraltar, que habían sido tan hostilmente sitiados, cuando supieron que el monarca enemigo había muerto en su campo, determinaron por voto unánime no hacer entonces ninguna escaramuza contra los cristianos.

El día en que aquéllos abandonaron el sitio y partió el ejército con el cadáver de Don Alfonso salieron los moros en gran número de Gibraltar y presenciaron mudos y melancólicos la triste ceremonia. El mismo respeto a la memoria del difunto observaron todos los jeques musulmanes fronterizos, permitiendo el paso a la fúnebre comitiva que llevaba el cuerpo del cristiano monarca desde Gibraltar hasta Sevilla1.

Yusef no sobrevivió mucho tiempo al enemigo que tan generosamente había llorado. En el año 1354, estando orando cierto día en la Mezquita Real de la Alhambra, se arrojó sobre él repentinamente un maniático y le clavó una daga en el costado. A los gritos del rey acudieron los guardias y cortesanos, y le encontraron bañado de sangre y presa de horribles convulsiones. Fue llevado inmediatamente a las habitaciones reales, donde expiró al poco tiempo. El asesino fue descuartizado y sus restos quemados públicamente para satisfacer el furor popular.

El cadáver del monarca fue depositado en un soberbio sepulcro de mármol blanco, en el cual recordaba sus virtudes un extenso epitafio en letras de oro sobre fondo azul que decía de esta manera:

Aquí yace un rey y un mártir, de ilustre linaje afable, sabio y virtuoso; renombrado por sus prendas personales y su delicado trato, cuya clemencia, piedad y benevolencia eran alabadas en todo el reino de Granada. Fue un gran príncipe, un ilustre capitán, una tajante espada de los musulmanes, un valiente abanderado entre los más poderosos monarcas, etc., etc. (N. del T.)



La mezquita en que resonaron los gritos moribundos de Yusef existe todavía; pero el mausoleo que recordaba sus virtudes desapareció ha ya mucho tiempo. Su nombre, sin embargo, permanece escrito en los adornos de la Alhambra, y vivirá perpetuado mientras dure esta renombrada fortaleza, en cuya suntuosidad y embellecimiento cifró su mayor orgullo, y a la que miró siempre como la soberana de sus delicias.





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