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Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares de España

Gregorio Romero y Larrañaga



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ArribaAbajoRecuerdos de mi patria


ArribaAbajoPrólogo del Editor

Bosquejar los rasgos característicos de esta nación grande, memorable y poética por excelencia, haciendo familiares al pueblo los preciosos recuerdos de sus mejores tiempos, es un pensamiento que se recomienda no sólo como altamente nacional sino también como útil e interesante.

El Editor espera que el público que tan favorablemente a acogido otras obras de este joven y acreditado poeta, tendrá en no menor estima esta nueva publicación.




Introducción



  Venid, venid en torno del Trovador que canta,
hora que alumbra el fuego del chispeante hogar;
veréis al dulce estruendo que su laúd levanta
los siglos ya pasados su tumba abandonar.

   Y enderredor girando de la sonante lira  5
formar grupos diversos sus sombras en tropel;
y humildes al aliento que al Trovador inspira
veréis como se visten su púrpura o broquel.

   Veréis tornarlos tiempos de magos y hechiceras,
sus fábulas medrosas, su infiel superstición,  10
con las querellar, graves, ensueños y quimeras
de un pueblo, hasta en sus vicios de ardiente exaltación.

   Veréis como se ostentan de nuevo gigantescos
los fuertes y castillos de la época feudal;
las góticas capillas, los templos arabescos,  15
de los valientes moros recuerdo inmemorial.

   Veréis las medias lunas en frente de las cruces
flotando en las almenas, por cima del pendón:
poblados los amenos dominios andaluces,
de ejércitos que inflama su hermosa religión.  20

   Veréis las diestras trazas, caballerosos lances,
empresas e hidalguías de nuestra media edad,
que hoy sueños nos parecen de lánguidos romances
y que eran ¡ay! entonces magnífica verdad.

   Veréis rasgar las nubes los célebres azores  25
y allá en sus cetrerías sesteando el paladín:
la altiva castellana desde altos miradores,
oyendo de sus pajes el suave bandolín.

   O ya las romerías de amantes peregrinos
que buscan de sus almas la paz en su Patrón;  30
o ya las aventuras de infames asesinos
que cruzan en las noches por medio del turbión.

   Sabréis los altos hechos maravillosos, grandes
de mil hijos de España, su orgullo y su sostén,
que allá en la culta Italia, y en la guerrera Flandes  35
ciñeron de laureles su generosa sien.

   Las fiestas populares, curiosas ya por viejas
veréis con sus estilos de rancia antigüedad:
las doctas tradiciones, leyendas y consejas
que fueron otros días pasmosa realidad.  40

   Acaso si algún hijo de playas españolas
sus lances de fortuna pasó de allende el mar,
también navegaremos por las revueltas olas
que van del reino extraño la arena a salpicar.

   Y tanto que aun crucemos las mágicas florestas  45
que Atala con sus ayes tristísimos hirió,
en pos de las historias risueñas o funestas,
que allá en sus soledades el tiempo sepultó.

   Corred, bellas, sentaos en torno de su lira,
mirad por ese prisma que aclara la ilusión:  50
su patria, España hermosa, su corazón admira,
que beba en vuestros ojos la dulce inspiración.

   Le basta en recompensa, si alguna vez contando
lances que ya ha sentido por ciertos vuestro amor,
cerráis su pobre historia, llorosas recordando  55
el canto misterioso del dulce Trovador.




ArribaAbajoLucrecia la de Sevilla

Leyenda caballeresca del siglo XVI





- I -

En una tarde de abril,
deliciosísima tarde,
no tengo presente el año
pero muchos años hace;
en la vega deleitosa  5
del humilde Manzanares
río pobre en sus corrientes,
pero en su renombre grande,
pues su orilla es celebrada
por ser cuna favorable  10
de las hermosas, según
nacen en ella deidades;
que aunque sólo en el Oriente
las circasianas encanten;
y aunque no hay tan bellos ojos  15
como son los orientales;
aunque Málaga y Jerez
sin ser del Oriente parte,
son en materia de hermosas
fuentes ricas y abundantes;  20
y pasan las de Granada
por ser hurís celestiales,
y las damas de Valencia
por las damas más notables;
las arenas de este río,  25
el imperio se reparten
en punto a mirar hermosas,
en sus mágicos raudales.
Y no extrañéis que prodigue
encarecimientos tales  30
a las bellas de mi patria;
que no fueran disculpables,
a no ser tanto el hechizo
de sus ojos virginales,
las demandas y tragedias  35
que desde añejas edades
por alcanzar un suspiro
bañaron su suelo en sangre.
En aquella hora del día
en que los rojos celajes,  40
ciñen un lazo de fuego
sobre la frente gigante
del horizonte extendido,
y en que variados cambiantes
tornasolan en las aguas  45
brilladoras y fugaces,
los últimos rayos tibios
de un sol, que en destellos suaves
va prodigando su luz
a los montes y a los valles,  50
gozándose en detener
su cabeza agonizante
mayor tiempo, por mirar
el mundo de donde parte,
en ese momento, pues  55
de armonía inimitable
en que parece que el ruido
de las ondas es más fácil,
el olor de las praderas
más sentido y agradable,  60
más blando el son de las ramas,
más triste el son de los aires,
más rico el manto de flores,
más amorosas las aves,
dos damas están sentadas  65
del pobre río en la margen.
Las olas leves, parece
que entre sus pies se deshacen,
y así el tocar en la orilla
es sólo para besarles;  70
porque acaso agradecido
el río, querrá pagarles
con la espuma que salpica
sus mantos cual blanco encaje,
el ver que aumentan sus ojos,  75
la copia de sus caudales.
La más hermosa, y por cierto
que la que es más no se sabe,
pues de ambas celoso el sol,
se hundió en el ocaso aun antes,  80
es morena, alta y delgada,
de graciosos ademanes.
Las azucenas y el lirio
en el color de sus carnes
su pura esencia confunden  85
en graduación admirable.
La sonrisa es hechicera,
tan bella, y tan insinuante,
que los amores dichosos
sus nidos en ellas hacen.  90
No es mucho en concha de perlas
y entre un ramo de corales
que anide amor, si otra concha
fue la cuna de su madre.
Sus ojos son dos estrellas;  95
cuando en luz agonizante,
vierten tranquilas miradas,
no hay alma que no desmaye,
y en su lumbre moribunda,
no tema que al fin se apague  100
un corazón tan hermoso
que despide albores tales;
cuando fogosas e inquietas,
en fuego inspirado se arden,
se espera que sus dos soles  105
todo el universo abrasen.
Sus maneras, aunque nobles,
son atrevidas y audaces:
su edad, la del rostro apenas
cinco lustros la señale;  110
más se presume en razón
que de siete lustros pase.
Su amiga es joven y hermosa,
tan sencilla, tan amable
que acaso sirvió en sus sueños  115
al pincel de Miguel Ángel
para sus vírgenes bellas,
de tierna y divina imagen.
-«¿Y dices tú, dulce amiga,»
la preguntó con donaire  120
la niña de azules ojos
a la dama, «qué le hablaste
a ese señor don Gonzalo,
por primera vez en Flandes?»
-«Camila, sí.» -«¿Por qué lloras?  125
¿Es, Lucrecia, inconsolable
tu dolor? ¡Poco en mí fías
pues me ocultas tus pesares!
Si ellos no admiten remedio
no busco yo remediarles,  130
que hay penas en que el llorar
es lo que más satisface.
Pero al menos, ya que sé
que te lastiman tus males,
quiero mezclar mis suspiros  135
con el clamor de tus ayes.»
La estrechó entonces Lucrecia
contra su seno oscilante;
y no quedaran aquí
de su afecto las señales,  140
a no reparar las gentes
que se paran a observarles.
Que aunque buscaron de intento
el más oculto paraje,
y de la fiesta y bullicio,  145
el que hallaron más distante,
como es noche de verbena
fluctúan por todas partes
las parejas y los grupos,
de las danzas populares.  150
Y es tan crecido el tropel,
que embaraza lo bastante
para tener por estrechas
las anchas extremidades
del soto ameno y frondoso;  155
y para que así se ensanchen,
como las olas de un mar,
a límites tan distantes
de la sagrada capilla
de S. Antonio, al que aplauden,  160
y por quien es la verbena,
la concurrencia, y los bailes.
Son tan añeja costumbre
en ciertas festividades,
a guisa de romería,  165
estos campestres solaces,
que en ellos lo más florido
de la corte se distrae.
Jamás se falta a lo honesto
en punto de libertades,  170
las bellas damas platican
con los garridos galanes;
el rebozo no embaraza,
ni se torna por ultraje,
que los que no se conocen  175
allí se miren y se hablen.
Las dueñas allí no acechan,
ni son espías los pajes,
que el campo y la noche dan
extrañas seguridades.  180
Y como no hay atrevidos
que el mudo recato asalten,
se admiten cortesanías,
sin responder con desaires;
y requiebros, y los dulces,  185
del primero que los mande.
Y así, excusando algún duelo
entre donceles rivales,
(lo que mención no merece,
donde los hay tan amantes,  190
y haber cursado los más
en las escuelas de Marte,
donde aun les cabe por gala
hacer del valor alarde.)
Jamás tamañas licencias  195
causaron temeridades.
Y el no encontrar, con las damas
quien se atreva a propasarse,
es que acaso les contenga,
que haya tantos capitanes,  200
caballeros tan cumplidos,
que no excusaran mil lances
por vengar en los villanos
sus licencias y desmanes.
Pusiéronse en pie las damas,  205
y con lentos pasos graves,
tomaron por el camino
que al campo del Moro sale.
La confusión de las gentes,
la variedad de los trajes,  210
ni una mirada las roba
ni de su andar las retrae;
y eso, que son tan vistosos
que causa hechizo mirarles.
Sombreros de larga falda,  215
con retorcidos plumajes,
anchas valonas caídas
sobre los coletos de ante.
Ya capotillos airosos
ferreruelos y gabanes:  220
ya capas de inmenso vuelo
que hasta sus espuelas caen.
Botas de fieltro con vueltas,
en casi la mayor parte;
y medias de mil colores  225
lazos, cintas, alamares:
cruces de ser caballeros,
a medio codo los guantes,
y asomando por el cinto
del puño los gavilanes,  230
todo esto da a los hidalgos
cumplido y marcial realce.
Las camisolas rizadas,
de las damas, los encajes
de las golas, que en cañones  235
sin que su cuello embaracen
forman un blanco dosel
en que sus rizos descansen,
que en trenzas cortas les cuelgan
partidos en dos mitades;  240
jubones acuchillados,
petos de punta adelante
sendas sayas de Cambray,
tocas tan largas que arrastren,
negras porque entre ellas más  245
su blanca color resalte,
completan de aquella escena,
el movimiento incansable,
y del cuadro pintoresco
el mágico paisaje.  250
La campana de la ermita
da las seis. Luces errantes
van de pronto apareciendo,
entre los verdes ramajes
de los troncos populosos,  255
de que cuelgan los cristales
de los pintados faroles
que las luminarias traen.
Puéblase el campo de luces,
y el crepúsculo agradable  260
va enmarañando las sombras
porque alumbren más brillantes.
De pronto se oyen ruidosos,
confusos gritos mezclarse,
y un eco formaron ronco  265
que turbó la paz del valle,
«¡Fuego! ¡Fuego!» -Otras cien voces
lo repitieron distantes.
La campana de la ermita
tocó a rebato; y voraces  270
poco después ya las llamas
sobre la techumbre salen.
En aquel punto, cruzaban
tan cerca de sus umbrales,
las dos damas, que por fuerza,  275
bajo sus mismos pilares
el gentío que avanzaba,
las obligó a refugiarse.
A poco tiempo, observaron
que un doncel de buen semblante,  280
mozo en años, bien dispuesto,
vigoroso, atento, y ágil,
una mujer desmayada
sobre sus hombros de Adlante
sostenía, procurando,  285
cual rauda y velera nave
que rompe las rudas ondas
de los tormentosos mares,
traspasar aquel tropel
de la turba innumerable.  290
Le vio Lucrecia al pasar;
y creyendo desmayarse
apoyó en su tierna amiga
la pálida sien. -«¡Ah! ¡infame!»
(Gritó con furia.) ¿Le ves?  295
¡Es Federico!... ¡Es su amante
sin duda! -Es verdad; es tu hijo.
-¡No, Camila; no le llames
hijo mío! -¿Cómo no?
-¡Cómo es hijo de otros padres!  300
¡Mas ah! sigamos sus pasos,
si no quieres que me mate
el pesar: que ya sabrás
historias ¡ay! que te pasmen.


- II -

   Don Juan, don Luis, ¿qué he de hacer?  305
Aconsejadme por Dios;
si amigos me sois los dos
ampararme es un deber.
-Federico, bien seguro
de nuestra amistad os veis;  310
y pruebas grandes tenéis
de que es franca: os aseguro,
que mi opinión es volverla
a sus padres, y aliviar
de esta manera el pesar  315
que habrán sentido en perderla.
-Lo mismo imagino yo.
-Don Luis, en vano. -¿Por qué?
-Mil cosas la pregunté
y a nada me respondió.  320
Llegando a tanto el dolor
de la infelice señora,
que a un nuevo desmayo ahora
quedó rendida, y mayor.
-Pero, ¿y nada habéis sabido  325
de sus padres? -No, don Juan.
-¿Ni averiguó vuestro afán
tampoco donde ha vivido?
   -Ni aun ella misma lo sabe,
pues es aquí forastera:  330
ayer llegó. -¡Quién pudiera
remediar lance tan grave!
   -Lo que sí puedo deciros,
que postrada al accidente
hablaba lánguidamente  335
entre quejas y suspiros;
   y sea delirio, o sea
que en él pensaba, ¡ay de mí!
Dos veces, «Guevara» oí,
y después «Lope de Urrea.»  340
   -Un don Gonzalo Guevara
servía en mi regimiento.
-Guevaras conozco ciento.
Esto el empeño no aclara.
   -El caso es que una doncella  345
joven hermosa y honrada,
se encuentra en una posada;
y un mozo, y doncel con ella.
   Y que es tan fácil manchar
de la honra el limpio crisol,  350
como difícil al Sol
su lumbre hermosa apagar.
   Mi edad, mi genio vehemente,
y aun mi marcial profesión,
darán mayor ocasión  355
a ese vulgo maldiciente.
   En fin que si aquí se hospeda
dirán la dejo afrentada:
y que su fama de honrada
sobre mi lecho se queda.  360
   -Si no sabéis donde mora,
ni si tiene deudo o padre,
¿qué otro medio habrá que os cuadre?
-Eso es lo que el alma ignora.
   -Y aunque la llevarais ya  365
a encomendarla al Mayor
de nuestros tercios, su honor
no por eso ganará.
   Pues no será menos cierto
que en vuestro lecho durmió,  370
y que un Doctor la sangró.
-¡Gracias a él que no haya muerto!
   ¡Mas ah! debí preferir
que expirase... -¡No, no amigo!
-A que la viese un testigo...  375
-Un testigo, que a decir
la verdad, sólo dirá,
que os vio asistirla en efeto,
y que le admiró el respeto
con que la hablasteis. -¡Quizá!  380
Mas, confesad fue imprudencia.
¿No es verdad, don Luis? -Yo no
la tengo por tal. -Ni yo;
si no precisa asistencia,
fue entonces imprudente acaso  385
quien por salvar una dama
desmayada, entre la llama
se abrió con valor el paso,
   con tal riesgo de su vida,
que aunque la ayudó tan luego,  390
¿quedó ceniza del fuego
su toca ya consumida?
   -¡Es verdad: don Juan, don Luis
cual mi dolor consoláis!
¿Mi proceder disculpáis?  395
-Sin razón os afligís.
¿Largo tiempo no estuvimos
junto a la ermita esperando
que la vendrían buscando,
hasta que al fin, conocimos  400
que era exponerla a la muerte
prolongar ya mayor rato
el convulsivo arrebato,
de un parasismo tan fuerte
   pues si todo esto es verdad,  405
vivid con ella tranquilo;
que en prestarla un noble asilo
no afrentáis su calidad.
   Y además, sin que esto pase
ni aun a consejo siquiera;  410
y si tanto os condoliera
que su honor se mancillase,
   bien sabéis por cosa llana
que hay reparación vistosa,
con llamarla vuestra esposa:  415
Federico, hasta mañana.


- III -

   Son las diez del otro día,
y aún el rumor de la fiesta
se escucha del Manzanares,
en las frondosas riberas.  420
Mas ya la gente cansada
de pasar la noche en vela,
mustia, ojerosa, y rendida,
forma dos anchas hileras
al retirarse en tropel  425
por el largo de la cuesta,
que por nombre inmemorial
se llama la de la Vega;
donde el cubo ennegrecido
de un corto lienzo de almena  430
la imagen de aquella virgen
soberana representa,
que ahuyentó de la morisma
las escuadras altaneras.
La ermita del Santo, está  435
casi la mitad por tierra;
Y aún las quemadas paredes
en los montones humean.
Junto a los negros escombros,
solos dos hombres pasean;  440
y alguna vez sus miradas
entre furiosas y tiernas,
se clavan por un momento
en aquel montón de piedras,
cual si pensaran hallar  445
alguna reliquia entre ellas.
   El traje que visten, es,
de personas de gran cuenta,
según dicen los aromas
de sus guantes y melenas,  450
y según reluce el oro
de los pinchos de su espuela.
   Ancianos son; y uno de ellos
acaso demás lo sea,
pues el peso de los años,  455
rinde su blanca cabeza,
que escasa de nobles canas
sobre el coleto se asienta,
hasta que impide la barba
que más adelante venga;  460
semejando un tronco añoso
que ha encorvado la tormenta.
   El otro es fiero y erguido,
y su porte y gentileza
desmiente el rugoso sello  465
de su frente macilenta.
Altivo levanta el rostro
como haciendo alarde muestra
de dos ojos, que aunque ocultos
bajo sus pobladas cejas,  470
fingen dos vivos volcanes,
que entre nieve centellean.
Azules son, por formar
armonía más perfecta
con la color sonrosada  475
de sus mejillas aún frescas.
Dos horas van de silencio,
y dos horas que no cesan,
de recorrer los escombros,
y de mirar sus arenas;  480
y en tan rara suspensión
ignoro cuanto estuvieran,
a no llegar un soldado
y entrégales una esquela.
El más anciano, leyó,  485
del sobre escrito las señas.
«De una amiga, a don Gonzalo
de Guevara, Artel y Urrea.»
Recorrió con avidez
las breves líneas que encierra;  490
prosiguió de esta manera.
«El ser Urreas los dos
me hizo tomar la licencia
de ver la carta, sin ver
que a don Gonzalo es la muestra,  495
pero me huelgo ser ya
quien os dé tan buenas nuevas,
y exijo de vos albricias
por las que a mi parte quepan.
Vive Eloísa. -¡Es posible!  500
-Con un doncel se aposenta;
y aseguran que la trata,
con respeto y con decencia.
-Ah señor, dejad al menos
que alguna lágrima viertan  505
estos ojos, ya que tantas
mi fiel corazón anegan.
Gracias, mil gracias os doy.
¡Quién duda de Dios blasfema!
-¡Sí, don Gonzalo; no falta  510
al triste la Providencia!
Ahora preparad el alma,
don Gonzalo, toda entera,
para aposentar su dicha,
y aun dudo que la contenga.  515
¿Conocéis una señora
de Sevilla? -¡Ah... sí! -¿Lucrecia?
-Ese es su nombre, don Lope.
¿Y esta carta? -Es cierto, es de ella.
-Dadme. -Tomad, y advertid  520
si es vuestra dicha completa.
-¿Cómo? ¡Mi hijo! ¡mi hijo amado,
me prometen que le vea,
y que hoy mismo, entre mis brazos
le estrecharé con terneza!  525
Corramos, señor, corramos,
porque temo de mi estrella
según fue siempre enemiga,
que dejó de serme adversa
porque al darme un desengaño  530
me mate así más apriesa.
Este hijo amado, fue el fruto
de mis pasiones primeras;
el que he llorado perdido
desde que nació a la tierra:  535
¡cuyo recuerdo alentaba
mi entusiasmo en la pelea;
por quien estimaba tanto
mis títulos y riquezas!
Como era hijo natural,  540
me instaba aun más la conciencia
a que pagase en el hijo,
lo que le resté por deuda
a su madre, en no elegirla
por mi esposa, y compañera.  545
Mas ya sabéis se terció
de mi amor en competencia
aquel alférez francés;
y aunque se quedó en sospechas,
para un hombre como yo  550
bastaba sólo tenerlas.
Cesaron nuestros amores,
partiose altiva y resuelta
aquella mujer llevando
el fruto de nuestras penas,  555
sentida en que la ofendí
cuando dudé de quién era.
Y aunque después procuré,
sin excusar diligencias,
averiguar su retiro,  560
se ocultó de tal manera
que aun me ha dejado, ¡ah cruel!
ignorar de su existencia.
Llegando a tan alto punto
su energía o su soberbia,  565
que algunas cuantiosas sumas
que giré sobre Venecia
(pues sospeché que en su patria
acaso algún deudo tenga,)
a su nombre, con el fin  570
de prevenir su miseria
a favor de un Federico
he sabido dejó impuestas
en el banco, y sin tocar
ni un escudo de las letras.  575
¡Y acaso ese Federico
será la perdida prenda
de un amor que quince inviernos
en mi corazón no hielan!
Don Lope no creo en esto  580
que vuestro respeto ofenda,
pues de caberos mancilla,
me cabría a mí la mesma.
Dígolo porque ya somos
deudos los dos tan de cerca,  585
como lo está el que es esposo
de la inocente hija vuestra.
Que aunque no hace un sol cumplido
que nos enlazó la iglesia,
y aunque a poco de ser mía,  590
nos sucedió su tragedia;
corre ya vuestro apellido
con el mío de mi cuenta.
-Don Gonzalo, vanas son
aquí excusas ni protestas.  595
No puede extrañarle a un padre
de otro padre la flaqueza;
y yo por mí, os aseguro
que en extremo me interesa
hagáis legítimo al hijo,  600
por acallar la conciencia.
-¿Y Eloísa que dirá?
-Es mi sangre. -¡Que grandeza!»
A largo paso subieron
del Alcázar por la senda  605
que cruza el campo del Moro
al cubo de la Almudena.


- IV -

   Perdón, Señora, perdón.
-¿Por qué no me ha herido un rayo
si el volver de mi desmayo  610
es por ver mi perdición?
Caballero fementido...
-Señora. -De ruin linaje;
¡no valía tu hospedaje
mi pobre honor que has perdido!  615
Dejárasme allí morir,
inocente y desdichada:
¡porque vivir afrentada,
me es imposible vivir!
¡Noble hazaña de un león,  620
esperar a que durmiera
la tierna y blanca cordera
para herir su corazón!
¡Ay de mí! ¿sabes quién soy,
y que esta pobre mujer,  625
la más venturosa ayer
es la más infeliz hoy?
   -Nada sé, sino que os vi:
y en mal hora debió ser
pues en tus ojos ayer  630
alma y sentidos perdí.
   ¡La soledad, el secreto,
tu hermosura y la ocasión
triunfaron de un corazón,
que era noble, lo prometo!  635
   ¡Pero fue débil contigo,
por mengua y desdicha mía;
mi conducta ha sido impía,
y yo también la maldigo!
   Y si deseas vengar  640
la amargura de tus penas,
con la sangre de mis venas
yo te la quiero comprar.
   ¡Mas si otro remedio alcanza,
que yo tendré a gran favor,  645
concédeme de tu amor
la lisonjera esperanza!
   Mi vida te sacrifico;
a tus pies quiero expirar
si rehúsas perdonar  650
a un esposo en Federico.
-¡Imposible! ¡ah! ¡desdichado!
-Soy aunque hijo natural,
caballero principal
que en la lid me he conquistado  655
un nombre que no tenía,
y un blasón en mi cuartel;
¡en cuanto a adorarte fiel
no haré mucho, hermosa mía!
   Respóndeme; ¡sí, por Dios!  660
¿Quieres seguirme al altar?
-¡Cielos! ¿No oíste llamar?
-Un golpe han dado: ahora dos.
-Ya suben. Pienso que sí:
¡y aún de armas se escucha el ruido!  665
-¡Cielos! ¡Él! -¿Quién? -¡Mi marido!
-¡Su marido! ¡La perdí!


- V -

   Lucrecia, Señora, os digo
que me aterra vuestra vista:
¡que sois el ángel del mal  670
que se goza en mis desdichas!
-Federico, cesa, cesa,
que te enfurecen tus iras;
y el hacer llorar un alma
tan débil como la mía,  675
no es de tu buen corazón
empresa gloriosa y digna.
-¿Pero qué te hice, mujer
para que así me persigas?
¿Por qué te gozas en ver  680
que he perdido mi Eloísa?
Y lo que es más, ¿por qué fuiste
tan cruel, tan mi enemiga,
que el que lo avisó a su esposo
fuiste, señora, tú misma?  685
¿Eras tú la que por madre
me hiciste adorar un día?
¿La que los sueños dichosos
de mi inocencia tranquila,
llorando junto a mi cuna,  690
en amorosa vigilia
guardabas con tierno afán,
temerosa por mi vida?
¿Fuiste tú la que en tus brazos
entre amorosas caricias  695
puras, porque entonces lo eran
las que yo te merecía,
hiciste apuntar el bozo,
con tus hermosas sonrisas
sobre mis labios de niño  700
que tu nombre bendecían?
¡No, no eres tú, por desgracia,
la sensible y dulce amiga
que gravó en mi corazón
de la virtud las semillas!  705
¡Sin duda que sueños son
de mi loca fantasía,
aquellos tiempos perdidos
de tan sublimes delicias!
Que como sueños felices  710
tan brevemente se olvidan;
y como en la edad del niño
la ilusión todo lo anima;
por eso el que la recuerda
la recuerda tan divina,  715
mas no puede asegurar
si fue verdad o mentira.
-¡Federico, ah! Federico;
no sabes cuánto lastiman
el alma de una mujer  720
las quejas de la injusticia.
Todos esos que recuerdas
sueños de glorias perdidas,
fueron verdad, como son
verdaderas tus perfidias.  725
Si gozas en que otra vez
los azares te repita
de mi historia desdichado,
gózate pues en oírla.
Sabes que noble nací,  730
mas los cielos de Sevilla
dieron un alma de fuego
en el cuerpo de una niña.
Las guerras de Flandes, fueron
pronta ocasión de mi ruina,  735
pues me robaron mi padre.
Huérfana, pobre, sin guía,
entregué mi corazón
a la ventura. Benigna
dispuso entonces mi estrella,  740
que fuese un hombre de estima,
don Gonzalo de Guevara
y Urrea, en la infantería
española capitán,
quien con honrosa hidalguía  745
de mí se compadeciese
alzándome tan arriba,
que ya iba a hacerme su esposa
aunque para él tan indigna.
Celos injustos causaron  750
desazones imprevistas;
y el orgullo en las mujeres,
que es planta que no se inclina
cuando injustamente hollado
por tierra se les derriba,  755
me decidió a separarme
de sus recelos sentida,
aunque era madre, y aunque era
aquella ocasión propicia,
para esperar que su mano  760
legitimase cumplida
el fruto de unos amores
que dieron flor entre espinas.
-Lucrecia, Lucrecia, y bien,
¿soy yo ese hijo? ¡ah! No prosigas  765
sin descifrarme aquí mismo
tan interesante enigma.
-Ofrezco decirlo, sí.
-Pues a que aguardas remisa.
Una palabra te basta,  770
una sola: ¡dila!... ¡dila!
-¡Federico! -¡Ya conozco
que no lo soy! ¡No querría
una madre ver el ansia
que mi pecho martiriza!  775
Estas lágrimas ardientes
en su seno caerían,
y ahogaran su triste voz.
¡Oh! ¡que el cielo te maldiga!
-¡Maldecirme! ¿por tu boca?  780
Esa sentencia retira,
¡por Dios! ¡por mí, Federico!
¡Por tu madre! -¿Me suplicas?
¡Sí: levanta: ha sido injusta
mi cólera; ha sido impía!  785
¡Yo maldecirte! ¡Jamás!
Mas consiente me despida.
-Espera. -¡Esperar! ¿lo mandas?
Obedezco todavía:
porque no he de darte causa  790
para que ingrato me digas;
y porque la vez postrera
ha de ser... Toma una silla.
-No intento cansarte más
con mis querellas prolijas;  795
ni con engaños tampoco
merecer tu idolatría.
¡No soy tu madre! -¡Ah! ¡Lucrecia!
-Por esto no soy indigna
ni me avergüenzo tampoco  800
del cariño que me inspiras.
Yo he besado tus melenas
cuando en mis brazos dormías,
y han calentado mis ayes
tus macilentas mejillas.  805
Yo me he gozado en formar
tu generosa alma altiva,
y en fecundar tus talentos
con todo cuanto sabía.
Tú has sido mi amor, mi orgullo;  810
y el que fueses maravilla
de otras madres, el anhelo
que mis sueños embebía.
Con la edad y con los años
que ocasionan la malicia,  815
juzgué que era más que amor
mi maternal simpatía.
Temí sondar en el alma
la oculta y tremenda herida
recelosa de encontrar  820
añejo el mal que la excita.
Sí, Federico, mi afán,
era un amor que encubría
bajo el velo de la madre
una pasión homicida.  825
Tú eras libre; mi esperanza
por no morir tan aprisa
esperó, y siguió esperando,
hasta aquella de agonía
noche horrenda, en que te huiste  830
de mi casa, y en las filas
de los tercios españoles
que en Italia combatían,
te enganchaste; ¡prefiriendo
la muerte atroz en la liza,  835
al amor de una mujer
que por tu madre tenías!
Si la razón saber quieres
de hallarte en mi compañía,
fue morírseme aquel hijo  840
en cuyos ojos vivía;
y procurando calmar
mi pesadumbre excesiva
tu madre. -¿Mi madre? -Sí.
Pobre, aunque honesta y sencilla,  845
casada con un soldado
muerto en las guerras de Hungría.
-¡Padre mío! ¡Ah! sí, Lucrecia,
sólo nombrarlos me alivia.
¡Lucrecia! ¡Dios poderoso  850
por su memoria os bendiga,
y por el bien que causáis
al huérfano! -¡Se moría
vuestra madre, y preveyiendo
en mis ojos que os pedían,  855
para consuelo en mis penas,
os colocó en mis rodillas,
y a poco expiró! -¡Ah! ¡mi madre!
¡Yo buscaré tus cenizas!
-Fueron tan fácil remedio  860
a tornarme la alegría
tus inocentes cariños
que ocultando no existía
mi propio hijo, en su lugar
te hice pasar a la vista  865
del mundo; creyendo ya
que la fama ilustre, antigua,
los títulos y riquezas
del de Urrea, servirían
más tarde a recompensar  870
el mucho bien que me hacías.
Cuando sospeché mi amor,
dejé de darle noticias
de tu existencia, pues ya
fuera infame la falsía.  875
Ahora que ya mi relato
y tu impaciencia terminan,
quiero prevenir excusas
aunque tú no las admitas.
Supe que a Madrid, los tercios  880
de Italia al fin se volvían,
y por gozarme otra vez
en tu frente peregrina,
vine a la corte también.
Del santo la romería,  885
me hizo ver tu noble arrojo
con la dama de la ermita;
seguí tus pasos celosa...
Y aquella carta fue escrita.
Mas pesándome después  890
de que mi mano te aflija,
a don Gonzalo añadí
que a su hijo en Madrid vería.
-Cómo ¿juzgasteis, señora,
que ayudara a una perfidia?  895
-¡Ahora no, porque ya sabes
que su sangre no te anima;
antes sí, porque jamás
juzgué que tanto sabrías!
-¿Tenéis que decirme más?  900
-Que si a matarme no aspiras,
le prometas un recuerdo,
y una lágrima perdida
a la más triste mujer,
que a tu amor se sacrifica.  905
-¡Una lágrima!... ¡un recuerdo!
Sí, Lucrecia, mientras viva.


- VI -

   -Don Lope, demandas tales,
entre buenos caballeros
sólo a las armas se dejan.  910
-Razón tenéis, lo confieso.
-Caviloso vais, señor.
-Pues no es por falta de aliento,
que os fío de mí, dejaros
bien airoso en el empeño.  915
Y aun a deciros verdad,
jamás he salido a un duelo
haciendo el triste papel
de padrino o de tercero.
Y sabéis lo que he pensado  920
que dos a dos batallemos,
si no desaíra el contrario
el medirse con un viejo.
¡Que hasta eso alcanzan los años,
y es que a cuenta del respeto  925
por flacos nos desestimen
esos bisoños mancebos!
-Por parte de Federico
¿quién es el padrino? -Entiendo
que un don Juan de Castañeda.  930
-Sí, un alférez de los tercios.
-Muy su amigo, y según dicen
sabedor de sus excesos.
-Basta esa razón y sobra
para quitarle de enmedio.  935
-Os juro por esta cruz
del hábito, que en mi pecho
está mostrando, que nunca
he quebrado un juramento,
que de solo a solo, a cuantos  940
conocieren del suceso
he de sacar a campaña
hasta contarles por muertos.
¡Qué, vivo yo, no dirán
que hay voces que escuchar temo  945
porque me pueden poner
mi baldón de manifiesto!
Por vuestra parte, don Lope,
habéis quedado bien puesto,
tomando tan sobre vos  950
de mi venganza el acierto.
Y lo que estimo, de más
a todo encarecimiento,
es de mi esposa Eloísa
el proceder tan sincero  955
en confesaros ingenua,
su vergüenza y vilipendio;
y de la grandeza vuestra
el generoso consejo
de enviarla entre mis brazos  960
a llorar sus sentimientos.
Si no la quisiera aún más,
tendríame yo por menos,
en no saber lo que vale
tan puro desprendimiento  965
de sí misma, en exponerse
a mi odio y menosprecio,
por no dejar de ser franca
con el que eligió por dueño.
Vamos al campo, don Lope,  970
que me aguijan los deseos
de lavar con sangre infame
tan villanos desaciertos.
-Muchas veces he pensado
que en el honor no era cuerdo,  975
ni de sus leyes sabía
quién lo fió a los ajenos.
Pues basta una lengua impura
para afrentar nobles pechos;
y un traidor para acabar  980
con el honor más entero.
Pudiendo mas la falsía,
la ocasión, y el fingimiento,
la injusticia, en fin, que puede
un corazón siempre recto.  985
-Vamos al campo, don Lope;
que acaso tarde llegamos.
-Cortárame entrambas piernas,
según me sirven de peso.
Este don Gonzalo es ya  990
el prado de Recoletos.
-¿Y no advertís que dos sombras
se pasean a lo lejos?
¡Ellos serán, según late
mi corazón! -Sí, son ellos.  995
Acercáronse, y los hombres
que esperaban encubiertos.
Se aproximaron también
para acortar los rodeos.
Sus cortesanos saludos  1000
fueron breves, y en silencio.
Concertaron dos a dos
el desafío, y resueltos
desenvainaron los cuatro
los fulminantes aceros.  1005
A los primeros fendientes
que retumbaron los ecos,
escuchan varias pisadas
presurosas a su encuentro,
y dos damas encubiertas  1010
con las tocas hasta el suelo
-por medio de las espadas,
ligeras se interpusieron.
Dicen si vio Federico
al través del manto espeso,  1015
los ojos de una mujer
que ama y aborrece a un tiempo:
lo que no le queda duda
fue que en ademanes tiernos
explicó frases cortadas  1020
a don Gonzalo en secreto,
que de su rabia furiosa
los ímpetus detuvieron.
Siguiose un corto coloquio;
despareció la del velo;  1025
habló después don Gonzalo
a don Lope con misterio,
y a poco se adelantaron
a sus rivales suspensos.
«Federico,» prorrumpió,  1030
con entrecortado aliento
el capitán, «imposible
es que el lance terminemos.
El ofendido fui yo;
yo me doy por satisfecho.  1035
Que no excusará un delito
otro mayor y más fiero.
¡Acaso pronto sepáis
el delito horrible, inmenso,
que por ser en daño mío  1040
os consintió el alto cielo!
-Mirad que un error... presumo...
si os engañan. -No, no puedo
en sangre propia saciar
la sed de mi enojo ciego.  1045
Y por ahora, basta. Adiós.
¡Que aun, otra vez nos veremos!
-¡Quiera Dios, (dijo a don Juan
el buen Federico, al verlos
alejarse) que aquí no haya,  1050
algún peligroso enredo!
Y de deberse aclarar
más tarde, ¡pardiez que siento
no haber muerto ya a sus manos,
porque sé que lo merezco!»  1055
Calló don Juan, y dejaron
después el Prado desierto.
Aún no serían las cuatro,
pues aún no iba amaneciendo.


- VII -

Sigamos en su carrera  1060
a las presurosas damas,
que cual raudos torbellinos
cruzan con rápida planta
el Prado de Recoletos,
y la calle extensa y ancha  1065
que atraviesa por el Carmen,
y que comunica entrada
a la otra bien conocida
del Caballero de Gracia.
En frente del oratorio  1070
que a su imagen se consagra,
se detuvieron mirando
los jeroglíficos y armas
que aparecían pintados
en la pared de la casa.  1075
Sin duda se aseguraron
de sus temores entrambas,
y convencidas de que era
aquella la que buscaban,
entraron en el portal  1080
con entera confianza.
Ricas alfombras, tapices
adornan la hermosa sala
a donde pasar las hizo
un criado sin tardanza.  1085
Que en aquel tiempo dichoso,
aún los criados usaban
fino agasajo y buen modo,
con sólo ver tocas largas.
Su nombre las preguntó  1090
con humildad cortesana,
o de su visita el fin.
Aparecieron turbadas,
sin saber que responderle:
mas le replicó en voz baja,  1095
una de ellas: «Si excusando
el ser aún tan de mañana,
podría doña Eloísa
Urrea Urtel y Guevara,
dar audiencia a dos señoras,  1100
sobre un lance de importancia.»
Apenas el paje oyó
la suplicante demanda,
se retiró; y en el tiempo
que ocasionó su tardanza,  1105
entre sí con voz medrosa
cambiaron estas palabras.
«¿Qué intentas? -¿No lo adivinas?
Federico sabes la ama
con delirio. -¿Y bien? -Y sabes,  1110
que es tan loca su arrogancia
que aunque se lo he suplicado
de rodilla, ante sus plantas,
y he abrasado sus dos manos
con el fuego de mis lágrimas,  1115
jamás quiso consentir
en dar remedio a las ansias
de don Gonzalo, fingiendo
que es el hijo que idolatra.
Mucho más, cuando su vida  1120
en riesgo inminente estaba
por el desafío a muerte
que exigió para venganza
de su honor, el don Gonzalo,
y que yo impedí con maña.  1125
-¡Con efecto, a Federico
la muerte poco le espanta
ni aun con tenerla tan cerca
y su dicha tan lejana!»
Volvió el paje, y las condujo  1130
pasando muchas estancias
a un gabinete ochavado,
rico en pinturas y estatuas
de los más diestros artistas
de Roma, Flandes, y España.  1135
En un sillón de respaldo
está Eloísa sentada;
las acogió sin cumplido,
con nobleza y elegancia.
Acercó el paje dos sillas,  1140
cerró la puerta dorada,
y sus velos levantaron
las misteriosas tapadas.
Un rato hablaron sus ojos,
en un momento de pausa,  1145
en que recíprocamente
escudriñaron sus gracias;
no de otra suerte, que atento
antes de entrar en campaña
un buen general, calcula  1150
sus fuerzas y las contrarias.
Rompió el silencio Lucrecia
con voz trémula aunque clara.
«La licencia perdonad,
bella Eloísa; y la causa  1155
de la molestia, disculpe
nuestra libertad extraña.
-Nada tengo que excusaros.
-Venir tan de madrugada
es doble incomodidad  1160
que nos disgusta, y enfada
teneros que ocasionar:
mas el honor no repara.
-Señora, os ruego que habléis,
y advirtáis que no me cansa  1165
vuestra amable compañía;
antes bien, sin que esto valga
por lisonja, pues no sé
lo que son lisonjas vanas,
tan sentida es vuestra voz  1170
y penetra tanto el alma,
acaso porque los tristes
se adivinan en el habla
que os aseguro que encuentro
cierto alivio en escucharla.  1175
En cuanto a ser importunas
por venir antes del alba,
nunca es pronto para aquella
que en la noche no descansa,
y que ve rayar sus luces  1180
sollozando y desvelada;
¡y deja el lecho desierto,
y en este sillón la aguarda!
Mas decidme a que venís,
que las horas van con alas.  1185
-¡Sí; un momento que se pierda
puede hacernos mucha falta!
Don Gonzalo, vuestro esposo...
-¡Cielos! ¡alguna desgracia!
-Hermosa Eloísa, no;  1190
por ahora no temáis nada;
aunque no ha muchos momentos
que en un desafío. -¡Ah! ¡infausta
y enemiga suerte mía!
-Sus fulminantes espadas  1195
pudo suspender a tiempo
mi constante vigilancia.
Mas acaso nuevamente
los enemigos se aplazan.
Si vos no favorecéis  1200
mis intentos. -Sí, me basta
para ayudarlos, saber
que de mi esposo se trata.
-Vos, Eloísa, ¿ignoráis
de una dama sevillana  1205
sus primeros amoríos?
-Sí; los sé. -¡Tú eres! -Acaba.
-El arbitrio que encontré
para derrocar su saña,
fue hacerle creer que el hijo  1210
por quien en sueños rezaba,
era el mismo a quien quizá
rasgaría las entrañas
en aquel sangriento duelo
a que feroz se lanzaba.  1215
-¿Mas di, es su hijo? ¿Lo es, Lucrecia?
-Eloísa, no. -¿Me engañas?
-¡Os lo juro por su vida
ante la imagen de plata
que lleváis de ese collar  1220
pendiente de la garganta!
¡Murió nuestro hijo! Ese joven
no pertenece a su raza.
-¿Y cual será el resultado
de ayudar esta falacia?  1225
-Sólo el que vos consintáis
en que con él se repartan
algún día vuestros bienes
como herencia necesaria;
ese todo el mal será.  1230
Los bienes, que en quieta holganza
podáis del hidalgo esposo
al besar las nobles canas,
gozaros era que vos sois
el ángel que se las guarda.  1235
¡Poder estrechar sus manos
sin mirar las rojas manchas,
que de un torpe asesinato
y sacrilegio resaltan!
-Sí, consiento: en todo, en todo.  1240
Ahora bien, decidme franca,
qué debo hacer. -Escuchadme.
El joven os idolatra,
una orden vuestra será
para él religiosa y santa.  1245
Mandadle que no declare
jamás su nombre o su patria,
y que consienta en pasar
por aquel hijo que aguarda
con tanto afán don Gonzalo,  1250
y que nunca el pobre abraza.
Se lo he suplicado yo,
y lo tuvo por infamia.
Si vos no lográis rendirle,
y en su error le desengaña.  1255
-¡Morirán, sí morirán!
Comprendo su encoco y rabia.
¿Y ese joven tan restado
que ni aun la muerte le arrastra
a confesarse por su hijo,  1260
quién es que tan ciego acata
la voz de una mujer triste?
-Decidme, ¿tenéis constancia,
para saberlo? -¡Lucrecia!
-¿Generosidad os falta  1265
para perdonarle? -¡Ah! ¡Es él!
Perdonarle nunca. Basta.
-¿Lo hablaréis? -No. -¡Por piedad,
por vuestro esposo! -¡Ah! ¡inhumana!
-¡Por vuestra padre! -¿También  1270
por su vida me amenazas?
-Padrino ha sido en el duelo,
y... -¡Ah! ¡Lucrecia tú me matas!
¡Morir mi esposo, mi padre!
-Una voz tuya los salva.  1275
-Sí, que venga Federico.
-¡Dios bendiga virtud tanta!


- VIII -

-Volved, Federico, en vos.
-¿Estabais aquí, don Luis?
-Cuando ahora lo advertís,  1280
turbado estáis, vive Dios.
¿Qué hechizos habéis bebido
en esa cita de amores?
-Fuera de burlas, señores,
que no habléis en eso os pido.  1285
-¡Veis, don Juan, qué aire tan serio!
-Ni es cita, ni fue de amor,
sino un empeño de honor,
en el que guardo misterio.
-¿Qué hay de vuestro desafío  1290
con el señor capitán?
-Por ahora nada, don Juan.
Descansad amigo mío,
que cuidaré de buscaros
en caso de no ajustarse  1295
nuestras penas. -En matarse
no se anda nunca en reparos.
A fe de Luis, que en lugar
de andarme con esos plazos,
a fuerza de cintarazos  1300
yo lo había de zanjar.
¿Han llamado? -Sí, han llamado.
-¿Esperáis a alguien? -Sí espero.
Hablar a un amigo, quiero
de un asunto reservado.  1305
-Según eso, ¿os vendrá bien
que el sitio desalojemos?
-Después, don Juan, nos veremos.
Por aquí, que si no os ven.
-¿Casa tenéis de dos puertas?  1310
Pues no es buena de guardar.
-No tengo que recatar,
por eso están siempre abiertas.»
   Por la una juntos salieron
los amigos que le hablaban;  1315
y por la otra puerta entraban
los que a la sazón vinieron.
   Era una dama galana,
y un caballero embozado;
don Gonzalo y a su lado  1320
Lucrecia la sevillana.
   Imperceptible sonrisa
sobre sus labios notó
Federico, y recordó
su cita con Eloísa.  1325
   Y a su memoria trayendo
lo que le exigió llorando,
está en el alma buscando
valor para entrar fingiendo.
-«Federico, ya sabrás  1330
por Lucrecia que es tu madre.
¡Que soy tu infelice padre!
¡Infelice por demás!»
   Lucrecia al ver su tardanza
en responder, se pasó  1335
a su lado, y murmuró
«¿Y Eloísa? ¿Y su esperanza?
-Sí, señor, todo lo sé.»
Replicó el joven resuelto,
de su asombro apenas vuelto.  1340
-«¡Olvido y perdón! -Si a fe.
-Tú que cuentas pocos años,
aprende en mi larga edad
lo que amarga la verdad
de tremendos desengaños.  1345
Procura siempre enfrenar
de tus pasiones el vuelo:
¡aprende en mi desconsuelo
lo que hacen ellas penar!
Mira esta pobre mujer:  1350
en premio de que me amó,
mi orgullo la abandonó
con mengua de mi deber.
¡El ser padre que en la tierra
dicen que es el bien mejor,  1355
es el tormento mayor,
para el que oculto lo encierra
en su pecho, sin nombrar
nunca al hijo idolatrado;
porque no halla un nombre honrado  1360
con que poderle llamar!
¡Quién la virtud menosprecia
quién no acata su decoro
lo paga en eterno lloro!
¡Ya lo ves en mí y Lucrecia!  1365
En fin hijo, que por hoy
ya este nombre te he de dar,
para después olvidar
hasta el nombre que te doy:
¡Tú has castigado mi error,  1370
con el suplicio más fiero:
yo te le negué primero,
tú me has quitado el honor!
¡Parte, parte a extraños mares;
pero llévate al partir,  1375
el consuelo de decir,
te perdono mis pesares!
¡Llévate mi corazón
pues por más que te acrimino,
a ti me inclina el destino:  1380
llévate mi bendición!
-Señor, mirad no debéis...
-Joven, le dijo Lucrecia,
sabéis cuán bella es Venecia,
a Venecia partiréis.  1385
Pingües rentas de sus bienes
os darán cómoda holganza.
-Sí partiré sin tardanza.
Bien, Señora, lo previenes.
-¿Con la condición precisa  1390
de no vernos nunca más?
-Sí señor. -¿Nunca? -¡Jamás!
¡Te he obedecido, Eloísa!»
Los tres un grupo formaron
con sus brazos al ceñirse;  1395
y sin un Adiós decirse
los tres al fin se apartaron.


- IX -

   ¡Camila; somos felices!
¡Va a partir! ¿Pero qué tienes?
¡Habla, Camila; tu rostro  1400
tan pálido me estremece!
-Apenas saliste, un paje
me ha entregado este billete.
-¿Tan a deshora? ¡Dios mío!
-Me repitió varias veces  1405
que era urgentísimo. -¡Ay! triste.
«Sabréis», (no acierto a leerle,)
«que todo está descubierto.»
¡Virgen del dolor valedme!
«Mi padre tuvo noticias  1410
de que estuvisteis a verme:
me oyó hablar con Federico,
oculto en mi gabinete.
Eloísa, hija del alma,
me dijo con voz solemne,  1415
¡Dios no permite una infamia
aun salvando a un inocente;
mucho menos por salvar
un seductor vil y aleve!
Sin duda a matarle van  1420
pues requirió de repente,
su tizona de dos filos,
la de los duelos de muerte.
¡Me deja encerrada y sola,
si vos no habéis de valerme,  1425
sólo rezar y gemir
la triste Eloísa puede!»
¡Corramos; Camila a Dios!
La abrazó ardorosamente;
-¡Lucrecia! -¡Mis bienes tuyos  1430
serán... Adiós... Para siempre!
-¡Espera! -¡Vivir no espero,
si mi Federico muere!
Partió frenética al punto,
y la siguió velozmente  1435
la sollozante Camila,
que como a madre la quiere.
La cuesta del Buen Retiro
suben con pasos tan leves,
que si pisan es tan poco  1440
que la arena no lo siente.
Al llegar junto al camino
que de Alcalá el nombre tiene,
vieron a un lado luchando
cuatro hidalgos frente a frente.  1445
Dos hondos suspiros lanzan
las dos damas que se pierden
entre el rumor de las armas.
Sus voces las desvanecen
los ayes de los heridos,  1450
los tajos de los que hieren.
Dos solos quedan ya en pie;
y el uno de ellos parece
mal parado, pues el brazo
de una banda se suspende.  1455
Ancianos son, y se abrazan.
¡Los que en el suelo fallecen
son jóvenes: por los años
no ha estado la buena suerte!
-«¡Tarde llegamos! -¡No es tarde,»  1460
la replicó con voz fuerte
don Gonzalo, «pues presencias
que castigo a quien me vende!»
Dijo, y se alejó: y Lucrecia
junto a los muertos perene,  1465
era luna estatua brillante
sin calor que la alimente.
   De el hospital de los locos
de Toledo, cinco meses
después, salían dos hombres  1470
que una señora sostienen.
Lisiado el uno del brazo
izquierdo, que apenas muere,
el otro buscando apoyo
en su báculo, por débil,  1475
«¡Pobre loca!» murmuró
la dama con voz doliente,
«¡Jamás me pienso olvidar
de lo mucho que padece!
¡Huyamos de una ciudad  1480
donde hay que ver tantas veces,
este sepulcro en que entierran
los que por amor se pierden;
que sólo el amor podría
volver un alma demente!  1485
¡Pobre loca!» repitió
Eloísa, y partió en breve.
«¡Lucrecia infeliz!...» dijeron
los ancianos tristemente.



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