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Daniel Moyano: la imaginación y la palabra como paliativo del exilio

Marina Gálvez Acero





Se ha dicho muchas veces que la literatura argentina es consustancial a la experiencia del exilio. Desde los «proscriptos» por Rosas que inauguraron la literatura del país independiente, parece que el exilio o la condición de exiliado ha venido fecundando una línea en la que se han inscrito obras centrales de esta narrativa, como Facundo, Martín Fierro o entre otros muchos la de autores como Cortázar o Manuel Puig. Pero es sobre todo a partir de la década infame del setenta cuando como todos sabemos el fenómeno se acrecienta hasta límites extraordinarios.

Entre los que tuvieron que exiliarse a causa de los horrores de esta última citada década se encuentra Daniel Moyano, que llega a Madrid en 1976, y aquí reside hasta su temprana muerte en 1994. Como algún otro exilado, Moyano no quiso volver a su país una vez instaurada la democracia en 1983. Independientemente de cuestiones familiares, tal vez pensase que lo mejor era evitar la posibilidad de sentirse extranjero en su propia patria, según Gelman la peor forma del exilio. Pero tal vez sea ese último tipo de exilio el único que Moyano no conoció. Se puede decir que si la experiencia del exilio es consustancial a la literatura argentina, también lo fue para Moyano, quien desde su nacimiento en Buenos Aires (1930) hasta que en 1960 (sólo diecisiete años antes de salir de su país rumbo a España) se radicase en la provincia argentina de La Rioja, en donde consiguió una cierta estabilidad profesional y familiar, había conocido todas las variantes del exilio interior, bien documentadas por sus biógrafos. El abandono de su padre (al que no conoce hasta los diecisiete años) le obligó a vivir con abuelos y tíos en distintos lugares, en la mayoría con temprano conocimiento de la soledad y la pobreza. Con la metaficción como estrategia narrativa y la reiteración de fórmulas alegóricas (ambos, procedimientos distanciadores) Moyano fue un narrador que a lo largo de su trayectoria testimonió y denunció el desgarro de sus continuados exilios y aunque privilegió la fantasía y la imaginación su obra es un amplio testimonio de los horrores de esta experiencia.

Esta singularidad biográfica también explica la simpatía que mantuvo por los personajes que pueblan toda su obra con carencias parecidas a las citadas, a las que se le van sumando las derivadas del mal uso del poder en cada una de sus formas. Moyano reitera una y otra vez destinos marcados por la fatalidad. Personajes desenraizados que no por eso son amargos ni resentidos, sino que por el contrario nunca pierden la esperanza de una posible salvación, a la que buscan tan incansables como inútilmente1. En estrecha relación con lo anterior está también el hecho de que su narrativa del exilio no presente ninguna escisión o fractura significativa con respecto a la anterior. Una vez que en el Libro de navíos y borrascas (1983)2 narrara sus sentimientos en relación con la expulsión y el viaje que le trajo hasta Barcelona -distanciadamente, como quien cuenta un cuento de miedo a unos amigos ante el fuego de una chimenea, «como quien canta una vidala»3-, en sus textos del tiempo del exilio no vuelve la evocación nostálgica, ni aparece el «relato de vida» al estilo de Goloboff en El criador de palomas, ni el retorno a los orígenes al estilo de Bianchotti. Su obra de antes y después no presentó una escisión temporal (entre el pasado y el presente) ni espacial (entre el aquí y el allá). Aunque tuviera que pagar los tributos de todo aquel que se enfrenta a un nuevo medio4 en su obra vinculada al exilio, fuera de la perenne figura del padre no aparece el problema de la otredad ausente, ni la del choque cultural o la ruptura social, motivos habituales en la experiencia del exiliado.

Por el contrario, en sus narraciones de antes y después se aprecia una continuidad de motivos y circunstancias, a los que se fueron sumando los relacionados con los graves acontecimientos históricos argentinos de aquel presente, como la violencia de la represión política, de la tortura o de la muerte. Esto es así porque lo que a Moyano le interesó no fue reconstruir la historia, sino testimoniar el mundo de los sentimientos y de las actitudes adoptadas como respuestas a ciertas ideas y circunstancias universales. Y por ello reitera personajes, situaciones y motivos «en busca de una explicación»5 de la sinrazón de una existencia marcada por la soledad y la marginación social, a la que siempre trata de ofrecer un precario paliativo que sólo existe en el imaginario de su mundo de ficción.

Esta continuidad esencial no significa que en su narrativa no exista una evolución, que se aprecia en un mayor rigor formal (es significativo al respecto la reescritura de El trino del diablo6) y en la sucesiva incorporación de nuevos intereses (como, entre otros, el tema de la identidad en Tres golpes de timbal7). Pero, como acabo de decir, Moyano ha venido prefiriendo siempre las distanciadoras construcciones alegóricas, sobre todo en sus narraciones largas. Independientemente de las derivaciones de una sensibilidad muy acusada, esta forma elusiva de encarar sus testimonios sociales está relacionada con el cambio de estatuto del intelectual en la sociedad. Es significativo el hecho -ya observado por la crítica- de que esta preferencia la comparta con otros narradores de su país como Giardinelli (Luna caliente), Soriano (Cuarteles de invierno, 1983), Piglia (Respiración artificial, 1980), Martini (La vida entera, 1981), Goloboff (El criador de palomas, 1984), Saer (Nadie Nada Nunca, 1980), etc., a pesar de que las circunstancias histórico-sociales vividas parecerían haber hecho imprescindible la clara y abierta denuncia de sus intelectuales. Sin embargo, la utilización de fórmulas distanciadoras podría explicarse por la conciencia que parece haber tomado el intelectual de hoy sobre la ineficacia de su tradicional papel de denuncia, que parece haberle sido arrebatado por la llamada sociedad civil organizada en grupos de presión más poderosos8.

En el ámbito general de la novela hispanoamericana la circunstancia mencionada se hizo evidente en el cambio generalizado que se observa desde finales de los años sesenta: de la confianza (la euforia en ciertos casos) que dominaba en el creador sobre el alcance de un futuro más prometedor para cada uno de sus respectivos países (de ahí el papel revelador e incluso metafísicamente salvador que se otorgaba a la novela) se pasó a un verdadero desencanto hacia la mitad de los años setenta, situación que ha continuado, a causa de la crisis económica, en la fase democratizadora que se inició en los ochenta. Todo ello determinó que aunque lo que se ha llamado «inflación ideológica» de la novela hispanoamericana moderna no decayera en esta última y desencantada etapa, sus manifestaciones formales hayan sido sensiblemente diferentes, y sobre todo que abunden las fórmulas distanciadoras y las paliativas salvaciones a base de fantasía e imaginación para quien como Moyano siga interesado por estas cuestiones. En todo caso, explícita e implícitamente muchos escritores han venido expresando su intención de no permitir que el tema político se instalara como tema central en sus discursos. En palabras de Mempo Giardinelli:

[...] escribimos «contra» la política... quizá al contrario que otras generaciones, nosotros quisiéramos que no se nos metiera lo político. Pero sucede... algo que me parece desdichadamente inevitable -y elijo cuidadosamente las palabras- dichosamente inevitable que la política se filtre contra mi voluntad en lo que escribo. Trato de darlo de a manera más sobria, sutil, y lejana posible, pero está... ¿Qué puedo hacer? Soy argentino, soy latinoamericano, viví trágicamente la década de los setenta y vivo la crisis de los ochenta. No puedo despedirme de lo político, desdichadamente es inevitable9.



Como todo texto es ideológico, aunque sea de manera elusiva las posturas afloran necesariamente, máxime, como Giardinelli reconoce, entre los rioplatenses de estas generaciones del exilio10. Sin embargo, esta circunstancia explica que la experiencia del exilio aparezca en ocasiones descontextualizada, reducida a una vivencia personal que ha ofrecido una abundante gama de respuestas. Una de las más singulares es la que Moyano nos ofrece en Tres golpes de timbal (1989)11 la última de sus novelas, y por tanto su testamento literario. Como se sabe narra en ella una fábula sobre un grupo o colectivo de exiliados sin identidad, en el que se incluye el propio escritor, que es uno de los tres desdoblamientos del narrador, uno de los tres «escribientes» que pasan la historia a las palabras, que copian (en sentido real o figurado): bien sea la historia de los habitantes de ese lugar llamado Minas Altas en el que sucede la acción principal, es decir la vida de los minalteños que representan los muñecos de Fábulo; bien sea la memoria individual y colectiva que va recuperando El Cantor (el segundo escribiente) en el paraíso originario de Lumbreras; o bien la historia total, la recogida en el texto que leemos, una fábula o alegoría irrealista construida con elementos de su imaginación, de sus sueños o añoranzas, pero a partir de un contexto histórico y social de exilio y violencia. Aunque para el narrador su fábula es «verdadera» (242) mientras la realidad histórica que aparece al fondo, es la «dudosa» (253)12.

Fiel a la concepción narrativa de su autor, y coherente con su mensaje solidario, al narrador no le es necesario contar la historia al pie de la letra: «cada palabra elegida la convoca(ba) sin nombrarla, tal como sucede con la música» (225). Las palabras con que el narrador o narradores han ido construyendo cada parte de la pequeña historia que recoge la fábula narrada podrán ser leídas e interpretadas según la sabiduría (el interés, los deseos o los sueños) de cada lector (a semejanza de lo que sucede con la primera raya en las planillas del medidor de vientos -«un silencio musical» o «primer intento de escritura»- que para los sabios a quienes estaban destinadas serían «palabras» en las que cada uno podría leer un particular sonido de los vientos). En todo caso, se trata de códigos que, de acuerdo con la actual crisis de confianza en el racionalismo, renuevan la fe en las facultades imaginativas o intuitivas.

El autor, es por tanto el anónimo «titiritero que ha bajado del Alto para registrar en su ya agobiada memoria el final de la aventura» (249) de los minalteños, el encargado de terminar la función de un tinglado mayor que el de Fábulo, «la voz del presente y la memoria del pasado» (253) el que conoce «los dos lados del girasol» (266). La condición modesta de escribiente o copista contrasta fuertemente con los poderes extraordinarios que se le atribuyen, porque Moyano ha querido construirse con ella un mundo a la medida de sus deseos, un lugar en el que poder vivir a su gusto, a sabiendas de que no está a salvo de la realidad de su presente histórico por muy dudosa o borrosa que pretenda ver esa realidad desde la torre de marfil que se ha construido13. Una posición que implica una temporal evasión, aunque como acabo de decir sigue ejerciendo su testimonio sobre el exilio y la violencia política, pero centrada en un mundo que él se ha construido a la medida de sus deseos. Se trata del legado de su última experiencia, de la forma en que resolvió la última encrucijada de su vida.

Como la novela recoge una fábula no referencial, ese fruto de su imaginación tiene asegurada una permanencia, incluso más allá de la realidad que en última instancia la motivó. Mientras la realidad recogida en una novela realista en el sentido tradicional es la imagen de una realidad condenada a desaparecer (como las madreselvas que «trasladan» los espejos a la habitación minalteña, que iban desapareciendo «siguiendo el paso del sol que se ponía», p. 266) la fabulosa o irrealista realidad que se recoge en este texto que leemos permanecerá inalterable en el tiempo, y con ella su autor. De esta forma, según refiere, el personaje que le representa siente que ha conseguido una pertenencia y una identidad que nunca sintió tener en ese continuo «bambolearse» que fue su vida anterior («las madreselvas se borraban mientras yo permanecía», p. 266).

En segundo lugar, gracias a ese poder puede ejercer un testimonio positivo que también les sirva a los demás. A juzgar por la euforia que le embarga parece haber descubierto ahora su poder creador de mundos autónomos, y en consecuencia, la posibilidad de restituir en ellos lo que la Historia (argentina, universal) ha ido arrebatando al hombre en el mundo real. Es decir, su novela, la historia escrita por su alter ego el titiritero, hace referencia a un mundo que conserva unos valores no degradados por la Historia14. El testimonio de un mundo inexistente pero que pudo o debió ser, lo que, según Aristóteles, es la labor del poeta.

Es decir, Moyano crea en esta novela la imagen de un mundo humano, de una sociedad que ha sabido conservar lo mejor de su condición. En consecuencia, se trata de una novela que más que liberar o salvar al hombre (como se proponía la novela moderna) actúa como memoria y coraza frente a los poderes destructivos de la existencia histórica15.

De ahí que Moyano agradezca lo que un tal Antonio de Nebrija16 «nos prestó» (a los hispanoamericanos) hace quinientos años un lenguaje que le ha permitido «contar una historia para permanecer con ella por lo menos en el tiempo, si es que finalmente han de quitarnos el espacio»

(264)17.                


Con el lenguaje y su imaginación puede crear una patria: «Ahora por fin tenemos una patria» (243) «fijada con palabras, ahora Minas Altas estaba en el tiempo» (241) «protegida del olvido o las violencias» (251).

Los minalteños podrán conocer «su pasado» (recuperado por los músicos) pero éste ha sido sucesivamente manipulado por los instrumentistas, los chasquis y el guiñol. Alguna de las versiones pasará a formar parte de la tradición oral, del folklore o de la leyenda. Otra -la encerrada y sellada dentro del piano, pero también manipulada- será la versión que recogerá el discurso histórico la historiografía, la que pasará al futuro como Historia verdadera.

El autor ha convertido su texto en un espacio en el que se lleva a cabo una compensación de las carencias presentes y pasadas. Sus personajes, como él mismo, consiguen lo que siempre se les ha negado. Pueden vivir finalmente según sus deseos. Por todo ello, Minas Altas es un reducto utópico, un lugar en el que no existen jerarquías, donde todo está en armonía con su entorno natural. Un mundo solidario (66-67), donde reina la fantasía, la imaginación y los deseos satisfechos (recuérdese entre otros el episodio del piano). Un mundo lleno de flores, de música y de colores, donde reina la fantasía y donde se conculcan u olvidan todos los valores utilitarios o materiales, los más caracterizadores de nuestra época. De manera que los minalteños, aunque no carecen de insatisfacciones (que los hacen humanos) son felices. Su vida es un eterno juego, sus ocupaciones y trabajos no tienen otra utilidad que satisfacer los deseos y necesidades exigidas por el medio cordillerano (espacio en el que se sitúa ese micro espacio de la ficción) las propias y la de los otros (por ejemplo, el medidor de vientos ayuda a «entender el planeta»). Todos son artistas, es decir, todos pueden crear objetivar, corporeizar, sus sueños18. Sus nombres son letras y signos musicales, para que todos podamos reconocernos en ellos. El legado que Moyano nos ofrece a sus lectores es el de un mundo en el que no aparece la miseria, ni el terror, ni la soledad, ni la desesperanza. Por el contrario, a pesar de que los minalteños tienen conciencia de haber perdido un paraíso (los valles fértiles de donde provienen) y de que están abocados a un futuro de destrucción (las explosiones cada vez más cercanas se lo recuerdan continuamente) sus habitantes viven despreocupados de esos extremos. No les inquieta lo irremediable, lo que centra su interés es el presente19. Es la imagen de un reducto de libertad que, como he dicho, da cumplimiento a sus carencias, deseos o añoranzas20. De esta manera, la novela puede leerse como un inventario de los valores más auténticos y positivos de la vida. Es decir, como una memoria positiva para el futuro, frente a la Historia que es la memoria negativa del pasado.

A Moyano no le ha interesado ahora denunciar los horrores del colectivo humano más desfavorecido, ni tratar de explicar o de explicarse la sinrazón de la historia. Parece haber descubierto el poder del narrador para crear, para disociar los contenidos de la realidad, para testimoniar sueños21. Parte del reconocimiento de su existencia (Minas Altas es un pueblo de exilados situado en un medio hostil, aislado, precario, alejado de cualquier signo de modernidad, amenazado por la injusticia y la depredación del poder), pero su intención no pasa por la denuncia, al menos no en la medida en que aparece en sus obras anteriores. Con sus Tres golpes de timbal Daniel Moyano parece haber querido alertar sobre la necesidad de rescatar unos valores que se van perdiendo para que en el futuro tal vez pudieran presidir la existencia de una armónica y justa convivencia social.

Si embargo, a semejanza de la solución que da en este texto al tan traído y llevado tema de la identidad, la negativa y equívoca opinión que ha ofrecido sobre la Historia impide que el lector reconozca otra cosa que una imagen ilusoria. Si el hijo que busca la identidad de su padre decide optar por reconocerle en la imagen fotográfica que más le gusta, ya que todas las posibles «amarillea(ría)n doblemente, con duda y tiempo». Si para el hijo esa imagen cumple la engañosa función de ser la «certeza de un pasado conocido»22, lo mismo ocurre con la imagen del mundo humano que la obra nos ofrece a los lectores: no es posible reconocer la imagen de un mundo construido con valores hoy desaparecidos. La imposibilidad de conocer el pasado entra en contradicción con el deseo de testimoniar sobre él, circunstancia que en definitiva anula la certeza de la imagen que la novela nos ofrece, es decir, su testimonio es ilusorio.

Moyano lo sabía, de ahí que escriba: «[...] todo se debía a un encantamiento de palabras, a un juego solitario que me propuse mareado por la altura [...] yo era el solitario habitante del Mirador; había inventado el manuscrito para no estar solo, todo era un hecho de mi imaginación» (241)23. Entre desengañado y feliz da cuenta de la utopía de su propuesta, pero se muestra satisfecho porque gracias a él en lo sucesivo existirá ese reducto de humanidad y libertad, al menos como testimonio de lo que no pudo ser.

Si siempre fue un escritor consciente del valor del lenguaje creativo y de su papel de intelectual comprometido en el sentido tradicional del término, ahora, en esta última entrega de su obra, Moyano parece haber tomado conciencia de que, como narrador, su cota de poder se ha reducido. Sólo le queda la libertad de crear con la imaginación y las palabras mundos utópicos en los que temporalmente refugiarse.





 
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