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De Alemán a Cervantes: monólogo y diálogo

Gonzalo Sobejano


(Universidad de Pennsylvania)



Entre Miguel de Cervantes y Mateo Alemán se puede trazar un paralelo biográfico notable: ambos fueron hijos de cirujanos, ambos nacieron en 1547, ambos fueron recaudadores y sufrieron encarcelamiento por cuentas mal rendidas, ambos padecieron matrimonios desafortunados, ambos pretendieron emigrar a Indias (sólo Alemán lo consiguió), ambos publicaron obras narrativas de éxito inmediato (el Quijote, el Guzmán), Cervantes murió en 1616 y Alemán poco después de 1615. Este era descendiente de conversos y, de creer a Américo Castro, también Cervantes lo sería.

Y, sin embargo, en Mateo Alemán veía, hace ya mucho tiempo, Menéndez Pelayo un escritor «tan diverso de Cervantes en fondo y forma, que no parece contemporáneo suyo, ni prójimo siquiera»1. La crítica posterior, aunque no haya superado oposición tan extremosa, ha ido desenvolviendo las diferencias entre uno y otro desde distintos ángulos: según la visión ético-estética de la realidad, Joaquín Casalduero; desde el punto de vista de las formas de novelar, Carlos Blanco Aguinaga; a partir de las actitudes vitales básicas, Américo Castro; por citar ejemplos sobresalientes.

Me referiré a las opiniones de estos críticos en lo que importa para el contraste entre el monólogo alemaniano y el diálogo cervantino; pero algunas alusiones a criterios de orden general no serán inoportunas.

En 1915 había definido Ortega y Gasset la picaresca en su forma extrema como «una literatura corrosiva, compuesta con puras negaciones, empujada por un pesimismo preconcebido, que hace inventario escrupuloso de los males, por la tierra esparcidos, sin órgano para percibir armonías ni optimidades»2. Diez años más tarde Américo Castro, estudiando el pensamiento de Cervantes, apartaba a éste de toda contaminación con las novelas picarescas, aseverando que: «Esta clase de obras, además de tratar de pícaros, nos ofrece la visión del mundo que puede tener uno de esos sujetos mal logrados, bellacos y ganosos de decir mal. De ahí que sean esenciales tanto la forma autobiográfica como la técnica naturalista»3.

Las ideas de Ortega y de Castro repercutieron en otros críticos españoles, como Amado Alonso4, Pedro Salinas5 y Joaquín Casalduero. Este, interpretando las novelas de Cervantes de asunto más próximo a la picaresca, hallaba que Rinconete y su compañero no eran, como el pícaro, pacientes de la acción, sino «agentes» a través de los cuales contemplaba el narrador la realidad «desde la altura de su idealismo heroico»6; advertía que el protagonista de La ilustre fregona resultaba, por explícita voluntad de su creador, «un pícaro virtuoso, limpio, bien criado, y más que medianamente discreto»7; y en cuanto al Coloquio de los perros, no lo ponía en conexión con la picaresca, pero formulaba dos observaciones que después tendremos ocasión de aprovechar. Estimaba Casalduero que las constantes digresiones del Coloquio mostraban a Cervantes «trabajando en esa forma suelta que le permite no sólo libertarse de la historia principal, sino de la episódica, pudiendo así abarcar todo el mundo social y moral» y que esa forma interna, surgida de la vida sentimental y psíquica, era un descubrimiento que le llevaría al Quijote de 1615. Importante era también esta observación de índole técnica: «La narración -el monólogo del Hombre- se transforma en el diálogo de la vida de relación, la vida social; Berganza y Cipión -la pareja cervantina- son el desdoblamiento del mismo personaje. A Berganza le toca dirigir el tema principal, que Cipión, con sus interrupciones más o menos espaciadas, más o menos importantes, y sobre todo con su silencio en el momento de mayor intensidad, apoya y sostiene»8. Años adelante insistiría Casalduero en el alejamiento de Cervantes respecto a la picaresca, debido según él a «la distinta concepción de ambos novelistas»: Alemán, acentuando el mal «agranda la separación entre lo que es y lo que debe ser», «entre lo nauseabundo y la gracia», mientras Cervantes, viendo en la sociedad y el mundo el escenario donde puede florecer la virtud, «pinta el desengaño de la carne; pero no pinta eso exclusivamente; también pinta su encanto y seducción»9.

Incitado seguramente por las distinciones de Castro y de Casalduero, Carlos Blanco Aguinaga publicó en 1957 su estudio «Cervantes y la picaresca. Notas sobre dos tipos de realismo», en el cual no ya distingue, sino contrapone el «realismo dogmático o de desengaño», de Mateo Alemán, y el «realismo objetivo», de Cervantes10. En Alemán engaño y desengaño aparecerían como contrarios absolutamente antagónicos, desde un punto de vista único, en una obra temática y formalmente cerrada, sujeta a la intervención omnipotente del autor, quien, al dar a su visión de la realidad «una forma inequívoca, correctora y justiciera, ha cerrado toda posibilidad de interpretación (y a punto estuvo de matar el arte de novelar)». En el segundo tipo de realismo se da una apertura espiritual y formal, gracias a la cual la realidad «se crea en la novela, donde los personajes se van haciendo su circunstancia mientras ésta, a su vez, los hace a ellos». Examina este crítico las mismas Novelas ejemplares antes mencionadas, pero con frecuentes referencias al Quijote. Según él, «el pícaro es siempre un vagabundo solitario, un verdadero desterrado que no entra nunca en diálogo real con los demás hombres», y Mateo Alemán habría creado su novela como un «silogismo medieval», como «un perfecto círculo cerrado que procede de la definición a lo definido» con arreglo al esquema: «1) Todo es fingido y vano. 2) ¿Quiéreslo ver? 3) Pues oye». Al entrar en el mundo, el hombre entra en el pecado, «y si por gracia de su albedrío se salva, no va a cambiar el mundo», sino que «lo va a rechazar, ya que cambiarlo no es posible»11. (Incidentalmente, recuérdese que si Alemán no cree que el mundo pueda ser cambiado, sí cree que pueda ser mejorado: testimonio de ello, los numerosos proyectos de reforma de leyes y costumbres que en el Guzmán se tropiezan con más abundancia que en el Quijote).

Blanco Aguinaga no aportaba novedades en el examen de Rinconete y La ilustre fregona, salvo la oposición que de esta última novela deducía entre el «individuo» cervantino y el «tipo» alemaniano, entre el perspectivismo de Cervantes y el absolutismo de Alemán: «Frente a la narración premeditada de vidas a posteriori, presentación polifacética de vidas haciéndose en presente»12. La novela sometida a más detenido estudio por Blanco Aguinaga es el Coloquio de los perros, para hacer, entre otras observaciones lúcidas, éstas que cabe poner en tela de juicio:

[...] así como el pícaro es un solitario, Berganza, al igual que otros personajes de Cervantes, lleva su pareja: [...] la autobiografía de Berganza, aunque lógicamente narrada después de los hechos, no va dirigida a un lector, sino a un oyente, a Cipión, quien está viviendo su vida presente en la novela misma, activo en ella [...]. La función de Cipión frente a la historia y sermones de Berganza (como la de don Quijote frente a Sancho) es la del crítico del realismo absoluto y las generalizaciones [...]. Gracias a que este pícaro de Cervantes no está solo (porque su autobiografía va dirigida, en diálogo vivo, a otro protagonista), el lector, en vez de enfrentarse a una realidad cerrada y plana que debe rechazar o aceptar, recibe una realidad filtrada, entre paréntesis, una realidad dual sobre la cual es posible meditar y hasta hacer vacilar. En vez de un monólogo dogmático con el que destruye el diálogo del mundo, Cervantes nos presenta un diálogo haciéndose, la posibilidad de la ambivalencia. Gracias a ello, toda la verdad absoluta, todo el desengaño con que pretende aleccionar Berganza, no pasa de ser un punto de vista en el gran coloquio del mundo.



Y Blanco Aguinaga viene a proponer, en fin, la interpretación del Coloquio de los perros como «una parodia de la picaresca en cuanto forma dogmática segura de sí misma»13.

La longitud de las citas anteriores se justifica porque importaba a mi propósito hacer notar la actitud discriminatoria que las inspira: el buen camino de la novela sería el de Cervantes, el tomado por Alemán habría estado a punto de matar la novela. Pero, como es sabido, el género narrativo se nutrió en los siglos XVII y XVIII más del arquetipo alemaniano que del cervantino: Quevedo, Gracián, Grimmelshausen, Sorel, Scarron, Lesage, Bunyan, Defoe, Smollet; y el discurso alemaniano está, formalmente, más cerca de lo que hoy se hace en novela, que el relato cervantino. Por otro lado, a través de las citas hechas puede percibirse la dependencia respecto de Castro, Casalduero y, en último término, Ortega.

Pero, a su vez, Blanco Aguinaga ha influido en algunos de sus inspiradores. En 1967, Casalduero, reconociendo que Alemán y Cervantes «coinciden en considerar insuficiente la forma renacentista y en necesitar una forma más compleja» capaz de abarcar en su totalidad la sociedad y el hombre, afirma que Alemán llega a ello «manteniéndose dentro de la tradición cristiana medieval, como todos los autores del Barroco en España. Hombre y pecador son sinónimos, no se puede confiar en los hombres». «Quizás», añade, «nadie leyó el Guzmán con más atención que Cervantes, el cual ‘se separó’ por completo del mundo picaresco, que juzgaba tan unilateral como el renacentista... La esperanza es el sentimiento principal de Cervantes...»14

Ya aquí no se trata de distinción, ni de contraposición entre dos obras coetáneas; se trata de la sospecha de que Cervantes crease un tipo de novela por deliberado apartamiento del tipo de novela forjado poco antes por Mateo Alemán. Y quien lleva la sospecha a un grado de suma probabilidad es Américo Castro en 1966, en su removedor libro Cervantes y los casticismos españoles, uno de cuyos epígrafes enuncia rotundamente: «El Quijote surgió como reacción contra el Guzmán de Alfarache»15. Castro, reconociendo el trabajo de Blanco Aguinaga, vuelve a afirmar que Mateo Alemán «dogmatiza sin problematizar» e insiste de varias maneras en el carácter cerrado de la obra de éste frente al carácter abierto, aspectual y libre del Quijote. Difiere de Casalduero y de Blanco en que no cree que la intención ascética del Guzmán sea recta, sino oblicuamente encubridora de un «radical escepticismo»: «el mundo está movido por fuerzas maléficas», «entre el hombre y su contorno humano no cabe diálogo, sino reiterar el mismo desesperado monólogo». Las «endechas en prosa» en que, para Castro, se resuelven las moralizaciones del Guzmán le recuerdan el planto final del padre de Melibea: «Frente a este cerrado horizonte Guzmán de Alfarache estructura su siniestra, infernal, discorde y grandiosa visión del mundo. Sin la cual -casi estoy por afirmarlo- no tendríamos el Quijote». Pues, efectivamente, Castro propone una serie de influencias de Mateo Alemán sobre Cervantes: la inserción de novelitas de corte italiano, pero «con la notable diferencia de que Mateo Alemán ‘incrusta’ sus novelitas, y Cervantes las enlaza vitalmente con el proceso de la acción principal»; la crítica contra los libros de caballerías, pero en el Guzmán realizada con un «quietismo compacto e inerte», con un «golpe seco, sordo y opaco», y en el Quijote mediante un «dinamismo diversificado y creante». Concediendo a los dos escritores el común fundamento de una mentalidad de cristianos nuevos, Castro parece diferenciar las actitudes de uno y de otro en: un moralismo rígido que encubre furioso escepticismo (para Alemán) y una forma secularizada de espiritualidad religiosa (para Cervantes). Lo cual, traspuesto al plano de la creación novelesca, formula Américo Castro con estas palabras: «A consecuencia -me parece- de la lectura del Guzmán de Alfarache (1599), Cervantes decidió rebelarse contra aquel tradicional modo de estructurar la literatura. La figura humana no iba a ser ya una proyección o una consecuencia de designios o de circunstancias previas y no manejables por ella [...]. Lo dado y accesible en el ámbito de la propia experiencia iba a ser utilizado libre y volitivamente por la figura literaria, por el ‘maese Pedro’ del retablo de su vida»16.

Mucho debemos todos a estas interpretaciones de Castro, Casalduero, Blanco Aguinaga y otros que aquí no puedo mencionar. Gracias a ellos venimos reconociendo las diferencias entre aquellos dos genios de la narrativa que nunca se nombraron uno a otro. He resumido en otra parte que la diferencia sustantiva parece consistir en que Alemán crea la novela moral y Cervantes la novela vital: aquélla levantada sobre un realismo que estorba al espontáneo despliegue existencial de la figura, ésta sobre un realismo que presenta en diálogo y en múltiples perspectivas la libre autocreación del personaje17. Ahora bien, tal diferencia no debiera implicar discriminación contra Mateo Alemán. Los términos aplicados al arte de éste por los citados críticos son negativos: «monólogo dogmático con el que destruye el diálogo del mundo» (Blanco), «mundo picaresco unilateral» (Casalduero), «desesperado monólogo», «siniestra visión del mundo», «quietismo compacto e inerte» (Castro). ¿Hay justicia en estas palabras?

El conocer de antemano, como en el Guzmán, que el protagonista va siempre a pecar y a fracasar, no quita curiosidad a la lectura, pues en la novela lo que importa es el cómo y mucho menos el qué. Si don Quijote parece ir haciéndose y Guzmán parece hecho desde el principio, es cuestión discutible, pues del mismo modo que sabemos que éste es un pícaro y lo será hasta las penúltimas líneas de la historia, sabemos que aquél, en las iniciales de la suya, ha enloquecido y, descalabro tras descalabro, no sanará hasta el final. En el caballero loco hay intervalos de lucidez, pero en el pícaro hay intervalos de honradez: sus sátiras y moralizaciones son honradez, y no siempre desde la conversión sino a veces como sentidas en el tiempo mismo del mal obrar. Por otra parte, admitiendo que la vida de don Quijote depara más sorpresas que la de Guzmán y que el dialogar de aquél es más variado y vivo que el monologar de éste, habremos de reconocer que ni las derrotas del caballero ni los traspiés del pícaro son objeto de lectura fecunda si no es por cómo se suceden, encadenan y verifican, y el cómo no nos es revelado desde el principio, sino según vamos leyendo. En el esquema recordado por Blanco Aguinaga («Todo es fingido y vano -¿Quiéreslo ver? -Pues oye») la invitación no es a oír que todo es fingido y vano, sino a escuchar cómo lo es; y a lo mejor resulta que no todo es vano y fingido: a lo mejor resulta que un fraile mendicante se quita de la boca un pedazo de pan para dárselo a un muchacho hambriento (Parte 1.ª, Libro II, cap. 1); que un alto dignatario de la Iglesia atiende, cura, acoge e instruye a un joven mendigo (1.ª, III, 6); que aquel muchacho hambriento lleva lo mejor que encuentra a su amo el capitán (1.ª, II, 10); que ese joven mendigo, sirviendo de criado a un embajador y habiendo de dejarle, se aflige en la despedida (2.ª, I, 8); y que en suma este hombre, caído tantas veces en el error, se reconoce amigo leal de sus amigos y eterno aspirante a un bien que no supo reconocer a tiempo (2.ª, III, 4). Y tal sujeto no es otro que el bellaco Guzmán de Alfarache, el gusarapo criado en el cieno.

Pero no es por el camino de la ética por el que quisiera comprobar si el Guzmán es una narración tan dogmática, cerrada, fija, unilateral, desesperada y siniestra como se estima; sino en el plano de la composición o disposición dramática, en la relación entre los sujetos.

Lo primero que salta a la vista comparando el Guzmán y el Quijote es que aquél está escrito en primera y éste en tercera persona, y tan pronto como esta impresión se impone esta otra: el Quijote está lleno de diálogos, el Guzmán parece que apenas contiene alguno. ¿Será porque la forma autobiográfica exija el monólogo y la impersonal demande el diálogo? Pero el Lazarillo, el Buscón, el Estebanillo, escritos en forma autobiográfica, tienen pocos momentos monologales; el Criticón, en cambio, compuesto en forma impersonal, tiene pocos diálogos verdaderamente tales, dado su gran tamaño. No hay, pues, relación estable en ese sentido.

Leyendo atentamente se observa asimismo que el Quijote no tiene nada de monologal. Si don Quijote se halla solo alguna vez, lejos de sumirse en su conciencia, sale de ella: imaginando las futuras alabanzas que sus proezas merecerán o invocando a Dulcinea (I, 2), recitando romances (I, 5), recordando a Amadís y escribiendo versos (I, 26). Es significativo que cuando don Quijote se queda a solas por haberse marchado su escudero a gobernar la Ínsula, y empezando a desvestirse, se le desgarra una media, el lamento sobre la pobreza del grande hombre sea puesto en boca de Cide Hamete, y no en la del caballero (II, 44). De Sancho poco hay que decir en este particular: su soliloquio acerca de cómo se las arreglará para traer a Dulcinea a presencia de don Quijote es un interrogatorio de catecismo, a dos voces -supuestas- para despejar las propias dudas (II, 10).

Por modo contrario, el aparente monólogo del Guzmán, no es cerrado, sino abierto a un receptor múltiple: al lector vulgar, al discreto, al lector como prójimo, a innumerables tipos tomados ocasionalmente de la realidad evocada, o al propio Guzmán; y muchas veces ese destinatario no es sólo un escuchante o leyente pasivo, sino un interlocutor que imaginariamente contesta, replica y objeta.

Podría decirse que si en el Quijote abunda el diálogo con (hidalgo y escudero, sobre todo), en el Guzmán, enmascarado de monólogo, abunda el diálogo hacia: el diálogo del relator-protagonista hacia ese corresponsal variable que apenas deja de asomar en cualquier página. Definiríamos entonces el Quijote como diálogo puro, casi nunca monologal, y el Guzmán como monólogo impuro, dialogal casi siempre.

En dos trabajos recientes18 he comentado la posible dependencia del Coloquio de los perros, en su técnica aparentemente dialogal y sustancialmente monologal y digresiva, respecto al Guzmán de Alfarache, y no voy a insistir aquí sobre ello. Con razón observaba Casalduero que Cervantes había encontrado en el Coloquio la forma suelta, interna, surgida de la vida sentimental y psíquica, que le permitía libertarse de la historia principal y de la episódica; y con razón notaba que Berganza y Cipión eran «el desdoblamiento del mismo personaje»19. Olvidaba, sin embargo, que esa forma era la que Mateo Alemán había adoptado: la forma de la digresión; y que Berganza es el más exacto equivalente formal del Guzmán autobiógrafo, y Cipión apenas un nombre para infundir cierta individualidad a ese lector imaginario hacia quien Guzmán dialoga.

Como la relación entre Cervantes y la picaresca, negativamente resuelta por casi todos los críticos, la he replanteado ya en los dos trabajos aludidos, me limitaré aquí a comentar brevemente el parecer de Marcel Bataillon, al que en aquellas páginas no pude referirme.

Bataillon trata de explicar la incompatibilidad de Cervantes con el realismo picaresco y aun de hacer de esta relación negativa aquella que mejor «determina el eje de su relación con la literatura de su tiempo, y la conciencia que tuvo del propio valer»20. Ve el hispanista francés el Coloquio de los perros como un rechazo del realismo picaresco más perceptible por estar construida esa novela en primera persona, y sus argumentos son los cinco siguientes, a cuyo enunciado agrego la objeción que en cada caso me parece pertinente:

1.°) La historia de Cipión y Berganza es presentada con derecho a ser una «mentira bien contada», a diferencia de las crudas «verdades» al modo de Ginés de Pasamonte y de Guzmán. -Pero en Lazarillo y en Guzmán abundan las burlas y maniobras que son y quieren ser mentiras bien contadas: el arca de los bodigos o el arcón de las frutas, la historieta de la casa lóbrega, el suicidio en altamar del demente Sayavedra, el robo del «agnus dei» por Guzmán, la batalla «nabal» de Pablos de Segovia. La ingeniosidad de los pícaros y su placer en referir ardides que exceden lo verosímil son rasgos constantes del género.

2.°) Según Bataillon, el relato de Berganza tiene su contrapunto en las observaciones del oyente Cipión, el cual «es capaz de llamar al orden a su compañero cuando ‘se divierte’ a consideraciones virtuosas, con tendencias a la hipocresía o a la murmuración». -Pero esto, precisamente, es lo que ocurre a cada momento en el Guzmán: el narrador mismo, o el lector imaginario, interrumpen muy a menudo las digresiones para hacer sentir que no es bien que un pecador predique (hipocresía) o murmure.

3.°) «La filosofía del perro autobiografista no es nada cínica, sino más bien impregnada de inocencia animal», afirma Bataillon. -Esta observación es irrefutable; pero Berganza no es el único protagonista de relato picaresco que se distinga por su inocencia: ingenuos y bondadosos son también Lazarillo en gran parte, y Marcos de Obregón, y Alonso mozo de muchos amos.

4.°) Nota Bataillon, que la narración de Berganza «está transida por el presentimiento de que el ‘portento’ de poder dos perros comunicarse mediante el habla humana acabará con el amanecer», y pone esto en contraste con «las confesiones de pícaros que en las galeras o en otra parte disponen de tiempo ilimitado para narrar interminablemente sus vidas y milagros». -Ahora bien, Lazarillo y Guzmán narran sus vidas con calor y aun con vehemencia, no de una manera laxa o fría. La locuacidad desatada de Guzmán no delata sobra de tiempo, sino precisamente urgencia de confesarse. Todos los críticos reconocen la celeridad con que Lazarillo de Tormes cuenta su vida.

5.º) Compara Bataillon la violenta reacción de los perros contra la posibilidad de que su madre sea una bruja, con la actitud irritada de Pármeno cuando sabe por Celestina que su madre fue una ‘puta vieja’. Cipión, con espíritu crítico, desvanece las mentiras brujescas y afirma voluntarioso que no la quiere por madre. -Pero ¿acaso Guzmán cree en brujerías o narra complacido la condición libertina de su madre? ¿Acaso Pablos se envanece de que su madre sea una hechicera? ¿No es más exacto que Pablos se avergüenza y trata de huir de sus padres e incluso del recuerdo de sus padres?

Cerrado este inciso, volveré a advertir que, para mí al menos, uno de los mayores encantos del Coloquio de los perros radica justamente en ese juego de la locuacidad crítica interrumpida, contrastada por el freno de Cipión y animada por las promesas de Berganza respecto al no murmurar, método que es el introducido por Mateo Alemán en su Pícaro.

Casalduero tenía sobrada razón al apuntar, en 1967, la necesidad que tanto Alemán como Cervantes hubieron de sentir de «una forma más compleja» para la novela, apta para abarcar en su totalidad la sociedad y el hombre. Pero no me parece tan exacto afirmar que Alemán se mantuvo «dentro de la tradición cristiana medieval, como todos los autores del Barroco en España»21. Identificar al hombre con el pecador no sé si es un principio solamente medieval o no, pero una forma de novelar como la escogida por Mateo Alemán poco tiene de medieval. Todavía la autobiografía del pecador ejemplar (que enseña por su contrario la forma de bien vivir) puede recordarnos vagamente al protagonista del Libro de buen amor. Lo que no recuerda para nada el mundo medieval es ese discurso libremente digresivo que sobre el relato autobiográfico prolifera como parásito gigantesco hasta hacernos dudar si lo primordial es la narración o la meditación. Ahí está esa forma espiritual cristiana, ese inquieto reflexionar acerca del sentido del vivir, que Casalduero atribuye al autor del Coloquio de los perros y del Quijote de 1615, sin ninguna aproximación hacia su verdadero iniciador: Mateo Alemán.

Así, a comienzos del siglo XVII, dos grandes escritores españoles se afanan por crear nuevas formas que, según las aspiraciones de la época, contengan en una misma obra narrativa entretenimiento y doctrina. Cervantes prefiere la estructura dialogal, que será pauta de la novela europea del siglo XIX. Alemán prefiere la estructura discursiva, dominante en el siglo XVII y parte del XVIII, y que, sobre supuestos muy diferentes, revive en nuestros días. Entre los dos autores no hay oposición total y constante, como algunos creen. En el Coloquio de los perros y en la segunda parte del Quijote, Cervantes parece haber aprendido algo del arte digresivo de Mateo Alemán. Este no se halla tan lejos de él: su monólogo está sembrado de diálogos hacia otros, y el punto de vista de su pícaro se refracta y modifica al contacto con esos otros imaginarios cuyas perspectivas asoman dentro del texto.

Del arte dialogal cervantino se ha ocupado la crítica suficientemente22. Tienen los diálogos del Quijote una especial viveza por la prontitud y enlace de lo que expresan los interlocutores. Cuando amo y escudero dialogan, la tensión de sus actitudes deja de ver a cada uno afirmándose sobre su carácter y circunstancia. Esa comunicación a través de razonamientos, coloquios y pláticas innumerables va integrando un comentario vital de las experiencias y supone una incitación perpetua a nuevas experiencias. El rasgo más notable es el perspectivismo: el hablar Sancho y don Quijote, y cada uno de los personajes, desde puntos de vista variables según las situaciones y las intenciones, la procedencia y la condición social. Elocuencia caballeresca de don Quijote, pero también moralismo en sus consejos, y llaneza a menudo; desparpajo, torpeza y listeza, popularismo de Sancho, y asimilación paulatina del buen hablar a través de la conversación con su señor; pedantería y agilidad bromística de Sansón Carrasco, etc. Con razón afirma Rafael Lapesa que «el estilo típico de Cervantes es el de la narración realista y el diálogo familiar»23. Lo cual no impide que, como ha visto con penetración Enrique Tierno Galván, el abierto diálogo del Quijote sea en muchos casos diálogo intelectual: «Don Quijote es un dialogante intelectual; sus conversaciones se aproximan mucho a la estructura del diálogo didáctico, y cuando él habla, nada importa que haya o intervenga un cabrero más o un clérigo menos»24.

Del arte locutivo de Mateo Alemán no son muchos los críticos que se han ocupado. Podría verse sujeto a dos tendencias principales, moral y vital, tomados ambos adjetivos en sentido amplio. La tendencia moral se revelaría en la concisión, densidad, primacía de la acción verbal, despliegue de aspectos posibles o reales del ser y del obrar. La tendencia vital, en la llaneza, concreción, encarecimiento, asombro, duda, inquietud, persuasión, abundancia oratoria. Aunque la tendencia moral sobrepuje a la vital, ésta trata de abrirse paso e infunde al libro una tensión peculiar, la misma que hay entre el pícaro pecador y el pensador arrepentido. Como «agitados y silenciosos debates» había definido Tomás Navarro en 1950 las reflexiones dramatizadas del Guzmán y de un libro tan puramente didáctico como la Ortografía castellana que Mateo Alemán publicó en México25. En 1959 llamé la atención acerca del sistema monologal del Guzmán; tres años después Celina S. de Cortázar daba más amplio desarrollo a la cuestión; nueve años más tarde Ángel San Miguel ha vuelto sobre ello. A pesar de estas tentativas, y del importante libro de Edmond Cros, todavía no se ha dicho cuanto cabe decir sobre ese sistema interlocutivo del Guzmán de Alfarache26.

Convendría, primeramente, precisar la terminología. Sería más exacto llamar diálogo a la comunicación verbal de al menos dos personas situadas dentro del mismo contexto, como así llamamos a la comunicación entre don Quijote y Sancho dentro de su compartido mundo fictivo o a la de los personajes en la trama de una comedia. En tal acepción, diálogo hay en la obra de Mateo Alemán, pero escaso. Guzmán dialoga poco y con muy pocos, situado como está al margen de la sociedad para contemplarla y descubrir sus defectos. Dialoga Guzmán con el arriero que de él se apiada cuando niño (1.ª, I, 4), con el mozuelo toledano como él desgarrado del hogar (1.ª, II, 7), con el bondadoso cardenal que le protege (1.ª, III, 8), con su amo el embajador ante quien psicológicamente se desnuda (2.ª, I, 6), con su criado Sayavedra a quien da consejos (2.ª, II, 4), con el mercader de Milán al que hace un enmarañado robo (2.ª, II, 6), o con su tío de Génova del que quiere vengarse (2.ª, II, 8). Pero estos diálogos, brotados de amistad o de enemistad, poco significan en narración tan dilatada.

La forma de hablar predominante es, sin duda, el monólogo. Pero no un monólogo cerrado, solitario y uniforme, sino abierto, solidario y pluriforme. El cual deberíamos, para ser más precisos, considerar realizado en tres modalidades: el soliloquio, cuando Guzmán no se dirige a nadie, sino que habla en sí, como un yo indiviso; el autodiálogo, cuando se dirige a sí mismo como a un tú; y el monodiálogo, cuando se dirige a un tú o vosotros distinto.

El soliloquio abunda en la novela de Mateo Alemán, ya en forma abrupta, ya introducido por fórmulas de recogimiento. En forma abrupta: «¡Cuánto sentí entonces mis locuras! ¡Cuánto reñí a mí mismo! ¡Qué de enmiendas propuse [...]!» (340)27. El mismo sujeto llama a estos desahogos «endechas a mis desdichas» (545), y de ellas deriva el tono elegíaco que impregna tantas páginas. Otras veces los soliloquios vienen regidos por fórmulas de introspección: «Entré conmigo en cuenta» (248), «consideraba entre mí, diciendo: ¿A mí qué se me da de no decir verdad?» (353), o este caso que vale por muchos: «Luego volvía diciendo: ‘¿Si mañana hallase aquella mozuela, qué le haría? ¿Pondríale las manos? No. ¿Quitaréle lo que llevare? Tampoco. Pues tratar su amistad, menos’. Pues decíame yo a mí: ‘¿Para qué la quiero buscar? Ya conozco las buenas y diestras manos que trae por la tecla. Váyase con Dios’» (753). Lamentación hay a menudo en estos largos apartes; más a menudo, perplejidad y debate interior, tan agitado que ya asoma en un caso como el recién citado el desdoblamiento del yo, tironeado por el duelo de la duda. Un paso más y se llega a ese monólogo en el cual el yo se desdobla en un tú reflexivo que, callado o parlante, adopta la función de destinatario: es lo que puede llamarse autodiálogo.

El autodiálogo representa un grado, aunque leve, de trascendencia respecto al soliloquio inmanente. Ahora el yo no quiere permanecer dentro de sí: pretende salir en busca de otro, aunque ese otro siga siendo el mismo yo. Lo más usual es que este tú se limite a recibir silencioso la interpelación: «Parecióme mal consejo. Volví diciendo: ¿Hermano Guzmán, ha de ser ésta otra como la de Toledo?» (363). Aquí, y en tantos otros casos, el interpelado es mero complemento-objeto. Pero otras veces se hace en la imaginación sujeto-hablante: «Aquí verás, Guzmán, lo que es la honra [...]. Dime más: ¿y a qué se obliga ése [...]? ¿Y cómo queda el hombre discreto, noble, virtuoso [...]? Mucho me pides para lo poco que sabré satisfacerte; mas diré conforme a lo que alcanzo [...] estate como estás, Guzmán amigo [...]. Deja, deja la hinchazón desos gigantes» (273-75).

Profunda es la dimensión de conciencia que soliloquios y autodiálogos alumbran ante el lector; pero esa conciencia no siempre está atrapada en su seno, sosteniendo un paisaje cerrado de perplejidades y lamentos. Con mucha frecuencia, para abrirse a la crítica del panorama social y sobre todo para volcar los frutos de su general confesión, da al monólogo la forma de ese diálogo a otros, hacia otros, tan característica de Mateo Alemán, y en la que radican las impresiones de compañía y de movilidad tan claramente perceptibles en su obra.

El monodiálogo posee, en efecto, dos funciones mayores: la función de contacto y la de perspectivismo. El yo mantiene aquí a su destinatario en contacto continuo con él, y lo particulariza y diversifica según conviene a su momentáneo mensaje.

La función de contacto establece consecuencia, compañía y fraternidad, tendiendo a hacer del tú o del vosotros, todavía distante del lector, un nosotros comunitario. El Guzmán comienza con un apremiante deseo de confesión: «El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida...», y concluye con una expresión de esperanza colectiva: «La [vida] que después gasté [...] verás en la tercera y última parte, si el cielo me la diere antes de la eterna que todos esperamos» (la cursiva es mía). Pues bien, muchas interpelaciones del relator al lector tienen por objeto establecer la consecuencia a lo largo del relato: «como te decía» (294), «ya te dije» (331), «oye con atención el capítulo siguiente» (490), o bien: «¿Veis cómo aun las desdichas vienen por herencia?» (505), «vedlo agora con cuánta facilidad engañé a este santo» (862). Aquí se trata más bien de mostración dramática, y el ademán deíctico se prodiga en innumerables «vesme aquí», «ved si», «veréis cuál», chispas que intentan conservar encendida la curiosidad del que lee.

Pero el lector es algo más que leyente curioso: es compañero del narrador, compañero de viaje o de posada según lo notado por Ángel San Miguel, y acompañante del relator dentro de un nosotros estimulante: «Volvamos arriba» (279), «Vamos adelante» (603), «vengamos a los de mi oficio» (676). Ese compañero tácito sale a veces de su mutismo y entra en diálogo hipotético con el narrador: «Dirás: ‘¡Oh, que no es bien que aquel traidor que me ofendió se quede riendo de mí!’. No por cierto, no es bueno ni razón...» (617). Y, nuevo testimonio aún más de intimidad supuesta que de mera compañía, ciertas expresiones de afinidad sentimental: «¿Qué fuera entonces de mí? ¿No consideras qué turbado, qué afligido estaría, y qué triste, quitado el oficio, sin saber de qué valerme ni rincón donde abrigarme?» (310), «Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo, desvalijado, en tierra estraña, lejos del favor» (570).

Punto de partida y de llegada de este monodialogar con el lector a través de la consecuencia y la compañía, es la fraternidad. Ese tú que algún crítico no acierta a puntualizar si es aún el lector o un personaje abstracto, no es otro en buena doctrina cristiana que el tú del prójimo: el hermano hombre, destinatario del consejo y del aliento: «¿Quieres tener salud, andar alegre, sin esos achaques de que te quejas, estar contento, abundar en riquezas y sin melancolías? Toma esta regla: confiésate como para morir; cumple con la definición de justicia» (270-71); «Hermano, vuelve sobre ti» (387).

Este tú es mudable, proteico en extensión, como proteico es Guzmán en calidades y oficios: ya el lector vulgar (hostil), ya con más frecuencia el lector discreto (propicio), ya cualquier símbolo social, o político, o moral, de esa colectividad que el pícaro observa y el convertido atalaya. Guzmán, que alguna vez se encara furioso contra el lector del vulgo, suele referirse a él en tercera persona alejada, mientras tutea cordialmente al lector discreto. Repetidamente afirma que habla a todos, con todos, al hermano y a la hermana. Lo habitual es que se dirija a un tú, vosotros, o ellos, cambiante: «Pluguiera a Dios -orgulloso mancebico, hombre desatinado, viejo sin seso- yo entonces entendiera o tú ahora supieras lo que es la honra» (250); «Señores letrados, notarios y jueces, abran el ojo» (78). Se establece así gran variedad de perspectivas receptoras, aunque el emisor sea un solo sujeto.

Todavía sería necesario recordar cuántas veces ese tú del monodiálogo alemaniano se levanta para replicar al sujeto: «Preguntarásme: ‘¿Dónde va Guzmán tan cargado de ciencia? ¿Qué piensa hacer con ella?’» (309); «Guzmán, ¿qué se hicieron tantas velas, tantos cuidados, tantas madrugadas, tanta continuación a las escuelas, tantos actos, tantos grados, tantas pretensiones? Ya os dije, cuando en mi niñez, que todo avino a parar en la capacha» (822).

Frente al complejo sistema monologal del Guzmán, hallamos en el Quijote el diálogo en su forma pura: extrovertida, recíproca. Y ningún testimonio importante de capacidad monologal. Con influjo del Guzmán, o sin él, sólo se encuentra una proyección relativa de esa capacidad monologal, que en Cervantes fue mínima, en el Coloquio de los perros, donde Cipión hace las veces del «lector» alemaniano frente a Berganza (que, en figura de pícaro, narra, digresa y satiriza) y quizás en la segunda parte del Quijote, donde la reflexión abunda más que en la primera, de acuerdo con el mayor relieve de la cordura desengañante sobre la engañante locura (el desengaño es motivo cardinal en el Guzmán).

Tras este repaso del Guzmán de Alfarache, pienso que no será tan fácil definir esta obra como un monólogo cerrado, contrapuesto al abierto diálogo del Quijote. Por lo menos, el monólogo del Guzmán contiene intensos valores dialogales: desdoblamiento, contacto buscado, compañía supuesta, fraternidad deseada, generalidad que se diversifica en perspectivas particulares desde el destinatario; y en todo esto se oye latir la vital pujanza que intenta abrirse vía bajo la rigidez moral y el perfectismo.

El diálogo del Quijote, tensivo, equilibrado, propenso a explicaciones dialécticas de ideas y a variaciones conversacionales en torno a temas o pretextos temáticos, procede más bien de la Celestina y de los diálogos didácticos de los humanistas, no de los libros de caballerías parodiados. Carece, empero, de una dimensión: la profundidad de la conciencia que se proyecta en busca de un destinatario esquivo.

En el diálogo del Guzmán, tanto en el parco modo de relacionarse el protagonista con otros personajes como en ese dialogar que se alberga dentro del molde del monólogo, hallamos a menudo el tipo antitético, trabado, y el tipo dialéctico, rara vez el conversacional28. Pero lo dominante es esa agitación insomne de la conciencia que invoca a un destinatario inasible. De ahí su carácter hipotético, aleatorio, menesteroso de un contacto que jamás se corrobora pero continuamente se propone. Esta técnica procede seguramente de la oratoria sagrada y encuentra apoyo en los breves «apartes» reflexivos de Lázaro de Tormes.

Dijo Ortega y Gasset que el Quijote era «un conjunto de diálogos» y que «la novela es la categoría del diálogo», como de la pintura lo es la luz29. Puesta la mirada en el Quijote y en su magnífica herencia del siglo XIX (Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoievski, Galdós) bien podría definirse la novela como la categoría del diálogo. Si se atiende a otros modernos impulsores del género (Flaubert, Clarín, Proust, Joyce, Faulkner, Beckett) muy bien pudiera pensarse que la novela fuese la categoría del monólogo. Y entre 1599 (primera parte del Guzmán) y 1615 (segunda parte del Quijote) la novela moderna no estaba creada: estaba creándose.

Lejos de mi pensamiento relacionar a Mateo Alemán con Flaubert o Beckett. El Guzmán describe y convoca una imagen del mundo cristiana con unos medios en parte tradicionales, en parte renovadores, que no son nuestros medios.

Sin embargo, recuérdense algunos rasgos de la más moderna novela: el carácter proteico del protagonista que afanosamente busca su identidad, la condición laberíntica del espacio humano en que el personaje se mueve, la discontinuidad en la rememoración del pasado; el paso de la elegía a la sátira y a la confesión, o la orquestación de estas actitudes en complejos variables; el predominio del punto de vista único que trata de abarcar la heterogeneidad del contexto social a través de un diversificado monólogo; la instauración de un marco discursivo dentro del cual se narra una historia o partes de historias; el desdoblamiento del yo en un tú reflejo que sirve al narrador como receptor de su angustia.

Pues bien, Guzmán de Alfarache es otro Proteo. Laberíntico es el espacio cortesano, italiano y sevillano en que ese picaresco Proteo cambia de oficios y disfraces, y relativamente discontinua su evocación de estados vividos y experiencias desaprovechadas. El Guzmán es la confesión general de un pecador, dentro de la cual van envueltas la sátira moral de la sociedad descarriada y la poética elegía de la nada terrena. Finalmente, es el Guzmán una historia que admite largo y plural discurso, y en este discurso el protagonista se proyecta en un tú, un vosotros, un nosotros, arrojándose hacia el interlocutor múltiple a través de un monólogo que, no pudiendo ser dialogo con, procura siempre ser un diálogo hacia: hacia todos y cada uno.

Sirvan estas advertencias como invitación a releer, a la luz de nuestro tiempo, una obra digna de que Cervantes la hubiese consultado y digna de que la frecuentemos, no contra el Quijote, sino a su lado, como fruto de los esfuerzos de un contemporáneo de Cervantes, prójimo suyo, próximo a él.

Septiembre 1975





 
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