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De cómo supe de la existencia de Bertolt Brecht y de lo que aprendí de él

Jerónimo López Mozo





Me invita Juan Antonio Hormigón a que escriba algunos folios sobre Brecht para incluirlos en el número monográfico que la revista ADE dedicará a recordar el centenario de su nacimiento. Puesto que algunos especialistas se ocuparán de analizar la vida y la obra del genial dramaturgo, yo, que no lo soy, haré otra cosa bien distinta: apelar a mi memoria para recordar cómo, a mediados de los años sesenta, supe de la existencia del dramaturgo alemán.

Preguntar a cualquiera de nuestros jóvenes autores cuál fue su primera cita con Brecht carece de importancia y hasta es posible que no lo recuerden. Cuando ellos se asomaban al mundo de la escena, la bibliografía española sobre Brecht era abundante, sus obras se representaban con cierta regularidad, se le estudiaba en las Escuelas de Arte Dramático y bastantes verdaderos y falsos expertos en aquello del distanciamiento lo explicaban en mil y un cursos y talleres. Las nuevas generaciones mamaron a Brecht desde pequeños. A principios de los años sesenta las cosas eran muy distintas. Brecht sólo era conocido por unos cuantos iniciados, de modo que, quiénes nada sabíamos de su existencia, nos acercábamos a él poco a poco y le estudiábamos en las aulas del autodidactismo, en las que, a falta de maestros, nadie corregía nuestros errores. Mis recuerdos de aquellos años de incompleto aprendizaje permanecen muy vivos. Cuando empecé a escribir teatro, mis referencias de Brecht eran escasas. La revista Primer Acto se habían ocupado de él en alguna ocasión. También lo haría, luego, Yorick. Recuerdo especialmente un artículo de Alfonso Sastre titulado «Primeras notas para un encuentro con Bertolt Brecht», publicado en la primera en 1960, en el que empezaba por echar sobre el lector curioso un jarro de agua fría al advertir que él no admiraba ni el teatro, ni las teorías teatrales del autor alemán. Enseguida añadía que Brecht era, por fortuna y para su gloria, mucho más que un hombre de teatro. Y acto seguido elogiaba al poeta, al luchador, al demoledor de héroes, al denunciador de las falacias sociales, al exaltador de la ciencia frente al oscurantismo, al acusador de los terrores nazifascistas, al defensor de la paz, al intelectual y, en fin, al amante de su oficio y del pueblo. Un par de años después, leí, en las mismas páginas de Primer Acto, algunas escenas de Miedo y miseria del III Reich. Una de ellas se titulaba El soplón. Me gustó. Luego la vi representada en diciembre de 1965 en una ocasión para mí inolvidable. La primera obra mía que subía a los escenarios -Los novios o la teoría de los números combinatorios- se representó, de la mano del Teatro Universitario de Sevilla, junto a esta pieza de Brecht y otras, también breves, de Arrabal, Ionesco y Averchenko. Creo que, desde aquel momento, busqué muchas veces la sombra protectora de Brecht.

Conocí buena parte de su obra teatral a través de unos libros publicados por la editorial argentina Nueva Visión que, por entonces, empezaban a llegar a España. Tardé algo más en verla representada, al menos en condiciones mínimamente aceptables. Es cierto que desde pocos años antes, quizás a partir del 63, los grupos universitarios representaban a Brecht, sobre todo sus piezas breves, pero los resultados quedaban bastante lejos de sus propósitos. Eran trabajos modestos, hechos, eso sí, con mucho entusiasmo, pero fallidos. No podía ser de otro modo si tenemos en cuenta que los responsables de los montajes partían de cero y, a falta de una información fiable sobre la evolución teatral fuera de España, tenían que «inventarse» a Becht. Así, cuando escribí mi primera obra deudora de su teatro, Crap, fábrica de municiones (1968), sólo había visto una, poco afortunada, Madre Coraje que dirigió Tamayo en el 66 y, al año siguiente, La persona buena de Sezuan, dirigida por Ricard Salvat, introductor del teatro de Brecht en España y difusor de sus ideas desde la ejemplar Escuela de Arte Dramático Adriá Gual, que creara, junto a otras personas, en 1960. Todavía a finales del 67 había de asistir, en el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, a la puesta en escena de El sabio y el aduanero y La excepción y la regla a cargo del grupo Bululú, que dirigía Antonio Malonda. No figura en mi bagaje la primera representación de un Brecht ofrecida en nuestro país con taquilla abierta al público. Aunque, según supe, nada me perdí, me parece interesante recordar que el acontecimiento tuvo lugar en Barcelona en el año 63. La obra era La ópera de tres peniques y se representó en castellano y en catalán.

En el plano teórico, he de confesar que mi acercamiento al teatro de Brecht fue, como les sucedió a otros colegas, un tanto caótico. Empecé a entender lo que era el teatro épico leyendo La técnica teatral de Bertolt Brecht, de Jacques Desuché. Accedí luego a otros análisis de su teatro y a sus propios escritos. Su influencia en mi obra es evidente. Como lo es en la de Buero Vallejo, Alfonso Sastre y otros autores españoles, amén de en la de numerosos directores de escena. Hasta Rodríguez Méndez, tan reacio a las influencias teatrales venidas de más allá de nuestras fronteras y que algún alfilerazo lleva propinado a los devotos de Brecht, escribió un Círculo de tiza que situó, eso sí, en Cartagena.

Yo no sé si autores y directores hemos hecho, en general, buen uso del legado que dejó el dramaturgo alemán. Algo tiene escrito Juan Antonio Hormigón, brechtiano declarado, sobre la cuestión. En 1970 denunciaba algunas de las manipulaciones que ha sufrido por parte de sus herederos. Al referirse a España, ponía el dedo en la llaga al afirmar que pocos se habían propuesto seriamente el conocimiento y estudio de su teatro, de modo que sólo habían tomado de él algunos tics. Más que censurarlo, lamentaba el escaso aprovechamiento que, por esta causa, hicimos de su teatro. ¿Cómo censurar a quiénes trabajaban bajo la presión de un régimen dictatorial y en un ambiente cultural extremadamente pobre? No obstante, a pesar de los inconvenientes, algunos beneficios se obtuvieron, sobre todo -me refiero a aquellos años- por parte de los grupos independiente y de unos cuantos autores que buscábamos, fuera de nuestras fronteras, nuevas formas para nuestro teatro.

Volviendo a mi caso, y contemplando mis comienzos teatrales desde cierta distancia, siento que circula por mi teatro savia brechtiana, aunque no en estado puro, pues me alimenté de otras al mismo tiempo. Asimilé mejor su discurso ético que las aportaciones técnicas con que logró alumbrar una nueva dramaturgia. No fue así por voluntad propia, sino a causa de mis limitaciones, que no eran ajenas a las circunstancias políticas y sociales en que vivía el país. Nunca me aparté de Brecht. Sí acaso, establecí mis contactos con él a través de otros autores que, con mayor o menor fidelidad, fueron sus continuadores. De todos ellos, quién más me interesó fue Peter Weiss. El patrón de mi Matadero solemne (1969) fue Marat-Sade. Hoy conozco a Brecht mejor que cuando le imité, pero es tarde para lamentarlo, además de inútil. Es cierto que pude haber sacado mejor provecho de sus enseñanzas, pero no fueron pocas ni despreciables las recibidas. No pienso, como otros, que Brecht esté superado, ni que sea una reliquia del pasado. Y aquí llegamos al tema de la actualidad y futuro de nuestro autor.

No hay cosa peor que convertir, por exceso de respeto, a un genio en pieza de museo. Algo de eso ha estado a punto de suceder, por lo que sé, en el Berliner Ensemble tras la muerte de su creador. Mientras sus albaceas reproducían con absoluta fidelidad los montajes del maestro, en otros escenarios, gentes de teatro que se sentían menos obligadas a preservar intacta la obra de Brecht, han ofrecido y ofrecen versiones absolutamente respetuosas con el producto original, pero enriquecidas con una visión de un mundo bien distinto al que Brecht conoció y en el que gestó su obra. Estos lúcidos creadores hacen lo que Brecht hubiera hecho de no haber muerto hace más de ocho lustros. Ellos y los autores que interpretan en clave actual su escritura, son los que mantienen viva su obra. Estoy de acuerdo con Buero Vallejo en aquello que dijo hace bastantes años de que las fórmulas de Brecht no eran definitivas, sino fecundantes.

No comparto la afirmación formulada por un conocido crítico mientras escribo estas líneas de que Brecht fracasó como profeta en su predicción del porvenir histórico y en su explicación de cómo sería el teatro. No la comparto por la sencilla razón de que Brecht no era profeta, ni creo que se tuviera por tal. Era mucho más: un hombre de teatro seriamente comprometido en la denuncia de los totalitarismos fascistas y del poder desmedido de las oligarquías. Su discurso estaba al servicio de esa causa y sigue vigente. El hombre es su destinatario y el hombre, hoy, en las postrimerías del siglo XX, sigue siendo la víctima de un poder abstracto, sin ideología, todopoderoso y corrupto que trata de disimular su vocación totalitaria bajo educadas maneras de apariencia democrática. El hombre de nuestro tiempo se enfrenta a un porvenir incierto y, para su desgracia, lo hace con una pasividad que sólo puede entenderse como hija del pesimismo. Da por sentada su derrota. Los intelectuales, que debiéramos sacarle de su letargo, trabajamos cada vez menos en esa dirección. O pensamos que ya no tenemos ningún papel que representar en una historia que están escribiendo otros o, lo que es más grave, ofrecemos nuestro silencio a cambio de unas miserables prebendas. En este sentido Brecht sigue siendo un ejemplo a seguir. En cuanto a sus aportaciones teóricas, que no pueden entenderse al margen de sus objetivos políticos, han calado tan hondo en el tejido teatral que buena parte de la dramaturgia contemporánea las tiene, conscientemente o no, asimiladas.

No seré yo, que tampoco soy profeta, ni es esa mi vocación, quién aventure cual será la vigencia del teatro de Brecht, ni si algún día su nombre caerá en el olvido. De lo que sí estoy seguro es de que, debiéndole tanto, no estaré entre sus enterradores.





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