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De La Estrella de Sevilla a Sancho Ortiz de las Roelas

Notas a dos refundiciones o arreglos1

René Andioc





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No sé si es injusto el Rey;
es obedecerle ley...


(C. M. Trigueros, Sancho Ortiz de las Roelas, I, 7)                


Durante un siglo entero, concretamente desde 1708 hasta 1800 -y si exceptuamos alguna que otra obra bien sea de dudosa atribución o con título idéntico al de una de Lope pero posiblemente de distinto autor, al menos según se viene afirmando-, las comedias del Fénix no se representaron apenas en su forma original. Tampoco, por cierto, se puede tener la seguridad de que una pieza antigua se declamase íntegra, debido a la intervención eventual de la censura, del director de la compañía e incluso del capricho de tal o cual intérprete. Como quiera que fuese, de Lope (y digo «de Lope» porque en el XVIII se le consideraba autor de La Estrella de Sevilla) rondaron las cinco las ofrecidas al público, dos de ellas no una sola vez, sino en una serie de reposiciones a lo largo de la centuria, aunque con una interrupción de dos o más decenios a mediados de siglo: me refiero a las dos partes de Los Tellos de Meneses, y a La esclava de su galán. Las demás, también escasas, eran refundiciones por dramaturgos del Siglo de   —144→   Oro o del siguiente. Pero luego, a partir del año de 1800 (que no es el primero del XIX sino el último del anterior; lo digo por los que se están preparando para celebrar el tercer milenio el 1 de enero del 2000), se produce un fenómeno bastante sorprendente, y es que casi de repente aparece una serie de refundiciones de obras del Siglo de Oro, realizadas las más unos quince años antes por Cándido María Trigueros, fallecido desde 1798, siendo estrenada la primera, la de La Estrella de Sevilla, el 22 de enero en el madrileño teatro de La Cruz, es decir durante el año cómico de 1799-1800 en el que tomó el Gobierno unas medidas drásticas aplicables a partir de la temporada siguiente por la efímera Junta de Dirección y Reforma de los Teatros, cuya creación daba remate, provisional, a una larga polémica entre admiradores de la producción áurea en su globalidad y los que, las más veces sin dejar de admirarla, la consideraban ya inadaptada, moral y estéticamente, a las nuevas circunstancias, ambigüedad ésta, o aparente contradicción (es «odio-amor», según Ermanno Caldera y Antonietta Calderone),2 no siempre bien entendida por ciertos historiadores de la literatura. Dicha refundición (o por mejor decir: «arreglo», según D. Cándido) intitulada Sancho Ortiz de las Roelas -un cambio de título no desprovisto de significación por supuesto- y, por calificarse de tragedia, considerada «de teatro», esto es, con precios de entrada superiores a los habituales, se mantuvo en cartel ocho días seguidos3 con buenas recaudaciones y siguió representándose en diciembre y también, con alguna regularidad, en los años siguientes. Medio siglo después, Juan Eugenio Hartzenbusch la arreglaría a su vez. Estos dos avatares sucesivos de la comedia seudolopesca son los que quisiera examinar. Pero no creo que Sancho Ortiz, así como tampoco las otras tres refundiciones de Trigueros que entonces se representaron, todas en 1803, ni por otra parte las originales de Lope Por la puente Juana (1804), Servir a buenos (1805), o El perro del hortelano (1806), más favorecida ésta que las otras dos -y a las que se puede agregar una refundición de Lo cierto por lo dudoso por Rodríguez de Arellano-, no creo, digo, que la aparición, en un plazo algo reducido, de todas estas obras justifique los aspavientos de Leandro Moratín, quien, en un prólogo para La mojigata, no impreso entonces y datable, probablemente, en 1806-1807, exclama que Lope «tiraniza el teatro segunda vez y se presentan como nuevos al auditorio los abortos menos informes de su prodigiosa fecundidad».4

Lo cierto es que la elección por Trigueros del «aborto» supuestamente lopesco no fue casual, ni fueron tampoco cualesquiera las modificaciones que sufrió la obra original, ya que se le puede incluir a D. Cándido en la corriente favorable a un nuevo clasicismo acorde con los valores del absolutismo ilustrado; de manera que esta refundición, así como las demás suyas, ejemplifica y, sobre todo, permite comprender mejor, esa ambigüedad o aparente contradicción tan característica de no pocos   —145→   intelectuales del XVIII a la que antes me refería. Pero una cosa es el intento de acomodar una comedia áurea a la ideología y los cánones estéticos patrocinados más o menos abiertamente por el gobierno, otra cosa el acierto de tal empresa y su apreciación por la censura oficial, y otra distinta aún la reacción de los aficionados a teatro: y efectivamente, fracasó en 1788 ante la censura una primera tentativa de publicar la obra,5 por motivos que evocaré más adelante, y sólo después de fallecido el autor, como queda dicho, se concedió por fin la licencia, siendo impresa la llamada tragedia de Sancho Ortiz de las Roelas por Sancha, en 1800, a costa, vale la pena recordarlo por excepcional, de Manuel García Parra, primer actor de la compañía de la Cruz dirigida en la fecha del estreno, es decir poco antes de iniciarse la reforma, por el «autor» Luis Navarro, quien se había mostrado cooperativo antes con el catedrático y censor Santos Díez González, alma de la referida reforma...6

Trigueros fue indudablemente atraído, como indica él mismo en su Advertencia preliminar, por -escribe- «las situaciones excelentes y magníficamente patéticas [reténgase esta última palabra], ya expresadas ya indicadas; expresión digna; y una versificación como suya»; «...la acción -agrega luego- que Lope eligió para este drama, sobre ser una, grande y completa, es también de la mejor calidad y de las más propias para el teatro trágico»;7 se trata en efecto de una «tragedia», si nos atenemos a lo afirmado por el criado Clarindo en el desenlace, y el refundidor considera que esta palabra «está puesta en todo su rigor, significando un drama que presenta una acción grande y sublime, y no está tomada en la acepción más lata y vulgar», esto es una acción que acaba con desgracia, como lo demuestra, según Trigueros, la feliz catástrofe de la comedia original, consistente, como es sabido, en la separación de los amantes incapaces a pesar de su pasión mutua de conformarse con la perspectiva de vivir juntos con un cadáver de por medio.

Se han conservado dos versiones de La Estrella de Sevilla: una breve, de unos 2.500 versos, otra más larga, de unos 3.000; en su edición de las obras de Lope por la Real Academia en 1899, tomo IX,8 Menéndez y Pelayo confunde las dos -según demostró años hace Foulché Delbosc9-, asimilando la primera, suelta, y la segunda, desglosada de algún volumen de comedias varias con numeración de los folios 99 a 120, al parecer sin conocer el texto de ésta, si bien escribe, equivocadamente, que lo utilizó Hartzenbusch en el tomo XXIV de la Biblioteca de Autores Españoles. El erudito francés, en cambio, antes de publicar íntegro a continuación de su estudio preliminar el texto largo, indica que el dramaturgo romántico debió de tener un ejemplar de la suelta, «probablemente el de Durán», y afirma que a partir de esta edición se realizó además la de la Academia. Y efectivamente se trata en ambas del texto corto. Pero ¿de cuál de los dos se valió Trigueros para efectuar su refundición? Afortunadamente, un amigo y corresponsal gaditano de D. Cándido, que le tenía encargada a éste la búsqueda y compra de comedias sueltas del teatro antiguo español, por lo que reelaboró el escritor algunas   —146→   de ellas antes de su marcha de Carmona a Madrid en 1785, tomó años después la iniciativa de reunir en un volumen las copias que de dichos arreglos le mandara Trigueros, incluyendo también el original impreso de la comedia áurea correspondiente. Gracias a este volumen, custodiado en la Biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona, nos enteramos de que el texto utilizado por el refundidor fue el de la suelta, esto es, el más corto.10

Como buen representante de la generación arandina que anheló vivir un «Grand Siècle» español -y, yo diría: por consiguiente como autor ya de un buen número de tragedias, género teatral sublime por excelencia-, Trigueros quiso pues modernizar una comedia heroica cuyo tema no carecía de actualidad en su época: el del vasallo capaz de sacrificarlo todo, honor, libertad, dicha, amor y amistad, por lealtad a la persona real (no digo: «al rey»), cumpliendo incluso una orden injusta y negándose a denunciarla por salvar -dice- el decoro del soberano que se la dio. Lo cual trae a la memoria la célebre frase con la que definía el absolutismo el propio Carlos III en carta a su hijo: «El hombre que critica las operaciones del gobierno, aunque no fuesen buenas, comete un delito»,11 y la frecuencia con que se escriben y, en menor grado, se representan o publican tragedias en las que los protagonistas ejemplares vencen las propias pasiones, los impulsos naturales, en nombre del deber. El teórico Peñalosa y Zúñiga, conocedor de Bossuet, escribiría más tarde: «el defecto del Príncipe no exonera al Vasallo de la obligación esencial de obedecer [...] Lo contrario,... esto es,... [sic] resistir la ordenación del Príncipe para extraerse del yugo de la ley, atendiendo a sus defectos personales y no a su augusta Soberanía, por otro camino que el de fieles insinuaciones, es crimen abominable, incompatible con el espíritu del Evangelio».12 Por ello quien da título a la refundición ya no es la protagonista, sino Sancho Ortiz, calificado reiteradamente, tanto por sí mismo como por los demás personajes, de héroe, y de hazaña su actitud («cometí una atrocidad, / mas no cometí delito»). Cansado de leer que tanto el rey como Estrella y el mismo Sancho califican sólo de «desliz» la muerte de Bustos, escribía en julio de 1800 Cayetano María de Huarte:

Yo, si hubiera tenido la honra de ser el refundidor de esta tragedia, me parece que la hubiera intitulado El desliz de Sancho Ortiz. Algún malicioso dirá que el haber repetido «desliz» tantas veces hablando del asesinato ha sido por buscar consonante a «Ortiz» y a «infeliz», y que si se hubiera llamado Sancho Hernando, habría dicho el rey a Don Arias:


Mas si callar es su intento,
de su pecado nefando
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será público escarmiento.
¡Hombre extraño es Sancho Hernando!13



Y el propio Trigueros parece confirmar la interpretación por él considerada positiva, diríamos hoy, de la actitud del protagonista, al escribir: «¿Executará Sancho Ortiz su encargo? ¿Descubrirá al Rey? ¿Cuál será su suerte? Ved aquí el problema en que se funda toda la acción»,14 aunque con esta frase se refiere ya a su propia obra, en la que deja fuera toda la jornada primera de la comedia y «gran parte» de la siguiente, reduciéndolas a una «narración», es decir: relación, a modo -dice- de «prólogo oculto». La dificultad residía en efecto en que, como era de temer, las tragedias en las que salía un rey o un príncipe perverso, a veces vencido incluso por un motín (el trauma provocado por el de Esquilache en 1766 no llegó a atenuarse), también sufrían el rigor de la censura, empezando por la propia refundición de Trigueros, la cual, si bien consiguió la aprobación eclesiástica en 1788, tropezó, como queda dicho, con el dictamen adverso del entonces «sustituto del corrector», Díez González, indignado por la figura de un rey «hecho un Nerón persiguiendo a un inocente por conseguir el logro de una pasión torpe»,15 frase que recuerda la apreciación del jefe de la policía del Intruso, el cual tardó bastante en conceder permiso en 1810 para representar la tragedia en la que -escribe reservadamente- «hace el Rey el indecoroso papel de asesino para saciar sus pasiones».16

En la jornada primera de la comedia venían el intento de seducción de Busto Tabera por el rey Sancho el Bravo enamorado de la hermana del veinticuatro sevillano, y la corrupción de la esclava de Estrella; y al principio de la segunda, hasta la escena novena inclusive,17 trataba el monarca de colarse de noche y embozado en el cuarto de Estrella -lance éste de comedia de capa y espada, inadmisible para un neoclásico por incompatible con la dignidad real-, y seguían la llegada inesperada de Busto y la retirada poco gloriosa de Sancho el Bravo. Resumiendo: con la supresión de estos lances trató Trigueros, en la refundición, de atenuar en la medida de lo posible la «maldad» del monarca; un monarca que seguirá estorbando por plantearles un problema insoluble a los refundidores, pues si se suprimía su papel se venía abajo todo el arreglo. Veremos con Hartzenbusch hasta dónde pudo llegar ese ejercicio de cuerda floja (que los franceses solemos por el contrario calificar de «tirante»...). A raíz del estreno, escribía el canónigo Huarte:

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¡Bendito el Sr. Trigueros que nos ha proporcionado ver en nuestro teatro tragedia tan escelente! ¡Qué modelo presenta a los reyes para que sepan que en negándose un vasallo [...] a que prostituya a su hermana, han de mandar que lo asesinen! ¡Qué ejemplo a los vasallos para que entiendan que han de entregar a sus hermanas cuando se las pidan, y si no, estocada y a ellos!



Dicho con frase de Cienfuegos en el Mercurio de España de julio de 1800: «Trató de hacer a Don Sancho bueno en el fondo pero arrebatado, y Don Sancho salió malo esencialmente».18 Además, aquella incursión nocturna del rey concluía con un duelo, que naturalmente desapareció también, quedando reducido por otra parte a una simple relación el segundo desafío en que muere Busto a manos de Sancho Ortiz, pues los dos cuñados salen fuera del alcázar a pelear («Tened, Tabera, la espada, / que en casa del Rey estamos»), de manera que se armonizaban una vez más la estética neoclásica y la política interior del Gobierno hostil al duelo como manifestación de la autonomía («anarquía», decían) aristocrática. Más aún: para compensar, podríamos decir, la escasa conveniencia (a sus ojos, claro está) de una situación de la que no puede prescindir, esto es, la de un rey que se venga de un caballero mandándole matar por el propio cuñado de éste, Trigueros le hace arrepentirse repetidamente de dejar que su pasión -dice- avasalle su razón, no sólo después sino tan pronto como se alza el telón, o sea antes de haber dado la orden de muerte; y en varios monólogos, significativamente colocados uno al final del acto tercero y otro en el desenlace, se alarga la antes breve confesión pública de culpabilidad de Sancho el Bravo, llegando éste a desear que sus semejantes, los reyes, escarmienten en cabeza ajena. De manera que en la censura de la obra por el ya citado Díez González, conservada entre los papeles del corregidor Armona, se puede leer: «Aquí parece que al Poeta se le apuraron todos los recursos para dejar al rey en buen lugar, pues le hace confesar en público sus delitos para que logre la absolución de ellos; y esto lo califica de Heroísmo; yo lo gradúo de imberisímil». Y es fácil ver cómo en esta última palabra se funde con el concepto de verosimilitud un matiz político-social, pues expresa el censor en términos de estética dramática una opinión fundada en realidad en un criterio absolutista; tan incompatible era la contrición pública con la realeza como la crueldad del monarca de la comedia. No creo sin embargo que Aguilar Piñal ande muy descaminado al opinar que Trigueros trata de ensalzar al rey «por la humillación que significa el arrepentimiento público».19 Por otra parte, en la refundición se recalca mucho más que en la obra antigua, por haberse incorporado al texto definitivo numerosas enmiendas y adiciones marginales autógrafas efectuadas en el manuscrito primitivo, la nefasta influencia del mal consejero Arias: lo hace el monarca, bien sea dialogando con aquél o en sus monólogos.20 Este   —149→   tipo de personaje era necesario y tópico en obras de esta clase, en la medida en que servía, diríamos hoy, al menos en mi tierra, de «fusible», o chivo expiatorio, igual que un primer ministro destinado a dejar fuera de alcance al jefe del Estado en caso de producirse, digamos, un «cortocircuito»; y por mal consejero será efectivamente desterrado Arias de Castilla en el desenlace, para «exemplo y escarmiento / de los que en lisonjas tratan», según dictamina Sancho el Bravo. Pero se advertirá que, después de la confesión del rey, tanto en la comedia antigua como en su arreglo dieciochesco, la ideología monárquica impone una deducción meramente formalista, por no decir silogística: «Así / Sevilla se desagravia, / que pues mandasteis matalle, / sin duda daría causa».

Pero, por otra parte, no todos vieron en Sancho Ortiz al súbdito modelo conforme a la óptica más o menos oficial, y el mismo año del estreno ya le calificaba reiterada y anafóricamente Cienfuegos de «asesino» en el Mercurio, actitud que supone ya un cambio radical en la concepción de la monarquía, o, por mejor decir, de los deberes del ciudadano, igual que la de Alberto Lista en El Censor del trienio constitucional, quien consideraba que el protagonista era un fanático que «se cree héroe cuando no es más que un asesino», lamentando «las expresiones fastidiosas e inmorales del lenguaje servil [entiéndase: proabsolutista] de que abunda la comedia de Sancho Ortiz».21 Ocioso es decir que el llamado por el rey avasallamiento de su razón por la pasión (de «furor loco» la califica) era el «defecto» que denunciaban los moralistas del XVIII -y también anteriores- en los galanes, y naturalmente más aún en los príncipes, del Siglo de Oro, así como en la juventud acomodada de su propia época, por lo cual era tema recurrente en cualquier comedia neoclásica (así en Los Menestrales, del propio Trigueros, premiada en un certamen oficial en 1784, o sea, coetánea, o poco falta, de la refundición). De manera que viene a ser idéntico el esquema que rige, o debe regir, las relaciones entre súbdito y monarca y, a nivel inferior, el de la sociedad en miniatura que es la familia, entre jóvenes, por definición apasionados, luego no dueños de sí mismos, y padres o tutores, en los dos géneros, tragedia y comedia, que respectivamente les corresponden en el teatro, esto es: por una parte, sumisión de la autonomía del individuo -llámese yo aristocrático, naturaleza, libertad política, vida privada- a la autoridad suprema, de origen divino, o intereses superiores de la patria, razón de Estado, etc.; y por otra, moderación del instinto, en este caso la pasión juvenil, por la tan cacareada razón, principio universal tras el que se oculta, mal, la autoridad del cabeza de familia, garante de los intereses de ella, esto es, digámoslo con una sola palabra, del orden social.

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Muy de su época son por lo mismo las distintas adiciones de Trigueros en las que la justicia y los jueces, como representantes de dicho orden, se presentan como equitativos y humanos, esto es, infinitamente respetables:


No buscan, Sancho, los jueces
ni castigos ni tormentos,
gotas de sangre les cuesta
sentenciar a muerte un reo;
y si el reo es como vos
es más pesar; pretendemos
hallar razón que nos libre
del dolor de ser sangrientos...22



«Yo la justicia venero / y sus decretos no impido», declara Estrella ante el alcalde mayor al rogarle que le deje hablar con el preso. El propio Sancho el Bravo, en su largo monólogo de principios del acto V, confiesa:


Los Jueces mi orden esperan...
su rectitud y sus canas
aún a mí me dan respeto;
quasi los temo...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Justicia, tu nombre aterra,
estremece y anonada
al que dexa tus senderos
y se desliza o se aparta,
ora en el trono se encumbre,
o le oculte la cabaña.



Y muy regalista y en compensación algo más eufemística, o metafórica, es la transposición de la referencia al «pontífice romano» que «con censuras [...] atropella» al rey, que en Trigueros se convierte en: «y cuando el rayo romano / mi dignidad atropella» (en el arreglo de Hartzenbusch, editor por otra parte de La Estrella de Sevilla, se volverá a la lección de esta comedia). Por último, el mismo desenlace, considerado, recuérdese, «feliz» por el refundidor en la comedia original -así como por el censor gubernamental- (lo cual debe interpretarse, creo yo, como: desprovisto de muerte de algún protagonista), también se amolda a los convencionalismos de la buena sociedad del XVIII: se insiste mucho más en Sancho Ortiz de las Roelas en el sacrificio de los dos amantes modélicos; estos se niegan, por supuesto, como sus abuelos, a casarse después de la desgracia ocurrida, pero Estrella recalca el dolor, y el valor, que supone tal renuncia triplicando la oración concesiva del original:


...mas no es Estrella muger
que aunque le adora y le ama,
aunque de su tierno amor
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vive muy asegurada,
y aunque su hermano Don Bustos
con gran placer lo aprobaba,
consienta jamás en ver
a su lado a quien le mata.



Además, como esposa bien educada, esto es, como esposa fiel (al prepararse para casarse quería recibir «sumisa» a su prometido), rechaza la eventualidad de un matrimonio con otro caballero, adoptando la solución, digamos, tenida por más decente entonces, formulando el siguiente ruego:


      ...mas permitid
que sola y desamparada,
en la lobreguez de un claustro,
mientras viviere, encerrada,
me castigue de querer
bien al que a Bustos matara.



De estas palabras, añadidas significativamente por Trigueros en el margen del manuscrito más antiguo, se hace eco Sancho Ortiz:


Tanta será mi desgracia
Señor, contra el fiero Moro
permitid que luego parta,



lo cual equivale a buscar la muerte en el combate, o al menos a elegir una vida más azarosa,23 igual que la decisión de Estrella equivalía, como decían algunos, a «sepultarse en vida» (así lo dice por cierto en el arreglo de Hartzenbusch). Todos héroes, pues, Sevilla, Sancho y Estrella, y, por último, el mismo rey, algo más prolijo que su antecesor del XVII y del primer manuscrito trigueriano, y que exclama, en el texto definitivo:


      ...ya basta;
todos, menos yo, son héroes
en esta dichosa patria;
también yo ser quiero hablando
tan héroe como el que calla.
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Matadme a mí, sevillanos...



«Coge y se mete a héroe», comenta Cienfuegos. Y ya pueden concluir todos a una voz:


La heroicidad da principio
donde la flaqueza acaba,



lo mismo -escribe D. Nicasio- «que si dixeran que donde se acaba el llano empieza la cima de una montaña, o que uno empieza a ser extremadamente gordo quando dexa de ser flaco»...24

El mismo esquema rector de las relaciones entre gobernados y gobernantes, libertad individual y autoridad moderadora, evocado más arriba, subtiende, por cierto, en la esfera de la estética, el siempre difícil equilibrio entre naturaleza y arte, inspiración y reglas de composición (recuérdese la imagen, ideada por Forner, del caballo desbocado, esto es, el talento, que necesita de un freno que le sujete); y nada tendrá de extraño el que Trigueros haya suprimido, además de las modificaciones ya referidas, buena parte de los adornos líricos propios del diálogo amoroso de la comedia original, pues la acumulación de metáforas y, más generalmente, la entonces llamada afectación en el estilo, se miraban como ajenas al lenguaje dramático en la medida en que la intrusión del lirismo en la deseada naturalidad, que no es vulgaridad, del diálogo constituía un elemento de diversión perjudicial para la asimilación de la enseñanza moral de la obra, cuya buena captación por el auditorio dependía, según creían, de la concatenación lógica de los lances. Por haberse suprimido la jornada primera desaparecieron los discreteos sobre sol, estrella, azófar, mármol, fénix y otros («lo que huel[e] a flor, río, peña, monte, prado, astro, etc.», escribía años antes Iriarte), pero también el brevísimo lance del espejo quebrado (que aún subsiste en el manuscrito más antiguo) y los músicos de la segunda que amenizan la espera de Sancho Ortiz en la prisión; las dos soberbias octavas reales del rey en la tercera («Sosegaos y enjugad las luces bellas...») se convierten en cuatro redondillas menos ampulosas por supuesto, aunque tampoco desprovistas de galantería;25 al pedirles nuevos tormentos a los jueces, el Sancho   —153→   dieciochesco se deja en el tintero el encarecimiento que consistía en evocar a Fálaris y Majencio; en el acto cuarto, Estrella ya no queda cubierta con el manto sino que se descubre en seguida, así al menos en el texto definitivo, para que la conozca Sancho, por lo que se ahorra el refundidor un semidiscreteo de unos cuarenta versos; en cuanto al delirio o visión de Sancho («éxtasis» lo llama él), «tan insulsa, tan fría, tan desatinadamente escrita», según D. Marcelino, quien se la atribuye no a Lope sino ¡a Claramonte!, Trigueros la reduce al mínimo, y sobre todo convierte en monólogo patético lo que en la comedia era un diálogo divertido gracias a los comentarios del criado Clarindo que le seguía el humor a su amo y adquiere ya mayor formalidad en la refundición para no desentonar en una tragedia, la cual, por definición, no admitía graciosidades. Según Ermanno Caldera, a quien me he de referir más detenidamente, todo ello equivale a «decodificare il linguaggio immaginoso dell'originale e trascriverlo in toni più accessibili e quotidiani».26

El mismo refundidor confiesa en su Advertencia que después de reducir la comedia antigua a poco más de la mitad y dividirla por otra parte en cinco actos, justificándolos «por la disposición del lugar», le fue forzoso interpolar muchos versos nuevos, añadir escenas y desarrollar -escribe- «algunas excelentes situaciones que en el original no estaban sino apuntadas». Pero no por ello se le debe considerar obsesionado por los entonces tan discutidos preceptos clásicos, los cuales, en frase de Leandro Moratín, «deben ilustrar y dirigir al talento, no esterilizarle ni oprimirle»; y efectivamente, si bien se respalda D. Cándido en la autoridad de los griegos y latinos, es más bien para justificar la estética del autor de la comedia áurea y mostrar que él no la traiciona en su adaptación: la acción es una y sencilla, afirma,

y la misma unidad de tiempo, lugar e interés que hay en la presente había en la antigua. Un solo día no completo, y un corto distrito que hay entre el Real Alcázar, el castillo de Triana y la casa de Bustos Tabera son en una y otra el tiempo y lugar de la escena. La única diferencia consiste en que yo he hecho más sensibles estas unidades, y no he dexado ver las distancias sino entre acto y acto.27



De ahí, naturalmente, varias mutaciones en la disposición de las escenas, aunque, como queda dicho arriba, las más importantes nacen de otro principio. El caso es que la disposición de actos y escenas tal como la arregla Trigueros no siempre es inferior en calidad a la de la comedia de su antecesor, si bien le resultaba más fácil la tarea al refundidor que al modelo: el diálogo Sancho Ortiz-Fabián, por ejemplo, concebido como un interrogatorio animado del primero por el segundo, es más «teatral» que el que le corresponde en la jornada tercera de la comedia; el monólogo patético de Estrella   —154→   con que concluye acertadamente el acto segundo tampoco desdice del original, aunque, advierte Cienfuegos, «todos o casi todos [el que se salva es el primero de Roelas] los monólogos de esta tragedia, y tiene buen número de ellos, están demás [sic] como éste, y sólo sirven de transiciones para las escenas siguientes»; finalmente en el mismo acto («admirable», según D. Nicasio y que es el capital de la tragedia), afirma Menéndez y Pelayo, además de los reproches que no escasean, que «también hay felices adiciones de Trigueros», y que «si bien mucho había perdido» La Estrella de Sevilla al pasar por las manos de éste, «aunque nada tuviesen de inhábiles en esta ocasión, [...] algo habían ganado en concentración y efecto ciertas situaciones».

Poco menos de tres páginas se dedican en la Advertencia a justificar el empleo del ritmo octosílabo, casi generalizado en La Estrella de Sevilla, con la particularidad de que se evita la mezcla de distintos géneros (por ejemplo: quintillas combinadas con redondillas y romances) en una misma escena para mayor uniformidad, o sea para no distraer por una modificación repentina de la musicalidad de los versos. Y es, por una parte, que, según Trigueros, «en toda clase de verso puede haber dignidad en la expresión, si se sabe buscar»; y que, por otra parte, el endecasílabo, aunque más armonioso, puede llevar a «la hinchazón de expresiones y superfluidad de palabras», oponiéndose por lo mismo a la naturalidad de una conversación, problema que trataron de resolver mal que bien los autores contemporáneos de tragedias, y el mismo Trigueros como tal años antes, pues no era concebible que le correspondiera un mismo metro o estilo al coturno que al zueco, como sigue comprobándose por cierto en la actualidad según que lleve peplo, corona o pantalón tejano el protagonista de la película en cartel. Y no carece de interés advertir que Trigueros aduce una vez más el ejemplo de los dramaturgos de la antigüedad, los cuales prefirieron al hexámetro, aunque más armonioso, el verso yámbico, «que es el que corresponde a nuestro familiar de ocho sílabas». Así trata de conseguir, o, mejor dicho, de restituir, la «digna familiaridad» -preferible a la «afectada magestad moderna»-, que halla en la comedia áurea y ostentaban antes las obras de Eurípides y Sófocles.28 Y prosigue el refundidor explicando con minuciosidad cómo calculó el número de sus versos -2.400, equivalentes a los 1.750 endecasílabos que, según él, es conveniente que tenga la tragedia- para que la representación no exceda la hora y cuarto u hora y media, pues -escribe curiosamente- «una Tragedia muy larga se hace más molesta cuanto más conmueva, que es decir, cuanto sea mejor; porque el continuo exercicio de los órganos interiores forzosamente ha de cansar si es fuerte y de mucha duración».

De todo lo que antecede se infiere fácilmente que ya no se trataba exactamente de la comedia heroica del XVII. Con todo, Trigueros supo conservar una notable variedad estrófica, y acerca de sus propias adiciones, líricas o heroicas, pudo escribir Menéndez y Pelayo que «versos hay en Sancho Ortiz aplaudidos siempre y tenidos por de Lope, que en vano se buscarían en La Estrella de Sevilla. [...] Aun en los diálogos en que más a la letra sigue a Lope suele Trigueros intercalar pensamientos suyos, expresados con una facilidad y elegancia que no los hace indignos de andar en tan alta compañía».

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El público acogió favorablemente la refundición, que se estrenó, como queda dicho, el 22 de enero de 1800 en la Cruz, permaneciendo ocho días seguidos en cartel con buenas recaudaciones, aunque no alcanzó el éxito de otro drama que se puso a continuación para concluir la temporada, Misantropía y arrepentimiento, traducido del francés y antes del alemán, del que vamos a hablar seguidamente. ¿Cómo se puede explicar la reacción de los espectadores del teatro madrileño ante la obra de Trigueros? Creo que probablemente por la personalidad fuera de lo común de los protagonistas (incluso, en su maldad, la del rey); la pintura dramática del amor desgraciado; la época remota en que se sitúa la acción y los lances «caballerescos» a que da lugar; la creación femenina excepcional del personaje de Estrella, que cobra mayor consistencia gracias a los versos añadidos por el refundidor («la heroína de pasión -escribe Cienfuegos- y la más inocente, la que interesa sobre todos», añadiendo incluso, contra lo intentado por Trigueros: «Estrella es toda la tragedia»); y, naturalmente, el suspense, diríamos hoy, mantenido hasta el final y que resume muy bien Trigueros en su Advertencia, agregando que es una acción «llena de aquel no sé qué maravilloso que entretiene, encanta y embelesa, al mismo tiempo que mueve e instruye», dos requisitos inseparables y complementarios para un neoclásico. Pero parece satisfacer mejor y más globalmente nuestra pregunta una frasecita, que puede pasar inadvertida, de una carta semianónima29 relativa tanto a la refundición de D. Cándido como al original del siglo anterior, publicada en el periódico El Regañón General de 17 y 21 de diciembre de 1803; en el número 59, que lleva la última fecha, se escribe que «La Estrella de Sevilla no era una comedia propiamente tal, sino un drama del género que en el día nos quieren introducir los extrangeros como fruto de un ingenio alemán»; y se discute a continuación la interpretación por el refundidor de la voz «tragedia», «pues tragedia aquí (y perdóneme la memoria del señor Trigueros) no debe tomarse en su sentido rigoroso (tragoedia); en este caso su autor la hubiera intitulado así, y no lo executó, antes bien la llamó comedia; luego aquella voz en el final30 sólo nos recuerda el lastimoso acaecimiento (infortunata res) que ha excitado las pasiones del héroe». Esta última frase, y más aún la anterior, inducen a pensar que el anónimo se refiere al drama lastimoso o patético de Kotzebue arriba citado, y que suscitó, también al final de la temporada de 1799-1800, un indudable entusiasmo, siendo considerado por algunos historiadores como la cumbre del drama sentimental en España.31 En efecto, si bien son distintos el ambiente y lugar de la acción, e incluso la época, las dos obras tienen en particular desenlaces parecidos: los dos protagonistas de Misantropía y arrepentimiento, un matrimonio separado a consecuencia de un antiguo desliz de la esposa, vuelven a encontrarse y, literalmente ahogados en un raudal de lágrimas, tras el   —156→   obligado «accidente» o desmayo de la culpable arrepentida, citándose para el día en que les haya de unir la muerte «con el Dios del universo», «mirándose con la mayor ternura, se dicen con voz trémula», según reza la acotación: «A Dios», mientras va ocultando poco a poco el telón el cuadro de los esposos abrazados con los hijos colgados del cuello. Por ello creo que el citado crítico, que relaciona La Estrella de Sevilla con el drama alemán, tiene presente en realidad la refundición de Trigueros, autor ya, conviene recordarlo, de El precipitado, comedia lacrimosa escrita, como El delincuente honrado, de Jovellanos, en el marco de las actividades de una tertulia literaria en la Sevilla de Olavide a mediados de la década de los setenta, y estrenada en Madrid en 1802.

En efecto, para elevar una comedia dramática, como la llama la Gazeta de Madrid en 1811, al nivel de una tragedia, o, según El Regañón General, «hacer tragedia la que no lo era», D. Cándido llenó algunos de los enormes claros efectuados en la obra original con varias situaciones y lances patéticos de propia cosecha. En primer lugar, para compensar la desaparición del duelo en las tablas, el refundidor conserva el final de la jornada segunda, desarrollando la escena fúnebre que constituía uno de los cuadros predilectos del público: ante el cadáver «ensangrentado» de Bustos -pormenor que no figura en la obra original, aunque no sabemos, naturalmente, cómo se puso en escena en su tiempo-, Estrella exhala su dolor en tres largas tiradas de versos, casi enteramente nuevas, intensificando el impacto emocional de la escena con una elocución entrecortada (menudean los puntos suspensivos), y en ademán de arrojarse «sobre el cadáver y besar la herida», mientras pugnan por contenerla los circunstantes:


¡Ay! ya le veo... la herida...,
la fiera herida reciente
cerrará mi boca... Impía
y cruel gente, dexadme;
dexad que su sangre fría
con mi sangre vivifique...



Las fuerzas la abandonan y tienen que sentarla «en un sillón a un lado; al otro está el cadáver en otro». Lo que no puede representarse lo suple la imaginación del oyente: si puede éste comprobar con el parlamento jadeante que en Estrella «la voz se pega a las fauces», tiene en cambio que fiarse de su palabra cuando agrega que «los cabellos se [le] erizan», ya que a tanto no debía de llegar el talento de la actriz. El caso es que el por otra parte severo Cienfuegos, entusiasmado por este lance, afirma lleno de emoción que también al público se le «erizan los cabellos, el corazón se estremece, la respiración se corta. La imaginación terrible y extremada de los espectadores...», etc.; vive como propio el drama de Estrella, llegando incluso a dirigirse a ella (ilusión perfecta, que dijera un neoclásico...), y al evocar la primera reacción de incredulidad de la noble sevillana ante la tremenda noticia, exclama: «¡Verdad! ¡verdad! ésta es la verdad, ésta es la naturaleza, ésta es la naturaleza bella y bellísima», no sin fustigar a «los insensatos reglistas que, prohibiendo el ensangrentamiento del teatro quieren prohibir la verdad y la naturaleza; declamen -prosigue- los que, preciados de una sensibilidad que no tienen, se horrorizan de ver un cadáver en el teatro y corren a las plazas a ver matar a   —157→   sus semejantes»; que salgan estos fuera del teatro, agrega: «las almas tiernas se quedan, quieren quedarse, quieren contemplar el cadáver de Bustos, quieren afligirse y deshacerse en lágrimas a su vista y pagar el tributo debido a la humanidad doliente».32 Es que Trigueros suscitó además nuevo interés difiriendo el cruel anuncio de la identidad del homicida hasta el momento en que Estrella llama a Sancho Ortiz para que la venga a socorrer. Después sale el culpable -reza la acotación- «sin armas entre Ministros que le traen preso», como en no pocos dramas heroicos o sentimentales de la época (y ulteriores); y comenta Cienfuegos que la exclamación de la protagonista («¡Ay cruel!... ¡Jesús mil veces!...»), y su desmayo «hacen grande efecto a los espectadores»; luego se procede a interrogar al reo en una escena, como he dicho ya, más impresionante que en la comedia antigua; sigue una entrevista entre los dos amantes desgraciados, en la que la emoción llega a su colmo: nuevo desmayo de Estrella («sosténme, que estoy sin brío» [...] Vuélveme a sentar, amiga..., / no pueden mis pies conmigo»), llanto de Sancho («¡Gran Dios! ¿hay mayor suplicio? [...] leed el interior mío, / que estas lágrimas os dicen / todo aquello que no digo. / El dolor que ellas publican...»). Y ya hemos visto que el refundidor sabe desplazar acertadamente, en función de la nueva división en cinco actos, las escenas clave de la obra; así pasa con la novena del acto tercero de la comedia original, convertida ya en sexta y última del cuarto acto de la refundición que es la nueva entrevista de Sancho con Estrella venida para libertarle, y en la cual el honor lucha contra el amor, concluyendo con un anticipo de la separación final de los amantes («A Dios, que la muerte espero. -Yo voy a buscarla, a Dios [...] -A Dios y olvidad a Estrella. -No os acordéis vos de Ortiz»).

De manera que todas esas innovaciones de Trigueros actualizaban estéticamente la comedia áurea insertándola en la corriente del drama patético (no sólo se enternece y   —158→   llora el héroe, sino incluso el criado...), llamado aquí «tragedia». Recordemos a este respecto que tanto Díez González como Cienfuegos le niegan a la obra en rigor la calidad de tal, pues para el primero «la persona infeliz no es la principal [esto es, Sancho; los subrayados son del autor] como debiera serlo según reglas y a esto se junta el que la infelicidad succede en el Acto 2º, debiendo succeder en la catástrofe y solución, la que también contra las mejores reglas es feliz»; de lo cual parece hacerse eco el segundo al escribir que de tragedia no se trata pues el que da título a la obra, Roelas, no inspira compasión; «en suma -agrega- esta tragedia no tiene de tal más que el acto segundo, el qual es admirable».

Pero ¿puédese afirmar, por otra parte, con D. Marcelino, que con esta obra se «dio y ganó la primera batalla romántica treinta años antes del romanticismo», o, como rectifica atinadamente Aguilar Piñal, medio siglo antes? Por supuesto que, según éste, se repuso medio centenar de veces en la primera mitad del XIX, «cuando soplaban ya vientos románticos». El concepto de «romanticismo», sin embargo, ha adquirido en la actualidad alguna «flexibilidad» según que se siga respetando la periodización usual de la literatura o se compartan las ideas innovadoras de Sebold acerca de las primeras manifestaciones del romanticismo en el siglo XVIII y de su evolución hacia el llamado por él «romanticismo manierista» del siguiente. A éste se refiere indudablemente Menéndez y Pelayo, y es cierto que el gusto por el patetismo que se fue insinuando en el enredo de la retórica clasicista fue «abriendo camino a las tonalidades románticas», según expresión de Caldera-Calderone.33 Creo sin embargo que lo que le falta esencialmente al nuevo Sancho Ortiz y distingue las obras maestras de este último período es el desenlace funesto: me refiero a la muerte de los protagonistas (si bien no en todas ellas mueren estos), no como mero ingrediente espectacular, sino como consecuencia y símbolo de una incomprensión irremediable, de una incompatibilidad con las normas vigentes del entorno, o, digamos, de una «maldición» metafísica (aunque también existe la redención); y por lo mismo, no me parece más que una simple casualidad la referencia de Sancho a «la desdicha de [su] suerte» y a su «destino» como al único responsable de su llamado «precipicio»; en cambio, conviene observar que, ya desde el año del estreno, Cienfuegos lamentaba que las «moralidades» que no para de soltar Sancho el Bravo nada tuviesen que ver con -escribe- «el idioma de las pasiones», que «es enérgico, eloqüente, delirante, loco», a pesar de ser su amor, que al fin y al cabo no se nota, «el principio fundamental de toda la tragedia» «¿En dónde -preguntaba- o quándo dice una sola palabra que pinte la tempestad deshecha en que su razón y su alma naufragan?».

¿Qué se podía esperar pues de un romántico que había de publicar La Estrella de Sevilla entre varias obras escogidas de Lope en la Biblioteca de Autores Españoles, cuando «arregló en cuatro actos» la refundición de D. Cándido, remitiendo este nuevo «drama trágico» a la Junta de Censura de los Teatros del Reino, que lo aprobó el 28 de abril de 1851,34 esto es, después de refundir o modificar Juan Eugenio Hartzenbusch   —159→   -pues de él se trata- por tercera o cuarta vez su propia obra maestra, Los amantes de Teruel?

Evocando dos años después, en el tomo de la citada colección del benemérito Rivadeneira dedicado al teatro de Lope, La Estrella de Sevilla, cuyas dos primeras escenas, o poco menos, tratara, según se cree,35 de refundir, advertía que «carece de sentido en varios pasajes, mutilados oprobiosamente; supresiones o añadiduras mal hechas embrollan su desenlace de tal manera que apenas se entiende la intención de su autor»; se refería, como queda dicho, a la versión corta, manejada también por Trigueros; de ahí tal vez el que utilizara como punto de partida la refundición de éste. Como en ella, el cambio del número de actos impone el desplazamiento o supresión de algunas escenas consideradas por Hartzenbusch de menor interés para su objeto; pero lo esencial está en otra parte. Primero algunos tintes muy de época: recordando el embozo del rey en la comedia áurea, desechado por Trigueros, el autor romántico lo convierte en antifaz, accesorio obligado de cualquier conspirador de teatro (véanse Hugo, Martínez de la Rosa y otros); el «destino» y la «desdicha de la suerte» se convierten en «suerte maligna» y «ojeriza del destino»; se conserva la digna y noble respuesta de Estrella al rey ideada por D. Cándido: «Soy, dixo a mi furor loco, / para esposa vuestra poco, / para dama vuestra mucho,36 mientras que en la comedia la heroína se enteraba de la real pasión por medio del consejero, al que contestaba volviéndole la espalda. Este pormenor permite de rebote la introducción de varias novedades interesantes: en la escena quinta del acto III, que corresponde a la cuarta del mismo en la tragedia dieciochesca, Estrella, al decirle el rey que quiere hablarle de sí mismo, esto es, a medias palabras, de su amor, le ruega que la entrevista se efectúe en otro lugar, «donde yace / el cadáver el triste Bustos. / Allí -prosigue- donde le tengáis / que ver cuando me miréis, / allí, don Sancho podréis / decirme quanto queráis»; de manera que Sancho el Bravo se da cuenta, en la escena siguiente, de que la noble sevillana sospecha que él fue el instigador de la muerte del veinticuatro; entonces es cuando, lejos de confesar con tanta constancia su culpabilidad desde el principio como su antecesor, declara airado en un breve monólogo:

  —160→  

Altiva hermosura, mía
serás, yo te lo prometo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Estrella, yo sentaré
mi corona en tus cabellos,
y al peso te hará mi mano
doblar el erguido cuello.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
y ¡desdichado el rival
que me dé con ella celos!



Por lo tanto no se entiende bien por qué se le ocurre arrepentirse inesperadamente poco después de una vez por todas, es decir al iniciarse el acto IV, escena que corresponde a la sexta y última del tercero en la obra trigueriana, pidiendo incluso, como en ésta, que escarmienten los reyes con su ejemplo. El efecto conseguido, debido al lugar ocupado por el monólogo, después de la pausa del entreacto, equivale a un golpe de escena, fundado en una ruptura en la continuidad lógica de los hechos. Este tipo de sorpresa lo maneja a partir de aquí con cierta predilección D. Juan Eugenio en su arreglo, y tampoco escasea por cierto en los dramas románticos: ya antes de la violenta reacción pasional a la que me acabo de referir, el monarca, en un breve soliloquio de tres redondillas, advertía por el contrario que su furor tiránico, sin dejar de ser amor, se iba convirtiendo en respeto. Y después de ella, otra sorpresa también ideada por el dramaturgo: Estrella le revela a Sancho Ortiz que el rey la quiere desde el principio, descubriendo así el veinticuatro el motivo verdadero de la orden funesta, a la que califica de «villanía». Y se van sucediendo otras dos hasta el final de la obra. Después de arrepentirse, se entera el rey del amor de Sancho y Estrella, pero en este caso, la noticia («¡Se amaban los dos!») suscita una reflexión por fin saludable que va a desembocar en una actitud aparatosa de que no fueron capaces sus antecesores del XVII y del XVIII. No por elevarse, como decían ellos, a la altura del heroísmo de los sevillanos, sino -aunque viene a ser lo mismo- por salvar el amor de sus dos víctimas sacrificadas a su venganza, Sancho el Bravo se declara públicamente autor, no ya indirecto, sino efectivo, de la muerte de Bustos, afirmando que el que sabemos verdadero homicida sólo se responsabilizó de ella por mandato de su monarca: suma generosidad y grandeza, rayana en la inverosimilitud por llevar la lógica de la actitud hasta el extremo, pero que corresponde a la suma lealtad del vasallo; y también sacrificio, al menos en la óptica cristiana, ya que su caso depende, según dice el alcalde mayor, de la justicia no humana como antes el de Sancho Ortiz, sino de la de Dios, aunque más pedestremente se puede considerar mero arbitrio para acabar con el problema de la atribución de la culpa antes de caer el telón. Y a Estrella, que le ruega la saque de la duda que se apodera de ella, le aconseja que se fíe de su palabra y se case con su amante, pidiéndoles a los dos que le perdonen y sean más dichosos que él. Las últimas palabras las pronuncia la hermosa sevillana, interrumpiendo las protestas del honrado Sancho Ortiz:

SANCHO
Estrella, fuerza es hablar.
ESTRELLA
Callar y huir es mejor.
SANCHO
Yo no he de engañar tu amor.
Yo no he de engañar tu amor.
ESTRELLA
Él se quisiera engañar.
SANCHO
No; yo de tu hermano fui...
ESTRELLA
¡Ah! no alces el triste velo;
él te perdona en el cielo
y yo te perdono aquí.


Este cambio imprevisto, al menos si tenemos presentes las dos primeras versiones, es el único desenlace verdaderamente «feliz», aunque no en el sentido que daba Trigueros a esta voz, pues el amor queda premiado -«romanticamente», según Caldera- a la par que la lealtad, y suscita el abandono de la venganza, o el perdón. Supongo que este   —161→   final debía de corresponder mejor que el de D. Cándido a las preferencias del público medio de los años 1850, aunque, según N. B. Adams, «one cannot say definitely why Hartzenbusch made this change».37 El caso es que, de la lectura de algunas modificaciones operadas en el desenlace de cinco ejemplares, manuscritos o impresos, utilizados por las compañías desde 1805 (?) hasta mediados de la década de los años 1830, y custodiados bajo la misma signatura en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid,38 se saca la impresión -sólo la impresión, insuficientemente fundamentada- de que andando el tiempo se ha querido aliviar en lo posible la «desgracia» de los amantes. En dos textos, en efecto, a diferencia del más antiguo citado que insiste incluso más que el original en este aspecto, consta, por los corchetes marginales, que se concluyó la obra antes de la alusión de Roelas a su salida para tierra de moros, esto es, todo bien mirado, su búsqueda de la muerte, como queda dicho; en otro, falta la última página del impreso, lo cual surte el mismo efecto, pues una pluma desconocida remite «A la manu scrita»; y en el más tardío, el texto tachado u omitido, como en los anteriores, esto es después de pedir Estrella el real permiso para ingresar en un claustro y aconsejarle Sancho que le olvide, a lo cual contesta ella que de olvidarle no se trata, queda sustituido por tres versos declamados por el monarca:


No, no olvidéis qe [la] causa
de tanto funesto mal
fue la pasión de un monarca.



En estos versos, el rey, que en el original aprobaba el alejamiento de Roelas («Id con Dios»), parece dar a entender, con la doble negación aplicada a la palabra clave de la réplica anterior de los amantes -«olvido», «olvidar»-, que tal vez no hayan de sufrir las consecuencias dramáticas de una culpa que no es suya, aunque no descarto la posibilidad de haberme convertido ya en espectador demasiado imaginativo... Como quiera que fuese, la obra, que por otra parte trae en alguna medida a la mente varios elementos estructurales, por ejemplo, de Las mocedades del Cid, según observaron ya a propósito de la trigueriana Marchena y Lista, más tarde seguidos por el propio D. Marcelino, se estrenó poco menos de un año después de aprobada por la censura, el martes 2 de marzo de 1852, en sesión de noche. Y es de creer que se estaba esperando con particular expectación pues ya la había anunciado el periódico La Época los días 22, 28 y 30 de enero; asimismo, por el Diario Oficial de Avisos de España de 29 de febrero de aquel año nos enteramos, gracias a una «nota» de la sección de «Diversiones   —162→   públicas» dedicada al teatro del Príncipe, de que «el martes próximo se pondrá en escena, a beneficio del primer actor de carácter anciano, don Pedro López, el drama trágico de Lope de Vega, refundido por Trigueros, y arreglado nuevamente en cuatro actos por uno de nuestros primeros escritores, titulado: Sancho Ortiz de las Roelas». En la medida en que escasean los comentarios en la prensa de la época que he consultado, no estará de más reproducir el que se dedica a la referida sesión de estreno, y es el siguiente, del domingo 7 de marzo:

El martes se verificó en el teatro del Príncipe a beneficio del actor don Pedro López la representación de Sancho Ortiz de las Roelas, drama en cuatro actos del inmortal Lope de Vega y quizá la más perfecta de sus admirables creaciones. La numerosa concurrencia que llenaba el teatro apenas podía contener su entusiasmo por no perder ni una circunstancia de la interesante acción que a su vista se desarrollaba. Al concluir el tercer acto fueron llamados a escena [Julián] Romea y la Matilde [Díez], que interpretaron admirablemente la escena final. También al acabarse la representación fueron muy aplaudidos todos los actores, entre los que se distinguió el Señor [José] Calvo. La graciosa piececita del Pan pan y el vino vino proporcionó un nuevo triunfo a los primeros actores que estuvieron tan felices para reír como lo habían estado en el drama para conmover.39



Y es que, igual que en la época del estreno de la de Trigueros, la de Hartzenbusch venía inmersa en un programa de atractiva variedad, que no siempre le facilita la tarea al investigador a la hora de valorar la acogida dispensada por el público a una obra determinada. De manera que resulta particularmente valioso el testimonio que se acaba de evocar: la función empezaba por una «sinfonía» del Nabucco; luego venía el arreglo de D. Juan Eugenio, «exornado con todo el aparato que su argumento requiere», al que seguía «el aplaudido baile titulado El Rumbo Macareno, compuesto y dirigido por don Antonio Ruiz», bailarín de la compañía, en el que actuó Petra Cámara, «restablecida de su indisposición»; a continuación, la comedia en un acto El pan pan y el vino vino, y para concluir, unas «boleras nuevas variadas», también obra de Ruiz.40 Siguieron las representaciones del Sancho Ortiz hasta el día 8 inclusive, todas en sesión nocturna.41 Y no desapareció por completo este drama de los teatros hasta finales de siglo; mientras asistían los madrileños a las últimas sesiones de 1852 anunciaba la prensa el próximo   —163→   estreno de otra refundición de una obra del seiscientos, Amar después de la muerte, de Calderón.

Ésta fue pues la segunda carrera de La Estrella de Sevilla después de «arreglarla» sucesivamente el «clásico» Cándido María Trigueros y el «romántico» Juan Eugenio Hartzenbusch, llegando a convertirse por lo mismo, tal vez mejor que otras refundiciones al menos tan prestigiosas, «en uno de los más interesantes eslabones de la cadena que lleva desde el clasicismo al romanticismo», y también, «en cierto sentido, entre el teatro romántico y el barroco»42 si bien supuso en contrapartida como todas ellas una forma de traición al texto del modelo por acomodarlo a nuevos principios estéticos e ideológicos. Sin embargo después de ver la película, El perro del hortelano dirigida por Pilar Miró a partir de la comedia de Lope, y Las mocedades del Cid en el Teatro Español, me parece lícito, aunque naturalmente vano, preguntarme si, de haber visto representar en las tablas La Estrella de Sevilla (que tampoco pudo ver Cienfuegos), se hubiera atrevido Trigueros a efectuar tantas modificaciones como sufrió esta «tragedia».






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