De la intención y valor del «Guzmán de Alfarache»
Gonzalo Sobejano
La perenne juventud del Lazarillo se debe a la gracia de su estilo y a la humanidad de su contenido. El Lazarillo es una obra agraciada y humana. Y al decir humana quiero decir que da del hombre una visión animada y verdadera. Esta humana gracia inefable del Lazarillo está en el modo de hacernos ver su autor las reacciones y acciones del protagonista: no radica en tales o cuales pensamientos de aquél. Sería erróneo, no obstante, considerar el Lazarillo como un relato desintencionado. Lo que hace y siente el travieso mozuelo se fundamenta en determinadas actitudes suyas frente a la vida, y estas actitudes quedan a veces explícitamente consignadas en el texto. En suma: el Lazarillo, ello salta a la vista, tiene un aspecto artístico (la narración de las adversidades de Lázaro) y un aspecto intencional que puede fácilmente abstraerse del primero (la crítica de algunos tipos y circunstancias sociales). Uno y otro aspecto se dan asimismo en el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, sólo que ambos han experimentado un desarrollo cuantitativo y cualitativo muy acusado.
Veamos, como
preámbulo a la comparación del elemento narrativo en
una y otra obra, qué conexiones se dan entre el
propósito inicialmente manifestado por su respectivo autor.
Lázaro, pregonero en Toledo, escribe su caso a un
señor. Desde la primera línea del prólogo
hasta la última de la narración, autor y protagonista
aparecen identificados, aunque pueda advertirse acá y
allá que la pluma del escritor culto no ha logrado, ni tal
vez querido, confundirse del todo con el humilde grafito del
pregonero. Escribe éste confiando en que alguno que lea su
historia «halle algo que le agrade y a los
que no ahondaren tanto, los deleyte»
1.
«No ay libro, por malo que sea, que no
tenga alguna cosa buena»
. Además, «los
gustos no son todos vnos». Cosa que no sea muy detestable
debería comunicarse a todos siendo sin perjuicio y «pudiendo sacar della algún
fructo»
. El autor sabe que lo que refiere es una nonada
en grosero estilo, pero no le pesa que «se
huelguen»
con ella «todos los
que en ella algún gusto hallaren»
, pues ahí
podrán ver «que biue un hombre con
tantas fortunas, peligros y aduersidades»
. Como el
supuesto destinatario ha pedido que se le cuente el caso «muy por extenso»
, resuelve «no tomarle por el medio, sino del
principio»
con objeto de que se tenga «entera noticia»
de su persona. Y, en
fin, este relato ab
ovo tiene por finalidad que «consideren los que heredaron nobles estados
quán poco se les deue, pues Fortuna fue con ellos parcial, y
quanto mas hizieron los que, siéndoles contraria, con
fuerça y maña remando salieron a buen
puerto»
(69-75).
Hasta aquí
lo principal del prólogo del Lazarillo. ¿Y
Guzmán? El destinatario de sus memorias no es ya un
individuo real o fingido, sino un ente colectivo: el lector. Y
quien a éste previene no es Guzmán, que pronto
tomará la palabra, sino un escritor con su nombre estampado
en la portada. Lo que en el Lazarillo aparecía como
realidad autobiográfica (aunque no lo fuese) aparece en el
Guzmán como ficción autobiográfica.
La forma primopersonal, de todos modos, la ha tomado Alemán
del Lazarillo reconociendo en ella un elemento
consustancial con el relato de las malandanzas del joven
pobre2.
También ha recogido el tópico de Plinio: «considerando no haber libro tan malo donde no se
halle algo bueno»
(I, 33)3.
Pero frente a la insistencia del anónimo acerca del agrado,
el deleite y el gusto, Alemán pondera el «celo de aprovechar»
, el «virtuoso efeto»
, el «bien común»
(todo lo que
aquél simplificaba en la vaga posibilidad de sacar
algún fruto) y relega lo deleitoso al papel subsidiario de
un manjar, un vino o una música llamados a producir
variación, alivio y entretenimiento mientras se digiere lo
sustancial. Como Lázaro de Tormes, es Guzmán un
hombre «castigado del tiempo»
,
que pasó «calamidades y
pobreza»
, pero su historia no va enderezada a mostrar la
fuerza y maña meritorias con que el héroe remó
en contra de la fortuna adversa hasta llegar al buen puerto de un
oficio real, sino a manifestar cómo un mozo, precipitado de
sus gustos, ocioso, mal acompañado, rebelde y pertinaz en
sus vicios se vio condenado a galeras, «donde queda forzado al remo»
y desde
donde escribe. No puede haber remeros más distintos:
Lazarillo boga hasta el buen puerto del oficio real; Guzmán,
bajo el corbacho del cómitre, por el mar del
desengaño. En fin, comenzando su discurso, Guzmán se
remonta, como Lazarillo, a dar completa noticia de sus padres y de
su «confuso nacimiento»
.
Tras este careo de
los prólogos de ambas obras, pasemos a la narración
propiamente dicha, marcando los puntos en que Guzmán y su
vida deben algo al precedente de Lazarillo y la suya. Éste
se apellida «de Tormes»
por
haber nacido junto al río así llamado; aquél
se titula «de Alfarache»
por
haber sido engendrado en la heredad sevillana de tal nombre. Los
padres de uno y otro muchacho en nada se asemejan si no es en haber
sido ambos ladrones, aunque de diversa catadura: Tomé
González sisó harina de la molienda y fue perseguido
por la justicia con este motivo; el padre de Guzmán
robó a lo grande, como mercader, si bien en ello no hizo
menos que sus colegas ni fue por tal causa castigado. En cuanto a
las madres respectivas, tampoco hay concomitancia más que de
un solo dato (ambas vivieron amancebadas), pero una proporcionada
diferencia de categoría las aleja (Antona Pérez era
una infeliz, la madre de Guzmán lo que hoy diríamos
una mujer de bandera). De esta comparación se deduce que la
índole moral de los progenitores apenas fue alterada por
Mateo Alemán respecto a su modelo; pero el nivel social
sí quedó levemente modificado. Guzmán tiene
origen más torpe y cuna menos baja que Lazarillo: fue
engendrado en un acto de traición adúltera (Lazarillo
era fruto de legítimo matrimonio), pero sus padres fueron un
mercader con ínfulas y una entretenida (los de
Lázaro, un molinero y una fregona). Tanto peor para
Guzmán, niño de infancia regalada y no por eso mejor
encauzado.
A Lazarillo le
arranca del lado de su madre un ciego que promete llevarle por
hijo, aunque no tardará en demostrar la falsía de su
palabra. La madre deja ir al niño con alivio y esperanza.
Guzmán, en cambio, que fácilmente pudiera haber
socorrido a su madre en aquella Sevilla abierta a todas las
posibilidades, elude esta obligación y resuelve, para salir
de miseria, dejar su madre y su tierra, ansioso de «ver mundo, peregrinando por
él»
. Grave discordancia la de esta salida al mundo
de Lazarillo y de Guzmán.
Lo que viene luego
es el encuentro del muchacho inexperto con el mundo, su roce con el
prójimo, sus fortunas, peligros y adversidades. Ello lo
diseña el autor anónimo a base del procedimiento
lineal del «mozo de muchos
amos»
, y Lazarito sirve sucesivamente a ocho. Entre el
servicio al clérigo y al escudero media un breve lapso de
mendicidad mostrenca. Tras el servicio al alguacil, el joven recibe
favor de amigos y señores y llega a la cumbre de toda buena
fortuna al tomar posesión del oficio de pregonero. Su
trayectoria le hace, pues, recorrer estos grados: guía de
ciego, criado de clérigo, mendigo, criado-mendigo de
escudero, criado de fraile, criado de buldero, criado de pintor de
panderos, aguador al servicio de un capellán, hombre de
justicia subordinado a un alguacil, y pregonero. Incluso llegado a
este oficio, no logra deshacerse Lázaro de esta
condición de siervo que le caracteriza, pues viene a ser
manso protegido de un arcipreste.
Que Mateo Alemán adoptó del Lazarillo el procedimiento de «mozo de muchos amos» es obvio. El primer amo de Guzmán es un posadero, y Lázaro mismo había servido en el mesón de la Solana. Más adelante pasa el mozuelo sevillano a servir a un cocinero y, tras diversas peripecias, a un capitán, en el que veremos un trasunto del escudero hambriento de la obrita anónima. Como Lázaro, también Guzmán va mendigando solo por esos caminos de Dios, pero pronto se reúne con la cáfila de los pedigüeños asociados. Y, en fin, su servicio al cardenal en Roma tiene ecos del Lazarillo criado del clérigo de Maqueda. El último amo de Guzmán es un embajador. Y, abandonado este servicio, ya no lo prestará más a nadie. Frente a los ocho o nueve amos de Lazarillo, Guzmán, en proceso autobiográfico mucho más dilatado, sólo nos cuenta haber tenido cinco, y obsérvese que todos aparecen en la primera parte del libro, salvo el embajador, que reaparece en la segunda.
Los servicios de
Guzmán que cabe estimar más o menos lejanamente
inspirados en el Lazarillo son, por tanto, los prestados
al capitán y al cardenal. Pero, antes de señalar
estas similitudes, notemos que hay un momento crucial en la obra,
anterior a todo servicio, que también es eco del
Lazarillo. Inolvidable es el instante en que el
niño salmantino tiene la sensación de despertar de
«la simpleza en que como niño
dormido estaua»
(90) al verse empujado por el ciego
contra el toro de piedra. Este segundo revelador en que el chicuelo
inocente se ve de súbito desvalido ante la dura malicia de
la vida y reacciona de un modo precozmente viril, se da
también en el Guzmán. Guando se encuentra
éste en Gazalla, la bolsa vacía, hambriento y sin
nada ni nadie, cuando ve por primera vez a la necesidad su
herético rostro, cree percibir una nueva luz: «En aquel punto me pareció haber sentido
una nueva luz, que como en claro espejo me representó lo
pasado, presente y venidero. Hasta hoy había sido bozal.
[...] Tenía mucho por desbastar y el primero golpe de azuela
fué el deste trabajo»
(II, 11). Lazarillo,
despertado, burlará al burlador, escaramuceará en
plan de astucia contra astucia. Guzmán, iluminado,
aguardará un poquito aún, empleándose como
chico de posada, para lanzarse en seguida al «oficio de la florida picardía»
madrileña (II, 25). Y ya se las arreglará para que no
vuelva a morder más en su estómago el frío
gusano del hambre.
El escudero amo de
Lazarillo y el capitán a quien Guzmán se ve forzado a
servir en Barcelona, ofrecen más de un punto de contacto.
Aunque el uno se precie de hidalgo y el otro no se envanezca de
timbre alguno, los dos esconden mientras pueden la indigencia que
padecen y, llegado el momento, se espontanean con su mozo. El
escudero no ha hallado asiento en Toledo. A eclesiásticos no
quiere servir porque son harto limitados, a caballeros de media
talla tampoco porque es gran trabajo. «Ya, quando assienta vn hombre con vn
señor de titulo -prosigue- todavía passa su lazeria.
¿Pues, por ventura no ay en mí habilidad para seruir
y contentar a éstos? Por Dios, si con él topasse, muy
gran su priuado pienso que fuesse y que mil seruicios le hiziesse,
porque yo sabria mentille tan bien como otro y agradalle a las mil
marauillas...»
(215). Lo que este escudero enuncia en
tono de crítica indirecta, figura en las páginas de
Mateo Alemán como recuerdo lleno de satírica
gravedad. Cuenta Guzmán a propósito de aquel su
señor: «Manifestóme su
necesidad y lo que pretendiendo había gastado, el prolijo
tiempo y excesivo trabajo con que lo había alcanzado
rogando, pechando, adulando, sirviendo, acompañando,
haciendo reverencias, postrada la cabeza por el suelo, el sombrero
en la mano, el paso ligero, cursando los patios tardes y
mañanas. Contóme que, saliendo de Palacio con un
privado, porque se cubrió la cabeza en cuanto se
entró en su coche, le quiso con los ojos quitar la
vida...»
(II, 150). «Líbrenos Dios, cuando se junta poder y
mala voluntad. Lastimosa cosa es que quiera un ídolo de
estos tales particular adoración...»
(II, 151).
Escudero y capitán, como hombres venidos a miseria, poco o
nada tienen que llevarse a la boca y andan melancólicos y
cabizbajos. La reacción de sus criados es muy parecida.
Lazarillo se echa a mendigar para asistir a su señor y que
ambos puedan tomar un bocado. Guzmán acude a toda clase de
artimañas y llega al robo con tal de poder sacar de apuros a
su capitán. Aquel, compadecido, declara que «muchas vezes, por lleuar a la posada con que
él lo passasse, yo lo passaua mal»
(196).
Guzmán, si no la misma tierna piedad de su antecesor
literario, da muestra de una comprensiva y eficiente condolencia.
«V.
m. se descuide -dícele al amo-: que arriscaré
mi vida en su servicio, dando trazas para que, en tanto que mejor
tiempo llegue, se pase lo presente con menos trabajo»
(II, 152). Y, en efecto, refiere el galeote poco después:
«Jamás dejó mi señor
de tener gallina, pollo, capón o palomino a comida y cena, y
pernil de tocino entero, cocido en vino, cada domingo»
.
«Nunca para mí reservé cosa
en los encuentros que hice; siempre le acudí con todo el
pío»
(II, 153). A pesar de estas semejanzas de
condición en los amos y actitud en los mozos, claro queda el
distinto plano en que se mueven una y otra pareja. El escudero y
Lazarillo, en un plano de absoluta miseria, son el parado
voluntario y el mendigo forzoso. Unos mendrugos de pan, un poco de
uña de vaca y un jarro de agua bástanles y, si cae un
real por algún milagro, el banquete consiste en pan, vino y
carne. Al fin, el escudero se fuga porque no puede pagar el
alojamiento, y Lázaro queda así abandonado por su
amo. El capitán y Guzmanillo, aunque apurados, se mueven en
un plano superior de refinada picardía, pues el mozo no se
rebaja a mendigar, sino que engaña, trampea y roba. La
uña de vaca es aquí un pernil cocido en vino. La
bolsita de terciopelo, doblada y vacía, que el escudero
guarda, se ha trocado en un agnusdéi de oro muy rico que el
capitán cede al pícaro para que éste cometa el
infame robo al platero. Innegable es, con todo, la relación
de ambos episodios, incluso en su final, pues también es el
amo el que aquí deja al mozo Guzmán, aunque su huida
sea por recelo contra éste y no por precisión de
escapar a unos acreedores. En Lazarillo, candidez y
miseria. En Guzmán, malicia y apuros. Tal es el
resultado de este cotejo.
Finalmente, del
episodio del clérigo de Maqueda hubo de tomar Alemán
algún dato para componer el suyo, relativo al tiempo que
Guzmán sirvió en Roma como paje de un cardenal. No
que éste y el clérigo sean semejantes en algo, como
en el caso anterior; antes por el contrario, se trata de dos
eclesiásticos dispares en rango, carácter y virtudes.
Pero así como Lázaro apela a su ingenio para remediar
el hambre a que le somete el clérigo receloso y avariento,
Guzmán recurre al suyo para aplacar la gula que en él
despiertan las golosinas que guarda el generoso y caritativo
cardenal. La huella de una obra en la otra cuenta en este caso con
una pieza demostrativa: el arca. En un arcaz viejo tiene encerrados
el clérigo maquedano los panes, contados uno por uno. Y en
la memoria de todos está cómo Lazarillo se hace con
una llave y repela o adora los bodigos. Guzmán nos cuenta un
caso similar: «Tenía
monseñor un arcón grande, que usan en Italia, de pino
blanco»
. «Este estaba en la
recámara para su regalo, con muchos géneros de
conservas azucaradas, digo secas»
(II, 254). Y el paje,
engolosinado más que hambriento, comienza a cavilar:
«¡Válgame Dios!
¿Cómo le daríamos a este arcón
garrote?»
(II, 255). Alemán ha querido -creo yo-
que su protagonista supere en ingenio al protagonista de la
narración anónima, y la resonancia de ésta
queda de manifiesto en la manera con que Guzmán,
desdeñando el fácil recurso de la llave, consigue
echar mano al contenido del arca: «Si
sabes qué es hurtar o lo has oído decir, cómo
será bueno vaciarlo sin falsar llave, abrir cerradura,
quitar gozne ni quebrar tabla, espera, diréte qué
hacía: ... Alzaba un poquito el un canto de la
tapa...»
, etc. (II,
255). Verdad es que Lazarillo suscita en el lector más
simpatía con su angélico calderero y su
paraíso panal que Guzmán con su compleja
operación y sus faltriqueras atestadas de peras, ciruelas o
zamboas exquisitas. Pero no podremos negarle el triunfo de su
ingenio. También en este episodio Guzmán vuela por lo
alto: paje de un ilustrísimo cardenal, sustrae de un pulido
arcón italiano conservas suculentas mediante un
procedimiento sutil. El pobre Lazarillo va a ras de tierra: mozo de
un clérigo aldeano, pellizca simples bodigos de un arcaz
viejo y agujereado, apelando a un recurso facilón.
Dejando ahora
estos ecos concretos, consignaré aún cómo
Mateo Alemán pudo aprender en la lectura del
Lazarillo estos elementos que aparecen en la historia de
su pícaro. En primer lugar, la demostración orgullosa
del ingenio al servicio de la burla o el robo: las lazarilladas se
convierten en guzmanadas, y si el mozo del ciego le bebe a
éste el vino por un agujero hecho en el suelo del jarro y
tapado luego con cera, el paje del cardenal sacará a
éste buena porción de conserva vaciando por debajo la
caja que la contiene y rellenando el vacío con papel de
estraza, de modo que, abierta aquélla por arriba, no se eche
de ver la falta4.
En segundo término, el afán de medrar que, más
o menos templado por la paciencia, impulsa al joven desvalido:
Lazarillo piensa un día qué modo de vivir
podría asegurarle algún descanso y sustento y, con el
favor de amigos y señores, toma oficio y estado civil.
Aunque el destino de Guzmán es muy diferente, la perspectiva
de «situarse»
acude con
frecuencia a su distraídamente. Cuando de niño va a
Madrid, lo hace buscando el favor cortesano (II, 13) y si acepta
luego el empleo de sollastre es porque un despensero se lo pinta
como primer peldaño de un seguro ascenso social (II, 56).
Mucho más adelante, ya en la segunda parte de su historia,
Guzmán confiesa a Sayavedra, yendo ambos camino de
Milán, que, si robando hace fortuna, «no me contento menos que con un regimiento de mi
tierra y hacienda con que pasar descansadamente, antes de seis
años»
(IV, 15). Otro rasgo común es el
deseo de aparentar cierto señorío: Lazarillo cesa en
su tarea de aguador tan pronto como logra ponerse en hábito
de hombre de bien; Guzmán se pavonea por las calles de
Toledo como un galán, de punta en blanco. Finalmente, la
indiferencia marital de Lázaro cuando consiente la tutela
del arcipreste podría ser predecesora de la infamia a que
llega Guzmán poniendo en venta los atractivos de su segunda
esposa.
Mi intención se limitaba aquí a puntualizar probables reflejos del Lazarillo en el Guzmán. Las disparidades son tantas y tan evidentes que no hace falta repetirlas. Trasladémonos, pues, a considerar si, como en la parte artística narrativa, existe también en el Guzmán alguna proyección del aspecto crítico del Lazarillo.
Yo no creo se
pueda dudar que las vicisitudes de Lázaro, además del
valor inmanente que yace en la visión humana por ellas
trasmitida y en la gracia literaria con que aparecen expuestas,
tienen un respaldo intencional: la crítica de determinadas
gentes. Y que ello es así se percibe con nitidez en la
circunstancia de que todas las figuras que desfilan por la
narración componen un muestrario de vicios. El ciego es
astuto y de mal corazón, se lucra a costa de la
superstición popular y maltrata a su guía. En el
clérigo se trasparenta a una luz crítica la avaricia,
el materialismo y la impiedad de muchos de los de su clase. El
mismo escudero, aunque merezca por excepción la ternura de
Lazarillo, tiene el grave defecto de la presunción, y ni
él ni los aristócratas a quienes supone que
podría servir pueden conquistar nuestra
benevolencia5.
En cuanto a los restantes amos, apenas sirven para otra cosa que
para figurar otros vicios o suscitar la crítica de ellos: la
mundanidad en el fraile, la falsía en el buldero y el
alguacil conchabados, la depravación en el arcipreste. Por
fin, el mismo Lázaro da pruebas de crueldad con el ciego, de
ambicioso egoísmo con el capellán y de absoluta
insensibilidad moral en el final de su historia. Comparando todo
ello con el repertorio humano del Guzmán, estimamos
bien fundada la opinión de Enrique Moreno Báez cuando
dice que «Mateo Alemán, que no
hace aquí sino desarrollar sobre un fondo más extenso
la misma técnica del Lazarillo, nos va presentando
tipos representativos de las diversas clases de la sociedad..., en
todos los cuales podemos ver, con excepción de los
eclesiásticos, muestra acabada de las miserias y de los
vicios del estamento a que pertenecen»
6.
Ahora bien, suele decirse que la mayor originalidad de la obra de Alemán radica en haber hecho del relato del joven pobre y desventurado, tomado del Lazarillo y modificado conforme al cambio de época y de supuestos espirituales, un producto mixto de narración y de sermón. ¿Es así? En el Lazarillo no hay, desde luego, digresiones que interrumpan por largo tiempo el hilo de la fábula. Suponer, no obstante, que Mateo Alemán sacó de la nada un nuevo tipo de novela-discurso, yuxtaponiendo a la intriga una especie de sermonario ascético, me parece exagerado. Mateo Alemán hizo fruto lo que estaba en germen, pero el germen existía: en el Lazarillo y en la primera continuación de éste, no por desafortunada en líneas generales acreedora al punitivo olvido en que se la ha arrinconado.
En el
Lazarillo genuino hay ya embriones de digresión.
Doy aquí únicamente, para ahorrar espacio, las
primeras y las últimas palabras de cada una, rogando al
lector que rellene con su memoria o con la relectura del texto el
vacío que aquí suplimos con puntos suspensivos:
«No nos marauillemos de un
clérigo... quando a vn pobre esclauo el amor le animaba a
esto»
(85); «¡O
Señor mio!, dixe yo entonces, ... los plazeres de esta
nuestra trabajosa vida!»
(148); «¡Bendito seays vos, Señor,
quedé yo diziendo, ... que padescen por la negra que llaman
honrra, lo que por vos no suffririan!»
(181-83); «Este, dezía yo, es pobre... El
Señor lo remedie, que ya con este mal han de
morir»
(197-99); «Canónigos y señores de la yglesia,
muchos hallo... Y con estos los astutos vsan, como digo, el dia de
oy, de lo que yo vsaría»
(213-17); «Dixe entre mi: ¡Quantas destas deben hazer
estos burladores entre la innocente gente!»
(252);
«Que fué vn oficio real viendo que
no ay nadie que medre, sino los que le tienen»
(256).
Se objetará que éstas no son digresiones que distraigan del curso de la historia referida, sino comentarios del narrador mismo o reflexiones puestas en boca de algún personaje. Y se argüirá también que tales consideraciones son casi todas de carácter crítico, no didáctico ni religioso. Pero, como veremos después, la mayoría de las digresiones del Guzmán, sobre todo en su primera parte, son asimismo comentarios críticos. Y si es cierto que han experimentado un fuerte desarrollo extensivo, tampoco hay que olvidar que la narración ha cobrado un ensanchamiento proporcional.
El
Lazarillo se editó alguna vez acompañado de
la segunda parte publicada en Amberes en 1555 y fue sometido
juntamente con ella al expurgo inquisitorial7.
Esta segunda parte, vejada por el continuador Luna en 1620 y
denigrada por Menéndez y Pelayo, merece ser estudiada con
más atención de la que se le concedió hasta
hoy. No es éste el lugar de intentarlo. Cualquiera que sea
su valor y prescindiendo de si en ella se encierran o no alusiones
en cifra, lo que importa ahora hacer notar es esto: que no
sería tan deleznable esta continuación a los ojos de
los lectores coetáneos cuando fue digna de acompañar
al Lazarillo y verse reeditada con él; y, sobre
todo, que si esta continuación comete el grave pecado de
transformar la historia creíble del muchacho hambriento en
una opaca e inverosímil alegoría, pasando así
de un género a otro muy diverso, algún elemento del
primer Lazarillo daría pie al continuador para
proseguir la obra como lo hizo. Tal elemento no puede ser otro que
la visión crítica de la sociedad a través de
un personaje humilde. Y aquí, en el segundo
Lazarillo, sí que hallamos digresiones, no en
rápido boceto germinal, sino con amplitud que preludia las
del Guzmán. Me limito a acotar las más
largas, esto es, las verdaderas digresiones, repitiendo al lector
el mismo ruego de antes y advirtiéndole que se encuentran
otros comentos críticos más breves, del tipo de los
del Lazarillo auténtico, los cuales omito. Las
digresiones principian y concluyen con estos
términos8:
«¡Oh capitanes, dije yo entre
mí, ... porque los suyos la hubiesen, y así la
hubieron»
(95 b); «¡Oh
Alexandre! dije entre mí ... pues hasta en el hondo mar se
usan las cortas mercedes de los señores»
(96 b);
«¡Oh desalmados pecadores, oh
litigantes... y tornan al revés las palabras de los
justos»
(103b-104a); «...
teniendo siempre ante mis ojos lo poco que privan ni valen con
señores los que dicen las verdades... sólo el bestial
apetito del hombre no se contenta ni harta, mayormente si
está acompañado de codicia»
(105
a-b)9.
Aun cuando se negara a este segundo Lazarillo todo primor artístico, no se podrá desmentir lo que vino a recalcar: la aptitud del Lazarillo primitivo para reengendrar en la España de entonces un tipo de libro fictivo y satírico, novelesco y discursivo en su estructura. Entiéndase: en su estructura. Pues no se trata del deleitar aprovechando meramente finalista, que en realidad consistía en deleitar y superponer luego a lo deleitoso, con más o menos congruencia, una moraleja. Se trata de narrar y criticar, entretener y enseñar de un modo alternativo, yuxtaponiendo ambos ingredientes. No es sólo que lo narrativo, ameno o deleitable vaya orientado, limpio de reflexiones, hacia una lección provechosa, sino que aparece interrumpido por críticas, enseñanzas o moralidades ocasionales surgidas al calor de un celo incontenible.
Hemos apuntado breves comentos del Lazarillo primero y algunas digresiones del segundo. Aquéllos dibujan una crítica del religioso desaprensivo, del vanaglorioso hidalgo, de los señores y sus privados lisonjeros, de los burladores del pueblo, de los que medran por el favoritismo, y sólo uno de ellos, el citado en segundo lugar, tiene un carácter general humano sin intención mordaz. En el Lazarillo metamorfoseado en atún, ciñéndonos sólo a las digresiones arriba delimitadas, hallamos que el objeto de éstas es una crítica de los militares egoístas, de los superiores avaros en mercedes y galardones, de los testigos falsos, escribanos y jueces corrompidos, de los aduladores, falsos titulados y codiciosos insaciables. Pues bien, no es difícil advertir que el Guzmán de Alfarache, cuya historia picaresca tiene su reconocido antecedente en el Lazarillo, tampoco en las llamadas digresiones hace principalmente otra cosa que desarrollar el modelo (o modelos, si es que Alemán conoció la continuación anónima). En efecto, cerca del cincuenta por ciento de las digresiones de la primera parte -por sólo limitarme a aquella que no pudo tener otro antecedente «picaresco» que el Lazarillo- consiste en expansiones críticas o satíricas cuyo objeto forman gran cantidad de tipos humanos y sociales. En el libro I: mercaderes rapaces, escribanos y jueces venales, hombres afeminados (cap. I); dueñas (II); regidores, proveedores, comisarios, ricachos inhumanos, panaderos, repúblicas mal gobernadas (III); villanos (V y VIII); cuadrilleros (VII). En el libro II: ricos descontentos, poseídos de falsa vergüenza, venteros y posaderos (I); cargadores, vanagloriosos (II); usurpadores de oficios ajenos, eclesiásticos (III); justos preteridos, favorecedores injustos, confesores demasiado tolerantes, criados, ministros de justicia, sastres, boticarios, médicos (IV); jugadores, malos vasallos, ricos manirrotos, amos mezquinos (V); borrachos (VII); militares, españoles (IX); privados (X). En el libro III: aduladores, ricos que explotan a los pobres (I); gentes sin conciencia, pretendientes (V); falsos mendigos y ricos avarientos (VI); jugadores (IX); fanfarrones (X).
El resto se reparte en observaciones espigadas de la experiencia (las más también de tono crítico), consejos (que siempre intentan precaver de un mal, consiguientemente criticado), enseñanzas neutras y reflexiones religiosas.
Mateo Alemán, al escribir la primera parte de su Guzmán de Alfarache, siguió en primer término el modelo «ficción + crítica» contenido ya en el Lazarillo germinalmente. A la profundización y desarrollo de esto se añadió el influjo de la literatura didáctica y ascética. Y a todo ello respondió Alemán con su instinto de equilibrada integración.
Si aceptamos el
Lazarillo como primera etapa de un género
después sumamente fecundo -y pese a lo que en contra hayan
podido alegar algunos10,
hemos de aceptarlo así, pues vemos claramente que Mateo
Alemán arrancó de él-, no dejará de
extrañar la distancia cronológica que separa la etapa
primera y la segunda. Cuarenta y cinco años son muchos
años. ¿Por qué esta demora? Durante esos
años, sabido es de sobra, abundan las críticas contra
los libros caballerescos y pastoriles, dos tipos de historia
recreativa que no por ello dejan de pujar en dicho período.
Los libros de caballerías son vanos y disparatados; lejos de
enseñar, hinchen la imaginación de quimeras y
viciosos incentivos. Los pastoriles, por su parte, resultan
perniciosos a la juventud porque deleitan con afectos que, en forma
suavísima y artificiosa, destilan ponzoña sensual.
Pero allí estaba la Vida de Lazarillo de Tormes,
editada al menos doce veces en aquel interregno11
y expurgada por la Inquisición de un modo arbitrario, como
se sabe. De este relato y de su continuación nada dicen los
impugnadores de los deliquios caballerescos y bucólicos.
¿Por qué? Sin duda, en primer lugar, porque la
historia de un joven humilde en pos del bienestar no tenía
nada de disparatado ni morboso. Era una historia veraz, concorde
con la realidad cotidiana. Y lo que pudiera tener de arriesgada su
crítica quedaba en cierto modo desvirtuado por el expurgo
inquisitorial. En segundo lugar, un solo libro no hace
género12.
Las Dianas, los Amadises se enzarzaban como las
cerezas. El Lazarillo, con una sola continuación en
estilo diverso, quedaba por el momento como un enigma. Y se mantuvo
así durante decenios porque nadie, sin duda, acertaba a
comprender las posibilidades contenidas en embrión dentro de
aquel librillo. Lo que en él era entretenimiento
venía a ser para aquel público un regocijante
repertorio de gustosas «simplezas»
13.
Lo que en él era crítica, o sátira, resultaba
tan parvo, sobre todo después del expurgo, que apenas
podía claramente descubrirse.
Mateo Alemán, familiarizado desde la niñez con el ambiente picaresco realísimo de la España filipina, reunía por esto y por su indudable conocimiento de la producción didáctica y ascética, tan abundante entonces, condiciones necesarias para captar el sentido ejemplar que en las simplezas, en las fatigas y en las insinuaciones críticas del pretérito Lazarillo yacía encerrado. Su tarea consistió, pues, en agrandar la historia del pícaro, dándole una finalidad educativa, y en ahondar aquellas incipientes sátiras generalizándolas a toda la sociedad contemporánea como cocausante de la perdición del protagonista.
Para magnificar el curso vital del héroe, Alemán recogió sólo del Lazarillo sus astucias, sus trazas ingeniosas para hurtar, su indiferencia moral al término del relato. Y dejó casi todo lo que en Lazarillo es ingenuidad, ánimo sufrido, compasión, incluso honradez. Lazarillo resulta sencillo y bueno, pese a todo. Guzmán de Alfarache llega a ser, en la primera parte de su vida, por voluntad de Mateo Alemán, un joven pervertido, artero, ingrato, rebelde. No le costaría trabajo al autor esta trasformación, pues a su vista estaba el pícaro real, falso mendigo, ladrón de bajos fondos, incorregible haragán. Con todas estas tachas revistió el asendereado novelador sevillano la figura central de su obra, que no es sólo la de un heredero literario de Lazarillo, sino la de un pícaro de carne y hueso. Por este peso de la realidad ineludible, se imponía un cambio de finalidades. El autor de Lazarillo habíase propuesto hacer ver cómo la maña vence a la adversa fortuna y cómo un niño hambriento y humillado puede arribar, por obra de su paciencia habilidosa y merced al favor de los otros, a una situación material holgada, fuese ello a trueque de la dignidad moral. La finalidad perseguida por Mateo Alemán, en cambio, no es sino patentizar cómo un hijo del ocio, entregado a sus apetitos naturales, despojado de toda recta educación y espoleado por la sociedad antes que refrenado por ella, va dando traspiés por el mundo hasta venir a parar en las galeras. Lázaro nunca es ocioso ni abusa de una libertad mal encaminada. Sirviendo, sufriendo, burla burlando, llega, desde la más miserable ascendencia y a costa de la maña y el favor, a una situación pasable. Guzmán reincide continuamente en su ocio, la libertad cimarrona que siempre elige es su perdición, y al final puede decir ejemplarmente: mirad qué castigo alcanza quien, como yo, no se unce a la razón ni ejerce una profesión, ni persigue un fin determinado. Ambas obras cumplen en sólo su relato, prescindiendo ahora de la parte crítica, un fin ejemplar: el Lazarillo con el suspensivo cinismo de su final, el Guzmán a lo largo de su terrible odisea.
Ver en la primera parte del Guzmán una obra ascético-novelesca, primordialmente vocada a demostrar la posibilidad de salvación del hombre más pecador14, es situarse ya en el punto de vista del desenlace de la historia, no en el de su intención generatriz. Más cercana a la verdad me parece la interpretación propuesta por Maldonado, según la cual el Guzmán de Alfarache es una novela educativa, de carácter eminentemente pedagógico15. A mi juicio, este carácter pedagógico tiene dos facetas: 1) enseñar por su contrario la forma de bien vivir el individuo, apartándose del ocio, del vivir instintivo, la indeterminación profesional, la libertad picaresca y las malas compañías; y 2) enseñar mediante la crítica de tipos y circunstancias de la sociedad el modo de servir ésta ordenadamente al bien común. De tal doble intención pedagógica, no menos importante la una que la otra para Mateo
No creo, sin embargo, que Maldonado acierte filiando la intención educativa del Guzmán dentro de la tradición emblemática y arbitrista, pues bien se ve que lo que impulsa a Alemán no es un programa hacia el futuro, sino un diorama del presente. Basta además tener en cuenta que las dos facetas educativas, la individual y la social, estaban ya en el Lazarillo, si bien con carácter de irónica reticencia. Por otro lado, Alemán no precisaba recurrir a los emblemas ni a las reformaciones arbitrísticas, puesto que el panorama literario de la segunda mitad del siglo XVI hormigueaba en tratados didácticos y devocionarios ascéticos. En estos últimos podía encontrar Mateo Alemán no sólo algunas críticas de los errores del hombre y la sociedad, sino por añadidura el único sentido que tal crítica podía tener para un varón convencido de su fe o decidido por conveniencia a acatarla: el avance del alma hacia la conquista de una bienaventuranza ultraterrena.
A mi juicio, el Guzmán no sólo debe al Lazarillo particulares mociones, relativas al carácter y andanzas del pícaro, sino también el punto de arranque de lo que en su libro parece más original (y lo es por su enorme incremento cuantitativo y por su frecuente impregnación moral): la crítica de la sociedad. ¿Dónde estaba el elemento crítico y satirizador, educativo en última instancia, dentro de un libro caballeresco o pastoril, en una novela amatoria o en una colección cualquiera de patrañas? Ese elemento crítico se había refugiado en obras de orden didáctico, ascético, o en la comedia. Buscándolo en la literatura narrativa, tan difundida entre la masa que más precisaba admonición y censura, sólo cabía encontrarlo en el Lazarillo y su continuación, o en raros libros afines a esta última. De ahí pudo sacarlo Mateo Alemán para darle un despliegue vastísimo.
Que es la crítica social la sustancia primaria del plano discursivo del Guzmán (y no la tesis de la gracia y las buenas obras) se puede corroborar observando la diferencia que existe entre los fines explicitados para su primera parte y los manifestados para la segunda. Entre ambas aparece, recuérdese, un Guzmán apócrifo imitado de una segunda parte que Mateo Alemán tenía preparada y que hubo entonces de modificar.
Por lo demás, Quevedo, con muy buen tino, desecha de su Buscón la tesis moral teológica (que seguramente consideraría como un recurso de emergencia en la obra de su antecesor), pero mantiene el procedimiento satírico, que viene a ser así el auténtico denominador común (fuera de la creación artística) de las tres obras maestras del género: Lazarillo, Guzmán y Buscón.
Cuestión principalísima, que aquí me he prohibido abordar, es la de si esta sátira social, tan imprescindible en la llamada «novela picaresca» como pueda serlo la forma autobiográfica y lo «agradable» de la historia del pícaro, responde a una urgente realidad exterior y en qué forma responde. Si el que critica o satiriza no es un atrabiliario o un esquizofrénico, su crítica tendrá siempre base en la realidad. No puede negarse que ésta brinda, siempre y doquiera, pábulo suficiente. Ahora bien, esa base podrá ser más o menos amplia. En mi opinión, el hombre y la sociedad entre 1554 y 1626 van suministrando fundamento cada vez más variado a la sátira16. Pero también es menester tomar en cuenta la actitud del que satiriza, que podrá ser más o menos «realista» y procederá, en todo caso, de una óptica personal. Simplificando abusivamente lo que exigiría un largo desarrollo, podríamos decir que la sátira de Lazarillo es de una resignación amoral, la de Guzmán adopta un tono de moralizadora intransigencia, la de Pablos practica, con alarde de virtuoso, una deformación extramoral, escéptica17.
En la Primera
Parte de Guzmán de Alfarache, publicada con este
título escueto en 1599 Mateo Alemán expone, al
principio, la intención por él perseguida. Habla en
su prólogo «Al discreto lector» (I, 32-35) del
«celo de aprovechar que tuve, haciendo
virtuoso efeto»
, confiesa que «a solo el bien común puse la
proa»
y previene de que muchas cosas dejolas sin matizar
«por causas que lo impidieron»
,
otras únicamente las retocó «temeroso y encogido de cometer alguna no pensada
ofensa»
, y a otras se arrojó sin temor por
estimarlas «dignas que sin rebozo se
tratasen»
. Todos estos recelos descubren la importancia
que Alemán daba al contenido crítico de su
obra18.
Reconoce luego haber escogido mucho de «doctos varones y santos»
y anuncia al
lector que, en el discurso, podrá «moralizar»
según se le
ofreciere.
Provecho, efecto virtuoso, bien común, moralización son indicaciones harto generales y vagas como para que de ellas pudiésemos deducir que el libro tuviera inicialmente por objeto diafanizar la tesis tridentina del pecado y la posibilidad de salvación de todos los hombres en virtud del libre albedrío y la gracia19. En cambio, señalan perfectamente el propósito educativo, doble, según ya hemos dicho: referido al destino del individuo ocioso, reacio a una profesión adecuada, y al de todos aquellos que en la sociedad incumplen o cumplen mal sus cometidos.
En la
«Declaración para el entendimiento deste libro»
(I, 35-37) anticipa Alemán algunos datos correspondientes a
la segunda parte de su historia, a fin de que pueda el lector
comprender de antemano la primera. Lo que de aquélla
anticipa es que Guzmán regresó de Italia a
España, intentó profesar el estado de la
religión y, por volverse a sus vicios, los abandonó.
«El mismo -prosigue- escribe su vida
desde las galeras, donde queda forzado al remo, por delitos que
cometió, habiendo sido ladrón
famosísimo»
. «Y no es
impropiedad ni fuera de propósito, si en esta primera
escribiese alguna dotrina; que antes parece muy llegado a
razón darla un hombre de claro entendimiento, ayudado de
letras y castigado del tiempo, aprovechándose del ocioso de
la galera»
. Nada, pues, de conversión a la verdad
divina, ni de redención del pecador, ni de buenas obras, ni
de la llamada de la gracia, sino sencillamente que un hombre
inteligente, instruido y escarmentado nos va a contar su vida. Y
¿para qué?
De momento, por lo que atañe a la primera parte, para que vea el lector la poca consideración de los mozos precipitados de sus falsos gustos, los malos resabios que se toman de las malas compañías y del ocio, y las calamidades a que conduce no querer dejarse gobernar de quienes desearon y pudieron dignificar al rebelde.
La intención educativa no puede traslucirse de un modo más claro. La redención del protagonista por sus propias obras y el concurso de la gracia no aparece ni aun en tímida alusión dentro de estos preámbulos en que el autor podía y debía haber sugerido siquiera al lector tan trascendental solución.
Alonso de Barros,
en su encomio (II, 38-42), vuelve sobre parecidos conceptos.
Guzmán es, según él, un «hijo del ocio»
que desemboca en un
«vergonzoso fin»
y recibe un
«ejemplar castigo»
. Afortunado
podrá considerarse aquel que «ocupado justamente tuviere en su modo de vivir
cierto fin y determinado»
. Mateo Alemán merece el
título de pintor, entre otras cosas, porque da avisos
necesarios «para la vida política
y para la moral filosofía a que principalmente ha
atendido»
exponiéndonos «el conocido peligro en que están los
hijos que en la primera edad se crían sin la obediencia y
dotrina de sus padres»
, carecen de «ciencia ni oficio señalado»
y
se dan a la «incultivada dotrina de la
escuela de la naturaleza, pues sin experimentar su talento e
ingenio o sin hacer profesión»
usurpan «oficios ajenos a su
inclinación»
, resultando más ociosos al
poner mano en «profesión
ajena»
que si no ejercitasen ninguna. Habla
después Barros del «bien
público»
y el «común aprovechamiento»
, y
avisa que en el libro de su amigo hallarán «los hijos las obligaciones que tienen a los
padres, que con justa o legítima educación los han
sacado de las tinieblas de la ignorancia»
.
¿Dónde se columbra aquí el sentido religioso o teológico de la obra? ¿No es este elogio de Barros la más firme prueba de que el Guzmán de Alfarache aparecía como una historia poético-pedagógica? Maldonado lleva en esto plena razón. Sólo que, en verdad, la obra de Alemán no es pedagógica porque lance arbitrios o explane emblemas, sino porque representa el extravío del individuo en una narración y critica el de la sociedad en detenidas expansiones satíricas. Negativa, no positivamente.
Ya hemos dicho a qué tipos humanos y sociales afecta la crítica contenida en la parte primera del Guzmán. Como prófugo de su hogar, vagabundo, mozo de posada, esportillero, sollastre, ladrón, galán travestido, aspirante a soldado, criado de un capitán, mendigo, paje de un cardenal y gracioso de un embajador, va Guzmán contrastando su propio descarrío con el desorden y la corrupción de la sociedad que le circunda. Sus críticas tienen casi siempre un acento grave y acerado, o bien adoptan una forma de recomendación al lector, o bosquejan tímidamente una reforma, o comunican una observación refrendada por el tesoro de la experiencia. Las moralidades de fondo marcadamente religioso son en esta primera parte las dedicadas a exponer: el perdón que debemos a nuestros enemigos (libro I, capítulo IV); la torpeza de la venganza (ibidem); la misericordia de Dios (l. II, c. I); la luz de las buenas obras (II, III); algunos momentos del soliloquio de Guzmán sobre las vanidades de la honra, lleno todo de materia satírica (II, IV); las consideraciones sobre caridad, compasión y limosna (III, IV). Mas todo ello, y algunos otros pasajes más breves que podrían agregarse, aparece flanqueado de notaciones críticas, empíricas y recomendatorias.
He aquí que en 1602, en Valencia, sale a luz una Segunda Parte de la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache a nombre de Mateo Luján de Sayavedra, continuación bastarda que, lógicamente, supuso para Mateo Alemán un duro golpe: no por el hecho en sí mismo, ni por la persona del autor (a quien Alemán, sin duda, había estimado), ni por el menoscabo económico que ello pudiera acarrearle, sino sobre todo porque la aparición de esta segunda parte apócrifa le forzaba a rehacer enteramente su trabajo, dado que aquella continuación no era sino un plagio de la que él, Mateo Alemán, tenía ya preparada.
¿Es verdad
que Luján confeccionó su segunda parte plagiando la
inédita de Mateo Alemán? El falso continuador nada
dice, por supuesto, sobre este particular. Pero cuando
Alemán, dos años más tarde, publica su segunda
parte, se expresa en términos muy curiosos. Ya en la
dedicatoria a Don Juan de Mendoza habla de la necesidad de acudir
al desafío que le hizo «el que
sacó la segunda parte de mi GUZMÁN DE ALFARACHE. Que,
si puede decirse, fué abortar un embrión para en
aquel propósito, dejándome obligado, no sólo a
perder los trabajos padecidos en lo que tenía compuesto, mas
a tomar otros mayores y de nuevo para satisfacer a mi
promesa»
(III, 44). Lo que se nos ocurre de inmediato es
deducir: luego Mateo Alemán mentía cuando en la
«Declaración» de su primera parte afirmaba:
«Teniendo escrita esta poética
historia para imprimirla en un solo volumen...»
(I, 35).
No, no la tenía escrita. Pero tendría proyectados
algunos lances (que Guzmán regresaría a
España, estudiaría para sacerdote, volvería a
sus vicios, sería famosísimo ladrón y
quedaría forzado al remo en una galera) y acaso tuviese
redactados, siquiera de modo provisional, algunos
capítulos.
Pero prosigamos.
En el prólogo al «Letor» (III, 49) hallamos
interesantes noticias: «Aunque siempre
temí sacar a luz aquesta segunda parte, después de
algunos años acabada y vista...»
. El temor a no
acertar tan bien como con la primera le detuvo, pero esto no nos
importa. Lo importante es que «aquesta
segunda parte»
no puede ser, naturalmente, esta parte que
ofrece ahora al lector, sino la que Luján expolió,
pues de otro modo no diría que estaba «acabada y vista»
(= escrita y
revisada) «después de algunos
años»
. Ahora bien, si es cierto que así
era, ¿cómo se conjuga esta afirmación con la
anterior de que lo que hizo el plagiario fue «abortar un embrión»
,
llevándole a él a perder «los trabajos padecidos en lo que tenía
compuesto»
? ¿No tenía ya todo compuesto y
dispuesto?
«Me aconteció -añade luego- lo que
a los perezosos, hacer la cosa dos veces. Pues, por haber sido
pródigo comunicando mis papeles y pensamientos, me los
cogieron a el vuelo. De que, viéndome, si decirse puede,
robado y defraudado, fué necesario volver de nuevo al
trabajo, buscando caudal con que pagar la deuda,
desempeñando mi palabra»
. Y en seguida: «Con esto me ha sido forzoso apartarme lo
más que fué posible de lo que antes tenía
escrito»
.
Loa después
el sevillano las calidades intelectuales de su concurrente, pero
tacha su obra de imperfecta en conjunto aunque no en las partes. Le
agradece cortésmente la prueba de estimación que le
ha dado al imitarle. Y prevé que para la tercera parte
habrá más de un continuador. Ahora bien, amonesta a
los presuntos continuadores: «no
escriban sin que lean, si quieren ir llegados a el asunto, sin
desencuadernar el propósito. Que haberse propuesto nuestro
Guzmán, un muy buen estudiante latino, retórico y
griego, que pasó con sus estudios adelante con ánimo
de profesar el estado de la religión, y sacarlo de
Alcalá tan distraído y mal sumulista, fué
cortar el hilo a la tela de lo que con su vida en esta historia se
pretende, que sólo es descubrir como atalaya toda suerte
de vicios y hacer atriaca de venenos varios, un hombre perfecto,
castigado de trabajos y miserias, después de haber bajado a
la más ínfima de todas, puesto en galera como
curullero della»
(III, 52-53).
Y, continuando a
la caza de defectos, Alemán, en fin, imputa a Luján
otros descuidos: Guzmán no pudo llamarse ladrón
famosísimo por tres capas que hurtó; en historias
fabulosas no han de introducirse «personas públicas y conocidas
»
nombrándolas por sus nombres (todo el episodio de las bodas
de Valencia, en el libro de Luján, es un craso ejemplo de
esta inconveniencia); Luján olvidó hacer cumplir al
protagonista la venganza prometida a su pariente de Génova;
y, en fin, otras muchas cosas quedan sin satisfacer, o alteradas, o
reiteradas, incluso con las mismas palabras (III, 53).
Puntualicemos:
1.º) Alemán, antes de 1602, tendría terminada y
revisada su segunda parte, o al menos la tendría tan
avanzada que podía darla por «acabada y vista»
; 2.º) Como
quiera que fuese, comunicó sus papeles y pensamientos a
alguien, bien al mismo Luján o a algún conocido de
ambos; 3.º) Luján cogió al vuelo papeles y
pensamientos de Mateo Alemán, robándole y
defraudándole; 4.º) Publicado el plagio, Alemán,
para cumplir la promesa hecha al lector de una segunda parte, se
vio forzado a apartarse lo más posible de lo que antes
tenía escrito; 5.º) Luján no acertó a
comprender el propósito fundamental pretendido por
Alemán: atalayar toda suerte de vicios, hacer
antídoto de venenos varios, constituir un hombre perfecto
luego de haberlo hundido en la más baja miseria. Si
así lo hubiese comprendido, Luján no habría
sacado a Guzmán tan distraído y mal
sumulista20;
6.º) El usurpador escribió su continuación no
sólo sin haber entendido el propósito inicial de la
obra, sino evidenciando dondequiera errores y descuidos.
Errores y
descuidos cualquiera puede tenerlos. Alemán mismo declara
que, en el curso de una historia, «se
quedan arrinconados muchos pensamientos de que su propio autor aun
con trabajo se acuerda el tiempo andando»
(III, 54). Pero
proseguir una obra ajena sin haber calado la finalidad que con ella
se busca cumplir, y más habiendo robado al verdadero autor
papeles y pensamientos, parece torpeza demasiada.
Suspendamos aquí este examen de la reacción de Mateo Alemán frente al atentado de su competidor, y preguntémonos de nuevo: El Guzmán apócrifo ¿es un plagio de la continuación inédita de Mateo Alemán? Si éste confiesa que perdió sus trabajos previos, que le robaron papeles y pensamientos y que le fue necesario apartarse de lo que antes tenía escrito, la respuesta es obvia: según Alemán, Luján le plagió la segunda parte. Pero, pues no atinó con el propósito final de la historia y se descuidó en importantes particularidades, el plagio no pudo ser ni completo ni trascendente. ¿En qué pudo consistir?
En la continuación del valenciano se nos cuenta cómo Guzmán, dejando al embajador en Roma, parte hacia Nápoles y, burlado por otros pícaros, retorna a la mendicidad. En Nápoles sirve como mayordomo a un clérigo, pero sus amoríos y sus rapiñas le llevan a la cárcel, de donde sale por indulgencia de su denunciante. Decide regresar a España y lo hace como pinche del cocinero del virrey de Nápoles. Ya en España, visita Montserrat y, mendigando, llega a Alcalá, donde sirve de criado a tres estudiantes e inicia estudios que abandona pronto para marcharse a Madrid. Aquí entra de paje al servicio de un caballero italiano, sigue entregado a paseatas y devaneos y, tras un conato meteórico de enclaustramiento, vuelve al servicio de otro caballero italiano, lo deja, se enamora de una actriz, se va con ella y otros comediantes a Valencia, donde asiste a las bodas de los reyes, hurta capas para poder obsequiar a su querida y, hecho prisionero, termina condenado a galeras en un estado de incertidumbre y desesperación.
En resumen, Luján prosigue la historia del pícaro conformándose en buena parte a las pautas del primer Guzmán. Éste, que había sido en la obra de Alemán un mozo de varios amos (como Lazarillo) aumentado de un pícaro propiamente tal (vagabundo, esportillero, sollastre, ladrón, falso galán, mendigo diestro) continúa en la obra de Luján moviéndose en la misma esfera y es, sucesivamente, criado de un embajador, vagabundo, mayordomo de un clérigo, ladrón, recadero de la cárcel, pinche de cocina, mendigo, criado de tres estudiantes, paje de dos caballeros, comediante, ladrón, prisionero y galeote. Jamás llega este Guzmán Lujenesco al señorío ni a la riqueza, ni a los negocios en grande, como tampoco a intentar seriamente una carrera ni a cometer hurtos brillantes que pudieran constituirle en ladrón famosísimo. Una librea de paje le es suficiente para ostentar una vanidad puramente vestuaria, trivial. Su papel en toda la obra puede resumirse en dos facetas: la de subordinado (sea a un señor, sea a una mujer) y la de ladrón (ladrón de dineros que alguien ha puesto ya en su mano o de capas al alcance de ella).
Tal había sido también el Guzmán primero: criado y ladrón, es decir, un Lazarillo pervertido y bribiático. Luján no le saca de ahí, pues las novedades que introduce en su curriculum vitae (preso, estudiante, comediante y galeote) o estaban anunciadas en la «Declaración» del Guzmán primero o podían preverse fácilmente, excepto el avatar de comediante, que parece un capricho del abogado valenciano.
No podemos en modo alguno suponer que todo cuanto en Luján se refiere al proyecto de viaje a Valencia reconozca como precedente los papeles y pensamientos de Alemán. En efecto, tras la salida de Alcalá, mediada ya la obra, Luján se diría que no sabe hacia dónde tirar y, para prolongar el relato, recurre a las soporíferas disertaciones del mozo vizcaíno, o se entretiene en preparar aquel imbécil turismo regio, haciendo que Guzmán pase precipitadamente de paje a galanteador de meretrices, de aquí a un grotesco noviciado, y que del claustro salte a la farándula y de la farándula a los celos, al robo de capas, al presidio y, en fin, a las galeras. Por el contrario, sus experiencias en Nápoles y camino de Alcalá, algún precedente habrán de tener en los papeles y pensamientos de Mateo Alemán, pues de no ser así habríamos de concluir que Luján no había plagiado más que el tipo del protagonista y su ruta de retorno. Como el propio Alemán afirma que hubo de apartarse lo más posible de la historia que tenía ya escrita, nos vemos obligados a suponer que en ésta Guzmán iba a aparecer otra vez como mozo de diversos amos, a tenor con el procedimiento inaugurado en el Lazarillo, y como vagabundo, mendigo y ladronzuelo, de acuerdo con la realidad del pícaro en sentido estricto. Y esto es lo que en la obra de Luján sucede.
Mi creencia es,
pues, que en el desvío forzoso a que le lleva la
continuación apócrifa se basa la
profundización del destino último que Alemán
vino a dar a la vida de su personaje. Al publicar su segunda parte,
rehecha, en 1604, el título que la anuncie será:
Segunda Parte de la Vida de Guzmán de Alfarache, Atalaya
de la vida humana. Luján había titulado la suya
Segunda Parte de la Vida del pícaro Guzmán de
Alfarache, recogiendo así el sentir general y
demostrando su propia interpretación intrascendente.
Alemán no quiere estampar en la portada el mal nombre, al
que sin embargo se declara dolidamente resignado: «Esto propio le sucedió a este mi pobre
libro, que habiéndolo intitulado Atalaya de la vida
humana, dieron en llamarle pícaro y no se
conoce ya por otro nombre»
(III, 170). Pero él no
había titulado su primera parte
Atalaya21,
como tampoco había prevenido al lector de que su
pretensión fuese hacer un hombre perfecto22,
ni nos había dicho que Guzmán hubiese descendido a la
más ínfima de todas las miserias puesto como
curullero en la galera donde cumplía su condena. La
perspectiva del galeote que cuenta la primera parte es la de un
hombre escarmentado, trabajado por el tiempo, que se duele de no
haber abierto los ojos a la virtud cuando en su camino se le
cruzó algún alma caritativa. La visión del
galeote que refiere la segunda parte rehecha es la del penitente,
la del que reconoce con angustia, pero no sin ramalazos de
satánica complacencia en el mal, la abyección en que
ha ido hundiéndose23.
Y de acuerdo con la altitud moral ganada tras el abrazo con Dios,
Guzmán, sin dejar por ello de proseguir sus críticas
educativas, incrementará ahora la consideración de
fondo religioso.
Que la
crítica educativa es la verdadera intención de su
empresa queda nuevamente de manifiesto en estas frases de su
segunda parte: «A mi costa y con
trabajos proprios descubro los peligros y sirtes, para que no
embistas y te despedaces ni encalles adonde te falte remedio a la
salida»
(III, 74); «...
atriaca sería mi ejemplo para la república, si se
atoxigasen estos animalazos fieros»
que «fingen que lloran de nuestras miserias y
despedazan cruelmente nuestras carnes con tiranías,
injusticias y fuerzas»
(III, 75); «¡Oh si valiese algo para poder consumir
otro género de fieras! Estos, que lomienhiestos y
descansados andan ventoleros, desempedrando calles, trajinando el
mundo, vagabundos...»
, etc. (Ibid.)24.
Y en la segunda
parte sigue Alemán pasando revista a los tipos humanos y
sociales que pecan de injusticia o de inutilidad. En el libro I:
poderosos hostiles a la virtud, juglares y chocarreros, mujeres
enamoriscadas (cap. II);
engañadores, viejos indecorosos, hechiceras y gitanas,
presumidos sin letras (III); criados lisonjeros, hombres
públicos (VI); aduladores, poderosos injustos (VII); mujeres
murmuradoras, jueces que yerran en las penas (VIII). En el libro
II: pobres por vicio, falsos amigos (I); profanadores de templos,
acusadores falsos, malos iracundos (II); jueces venales,
pleiteadores, alguaciles, corchetes, carceleros, procuradores,
escribanos, licenciados, jueces ordinarios, curiosos indiscretos
(III); hombres interesados, «ladrones de
marca mayor»
, milicia, nobles metidos a pícaros
(IV); fingidores de títulos que no poseen (VI);
hipócritas, testigos y ministros corruptibles, ladrones de
bien, corregidores venales, ricos que se prevalen de su riqueza,
logreros, deshonestos, glotones, soberbios, murmuradores, fulleros
(VII). En el libro III: mujeres avarientas y embaucadoras, necios
(I); falsas doncellas, casamientos forzados (II); mohatreros,
matrimonios (III); religiosos por interés material,
simoníacos, señores del censo (IV); amas y pupileros
(IV); rufianes de la corte, bellas que se venden (V); simuladores
(VII).
No obstante que la sátira de todas estas gentes se continúa con entera consecuencia, demostrativa de que en ella reside la intención extra-artística de la obra, en esta parte segunda arrecia notablemente el elemento de exhortación religiosa, y los temas que en ella se tratan van haciendo ver cómo la maldad del protagonista y del coro humano que puebla su alrededor no se consume en un total negativismo, sino que se orienta hacia un horizonte de esperanza. En esta parte es donde Alemán, a través de su héroe, trata con verdadera unción y perspectiva religiosa de la ceniza y polvo que somos (III, 183), de la mala inclinación (III, 250), la necesidad de que a la intención sigan las obras (III, 252), la acción de Dios alzando a los humildes y derribando a los soberbios (III, 269), el sueño de los vicios (IV, 79), la peligrosa dilatación de la vida en el error (ibid.), la vanidad de los intereses (IV, 103), el perdón por Dios (IV, 113), el uso recto de las riquezas (IV, 175), el perdón del mal que nos hacen (IV, 203), los trabajos que Dios manda (IV, 12), la providencia (V, 49), las penas eternas (V, 132), la conversión a la virtud (V, 152).
Junto a las
digresiones crítico-satíricas y a las de
carácter religioso, hay en ambas partes de la obra de
Alemán, ya lo hemos dicho, digresiones de tipo aconsejativo,
observaciones empíricas, esbozos de reformas y fragmentos de
orden didáctico: verdaderas «enseñanzas»
. Pero estas
últimas son escasas y comedidas en Mateo Alemán.
Así, por ej., en esta segunda
parte, las hay sobre gracias y donaires (III, 87), especies de
engaño (III, 113), obligaciones del marido (IV, 263),
mudanzas de los bienes (V, 9), el amor (V, 51) y la fuerza de la
costumbre (V, 107). Uno de los errores más torpes del
continuador apócrifo consiste justamente en haber dado
entrada excesiva en su obra a estas enseñanzas, que en
él adquieren a veces un aire de pedantería banal.
Tales son, por no hablar ya de los plomizos discursos del paje
vizcaíno, los no menos intempestivos sobre: juicio civil y
militar (lib. I, cap. II), glorias históricas de
España (I, III), esperanza y posesión (II, VI),
daños y bienes de la música (II, VII), cómo ha
de ser el consejero de Estado (III, II) astrología y
adivinación (III, III-IV), virtudes y hazañas de las
mujeres (III, V), utilidad de las farsas (III, VIII), la risa en la
comedia (ibid.), sindéresis (III, IX), varias
especies de escribanos (III, XI).
Cuando
Alemán, tras haber rememorado las principales tachas de las
mujeres, menciona brevemente sus excelencias domésticas,
córtase en seco diciendo: «No es
aqueste lugar para tratar sus virtudes»
(IV, 182),
lacónica manera de condenar la importunidad de un discurso
tan pedante como el pergeñado por Luján en el
cap. V del lib. III en defensa de la bondad de las hembras,
ilustrada ésta con ejemplos que van desde Minerva hasta la
regia consorte de don Alfonso X el Sabio, para terminar con el
ingenioso corolario de que «las mujeres
son muy excelentes»
25.
Y cuando afirma el Guzmán alemaniano que «necesario es y tanto suele a veces importar un
buen chocarrero como el mejor consejero»
(III, 86) parece
estar recordando con enojo la impertinente divagación de
Luján sobre los consejeros de Estado al final del
cap. II del libro III de su
continuación.
Concluyamos que si Luján mantuvo el nivel lazarillesco-picaresco del primer Guzmán, sus sátiras, moralidades y enseñanzas, algunas arrancadas a Ravisio Textor, al Padre Cabrera o al interesante asceta seglar Alejo Venegas26, degeneraron en la más soporosa ramplonería. Mateo Alemán no podía caer por este despeñadero: poseía un gran equilibrio intelectual y un sentido muy justo de las proporciones. Aquí no tuvo Alemán, contrastando su obra con la de su competidor, nada absolutamente de que corregirse. Pero donde sí hubo de corregirse fue en la prosecución de la vida de su protagonista: como estudiante, ladrón famosísimo y galeote forzado al remo nos le había anunciado Alemán desde las páginas preliminares de su primera parte. En la segunda auténtica, por efecto sin duda de la reelaboración a que se vio forzado por el plagio del valenciano, vemos al pícaro recorrer esta vía de perdición: alcahuete, señor fingido, estafador de diabólicas trazas, hombre rico, mohatrero, casado, viudo, estudiante de religión por mero interés material, casado en segundas nupcias, rufián de su propia mujer, explotador de mendigos y simulador, administrador rapaz amancebado con una esclava, prisionero y curullero de una galera. Y convertido.
Diríase que como del simple Lázaro salió, por emulación de sus tretas, el primer Guzmán, el segundo se alzó por encima de la sombra intrascendente que de él proyectara el falso continuador, creciendo y creciendo en corrupción moral hasta llegar a la cumbre del monte de las miserias. De allí, para respaldar y dar elevación a la finalidad crítico-educativa de la obra, era imprescindible que Guzmán, sobrecogido de vértigo ante el abismo, abriese los brazos hacia el cielo. Lo que ya no iba a ser posible era escribir una tercera parte, pues Mateo Alemán, al acoger a su héroe en el seno de la justicia y el bien, le había matado en su doble sentido de pícaro (novela) y de criticón (sátira). Sólo se critica desde abajo. Desde una cumbre, y más si ésta es la de la paz perfecta de la conciencia, sólo cabe perdonar o predicar la verdad para ejemplo de los hombres. Pero Mateo Alemán no se propuso inicialmente predicar verdades filosóficas ni religiosas. Se propuso, singularmente desde su segunda parte, atalayar el mundo, lleno de descarríos y descarriados: hacer señal con el faro de su alma desengañada a las engañadas naves.
La
desdeñosa actitud con que Alemán hubo de considerar
la vulgaridad de la segunda parte apócrifa queda de relieve,
no ya sólo en los preámbulos de la verdadera segunda
parte y en la mayor profundización psicológica y
moral que dio a su protagonista en esta nueva continuación,
sino además en el desprecio con que este Guzmán
rehecho mira la pobretería de Sayavedra: «Quien se preciare de ladrón, procure
serlo con honra, no bajamanero, hurtando de la tienda una cebolla y
trompos a los muchachos»
(IV, 42)27.
No cabe más olímpico menosprecio. Y para ilustrar su
superioridad, Guzmán ejecutará el famoso robo al
mercader de Milán, dejando estupefactos a Sayavedra y
Aguilera, y, de rechazo, suponemos, a Luján, quien no
había conseguido ver en el pícaro desenvuelto y
rapiñador el ingenio satánico del estafador por todo
lo alto. De allí en adelante, el nuevo Guzmán deja de
ser el pícaro para convertirse en oráculo del robo y
pecador recalcitrante. Y el delito que mayor escalofrío nos
produce es, como Guzmán Álvarez ha señalado
muy bien28,
la ruin venta que hace de su esposa, colocándose así
allende toda debilidad sentimental y entrando de hoz y coz en la
maldad absoluta. Así como Avellaneda no supo captar del
Quijote cervantino más que puras exterioridades sin
decoro ni grandeza, Luján, dejando a Guzmán de
Alfarache en el estadio meramente picaresco de la Primera Parte y
trivializando su figura, fracasó, como era de esperar, en su
imitación. Pero este fracaso sirvió, creo yo, para
hacer nacer en la mente de Mateo Alemán la maldad ejemplar
del pecador e intensificar la solución religiosa de su
historia. Cervantes hizo morir a Don Quijote para que nadie osara
poner en él sus manos sacrílegas. Alemán
inhabilitó también a Guzmán, como
pícaro y como criticón, para que nadie, ni siquiera
él mismo, pudiese contar de aquél más
picardías ni tampoco, ya, más delitos: para que nadie
pudiese hacer de él un «ladroncillo bajamanero»
.
Veamos, pues, en el Guzmán, lo que verdaderamente quiso ser en intención de su autor: una lección de crítica educativa emparejada a la deleitosa historia de un hombre que comienza siendo mozo de muchos amos, demedia en pícaro y termina en monstruo, y cuya única salida tenía que ser la redención. La tesis de la obra no es filosófica ni religiosa, sino educativa: desterrar la injusticia y la ociosidad. ¿Cómo? Mostrando el desgraciado vivir de un sujeto ocioso y fustigando, por medio de las digresiones, en su mayor parte críticas y satíricas, los desórdenes y abusos del medio social en que aquél se mueve.
Ahora bien: una cosa es la tesis propuesta en una obra, la intención que la origina, y otra el espíritu en que se halla embebida o al que se acoge. Este espíritu es, sí, el postridentino, el ascético, si bien en algunos pasajes del libro, por ejemplo el referente a la tierra como única amiga fiel (III, 226), en el impresionante soliloquio sobre las vanidades de la honra, que concluye con la horrenda viñeta de la araña lanzándose sobre la cerviz de la serpiente (II, 54), o en las repetidas expresiones de defianza respecto de la maldad incorregible del mundo (II, 167; III, 185), me parece que el pesimismo de Alemán no es enteramente el cristiano, el que enfoca la vida como tránsito mortal y la muerte como nacimiento a verdadera vida, sino otro pesimismo más entrañado en la condición individual del glorioso prosista sevillano29.
Hacia 1615 el
ermitaño Juan Valladares de Valdelomar decía en el
prólogo de su Cavallero venturoso,
autobiografía anovelada: «Hallarás, pues, que no te pongo
aquí ficciones del Cauallero del Febo; no sátiras y
cautelas del agradable pícaro; no los amores de la
pérfida Celestina y sus embustes...»
30.
Cautelas31 y sátiras componiendo un rico tapiz recreativo-educativo a propósito de la vida y desdichas de un hombre libre y ocioso: tal es, creo, la mejor definición del Guzmán de Alfarache. Ello no invalida la idea general que preside la monografía de Moreno Báez, pues la obra termina, en efecto, con la conversión incipiente del héroe y se halla, así, de acuerdo, al menos textualmente, con el espíritu tridentino. Pero conviene devolver al libro de Mateo Alemán su carnadura novelesco-satírica, ya que verlo todo él supeditado a una tesis teológica tan simple como rígida es convertirlo, a mi ver, en un tratado ascético y alejarlo del lector actual. Verlo en cambio como lo que es -una poética ficción de espléndidas virtudes narrativas y una sátira de las circunstancias de su tiempo, con propósito educativo- equivale a restituirle su significado histórico y su entidad literaria32.
Con haber sido
Unamuno, según confesión propia, un «devoralibros»
entre sus 16 y sus 26
años, ocurrió que llegase a sus 40 sin haber
leído el Guzmán; laguna tanto más
sorprendente en quien era ya maduro escritor, filólogo y aun
rector universitario. Un día, por fin, resolvió
hacerlo. Y halló que libro tan alabado no era sino una
«sarta de sermones enfadosos y pedestres
de la más ramplona filosofía y de la
exposición más difusa y adormiladora que
cabe»
. Lo cual dio pie al exaltado quijotista para
concluir que «nuestra literatura, tomada
en conjunto, es sencillamente insoportable»
y nuestros
clásicos «unos charlatanes que
diluyen en un tonel de agua insípida una píldora de
filosofía casera»
. El título del ensayo en
que se encuentran estos juicios de Unamuno es una palabra que
designaría, según él, uno de los mayores
vicios del pueblo español: ¡Ramplonería!
33.
No es momento ahora de poner en claro lo que haya de verdadero o de
erróneo en esta acusación del violento Unamuno,
quien, para mí, no entendía gran cosa de valores
literarios. Lo que revela, desde luego, su actitud, antes y
después de encentada la lectura del Guzmán,
es una resuelta antipatía hacia este libro. Tal
antipatía no era sólo de Unamuno: ha sido y
continúa siendo una antipatía muy extendida, a la
cual se debe el hecho de que el Guzmán haya venido
a ser una de nuestras obras clásicas menos leídas y
estudiadas. Las razones de este fenómeno de aversión
son varias: en el orden extrínseco, la longitud del libro y
el estorbo que se ve en sus digresiones; en el intrínseco,
el envejecimiento irreparable de la crítica moral y social
contenida en ellas, y, tal vez, el temple severo de Mateo
Alemán, que tan desfavorablemente contrasta con la gracia
irónica del autor del Lazarillo, el risueño
humor de Cervantes y la sarcástica comicidad del autor del
Buscón. Al fracaso de la obra de Alemán ante
el público moderno, del siglo XVIII hasta hoy, se opone
abruptamente el éxito inmenso que, como se sabe,
alcanzó entre los lectores coetáneos.
Moreno
Báez, en las pp. 22-31
de su estudio, ha espigado los juicios positivos de los
contemporáneos del autor. Pero claro está que
actualmente, por buena voluntad que en ello pongamos, nos
resultará difícil, si no imposible, valorar ante todo
su obra por lo que tuvo o tenga de provechosa. No podemos hoy ver
su principal valor, asimilable a nuestra mentalidad, en el hecho de
que pudiese servir «a los malos de
freno, a los buenos de espuelas, a los doctos de estudio, a los que
no lo son de entretenimiento»
y de que viniese a ser, en
general, «una escuela de fina
política, ética y euconómica»
(III,
62), afirmaciones que corroboran el sentido educativo del libro. En
su utilidad pudieron ver los graves varones de aquel tiempo el
máximo valor de la obra, aunque no cabe olvidar que el
éxito de venta que obtuvo en tan cortos años
presupone, sin duda, la intensa propagación que
lograría entre el llamado «vulgo», que, con su
siempre certero instinto, gustaría más de la
narración que de las expansiones meditativas.
Aunque Moreno haya procedido con admirable pulcritud al retrotraer el Guzmán de Alfarache a la perspectiva de su tiempo, nada se conseguirá, en favor de la actualización de la obra, con descubrirnos la tesis que la animó, sea filosófico-religiosa, como quiere el profesor de Compostela, sea crítico-educativa, como nos inclinamos a pensar nosotros. Devolviendo la obra a su época, la condenamos a que no gane vitalidad y difusión en la nuestra.
Ahora bien, el Guzmán de Alfarache no es obra que merezca ser ladeada como un curioso espécimen de literatura contrarreformista, sólo comprensible si nos vestimos de áridos lutos, nos calamos unas lentes de antaño y ponemos al alcance de nuestra mano las conclusiones del Concilio Trentino. El Guzmán encierra un valor literario perenne, clásico, y este valor le aligera de todo el peso que en sus sátiras y moralidades pudiéramos encontrar hoy enojoso. Y quien mejor reconoció este valor literario de la obra de Alemán fue precisamente un hombre del siglo XVII, un hombre que, aunque jesuita, no disimuló el placer que ella le causaba endosándoselo a su provechosidad ni a su alto sentido religioso; antes bien, con certero paladar de hombre de letras, supo alabar en ella lo que tiene, en verdad, de más excelente: su equilibrio artístico, su estilo, su clasicidad. Este juez de excepción nos vale hoy. Se llama Baltasar Gracián.
Al frente de su
Agudeza y arte de ingenio explica Gracián al lector
por qué ha escogido la mayoría de los ejemplos de su
preceptiva entre los escritores españoles: «Si frecuento los españoles -dice- es
porque la agudeza prevalece en ellos, así como la
erudición en los franceses, la elocuencia en los italianos y
la invención en los griegos»
(60 a)34.
Pues bien, cuando hacia el final del mismo tratado entra a hablar
de la agudeza compuesta en especial, empieza por la epopeya, la
define y, tras referirse a Homero, los trabajos de Hércules,
la Eneida y el Theagenes y Cariclea de Heliodoro,
asevera: «Aunque de sujeto humilde,
Mateo Alemán, o el que fue el verdadero autor de la
Atalaya de la vida humana, fue tan superior en el
artificio y estilo, que abarcó en sí la
invención griega, la elocuencia italiana, la
erudición francesa y la agudeza española»
(259 a). A ningún autor, de los muchos que cita en su obra
toda, adscribe Gracián la posesión de estas cuatro
virtudes cardinales del arte literario. Sólo a Mateo
Alemán. Y, aunque pudiera dejarse llevar por una afinidad de
carácter con aquél, no se equivocaba el gran catador
de libros y de hombres.
Dejando de lado los determinativos gentilicios, veamos esquemáticamente de qué manera participan cada una de estas virtudes en la maravillosa totalidad literaria del Guzmán de Alfarache.
1.º) La invención. Mateo Alemán, partiendo del Lazarillo, sobrepasando este punto de partida con la plasmación novelesca del pícaro de carne y hueso que tenía a la vista en la decadente sociedad de su tiempo, y, en fin, haciendo luego del pícaro un trágico pecador y un Ulises del mal, seguramente para oponerse así a la banalización del asunto llevada a cabo por el continuador apócrifo, vino a dejar realizada en su obra una auténtica epopeya de sujeto humilde. Recorrer esta inventada carrera de Guzmán de Alfarache, llena de peligros, adversidades, trabajos, vicios y caídas es algo que puede seguir constituyendo para el lector de hoy un nada mediocre pasto imaginativo. El elemento propiamente novelesco tiene en la obra de Alemán una riqueza y diversidad jamás alcanzada por otro libro del mismo género. Ya la historia de los padres del pícaro es una encantadora novelita ítalo-andaluza contada con sabrosa malicia. Los amores de Ozmín y Daraja forman una gallarda fantasía sentimental a la morisca, franjeada de jardines, torneos, suspiros y afectos, pero frenada en sentido realista por aquel final de los villanos que apalean a Ozmín y a su noble compañero. Con vigorosa concisión está referido el «caso célebre» de Dorido y Clorinia, crueldad a la italiana, como es linda adaptación de una escabrosa historieta de Masuccio el caso de los enamorados que compitieron ante don Álvaro de Luna. Agréguese, en fin, la historia de Bonifacio y Dorotea, con su desconcertante mezcla de castidad y sensualidad, e incluso la breve novelita de la viuda vengativa; pónganse también en la cuenta las numerosas anécdotas con que Alemán salpica todo su libro, y se verá cuán rico y variopinto material de entretenimiento accesorio hay en él encerrado. Pero, sobre todo, ¿quién se negará a admirar el opulento vivero de lances y aventuras que forma la novela misma del pícaro? Con sus peregrinaciones por España e Italia y su despliegue vital desde niño prófugo hasta galeote contrito, tal novela prueba su estirpe epopéyica, dando la razón a Gracián. Pero en esto no hay que insistir, pues las peripecias de Guzmán, más varias y no peor relatadas que las de Lazarillo y Pablos, jamás han sufrido el desvío total de los lectores.
2.º) La erudición. Poco importa si con este
término se refería Gracián a la «profundidad del declarar»
(258 b) o a
la «universal noticia de dichos y de
hechos, para ilustrar con ellos la materia de que se discurre, la
doctrina que se declara»
(268 b). Nosotros, puesto que no
pretendemos ahora interpretar a Gracián, sino a
Alemán partiendo de las sugerencias de aquél,
comprenderemos bajo ella todo que en la obra del sevillano es
saber, doctrina, conocimiento. Y aquí vendrán los
unamunos y dirán que cómo es posible soportar esas
digresiones o ramplonerías diluidas en un mar de palabras.
Alguna razón llevan, en efecto: las digresiones no encierran
pensamientos excitantes, paradójicos, insólitos. A
veces resultan incluso tediosas, por ejemplo la digresión
sobre el perdón a nuestros enemigos o sobre las
contraescrituras. Por el solo camino del contenido no pensemos
hallar en estas y otras digresiones aliciente acomodado a nuestro
espíritu moderno. Los lugares comunes tienen, sin embargo,
esta ventaja: nos desentienden de lo que dicen y nos dejan el gusto
expedito para reparar en cómo están
dichos35.
Y aquí no podremos por menos de admirar la destreza de Mateo
Alemán tanto en su método de digresionar como en el
modo expresivo con que lo hace. Las digresiones de Luján, el
imitador, o de un lejano epígono como Alcalá
Yáñez, nos fastidian: están puestas sin gracia
y expuestas sin galanura. Pero Mateo Alemán las entrevera de
graciosas disculpas, de anécdotas amables, de expresiones ya
dialogales (con el lector), ya monologales (Guzmán consigo
mismo)36.
Por otra parte, su exposición ni es la dilatable, la
uniforme predicación de los ascetas, ni la pedantería
gruesa de los pseudoeruditos: la pluma, buida y bien templada, de
Alemán inscribe esas reflexiones haciéndonos asistir
con placer siempre renovado al prodigio de una lengua consciente y
orgullosa de su perfección.
3°) La elocuencia. Aquí podremos agrupar todo lo que en
la obra de Mateo Alemán es «elegancia del decir»
(258 b). Pero no
podemos menos de deplorar, llegados a este punto, el hecho de que
no exista todavía un estudio competente sobre la lengua de
Mateo Alemán. Se ha estudiado en este aspecto el
Lazarillo, se ha estudiado el Buscón. Se
ha hecho, incluso, un útil glosario del
«librazo» de la Pícara Justina. Pero
del Guzmán, del que dice Américo Castro que
posee «un arte y un estilo
prodigiosos»
37,
cuyo lenguaje tilda Gili y Gaya de «abundante y aun excesivamente
difuso»
38,
cuyo estilo califica Ángel Valbuena de «sobrio, conciso, de períodos
cortos»
39,
ningún análisis serio se ha acometido hasta hoy.
¿No son contradictorios estos pocos juicios que, como
muestra, acabamos de mencionar? Abundante y difuso. Sobrio y
conciso. ¡Prodigioso! Prodigioso sí. Justamente porque
el lenguaje de Alemán es abundante y sobrio, largo y
conciso, culto y natural. De ahí que el mismo Gracián
llame a su estilo «sazonado»
(163 b), «agradable»
, «terso, claro, corriente, puro, igual»
(172 a), «gustoso»
(261 a),
«natural»
(283 b) y hable de
sus «palabras castas y
propias»
(ibid.), notando que
Alemán «a gusto de muchos y
entendidos es el mejor y más clásico
español»
(ibid.)40.
4.º) La agudeza. No es fácil llegar a dar una definición unívoca de lo que en Gracián es la agudeza, pero su esencia reside en lo sutil, fino, tajante y penetrativo del pensar y el decir. Es una demostración de ingenio. Sería prolijo destacar aquí, con pretensiones de ser relativamente completos, cuanto en Mateo Alemán cae de esta parte de la agudeza española. Baste señalar cómo en su pensamiento y expresión hay un fondo senequista patente y recordar que, en su equilibrada epopeya, por entre la narración de los avatares del pícaro y a través del discurso satírico y moralizante se filtran las sentencias lacónicas, los refranes, los dichos ingeniosos, los apólogos y alegorías ricos en intención y significado. Para ejemplificar la agudeza de Alemán en una sola modalidad aducimos abajo algunos casos de paronomasia41. Que a la agudeza le conviene ese determinativo de «española» es indiscutible. Séneca, los cancioneros del siglo XV, el Arcipreste de Talavera, Fray Antonio de Guevara, Mateo Alemán, Quevedo, Gracián, son nombres que hablan por sí solos.
En suma, el estilo de Mateo Alemán abarca cuatro virtudes armónicamente conjugadas: inventiva, saber, elocuencia, agudeza. En inventiva y elocuencia no aventaja a Cervantes, el máximo novelador y el más vital prosista de su siglo; en saber y agudeza, sí. Alemán es, en el umbral del siglo XVII, el escritor en quien mejor conjuntadas se dan las varias posibilidades literarias de la prosa de ese siglo: hay páginas suyas fraternas de las cervantinas42; en otras está prefigurado el Quevedo asceta43; otras preludian a Gracián44. Y si todas las materias y las formas se dan en Mateo Alemán con tal integridad y en tanto equilibrio, si el prodigio de su estilo, cuyo análisis es urgente hacer, tiene la capacidad de subyugar al lector independientemente de lo que narre o amoneste, ¿seguiremos dejándonos influir de la pereza y la antipatía que dictó el juicio de Unamuno? Y ¿nos impulsará a la lectura de su obra la reconquista del punto de mira teológico o docente desde el cual la aplaudieron en su tiempo graves varones? ¿No será más justo, y más eficaz para la actualización del Guzmán de Alfarache, leerlo y estudiarlo con amor, como un caso milagrosamente perfecto de elegancia y de ingenio, de inteligencia y de imaginación, como un portento siempre vivo de nuestro idioma?