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De la vida y del folclore de la frontera


Miguel Méndez M.




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Prólogo

Bien cabe afirmar que «La vida y el folclore de la frontera» constituyen un precioso material para forjar libros.

El propósito de los relatos que integran esta colección es el de divertir al lector con narraciones en que lo ficticio sirva de trasluz para dar relieve a una realidad que se quiebra en múltiples y complejos significados. El intento en este caso consiste en dejar de lado lo obvio, lo expuesto, y por demás conocido a través de la labor de pacientes investigadores cuya erudición se ha manifestado en bibliografías y recuentos de relatos e historias, recreados desde una documentación de sumo valor que da razón de una trayectoria histórico-literaria de vital importancia, y que, no obstante, de alguna manera, soslaya lo estrictamente contemporáneo, y aún más, lo que va siendo y se sucede con marcada proyección hacia el futuro.

Todavía en los treinta o cuarenta años pasados, estaban los pueblos fronterizos prácticamente deshabitados en relación al crecimiento actual que los ha convertido en densas aglomeraciones.

Agréguese a esto el que los medios de comunicación por esas calendas eran rudimentarios, en relación al increíble avance y auge que han cobrado hoy por hoy, pues ponen al alcance informativo en cosa de minutos, todo acontecimiento importante que se dé en cualquier parte del mundo. Sucede entonces que los cambios y acontecimientos que se daban en ciclos de 50 años o más, se manifiestan hoy en día en un solo lustro. Así que muchas consideraciones y estudios de todo carácter que tuvieron como fondo la humanidad fronteriza en el pasado inmediato, resultan ahora en gran medida obsoletos. Claro que tales apreciaciones dan luz sobre el carácter de los pueblos en un momento determinado y son clave para descifrar sus pasos.

Por demás está decir que no sólo el rostro de estos pueblos ha cambiado con nuevas y múltiples estructuras erigidas donde antes tenían asiento las antiguas y que el paso relativamente libre de las calles es ahora potestad única y arbitraria de las máquinas que transitan agresivas y ruidosas sin mesura ni descanso. También el espíritu de estas ciudades, antaño poblaciones mínimas, mero tránsito internacional, se ha metamorfoseado en otro nervioso agresivo, mecanizado, como condición ineludible de sobrevivencia. Es pues, el latir de un organismo social que se transforma determinado por una circunstancia que se diluye y escapa de toda consideración precisa.

Como cosa corriente se da en el ámbito de las ciudades fronterizas una efervescencia coloreada de motivos dramáticos, cuando no picarescos, pero que reflejan de continuo la intensidad de un ambiente cargado de emociones que explotan en tantos y variados acontecimientos de índole extraordinaria. Allí en las calles y recintos confluyen el espalda mojada, los polleros, el chicano, el educador, el cholo, madrotas y lenones, el humanista, los narcotraficantes, el turista, la opulencia y la miseria, los empresarios, los políticos, la policía, el filósofo, el ciudadano común, el feligrés, el obrero... Todo mundo en un trabajo de ritmo acelerado. Cada quien en su circunstancia, ya feliz, ya dolorosa, pero siempre tensa. De allí brota la chispa, de allí el fuego. Toca entonces al forjador accionar el yunque y el marro para dar forma y consistencia a la narración y brindarle al lector, ya sonriente o con lágrimas, de los relatos o sucesos que suelen ocurrirle a la humanidad que pulula por esas calles de Dios, arterias y trazos citadinos, proscenios y teatros del vivir.

La frontera es un torbellino humano. Véase como frontera, genéricamente a Ciudad Juárez, Nogales, Mexicali, Tijuana y demás, con sus correspondientes contrapartes en el lado estadounidense. Tanto la población fija como la efímera que llega de paso, es compleja en grado sumo y manera inusitada. Sin embargo, el concepto frontera se extiende hasta más allá de la mera línea internacional. Tanto de este lado estadounidense como de aquel mexicano, se aprecian características comunes en muy diversos órdenes, a través de los estados aledaños que bordean los límites estrictos de cada país. Así pues, por razones de carácter geográfico, socio-histórico, étnico, antropológico, y lingüístico, bien puede decirse con la libertad que concede el sentido de observación, que existe una cultura fronteriza con asiento en una vasta región en que la cerca divisoria no mengua ni entorpece la espontaneidad con que se manifiestan de continuo los fenómenos idóneos a la naturaleza del área, y que son consecuencia también de las condiciones vigentes y del devenir histórico.

En lo que fue, en lo que ha sido y lo que está siendo, hay convergencias con respecto al concepto frontera. No obstante, son también notorias las divergencias que se han suscitado con el transcurso del tiempo y por efecto de la serie de fenómenos que se van dando como resultado de una dinámica socio-histórica espontánea y sucesiva.

En contraste con los profundos problemas económicos del pueblo mexicano, se da en los estados fronterizos una agricultura pujante, y asoma ya el advenimiento de una industria que absorbe a la población rural. Las comentadas fábricas maquiladoras van monopolizando a los antiguos peones y criadas mal remunerados de los pueblos antaño incomunicados, en otra forma de dependencia, no precisamente reivindicadora: salario escaso y control absoluto de sus vidas. La mentalidad del fronterizo cambia radicalmente en forma vertiginosa de un estadio del tiempo en que perduró en un feudalismo a medias, a otro mecanizado y ultramoderno, en que pudiera caer en otra alienación, o bien constituirse en factor predominante para bien de un verdadero progreso y bienestar social.

El que la frontera carece de cultura viene a ser un estereotipo ya acuñado. Según un clásico criterio, «fuera de la ciudad de México todo es Cautitlán». El norteño es bronco y el méxico-americano es pocho sin entendederas. Ambas ideas dan por anulada toda posible manifestación elevada, cultural, intelectual y artística, dable en estos lares.

Sin embargo, las cosas no permanecen estáticas. Son dinámicas ciertamente, y cambian de constante para sorpresa de propios y extraños.

Viene a cuento esto, porque lo mismo que se fundaron pueblos en estas regiones y han convivido sus fundadores en ellos, tanto criollos audaces o trabajadores, como indígenas bravos y fieros, amén del mestizaje mayoritario, que conjunta las dos razas y caracteres; igualmente empiezan a surgir las artes porque el momento y la circunstancia así lo predisponen. Puesto que el don artístico e intelectual no es privilegio exclusivo de ningún grupo en particular, cómo pudiera dudarse de la capacidad de un pueblo que se ha impuesto a una naturaleza durísima como la que más, y la ha convertido, doblegándola, en fuente de riqueza y patrimonio vital.

Sumamos varios los que nos hemos improvisado en escritores, tanto del lado mexicano, como de estos rumbos estadounidenses, con ánimo de dar curso a una continuidad que lleve a estadios elevados a las generaciones futuras. En esta labor de establecer una tradición sólida de literatos y demás artistas e intelectuales, tienen un papel de suma importancia los maestros que dentro de las aulas van predisponiendo a estos jóvenes a la búsqueda y experimentación en todos los órdenes del saber.

Me atrevo a decir que el mundo de la frontera asoma ya al campo de las letras. Ya no se conocerá la frontera tan sólo por el testimonio de estudiosos que la han contemplado desde fuera. Nos toca a nosotros dar razón de su interioridad y de exponer más cabalmente su esencia.

La tradición literaria chicana que nació al abrigo de periódicos en carácter localista, se incorpora hoy en día al conocimiento general, gracias al empeño y a la erudición de aquellos académicos que han sumado valiosísimas contribuciones a la pasión de situar la literatura fronteriza en el lugar preponderante que le corresponde.

Tal investigación provee estructuras que dan una visión uniforme y amplia del fenómeno literario fronterizo.

No es fortuita de ninguna manera la aparición de novelas de autores excepcionalmente dotados de talento creativo: los chihuahuenses Jesús Gardea y Carlos Montemayor; de Sonora, doña Enriqueta Parodi, Horacio Sobarzo, Juan Antonio Rubial Corella, Alfonso Iberri, los «Cuervos», el papá don Agustín, que heredó su gran talento a su hijo «El cuervito», que por cierto nos debe un libro más sobre la tradición oral y la lingüística sonorense, independiente de su excelente labor periodística, Gilberto Escobar, el poeta Alonso Vidal, el joven José Terán, Marco Antonio Jerez, Óscar Monroy Rivera, y entre otros, Gerardo Cornejo, autor de la novela La sierra y el viento. ¡Qué novela! De mucha calidad. ¡Válgame Dios!, Son tantos; perdón por las omisiones, me las impone el afán de ser breve, ¿Quién no recuerda a Rafael Muñoz y a Nelly Campobello? De los Estados Unidos, dentro del contexto de la literatura chicana, se van conociendo más y más y más a cada día, las obras de Rolando Hinojosa, Sergio Elizondo, Tomás Rivera, Rudy Anaya, Lucha Corpi, Margarita Cota Cárdenas, etc.

Para terminar estas breves notas que tocan temas que pudieran extenderse en gran amplitud, señalaré el factor por demás discutido que reside en el fenómeno demográfico, como condición determinante para dar impulso a un movimiento literario aparentemente fortuito. La población chicana, sumada a la fronteriza de México, llega o sobrepasa los 20 millones de individuos. Es lógico suponer entonces, el que un número tan crecido de habitantes requiera interpretaciones distintas de la complejidad de una gran variedad de fenómenos idóneos a su crecimiento y naturaleza específica. La novela, el cuento, el poema, se convierten así, además de obra de ficción artística, en documento original que da el instrumento y la clave a los profesionistas que dilucidan e incorporan al saber la evolución de fenómenos tales como el sociológico, sicológico, etc.

Si los fenómenos susodichos son evolutivos, no carece de lógica el pensar que también los juicios que pretenden definir el concepto literario son susceptibles de variar y de mirarse desde múltiples perspectivas. Así que la obra cristalizada en letras, bien puede ser además de arte, un documento que suma a su condición literaria la visión humanísima de las muchas vicisitudes que va afrontando el hombre en cualquier lugar y tiempo.

Esta obra modesta surgida de un esfuerzo enorme, nace bajo el apoyo del Centro de Estudios e Investigaciones México-Americanos dependiente de la Universidad de Arizona.

Es la pretensión de este autor la de ofrecer por medio de estos cuentos una visión aunque mínima de lo que es el acontecer y la tradición oral en estos contornos.

El tema da para muchos libros. Que sea éste, pues, una contribución modesta a la literatura chicana y al acervo literario fronterizo, y un documento más que diga del amor a nuestro origen ancestral y a la tierra en que vivimos; testimonio también del orgullo que profesamos de ser estadounidenses de raíces profundamente mexicanas.






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Mister Laly

Lalo, el de doña Cuca Martínez, volvió a su pueblo, Las Coyoteras, un sábado por la tarde, al inicio de la primavera. Al verlo, de pronto no lo reconocieron ni amigos, ni familiares. Volvía después de una ausencia de cinco años en los Estados Unidos. Precisamente de un lugar llamado Peoria, en los aledaños de Phoenix, del estado de Arizona.

Lalo calzaba unos zapatos enormes, su camisa parecía bandera y los pantalones rojos, de tan ajustados, se le ceñían en las posaderas. Cruzó a través del pequeño pueblo balanceando una cámara fotográfica que pendía de unas cuerdas sujetas a la diestra. En la mano izquierda llevaba una maleta. A cada vez que topaba a alguna persona le decía «Hi», «Hello» o «How are you?» a la par que enseñaba la dentadura, más blanca de lo que de lo que era, en contraste con el tono subido de su cara prieta. Lalo contaba veintidós años. Los últimos años se había desarrollado por todos lados: alto de estatura y de complexión fornida. Llegó derecho a su casa, humildísima casa, como la de todo el vecindario de labriegos. Hecha con paredes de adobe y techo de ocotillo. Los asientos eran rústicos, improvisados de troncos de árboles y cajas de madera, jaboneras. Llegó Lalo Martínez, a la hora en que doña Cuca y la Trini hacían tortillas en un fogón que estaba en el patio.

-Ay, mijita, quién será ese gringo gordo que viene llegando.

-Qué gringo va a ser, 'amá, 'tá más negro que mis pecados.

-Oye, tú, se me hace cara conocida. ¡Mijita, es tu hermano!

-¡Ouh!, mamy, ¡ouh! ¡Dear Mamy! ¡How much I love You!

-¡Dios mío, es Lalo! ¡Mijito del alma! Han pasado tantos años sin verte. No sabes cuánto he llorado, esperándote.

Al ruido salieron los hermanos menores de Lalo: cuatro chamatos y dos chiquillas. A lo último salió don Eduardo, flaco, de ojos tristes y aspecto cansado. Todos esperaban impacientes a que doña Cuca se desprendiera del recién llegado, para abrazarlo, jubilosos. Sin embargo, Lalo no hizo lo mismo. Se paró frente a ellos con los brazos en jarras, viéndolos detenidamente, preguntó:

-Modher ¿ser éstos tus sonys? ¿Este cabalero ser mi papy? ¡Ouh, ouh, qué grouandes. ¡Hello guys! ¡Hi, papy!

Todos miraban a Lalo, consternados. Don Eduardo, un tanto resentido, dijo entre dientes: «A poco en cinco años se le iba a olvidar el español a este desvergonzado».

-¡Ouh! dear family, mi tener hambrui, moucha hambrui.

Doña Cuca fue volando a la cocina, partió un gran trozo de queso blanco recién hecho y se lo dio a Lalo enrollado en una tortilla de harina.

-Ten, mijito querido, para que te acuerdes de tu Sonora.

Lalo pulsó la tortilla tibia y seguido observó con suma curiosidad el queso que envolvía.

-¡Modher!, tú decirme, pleass, ¿qué ser estas round things con este white stuff en medio?

-No te entiendo, mijito, si nosotros no sabemos inglés, como tú.

-Ouh, ouh, ouh, moucho sabrouso, no importar qué ser, umm tortilla, queuso, umm.

Don Eduardo, peleando las lágrimas, murmuraba: payaso bribón quiere saber quién es, ya no se acuerda de su querencia. Doña Cuca, con tierna sensibilidad, luchaba por intuir la extraña situación en que había caído su hijo mayor.

Los viejos no durmieron aquella noche, atribulados y llorosos. En cambio, los muchachos cuchicheaban sus comentarios, remedaban a su vez a Lalo y reventaban en risas escandalosas.

Sucedió lo inevitable. Otro día domingo, salió Lalo a la calle, rumbo a la plazuela. Había expectación por verlo, pues ya se tenían sospechas de lo que pasaba. Esta vez vestía calzón corto y calcetines a las rodillas. Doña Cuca le había dicho: «No salgas a la calle en calzoncillos, mijo», pero Lalo le explicó en su media lengua que eran shorts y que el estilo de su traje se llamaba «Bermuda».

A media plaza fue la delicia de la concurrencia. Muchachos y viejos gozaban las extravagancias de Lalo. No se supo ni quién fue el primero que dijo Míster Laly. El caso es que cundió su nuevo nombre y por todos lados oía que le llamaban Míster Laly. Claro que esto agradó visiblemente a Míster Laly. Se le hacía más ancha la cara y le brillaban los ojos de contento. Cuando lo inquirían de Míster Laly, él contestaba: «Yes», «No sabi», «What» o «What did you say

-¡Que nos cante en inglés Míster Laly! ¡Que nos cante en inglés!

La Chepina de don Teófilo, pizpireta y traviesa, cercaba a Míster Laly con su demanda. Cuando Míster Laly cantó «Te quierou siuñoruita, oh, la la», la concurrencia se meó de la risa.

Curiosamente los hermanos del Míster, los que un día antes se habían carcajeado de él, ahora contemplaban serios, sin una sonrisa.

-¡Que baile Míster Laly, que baile!

-Okey, mi bailar amigous, si querer Chipina baila conmigo.

Aquello fue el acabose. Míster Laly se contorsionaba como demonio en llamas. La Chepina le seguía el juego y bailaba también como loca. Míster Laly se desgañitaba cantando «Don't be cruel, don't be cruel...»

Algunos jóvenes guasones llevaron a Míster Laly a la cantina. El Míster portaba unos cuantos dólares que cambió por licor para brindar a sus amigos. Éstos le aseguraban que Chepina se había prendado de él. Entre copa y copa, recordó Míster Laly que la Chepina le había dicho: «Qué chulo estás, muñecón».

La Chepina era bonita y graciosa además. Con el efecto del tequila, Míster Laly reconstruía su cara, sus gestos, su voz. Era linda, sin duda. Su piel era morena, casi blanca. Se notaba a leguas que se había enamorado de él. No era demasiado alta, tenía cintura breve y las piernas bien torneadas. Aquella risa que lo embargaba con su gracia. Sus manos tibias, su mirada...

Míster Laly se sintió enamorado. Pidió silencio para anunciar algo importante.

-Ladies and gentlemans, moucho soon mi se casa Chipina.

Para celebrar el compromiso rompieron a cantar en coro «Allá en el rancho grande». El Chito López recitó a grito pelado:

-¡Un chivo tiró un reparo y en el viento se detuvo! Hay chivos que tienen madre ¡pero éste, ni madre tuvo!

-Grítelo usted en inglés, Míster Laly.

-Un chivito, tirar un brinco, en el viento stop. Mi piensa este chivo no tener mamá.

El pueblo, Las Coyoteras, constaba de dos callecillas paralelas. De día aparecía solitario, con la muchachada en la escuela, los labriegos en el campo y las señoras en el hogar con sus quehaceres. Pero se animaba por las tardes. Los niños jugaban a La Roña y a Los Encantados, envueltos en una gritería feroz. Los viejos platicaban en rueda, y los jóvenes daban vueltas en torno a la placita, en plan de concertarse noviazgos. En Las Coyoteras no había cine, ni circo, ni teatro con que resquebrajar la rutina a diario. Por eso cualquier hecho insólito, ya gracioso o dramático, se convertía en obsesión general. Ahora los vecinos de Las Coyoteras devoraban a Míster Laly cuando se cruzaban en las calles polvorientas o se terciaban en las esquinas. Hasta las ancianas rezanderas que hacían hilo para confesarse por la tarde se festejaron de Míster Laly, frente a la capilla del Carmen.

-Ya supieron, comadritas, pero miren al muchacho de los Martínez, cómo volvió de atontado.

-Válgame el cielo, dicen que en la fonda de doña Pelancha pidió tacos con frifoles. Habrase visto el muchacho comiendo tacos con cuchillo y tenedor.

-Fíjese, a todo trance pidió servilleta para ponerse en el pescuezo. ¿Qué servilletas tiene doña Pelancha?, dígame nomás. No pos le llevó un pañal de su niñito cagón y ahí está el señor americano, muy tieso con su babero puesto.

-Dicen que llora por comer hot cakes.

-¿Pos qué le habrán hecho los americanos, tú?

-Cállese, comadre, los vuelven locos en la guerra, con seguridad lo traían en el Vienam, diga usted.

Sólo don Eduardo y doña Cuca se sentían agobiados. El viejo se había encerrado por no dar la cara, a los jovencitos los asediaban en la escuela con burletas y los más grandes sufrían, sintiéndose deshonrados.

A escasos días de su llegada, se llegó Míster Laly hasta la casa don Teófilo, y a boca de jarro le pidió la mano de la Chepina. Éste y su mujer, la Petra, se miraron extrañados. Seguido hicieron aparecer a la supuesta novia. Frente al galán le preguntaron:

-¿Es cierto que eres novia de este muchacho?

La Chepina se puso ambas manos en la boca, se infló hasta saltar los ojos y soltó a reír, ruidosamente.

-No es cierto, son tonteras de este destrampado que se cree americano. ¡Ah, sí, ya me viera casándome con un loco agringado!

-Mira Lalo- dijo don Teófilo, tu familia es pobre pero honesta como la mía. Nada tengo contra los tuyos, lo que es más aprecio mucho a don Eduardo, tu padre, pero para serte franco tampoco a mí me gustaría que mi hija se casara con un simplón como tú, que anda haciéndose el tonto, con querer imitar a los americanos. De modo que recapacita, muchacho, y déjate de tonterías. No faltará quién te quiera, si eres hombre cabal, pero de farsante nadie te va a prestar oídos, ni lo creas.

-Soy buen muchacho- dijo Míster Laly humillado, y quiero mucho a Chepina.

-Ni modo, pero con mucha pena te voy a suplicar, Lalo, que mientras la andes haciendo de gringo postizo, no te acerques a mi hija más. Nosotros queremos para ella un hombre formal.

Míster Laly salió lastimado de la casa de don Teófilo. Le calaba la burla de la Chepina. Algo se le había roto dentro y le dolía. Al pasar por la plazuela lo envolvieron las risotadas de la palomilla.

-Cántanos en inglés, Míster Laly.

-Que les cante su madre, desgraciados.

Se les enfrentó el mocetón con la mirada dura y los puños cerrados. Nadie le quiso entrar a aquel ropero, robustecido con «hot dogs» y «hamburgers» de los Estados Unidos.

-De aquí en adelante, al que me diga Míster Laly, le voy a dar en toda la madre. Me llamo Eduardo Martínez y ya lo saben.

Esto lo presenció el Toto, hermano de Míster Laly. De modo que para cuando el Míster llegó a su casa, ya todos sabían que había vuelto en razón. Don Eduardo le puso una mano en el hombro y doña Cuca lo acercó a su regazo, como cuando era niño.

-¿Qué te ha pasado, mijito? ¿Por qué vienes tan decaído?

-No sé, mamá, no sé. Creo que me deslumbraron los Estados Unidos, con tantas cosas bonitas, tantas máquinas y comida abundante. Pensé en quedarme allá para siempre, pero me acordaba de ustedes y me moría por verlos. Nunca me sentí completo en ese mundo extraño. Trabajaba y ganaba dinero, pero algo, algo me faltaba. Luego, cuando llegué aquí y vi los campos resecos, me acordé de la pobreza de estos pueblos, de cómo nos explotan y desprecian. Quise en ese momento ser alguien importante, muy importante, para que ustedes sintieran orgullo mí y otros me admiraran y quisieran. Tú tenías razón, papá, no quería saber quién era, o no podía quizá. Yo creo que anhelé ser extranjero, porque al fin ellos merecen más que nosotros, que somos indios de estos pueblos. En mi maleta traigo algún dinero. Equiparemos un pozo para regar la tierra, compraremos semilla y sembraremos. No volveré a hacer el ridículo jamás.

Todo era alegría en aquel hogar. Don Eduardo les pidió a sus hijos que no volvieran a reírse de Lalo, menos a llamarle Míster Laly, nunca más. Doña Cuca, a su vez, rezaba agradeciéndole a Dios su infinita bondad.

La conversación de Lalo se tornó interesante, contaba de las maravillas del gran país del norte. Hasta aprovechó experiencias que había adquirido allá, para mejor cultivar la tierra. Se ganó peto de los vecinos de Las Coyoteras. Además, en poco tiempo se olvidó de su mote de Míster Laly y fue en lo sucesivo Eduardo Martínez. Con los días contrajo matrimonio, ¡quién lo iba decir! Eterno enigma femenino: Chepina fue su amante, esposa y madre de sus cinco hermosos hijos. Fue ella, también, la única que se daba el lujo de decirle Míster Laly, alguna vez, aunque sólo en estricta intimidad.




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De cuando Pedro Maulas ayudó a Dios a rejuvenecer viejos

Pedro Maulas era un andariego incansable. Aparte de la vagancia no había cosa que más le contentara. Principalmente por dos razones era un vago de cuerpo entero el Pedro Maulas. Una porque era curioso y mitotero, y la otra porque abominaba de toda faena a cambio de la tortilla cotidiana. Que trabajen los burros, las mulas y los tontos. Yo criaré mejor sangre que ellos. Sin embargo, sí tenía un quehacer preferido: hacer travesuras y burlarse de sus congéneres le provocaba un gozo infinito.

Sólo Dios conoce sus designios. Por eso y no por otra cosa escogió a Pedro Maulas para que fuera su asistente. Sucedió esto en aquellos días en que Nuestro Señor bajó a la tierra a rejuvenecer ancianos.

Pedro nació y murió en uno de tantos pueblos de Sonora o Arizona. Hay quienes juran que era descendiente de un tal Pedro de Urdimalas de por ahí de contra las Españas. Si esa aseveración es real o imaginada, allá los tales con sus infundios. Tampoco falta ocioso que asegure que el Maulas era un gaucho maloso de la Argentina, y que huyó de las pampas porque sus enemigos lo querían convertir en piñata. Así que en andar y andar a golpe de calcetín, ayudado por el pavor llegó a Sonora. Esto también pudiera ser cierto, aunque más bien suena a fantasía. Lo único indiscutible es que vivió recorriendo estos pueblos. Oyes, pues, a lo mejor es tu antepasado, y no te quepa la menor duda que fue mi tatarabuelo.

Un día llegó Pedro Maulas al Sásabe, garriento, calzaba unos zapatos que se esforzaban al máximo por hablar. De lejos se conocía que era aliado del polvo y de la mugre, y acérrimo enemigo del agua. Como siempre, lo acompañaba el hambre, su inseparable y fiel compañera.

Entró a una panadería, y vio panes tan deliciosos que enmudeció de melancolía, pero sus tripas gritaron excitadas con vocecitas agudas, «¡paaapa... papiiita paaapa paaapaaa!» Se topó con los ojos rabiosos del dueño que le ordenaban, «¡Lárgate!» Señor, yo he recorrido todo el mundo y no he visto panadería más hermosa. Se ve que eres hombre de bien y, además, talentoso. Dios Nuestro Señor te ha de dar mucho, porque lo mereces; eres un gran artista del pan. Gracias por dejarme mirar tu panadería; es tan preciosa. El panadero sonrió y le dio a Pedro Maulas una bolsa con seis panes birotes.

Siguió su camino Pedro Maulas sorteando palofierros, esos árboles durísimos que revientan estufas de leña si se atiza con ellos. Aromáticas vinoramas tupidas de minúsculas flores amarillas le sonreían. Cruzó por amplios espacios alfombrados por hediondías, esa mata también llamada gobernadora porque se impone a otras plantas y no hay animal que se la coma. Contempló a su paso enormes sahuaros, cuyos brazos expresan múltiples imágenes, sin parar en lo obsceno. Evadía nopaleras sospechosas de dar asilo a víboras gangreneras, monstruos del gila y otras alimañas que en acción defensiva suelen ser perversas. Allá iba salvando prominencias de piedras, sambreando debajo de paloverdes entre voces de tecolotes, coyotes, y del viento que torna parloteros a los ramajes, cañadas, arroyos y las mismas arenas muertas. De pronto se encontró con un viejo raro al que le brillaba el alma en la cara y la alegría en los dientes. Tengo hambre, hijo, dame de tu pan. «¿Quién me puso enfrente a este viejo hambriento?» Pedro le dio un trozo de pan al viejo. Trascendía algo hermoso de la mirada del venerable. Pese a su egoísmo, Pedro Maulas se sentía dominado por impulsos de generosidad. Dame más, hijo, qué bueno está. «Viejo tragarreses, se va a comer hasta la bolsa». Dame más, hijo, más, más. Pedro Maulas se quedó con las manos vacías y un sentimiento de mucho desconsuelo. «Este viejo mañoso se tragó mi comida de dos semanas». De pronto, Pedro se fijó en la bolsa. ¡Rebosaba de pan! Pedro Maulas lo comprendió todo y se hincó delante de Dios. Pero si eres tú, Señor, bendito seas. ¿Por qué has sido bueno conmigo? Hijo, serás mi ayudante mientras ande en este planeta. ¿Qué haré yo, Señor? Cuando lleguemos a un pueblo, tú me anunciarás; gritarás por las calles con toda tu alma para que se junten todos los viejecitos. ¿Los viejecitos, Señor? Sí, vengo a rejuvenecerlos. Me han conmovido los ancianos. Son ellos los únicos que me rezan. Los demás no quieren acordarase de Mí. Vengo, pues, a premiarlos.

Dios y Pedro Maulas llegaron a Magdalena. Más pronto que inmediatamente se pusieron a construir un horno muy grande. Por cada piedra que acarreaba El Maulas, se sumaban cien en las paredes. Como combustible entreveraron leña y boñiga seca entre piedras redondas del río. Ya, ya está listo, anda, ve, hijo. Salió Pedro Maulas gritando a todo pulmón. ¡Vengan! ¡Vengan todos los viejecitos! Aquí está el Rejuvenecedor! ¡Que no quede chicharra encerrada! ¡Vengan, ora es cuando!

Para qué decir que de dondequiera llegaban docenas de rucos, quienes de 90 años, quienes de más de cien. Unos llegaban en brazos de familiares: un puño de huesos huecos y un chiflido de resuello, otros traqueteando los bastones entre las piernas zambas. Ya las piedras del horno estaban bien rojas y destellaban llamaradas blanquizcas. Ante la bocaza del horno estaban los 72 viejos. Se oían los llantos atoleros de los viejos aterrorizados. Los familiares se arrancaban las uñas a fuerza de mordiscones. Se desmayaban, se untaban alcohol, gritaban histéricos. El mero instinto de conservación les impedía a los añosos echarse a las brasas. Para esto Pedro Maulas tenía aparte un horno muy pequeño y en sus brazos un gato cegatón y tullido, lleno de sarna y boludo de tan viejo que estaba. Lo echó al pequeño horno Pedro Maulas. Al gato no le valieron brincos ni maullidos. Su carne se hacía bolas, luego se estiraba, un ligero crispar de llamas y por último el polvo de las cenizas. Se acercó Nuestro Señor, sopló suavemente las cenizas, y de entre el cenicero salió un gatito, lo más hermoso y gracioso. Entonces se echaron al horno los veteranos, en oleadas. Pasada la chamusquina y la danza de los esqueletos, apagado el fuego, sopló diligente Dios sobre el resto de polvos, y al instante se convirtió el cenicero en un grupo animadísimo de muchachos y muchachas y más de un escuincle saltarín. De viejas que pasaban del siglo, que una hora antes eran un solo cuero lleno de arrugas, legañosas y enclenques, salían quinceañeras, al caminar quebraban las caderas, resplandecían de belleza y sensualidad, le coqueteaban a los recién rejuvenecidos. Don Chon Pérez Salcido, que había entrado en los 90 años, apareció como un mocetón de 13, con la voz aflautada y ronca, llena la cara de granos amoratados y rojizos. Doña Pepi Fuentes François había rejuvenecido a tal grado que chillaba pidiendo a gritos un cono de nieve. Don Honorato de la Garza, un anciano chicharrita de 98 años, al que le daban de comer en la boca y se hacía pipi en la cama, se tornó en un joven fuerte y belicoso, que ahora mismo se daba de trompadas con otro chamacón no menos garrudo: Jilemón del Cid, el mismo que antes de lanzarse a la hoguera era un vejete cascarrabias, cegatón y tartamudo, pasado ya de los 100 años. Peleaban por una quinceañera, coqueta, salerosa y guapa como para quitarle el hipo a cualquiera. Nadie hubiera reconocido en ella a doña Ruperta Pillín, la viejecita que poco antes era poseedora de la más amplia colección de arrugas, y que chillaba por beber leche en mamadera y jugaba con muñecas.

A cada población que llegaban Dios y Pedro Maulas, se hacían procesiones larguísimas de viejecitos. Algunos morían en el camino, otros llegaban en sus postreros alientos entre silbidos y estertores. Pero luego que Pedro Maulas los quemaba en los enormes braceros y Dios los rejuvenecía al soplar sus cenizas, se hacían fiestas de lo más alegre. Ahora que también pasiones y rivalidades revivían con las células revitalizadas. Hubo pueblos en que los ancianos se persignaban y rezaban contritos antes de caer en el fuego, pero cuando surgían rejuvenecidos de sus propias cenizas, no tardaban en trabarse en orgías, ávidos del vino y de los placeres del sexo. Una vez dueños de su juventud, muchos ex ancianos vieron el milagro con indiferencia y ni siquiera lo agradecieron. Esto preocupó a Dios y le dio tristeza.

En estos rejuvenecimientos, no obstante, se apreciaron varias imperfecciones, no tanto por fallas del Rejuvenecedor, no, claro que no, puesto que Él es perfecto, sino que más bien fueron motivados por la vida pecaminosa de algunos rejuvenecidos, o quizás por las actitudes soberbias y vanas con que se habían comportado ante sus congéneres. Para citar, tenemos el caso de doña Chonis Chupamirtos, una vieja que le peinaba a los 95 y que aun persistía en su tesón de siempre: embadurnarse de polvos y ungüentos y todo tipo de emplastos para evitar o para ocultar tantísima arruga. Se envainaba las encías en una dentadura que le había confeccionado un dentista más bruto que Pinochet, con dientes de perros muertos. Pues bien, en una de tantas tatemas, al soplar el Rejuvenecedor las cenizas del viejerío, salió entre la chamusquina una mozuela de rostro muy bello y radiante. Claro que era la bella Chonis. Ésta se pasó varios días haciendo caritas en un espejo. Luego notó, para su consternación y pena, que las manos le habían quedado como escofinas de tan arrugadas. También el cuello a grado de que su pescuezo parecía acordeón de ciego. De allí, como suele suceder, usaba guantes y cuello largo. Y qué decir de don Espiridión Becerra, enfermo y con un siglo a cuestas, ya para quedar como semilla bajo tierra, se convirtió en El Piri, un muchachito de 12 años, risueño y vivaracho. Resulta que el deporte favorito de don Espiridión había sido el de las patadas, y no precisamente a la pelota, sino a su pobre mujer, que en vida no supo jamás lo que significaba caminar derecho y sentarse sin decir, ¡ay! Don Espiridión surgió de sus cenizas como un chamaco, ciertamente, pero le quedó la voz aguardentosa de la vejez. Cuando tosía le sonaba el interior como un órgano descompuesto, y no paraba ahí la cosa, sino que también escupía grueso y tricolor como los ancianos. También fueron legión los ex viejecillos que se convirtieron en problema para sus descendientes y las comunidades en que vivían, pues, con la juventud explosiva que les volvía y la gran experiencia de los años, no quedaban seguras ni sus mismas nietas, mucho menos otras muchachitas que no eran sus consanguíneas. Aquí cobraba verdad aquel proverbio que dice: «Más sabe el diablo por viejo que por diablo». Naturalmente que se dio el caso de dignísimas viejecitas que, habiendo sido modelos de virtud, ya vueltas a la juventud se volvieron más promiscuas que las liebres.

Las cosas se complicaron con tanto viejo rescatado de la polilla. A sus cuerpos de plomo y órganos exhaustos los suplieron armazones ágiles y vigorosas. Sus corazones trabajaban como relojes de mucha calidad recién salidos de la fábrica.

Después del regocijo de los primeros días: fiestas alternadas con misas y rosarios, volvió todo al cauce natural que es corriente en las relaciones humanas. Claro que la situación inusitada produjo ciertas alteraciones que al cabo se tornaron un tanto dramáticas.

En las faenas del campo y en jaripeos se improvisaban certámenes con aires de justas a lo medieval. El que los viejecillos rejuvenecidos triunfaran en aquellas reñidas y riesgosas competencias era una fiesta que todo mundo aplaudía. No obstante, con los días la superioridad manifiesta de los de antaño carcamanes empezó a despertar recelos. Tenían la agilidad del gato, un ansia desbocada de gustar la vida y unos colmillos nuevos que daban cuenta de muchas mañas. La experiencia matusalénica les había quedado intacta y ahora contaban además con la sangre nueva.

No tardaron en surgir pasiones. En bailes y saraos se declaró abierta la lucha. Ya para entonces andaban en enredos por cuestiones de dinero. Unos y otros se disputaban la autoridad sobre propiedades y toda clase de chácharas y pertenencias. Lo que vino a colmar la situación ya de por sí complicada, fue la disputa por la hembra entre jóvenes tímidos e inexpertos y resucitados audaces y vivos como coyotes hambreados.

Por el lado femenino se dio curso libre a las hostilidades entre flores recién nacidas a la primavera de la vida y las marchitas vueltas al esplendor de la gracia y la hermosura.

Ya para la fiesta del 5 de mayo había un pique no declarado entre ambos bandos. La atmósfera estaba cargada de un combustible tan incendiable que la sola palabra «chispa» lo haría explotar en mentadas de madres, pedradas, cuchillazos, mordidas y quién sabe cuantas cosas más. Así que en el pueblo del Palofierro empezó la función. Para esto que llega Jilemón del Cid, atragantado del mezcal mal llamado Mierda. Montaba un penco viejo de color hosco cuatralbo de gran barriga y patas chuecas, de nombre Patuleco. A fuerza de espolazos le traía sangrados los ijares. Le tensaba las riendas para hacerlo retroceder. Paraba, luego le sumía los acicates. De pura intención lo rayaba sobre la gente. Cuando se bajó del penco, fue y se le acomodó de lado a la mera reina del 5 de mayo. Quinceañera ésta, tan bonita que era de fama en todos los pueblos de la frontera. Clavelito Pérez se llamaba y le hacía favor a las flores del mismo nombre. Desde luego se supo que ya se la había conchavado de antemano, por aquello de los besitos, abrazos y repasones simulados en sus nobles santuarios maternales. ¡Déjala, huevón, está muy chiquita para ti!, le salpicó Chucho Palancares, galán desdeñado, al antaño vejete cagón recién tornado a la alborada. Se le aprestó El Jilemón diciéndole, ¡Te voy a dar a beber un coctel de dientes, cabrón! Perdóname tatita, se me fue la lengua! Fui tu tata, ya no, ahora soy el atacador de esa chulada con que me quieres madrugar. No le busque, tatita, porque lo devuelvo a la chochez a puras patadas en la trastienda. ¡Cállate, baboso, pendejo! ¡La cola le despellejo, tata! Ora verás, mocoso desatento, vas a enseñar lo de adentro. Te voy a meter el brazo por la boca hasta que te saque la mano por el fundamento y con un solo tirón te volteo al revés. Alguien la hizo de árbitro. Déjenlos solos, que se den en la tátara estos títeres. Después de sacarse los mocos mezclados con babas y sangre, a puros guamazos, se impuso el Chucho a su abuelo. Ya, como despedida, le atrincó patadas contra los gemelos y lo dejó enroscado entre una serenata de clamores.

Por su parte, la bella Chonis hacía su deber, según ella. Había hecho mancuerna con una rejuvenecida vuelta un forrazo de marca mejor, antigua monja a quien sacaron del claustro más vieja que pedir prestado, ciega, semimomificada, de nombre Bonifacia de la Cruz. Andaban medias cuetas entre el batarete del 5 de mayo, dando puerta y sonsacando a cuanto chavalón se les antojaba, sin parar en el furor de las noviecitas enfurecidas. Éstas hicieron acuerdos vengativos sin importarles que fueran sus bisabuelas. Las siguieron mañosamente hasta los matorrales a donde iban a hacer aguas en cuclillas. Ahí les desmelonaron los níveos senos a rasguñones y a fuerza de puntapiés les dejaron el dulce sólido que se hace de la caña, como berenjenas.

El pueblo del Palofierro se convertía fugazmente en asiento de seres extraños, diversos entre sí en actitud y aspectos, pero todos renegridos con la tatema del fuego de la región del Altar, que no le va a la zaga a la superficie del mero sol. Los criollones de gran alzada de San Miguel, Imuris, Bacanuchi, más broncos que los indios, de hablar ladino y tupido como chachalacas, se bajaban de caballos hostigados por las jornadas bárbaras. Sonaban las rodajas de las espuelas al paso echando madres a manga tendida, choteándose en broma, amenazándose el uno al otro, de pura chacota, con arrimarse el talegario. Antes de quitarse las chaparreras, ya andaban concertando apuestas y carreras. Altos, de piernas abiertas, las nalgas esmirriadas y barriga según la edad, entreverado algún flaco correoso de porte famélico. De mano en mano circulaba el botellón de bacanora, hacían górgoros, se limpiaban el licor que les chorreaba con el antebrazo y se reiteraban su ánimo amistoso con palabrotas y manotadas en las espaldas. Los indios pétreos que arribaban, mustios de natural, soltaban la lengua con el aguardiente, se sumaban al mismo gozo colectivo de verse los rostros, tantos rostros reunidos en un solo lugar, después de meses y meses de aislamiento en las reconditeces del desierto, cuando no de las sierras. Entre aquellos hombres de pueblos desolados, verse en multitud era un verdadero espectáculo. Entre el chirriar de las brasas, parrilladas de carne asada, carne seca de venado, albóndigas, caldo de queso, chorizos enhuevados, tortillas de harina a la medida de enormes comelones y tantas variedades de fritangas, se olían entre sí los celebrantes. Se combinaban aromas de perfumes y polvos embadurnados en las humanidades de las damas, con olores a patas, sobacos, alientos encebollados, amén de los humores cargados del tabaco, del alcohol, de los meaderos y entre otras esencias, llegaba a los olfatos la mierda de los perros, del ganado, de los humanos. Con el día avanzaba la excitación entre gritos, risotadas y música mecanizada en desborde desde diversos altoparlantes. Guitarreros, mariachis y perradas estilo Sinaloa sumaban sus acentos nostálgicos y de loca alegría. Los convergentes a la celebración concertaban o afirmaban amistades en términos amabilísimos cuando no diferían retándose con palabrotas groseras y agresivas como peñascazos. La rutina pesada de todo un año de confinamiento no se quebraba solamente, sino que explotaba en añicos, como la metralla que engorda las granadas. En medio de aquel relajo en que se mandaban al diablo las inhibiciones fugazmente y se le soltaban las cadenas al desmadre en alto grado, llegaban las familias fuereñas cargadas de sus viejecillos, pues, sabían de las hazañas rejuvenecedoras que se habían dado en el Palofierro. No tardaban en saber que Nuestro Señor y Pedro Maulas andaban ya por rumbo de Santa María de las Piedras. Se les caía la cara de dolor, pues, no ignoraban que llegar a Santa María de las Piedras no es juego de canicas. Además, por esas fechas que son ya polvo del desierto, muchos juraron que el tal pueblo de Santa María de las Piedras, ubicado en el mero desierto, era pura alucinación de trastornados. No falta quién asegure que era sólo novela mal platicada que se llevó el viento sin que cuajara en letras. Por favor, señores, llévennos a donde está el Sagrado Rejuvenecedor. Aquí traemos a nuestros pobres viejos. No faltaba quién los alertara. Quítense de la mollera eso de rejuvenecer ancianos. Aquí, no ha dado chispa. Déjenlos descansar en paz el sueño eterno; de otro modo se van a echar un saco de alacranes en el lomo. Aquí, jóvenes y viejos rejuvenecidos andan a la greña dándose contra un carajo por un quítame estas pajas. De oír tal se quedaban consternados hijos, nietos y dolorosas mujeres enrebozadas. A los viejitos se les inundaban las cuencas de lágrimas. Al anhelo de trocarse en brotos frondosos se imponía la realidad de ser leños secos.

El resucitamiento de los ancianos, porque en eso consistió el milagro más que en otra cosa, pues, ya estaban prácticamente en el hoyo, dio lugar a consecuencias tan chuscas como dolorosas. Entre muchos casos se dio el de doña Chita Rosacruz. Cuando la arrojaron al brasero ya tenía los ojos perdidos en la cara. Hasta Nuestro Señor se asombró de verla surgir del cenicero tan iluminada de belleza. Al igual que los demás viejos rezó por unos días, agradecida y contrita por el don prodigioso que la tornaba al esplendor de la alborada. Sin embargo, al fin humana, triunfó la vanidad, se hizo íntima del espejo, de los ungüentos, coloretes y de la ropa que resaltara sus pechos y el pubis principalmente, y se dio prisa en buscar compañero. Con disimulo coqueto dejaba un seno expuesto hasta el nacimiento purpurino del pezón. Con alegría y elegancia mostraba las piernas regalonamente para insinuar así lo que es la tueca de los libidinosos. Se tupió de galanes, ella reparaba en ellos con prolija minuciosidad, con ánimo de no volver a equivocarse.

Resulta que cuando el susodicho suceso venturoso tuvo efecto, don Pascualito, marido de doña Chita Rosacruz, andaba por rumbos de Belén y Guaymas. Allá lo había llevado Chencho, su nieto, en busca del curandero yaqui, Jesús de Belén, para que le mitigara el clamor de reumas, el ayayay riñonero, la taquicardia galopante y entre un sinfín de achaques, las almorranas floreadas. Mala fortuna la de don Pascualito, recién había cruzado el milagroso por los pueblos del desierto y ya lo tenían preso en Sarispe los caciques. La acordada le había sangrado costillas y espinazo a chicotazo tronado. Lo acusaban de sedicioso sonsacador de peones. Tras dura jornada en carreta tirada por burros pusilánimes, con los huesos remolidos y el ánimo resquebrajado, tornó don Pascualito a su santo hogar. Para pronto le pusieron un cartucho en la oreja a modo de corneta y a grito campanero le platicaron lo del rejuvenecimiento masivo: Ahora tienes mujer de quince, tata. Seguido le llevaron a doña Chita a su presencia. Nada menos que la bellísima monada que ahora decía llamarse Estrella. Al viejecito se le cayó la baba al contemplarla. Sueltas las quijadas y los ojos blanqueados quiso gritar, y las palabras le reventaban en burbujas en los labios temblorinos. Estiró la diestra para tocarla. Ella se zafó indignada. Si alguna vez vi a este saco de achaques con patas, sépanse que ya no lo conozco ¡Y punto! Así es que la felicidad que inspiró el prodigio recién manifiesto se mostró más tarde contradictorio.

Don Roque Piñeiro del Flamingo murió de herida punzocortante a la altura y profundidad del ombligo, amén de un tajo horizontal que le volvió maromera la tetilla izquierda. Lo mató su biznieto Ángel Armando. Aparentemente riñeron por una silla de montar. Que sí me la dejó mi 'apá. Qué sí era mía y yo se la dejé al papá de tu papá, baboso pendejo. Te voy a enseñar a amar a Dios en tierra de gringos. A las pruebas me remito como dijo el Tito, pinche viejo, culo de chicharrón de oreja.

La verdad es que a don Roque, ya convertido en joven, le dio por hacer lo que era lícito en otros tiempos. Por lo pronto revivió la ley de la pernada y se tiraba a las mozuelas hijas de los peones, y a éstos los sumía en la labor de sol a sol. A la hora de comer se sentaba a la cabecera de la mesa y hacía trinar a medio mundo. Está helado el café ¡qué pasa, pues! Ven y pónmelo pal lado derecho, edúcate vieja bruta. ¡Estas tortillas están chuecas! ¡Viejas inútiles, arrastradas; pal mitote son buenas, cabronas! ¿'Ontán mis chicharrones, pues? ¡Aquí la sal, la sal, la sal, la sal, mulas hijas del maíz!

Cuando lo mató Angelito, nadie derramó una lágrima. Sí hubo los que recordaron con un resto de simpatía y conmiseración de cuando don Roque, nonagenario, viejo enorme de huesos gruesos, se aventuraba por las calles haciendo equilibrios para no caer. Se ayudaba con un bastón que parecía lanza y al que le habían atado un cencerro para en caso de precisar auxilio. Este viejo en sus días decrépitos siempre llegaba tarde a misa, con la iglesia atestada de feligreses. Con el piso de madera y la resonancia estruendosa, hacía un ruido endemoniado con los pies trabados, el bastón metálico, la campanilla y sus garrasperas intencionales. Mientras se sentaba, suspendía el fraile la misa, los chamacos reventaban de risa, las mamás les daban coscorrones y los grandes movían la cabeza acusativos. El rejuvenecimiento le valió a don Roque Piñeiro y del Flamingo lo que al calvo que se halla un peine. Murió a manos de su biznieto.

Lástima grande el que el Maulas no llevara un diario que registrara tantos sucesos curiosos, ocurridos en tan singular aventura. Para colmo, los viejos rastreadores de acaecimientos localistas que se engullen los siglos, si no hay quien se los arrebate aunque sea a jirones, para preservarlos malforjados, pues, se han ido llevando sus historias con ellos. Y ahí están, huesos y relatos volviéndose polvo que mañana el viento difundirá en átomos. A pesar de todo, en la lucha abierta contra el imán del aparato televisor, subsisten el Maulas y sus correrías reinventados, prolongando su vida, por obra y gracia de la casualidad y de aquellos nacidos para jinetear la fantasía.

Quizá valga la pena mencionar el caso de Matías Godoy, también rescatado de la ancianidad, infame ancianidad de viejo protervo, vicioso y maligno. Matías fue un árbol que creció torcido, no le valieron consejos sabios, ni los más nobles ejemplos. A la edad en que otros niños aprendían a rezar y a ser atentos, él se robaba los huevos que ponían las gallinas y los cambiaba por empanadas, sin importarle un soberano bledo el hambre de sus hermanos. Se hizo de un habla bastarda plagada de los más inmundos vocablos. Luego a los ocho años de edad participaba de los juegos infantiles solo para meterle mano a las inocentes niñas con quienes jugaba a «La cebollita», «Las escondidas», «Los encantados». Las azotainas le hacían lo que el viento a don Benito: arrisocones de sombrerito. Ya encaminado a la pubertad se convirtió en escándalo e ignominia: correteaba a las chivas, gallinas y burras y les llegaba a viejas y jovencitas con obscenos y perdularios intentos. De joven en adelante se volvió matón y borrachales. Sobre él y sus 95 años se repetía el mismo concepto: mala yerba nunca muere.

Cuando Nuestro Señor y su asistente Pedro Maulas ponían el horno en punto para arrojarle otra redada de viejos agónicos, con todo y sus camposantos de células a espaldas, hasta ellos avanzó arrastrándose Matías Godoy, alias «el Perverso». Hedía a carroña de perro muerto, a sumo de bacanora y mariguana. Por favor, me está llevando la retostada. Retáchame a mis días de chamaco. No lo escuches, Señor, es una aberración del género humano. No lo merece. Deja la justicia en manos de los años. No obstante, el Magnánimo sonrió. Matías Godoy se echó a las brasas con el placer del que se arroja al deleite de las albercas. A los cúmulos llameantes los miró como agua fresca.

Mientras los cuerpos chochos se retorcían con el achicharramiento en proceso de volverse cenizas, los familiares rezaban embargados de una angustia que accionaba sus caras como máscaras visajeras. Pedro Maulas se paseaba en derredor con aires de capataz, atisbón e indagante. Dios, de pie, en actitud serena contemplaba los cielos.

Otra vez el milagro, el reencuentro venturoso, gritos y exclamaciones, la alegría desbordada. ¡Pero si es usted tata, un niño! ¡Ay, qué chula saliste, hecha una reina, abuelita! Ahora soy yo el que parece su agüelo, 'apá. Sólo un joven, serio y melancólico, quedó rezagado. Nadie lo esperaba. Se encaminó lentamente hasta Dios y se echó a sus pies, bañado en lágrimas. Éste colocó la diestra sobre su frente. Ve, Matías, a cumplir tu nuevo destino. Yo te esperaré. De allí en adelante, regresado a la juventud, vagó Matías por los pueblos fronterizos del desierto de Sonora a través de duneríos, cerros monolíticos, arbustos enanos de espinas duras, arroyos sedientos, algún mezquitón o palofierro desgarbados. Hendiendo una atmósfera densa de fuego peregrinaba el joven místico, vestido de un hábito descolorido, con rasgones y hebras sueltas, calzado de huaraches, cubierto con un sombrero de palma ya dado al traste. Sin embargo, daba la impresión de pulcritud. Su frente y sus ojos no eran ya vitrina de víboras y espineros, sino de un cielo todo paz y serenidad.

De las botas de puntas arriscadas, hediondas como retretes, el sombrero achicharronado, y demás vestimenta engrosada con sudores, sangre y demás fluidos zorrillescos, no quedaban ni huellas, ni esencias. Sin referencia a secta religiosa en particular, pregonaba el arrepentimiento y la vida cristiana como condición única para merecer la gloria eterna en los reinos de Dios. El viento, chismoso de oficio, saturó las orejas de las gentes. Ponía en conocimiento de los pueblos más recónditos la presencia nómada del antaño delincuente convertido en predicador por obra y gracia del rejuvenecimiento. Fueron muchos los que se conmovieron oyéndolo, pero otros, ávidos de venganza por sus fechorías de otros tiempos, seguían aborreciéndolo. Los agachones y miedosos que lo miraban antes con fruncimiento, y le eran serviles y cómplices, ahora lo escarnecían y le echaban los perros. Sin embargo, las razones emitidas por conducto de Matías Godoy ganaban adeptos. Las semillas que plantaba en corazones duros y secos como los mismos eriales en que traficaba, reverdecían con la humedad de las lágrimas. A la par que ganaba seguidores que lo identificaban como mensajero del justo, revivía la saña de los que no aceptan intromisión que los doblegue, la de la humildad y el amor menos que cualquiera otra. Así, pues, el azar y la intención, conjuntamente, lo llevaron a uno de los puebluchos cercanos al centro agrícola llamado de la Jequia Jonda. Herido de sol y pasos llagados, con las tripas reducidas a objetos de tocador, abominaba a grito pelón contra el pecado y reiteraba el que el amor es la única sabiduría ennoblecedora. Apedreado, escupido hasta el colmo del sarcasmo, sonaba ahora su voz con un timbre que enternecía a las mismas rocas.

A ese día al amanecer, Matías lo supo infranqueable, la atmósfera tenía consistencia de mármol y el aire estaba oculto. Solamente el sol, fiel a su tarea deshidratadora flameaba sobre la ranchería, El Chollal. La ondulación de la arena brillaba continuada en domos bordeados hasta la curvatura confinatoria que demarca los horizontes; opuesto, el Mar de Cortés con sus dunas líquidas, dinámicas, se movía convulsivo. Los ecos del galopar de tres caballos hundían su resonancia en la superficie enarenada, sobre sus lomos los tres hermanos, Cachas de Plomo, aparecieron de pronto. Librada una breve prominencia, como cosa de magia, llegaron de sopetón hasta el Matías. Éste, cuando remontaba su primer ciclo cronológico, les había violado a la única hermanita, no sin antes quemarles la casa con la vieja adentro, mientras cosía una blusa de mangas largas y cuello cerrado. Al viejo don Melitón lo hallaron colgado de un palo verde haciéndola de segundero con la ayuda del aire. No conforme con la infamia, todavía así les robó unos quesos y un liacho de tortillas de harina. Lo desmembraron a patadas y a culatazos al Matías entre vociferaciones engangrenadas, hasta dejarlo como puré de papas con salsa entomatada. Pobre del infeliz que levante esta mierda de animal de aquí porque a falta de tizne, se lo lleva la encenizada. En casa de los ricos lugareños, rodeado de beatas, devoraba su merienda el cura del Chollal, don Querendón Acuasacra. Récele al difunto Matías, padre. Se enmendó. Ahí están tirados sus restos a campo raso. Entre sorbos de chocolate, con la boca repleta de galletas, movió su panza con la risa el sacerdote. No faltaba más, ése era lobo disfrazado de cordero. El diablo toma tantas formas. Ya está en el infierno. ¡Demonio! quién, pues, le dio credenciales para redimir almas.

En el desierto suelen ocurrir cosas raras. Quién, pues, le avisó al padre Hilario. A ver, ¿quién le notificó que recién habían muerto a Matías Godoy? Aparte de cualquier consideración argüendera, es el caso que desde Santa María de las Piedras se desprendió el padre Hilario montado sobre un remedo de cabalgadura, más arpa que caballo. No le aguantó. A medio camino quedó tendida la osamenta enfundada en pellejos. El cura prosiguió a golpe de huaraches. Llegó al Cholla atragantado con el fuego de la atmósfera, sangrados los pies con espinas de guachaporis, espoleado por chollas, sibiris, puñales de mesquites tiernos y toda suerte de matas peleoneras. Se hincó ante el muerto rosario en mano. Las verijas le supuraban de rosadas. Le ardía el cono sur como brasa cilíndrica. Eran sus pelotas plomos que se estaban derritiendo. Le rezó al muchacho por horas. Seguido le dieron cristiana sepultura. A los seres humildes que lo acompañaban no se les rodaban las lágrimas porque el sol se las chupaba de inmediato de los cachetes tatemados. ¡Cuándo no! A modo de oración póstuma, abrió la boca Chon García, alias el Lengüe látigo. No cualquier canijo sabe lo que es el amar a su prójimo. Este cura sí cura, no como esos pinches frailes pasteleros, bitoques de hospital.

Lo reprendió el padre Hilario con una mirada dura y conmiserativa a la vez. El bocón se ocultó tras el sombrero. A modo de telón al día aciago, alumbró a los cielos un crepúsculo de púrpura tan viva como la sangre de los asesinados.

Dios Nuestro Señor contempló todo esto y pensó. No quieren regenerarse éstos. Una vez que obtienen lo anhelado se olvidan de Mí y le dan cauce a sus ambiciones e instintos. Hasta los que se autoclasifican como justicieros son meros negociantes. No, ya no seguiré este proyecto de rejuvenecer viejos, no da buen resultado. Pedro, doy por terminada mi tarea. Ahora vuelvo a mi reino. Pórtate bien, hijo, y allá nos veremos.

Pedro Maulas se dio cuenta cabal de todo lo que pasaba. Salió disfrazado del Palofierro rumbo a otras poblaciones, pues sabía a ciencia cierta que le iba en prenda el pellejo si se quedaba. No en balde había sido el brazo derecho de Nuestro Señor en aquella acción de tan alta nobleza que la condición humana volvía estéril y más aún perniciosa.

No faltan nunca los «peros» y los «sin embargo». Pedro Maulas se había mal impuesto a las fiestas y banquetes que había disfrutado tanto cuando el viejerío celebraba, enloquecido de gozo, el rejuvenecimiento. De allí que se le ocurrió quemar viejecillos por su cuenta. Así llegó un día a Trincheras, anunciándose como el Rejuvenecedor. Se juntaron más carcamanes que nunca. Mandó Pedro Maulas que hicieran una gran fogata al pie de un peñasco. Cuando las brasas estaban al rojo vivo, se lanzaban los viejecitos desde el peñasco entre risas y grititos jubilosos con la misma alegría de los niños que se bañan en el río. Cuando los venerables se redujeron a cenizas, se acercó Pedro Maulas a soplar. Vestía túnica y sandalias, y en todo imitaba a Jesús. Pedro Maulas soplaba y soplaba desesperado, y no salía nadie de las cenizas. Sopló hasta quedar rendido. Todo se volvió alaridos. Chillaban a más no poder los familiares lastimados. Entre aullidos y reniegos acordaron castigar a Pedro Maulas echándolo a un brasero. En efecto, cuando las brasas hablaban casi, de tan calientes, sentaron al impostor en ellas. Éste dio un salto y un alarido tan agudo que se zafó de sus verdugos instantáneamente. En ese momento apareció Dios Nuestro Señor, sopló las cenizas, y el milagro se realizó. No vuelvas a intentarlo, Pedro, nunca. Quédate en paz y sé hombre bueno. A Pedro Maulas le chorreaban las lágrimas de arrepentimiento. Todavía le salía humo de la cola de aquella quemada tan tremenda.

Poco a poco fueron mermando los rejuvenecidos a consecuencia de aquella rivalidad con sus descendientes, tan enconada que los trabó en una guerra perdida. A los últimos que quedaban los fusiló el general Bartolo Buitimea durante la gran Guerra de las Calabazas. Con el pretexto de que eran rebeldes con ideas y costumbres exóticas, los rellenó de plomo. No valieron imploraciones. ¡Que soy tu abuelo, mijito! ¡No tires contra tu sangre, descastado! ¡Tú que me matas a mí, y a ti que se te seca la mano! ¡Cuando tú naciste, lloré de alegría, Bartolito! ¡Bartolo, por tu madre, que fue mi nieta! Ni ruegos, ni lloros, ni rostros dolorosos cambiaron la expresión de Bartolo Buitimea. Parecía hombre de piedra. ¡Les gua dar en la madre pal bien de toos!

A la semana los enterraron los vecinos para evitar una hediondez tan terrible que les amargaba la sopa, los frijoles y les manchaba las tortillas. De aquel prodigio sólo ha quedado el cuento al que los años le sirven de ruedas.

Por estos vericuetos vanos del desierto, trastocados los rumbos y los años, se siguen platicando aún las aventuras del Pedro Maulas, dichas al modo de narradores apegados a estas regiones broncas. Los pobres ignoran el arte precioso que destellan los vocablos. Si acaso llegan a tener la desfachatez de escribir, seamos magnánimos, hay que perdonarlos, al fin y al cabo, ¿quién los va a leer?




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Los viejos mexicanos de los Estados Unidos

Se juntan en las esquinas de las calles y en los parques. Unos andan por los ochenta años, otros pasan. Unos se ayudan a caminar con bastones que tamborilean el suelo, al ritmo de sus corazones cansados, otros andan un tanto doblados, inseguras las piernas, temblorosas las manos. Cuando los viejecitos mexicanos se reúnen, hablan y hablan y hablan en su español del alma. Dicen de sus antiguos pueblos, esparcidos a lo largo de la geografía mexicana. Les brillan los ojos y les timbra la voz cuando recuerdan la Revolución y todo un mundo heroico de combates y campañas. Se sueñan a caballo.

Recuerdan a sus pueblos, sus ríos, sus templos, sus montes, sus fiestas religiosas y sus fiestas patrias. Cuentan de los amigos, los hermanos, ¡los padres!, y de aquella novia que se quedó esperando... De pronto, todos callan, quebradas las voces por la intensa emoción de la nostalgia. Pero siguen cabalgando en silencio, queriendo dibujar en la bruma que diluye los años idos, los colores y las formas de sus antiguos panoramas.

Los viejecitos mexicanos son tercos. Hágase ciudadano americano, papá, aquí vive y le conviene. ¡No! Orgullosos de su casta, les ofende morir como renegados. Se aferran a su anhelo, orgullosos y dignos, sin vivir en México, morirán siendo mexicanos.

Saben desde el fondo las penurias de sus antiguos pueblos. Conocen el drama doloroso de sus hermanos. No ignoran la realidad de funcionarios del gobierno que traicionan y roban el pan de los humildes, entre promesas y discursos falsos. ¡Ah! Pero no lo comenten propios o extraños. Entonces se les hinchan las venas del cuello y gritan iracundos con el puño cerrado: ¡No hablen de México, traidores descastados! Pobre del que no los oiga, a riesgo de un bastonazo o de verlos morir de rabia, reventados. ¡Qué viejos! ¡Qué viejos tan orgullosos, tan nobles y tan mexicanos!

Cuántas veces en la oscuridad que encubre la expansión de los sentimientos ocultos, se habrán humedecido las arrugas de sus caras, pensando en los días aciagos en que dejaron sus pueblos y a sus seres queridos. Unos, los revolucionarios derrotados y políticos perseguidos, que huyeron de la pasión de la venganza, de aquellos que se entronizaron como señores y amos de los destinos de México. Cuántos otros, los que han huido en éxodo de hambrientos, burlando las fronteras en busca de esperanza y proteínas, pensaban en volver un día con dinero, a trabajar la tierra y a criar su familia en los campos de México. Ilusos, no se daban cuenta que los años fluían, convirtiéndolos en ancianos, confinados a vivir idealizando sus querencias, en un mundo tejido de gasolina, cemento y hierro; gastadas sus energías en tareas rudas, víctimas de prejuicios raciales, robados miserablemente en sus sueldos, fieles siempre a las reminiscencias de su México, para ser, al final, extranjeros en los mismos cementerios.

De tarde en tarde se juntan los hijos, nietos y biznietos en torno a estos viejos hermosos. Ellos sonríen con ternura cuando los niños los llaman ¡tata! y en el fondo almacenan la amargura de no entenderles nada. Las últimas generaciones de sus descendientes no hablan el lenguaje que ellos hablan. Entre los viejos y los niños se levantan murallas de palabras, que se van olvidando, que se pierden...

Cuando cruces por Los Ángeles, raza, por San Francisco o San Diego, por Texas, Colorado, Arizona, Nuevo México, y por tantos estados y pueblos: fíjate en las contraesquinas de las calles y en los grupos que se juntan en los parques. Por allí andan los viejecitos platicando. Por ahí andan don Ricardo, don Manuel, don Tomás, don Juan, don Pancho, don Ramón, don Jesús, don Abelardo, don Ruperto, don José, don Matías, don Pablo y tantos y tantos... Grábate en tu memoria los gestos de sus caras. ¡Qué orgullo! ¡Qué dignidad! ¡Qué casta de mexicanos!

Sí, se nos van acabando... pero a lo largo y a lo ancho de estos campos de Aztlán ¡la semilla que dejaron plantada seguirá brotando!




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El tío Mariano

El Cheto López y Lolo Pérez tenían una pequeña cría de cochis. Ahora bien, no está de más explicar que en Sonora, Arizona y otros sitios, se les da el nombre de «cochis» a los marranos, que a su vez suelen llamarse puercos, cochinos, chanchos, cerdos y de otros modos nada simpáticos. Si bien es cierto que los tales cochis no son muy guapos, de acuerdo a los conceptos que de la belleza tenemos los humanos, sí es cierto en cambio que son muy sabrosos, ya sean cocinados en filetes o en chicharrones.

No muy lejos de Nogales, en Sonora, está el pueblo de la Bicoca, al margen de un río de arena que llega a rebozar su cauce sólo cuando llueve fuerte. Aledaño este pueblo a la carretera internacional, completa su marco con un lomerío casi pelón, manchoneado de mísera vegetación espinosa y chaparra. Pues de allí mero son el Lolo Pérez y Cheto López. Total que los tales cochis que criaban eran de raza enana y canija, eso sí, muy tragones.

-Compadre -le dijo el Cheto López a Lolo Pérez-, con esta cría de cochis no vamos a salir de pericos perros, no engordan por más que tragan. Es cierto, respondió Lolo, parece que los estamos criando para bailarines o para modelar bikinis.

-Así no nos sale, no hay ganancias de plano.

-Bueno pues, o dejamos el negocio o buscamos un cochi fino para un buen cruce.

-Ahí está la clave, para que vea, los marranos de los gringos crecen como hipopótamos.

-Achíquele compadre, con tal de que no se queden como guitarras, como éstos, que tienen más trompa que cuerpo.

Al poco rato, los criacochis se pusieron de acuerdo, reunieron la cantidad de 100 dólares, se montaron en un Foringo del año de mil novecientos, cachecuchillo y enfilaron rumbo a Gringuía. Al cabo de unas horas llegaron a Nogales, Sonora, esquivaron el tráfico escandaloso entre claxoneos y maldiciones y pasaron a Nogales, Arizona. De allí con rumbo a Tucsón dieron con una granja donde toparon con su anhelo más ferviente: un marrano de noble alzada y porte gallardo.

El marrano los saludó con un gruñido y una mirada un tanto despótica.

-¡Qué chulo cochi, compa! ¡bonito!, mire nomás.

-Es el cochi de mis sueños, compadre, si hasta tiene bonitos ojos.

-Con éste nos hacemos ricos.

-Nuestras cochitas se van a enamorar de él a primera vista.

-Y van a parir muchos cochitos grandes y gordos como el marido, y nosotros a sellar billetes. ¡No vengas, noche!

-¿A quién se lo mercamos, pues? ¡Ah!, ahí viene un gabardino, debe ser el dueño.

-¿Ustedes ser mojados? ¿Ustedes querer trabajar?

-No, míster, nosotros querer comprar cochi.

-¡Oh! mí piensa yo poder vender, si ustedes traer dinero.

-Nosotros querer éste (se fija, compa, qué bien hablo la totacha); éste mucho gorda.

-¡Oh!, ése ser muy fino, valer 500 dólares.

-¡Oh, no, plis! Nosotros sólo tener cien.

-Lo siente, no puede, este pig, valer 500, no menos.

El americano los vio marchar y movió la cabeza con una sonrisa de compasión y de simpatía. El Foringo avanzaba de regreso, mientras los soñadores unían su silencio con expresiones de profunda desilusión.

-Sabe compa, que eso de nacer pobre es muy mal negocio.

-Pos sí, pero pa la otra ya sabemos.

-¿Sabe qué, compadre?

-¿Se le ocurre algo?

-¡Vamos robándonos ese cochi! Ya sabe lo que es él que se raje.

-¡Cállese!, nos echan al tambo, ¿y luego?

-No, mire, óigame bien, acuérdese que la granja queda cerca del camino. Volvemos, dejamos la charchina un poco lejos y le llegamos al chancho, no faltaba más. Pa luego le damos panes empapados en tequila al marrano y quién te pegó mijita. Ya dormidito lo cargamos hasta el Foringo. ¿Quiubo?

-¿Y cómo lo pasamos?, ¿eh? sin permiso ni nada, ¿arriba de la plataforma? ¿A la vista de los celadores?

-No compa, en medio de nosotros.

-¿Está loco, compadre, o se me está volviendo?

Los compadres y socios, Cheto y Lolo, se volvieron a Nogales, Arizona, y mientras caía el sol se dedicaron a recorrer tiendas. Parecían chamacos traviesos en vísperas de Halloween. Lolo se compró una peluca con peinado a la Clark Gable con raya en un lado y unos bigotes enormes. Se los puso y luego le tocó la espalda a Cheto, volteó éste, vio a su compa y tanto se carcajeó que hasta le salieron lágrimas. De allí fueron a una tienda que vendía ropa usada. Cheto se compró un traje negro de una talla grandísima y una corbata de moño. Tuvo la humorada de probárselos y esta vez fue Lolo el que se sacudió de risa hasta doblarse.

-¿Cuánta lana nos queda todavía, compa?

-¡Uh! pos apenas unos 40 dolaritos.

-Bueno, pos ya tenemos el pan, el tequila, la navaja rasuradora. Ya está todo listo. ¿No se me ha rajado, compa?

-Por mí, ya le estamos dimos dando.

Oscurecía cuando Cheto y Lolo estacionaron su carcacha a un lado del highway. Se bajaron y fueron con mucho sigilo a donde el marrano. Todo los favorecía, los granjeros y sus familias ya se habían refugiado en sus hogares a salvo del frío que empezaba a calar. Cenaban unos, otros veían televisión, chillaban los niños, gritaban las mamás, en fin, todo estuvo de parte de ellos.

-Qué buena casa tiene este marrano, compa.

-Pos sí es fino, compadre, cochi rico, qué quiere.

-Toma otro panecito, lindo, cuchi, cuchi, cuchi.

-Híjole le gustó la sopa.

-Ya éste dobló las patas, volteó los ojos y torció el rabo.

-Ni siquiera es domingo y ya se puso cuete.

Sudaban la gota gorda los compadres para transportar al cochino, uno asiéndolo de las patas de atrás y el otro de las delanteras. Así y todo se allegaron hasta el foringo y con mucha perseverancia lo subieron a la caja, seguido montaron ellos y de allí fueron hasta un bosquecillo de mezquites. Ni cortos ni perezosos, se dieron a la tarea de arreglar el chancho. Por lo pronto le rasuraron muy bien la cara, hasta dejársela lisita, lisita.

-Se mira hasta más chulo que usté, compadre.

-Ora sí fregó, compáreme con el cochi, pues.

-No la vamos a pegar, compa, con los celadores.

-¿Por qué, oiga?

-Pos este amigo se ve muy blanco, van a creer que es gringo.

-Pos entonces hay que quemar papeles y tiznarle un poco la cara. Acuérdese que al pasar la aduana mexicana, el pelado éste va a ser su tío.

-¿Que no habíamos quedado en que va a ser su 'apá?

-No la amuele, compa, no sea gacho, su tío, al cabo que de mentiritas ¿no?; ultimadamente que también sea mi 'apá.

A medianoche, los compadres Cheto y Lolo cruzaron la ciudad de Nogales, Arizona. Las calles de por sí rebozantes de autos tenían ahora escaso tráfico. Lo mismo las banquetas, de día tupidas de compradores inquietos, atisbones, regateadores, lucían abandonadas al paso de los criacochis. Cruzaron la línea ya de regreso a su pueblo e hicieron alto frente a la aduana, en territorio mexicano. Como es de rutina, se les acercaron dos oficiales, de los que se encargan de revisar las compras hechas en EE. UU. Un celador se puso a examinar la caja del camión y el otro se llegó hasta Cheto, que era el conductor.

-¿Qué traen?

-Nada, señor, nada más dimos la vuelta.

-Anduvimos curioseando, agregó Lolo, y pa' qué más que la verdad, nos echamos unas heladas.

-Y el viejo ése que va en medio, ¿qué tiene que ronca tanto?

-¡Ah! ¿Mi tío Mariano? se nos puso bien loco, tragó licor hasta que se botó.

-Está gordo el amigo, ¡uh! Qué elegante, de traje negro y corbata de moño.

-Así es mi tío Mariano, siempre le ha gustado la buena ropa.

-¿De dónde son ustedes?

-De pa rumbo de la Bicoca, señor.

-El viejo se me hace medio raro, despiértalo.

-¡Tío Mariano!, ¡Tío Mariano!, ¡despierte Tío Mariano! Está bien dormido, señor celador. -¡Apá! ¡Apá! ¡Papacito! ¡El señor quiere hablar contigo 'apá!

-Ronca muy feo, váyanse pues, porque si no voy a soñar a su tío Mariano, y Dios me libre.

Ni tardos ni perezosos salieron los compadres en zumba. Hasta el Foringo rodaba alegre y sonaba como nuevo.

El celador quedó rascándose la cabeza con una mueca de extrañeza.

-Oyes, Cirilo... ¿Qué pasó, qué te pica?

-Qué cuete se puso el viejo bigotón ése, y qué refeo es por vida de Dios. De tan borracho que estaba hasta se puso más trompudo.

-¿A cuál de ellos, oyes?

-El car'ecochi que iba en medio. No sólo parecía cochi el desgraciado, también roncaba como cochi.

-¿Sabes qué? aunque yo estaba un poco apartado, como que me dio peste a marrano, no me vas a creer que...




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Muerte y nacimiento de Manuel Amarillas

A Manuelillo lo mataron en la frontera cuando apenas tenía 17 años de edad. En el caso de Manuel Amarillas, decir «lo mataron» significa que lo cosieron, o descosieron más bien, con disparos de metralleta. Le hicieron perforaciones desde los dedos de los pies hasta los cabellos. Tuvo una sola vida y se le fugó por mil boquetes. Había llegado a Nogales con la idea de cruzar a los Estados Unidos a como diera lugar. Manuelillo irradiaba miseria y desolación. Por eso cuando se le acercó un tipo muy bien vestido que descendió de carrazo nuevo, y le preguntó que si quería ganar mucho dinero, Manuelillo sonrió, y siguió al hombre hasta el interior del auto. Este sacó un desodorante que tenía a mano y fumigó a Manuel de extremo a extremo. Luego partieron.

Cuando muy niño cuidaba a sus hermanitos, hacía mandados a los vecinos, y con mucha frecuencia salía con una taza en la mano a tocar puertas: Que dice mi 'amá que le dé tantita azúcar. Que si tiene unos frijolitos por favor, que aluego se los va a volver. ¿Dónde andas, condenado renegrido? Tu hermano a chille y chille y tú paradote como si nada. Yo no sé dónde carga el alma ese chamaco en esa miseria de cuerpo. Para qué quieres que te dé trabajo, mocoso, si te andas cayendo solo. Eres una lumbre para la ropa, Manuel. Mírate los pantalones todos llenos de agujeros. Pues friégate de frío. ¡Ay, sí, pues, no vaya a ser! Quiere zapatos el señorito. Manuel, trae la leña. Manuel, pídele harina a doña Chole; trae agua del pozo, muchacho. ¡Limpia a tu hermana! ¡Manuel! pues, ¿qué no te fijas como anda de embarrada? ¡Te voy a matar a palos Manuel! ¿Cuándo come Manuel? ¿Cuándo descansa Manuel? ¡Puro trabajar y trabajar! En cuanto me crezcan las alas me iré de aquí y nunca, nunca volveré. Su miserable humanidad, chaparra y desgarbada, daba idea de un perro callejero, hediondo y hambriento. La naturaleza, irónicamente, lo había proveído de grandes dientes. Nunca podía cerrar la boca; o le faltaba piel o le sobraban dientes. Manuelito tenía la particularidad de traer siempre abierta la boca. En Nogales se le abrió más. De chamaco lo motejaban sus amigos de «dientes de burro calabacero».

Casi todo era nuevo para él. Vagó por el centro de aquella ciudad fronteriza por días enteros. Ya noche, se embobaba mirando el sin fin de carros en marcha. Viniendo de frente simulaban un río de fuego y de paso, otro de masa ígnea escarlata. Largos ratos se prendía con obsesión a contemplar la carátula de un enorme reloj crucificado en una pared muy alta. Donde lo tumbaba el sueño se hacía liacho para que no se lo comiera el frío. No se hartaba de mirar. Le entretenía ver pasar los coches y apresar algún gesto de los que iban dentro. Si alguien iba sonriendo, también sonreía él. Si platicaban, también él murmuraba cosas. Se cansó de contar tiendas y comederos, orgulloso de atestiguar tanto aparato. Festejaba la fortuna ajena. Así gozó la gula de otros desde sus miraderos. Arrastraba su humanidad metido en un ensueño que se deshebraba en monólogos incoherentes. Tropezó a muchos que andaban amolados como él, pensando con las tripas, buscando trabajo en las fábricas que recién abrían los gringos, o queriendo burlar la cerca divisoria. Todo era nuevo para Manuel, menos su panza vacía, su desnudez y sus pies descalzos. Después se comentó que a Manuel lo mataron con metralletas nuevas y que con el entusiasmo de estrenar aquellas armas de lujo, los drogueros lo dejaron transparente de tanto agujero. Varios periodistas se ocuparon del caso en los periódicos de ese día, con notas breves. Uno dijo que había sido muerte «ignominiosa y cruel», otro opinó que «horrible masacre», y un tercero se alargó condenando «el extremo a que puede llegar la crueldad humana».

Manuelillo pasó a formar parte de una de tantas bandas de mafiosos, contrabandistas de drogas. Le asignaron la ocupación de «burrero». Dicha consigna consistía en violar la cerca fronteriza y poner en manos de otro contrabandista la droga que llevaría dispuesta. En la primera ocasión, desde un sitio desértico cargó en hombros costales repletos de marihuana al lado de otros jovencitos. A cada vez que se picaba con espinas de cactos y de ramajes echaba madres y seguía, tragándose el miedo y excitado a la vez por el dinero prometido. ¡Ora sí, chingao, a tirar el piojo a la madre, y que venga la lana! Le pagaron cien dólares. De allí en adelante, Manuel Amarillas se convirtió en un muñeco, feo, pero bien vestido, a lo galán cinematográfico. Comía de lo más caro, y en cantidades enormes. Más bien hartaba. Como postre, a Manuel le encantaban los pasteles, de preferencia los de fresa, aunque ciertamente tenía vicio en los cheesecake. Por supuesto que la nieve de todos sabores era obligada para él. De que empezaba a tragar, no tenía llene. Por esos días comió carne a lo tigre y bebió leche a lo becerro. Por su apetito y porque andaba siempre con la boca abierta, sus nuevos compañeros le encasquetaron el mote de «Hocico pelado». También hizo de sus tripas un tránsito constante de mariscos. ¿De dónde quieres que te dé más, Manuel?, si no hay. ¡Malagradecidos! ¡Hasta lo que a mí me toca les doy! Me van a comer viva como alacranes. ¡Cállate! no chilles porque me vas a volver loca. ¡Mira! Mira la olla; ve bien que ya no tiene nada. Cómo crees que voy a andar escondiéndoles la comida. ¡Cómanme viva, alacranes, cómanme viva!

Para Manuel se volvió rutina el cruzar droga al otro lado. La noche era su cómplice y las espinadas las daba de albricias. Ya no tenía miedo. Ahora sentía un agudo placer de pensar que estaba haciendo pendejos a los gringos. Un algo así, comentó después, como si le agarrara allí o allá a una de aquellas gabachitas tan chulas que solían caminar por las calles de Nogales. Aquellos días tan fugaces los gozó Manuel plenamente. Se dio también el lujo de pagar la voluntad y el cariño de una joven interna en uno de tantos prostíbulos de la calle Canal. Lo mismo que Manuelillo, ella había saltado de los harapos a la ropa fina y además se había puesto otro nombre: Rosa. Con su dinero, él pretendía sacar de puta a la Rosa y ponerle casa. Al pasar el tiempo, Manuelillo se pasó de vivo: empezó a robar de la droga que le encomendaban. De puñado en puñado, al cabo de los días, reunió una cantidad que según él lo haría rico. Manuel Amarillas quiso negociar con los mismos clientes de sus jefes. No bien lo intentó, cuando ya lo sabían los tales. Fue cosa de una llamada telefónica. Esa madrugada, él y sus compañeros habían descargado un camión atestado de mariguana en el lado mexicano, para cargar otro en territorio americano. Todo esto sucedió a escasas millas de Nogales, sin que se las olieran los patrulleros. Los jóvenes «burreros» parecían hormiguitas, moviéndose laboriosos con los grandes bultos a cuestas. Manuelillo concertó su propia mercancía en dos mil dólares. Con ese dinero pretendía sacar de puta a la Rosa y ponerle casa. Soñaba en un sin fin de proyectos que lo harían rico, respetable, y con los días, político y funcionario público como suele suceder. Por la mañana lo quisieron ver sus jefes. Lo recibieron extraordinariamente bien y le pasaron 200 dólares. Ya tarde, lo visitaron en su apartamento dos mafiosos de alta jerarquía: Rito Fierro, alias «El Mula», y Roque Mena, «El Rana». Manuel Amarillas se sintió muy honrado por la visita. Seguramente lo querían ascender. Además, lo llamaban por su nombre de pila: que Manuel para acá, que Manuelito para allá, todo en tono muy cordial. Nada de decirle «Hocico Pelado», como en otras ocasiones. Hubo un momento en que «El Rana» lo llamó hermano. Para qué decir que Manuelillo se retorció, enternecido hasta los huesos. Manuel y sus amigos salieron a cenar. ¡Chihuahua! ¡Qué bonito es pasear en carro grandotote y nuevecito, y no andar ahí dando lástima, a pie como los pinches perros! Alternaron la cena con vinitos, no faltaba más. En franca camaradería remataron con las putas. En el trayecto cantaron abrazados «Yo soy el muchacho alegre». Bebieron hasta ponerse pandos. El mundo es de los vivos, ¡qué se jodan los pendejos, por pendejos!

Manuel tuvo a su lado a Rosa. La verdad es que se había apasionado como burro de la joven piruja. Entre copas y risas se dio tiempo para alquilar a su gran amor. Fueron al cuarto de Rosa y gozaron de sus amores. No por mucho tiempo, pues, uno de los empleados del lenocinio les tocó la puerta; a tamborazos y a gritos, le ordenó a la novia de Manuel que saliera o la sacaba. ¡Salte a la chingada! Ya tienes mucho tiempo. ¿Qué te atornillaste, o qué? Necesitaban parejas para unos señores americanos, muy decentes y bien vestidos, que recién habían entrado. En la breve sesión, Manuel le había dado pormenores a Rosa de su negocio y le propuso matrimonio. Ella dijo que sí, formarían un hogar humilde pero respetado. Tendrían hijos y les darían lo que ellos nunca tuvieron. En aquel momento se encendieron de románticos anhelos. Brillosos los ojos, se miraron plenos de cariño y de esperanzas sublimes. Rosa y Manuel eran ya novios comprometidos en matrimonio.

Manuel volvió a la mesa con sus amigos y la pequeña Rosa a cumplimentar a un caballero americano de enorme estatura. El atlético manoseaba a Rosa y ésta cruzaba su mirada con Manuel a modo de disculpa. ¿Qué podía hacer ella? Ni modo; era su negocio y tenía qué. Pudo ver Manuel que aquel señor tan ricamente vestido se llevaba a su adorada novia al cuarto a tiempo que le agarraba las nalgas cuando no las tetas. Viéndolo apenado, «El Mula» le dijo a modo de consuelo, No te hagas al pendejo, mano, no te aquerencies nunca de una pinche puta.

Amá, voy a jalar pa la frontera. De allí me paso de alambre y a buscar el dólar. Aquí no hay modo. Es por demás. Vete, y Dios que te bendiga. Si algún día te va bien, acuérdate de mí. No hagas lo que tus hermanos, que ni señas de ellos. Yo medio les maté el hambre y ya no di pa' más. Ya ves tus hermanas como andan, echándose de lomo y abriendo las canillas a cada vez que un desgraciado perro en brama se los pide. Muchas veces creí que tu también ibas a morirte como aquellos otros, pero saliste correoso a pesar de ser tan ñengo y canijo. Cuídate de todos modos, pues, aunque es cierto que la muerte no respeta a nadie, de todos modos es más cabrona con los pelados.

Era de madrugada con los primeros reflejos del alba cuando llevaban al «Hocico Pelado» a su casa. En las afueras, aunque no lejos de la ciudad, se bajaron los tres camaradas a orinar. Apenas si tuvo tiempo de aterrorizarse Manuel Amarillas. De frente, midiéndolo con las metralletas, vio a sus colegas. Con que querías poner changarro aparte, ¿eh? «Hocico Pelado», jijuelachingada. De modo que le querías madrugar al jefe, baboso. Ahí te va pa que sepas a Potra. Luego, a modo de oración póstuma, le dijeron una serie de palabrotas y empezó la pedorrera de las metralletas. El médico legista que examinó el cadáver de Manuel Amarillas, en cuanto corrió la sábana y vio el cuerpo del muchachito imberbe, movió la cabeza y se apartó a fumar un cigarrillo hasta una ventana. El cuerpecillo de Manuel tenía múltiples perforaciones en todos los órganos vitales. El hígado, los riñones, los pulmones y el corazón parecían panales de abejas con las celdas vacías. En la cabeza resultaba difícil hallar los ojos entre tanto agujero. El sin fin de agujeros de pies a cabeza daban también idea de ojos semicerrados, hinchados y enrojecidos por muchas horas de llanto.

Allá va Manuel llorando como vieja a media calle. Se lo va llevando la chingada de frío. ¡Ándale! ándale, ándale, mueve las patas, huevón. ¡Ora, nalgas chorreadas! Manuel con media camisa y desbotonada pa' acabarla de joder. ¡Límpiate los mocos, asqueroso! Manuel con las patas todas encholladas. ¡Chíngale! Manuel, acarrea leña, si no ya verás. Manuel con el cráneo y los cabellos tupiditos de piojos. Y no te quedes jugando, cabrón. Cuidadito con perder la feria. Comadre, présteme a Manuel para que me parta leña. Ándale, Manuelito, hazme un mandado. Levántate atizar, Manuel, ¿qué no oyes cantar los gallos? ¡Coman bichola, viejas necias! Nomás en cuanto se me tupan de pelos las verijas, y les dejo este pinche pueblo pa que se lo retaquen en el sieso. Las mañanas sí son bonitas con sus nubes recién pintadas. No llores mamá, aluego se me va a pasar la calentura. Cuando sea grande, amá, te voy a comprar una... ¡Órale, «Hocico Pelado»! capéatela, porque ahí te va otro chingadazo de plomo. ¿Qué no sabes saludar, animal? No andes encima de tus mayores como burro sin mecate. Lo más que uno los quiere hacer gentes, pura madre se educan, desatentos hijos de la chingada. Parece que los bajaron del monte a sombrerazos. Salude al señor, cabrón, y dele gracias por los cinco centavos. Ora sí jodimos. Te saqué mil piojos, pero te quedaron mil liendres. Vete de aquí. Ya me duelen los dedos gordos. Por favor, no me maten, por favor ¡Mamá! Mamaciii... ¡Me compraron pantalones! Me compraron pantalones, me compraron panta...

Se abría la primavera, bella y esplendorosa. Manuel vagaba por el monte como abeja que se embriaga con el polen y el aroma verde de las ramas frescas. Viendo las flores de los cactos, se iluminaba el rostro de aquel jovencito, tan torturado en sus carnes y tan lleno de llagas sicológicas. Sentía una alegría rara que lo embargaba de energías nuevas. Esa misma semana le dio una paliza La Remigia: En los pantalones de Manuel había plumas pegostiadas y gallinas muertas en los gallineros de las vecinas. Nunca se supo si fue cierto o calumnia, porque es el caso que cuando a las viejas se les ponía hacer caldo de gallina, allá iba Manuel a agarrarlas y matarlas. Eso lo pringaba de sangre y de plumas. El caso es que la gente, que sabe ser cabrona cuando se ensaña con alguien, siguió con el infundio de que Manuel se cogía a las gallinas. Los últimos meses que vivió en su pueblo fueron sólo tortura y escarnio. ¡Ahí va el cogegallinas! Se fue Manuel, a buscar otros mundos, a la par que se iba el otoño, teñido de nostalgia y temores. La Remigia le dio la bendición y un pequeño atado con burros de frijoles. Caía el sol, la tarde en que el joven andrajoso y medio descalzo subía la cuesta grande que le pondría telón a su pueblo, al fin y al cabo, su única querencia. Quiso irse de largo pero no pudo. Volteó para contemplar el jacalerio y sólo pudo ver manchas que temblaban y se partían. Todo su mundo se le borraba en una enorme laguna. Así siguió su camino, Manuel Amarillas, ciego de lágrimas. Fue en noviembre ya tarde para meterse el sol, cuando enterraron a Manuelito. Hacía un frío endemoniado. Lo enterraron dos trabajadores municipales: el Tano Valverde y el Chepi Ramírez.

A Manuel Amarillas lo vieron nacer las estrellas. Nació de la tierra. Sus ojos eran de tierra. Su boca era de tierra. Todo él era de tierra. Aquel suceso resulta muy difícil de olvidar. Manuel Amarillas, nació un veinte de noviembre a eso de las diez de la noche. Todo ese día había sido una fiesta continua. Se festejaba el aniversario de la Revolución, con el entusiasmo con que debe de celebrarse un hecho tan grandioso. Bajaron rancheros de todos rumbos al pueblo de El Palofierro. Hubo un desfile con hombres a caballo, escuelantes, y gentes del lugar. Llevaban banderas y gritaban «¡vivas!» a la Revolución. Entre la polvareda se distinguían los rostros entusiasmados y sudorosos de los marchadores. También hubo carreras de caballos sin faltar el jaripeo. Por la tarde, durante la fiesta escolar se dijeron discursos y recitaciones, y como es costumbre, culminó el día con un gran baile. Otro día en ronda de platicadores en cuclillas se platicó con gran entusiasmo de rivales que se habían dado de moquetes a mano pelona, de los que se habían navajeado las tripas, amén de un balaceado que tenía atorado el plomo en una pierna. La fiesta era estruendosa, no obstante un frío tan fuerte que congelaba la baba en boca de borrachos, y a flor de narices de chicos y grandes formaba témpanos de hielo con los mocos. Entre el tumulto resaltaba la alegría bronca de la chamacada que correteaba hendiendo sus gritos en la estridencia de mariachis guitarreros, sinfonolas, pláticas reticentes de borrachines. Aquí y allá, los novios encendidos, amigos de rincones oscuros y de la intimidad de los ramajes, se hurgaban sus mucosas, húmedos de pasión. Entre los juegos de azar, la bolita y la ruleta eran los más llamativos. Al ruido de las monedas, la gente se tupía en rededor como mosquero hambriento. El frío aumentaba, más y más intenso: norteaba un aire como cuchilla de rasurar en manos de un asesino. A pesar de todo, La Remigia había colocado su puesto al atardecer. Consistía dicho negocio en una ruleta por demás singular; una mesa redonda, al centro de ésta la flecha que giraría hasta parar y apuntar el premio ganado. En rueda estaban dispuestos los premios con sus colores vivísimos. Eran figurillas de animales, hechas de azúcar. La Remigia cargaba un embarazo de ocho meses. No vestía un traje para tal ocasión ciertamente, sino un vestido de percal y un rebozo hebrudo sobre los hombros a modo de abrigo. El vientre simulaba una enorme sandía. De seguro que el frío se colaba hasta el nonato. A un lado de la mesa se apretujaban entre sí sus ocho niños: el mayor de siete, y el más pequeño, de 11 meses. Cualquiera pudo haber jurado sin temor a jurar en vano que a aquellos niños los estaba matando el frío y el hambre. Las telas de sus vestiditos eran delgadas. Además estaban desgarradas y a las camisas les faltaban botones. Eran niños de ojos muy grandes y bocas pequeñas.

¡Pasen, pasen, pasen, jóvenes, señores y niños! Prueben su suerte. ¡Por 50 centavos háganse dueños de este hermoso gallo, de este enorme gato, o de este precioso caballo! ¡Están hechos de dulce, muy delicioso dulce, para que disfrute toda la familia. Miren, qué lindos, son obras de arte! ¡Pasen señores, pasen jóvenes y niños, prueben su suerte! ¡Hagan girar la ruleta por 50 centavos, solamente 50 centavos!

Aumentaban los espectadores a la par que el frío. Los chamacos de La Remigia se unían en abrazo común. No lloraban. Estaban entrenados para soportar el frío y el hambre, con sólo muecas de mucha angustia. La Remigia actuaba, escogía las mejores palabras y el gesto más amable. Por dentro se la comía la desesperación. Con una sonrisa muy amplia y pasitos estudiados, pretendía huir de la histeria. Daba unos pasos hacia atrás anunciando su negocio, cuando tropezó con El Nervio, su niño de 3 años. Instintivamente arrojó rabia comprimida.

¡Muévete, hijo de puta, qué no ves que me tumbas, grandísimo pendejo! Reaccionó al instante la ruletera, y volteo hacía el público con su mejor expresión. ¡Gente de este pueblo hermoso, gente bonita, gente noble y digna, qué gusto me da estar aquí en esta población de gente tan honrada, tan distinguida y tan educada! ¡Pasen, pasen, a llevarse estas delicias, por 50 centavos nomás! ¡Niños, pídanle dinero a sus papás! ¡Señores, gánense estas preciosidades para regalo de su familia! Se le acercaron varios chamacos de espíritu ruidoso quizá para probar su suerte, pero La Remigia los contuvo con gritos potentes. ¡Ándenle cabrones, quiébrenme la mercancía nomás pa tortearles el hocico! ¡Ah, sí, pues, no faltaba más! Alguien murmuró entre la concurrencia, Quiere clientes, y en cuanto se le acercan los corre a la chingada.

Entre aquel público, los más eran chamacos desarrapados y traviesos, sin faltar los mayores ya borrachos o a medios chiles y unas cuantas mujeres. Empezaba a juntarse entre los mirones, esa animalidad que se revela en las multitudes, estimulada por hedores de alcohol, mierda y sudores, y el hacinamiento que predispone al manoseo. ¡Anden, señores, jueguen a la ruleta, por favor, por lo que más quieran! ¡Por vida de sus mamacitas, gasten 50 centavos y denle vuelta a la ruleta! ¡Anden, niñitos, anden, están muy buenos los dulces, si yo ya los probé! ¡Denle vuelta a la ruleta, muchachos, los va a premiar Dios!

Ya habían pasado dos horas y nadie probaba la ruleta de La Remigia. La Remigia gritaba con voz temblorosa y ronca. Con ambas manos, con gestos rápidos, se limpiaba los lagrimones antes de que rodaran por los cachetes. Por fin, se le acercó el primer cliente: un borrachín torpe que al darle vuelta a la flecha derrumbó al hermoso caballo de azúcar de color rojo subido, dejándolo decapitado y sin una pata. ¡Me desgraciaste el caballo, borracho desgraciado! Tienes que pagarme 20 pesos; con esto tengo que matarles el hambre a mis mocosos. El hombre culebreó entre los asistentes seguido de los gritos de la Remigia. ¡Me chingué el alma lavando ropa ajena pa poner este puto negocio y todo para que tú lo desgracies, borrachento hijo de tu chingada madre! ¡Abusón, sinvergüenza, así te caiga un rayo por malalma!

La mujer se agarraba el vientre con las dos manos. Ahora hasta tú me estás dando de patadas, hijo de tu chingada, puta madre que te carga. De los concurrentes le llegaron comentarios en voz alta. Está loca esa pinche vieja. Con ese genio ni las moscas le van a hacer caso. Ya revienta; pa' mí que son cuates. O pare o se la lleva el viento. Alguien gritó, ¡Qué encierren a esa, pinche loca, pa' que no ande suelta!

De pronto, La Remigia cambió de actitud y personalidad. Ahora era otra Remigia. Se puso las manos en jarras y sacando aun más la panza, dio unos pasos agresiva y desafiante. ¡Ciudadanos de este pinche pueblo méndigo, son ustedes una bola de muertos de hambre jijos de la chingada! ¡Cabrones! ¡No sueltan ni un pinche tostón pa ayudarle a esta vieja panzona, pero sí pa hincharse de mezcal! ¡Marranos! ¡Mariguanos putos! ¡Y ustedes chamacos, lárguense de encima de mi pinche negocio, y vayan a preguntarle a sus chingadas madres por el cabrón que los hizo! ¡Lárguense, bastardos!

La respiración de La Remigia se había vuelto un fuelle. Gritaba iracunda sosteniéndose el vientre. Sus niños lloraban en coro, aterrorizados. No se supo quién fue el primero. Lo cierto es que sobre el orgulloso gallo de dulce cayó una piedra que le arrancó un ala de cuajo, lo dejó sin pico, le cercenó las patas, y lo dejó rajado de en medio. Entonces La Remigia molió a puñetazos las figurillas que quedaban y volteó la mesa. Al público le arrojó el gato blanco envuelto en mentadas. La Remigia cayó en un ataque de histeria que la hacía brincar y retorcerse como endemoniada, al mismo tiempo que se deshacía en alaridos. Sus ocho chamacos la imitaban, gritando y llorando, llenos de pavor. Los mocosos se querían prender de las faldas de La Remigia y ésta los arrojaba contra el suelo, violenta. Parecía aquello una actuación cumbre de teatro dantesco. Ahora rodaba por los suelos La Remigia, echando maldiciones envueltas en espuma lodosa. Alguien sugirió a gritos, ¡Traigan a doña Cuquita, esta vieja está pariendo!

Como vivía cerca, no tardó en llegar la octogenaria, moviendo con prisa sus piernas arqueadas, haciendo crujir su cuerpo viejo. Seguían dos niñas, una cargaba un recipiente con agua tibia y la otra varias tiras de manta limpiecitas y una cobija moteada de flores rojas. La Remigia bramaba de dolor. El círculo de curiosos se abría para darle paso a la comadrona. Diez pasos antes de que llegara doña Cuquita parió la Remigia. Parió a Manuel Amarillas sobre la tierra pisoteada, tierra regada de vómitos y escupitajos, tierra mezclada con excremento de animales y mierda de cristianos, tierra estigmatizada con desprecio humano. La anciana levantó aquel bulto viscoso de los pies, todo cubierto de lodo, le dio una nalgada y éste soltó un llanto que no pararía nunca. Doña Cuquita lo bañó en cosa de segundos, lo envolvió con destreza y se lo pasó a su biznieta para que lo llevara pronto a lugar tibio. Esa noche, doña Cuquita les dio frijoles y tortillas a los niños de La Remigia, hasta que dijeron, «Ya no quiero más». Manuelito Amarillas seguía llorando. A un lado, acostada, La Remigia lo acompañaba con sollozos y moqueos.



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