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ArribaAbajoLibro II


ArribaAbajoDedicatoria

A Don Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General Inquisición


Descripción de la miseria humana y origen de su fragilidad

En ninguna cosa se conoce más claramente la miseria humana, muy ilustre Señor, que en la facilidad con que pecan los hombres y en la muchedumbre de los que pecan, apeteciendo todos el bien naturalmente, y siendo los males del pecado tantos y tan manifiestos.

Y si los que antiguamente filosofaron, argumentando por los efectos descubiertos las causas ocultas de ellos, hincaran los ojos en esta consideración, ella misma les descubriera que en nuestra naturaleza había alguna enfermedad y daño encubierto; y entendieran por ella que no estaba pura y como salió de las manos del que la hizo, sino dañada y corrompida, o por desastre o por voluntad.

Porque, si miraran en ello, ¿cómo pudieran creer que la naturaleza, madre y diligente proveedora de todo lo que toca al bien de lo que produce, había de formar al hombre, por una parte, tan mal inclinado, y, por otra, tan flaco y desarmado para resistir y vencer a su perversa inclinación? O ¿cómo les pareciera que se compadecía, o que era posible, que la naturaleza (que guía, como vemos, los animales brutos y las plantas, y hasta las cosas más viles, tan derecha y eficazmente a sus fines, que los alcanzan todas o casi todas), criase a la más principal de sus obras tan inclinada al pecado, que por la mayor parte, no alcanzando su fin, viniese a extrema miseria?

Y si sería notorio desatino entregar las riendas de dos caballos desbocados y furiosos a un niño flaco y sin arte, para que los gobernase por lugares pedregosos y ásperos; y si cometerle a este mismo en tempestad una nave, para que contrastase los vientos, sería error conocido, por el mismo caso pudieran ver no caber en razón que la Providencia sumamente sabia de Dios, en un cuerpo tan indomable y de tan malos siniestros, y en tanta tempestad de olas de viciosos deseos como en nosotros sentimos, pusiese para su gobierno una razón tan flaca y tan desnuda de toda buena doctrina como es la nuestra cuando nacemos. Ni pudieran decir que, en esperanza de la doctrina venidera y de las fuerzas que con los años podía cobrar la razón, le encomendó Dios aqueste gobierno, y la colocó en medio de sus enemigos sola contra tantos, y desarmada contra tan poderosos y fieros.

Porque sabida cosa es que, primero que despierte la razón en nosotros, viven en nosotros y se encienden los deseos bestiales de la vida sensible que se apoderan del alma, y haciéndola a sus mañas, la inclinan mal antes que comience a conocerse. Y cierto es que, en abriendo la razón los ojos, están como a la puerta, y como aguardando para engañarla, el vulgo ciego, y las compañías malas, y el estilo de la vida lleno de errores perversos, y el deleite y la ambición, y el oro y las riquezas, que resplandecen. Lo cual cada uno por sí es poderoso a oscurecer y a vestir de tinieblas a su centella recién nacida, cuanto más todo junto, y como conjurado y hecho a una para hacer mal; y así de hecho la engañan, y, quitándole las riendas de las manos, la sujetan a los deseos del cuerpo y la inducen a que ame y procure lo mismo que la destruye.

Así que este desconcierto e inclinación para el mal que los hombres generalmente tenemos, él solo por sí, bien considerado, nos puede traer en conocimiento de la corrupción antigua de nuestra naturaleza. En la cual naturaleza, como en el libro pasado se dijo, habiendo sido hecho el hombre por Dios enteramente señor de sí mismo, y del todo cabal y perfecto, en pena de que él por su grado sacó su alma de la obediencia de Dios, los apetitos del cuerpo y sus sentidos se salieron del servicio de la razón; y, rebelando contra ella, la sujetaron, oscureciendo su luz y enflaqueciendo su libertad, y encendiéndola en el deseo de sus bienes de ellos, y engendrando en ella apetito de lo que le es ajeno y le daña, esto es, del desconcierto y pecado.

En lo cual es extrañamente maravilloso que, como en las otras cosas que son tenidas por malas, la experiencia de ellas haga escarmiento para huir de ellas después; y el que cayó en un mal paso rodea otra vez el camino por no tornar a caer en él: en esta desventura que llamamos pecado, el probarla es abrir la puerta para meterse en ella más, y con el pecado primero se hace escalón para venir al segundo; y cuanto el alma en este género de mal se destruye más, tanto parece que gusta más de destruirse: que es, de los daños que en ella el pecado hace, si no el mayor, sin duda uno de los mayores y más lamentables.

Porque por esta causa, como por los ojos se ve, de pecados pequeños nacen, eslabonándose unos con otros, pecados gravísimos; y se endurecen y crían callos, y hacen como incurables los corazones humanos en este mal del pecar, añadiendo siempre a un pecado otro pecado, y a un pecado menor sucediéndole otro mayor de continuo, por haber comenzado a pecar. Y vienen así, continuamente pecando, a tener por hacedero y dulce y gentil lo que no sólo en sí y en los ojos de los que bien juzgan es aborrecible y feísimo, sino lo que esos mismos que lo hacen, cuando de principio entraron en el mal obrar, huyeran el pensamiento de ello, no sólo el hecho, más que la muerte, como se ve por infinitos ejemplos, de que así la vida común como la Historia está llena.

Mas entre todos es claro y muy señalado ejemplo el del pueblo hebreo antiguo y presente; el cual, por haber desde su primer principio comenzado a apartarse de Dios, prosiguiendo después en esta su primera dureza, y casi por años volviéndose a Él y tornándole luego a ofender, y amontonando a pecados, mereció ser autor de la mayor ofensa que se hizo jamás, que fue la muerte de Jesucristo. Y porque la culpa siempre ella misma se es pena, por haber llegado a esta ofensa, fue causa en sí misma de un extremo de calamidad.

Porque, dejando aparte el perdimiento del reino, y la ruina del templo, y el asolamiento de su ciudad, y la gloria de la religión y verdadero culto de Dios traspasada a las gentes; y dejados aparte los robos y males y muertes innumerables que padecieron los judíos entonces, y el eterno cautiverio en que viven ahora en estado vilísimo entre sus enemigos, hechos como un ejemplo común de la ira de Dios; así que, dejando esto aparte, ¿puédese imaginar más desventurado suceso, que habiéndoles prometido Dios que nacería el Mesías de su sangre y linaje, y habiéndole ellos tan largamente esperado, y esperando en Él y por Él la suma riqueza, y, en durísimos males y trabajos que padecieron, habiéndose sustentado siempre con esta esperanza, cuando le tuvieron entre sí no le querer conocer; y, cegándose, hacerse homicidas y destruidores de su gloria y de su esperanza y de su sumo bien de ellos mismos?

A mí, verdaderamente, cuando lo pienso, el corazón se me enternece en dolor. Y si contamos bien toda la suma de este exceso tan grave, hallaremos que se vino a hacer de otros excesos; y que del abrir la puerta al pecar y del entrarse continuamente más adelante por ella, alejándose siempre de Dios, vinieron a quedar ciegos en mitad de la luz. Porque tal se puede llamar la claridad que hizo Cristo de sí, así por la grandeza de sus obras maravillosas como por el testimonio de las Letras sagradas que le demuestran. Las cuales le demuestran así claramente, que no pudiéramos creer que ningunos hombres eran tan ciegos, si no supiéramos haber sido tan grandes pecadores primero. Y ciertamente, lo uno y lo otro, esto es, la ceguedad y maldad de ellos y la severidad y rigor de la justicia de Dios contra ellos, son cosas maravillosamente espantables.

Yo siempre que las pienso me admiro; y trájomelas a la memoria ahora lo restante de la plática de Marcelo que me queda por referir, y es ya tiempo que lo refiera.




ArribaAbajoIntroducción

Descríbese el soto donde se reanuda el sabroso platicar de los Nombres de Cristo


Porque fue así, que los tres, después de haber comido, y habiendo tomado algún pequeño reposo, ya que la fuerza del calor comenzaba a caer, saliendo de la granja, y llegados al río que cerca de ella corría, en un barco, conformándose con el parecer de Sabino, se pasaron al soto que se hacía en medio de él, en una como isleta pequeña que apegada a la presa de unas aceñas se descubría.

Era el soto, aunque pequeño, espeso y muy apacible, y en aquella sazón estaba muy lleno de hoja; y entre las ramas que la tierra de suyo criaba, tenía también algunos árboles puestos por industria; y dividíale como en dos partes un no pequeño arroyo que hacía el agua que por entre las piedras de la presa se hurtaba del río, y corría casi toda junta.

Pues entrados en él Marcelo y sus compañeros, y metidos en lo más espeso de él y más guardado de los rayos de sol, junto a un álamo alto que estaba casi en el medio, teniéndole a las espaldas, y delante los ojos la otra parte del soto, en la sombra y sobre la yerba verde, y casi juntando al agua los pies, se sentaron. Adonde diciendo entre sí del sol de aquel día, que aún se hacía sentir, y de la frescura de aquel lugar, que era mucha, y alabando a Sabino su buen consejo, Sabino dijo así:

-Mucho me huelgo de haber acertado tan bien, y principalmente por vuestra causa, Marcelo; que por satisfacer a mi deseo tomáis hoy tan grande trabajo, que, según lo mucho que esta mañana dijisteis, temiendo vuestra salud, no quisiera que ahora dijerais más, si no me asegurara, en parte, la calidad y frescura de este lugar. Aunque quien suele leer en medio de los caniculares tres lecciones en las escuelas muchos días arreo, bien podrá platicar entre estas ramas la mañana y la tarde de un día, o, por mejor decir, no habrá maldad que no haga.

-Razón tiene Sabino -respondió Marcelo, mirando hacia Juliano- que es género de maldad ocuparse uno tanto y en tal tiempo en la escuela; y de aquí veréis cuán malvada es la vida que así nos obliga. Así que bien podéis proseguir, Sabino, sin miedo; que, demás de que este lugar es mejor que la cátedra, lo que aquí tratamos ahora es sin comparación muy más dulce que lo que leemos allí; y así, con ello mismo se alivia el trabajo.

Entonces Sabino, desplegando el papel y prosiguiendo su lectura, dijo de esta manera:




ArribaAbajoBrazo de Dios

De cómo se llama Cristo Brazo de Dios, y a cuánto se extiende su fuerza


-Otro nombre de Cristo es Brazo de Dios. Isaías, en el capítulo cincuenta y tres: «¿Quién dará crédito a lo que hemos oído? Y su brazo, Dios, ¿a quién lo descubrirá?» Y en el capítulo cincuenta y dos: «Aparejó el Señor su brazo santo ante los ojos de todas las gentes, y verán la salud de nuestro Dios todos los términos de la tierra.» Y en el cántico de la Virgen: «Hizo poderío en su brazo, y derramó los soberbios.» Y abiertamente en el Salmo setenta, adonde en persona de la Iglesia, dice David: «En la vejez mía, ni menos en mi senectud, no me desampares, Señor, hasta que publique tu brazo a toda la generación que vendrá.» Y en otros muchos lugares.

Cesó aquí Sabino, y disponíase ya Marcelo para comenzar a decir; mas Juliano, tomando la mano, dijo:

-No sé yo, Marcelo, si los hebreos nos darán que Isaías, en el lugar que el papel dice, hable de Cristo.

-No lo darán ellos -respondió Marcelo-, porque están ciegos; pero dánoslo la misma verdad. Y como hacen los malos enfermos, que huyen más de lo que les da más salud, así éstos, perdidos en este lugar, el cual sólo bastaba para traerlos a luz, derraman con más estudio las tinieblas de su error para oscurecerle. Pero primero perderá su claridad este Sol; porque si no habla de Cristo Isaías allí, pregunto, ¿de quién habla?

-Ya sabéis lo que dicen -respondió Juliano.

-Ya sé -dijo Marcelo- que lo declaran de sí mismos y de su pueblo en el estado de ahora; pero ¿paréceos a vos que hay necesidad de razones para convencer un desatino tan claro?

-Sin duda clarísimo -respondió Juliano-, y, cuando no hubiera otra cosa, hace evidencia de que no es así lo que dicen, ver que la persona de quien Isaías habla allí, el mismo Isaías dice que es inocentísima y ajena de todo pecado, y limpieza y satisfacción de los pecados de todos; y el pueblo hebreo que ahora vive, por ciego y arrogante que sea, no se osará atribuir a sí esta inocencia y limpieza. Y cuando osase él, la palabra de Dios le condena en Oseas cuando dice que, en el fin y después de este largo cautiverio, en que ahora están, los judíos se convertirán al Señor. Porque, si se convertirán a Dios entonces, manifiesto es que ahora están apartados de Él, y fuera de su servicio. Mas, aunque este pleito esté fuera de duda, todavía, si no me engaño, os queda pleito con ellos en la declaración de este nombre, el cual ellos también confiesan que es nombre de Cristo; y confiesan, como es verdad, que ser brazo es ser fortaleza de Dios y victoria de sus enemigos. Mas dicen que los enemigos que por el Mesías (como por su brazo y fortaleza) vence y vencerá Dios, son los enemigos de su pueblo; esto es, los enemigos visibles de los hebreos, y los que los han destruido y puesto en cautividad, como fueron los caldeos y los griegos y los romanos, y las demás gentes sus enemigas, de las cuales esperan verse vengados por mano del Mesías, que, engañados, aguardan; y le llaman brazo de Dios por razón de esta victoria y venganza.

-Así lo sueñan -respondió Marcelo- y, pues habéis movido el pleito, comencemos por él. Y como en la cultura del campo, primero arranca el labrador las yerbas dañosas y después planta las buenas, así nosotros ahora desarraiguemos primero ese error, para dejar después su campo libre y desembarazado a la verdad.

Mas decidme, Juliano: ¿prometió Dios alguna vez a su pueblo que les enviaría su brazo y fortaleza para darles victoria de algún enemigo suyo y para ponerlos, no sólo en libertad, sino también en mando y señorío glorioso? Y ¿díjoles en alguna parte que había de ser su Mesías un fortísimo y belicosísimo capitán, que vencería por fuerza de armas sus enemigos y extendería por todas las tierras sus esclarecidas victorias, y sujetaría a su imperio las gentes?

-Sin duda así se lo dijo y prometió -respondió Juliano.

-Y ¿prometióselo por ventura -siguió luego Marcelo- en un solo lugar o una vez sola, y esa acaso y hablando de otro propósito?

-No, sino en muchos lugares -respondió Juliano-, y de principal intento y con palabras muy encarecidas y hermosas.

-¿Qué palabras -añadió Marcelo- o qué lugares son esos? Referid algunos, si los tenéis en la memoria.

-Largos son de contar -dijo Juliano- y, aunque preguntáis lo que sabéis, y no sé para qué fin, diré los que se me ofrecen:

David en el Salmo, hablando propiamente con Cristo, le dice: «Ciñe tu espada sobre tu muslo, poderosísimo, tu hermosura y tu gentileza. Sube en el caballo y reina prósperamente por tu verdad y mansedumbre y por tu justicia. Tu derecha te mostrará maravillas. Tus saetas agudas (los pueblos caerán a tus pies), en los corazones de los enemigos del Rey.» Y en otro Salmo dice él mismo: «El Señor reina; haga fiesta la tierra; alégrense las islas todas; nube y tiniebla en su derredor, justicia y juicio en el trono de su asiento. Fuego va delante de Él, que abrasará a todos sus enemigos.» E Isaías, en el capítulo once: «Y en aquel día extenderá el Señor segunda vez su mano para poseer lo que de su pueblo ha escapado de los Asirios y de los Egipcios y de las demás gentes; y levantará su bandera entre las naciones, y allegará a los fugitivos de Israel y los esparcidos de Judá de las cuatro partes del mundo; y los enemigos de Judá perecerán, y volará contra los filisteos por la mar; cautivará a los hijos de Oriente; Edón le servirá y Moab le será sujeto; y los hijos de Amón, sus obedientes.»

Y en el capítulo cuarenta y uno por otra manera: «Pondrá ante sí en huida a las gentes, perseguirá los reyes; como polvo los hará su cuchillo; como astilla arrojada su arco; perseguirlos ha y pasará en paz; no entrará ni polvo en sus pies.» Y, poco después, Él mismo: «Yo, dice, te pondré como carro, y como nueva trilladera con dentales de hierro, trillarás los montes y desmenuzarlos has, y a los collados dejarás hechos polvo; ablentaráslos y llevarlos ha el viento, y el torbellino los esparcerá.»

Y cuando el mismo profeta introduce al Mesías, teñida la vestidura con sangre, y a ojos que se maravillan de ello y le preguntan la causa, dice que Él les responde: «Yo sólo he pisado un lagar; en mi ayuda no se halló gente; pisélos en mi ira y pateélos en mi indignación; y su sangre salpicó mis vestidos, y he ensuciado mis vestiduras todas.» Y en el capítulo cuarenta y dos: «El Señor, como valiente, saldrá, y, como hombre de guerra, despertará su coraje; guerreará y levantará alarido; y esforzarse ha sobre sus enemigos.» Mas es nunca acabar.

Lo mismo, aunque por diferentes maneras, dice en el capítulo sesenta y tres y sesenta y seis; y Joel dice lo mismo en el capítulo último; y Amós, profeta, también en el mismo capítulo; y en los capítulos cuatro y cinco y último lo repite Miqueas. Y ¿qué profeta hay que no celebre, cantando, en diversos lugares este capitán y victoria?

-Así es verdad -dijo Marcelo-, mas también me decid: ¿los Asirios y los Babilonios fueron hombres señalados en armas, y hubo reyes belicosos y victoriosos entre ellos, y sujetaron a su imperio a todo, o a la mayor parte del mundo?

-Así fue -respondió Juliano.

-Y los Medos y Persas que vinieron después -añadió luego Marcelo-, ¿no menearon también las armas asaz valerosamente y enseñorearon la tierra, y floreció entre ellos el esclarecido Ciro y el poderosísimo Jerjes?

Concedió Juliano que era verdad.

-Pues no menos verdad es -dijo, prosiguiendo, Marcelo que las victorias de los griegos sobraron a éstos; y que el no vencido Alejandro con la espada en la mano y como un rayo, en brevísimo espacio, corrió todo el mundo, dejándole no menos espantado de sí que vencido; y, muerto él, sabemos que el trono de sus sucesores tuvo el cetro por largos años de toda Asia, y de mucha parte del África y de Europa. Y, por la misma manera, los romanos, que le sucedieron en el imperio y en la gloria de las armas, también vemos que, venciéndolo todo, crecieron hasta hacer que la tierra y su señorío tuviesen un mismo término. El cual señorío, aunque disminuido, y compuesto de partes (unas flacas y otras muy fuertes, como lo vio Daniel en los pies de la estatua), hasta hoy día persevera por tantas vueltas de siglos. Y ya que callemos los príncipes guerreadores y victoriosos que florecieron en él, en los tiempos más vecinos al nuestro, notorios son los Scipiones, los Marcelos, los Marios, los Pompeyos, los Césares de los siglos antepasados, a cuyo valor y esfuerzo y felicidad fue muy pequeña la redondez de la tierra.

-Espero -dijo Juliano- dónde vais a parar.

-Presto lo veréis -dijo Marcelo-, pero decidme: esta grandeza de victorias e imperio que he dicho, ¿diósela Dios a los que he dicho, o ellos por sí y por sus fuerzas puras, sin orden ni ayuda de Él, la alcanzaron?

-Fuera está eso de toda duda -respondió Juliano- acerca de los que conocen y confiesan la Providencia de Dios. Y en la Sabiduría dice Él mismo de sí mismo: «Por Mí reinan los príncipes.»

-Decís la verdad -dijo Marcelo-, mas todavía os pregunto si conocían y adoraban a Dios aquellas gentes.

-No le conocían -dijo Juliano- ni le adoraban.

-Decidme más -prosiguió diciendo Marcelo-: antes que Dios les hiciese esta merced, ¿prometió de hacérsela, o vendióles muchas palabras acerca de ello, o envióles muchos mensajeros, encareciéndoles la promesa por largos días y por diversas maneras?

-Ninguna de esas cosas hizo Dios con ellos -respondió Juliano-, y si de alguna de estas cosas, antes que fuesen, se hace mención en las Letras sagradas, como a la verdad se hace de algunas, hácese de paso y como de camino, y a fin de otro propósito.

-Pues ¿en qué juicio de hombres cabe o pudo caber -añadió Marcelo encontinente- pensar que lo que daba Dios y cada día lo da a gentes ajenas de sí y que viven sin ley, bárbaras y fieras y llenas de infidelidad y de vicios feísimos (digo el mando terreno y la victoria en la guerra, y la gloria y la nobleza del triunfo sobre todos o casi todos los hombres); pues quién pudo persuadirse que lo que da Dios a éstos, que son como sus esclavos, y que se lo da sin prometérselo y sin vendérselo con encarecimientos, y como si no les diese nada o les diese cosas de breve y de poco momento (como a la verdad lo son todas ellas en sí), eso mismo o su semejante a su pueblo escogido, y al que sólo (adorando ídolos todas las otras gentes), le conocía y servía, para dárselo, si se lo quería dar como los ciegos pensaron, se lo prometía tan encarecidamente y tan de atrás, enviándole casi cada siglo nueva promesa de ello por sus profetas, y se lo vendía tan caro y hacía tanto esperar, que el día de hoy, que es más de tres mil años después de la primera promesa, aún no está cumplido, ni vendrá a cumplimiento jamás, porque no es eso lo que Dios prometía?

Gran donaire, o por mejor decir, ceguera lastimera es creer que los encarecimientos y amores de Dios habían de parar en armas y en banderas y en el estruendo de los tambores, y en castillos cercados y en muros batidos por tierra, y en el cuchillo, y en la sangre, y en el asalto y cautiverio de mil inocentes. ¡Y creer que el brazo de Dios, extendido y cercado de fortaleza invencible, que Dios promete en sus Letras, y de quien Él tanto en ellas se precia, era un descendiente de David, capitán esforzado, que rodeado de hierro y esgrimiendo la espada, y llevando consigo innumerables soldados, había de meter a cuchillo las gentes, y desplegar por todas las tierras sus victoriosas banderas!

Mesías fue de esa manera Ciro y Nabucodonosor y Artajerjes; o ¿qué le faltó para serlo? Mesías fue, si ser Mesías es eso, César el dictador y el grande Pompeyo; y Alejandro en esa manera fue, más que todos, Mesías. ¿Tan grande valentía es dar muerte a los mortales y derrocar los alcázares, que ellos de suyo se caen, que lo sea a Dios o conveniente o glorioso hacer para ello brazo tan fuerte, que por este hecho le llame su fortaleza? ¡Oh! Cómo es verdad aquello que en persona de Dios les dijo Isaías: «Cuanto se encumbra el cielo sobre la tierra, tanto mis pensamientos se diferencian y levantan sobre los vuestros.» Que son palabras que se me vienen luego a los ojos todas las veces que en este desatino pongo atención.

Otros vencimientos, gente ciega y miserable, y otros triunfos y libertad, y otros señoríos mayores y mejores son los que Dios os promete. Otro es su brazo y otra su fortaleza, muy diferente y muy más aventajada de lo que pensáis. Vosotros esperáis tierra que se consume y perece; y la escritura de Dios es promesa del cielo. Vosotros amáis y pedís libertad del cuerpo, y en vida abundante y pacífica, con la cual libertad se compadece servir el alma al pecado y al vicio; y de estos males, que son mortales, os prometía Dios libertad. Vosotros esperabais ser señores de otros; Dios no prometía sino haceros señores de vosotros mismos. Vosotros os tenéis por satisfechos con un sucesor de David, que os reduzca a vuestra primera tierra y os mantenga en justicia, y defienda y ampare de vuestros contrarios; mas Dios, que es sin comparación muy más liberal y más largo, os prometía, no hijo de David sólo, sino Hijo suyo y de David Hijo también, que, enriquecido de todo el bien que Dios tiene, os sacase el poder del demonio y de las manos de la muerte sin fin, y que os sujetase debajo de vuestros pies todo lo que de veras os daña, y os llevase santos, inmortales, gloriosos a la tierra de vida y de paz, que nunca fallece. Estos son bienes dignos de Dios; y semejantes dádivas, y no otras, hinchen el encarecimiento y muchedumbre de aquellas promesas.

Y a la verdad, Juliano, entre los demás inconvenientes que tiene este error, es uno grandísimo que, los que se persuaden de él, forzosamente juzgan de Dios muy baja y vilmente. No tiene Dios tan angosto corazón como los hombres tenemos; y estos bienes y gloria terrena que nosotros estimamos en tanto, aunque es Él sólo el que los distribuye y reparte, pero conoce que son bienes caducos y que están fuera del hombre, y que no solamente no le hacen bueno, mas muchas veces le empeoran y dañan. Y así, ni hace alarde de estos bienes Dios, ni se precia del repartimiento de ellos, y las más veces los envía a quien no los merece, por los fines que Él se sabe; y a los que tiene por desechados de sí, y que son delante de sus ojos como viles cautivos y esclavos, a ésos les da este breve consuelo; y al revés, con sus escogidos y con los que como a hijos ama, en éstos comúnmente es escaso, porque sabe nuestra flaqueza y la facilidad con que nuestro corazón se derrama en el amor de estas prendas exteriores teniéndolas; y sabe que, casi siempre, o cortan o enflaquecen los nervios de la virtud verdadera.

Mas dirán: Esperamos lo que las sagradas Letras nos dicen, y con lo que Dios promete nos contentamos, y eso tenemos por mucho. Leemos capitán, oímos guerras y caballos y saetas y espadas, vemos victorias y triunfos, prométennos libertad y venganza, dícennos que nuestra ciudad y nuestro templo será reparado, que las gentes nos servirán y que seremos señores de todos. Lo que oímos, eso esperamos; y con la esperanza de ello vivimos contentos.

Siempre fue flaca defensa asirse a la letra, cuando la razón evidente descubre el verdadero sentido; mas, aunque flaca, tuviera aquí y en este propósito algún color, si las mismas divinas Letras no descubrieran en otros lugares su verdadera intención. ¿Por qué, pues, Isaías, cuando habla sin rodeos y sin figuras de Cristo, le pinta en persona de Dios de esta manera: «Veis, dice, a mi siervo en quien descanso, aquel en quien se contenta y satisface mi alma; puse sobre Él mi espíritu, Él hará justicia a las gentes; no voceará ni será aceptador de personas, ni será oída en las plazas su voz; la caña quebrantada no quebrará, y la estopa que humea no la apagará, no será áspero ni bullicioso»? Manifiestamente se muestra que este brazo y fortaleza de Dios, que es Jesucristo, no es fortaleza militar ni coraje de soldado; y que los hechos hazañosos de un Cordero tan humilde y tan manso, como es el que en este lugar Isaías pinta, no son hechos de esta guerra que vemos, adonde la soberbia se enseñorea, y la crueldad se despierta, y el bullicio y la cólera y la rabia y el furor menean las manos. No tendrá, dice, cólera para hacer mal ni a una caña quebrada. ¡Y antójasele al error vano de estos mezquinos, que tiene de trastornar el mundo con guerras!

Y no es menos claro lo que el mismo profeta dice en otro capítulo: «Herirá la tierra con la vara de su boca, y con el aliento de sus labios quitará la vida al malvado.» Porque, si las armas con que hiere la tierra y con que quita la vida al malo son vivas y ardientes palabras, claro es que su obra de este brazo no es pelear con armas carnales contra los cuerpos, sino contra los vicios con armas de espíritu.

Y así, conforme a esto, le arma de punta en blanco con todas sus piezas en otro lugar, diciendo: «Vistióse por loriga justicia, y salud por yelmo de su cabeza; vistióse por vestiduras venganza, y el celo le cubijó como capa.» Por manera que las saetas que antes decía, que, enviadas con el vigor del brazo traspasan los cuerpos, son palabras agudas y enherboladas con gracia, que pasan el corazón de claro en claro. Y su espada famosa no se templó con acero en las fraguas de Vulcano para derramar la sangre cortando; ni es hierro visible, sino rayo de virtud invisible que pone a cuchillo todo lo que en nuestras almas es enemigo de Dios. Y sus lorigas y sus petos y sus arneses por el consiguiente, son virtudes heroicas del cielo, en quien todos los golpes enemigos se embotan. Piden a Dios la palabra, y no despiertan la vista para conocer la palabra que Dios les dio.

¿Cómo piden cosas de esta vida mortal, y que cada día las vemos en otros, y que comprendemos lo que valen y son, pues dice Dios por su profeta que el bien de su promesa y la calidad y grandeza de ella, ni el ojo la vio ni llegó jamás a los oídos, ni cayó nunca en el pensamiento del hombre? Vencer unas gentes a otras, bien sabemos qué es; el valor de las armas cada día lo vemos; no hay cosa que más se entienda ni más desee la carne que las riquezas y que el señorío. No promete Dios esto, pues lo que promete excede a todo nuestro deseo y sentido. Hacerse Dios hombre, eso no lo alcanza la carne; morir Dios en la humanidad que tomó, para dar vida a los suyos, eso vence el sentido; muriendo un hombre, al demonio, que tiranizaba los hombres, hacerlo sujeto y esclavo de ellos, ¿quién nunca lo oyó? Los que servían al infierno, convertirlos en ciudadanos del cielo y en hijos de Dios; y finalmente, hermosear con justicia las almas, desarraigando de ellas mil malos siniestros, y, hechas todas luz y justicia, a ellas y a los cuerpos vestirlos de gloria y de inmortalidad, ¿en qué deseo cupo jamás, por más que alargase la rienda al deseo?

Mas ¿en qué me detengo? El mismo profeta, ¿no pone abiertamente, y sin ningún rodeo ni velo, el oficio de Cristo, y su valentía y la calidad de sus guerras, en el capítulo sesenta y uno del profeta Isaías, adonde introduce a Cristo, que dice: «El espíritu del Señor está sobre Mí, a dar buena nueva a los mansos me envió?.» ¿No veis lo que dice? ¿Qué? Buena nueva a los mansos, no asalto a los muros. Más: «A curar los de corazón quebrantado.» ¡Y dice el error que a pasar por los filos de su espada a las gentes! «A predicar a los cautivos perdón.» A predicar; que no a guerrear. No a dar rienda a la saña, sino a publicar su indulgencia, y predicar el año en que se aplaca el Señor, y el día en que, como si se viese vengado, queda mansa su ira. A consolar a los que lloran, y a dar fortaleza a los que se lamentan. A darles guirnalda en lugar de la ceniza, y unción de gozo en lugar del duelo, y manto de loor en vez de la tristeza de espíritu.

Y para que no quedase duda ninguna, concluye: «Y serán llamados fuertes en justicia.» ¿Dónde están ahora los que, engañándose a sí mismos, se prometen fortaleza de armas, prometiendo declaradamente Dios fortaleza de virtud y de justicia?

Aquí Juliano, mirando alegremente a Marcelo:

-Paréceme -dijo-, Marcelo, que os he metido en calor, y bastaba el del día. Mas no me pesa de la ocasión que os he dado, porque me satisface mucho lo que habéis dicho; y porque no quede nada por decir, quiéroos también preguntar: ¿qué es la causa por donde Dios, ya que hacía promesa de este tan grande bien a su pueblo, se la encubrió debajo de palabras y bienes carnales y visibles, sabiendo que para ojos tan flacos como los de aquel pueblo era velo que los podía cegar; y sabiendo que para corazones tan aficionados al bien de la carne, como son los de aquéllos, era cebo que los había de engañar y enredar?

-No era cebo ni velo -respondió al punto Marcelo, pues juntamente con ello estaba luego la voz y la mano de Dios, que alzaba el velo y avisaba del cebo, descubriendo por mil maneras lo cierto de su promesa. Ellos mismos se cegaron y se enredaron de su voluntad.

-Por ventura yo no me he declarado -dijo entonces Juliano-, porque eso mismo es lo que pregunto. Que pues Dios sabía que se habían de cegar tomando de aquel lenguaje ocasión, ¿por qué no cortó la ocasión del todo? Y pues les descubría su voluntad y determinación, y se la descubría para que la entendiesen, ¿por qué no se la descubrió sin dejar escondrijo donde se pudiese encubrir el error? Porque no diréis que no quiso ser entendido, porque, si eso quisiera, callara; ni menos que no pudo darse a entender.

-Los secretos de Dios -respondió Marcelo encogiéndose en sí- son abismos profundos; por donde en ellos es ligero el dificultar, y el penetrar muy dificultoso. Y el ánimo fiel y cristiano más se ha de mostrar sabio en conocer que sería poco el saber de Dios si lo comprendiese nuestro saber, que ingenioso en remontar dificultades sobre lo que Dios hace y ordena. Y como sea esto así en todos los hechos de Dios, en este particular que toca a la ceguedad de aquel pueblo, el mismo San Pablo se encoge y parece que se retira; y aunque caminaba con el soplo del Espíritu Santo, coge las velas del entendimiento y las inclina diciendo: «¡Oh honduras de las riquezas y sabiduría y conocimiento de Dios, cuán no penetrables son sus juicios y cuán dificultosos de rastrear sus caminos!» Mas, por mucho que se esconda la verdad, como es luz, siempre echa algunos rayos de sí que dan bastante lumbre al alma humilde.

Y así digo ahora que, no porque algunos toman ocasión de pecar, conviene a la sabiduría de Dios mudar (o en el lenguaje con que nos habla, o en el orden con que nos gobierna, o en la disposición de las cosas que cría), lo que es en sí conveniente y bueno para la naturaleza en común. Bien sabéis que unos salen a hacer mal con la luz y que a otros la noche con sus tinieblas los convida a pecar; porque, ni el corsario correría a la presa si el sol no amaneciese, ni si no se pusiese, el adúltero macularía el lecho de su vecino. El mismo entendimiento y agudeza de ingenio de que Dios nos dotó, si atendemos a los muchos que usan mal de él, no nos lo diera, y dejara al hombre no hombre.

¿No dice San Pablo de la doctrina del Evangelio, que a unos es olor de vida para que vivan, y a otros de muerte para que mueran? ¿Qué fuera el mundo si, porque no se acrescentara la culpa de algunos, quedáramos todos en culpa? Esta manera de hablar, Juliano, adonde, con semejanzas y figuras de cosas que conocemos y vemos y amamos, nos da Dios noticia de sus bienes, y nos lo promete para la calidad y gusto de nuestro ingenio y condición, es muy útil y muy conveniente. Lo uno, porque todo nuestro conocimiento, así como comienza de los sentidos, así no conoce bien lo espiritual, sino es por semejanza de lo sensible que conoce primero. Lo otro, porque la semejanza que hay de lo uno a lo otro, advertida y conocida, aviva el gusto de nuestro entendimiento naturalmente, que es inclinado a cotejar unas cosas con otras, discurriendo por ellas; y así, cuando descubre alguna gran consonancia de propiedades entre cosas que son en naturaleza diversas, alégrase mucho y como saboréase en ello e imprímelo con más firmeza en las mentes. Y lo tercero, porque, de las cosas que sentimos, sabemos por experiencia lo gustoso y agradable que tienen; mas de las cosas del cielo no sabemos cuál sea ni cuánto su sabor y dulzura.

Pues para que cobremos afición y concibamos deseo de lo que nunca hemos gustado, preséntanoslo Dios debajo de lo que gustamos y amamos, para que, entendiendo que es aquello más y mejor que lo conocido, amemos en lo no conocido el deleite y contento que ya conocemos. Y como Dios se hizo hombre dulcísimo y amorosísimo, para que lo que no entendíamos de la dulzura y amor de su natural condición, que no veíamos, lo experimentásemos en el hombre que vemos, y de quien se vistió para comenzar allí a encender nuestra voluntad en su amor, así en el lenguaje de sus Escrituras nos habla como hombre a otros hombres, y nos dice sus bienes espirituales y altos, con palabras y figuras de cosas corporales que les son semejantes; y, para que los amemos, los enmiela con esta miel nuestra, digo, con lo que Él sabe que tenemos por miel.

Y si en todos es esto, en la gente de aquel pueblo de quien hablamos tiene más fuerza y razón por su natural y no creíble flaqueza, y, como divinamente dijo San Pablo por su infinita niñez. La cual demandaba que, como el ayo al muchacho pequeño le induce con golosinas a que aprenda el saber, así Dios a aquellos los levantase a la creencia y al deseo del cielo, ofreciéndoles y prometiéndoles, al parecer, bienes de la tierra.

Porque si en acabando de ver el infinito poder de Dios, y la grandeza de su amor para con ellos en las plagas de Egipto, y en el mar Bermejo dividido por medio; y si teniendo casi presente en los ojos el fuego y la nube del Siná, y el habla misma de Dios que les decía la ley sonando en sus oídos entonces; y si teniendo en la boca el maná que Dios les llovía; y si mirando ante sí la nube que los guiaba de día y les lucía de noche, venidos a la entrada de la tierra de Canaán, adonde Dios los llevaba, en oyendo que la moraban hombres valientes, temieron y desconfiaron, y volvieron atrás, llorando fea y vilmente; y no creyeron que, quien pudo romper el mar en sus ojos, podría derrocar unos muros de tierra; y ni la riqueza y abundancia de la tierra que veían y amaban, ni la experiencia de la fortaleza de Dios los pudo mover adelante; si luego y de primera instancia, y por sus palabras sencillas y claras, les prometiera Dios la encarnación de su Hijo y lo espiritual de sus bienes, y lo que ni sentían ni podían sentir, ni se les podía dar luego, sino en otra vida y después de haber dado largas vueltas los siglos; ¿cuándo, me decid, o cómo, o en qué manera, aquellos o lo creyeran o lo estimaran? Sin duda fuera cosa sin fruto.

Y así, todo lo grande y apartado de nuestra vida que Dios les promete, se lo pone tratable y deseable, saboreándoselo de esta manera que he dicho. Y particularmente en este misterio y promesa de Cristo, para asentársela en la memoria y en la afición, se la ofrece en los Libros divinos casi siempre vestida con una de dos figuras. Porque lo que toca a la gracia que desciende de Cristo en las almas, y a lo que en ella fructifica esta gracia, díceselo debajo de semejanzas tomadas de la cultura del campo y de la naturaleza de él. Y, como vimos esta mañana, para figurar este negocio hace sus cielos y tierra, y sus nubes y lluvia, y sus montes y valles, y nombra trigo, y vides, y olivas, con grande propiedad y hermosura. Mas lo que pertenece a lo que antes de esto hizo Cristo, venciendo al demonio en la cruz, y despojando el infierno y triunfando de él y de la muerte, y subiéndose al cielo para juntar después a sí mismo todo su cuerpo, represéntaselo con nombres de guerras y victorias visibles, y alza luego la bandera y suena la trompa y relumbra la espada; y píntalo a las veces con tanta demostración, que casi se oye el ruido de las armas y el alarido de los que huyen; y la victoria alegre de los que vencen casi se ve.

Y demás de esto (si va a decir lo que siento), la dureza, Juliano, de aquella gente, y la poca confianza que siempre tuvieron en Dios, y los pecados grandes contra Él que de ella nacieron en aquel pueblo luego en su primer principio, y se fueron después siempre con él continuando y creciendo (feos, ingratos, enormes pecados), dieron a Dios causa justísima para que tuviese por bueno el hablarles así figurada y revueltamente.

Porque de la manera que en la luz de la profecía da Dios mayor o menor luz, según la disposición y capacidad y calidad del profeta, y una misma verdad a unos se la descubre por sueños y a otros despiertos, pero por imágenes corporales y oscuras que se le figuran en la fantasía, y a otros por palabras puras y sencillas; y como un mismo rostro, en muchos espejos más y menos claros y verdaderos, se muestra por diferente manera; así Dios, esta verdad de su Hijo, y la historia y calidad de sus hechos, conforme a los pecados y mala disposición de aquella gente, así se la dijo algo encubierta y oscura. Y quiso hablarles así, porque entendió que, para los que entre ellos eran y habían de ser buenos y fieles, aquello bastaba; y que a los otros contumaces perdidos no se les debía más luz.

Por manera que vio que a los unos aquella medianamente encubierta verdad les serviría de honesto ejercicio buscándola, y de santo deleite hallándola, y que eso mismo sería tropiezo y lazo para los otros, pero merecido tropiezo por sus muchos y graves pecados. Por los cuales, caminando sin rienda y aventajándose siempre a sí mismo, como por grados que ellos perdidamente se edificaron, llegaron a merecer este mal que fue el sumo de todos: que teniendo delante de los ojos su vida, abrazasen la muerte; y que aborreciesen a su único suspiro y deseo cuando le tuvieron presente; o, por mejor decir, que viéndole no le viesen, ni le oyesen oyéndole, y que palpasen en las tinieblas estando rodeados de luz; y merecieron, pecando, pecar más, y llegar a cegarse hasta poner las manos en Cristo, y darle muerte, y negarle y blasfemar de Él, que fue llegar al fin del pecado.

¿Levántoselo ahora yo, o no se lo dijo por Isaías Dios mucho antes? «Cegaré el corazón de este pueblo y ensordecerles he los oídos, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan, y no se conviertan a Mí ni los sane Yo.» Y que sirviese para esta ceguedad y sordez el hablarles Dios en figuras y en parábolas, manifiéstalo Cristo, diciendo: «A vosotros es dado conocer el misterio del reino; pero a los demás en parábolas, para que viéndolo no lo vean, y oyéndolo no lo oigan.»

Mas pues éstos son ciegos y sordos, y porfían en serlo, dejémoslos en su ceguedad y pasemos a declarar la fuerza de este brazo invencible. Y diciendo esto Marcelo, y mirando hacia Sabino, añadió:

-Si a Sabino no le parece que queda alguna otra cosa por declarar.

Y dijo esto Marcelo porque Sabino, en cuanto él hablaba, ya por dos veces había hecho significación de quererle preguntar algo, inclinándose a él con el cuerpo y enderezando el rostro y los ojos en él.

Mas Sabino le respondió:

-Cosa era lo que se me ofrecía de poca importancia, y ya me parecía dejarla; mas, pues me convidáis a que la diga, decidme, Marcelo: si fue pena de sus pecados en los judíos el hablarles Dios por figuras, y se cegaron en el entendimiento de ellas por ser pecadores; y si, por haberse cegado, desconocieron y trajeron a Jesucristo a la muerte, ¿podréisme por ventura mostrar en ellos algún pecado primero tan malo y tan grande que mereciese ser causa de este último y gravísimo pecado que hicieron después?

-Excusado es buscar uno -respondió Marcelo- adonde hubo tan enormes pecados y tantos. Mas, aunque esto es así, no carece de razón vuestra pregunta, Sabino; porque, si atendemos bien a lo que por Moisés está escrito, podremos decir que en el pecado de la adoración del becerro merecieron (como en culpa principal) que, permitiéndolo Dios, desconociesen y negasen a Cristo después. Y podremos decir que de aquella fuente manó esta mala corriente, que, creciendo con otras avenidas menores, vino a ser un abismo de mal.

Porque si alguno quisiere pesar, con peso justo y fiel, todas las cualidades de mal que en aquel pecado juntas concurren, conocerá luego que fue justamente merecedor de un castigo tan señalado como es la ceguedad en que están, no conociendo a Jesús por Mesías, y como son los males y miserias en que han incurrido por causa de ella.

No quiero decir ahora que los había Dios sacado de la servidumbre de Egipto, y que les había abierto con nueva maravilla el mar, y que la memoria de estos beneficios la tenían reciente; lo que digo para verdadero conocimiento de su grave maldad es esto: que en este tiempo y punto volvieron las espaldas a Dios cuando le tenían delante de los ojos presente encima de la cumbre del monte, cuando ellos estaban alojados a la falda del Siná, cuando veían la nube y el fuego, testigos manifiestos de su presencia; cuando sabían que Moisés estaba hablando con Él; cuando acababan de recibir la ley, la cual ellos comenzaron a oír de su misma boca de Dios, y, movidos de un temor religioso, no se tuvieron por dignos para oírla del todo, y pidieron que Moisés por todos la oyese.

Así que, viendo a Dios, se olvidaron de Dios; y mirándole, le negaron; y, teniéndole en los ojos, le borraron de la memoria.

Mas ¿por qué le borraron? No se puede decir más breve ni más encarecidamente que la Escritura lo dice: ¡Por un becerro que comía heno! Y aun no por becerro vivo que comía, sino por imagen de becerro que parecía comer, hecha por sus mismas manos en aquel punto. A aquél los desatinados dijeron: Éste, éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de la servidumbre de Egipto.

¿Qué flaqueza, pregunto, o qué desamor habían hallado en Dios hasta entonces? O ¿qué mayor fortaleza esperaban de un poco de oro mal figurado? O ¿qué palabras encarecen debidamente tan grande ceguedad y maldad? Pues los que tan de balde y tan por su sola malicia y liviandad increíble se cegaron allí, justísimo fue, y Dios derechamente lo permitió, que se cegasen aquí en el conocimiento de su único bien.

Y porque no parezca que lo adivinamos ahora nosotros, Moisés en su cántico y en persona de Dios, y hablando de este mismo becerro de que hablamos, tan mal adorado, se lo profetiza y dice de esta manera: «Estos me provocaron a Mí en lo que no era Dios; pues Yo los provocaré a ellos, conviene a saber, a envidia y dolor, llamando a mi gracia y a la rica posesión de mis bienes a una gente vil, y que en su estima de ellos no es gente.» Como diciéndoles que, por cuanto ellos le habían dejado por adorar un metal, Él los dejaría a ellos y abrazaría a la gentilidad, gente muy pecadora y muy despreciada. Porque sabida cosa es, así como lo enseña San Pablo, que el haber desconocido a Cristo aquel pueblo fue el medio por donde se hizo este trueque y traspaso, en que él quedó desechado y despojado de la Religión verdadera, y se pasó la posesión de ella a las gentes.

Mas traigamos a la memoria y pongamos delante de ella lo que entonces pasó y lo que por orden de Dios hizo Moisés; que el mismo hecho será pintura viva y testimonio expreso de esto que digo. ¿No dice la Escritura en aquel lugar que, abajando Moisés del monte, habiendo visto y conocido el mal recaudo del pueblo, quebró, dando en el suelo con ellas, las tablas de la ley que traía en las manos y que el tabernáculo adonde descendía Dios y hablaba con Moisés le sacó Moisés luego del real y de entre las tiendas de los hebreos, y lo asentó en otro lugar muy apartado de aquél? Pues ¿qué fue esto sino decir y profetizar figuradamente lo que, en castigo y pena de aquel exceso, había de suceder a los judíos después? Que el tabernáculo donde mora perpetuamente Dios, que es la naturaleza humana de Jesucristo, que había nacido de ellos y estaba residiendo entre ellos, se había de alejar, por su desconocimiento, de entre los mismos, y que la ley que les había dado, y que ellos con tanto cuidado guardan ahora, les había de ser, como es, cosa perdida y sin fruto, y que habían de mirar, como ven ahora, sin menearse de sus lugares y errores, las espaldas de Moisés, esto es, la sombra y la corteza de su Escritura. La cual, siendo de ellos, no vive con ellos, antes los deja y se pasa a otra parte delante de sus ojos, y mirándolo con grave dolor. Así que por sus pecados todos, y, entre todos, por este del becerro que digo, fueron merecedores de que ni Dios les hablase a la clara, ni ellos tuviesen vista para entender lo que se les hablaba.

Mas, pues hemos dicho acerca de esto todo lo que convenía decir, digamos ya la calidad de este brazo, y aquello a que se extiende su fuerza.

Y como se callase Marcelo aquí un poco, tornó luego a decir:

-De Lactancio Firmiano se escribe, como sabéis, que tuvo más vigor escribiendo contra los errores gentiles que eficacia confirmando nuestras verdades, y que convenció mejor el error ajeno que probó su propósito. Mas yo, aunque no le conviene a ninguno prometer nada de sí, confiado de la naturaleza de las mismas cosas, oso esperar que si acertare a decir con palabras sencillas las hazañas que hizo Dios por medio de Cristo, y las obras de fortaleza; por cuya causa se llama su brazo, que por Él acabó, ello mismo hará prueba de sí tan eficaz, que sin otro argumento se esforzará a sí mismo y se demostrará que es verdadero, y convencerá de falso a lo contrario. Y para que yo pueda ahora, refiriendo estas obras, mostrar la fuerza de ellas mejor, antes que las refiera, me conviene presuponer que a Dios, que es infinitamente fuerte y poderoso, y que para el hacer le basta sólo el querer, ninguna cosa que hiciese le sería contada a gran valentía, si la hiciese usando de su poder absoluto y de la ventaja que hace a todas las demás cosas en fuerzas.

Por donde lo grande y lo que más espanto nos pone, y lo que más nos demuestra lo inmenso de su no comprensible poder y saber, es cuando hace sus cosas sin parecer que las hace, y cuando trae a debido fin lo que ordena, sin romper alguna ley ordenada y sin hacer violencia; y cuando sin poner Él en ello, a lo que parece, su particular cuidado o sus manos, ello de sí mismo se hace; antes con las manos mismas y con los hechos de los que lo desean impedir y se trabajan en impedirlo, no sabréis cómo ni de qué manera viene ello casi de suyo a hacerse. Y es propia manera ésta de la fortaleza a quien la prudencia acompaña. Y en la prudencia, lo más fino de ella y en lo que más se señala, es el dar orden cómo se venga a fines extremados y altos y dificultosos por medios comunes y llanos, sin que en ellos se turbe en los demás el buen orden. Y Dios se precia de hacerlo así siempre, porque es en lo que más se descubre y resplandece su mucho saber. Y entre los hombres, los que gobernaron bien, siempre procuraron, cuanto pudieron, avecinar a esta imagen de gobierno sus ordenanzas. La cual imagen apenas la imitan ni conocen los que el día de hoy gobiernan. Y con otras muchas cosas divinas, de las cuales ahora tenemos solamente la sombra, también se ha perdido la fineza de esta virtud en los que nos rigen, que, atentos muchas veces a un fin particular que pretenden, usan de medios y ponen leyes que estorban otros fines mayores, y hacen violencia a la buena gobernación en cien cosas, por salir con una cosa sola que les agrada.

Y aun están algunos tan ciegos en esto, que entonces presumen de sí, cuando con leyes, que cada una de ellas quebranta otras leyes mejores, estrechan el negocio de tal manera, que reducen a lance forzoso lo que pretenden. Y cuando suben, como dicen, el agua por una torre, entonces se tienen por la misma prudencia y por el dechado de toda la buena gobernación, como, si sirviera para nuestro propósito, lo pudiera yo ahora mostrar por muchos ejemplos.

Pues quedando esto así, para conocer claramente las grandezas que hizo Dios por este brazo suyo, convendrá poner delante los ojos la dificultad y la muchedumbre de las cosas que convenía y era necesario que fuesen hechas por Dios para la salud de los hombres. Porque, conocido lo mucho y lo dificultoso que se había de hacer, y la contrariedad que ello entre sí mismo tenía, y conocido cómo las unas partes de ello impedían la ejecución de las otras, y vista la forma y facilidad, y, si conviene decirlo así, la destreza con que Dios por Cristo proveyó a todo y lo hizo como de un golpe, quedará manifiesta la grandeza del poder de Dios y la razón justísima que tiene para llamar a Cristo brazo suyo y valentía suya.

Decíamos, pues, hoy, que Lucifer, enamorado vanamente de sí, apeteció para sí lo que Dios ordenaba para honra del hombre en Jesucristo. Y decíamos que saliendo de la obediencia y de la gracia de Dios por esta soberbia, y cayendo de felicidad en miseria, concibió enojo contra Dios y mortal envidia contra los hombres. Y decíamos que, movido y aguzado de estas pasiones, procuró poner todas sus mañas e ingenio en que el hombre, quebrantando la ley de Dios, se apartase de Dios; para que, apartado de Él, ni el hombre viniese a la felicidad que se le aparejaba, ni Dios trajese a fin próspero su determinación y consejo. Y que así persuadió al hombre que traspasase el mandamiento de Dios, y que el hombre lo traspasó; y que, hecho esto, el demonio se tuvo por vencedor, porque sabía que Dios no podía no cumplir su palabra, y que su palabra era que muriese el hombre el día que traspasase su ley.

Pues digo ahora (añadiendo sobre esto lo que para esto de que vamos hablando conviene) que, destruido el hombre, y puesto por esta manera en desorden y en confusión el consejo de Dios, y quedando contento de sí y de su buen suceso el demonio, pertenecía al honor y a la grandeza de Dios que volviese por sí y que pusiese en todo conveniente remedio; y ofrecíase juntamente grande muchedumbre de cosas diferentes y casi contrarias entre sí, que pedían remedio.

Porque, lo primero, el hombre había de ser castigado y había de morir, porque de otra manera no cumplía Dios ni con su palabra ni con su justicia. Lo segundo, para que no careciese de efecto el consejo primero, había de vivir el hombre y había de ser remediado. Lo tercero, convenía también que Lucifer fuese tratado conforme a lo que merecía su hecho y osadía, en la cual había mucho que considerar: porque, lo uno, fue soberbio contra Dios; lo otro, fue envidioso del hombre. Y en lo que con el hombre hizo, no sólo pretendió apartarle de Dios, sino sujetarle a su tiranía, haciéndose él señor y cabeza por razón del pecado. Y demás de esto, procedió en ello con maña y engaño, y quiso, como en cierta manera, competir con Dios en sabiduría y consejo, y procuró como atarle con sus mismas palabras y con sus mismas armas vencerle.

Por lo cual, para que fuese conveniente el castigo de estos excesos, y para que fuesen respondiendo bien la pena y la culpa, la pena justa de la soberbia que Lucifer tuvo era que, al que quiso ser uno con Dios, le hiciese Dios siervo y esclavo del hombre. Y, asimismo, porque el dolor de la envidia es la felicidad de aquello que envidia, la pena propia del demonio, envidioso del hombre, era hacer al hombre bienaventurado y glorioso. Y la osadía de haber cutido con Dios en el saber y en el aviso no recibía su debido castigo sino haciendo Dios que su aviso y su astucia del demonio fuese su mismo lazo, y que perdiese a sí y a su hecho por aquello mismo por donde lo pensaba alcanzar, y que se destruyese pensando valerse.

Y en consecuencia de esto, si se podía hacer, convenía mucho a Dios hacerlo: que el pecado y la muerte que puso el demonio en el hombre para quitarle su bien, fuesen, lo uno, ocasión y, lo otro, causa de su mayor bienandanza; y que viviese verdaderamente el hombre por haber habido muerte, y por haber habido miseria y pena y dolor, viniese a ser verdaderamente dichoso; y que la muerte y la pena, por donde a los hombres les viniese este bien, la ordenase y la trajese a debida ejecución el demonio, poniendo en ella todas sus fuerzas, como en cosa que, según su imaginación, le importaba. Y, sobre todo, cumplía que, en la ejecución y obra de todo esto que he dicho, no usase Dios de su absoluto poder ni quebrantase el suave orden y trabazón de sus leyes; sino que, yéndose el mundo como se va y sin sacarle de madre, se viniese haciendo ello mismo. Esto, pues, había en la maldad del demonio y en la miseria y caída del hombre, y en el respeto de la honra de Dios; y cada una de estas cosas, para ser debidamente o castigada o remediada, pedía el orden que he dicho, y no cumplía consigo misma y con su reputación y honor la potencia divina si en algo de eso faltaba, o si usaba en la ejecución de ello de su poder absoluto.

Mas, pregunto: ¿qué hizo? ¿Enfadóse, por ventura, de un negocio tan enredado, y apartó su cuidado de él enfadándose? De ninguna manera. ¿Dio, por caso, salida y remedio a lo uno, y dejó sin medicina a lo otro, impedido de la dificultad de las cosas? Antes puso recaudo en todas. ¿Usó de su absoluto poder? No, sino de suma igualdad y justicia. ¿Fueron, por dicha, grandes ejércitos de ángeles los que juntó para ello? ¿Movió guerra al demonio a la descubierta, y, en batalla campal y partida, le venció y le quitó la presa? Con sólo un hombre venció. ¿Qué digo un hombre? Con sólo permitir que el demonio pusiese a un hombre en la cruz, y le diese allí muerte trujo a felicísimo efecto todas las cosas que arriba dije juntas y enteras.

Porque verdaderamente fue así: que sólo el morir Cristo en la cruz, adonde subió por su permisión, y por las manos del demonio y de sus ministros, por ser persona divina la que murió, y por ser la naturaleza humana en que murió inocente y de todo pecado libre, y santísima y perfectísima naturaleza, y por ser naturaleza de nuestro metal y linaje, y naturaleza dotada de virtud general y de fecundidad para engendrar nuevo ser y nacimiento en nosotros, y por estar nosotros en ella por esta causa como encerrados; así que aquella muerte, por todas estas razones y títulos, conforme a todo rigor de justicia, bastó por toda la muerte a que estaba el linaje humano obligado por justa sentencia de Dios, y satisfizo, cuanto es de su parte, por todo el pecado; y puso al hombre, no sólo en libertad del demonio, sino también en la inmortalidad y gloria y posesión de los bienes de Dios.

Y porque puso el demonio las manos en el inocente y en aquel que por ninguna razón de pecado le estaba sujeto, y pasó ciego la ley de su orden, perdió justísimamente el vasallaje que sobre los hombres por su culpa de ellos tenía; y le fueron quitados, como de entre las uñas, mil queridos despojos; y él mereció quedar por esclavo sujeto de aquel que mató; y el que murió, por haber nacido sin deber nada a la muerte, no sólo en su persona, sino también en las de sus miembros, acocea, como a siervo rebelde y fugitivo, al demonio.

Y quedó de esta manera, por pura ley, aquel soberbio, y aquel orgulloso, y aquel enemigo y sangriento tirano, abatido y vencido. Y el que mala y engañosamente al sencillo y flaco hombre, prometiéndole bien, había hecho su esclavo, es ahora pisado y hollado del hombre, que es ya su señor por el merecimiento de la muerte de Cristo. Y para que el malo reviente de envidia, aquellos mismos a quienes envidió y quitó el paraíso en la tierra, en Cristo lo ve hechos una misma cosa con Dios en el cielo. Y porque presumía mucho de su saber, ordenó Dios que él por sus mismas manos se hiciese a sí mismo este gran mal, y con la muerte que él había introducido en el mundo, dándola a Cristo, dio muerte a sí y dio vida al mundo. Y cuando más el desventurado rabiare y despechare, y, ansioso, se volviere a mil partes, no podrá formar queja si no es de sí sólo que, buscando la muerte a Cristo, a sí se derrocó a la miseria extrema; y al hombre, que aborrecía, sacándole de esta miseria, le levantó a gloria soberana, y esclareció y engrandeció por extremo el poder y saber de Dios, que es lo que más al enemigo le duele.

¡Oh grandeza de Dios nunca oída! ¡Oh sola verdadera muestra de su fuerza infinita y de su no medido saber! ¿Qué puede calumniar aquí ahora el judío, o qué armas le quedan con que pueda defender más su error? ¿Puede negar que pecó el primer hombre? ¿No estaban todos los hombres sujetos a muerte y a miseria, y como cautivos de sus pecados? ¿Negará que los demonios tiranizaban al mundo? O ¿dirá, por ventura, que no le tocaba al honor y bondad de Dios poner remedio en este mal, y volver por su causa, y derrocar al demonio, y redimir al hombre, y sacarle de una cárcel tan fiera? O ¿será menor hazaña y grandeza vencer este león, o menos digna de Dios, que poner en huida los escuadrones humanos, y vencer los ejércitos de los hombres mortales? O ¿hallará, aunque más se desvele, manera más eficaz, más cabal, más breve, más sabia, más honrosa, o en quien más resplandezca toda la sabiduría de Dios, que ésta de que, como decimos, usó, y de que usó en realidad de verdad, por medio del esfuerzo y de la sangre y de la obediencia de Cristo? O, si son famosos entre los hombres, y de claro nombre, los capitanes que vencen a otros, ¿podrán negar a Cristo infinito y esclarecidísimo nombre de virtud y valor, que acometió por sí solo una tan alta empresa, y al fin le dio cima?

Pues todo esto que hemos dicho obró y mereció Cristo muriendo. Y después de muerto, poniéndolo en ejecución, despojó luego el infierno, bajando a él, y pisó la soberbia de Lucifer y encadenóle; y, volviendo el tercer día a la vida para no morir más, rodeado de sus despojos subió triunfando al cielo, de donde el soberbio cayera; y colocó nuestra sangre y nuestra carne en el lugar que el malvado apeteció, a la diestra de Dios. Y hecho señor, en cuanto hombre, de todas las criaturas, y juez y salud de ellas, para poner en efecto en ellas y en nosotros mismos la eficacia de su remedio, y para llevar a sí y subir a su mismo asiento a sus miembros y para, al fuerte tirano (que encadenó y despojó en el infierno), quitarle de la posesión malvada y de la adoración injusta que se usurpaba en la tierra, envió desde el cielo al suelo su Espíritu sobre sus humildes y pequeños discípulos; y, armándolos con él, les mandó mover guerra contra los tiranos y adoradores de ídolos, y contra los sabios vanos y presuntuosos que tenía por ministros suyos el demonio en el mundo.

Y como hacen los grandes maestros, que lo más dificultoso y más principal de las obras lo hacen ellos por sí, y dejan a sus obreros lo de menos trabajo, así Cristo, vencido que hubo por sí y por su persona al espíritu de la maldad, dio a los suyos que moviesen guerra a sus miembros. Los cuales discípulos la movieron osadamente, y la vencieron más esforzadamente; y quitaron la posesión de la tierra al príncipe de las tinieblas, derrocando por el suelo su adoración y su silla.

Mas ¡cuántas proezas comprende en sí esta proeza! Y esta nueva maravilla, ¡cuántas maravillas encierra! Pongamos delante de los ojos del entendimiento lo que ya vieron los ojos del cuerpo; y lo que pasó en hecho de verdad en el tiempo pasado, figurémoslo ahora.

Pongamos de una parte doce hombres desnudos de todo lo que el mundo llama valor, bajos de suelo, humildes de condición, simples en las palabras, sin letras, sin amigos y sin valedores; y, luego, de la otra parte, pongamos toda la monarquía del mundo, y las religiones o persuasiones de religión que en él estaban fundadas por mil siglos pasados, y los sacerdotes de ellas, y los templos, y los demonios que en ellos eran servidos, y las leyes de los príncipes, y las ordenanzas de las repúblicas y comunidades, y los mismos príncipes y repúblicas: que es poner aquí doce hombres humildes y allí todo el mundo y todos los hombres y todos los demonios con todo su saber y poder.

Pues una maravilla es, y maravilla que, si no se viera por vista de ojos, jamás se creyera, que tan pocos osasen mover contra tantos. Y ya que movieron, otra maravilla es que, en viendo el fuego que contra ellos el enemigo encendía en los corazones contrarios, y en viendo el coraje y fiereza y amenaza de ellos, no desistiesen de su pretensión. Y maravilla es que tuviese ánimo un hombre pobrecillo y extraño de entrar en Roma (digamos ahora que entonces tenía el cetro del mundo, y era la casa y morada donde se asentaba el imperio), así que osase entrar en la majestad de Roma un pobre hombre, y decir a voces en sus plazas de ella que eran demonios sus ídolos, y que la religión y manera de vida que recibieron de sus antepasados era vanidad y maldad. Y maravilla es que una tal osadía tuviese suceso; y que el suceso fuese tan feliz como fue, es maravilla que vence el sentido.

Y si estuvieran las gentes obligadas por sus religiones a algunas leyes dificultosas y ásperas, y si los Apóstoles los convidaran con deleite y soltura, aunque era dificultoso mudarse todos los hombres de aquello en que habían nacido, y aunque el respeto de los antepasados de quien lo heredaron, y la autoridad y dichos de muchos excelentes en elocuencia y en letras que lo aprobaron, y toda la costumbre antigua e inmemorial, y, sobre todo, el común consentimiento de las naciones todas, que convenían en ello, les hacía tenerlo por firme y verdadero; pero, aunque romper con tantos respetos y obligaciones era extrañamente difícil, todavía se pudiera creer que el amor demasiado con que la naturaleza lleva a cada uno a su propia libertad y contento, había sido causa de una semejante mudanza.

Mas fue todo al revés: que ellos vivían en vida y religión libre, y que alargaba la rienda a todo lo que pide el deseo; y los Apóstoles, en lo que toca a la vida, los llamaban a una suma aspereza, a la continencia, al ayuno, a la pobreza, al desprecio de todo cuanto se ve. Y en lo que toca a las creencias, les anunciaban lo que a la razón humana parece increíble, y decíanles que no tuviesen por dioses a los que les dieron por dioses sus padres, y que tuviesen por Dios y por Hijo de Dios a un hombre a quien los judíos dieron muerte de cruz. Y el muerto en la cruz dio vigor no creíble a esta palabra.

Por manera que este hecho, por dondequiera que le miremos, es hecho maravilloso. Maravilloso en el poco aparato con que se principió, maravilloso en la presteza con que vino a crecimiento, y más maravilloso en el grandísimo crecimiento a que vino; y, sobre todo, maravilloso en la forma y manera como vino. Porque si sucediera así, que algunos persuadidos al principio por los Apóstoles, y por aquellos persuadiéndose otros, y todos juntos y hechos un cuerpo y con las armas en la mano se hicieran señores de una ciudad, y de allí, peleando, sujetaran sí la comarca, y, poco a poco, cobrando más fuerzas, ocuparan un reino, y como a Roma le aconteció, que, hecha señora de Italia, movió guerra a toda la tierra, así ellos, hechos poderosos y guerreando vencieran el mundo y le mudaran sus leyes; si así fuera, menos fuera de maravillar. Así subió Roma a su imperio: así también la ciudad de Cartago vino a alcanzar grande poder muchos poderosos reinos crecieron de semejantes principios: la secta de Mahoma, falsísima, por este camino ha cundido; y la potencia del Turco, de quien ahora tiembla la tierra, principio tuvo de ocasiones más flacas; y, finalmente, de esta manera se esfuerzan y crecen y sobrepujan los hombres unos a otros.

Mas nuestro hecho, porque era hecho verdaderamente de Dios, fue por muy diferente camino. Nunca se juntaron los Apóstoles y los que creyeron a los Apóstoles para acometer, sino para padecer y sufrir; sus armas no fueron hierro, sino paciencia jamás oída. Morían, y muriendo vencían. Cuando caían en el suelo degollados nuestros maestros, se levantaban nuevos discípulos; y la tierra, cobrando virtud de su sangre, producía nuevos frutos de fe; y el temor y la muerte, que espanta naturalmente y aparta, atraía y acodiciaba a las gentes a la fe de la Iglesia. Y, como Cristo muriendo venció, así, para mostrarse brazo y valentía verdadera de Dios, ordenó que hiciese alarde el demonio de todos sus miembros, y que los encendiese en crueldad cuanto quisiese, armándolos con hierro y con fuego. Y no les embotó las espadas, como pudiera, ni se las quitó de las manos, ni hizo a los suyos con cuerpos no penetrables al hierro, como dicen de Aquiles, sino antes se los puso, como suelen decir, en las uñas, y les permitió que ejecutasen en ellos toda su crueza y fiereza; y, lo que vence a toda razón, muriendo los fieles, y los infieles dándoles muerte, diciendo los infieles «matemos», y los fieles diciendo «muramos», pereció totalmente la infidelidad y creció la fe y se extendió cuanto es grande la tierra.

Y venciendo siempre, a lo que parecía, nuestros enemigos, quedaron, no sólo vencidos, sino consumidos del todo y deshechos, como lo dice por hermosa manera Zacarías, profeta: «Y será éste el azote con que herirá el Señor a todas las gentes que tomaren armas contra Jerusalén; la carne de cada uno, estando él levantado y sobre sus pies, deshecha se consumirá; y también sus ojos, dentro de sus cuencas sumidos, serán hechos marchitos, y secaráseles la lengua dentro de la boca.»

Adonde, como veis, no se dice que había de poner otro alguno las manos en ellos para darles la muerte, sino que ellos de suyo se habían de consumir y secar y venir a menos, como acontece a los éticos; y que habían de venir a caerse de suyo, y esto, al parecer, no derrocados por otros, sino estando levantados y sobre sus pies. Porque siempre los enemigos de la Iglesia ejecutaron su crueldad contra ella, y quitaron a los fieles, cuantas veces quisieron, las vidas, y pisaron victoriosos sobre la sangre cristiana; mas también aconteció siempre que, cayendo los mártires, venían al suelo los ídolos y se consumían los martirizadores gentiles; y, multiplicándose con la muerte de los unos la fe de los otros, se levantaban y acrecentaban los fieles, hasta que vino a reinar en todos la fe.

Vengan ahora, pues, los que se ceban de sólo aquello que el sentido aprende, y los que, esclavos de la letra muerta, esperan batallas y triunfos y señoríos de la tierra, porque algunas palabras lo suenan así. Y si no quieren creer la victoria secreta y espiritual y la redención de las almas (que servían a la maldad y al demonio), que obró Cristo en la cruz, porque no se ve con los ojos y porque ni ellos para verlo tienen los ojos de fe que son menester; esto, a lo menos, que pasó y pasa públicamente y que lo vio todo el mundo: la caída de los ídolos y la sujeción de todas las gentes a Cristo, y la manera como las sujetó y las venció.

Pues vengan, y dígannos si les parece este hecho pequeño o usado o visto otra vez, o siquiera imaginado como posible el poder de este hecho antes que por el hecho se viese. Dígannos si responde mejor con las promesas divinas, y si las hinche más este vencimiento, y si es más digno de Dios que las armas que fantasea su desatino. ¿Qué victoria, aunque junten en uno todo lo próspero en armas y lo victorioso y valeroso que ha habido, traída con esta victoria a comparación, tiene ser? ¿Qué triunfo o qué carro vio el sol que iguale con éste? ¿Qué color les queda ya a los miserables, o qué apariencia para perseverar en su error?

Yo persuadido estoy para mí (y téngolo por cosa evidente), que sola esta conversión del mundo, considerada como se debe, pone la verdad de nuestra Religión fuera de toda duda y cuestión, y hace argumento por ella tan necesario, que no deja respuesta a ninguna infidelidad, por aguda y maliciosa que sea, sino que, por más que se aguce y esfuerce, la doma y la ata y la convence, y es argumento breve y clarísimo, y que se compone todo él de lo que toca al sentido.

Porque ruégoos, Juliano y Sabino, que me digáis (y si mi ingenio por su flaqueza no pasa adelante, tended vosotros la vista aguda de los vuestros, quizá veréis más); así que decidme: hablando ahora de Cristo y de las cosas y obras suyas que a todas las gentes, así fieles como infieles, fueron notorias, así las que hizo Él por sí en su vida, como las que hicieron sus discípulos de Él después de su muerte, decidme: ¿No es evidente a todo entendimiento, por más ciego que sea, que aquello se hizo por virtud de Dios, o por virtud del demonio, y que ninguna fuerza de hombre, no siendo favorecido de alguna otra mayor, no era poderosa para hacer lo que, viéndolo todos, hicieron Cristo y los suyos? Evidente es esto, sin duda; porque aquellas obras maravillosas que las historias de los mismos infieles publican, y la conversión de toda la gentilidad, que es notoria a todos ellos y fue la más milagrosa obra de todas, así que, estas maravillas y milagros tan grandes necesaria cosa es decir que fueron, o falsos, o verdaderos milagros; y, si falsos, que los hizo el demonio, y, si verdaderos, que los obró Dios.

Pues siendo esto así, como es, si fuere evidente que no los hizo el poder del demonio, quedará convencido que Dios los obró. Y es evidente que no los hizo el demonio; porque por ellos, como todas las gentes lo vieron, fue destruido el demonio, y su poder, y el señorío que tenía en el mundo, derrocándole los hombres sus templos y negándole el culto y servicio que le daban antes, y blasfemando de él.

Y lo que pasó entonces en toda la redondez del orbe romano pasó en la edad de nuestros padres y pasa ahora en la nuestra, y por vista de ojos lo vemos en el mundo nuevamente hallado; en el cual, desplegando por él su victoriosa bandera, la palabra del Evangelio destierra por doquiera que pasa la adoración de los ídolos.

Por manera que Cristo, o es brazo de Dios, o es poder del demonio; y no es poder del demonio, como es evidente, porque deshace y arruina el poder del demonio; luego, evidentemente, es brazo de Dios.

¡Oh, cómo es la luz de la verdad, y cómo ella misma se dice y defiende, y sube en alto y resplandece, y se pone en lugar seguro y libre de contradicción! ¿No veis con cuán simples y breves palabras la pura verdad se concluye? Que torno a decirlo otra y tercera vez. Si Cristo no fue error del demonio, de necesidad se concluye que fue luz y verdad de Dios, porque entre ello no hay medio. Y si Cristo destruyó el ser y saber y poder del demonio, como de hecho le destruyó, evidente es que no fue ministro ni fautor del demonio.

Humíllese, pues, a la verdad la infidelidad; y, convencida, confiese que Cristo, nuestro bien, no es invención del demonio, sino verdad de Dios y fuerza suya, y su justicia, y su valentía, y su nombrado y poderoso brazo. El cual, si tan valeroso nos parece en esto que ha hecho, en lo que le resta por hacer y nos tiene prometido de hacerlo, ¿que nos parecerá cuando lo hiciere, y cuando, como escribe San Pablo, dejare vacías, esto es, depusiere de su ser y valor a todas las potestades y principados, sujetando a sí y a su poder enteramente todas las cosas para que reine Dios en todas ellas cuando diere fin al pecado, y acabare la muerte, y sepultare en el infierno para nunca salir de allí la cabeza y el cuerpo del mal?

Mucho más es lo que se pudiera decir acerca de este propósito; mas, para dar lugar a lo que nos resta, basta lo dicho y aun sobra, a lo que parece, según es grande la prisa que se da el sol en llevarnos el día.

Aquí Juliano, levantando los ojos, miró hacia el sol que ya se iba a poner, y dijo:

-Huyen las horas, y casi no las hemos sentido pasar, detenidos, Marcelo, con vuestras razones; mas para decir lo demás que os placiere, no será menos conveniente la noche templada que ha sido el día caluroso.

-Y más -dijo encontinente Sabino- que como el sol se fuere a su oficio, vendrá luego en su lugar la luna, y el coro resplandeciente de las estrellas con ella, que, Marcelo, os harán mayor auditorio; y, callando con la noche todo, y hablando solo vos, os escucharán atentísimas. Vos mirad no os halle desapercibido un auditorio tan grande.

Y diciendo esto y desplegando el papel, sin atender más respuesta, leyó:




ArribaAbajoRey de Dios

Es Cristo llamado Rey, y de las cualidades que Dios puso en Él para este oficio


-Nómbrase, Cristo también Rey de Dios. En el Salmo segundo dice Él, de sí, según nuestra letra: «Yo soy Rey constituido por Él, esto es, por Dios, sobre Sión, su monte santo.» Y, según la letra original, dice Dios de Él: «Yo constituí a mi Rey sobre el monte Sión, monte santo mío.» Y según la misma letra, en el capítulo catorce de Zacarías: «Y vendrán todas las gentes, y adorarán al Rey del Señor Dios.»

Y leído esto, añadió el mismo Sabino, diciendo:

-Mas, es poco todo lo demás que en este papel se contiene; y así, por no desplegarse más veces, quiérolo leer de una vez.

Y dijo:

-Nómbrase también Príncipe de paz, y nómbrase Esposo. Lo primero, se ve en el capítulo nueve de Isaías, donde, hablando de Él, el profeta dice: «Y será llamado Príncipe de paz.» De lo segundo, Él mismo, en el Evangelio de San Juan, en el capítulo tercero, dice: «Él que tiene esposa, esposo es; y su amigo oye la voz del esposo y gózase.» Y en otra parte: «Vendrán días cuando les será quitado el Esposo, y entonces ayunarán.»

Y con esto calló. Y Marcelo comenzó por esta manera:

-En confusión me pusiera, Sabino, lo que habéis dicho, si ya no estuviera usado a hablar en los oídos de las estrellas, con las cuales comunico mis cuidados y mis ansias las más de las noches; y tengo para mí que son sordas. Y si no lo son y me oyen, estas razones de que ahora tratamos no me pesará que las oigan pues son suyas, y de ellas las aprendimos nosotros, según lo que en el salmo se dice: «Que el cielo pregona la gloria de Dios, y sus obras las anuncia el cielo estrellado.» Y la gloria de Dios y las obras de que Él señaladamente se precia son los hechos de Cristo, de que platicamos ahora. Así que, oiga en buena hora el cielo lo que nos vino del cielo, y lo que el mismo cielo nos enseñó.

Mas sospecho, Sabino, que, según es baja mi voz, el ruido que en esta presa hace el agua cayendo, que crecerá con la noche, les hurtará de mis palabras las más. Y comoquiera que sea, viniendo a nuestro propósito, pues Dios en lo que habéis ahora leído llama a Cristo rey suyo, siendo así que todos los que reinan son reyes por mano de Dios, claramente nos da a entender y nos dice que Cristo no es rey como los demás reyes, sino rey por excelente y no usada manera. Y según lo que yo alcanzo, a solas tres cosas se puede reducir todo lo que engrandece las excelencias y alabanzas de un rey: y la una consiste en las cualidades que en su misma persona tiene convenientes para el fin del reinar, y la otra está en la condición de los súbditos sobre quienes reina, y la manera como los rige y lo que hace con ellos el rey, es la tercera y postrera. Las cuales cosas, en Cristo concurren y se hallan como en ningún otro; y por esta causa es Él sólo llamado por excelencia rey hecho por Dios.

Y digamos de cada una de ellas por sí. Y lo primero, que toca a las cualidades que puso Dios en la naturaleza humana de Cristo para hacerle rey, comenzándolas a declarar y a contar, una de ellas es humildad y mansedumbre de corazón, como Él mismo de sí lo testifica, diciendo: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón.» Y, como decíamos poco ha, Isaías canta de Él: «No será bullicioso, ni apagará una estopa que humee, ni una caña quebrantada la quebrará.» Y el profeta Zacarías también: «No quieras temer, dice, hija de Sión; que tu rey viene a ti justo y salvador y pobre (o, como dice otra letra, manso) y asentado sobre un pollino.» Y parecerá al juicio del mundo que esta condición de ánimo no es nada decente al que ha de reinar; mas Dios, que no sin justísima causa llama entre todos los demás reyes a Cristo su rey, y que quiso hacer en Él un rey de su mano que respondiese perfectamente a la idea de su corazón, halló, como es verdad, que la primera piedra de esta su obra era un ánimo manso y humilde, y vio que un semejante edificio, tan soberano y tan alto, no se podía sustentar sino sobre cimientos tan hondos.

Y como en la música no suenan todas las voces agudo ni todas grueso, sino grueso y agudo debidamente, y lo alto se templa y reduce a consonancia en lo bajo, así conoció que la humildad y mansedumbre entrañable que tiene Cristo en su alma, convenía mucho para hacer armonía con la alteza y universalidad de saber y poder con que sobrepuja a todas las cosas criadas. Porque si tan no medida grandeza cayera en un corazón humano que de suyo fuera airado y altivo, aunque la virtud de la persona divina era poderosa para corregir este mal, pero ello de sí no podía prometer ningún bien.

Demás de que, cuando de sí no fuera necesario que un tan soberano poder se templara en llaneza, ni a Cristo, por lo que a Él y a su alma toca, le fuere necesaria o provechosa esta mezcla, a los súbditos y vasallos suyos nos convenía que este rey nuestro fuese de excelente humildad. Porque toda la eficacia de su gobierno y toda la muchedumbre de no estimables bienes que de su gobierno nos vienen, se nos comunican a todos por medio de la fe y del amor que tenemos con Él y nos junta con Él. Y cosa sabida es que la majestad y grandeza, y toda la excelencia que sale fuera de competencia en los corazones más bajos, no engendra afición, sino admiración y espanto, y más arredra que allega y atrae. Por lo cual no era posible que un pecho flaco y mortal, que considerase la excelencia sin medida de Cristo, se le aplicase con fiel afición y con aquel amor familiar y tierno con que quiere ser de nosotros amado, para que se nos comunique su bien; si no le considerara también no menos humilde que grande, y si, como su majestad nos encoge, su inestimable llaneza y la nobleza de su perfecta humildad, no despertara osadía y esperanza en nuestra alma.

Y a la verdad, si queremos ser jueces justos y fieles, ningún afecto ni arreo es más digno de los reyes, ni más necesario, que lo manso y lo humilde; sino que con las cosas hemos ya perdido los hombres el juicio de ellas y su verdadero conocimiento. Y como siempre vemos altivez y severidad y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los pobres. Y no miramos siquiera que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre todo, y de cuyo ejemplo han de sacar los que reinan la manera cómo han de reinar, con ser infinitamente alta, es llana infinitamente, y (si este nombre del humilde puede caber en ella, y en la manera que puede caber) humildísima: pues, como vemos, desciende a poner su cuidado y sus manos, ella por sí misma, no sólo en la obra de un vil gusano, sino también en que se conserve y que viva, y matiza con mil graciosos colores sus plumas al pájaro, y viste de verde hoja los árboles; y eso mismo que nosotros, despreciando, hollamos, los prados y el campo, aquella majestad no se desdeña de irlo pintando con yerbas y flores. Por donde con voces llenas de alabanza y de admiración le dice David: «¿Quién es como nuestro Dios, que mora en las alturas, y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas, y Él mismo juntamente está en el cielo y en la tierra?»

Así que si no conocemos ya esta condición en los príncipes, ni se la pedimos, porque el mal uso recibido y fundado daña las obras y pone tinieblas en la razón, y porque, a la verdad, ninguna cosa son menos que los que se nombran señores y príncipes, Dios en su Hijo, a quien hizo príncipe de todos los príncipes, y sólo verdadero rey entre todos, como cualidad necesaria y preciada la puso. Mas ¿en qué manera la puso, o qué tanta es y fue su dulce humildad?

Mas pasemos a otra condición que se sigue, que, diciendo de ella, diremos en mejor lugar la grandeza de esta que hemos llamado mansedumbre y llaneza, porque son entre sí muy vecinas; y lo que diré es como fruto de esto que he dicho.

Pues fue Cristo, además de ser manso y humilde, más ejercitado que ningún otro hombre en la experiencia de los trabajos y dolores humanos. A la cual experiencia sujetó el Padre a su Hijo porque le había de hacer rey verdadero, y para que en el hecho de la verdad fuese perfectísimo rey, como San Pablo lo escribe: «Fue decente que Aquel, de quien y por quien y para quien son todas las cosas, queriendo hacer muchos hijos para los llevar a la gloria, al príncipe de la salud de ellos le perficionase con pasión y trabajos; porque el que santifica y los santificados han de ser todos de un mismo metal.» Y entreponiendo ciertas palabras, luego, poco más abajo, torna y prosigue: «Por donde convino que fuese hecho semejante a sus hermanos en todo, para que fuese cabal y fiel y misericordioso pontífice para con Dios, para aplacarle en los pecados del pueblo.» Que por cuanto padeció Él siendo tentado, es poderoso para favorecer a los que fueren tentados.

En lo cual no sé cuál es más digno de admiración: el amor entrañable con que Dios nos amó dándonos un rey para siempre, no sólo de nuestro linaje, sino tan hecho a la medida de nuestras necesidades, tan humano, tan llano, tan compasivo y tan ejercitado en toda pena y dolor, o la infinita humildad y obediencia y paciencia de este nuestro perpetuo Rey, que no sólo para animarnos a los trabajos, sino también para saber Él condolerse más de nosotros cuando estamos puestos en ellos, tuvo por bueno hacer prueba Él en sí primero de todos.

Y como unos hombres padezcan en una cosa y otros en otra, Cristo (porque así como su imperio se extendía por todos los siglos, así la piedad de su ánimo abrazase a todos los hombres) probó en sí casi todas las miserias de pena. Porque, ¿qué dejó de probar? Padecen algunos pobreza; Cristo la padeció más que otro ninguno. Otros nacen de padres bajos y oscuros, por donde son tenidos por menos; el padre de Cristo, a la opinión de los hombres, fue un oficial carpintero. El destierro y el huir a tierra ajena fuera de su natural, es trabajo; y la niñez de este Señor huye su natural y se esconde en Egipto. Apenas ha nacido la luz, y ya el mal la persigue. Y si es pena el ser ocasión de dolor a los suyos, el infante pobre, huyendo, lleva en pos de sí, por casas ajenas, a la doncella pobre y bellísima y al ayo santo y pobre también. Y aun por no dejar de padecer la angustia que el sentido de los niños más siente, que es perder a sus padres, Cristo quiso ser y fue niño perdido.

Mas vengamos a la edad de varón. ¿Qué lengua podrá decir los trabajos y dolores que Cristo puso sobre sus hombros, el no oído sufrimiento y fortaleza con que los llevó, las invenciones y los ingenios de nuevos males que Él mismo ordenó, como saboreándose en ellos, cuán dulce le fue el padecer, cuánto se preció de señalarse sobre todos en esto, cómo quiso que con su grandeza compitiese en Él su humildad y paciencia? Sufrió hambre, padeció frío, vivió en extremada pobreza, cansóse y desvelóse y anduvo muchos caminos, sólo a fin de hacer bienes de incomparable bien a los hombres.

Y para que su trabajo fuese trabajo puro, o, por mejor decir, para que llegase creciendo a su grado mayor, de todo este afán el fruto fueron muy mayores afanes. Y de sus tan grandes sudores no cogió sino dolores y persecuciones y afrentas; y sacó del amor desamor; del bien hacer, mal parecer; del negociarnos la vida, muerte extremadamente afrentosa, que es todo lo amargo y lo duro a que en este género de calamidad se puede subir.

Porque si es dolor pasar uno pobreza y desnudez y mucho desvelamiento y cuidado, ¿qué será cuando, por quien se pasa, no lo agradece? ¿Qué cuando no lo conoce? ¿Qué cuando lo desconoce, lo desagradece, lo maltrata y persigue? Dice David en el Salmo: «Si quien me debía enemistad me persiguiera, fuera cosa que la pudiera llevar; mas ¡mi amigo y mi conocido y el que era un alma conmigo, el que comía a mi mesa y con quien comunicaba mi corazón!» Como si dijese que el sentido de un semejante caso vencía a cualquier otro dolor. Y con ser así, pasa un grado más adelante el de Cristo; porque, no sólo le persiguieron los suyos, sino los que por infinitos beneficios que recibían de Él estaban obligados a serlo; y, lo que es más, tomando ocasión de enojo y de odio de aquello mismo que con ningún agradecimiento podían pagar, como se querella en su misma persona de Él el profeta Isaías, diciendo: «Y dije: trabajado he por demás, consumido he en vano mi fortaleza; por donde mi pleito es con el Señor, y mi obra con el que es Dios mío.» Sería negocio infinito si quisiéramos por menudo decir, en cada una de las que hizo Cristo, lo que sufrió y padeció.

Vengamos al remate de todas ellas, que fue su muerte, y veremos cuánto se preció de beber puro este cáliz, y de señalarse sobre todas las criaturas en gustar el sentido de la miseria por extremada manera, llegando hasta lo último de él. Mas ¿quién podrá decir ni una pequeña parte de esto? No es posible decirlo todo; mas diré brevemente lo que basta para que se conozcan los muchos quilates de dolor con que calificó Cristo este dolor de su muerte, y los innumerables males que en un solo mal encerró.

Siéntese más la miseria cuando sucede a la prosperidad, y es género de mayor infelicidad en los trabajos el haber sido en algún tiempo feliz. Poco antes que le prendiesen y pusiesen en cruz, quiso ser recibido, y lo fue de hecho, con triunfo glorioso. Y sabiendo cuán maltratado había de ser dende a poco, para que el sentimiento de aquel tratamiento malo fuese más vivo, ordenó que estuviese reciente y como presente la memoria de aquella divina honra que, aquellos mismos que ahora le despreciaban ocho días antes le hicieron. Y tuvo por bien que casi se encontrasen en sus oídos las voces de «Hosanna, Hijo de David», y de «Bendito el que viene en el nombre de Dios», con las de «Crucifícale, crucifícale», y con las de «Veis, el que destruía y reedificaba el templo de Dios en tres días, no puede salvarse a sí, y pudo salvar a los otros». Para que lo desigual de ellas, y la contrariedad que entre sí tenían con las unas las otras, causase mayor pena en su corazón.

Suele ser descanso a los que de esta vida se parten, no ver las lágrimas y los sollozos y la tristeza afligida de los que bien quieren. Cristo, la noche a quien sucedió el día último de su vida mortal, los juntó a todos y cenó con ellos juntos, y les manifestó su partida, y vio su congoja, y tuvo por bien verla y sentirla para que con ella fuese más amarga la suya. ¡Qué palabras les dijo en lo que platicó con ellos aquella noche! ¡Qué enternecimientos de amor! Que si, a los que ahora los vemos escritos, el oírlos nos enternece, ¿qué sería lo que obraron entonces en quien los decía?

Pero vamos adonde ya Él mismo, levantado de la mesa y caminando para el huerto nos lleva. ¿Qué fue cada uno de los pasos de aquel camino sino un clavo nuevo que le hería, llevándole al pensamiento y a la imaginación la prisión y la muerte, a que ellos mismos le acercaban buscándola? Mas ¿qué fue lo que hizo en el huerto que no fuese acrecentamiento de pena? Escogió tres de sus discípulos para su compañía y conorte, y consintió que se venciesen del sueño para que, con ver su descuido de ellos, su cuidado y su pena de Él creciese más.

Derrocóse en oración delante del Padre, pidiéndole que pasase de Él aquel cáliz, y no quiso ser oído en esta oración. Dejó desear a su sentido lo que no quería que se le concediese, para sentir en sí la pena que nace del desear y no alcanzar lo que pide el deseo. Y como si no le bastara el mal y el tormento de una muerte que ya le estaba vecina, quiso hacer, como si dijésemos, vigilia de ella, y morir antes que muriese, o, por mejor decir, morir dos veces: la una en el hecho y la otra en la imaginación de Él.

Porque desnudó, por una parte, a su sentido inferior de las consolaciones y esfuerzos del cielo; y, por otra parte, le puso en los ojos una representación de los males de su muerte y de las ocasiones de ella, tan viva, tan natural, tan expresa y tan figurada, y con una fuerza tan eficaz, que lo que la misma muerte en el hecho no pudo hacer sin ayudarse de las espinas y el hierro, en la imaginación y figura, por sí misma y sin armas ningunas, lo hizo. Que le abrió las venas, y, sacándole la sangre de ellas, bañó con ella el sagrado cuerpo y el suelo. ¿Qué tormento tan desigual fue éste con que se quiso atormentar de antemano? ¿Qué hambre, o, digamos, qué codicia de padecer? No se contentó con sentir el morir, sino quiso probar también la imaginación y el temor del morir lo que puede doler. Y porque la muerte súbita y que viene no pensada y casi de improviso, con un breve sentido se pasa, quiso entregarse a ella antes que fuese. Y antes que sus enemigos se la acarreasen, quiso traerla Él a su alma y mirar su figura triste, y tender el cuello a su espada, y sentir por menudo y despacio sus heridas todas, y avivar más sus sentidos para sentir más el dolor de sus golpes, y, como dije, probar hasta el cabo cuánto duele la muerte, esto es, el morir y el temor del morir.

Y aunque digo el temor del morir, si tengo de decir, Juliano, lo que siempre entendí acerca de esta agonía de Cristo, no entiendo que fue el temor el que le abrió las venas y le hizo sudar gotas de sangre; porque, aunque de hecho temió, porque Él quiso temer, y, temiendo, probar los accidentes ásperos que trae consigo el temor; pero el temor no abre el cuerpo ni llama afuera la sangre, antes la recoge adentro y la pone a la redonda del corazón, y deja frío lo exterior de la carne, y la misma razón aprieta los poros de ella. Y así no fue el temor el que sacó afuera la sangre de Cristo, sino, si lo hemos de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor de su alma con que salió al encuentro y con que al temor resistió, ése, con el tesón que puso, le abrió todo el cuerpo.

Porque se ha de entender que Cristo, como voy diciendo, porque quiso hacer prueba en sí de todos nuestros dolores, y vencerlos en sí para que después fuesen por nosotros más fácilmente vencidos, armó contra sí en aquella noche todo lo que vale y puede la congoja y el temor, y consintió que todo ello de tropel y como en un escuadrón moviese guerra a su alma. Porque figurándolo todo con no creíble viveza, puso en ella como vivo y presente lo que otro día había de padecer, así en el cuerpo con dolores, como en esa misma alma con tristeza y congojas. Y juntamente con esto, hizo también que considerase su alma las causas por las cuales se sujetaba a la muerte, que eran las culpas pasadas y porvenir de todos los hombres, con la fealdad y graveza de ellas y con la indignación grandísima y la encendida ira que Dios contra ellas concibe, y ni más ni menos consideró el poco fruto que tan ricos y tan trabajados trabajos habían de hacer en los más de los hombres.

Y todas estas cosas juntas y distintas, y vivísimamente consideradas, le acometieron a una, ordenándolo Él, para ahogarle y vencerle. De lo cual Cristo no huyó, ni rindió a estos temores y fatigas apocadamente su alma, ni para vencerlos les embotó, como pudiera, las fuerzas; antes, como he dicho, cuanto fue posible se las acrescentó; ni menos armó a sí mismo y a su santa alma, o con insensibilidad para no sentir (antes despertó en ella más sus sentidos), o con la defensa de su divinidad bañándola en gozo con el cual no tuviera sentido el dolor, o a lo menos con el pensamiento de la gloria y bienaventuranza divina, a la cual por aquellos males caminaba su cuerpo, apartando su vista de ellos y volviéndola a esta otra consideración, o templando siquiera la una consideración con la otra, sino, desnudo de todo esto, y con sólo el valor de su alma y persona, y con la fuerza que ponía en su razón el respeto de su Padre y el deseo de obedecerle, les hizo a todos cara y luchó, como dicen, a brazo partido con todos, y al fin lo rindió todo y lo sujetó debajo sus pies.

Mas la fuerza que puso en ello, y el estribar la razón contra el sentido, y, como dije, el tesón generoso con que aspiró a la victoria, llamó afuera los espíritus y la sangre, y la derramó. Por manera que lo que vamos diciendo, que gustó Cristo de sujetarse a nuestros dolores, haciendo en sí prueba de ellos, según esta manera de decir, aún se cumple mejor. Porque, no sólo sintió el mal del temor y la pena de la congoja y el trabajo que es sentir uno en sí diversos deseos y el desear algo que no se cumple, pero la fatiga increíble del pelear contra su apetito propio y contra su misma imaginación, y el resistir a las formas horribles de tormentos y males y afrentas, que se le venían espantosamente a los ojos para ahogarle, y el hacerles cara, y el, peleando uno contra tantos, valerosamente vencerlos con no oído trabajo y sudor, también lo experimentó.

Mas ¿de qué no hizo experiencia? También sintió la pena que es ser vendido y traído a muerte por sus mismos amigos, como Él lo fue en aquella noche de Judas; el ser desamparado en su trabajo de los que le debían tanto amor y cuidado; el dolor del trocarse los amigos con la fortuna; el verse no solamente negado de quien tanto le amaba, mas entregado del todo en las manos de quien lo desamaba tan mortalmente; la calumnia de los acusadores, la falsedad de los testigos, la injusticia misma, y la sed de la sangre inocente asentada en el soberano tribunal por juez, males que sólo quien los ha probado los siente; la forma de juicio y el hecho de cruel tiranía; el color de religión adonde era todo impiedad y blasfemia; el aborrecimiento de Dios, disimulado por de fuera con apariencias falsas de su amor y su honra. Con todas estas amarguras templó Cristo su cáliz, y añadió a todas ellas las injurias de las palabras, las afrentas de los golpes, los escarnios, las befas, los rostros y los pechos de sus enemigos bañados en gozo; el ser traído por mil tribunales, el ser estimado por loco, la corona de espinas, los azotes crueles; y lo que entre estas cosas se encubre, y es dolorosísimo para el sentido, que fue el llegar tantas veces en aquel día de su prisión la causa de Cristo, mejorándose, a dar buenas esperanzas de sí; y habiendo llegado a este punto, el tornar súbitamente a empeorarse después.

Porque cuando Pilatos despreció la calumnia de los fariseos y se enteró de su envidia, mostró prometer buen suceso el negocio. Cuando temió por haber oído que era Hijo de Dios, y se recogió a tratar de ello con Cristo, resplandeció como una luz y cierta esperanza de libertad y salud. Cuando remitió el conocimiento del pleito Pilatos a Herodes, que por oídas juzgaba divinamente de Cristo, ¿quién no esperó breve y feliz conclusión? Cuando la libertad de Cristo la puso Pilatos en la elección del pueblo, a quien con tantas buenas obras Cristo tenía obligado; cuando les dio poder que librasen al homicida o al que restituía los muertos a vida; cuando avisó su mujer al juez de lo que había visto en visión, y le amonestó que no condenase a aquel justo ¿qué fue sino un llegar casi a los umbrales el bien? Pues este subir a esperanzas alegres y caer de ellas al mismo momento, este abrirse el día del bien y tornar a oscurecerse de súbito, el despintarse improvisadamente la salud que ya, ya, se tocaba; digo, pues, que este variar entre esperanza y temor, y esta tempestad de olas diversas que ya se encumbraban prometiéndole vida, y ya se derrocaban amenazando con muerte; esta desventura y desdicha, que es propia de los muy desgraciados, de florecer para secarse luego, y de revivir para luego morir, y de venirles el bien y desaparecerse, deshaciéndoseles entre las manos cuando les llega, probó también en sí mismo el Cordero. Y la buena suerte, y la buena dicha única de todas las cosas, quiso gustar de lo que es ser uno infeliz.

Infinito es lo que acerca de esto se ofrece, mas, cánsase la lengua en decir lo que Cristo no se cansó en padecer. Dejo la sentencia injusta, la voz del pregón, los hombros flacos, la cruz pesada, el verdadero y propio cetro de este nuestro gran Rey, los gritos del pueblo, alegres en unos y en otros llorosos, que todo ello traía consigo su propio y particular sentimiento.

Vengo al monte Calvario. Si la pública desnudez en una persona grave es áspera y vergonzosa, Cristo quedó delante de todos desnudo. Si el ser atravesado con hierro por las partes más sensibles del cuerpo es tormento grandísimo, con clavos fueron allí atravesados los pies y las manos de Cristo. Y porque fuese el sentimiento mayor, el que es piadoso aun con las más viles criaturas del mundo, no lo fue consigo mismo, antes en una cierta manera se mostró contra sí mismo cruel. Porque lo que la piedad natural y el afecto humano y común, que aun en los ejecutores de la justicia se muestra, tenía ordenado para menos tormento de los que morían en cruz, ofreciéndoselo a Cristo, lo desechó. Porque daban a beber a los crucificados en aquel tiempo, antes que los enclavasen, cierto vino confeccionado con mirra e incienso, que tiene virtud de ensordecer el sentido y como embotarle al dolor para que no sienta; y Cristo, aunque se lo ofrecieron, con la sed que tenía de padecer, no lo quiso beber.

Así que, desafiando al dolor, y desechando de sí todo aquello con que se pudiera defender en aquel desafío, el cuerpo desnudo y el corazón armado con fortaleza y con solas las armas de su no vencida paciencia, subió este nuestro Rey en la cruz. Y levantada en alto la salud del mundo, y llevando al mundo sobre sus hombros, y padeciendo Él solo la pena que merecía padecer el mundo por sus delitos, padeció lo que decir no se puede.

Porque ¿en qué parte de Cristo o en qué sentido suyo no llegó el dolor a lo sumo? Los ojos vieron lo que, visto, traspasó el corazón: la madre, viva y muerta, presente. Los oídos estuvieron llenos de voces blasfemas y enemigas. El gusto, cuando tuvo sed, gustó hiel y vinagre. El sentido todo del tacto, rasgado y herido por infinitas partes del cuerpo, no tocó cosa que no le fuese enemiga y amarga. Al fin dio licencia a su sangre, que, como deseosa de lavar nuestras culpas, salía corriendo abundante y presurosa. Y comenzó a sentir nuestra vida, despojada de su calor, lo que sólo le quedaba ya por sentir: los fríos tristísimos de la muerte y, al fin, sintió y probó la muerte también.

Pero ¿para qué me detengo yo en esto? Lo que ahora Cristo, que reina glorioso y señor de todo, en el cielo nos sufre, muestra bien claramente cuán agradable le fue siempre el sujetarse a trabajos. ¿Cuántos hombres, o por decir verdad, cuántos pueblos y cuántas naciones enteras, sintiendo mal de la pureza de su doctrina, blasfeman hoy de su nombre? Y con ser así que Él en sí está exento de todo mal y miseria, quiere y tiene por bien de, en la opinión de los hombres, padecer esta afrenta en cuanto su cuerpo místico, que vive en este destierro, padece, para compadecerse así de él y para conformarse siempre con él.

-Nuevo camino para ser uno rey -dijo aquí Sabino, vuelto a Juliano- es éste que nos ha descubierto Marcelo. Y no sé yo si acertaron con él algunos de los que antiguamente escribieron acerca de la crianza e instrucción de los príncipes, aunque bien sé que los que ahora viven no le siguen. Porque en el no saber padecer tienen puesto lo principal del ser rey.

-Algunos -dijo al punto Juliano- de los antiguos quisieron que el que se criaba para ser rey se criase en trabajos, pero en trabajos de cuerpo, con que saliese sano y valiente. Mas en trabajos de ánimo que le enseñasen a ser compasivo, ninguno, que yo sepa, lo escribió ni enseñó. Mas si fuera ésta enseñanza de hombres, no fuera este rey de Marcelo Rey propiamente hecho a la traza y al ingenio de Dios, el cual camina siempre por caminos verdaderos, y, por el mismo caso, contrarios a los del mundo, que sigue el engaño.

Así que no es maravilla, Sabino, que los reyes de ahora no se precien para ser reyes de lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes un mismo fin. Porque Cristo ordenó su reinado a nuestro provecho, y conforme a esto, se calificó a sí mismo y se dotó de todo aquello que parecía ser necesario para hacer bien a sus súbditos; mas éstos que ahora nos mandan, reinan para sí, y, por la misma causa, no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan su descanso en nuestro daño. Mas aunque ellos, cuanto a lo que les toca, desechen de sí este amaestramiento de Dios, la experiencia de cada día nos enseña que no son los que deben por carecer de él. Porque ¿de dónde pensáis que nace, Sabino, el poner sobre sus súbditos tan sin piedad tan pesadísimos yugos, el hacer leyes rigurosas, el ponerlas en ejecución con mayor crueldad y rigor, sino de nunca haber hecho experiencia en sí de lo que duele la aflicción y pobreza?

-Así es -dijo Sabino-; pero ¿qué ayo osaría ejercitar en dolor y necesidad a su príncipe? O si osase alguno, ¿cómo sería recibido y sufrido de los demás?

-Esa es -respondió Juliano- nuestra mayor ceguedad: que aprobamos lo que nos daña, y que tendríamos por bajeza que nuestro príncipe supiese de todo, siendo para nosotros tan provechoso, como habéis oído, que lo supiese. Mas si no se atreven a esto los ayos es porque ellos, y los demás que crían a los príncipes los quieren imponer en el ánimo a que no se precien de bajar los ojos de su grandeza con blandura a sus súbditos; y, en el cuerpo, a que ensanchen el estómago cada día con cuatro comidas, y a que aun la seda les sea áspera y la luz enojosa. Pero esto, Sabino, es de otro lugar, y quitamos en ello a Marcelo el suyo, o, por mejor decir, a nosotros mismos el de oír enteramente las cualidades de este verdadero Rey nuestro.

-A mí -dijo Marcelo- no me habéis, Juliano, quitado ningún lugar, sino antes me habéis dado espacio para que con más aliento prosiga mejor mi camino. Y a vos, Sabino (dijo volviéndose a él), no os pase por la imaginación querer concertar, o pensar que es posible que se concierten, las condiciones que puso Dios en su Rey, con las que tienen estos reyes que vemos. Que si no fueran tan diferentes del todo, no le llamara Dios señaladamente su Rey, ni su reino de ellos se acabara con ellos, y el de nuestro Rey fuera sempiterno, como es. Así que pongan ellos su estado en la altivez, y no se tengan por reyes si padecen alguna pena; que Dios, procediendo por camino diferente, para hacer en Jesucristo un rey que mereciese ser suyo, le hizo humildísimo para que no se desvaneciese en soberbia con la honra, y le sujetó a miseria y a dolor para que se compadeciese con lástima de sus trabajados y doloridos súbditos. Y demás de esto, y para el mismo fin de buen rey, le dio un verdadero y perfecto conocimiento de todas las cosas y de todas las obras de ellos, así las que fueron como las que son y serán. Porque el rey, cuyo oficio es juzgar, dando a cada uno su merecido, y repartiendo la pena y el premio, si no conoce él por sí la verdad, traspasará la justicia; que el conocimiento que tienen de sus reinos los príncipes por relaciones y pesquisas ajenas, más los ciega que los alumbra.

Porque demás de que los hombres por cuyos ojos y oídos ven y oyen los reyes, muchas veces se engañan, procuran ordinariamente engañarlos por sus particulares intereses e intentos. Y así, por maravilla entra en el secreto real la verdad. Mas nuestro Rey, porque su entendimiento, como clarísimo espejo, le representa siempre cuanto se hace y se piensa, no juzga, como dice Isaías, ni reprende ni premia por lo que al oído le dicen, ni según lo que a la vista parece, porque el un sentido y el otro sentido puede ser engañado; ni tiene de sus vasallos la opinión que otros vasallos suyos, aficionados o engañados, le ponen, sino la que pide la verdad que Él claramente conoce. Y como puso Dios en Cristo el verdadero conocer a los suyos, asimismo le dio todo el poder para hacerles mercedes. Y no solamente le concedió que pudiese, mas también en Él mismo, como en tesoro, encerró todos los bienes y riquezas que pueden hacer ricos y dichosos a los de su reino. De arte que no trabajarán, remitidos de unos a otros ministros con largas. Mas, lo que es principal, hizo, para perfeccionar este Rey, que sus súbditos todos fuesen sus deudos, o, por mejor decir, que naciesen de Él todos, y que fuesen hechura suya y figurados a su semejanza. Aunque esto sale ya de lo primero que toca a las cualidades del rey, y entra en lo segundo que propusimos, de las condiciones de los que en este reino son súbditos. Y digamos ya de ellas.

Y a la verdad, casi todas ellas se reducen a ésta, que es ser generosos y nobles todos y de un mismo linaje. Porque el mando de Cristo universalmente comprende a todos los hombres y a todas las criaturas, así las buenas como las malas, sin que ninguna de ellas pueda eximirse de su sujección, o se contente de ello o le pese; pero el reino suyo de que ahora vamos hablando, y el reino en quien muestra Cristo sus nobles condiciones de Rey, y el que ha de durar perpetuamente con Él descubierto y glorioso (porque a los malos tendrálos encerrados y aprisionados y sumidos en eterno olvido y tinieblas), así que este reino son los buenos y justos solos, y de estos decimos ahora que son generosos todos, y de linaje alto, y todos de uno mismo.

Porque dado que sean diferentes en nacimientos, mas, como esta mañana se dijo, el nacimiento en que se diferencian fue nacimiento perdido, y de quien caso no se hace para lo que toca a ser vasallos en este reino, el cual se compone todo de lo que San Pablo llama nueva criatura, cuando a los de Galacia escribe, diciendo: «Acerca de Cristo Jesús, ni es de estima la circuncisión ni el prepucio, sino la criatura nueva.» Y así todos son hechura y nacimiento del cielo, y hermanos entre sí, e hijos todos de Cristo en la manera ya dicha.

Vio David esta particular excelencia de este reino de su nieto divino, y dejóla escrita breve y elegantemente en el Salmo ciento nueve, según una lección que así dice: «Tu pueblo príncipes, en el día de tu poderío.» Adonde lo que decimos príncipes, la palabra original, que es nedaboth, significa al pie de la letra liberales, dadivosos o generosos de corazón. Y así dice que en el día de su poderío (que llama así el reino descubierto de Cristo, cuando, vencido todo lo contrario, y como deshecha con los rayos de su luz toda la niebla enemiga, que ahora se le opone, viniere en el último tiempo y en la regeneración de las cosas, como puro sol, a resplandecer solo, claro y poderoso en el mundo), pues en este su día, cuando Él, y lo apurado y escogido de sus vasallos, resplandecerá solamente, quedando los demás sepultados en oscuridad y tinieblas, en este tiempo y en este día su pueblo serán príncipes. Esto es, todos sus vasallos serán reyes, y Él, como con verdad la Escritura le nombra, Rey de reyes será, y Señor de señores.

Aquí Sabino, volviéndose a Juliano.

-Nobleza es -dijo- grande de reino ésta, Juliano, que nos va diciendo Marcelo, adonde ningún vasallo es ni vil en linaje ni afrentado por condición, ni menos bien nacido el uno que el otro. Y paréceme a mí que esto es ser rey propia y honradamente, no tener vasallos viles y afrentados.

-En esta vida, Sabino -respondió Juliano-, los reyes de ella, para el castigo de la culpa, están como forzados a poner nota y afrenta en aquellos a quienes gobiernan, como en el orden de la salud y en el cuerpo conviene a las veces maltratar una parte para que los demás no se pierdan. Y así, cuanto a esto, no son dignos de reprensión nuestros príncipes.

-No los reprendo yo ahora -dijo Sabino-, sino duélome de su condición; que por esa necesidad que, Juliano, decís, vienen a ser forzosamente señores de vasallos ruines y viles. Y débeseles tanta más lástima, cuanto fuere más precisa la necesidad. Pero si hay algunos príncipes que lo procuran, y que les parece que son señores cuando hallan mejor orden, no sólo para afrentar a los suyos, sino también para que vaya cundiendo por muchas generaciones su afrenta, y que nunca se acabe, de éstos, Juliano, ¿qué me diréis?

-¿Qué? -respondió Juliano-. Que ninguna cosa son menos que reyes. Lo uno, porque el fin adonde se endereza su oficio es hacer a sus vasallos bienaventurados, con lo cual se encuentra por maravillosa manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro porque, cuando no quieran mirar por ellos, a sí mismos se hacen daño y se apocan. Porque, si son cabezas, ¿qué honra es ser cabeza de un cuerpo disforme y vil? Y si son pastores, ¿qué les vale un ganado roñoso? Bien dijo el poeta trágico:


Mandar entre lo ilustre, es bella cosa.



Y no sólo dañan a su honra propia, cuando buscan invenciones para manchar la de los que son gobernados por ellos, mas dañan mucho sus intereses, y ponen en manifiesto peligro la paz y la conservación de sus reinos. Porque, así como dos cosas que son contrarias, aunque se junten, no se pueden mezclar, así no es posible que se añude con paz el reino cuyas partes están tan opuestas entre sí y tan diferenciadas, unas con mucha honra y otras con señalada afrenta.

Y como el cuerpo que en sus partes está maltratado, y cuyos humores se conciertan mal entre sí, está muy ocasionado y muy vecino a la enfermedad y a la muerte, así por la misma manera, el reino adonde muchos órdenes y suertes de hombres, y muchas casas particulares están como sentidas y heridas, y adonde la diferencia, que por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite que se mezclen y se concierten bien unas con otras, está sujeto a enfermar y a venir a las armas con cualquiera razón que se ofrece. Que la propia lástima e injuria de cada uno, encerrada en su pecho y que vive en él, los despierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la venganza.

Mas dejemos lo que en nuestros reyes y reinos, o pone la necesidad, o hace el mal consejo y error, y acábenos Marcelo de decir por qué razón estos vasallos todos de nuestro único Rey son llamados liberales y generosos y príncipes.

-Son -dijo Marcelo, respondiendo encontinente-, así por parte del que los crió y la forma que tuvo en criarlos, como por parte de las cualidades buenas que puso en ellos cuando así fueron criados. Por parte del que los hizo, porque son efectos y frutos de una suma liberalidad; porque en sólo el ánimo generoso de Dios y en la largueza de Cristo no medida, pudo caber el hacer justos y amigos suyos, y tan privados amigos, a los que de sí no merecían bien, y merecían mal por tantos y tan diferentes títulos. Porque, aunque es verdad que el ya justo puede merecer mucho con Dios, mas esto, que es venir a ser justo el que era aborrecido enemigo, solamente nace de las entrañas liberales de Dios; y así, dice Santiago que nos engendró voluntariamente. Adonde lo que dijo con la palabra griega imagen [bouletheís], que significa de su voluntad, quiso decir lo que en su lengua materna, si en ella lo escribiera, se dice Nadib, que es palabra vecina y nacida de la palabra nedaboth, que, como dijimos, significa a estos que llamamos liberales y príncipes. Así que dice que nos engendró liberal y principalmente; esto es, que nos engendró, no sólo porque quiso engendrarnos y porque le movió a ello su voluntad, sino porque le plugo mostrar en nuestra creación, para la gracia y justicia, los tesoros de su liberalidad y misericordia.

Porque, a la verdad, dado que todo lo que Dios cría nace de Él, porque Él quiere que nazca, y es obra de su libre gusto, a la cual nadie le fuerza el sacar a luz a las criaturas; pero esto que es hacer justos y poner su ser divino en los hombres es, no sólo voluntad, sino una extraña liberalidad suya. Porque en ello hace bien, y bien el mayor de los bienes, no solamente a quien no se lo merece, sino señaladamente a quien del todo se lo desmerece. Y por no ir alargándome por cada uno de los particulares a quien Dios hace estos bienes, miremos lo que pasó en la cabeza de todos, y cómo se hubo con ella Dios cuando, sacándola del pecado, crió en ella este bien de justicia; y en uno, como en ejemplo, conoceremos cuán ilustre prueba hace Dios de su liberalidad cuando cría los justos. Peca Adán, y condénase a sí y a todos nosotros; y perdónale después Dios y hácele justo.

¿Quién podrá decir las riquezas de liberalidad que descubrió Dios, y que derramó en este perdón? Lo primero, perdona al que, por dar fe a la serpiente, de cuya fe y amor para consigo no tenía experiencia, le dejó a Él, Criador suyo, cuyo amor y beneficios experimentaba en sí siempre. Lo segundo, perdona al que estimó más una promesa vana de un pequeño bien que una experiencia cierta y una posesión grande de mil verdaderas riquezas. Lo tercero, perdona al que no pecó ni apretado de la necesidad ni ciego de pasión, sino movido de una liviandad y desagradecimiento infinito. Lo otro, perdona al que no buscó ser personado, sino antes huyó y se escondió de su perdonador; y perdónale, no mucho después que pecó y laceró miserablemente por su pecado, sino casi luego, luego, como hubo pecado.

Y, lo que no cabe en sentido: para perdonarle a él, hízose a sí mismo deudor. Y cuando la gravísima maldad del hombre despertaba en el pecho de Dios ira justísima para deshacerle, reinó en Él y sobrepujó la liberalidad de su misericordia que, por rehacer al perdido, determinó de disminuirse a sí mismo, como San Pablo lo dice, y de pagar Él lo que el hombre pecaba, y, para que el hombre viviese, de morir Él hecho hombre. Liberalidad era grande perdonar al que había pecado tan de balde y tan sin causa, y mayor liberalidad perdonarle tan luego después del pecado, y mayor que ambas a dos, buscarle para darle perdón antes que él le buscase. Pero lo que vence a todo encarecimiento de liberalidad fue, cuando le reprendía la culpa, prometerse a sí mismo y a su vida para su satisfacción y remedio; y porque el hombre se apartó de Él por seguir al demonio, hacerse hombre Él para sacarle de su poder. Y lo que pasó entonces, digámoslo así, generalmente con todos (porque Adán nos encerraba a todos en sí), pasa en particular con cada uno continua y secretamente.

Porque ¿quién podrá decir ni entender, si no es el mismo que en sí lo experimenta y lo siente, las formas piadosas de que Dios usa con uno para que no se pierda, aun cuando él mismo se procura perder? Sus inspiraciones continuas; su nunca cansarse ni darse por vencido de nuestra ingratitud tan continua; el rodearnos por todas partes y como en castillo torreado y cercado; el tentar la entrada por diferentes maneras; el tener siempre la mano en la aldaba de nuestra puerta; el rogarnos blanda y amorosamente que le abramos, como si a Él le importara alguna cosa, y no fuera nuestra salud y bienandanza toda el abrirle; el decirnos por horas y por momentos con el Esposo: «Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma mía y mi amada y perfecta, que traigo llena de rocío mi cabeza y con las gotas de las noches las mis guedejas.» Pues sea esto lo primero, que los justos son dichos ser generosos y liberales porque son demostraciones y pruebas del corazón liberal y generoso de Dios.

Son, lo segundo, llamados así por las cualidades que pone Dios en ellos, haciéndolos justos. Porque a la verdad no hay cosa más alta ni más generosa ni más real, que el ánimo perfectamente cristiano. Y la virtud más heroica que la filosofía de los estoicos antiguamente imaginó o soñó, por hablar con verdad, comparada con la que Cristo asienta con su gracia en el alma, es una poquedad y bajeza. Porque si miramos el linaje de donde desciende el justo y cristiano, es su nacimiento de Dios, y la gracia que le da vida es una semejanza viva de Cristo. Y si atendemos a su estilo y condición, y al ingenio y disposición de ánimo, y pensamientos y costumbres que de este nacimiento le vienen, todo lo que es menos que Dios es pequeña cosa para lo que cabe en su ánimo. No estima lo que con amor ciego adora únicamente la tierra: el oro y los deleites; huella sobre la ambición de las honras, hecho verdadero señor y rey de sí mismo; pisa el vano gozo, desprecia el temor, no le mueve el deleite, ni el ardor de la ira le enoja; y, riquísimo dentro de sí, todo su cuidado es hacer bien a los otros.

Y no se extiende su ánimo liberal a sus vecinos solos, ni se contenta con ser bueno con los de su pueblo o de su reino, mas generalmente a todos los que sustenta y comprende la tierra, él también los comprende y abraza; aun para con sus enemigos sangrientos, que le buscan la afrenta y la muerte, es él generoso y amigo, y sabe y puede poner la vida, y de hecho la pone alegremente, por esos mismos que aborrecen su vida. Y estimando por vil y por indigno de sí a todo lo que está fuera de él, y que se viene y se va con el tiempo, no apetece menos que a Dios, ni tiene por dignos de su deseo menores bienes que el cielo. Lo sempiterno, lo soberano, el trato con Dios familiar y amigable, el enlazarse amando y el hacerse casi único con Él, es lo que solamente satisface a su pecho, como lo podemos ver a los ojos en uno de estos grandes justos.

Y sea este uno San Pablo. Dice en persona suya, y de todos los buenos, escribiendo a los Corintios, así: «Tenemos nuestro tesoro en vasos de tierra, porque la grandeza y alteza nazca de Dios y no de nosotros. En todas las cosas padecemos tribulación, pero en ninguna somos afligidos. Somos metidos en congoja, mas no somos desamparados. Padecemos persecución, mas no nos falta el favor. Humíllannos, pero no nos avergüenzan. Somos derribados, mas no perecemos.» Y a los Romanos, lleno de ánimo generoso, en el capítulo octavo: «¿Quién, dice, nos apartará de la caridad y amor de Dios? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o el cuchillo?»

Dicho he, en parte, lo que puso Dios en Cristo para hacerle rey, y lo que hizo en nosotros para hacernos sus súbditos, que, de tres cosas a las cuales se reducen todas las que pertenecen a un reino, son las primeras dos. Resta ahora que digamos algo de la tercera y postrera, que es de la manera cómo este Rey gobierna los suyos, que no es menos singular manera ni menos fuera del común uso de los que gobiernan, que el Rey y los súbditos en sus condiciones y cualidades (las que hemos dicho) son singulares. Porque cosa clara es que el medio con que se gobierna el reino es la ley, y que por el cumplimiento de ella consigue el rey, hacerse rico a sí mismo si es tirano y las leyes son de tirano, o hacer buenos y prosperados a los suyos si es rey verdadero.

Pues acontece muchas veces de esta manera, que, por razón de la flaqueza del hombre y de su encendida inclinación a lo malo, las leyes, por la mayor parte, traen consigo un inconveniente muy grande: que siendo la intención de los que las establecen, enseñando por ellas lo que se debe hacer y mandando con rigor que se haga, retraer al hombre de lo malo e inducirle a lo bueno, resulta lo contrario a las veces; y el ser vedada una cosa despierta el apetito de ella.

Y así, el hacer y dar leyes es muchas veces ocasión de que se quebranten las leyes y de que, como dice San Pablo se peque más gravemente, y de que se empeoren los hombres con la ley que se ordenó e inventó para mejorarlos. Por lo cual Cristo, nuestro Redentor y Señor, en la gobernación de su reino halló una nueva manera de ley, extrañamente libre y ajena de estos inconvenientes; de la cual usa con los suyos, no solamente enseñándoles a ser buenos, como lo enseñaron otros legisladores, mas de hecho haciéndolos buenos, lo que ningún otro rey ni legislador pudo jamás hacer. Y esto es lo principal de su ley evangélica y lo propio de ella; digo, aquello en que notablemente se diferencia de las otras sectas y leyes.

Para entendimiento de lo cual conviene saber que, por cuanto el oficio y ministerio de la ley es llevar los hombres a lo bueno y apartarlos de lo que es malo, así como esto se puede hacer por dos diferentes maneras, o enseñando el entendimiento o aficionando a la voluntad, así hay dos diferencias de leyes: la primera es de aquellas leyes que hablan con el entendimiento y le dan luz en lo que, conforme a razón, se debe o hacer o no hacer, y le enseñan lo que ha de seguir en las obras, y lo que ha de excusar en ellas mismas; la segunda es la de la ley, no que alumbra el entendimiento, sino que aficiona la voluntad imprimiendo en ella inclinación y apetito de aquello que merece ser apetecido por bueno, y, por el contrario, engendrándole aborrecimiento de las cosas torpes y malas. La primera ley consiste en mandamientos y reglas; la segunda, en una salud y cualidad celestial, que sana la voluntad y repara en ella el gusto bueno perdido, y no sólo la sujeta, sino la amista y reconcilia con la razón; y, como dicen de los buenos amigos, que tienen un no querer y querer, así hace que lo que la verdad dice en el entendimiento que es bueno, la voluntad aficionadamente lo ame por tal.

Porque a la verdad, en la una y en la otra parte quedamos miserablemente lisiados por el pecado primero, el cual oscureció el entendimiento, para que las menos veces conociese lo que convenía seguir, y estragó perdidamente el gusto y el movimiento de la voluntad, para que casi siempre se aficionase a lo que la daña más. Y así, para remedio y salud de estas dos partes enfermas, fueron necesarias estas dos leyes, una de luz y de reglas para el entendimiento ciego, y otra de espíritu y buena inclinación para la voluntad estragada. Mas, como arriba decíamos, diferéncianse estas dos maneras de leyes en esto: que la ley que se emplea en dar mandamientos y en luz, aunque alumbra el entendimiento, como no corrige el gusto corrupto de la voluntad, en parte le es ocasión de más daño; y, vedando y declarando, despierta en ella nueva golosina de lo malo que le es prohibido. Y así las más veces son contrarios en esta ley el suceso y el intento. Porque el intento es encaminar el hombre a lo bueno, y el suceso, a las veces, es dejarle más perdido y estragado. Pretende afear lo que es malo, y sucédele por nuestra mala ocasión hacerlo más deseable y más gustoso. Mas la segunda ley corta la planta del mal de raíz, y arranca, como dicen, de cuajo lo que más nos puede dañar. Porque inclina e induce y hace apetitosa y como golosa a nuestra voluntad de todo aquello que es bueno, y junta en uno lo honesto y lo deleitable, y hace que nos sea dulce lo que nos sana, y lo que nos daña, aborrecible y amargo.

La primera se llama ley de mandamientos, porque toda ella es mandar y vedar. La segunda es dicha ley de gracia y de amor, porque no nos dice que hagamos esto o aquello, sino hácenos que amemos aquello mismo que debemos hacer. Aquélla es pesada y áspera porque condena por malo lo que la voluntad corrompida apetece por bueno; y así, hace que se encuentren el entendimiento y la voluntad entre sí, de donde se enciende en nosotros mismos una guerra mortal de contradicción. Mas ésta es dulcísima por extremo, porque nos hace amar lo que nos manda, o, por mejor decir, porque el plantar e ingerir en nosotros el deseo y la afición a lo bueno, es el mismo mandarlo; y porque, aficionándonos y, como si dijésemos, haciéndonos enamorados de lo que manda, por esa manera, y no de otra, nos manda. Aquélla es imperfecta, porque a causa de la contradicción que despierta, ella por sí no puede ser perfectamente cumplida, y así no hace perfecto a ninguno. Ésta es perfectísima, porque trae consigo y contiene en sí misma la perfección de sí misma. Aquélla hace temerosos, ésta amadores. Por ocasión de aquélla, tomándola a solas, se hacen en la verdad secreta del ánimo peores los hombres; mas por causa de ésta son hechos enteramente santos y justos. Y, como prosigue San Agustín largamente en los libros De la letra y del espíritu, poniendo siempre sus pisadas en lo que dejó hollado San Pablo, aquélla es perecedera, ésta es eterna; aquélla hace esclavos, ésta es propia de hijos. Aquélla es ayo triste y azotador, ésta es espíritu de regalo y consuelo. Aquélla pone en servidumbre, ésta es honra y libertad verdadera.

Pues como sea esto así, como de hecho lo es, sin que ninguno en ello pueda dudar, digo que así Moisés como los demás que antes o después de él dieron leyes y ordenaron repúblicas, no supieron ni pudieron usar sino de la primera manera de leyes, que consiste más en poner mandamientos que en inducir buenas inclinaciones en aquellos que son gobernados. Y así su obra de todos ellos fue imperfecta y su trabajo careció de suceso, y lo que pretendía, que era hacer a la virtud a los suyos, no salieron con ello por la razón que está dicha.

Mas Cristo, nuestro verdadero Redentor y legislador, aunque es verdad que en la doctrina de su Evangelio puso algunos mandatos, y renovó y mejoró otros algunos que el mal uso los tenía mal entendidos, pero lo principal de su ley y aquello en que se diferenció de todos los que pusieron leyes en los tiempos pasados, fue que mereciendo por sus obras y por el sacrificio que hizo de sí, el espíritu y la virtud del cielo para los suyos, y criándola Él mismo en ellos como Dios y Señor poderoso, trató no sólo con nuestro entendimiento, sino también con nuestra voluntad, y derramando en ella este espíritu y virtud divina que digo, y sanándola así, esculpió en ella una ley eficaz y poderosa de amor, haciendo que todo lo justo que las leyes mandan lo apeteciese, y, por el contrario, aborreciese todo lo que prohíben y vedan.

Y añadiendo continuamente de este su espíritu y salud y dulce ley en el alma de los suyos, que procuran siempre ayuntarse con él, crece en la voluntad mayor amor para el bien, y disminúyese de cada día más la contradicción que el sentido le hace; y de lo uno y de lo otro se esfuerza de continuo más esta santa y singular ley que decimos, y echa sus raíces en el alma más hondas, y apodérase de ella hasta hacer que le sea casi natural lo justo y el bien.

Y así, trae para sí Cristo y gobierna a los suyos, como decía un Profeta, «con cuerdas de amor, y no con temblores de espanto ni con ruido temeroso, como la ley de Moisés.» Por lo cual dijo breve y significantemente San Juan: «La ley fue dada por Moisés, mas la gracia por Jesucristo.» Moisés dio solamente ley de preceptos, que no podía dar justicia, porque hablaban con el entendimiento, pero no sanaban el alma, de que es como imagen la zarza del Éxodo, que ardía y no quemaba, porque era calidad de la ley vieja, que alumbraba el entendimiento, mas no ponía calor a la voluntad. Mas Cristo dio ley de gracia que, lanzada en la voluntad, cura su dañado gusto y la sana y la aficiona a lo bueno, como Jeremías lo profetizó divinamente diciendo: «Días vendrán, dice el Señor, y traeré a perfección sobre la casa de Israel y sobre la casa de Judá un nuevo testamento, no en la manera del que hice con sus padres en el día que los así de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos no perseveraron en él y Yo los desprecié a ellos, dice el Señor. Éste, pues, es el testamento que Yo sentaré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor; asentaré mis leyes en su alma de ellos y escribirélas en sus corazones. Y Yo les seré Dios, y ellos me serán pueblo sujeto; y no enseñará alguno de allí adelante a su prójimo ni a su hermano, diciéndole: Conoce al Señor; porque todos tendrán conocimiento de Mí, desde el menor hasta el mayor de ellos, porque tendré piedad de sus pecados, y de sus maldades no tendré más memoria de allí en adelante.»

Pues éstas son las nuevas leyes de Cristo, y su manera de gobernación particular y nueva. Y no será menester que loe ahora yo lo que ello se loa, ni me será necesario que refiera los bienes y las ventajas grandes de esta gobernación adonde guía el amor y no fuerza el temor; adonde lo que se manda se ama, y lo que se hace se desea hacer; adonde no se obra sino lo que da gusto, ni se gusta sino de lo que es bueno; adonde el querer el bien y el entender son conformes; adonde para que la voluntad ame lo justo, en cierta manera no tiene necesidad que el entendimiento se lo diga y declare.

Y así de esto, como de todo lo demás que se ha dicho hasta aquí, se concluye que este Rey es sempiterno, y que la razón por que Dios le llama propiamente rey suyo, es porque los otros reyes y reinos, como llenos de faltas, al fin han de perecer, y, de hecho, perecen; mas éste, como reino que es libre de todo aquello que trae a perdición a los reinos, es eterno y perpetuo. Porque los reinos se acaban, o por tiranía de los reyes, porque ninguna cosa violenta es perpetua, o por la mala calidad de los súbditos, que no les consiente que entre sí se concierten, o por la dureza de las leyes y manera áspera de la gobernación; de todo lo cual, como por lo dicho se ve, este Rey y este reino carecen.

Que ¿cómo será tirano el que para ser compasivo de los trabajos y males que pueden suceder a los suyos, hizo primero experiencia en sí de todo lo que es dolor y trabajo? O ¿cómo aspirará a la tiranía quien tiene en sí todo el bien que puede caber en sus súbditos, y que así no es rey para ser rico por ellos, sino todos son ricos y bienaventurados por Él? Pues los súbditos entre sí ¿no estarán por ventura anudados con nudo perpetuo de paz, siendo todos nobles y nacidos de un padre, y dotados de un mismo espíritu de paz y nobleza? Y la gobernación y las leyes, ¿quién las desechará como duras, siendo leyes de amor, quiero decir, tan blandas leyes que el mandar no es otra cosa sino hacer amar lo que se manda? Con razón, pues, dijo el ángel de este Rey a la Virgen: «Y reinará en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.» Y David, tanto antes de este su glorioso descendiente, cantó en el Salmo setenta y dos lo que Sabino, pues ha tornado este oficio, querrá decir en el verso en que lo puso su amigo. Y Sabino dijo luego:

-Debe ser la parte, según sospecho, adonde dice de esta manera:


Serás temido Tú mientras luciere
      el sol y luna, y cuanto
la rueda de los siglos se volviere.



Y de lo que toca a la blandura de su gobierno y a la felicidad de los suyos dice:


      Influirá amoroso
cual la menuda lluvia, y cual rocío
       en prado deleitoso.
Florecerá en su tiempo el poderío
      del bien, y una pujanza
de paz que durará no un siglo sólo.



Y prosiguiendo luego Marcelo, añadió:

-Pues obra que dure siempre, y que ni el tiempo la gasta ni la edad la envejece, cosa clara es que es obra propia y digna de Dios, el cual, como es sempiterno, así se precia de aquellas cosas que hace que son de mayor duración. Y pues los demás reyes y reinos son, por sus defectos, sujetos a fenecer, y al fin miserablemente fenecen; y este Rey nuestro florece y se aviva más con la edad, sean todos los reyes de Dios, pero éste sólo sea propiamente su Rey, que reina sobre todos los demás, y que, pasados todos ellos y consumidos, tiene de permanecer para siempre.

Aquí Juliano, pareciéndole que Marcelo concluía ya su razón, dijo:

-Y aún podéis, Marcelo, ayudar esa verdad que decís, confirmándola con la diferencia que la Sagrada Escritura pone cuando significa los reinos de la tierra o cuando habla de este reino de Cristo, porque dice con ella muy bien.

-Eso mismo quería añadir -dijo entonces Marcelo- para con ello no decir más de este nombre. Y así decís muy bien, Juliano, que la manera diferente como la Escritura nombra estos reinos, ella misma nos dice la condición y perpetuidad del uno, y la mudanza y fin de los otros. Porque estos reinos que se levantan en la tierra, y se extienden por ella y la enseñorean y mandan, los profetas, cuando quieren hablar de ellos, signifícanlos por nombres de vientos o de bestias brutas y fieras; mas a Cristo y a su reino llámanle monte.

Daniel, hablando de las cuatro monarquías que ha habido en el mundo -los caldeos, los persas, los romanos, los griegos- dice que vio los cuatro vientos que peleaban entre sí, y luego pone por su orden cuatro bestias, unas de otras diferentes cada una en su significación. Y Zacarías, ni más ni menos, en el capítulo sexto, después de haber profetizado e introducido para el mismo fin de significación cuatro cuadregas de caballos diferentes en colores y pelo, dice: «Éstos son los cuatro vientos.» Con lo demás que después de esto se sigue. Porque, a la verdad, todo este poder temporal y terreno que manda en el mundo, tiene más de estruendo que de sustancia; y pásase, como el aire, volando, y nace de pequeños y ocultos principios.

Y como las bestias carecen de razón y se gobiernan por fiereza y por crueldad, así lo que ha levantado y levanta estos imperios de tierra es lo bestial que hay en los hombres: la ambición fiera y la codicia desordenada del mando, y la venganza sangrienta y el coraje, y la braveza y la cólera, y lo demás que, como esto, es fiero y bruto en nosotros; y así finalmente perecen.

Mas a Cristo y a su reino, el mismo Daniel una vez le significa por nombre de monte, como en el capítulo segundo y otras le llama hombre, como en el capítulo séptimo, de que ahora decíamos, donde se escribe que vino uno como hijo de hombre, y se presentó delante del anciano de días, al cual el anciano dio pleno y sempiterno poder sobre las gentes todas. Para lo primero, del monte, mostrar la firmeza y no mudable duración de este reino; y en lo segundo, del hombre, declarar que esta santa monarquía no nace ni se gobierna, ni por afectos bestiales ni por inclinaciones del sentido desordenadas, sino que todo ello es obra de juicio y de razón; y para mostrar que es monarquía adonde reina, no la crueldad fiera, sino la clemencia humana en todas las maneras que he dicho.

Y habiendo dicho esto Marcelo, calló, como disponiéndose para comenzar otra plática; mas Sabino, antes que comenzase, le dijo:

-Si me dais licencia, Marcelo, y no tenéis más que decir acerca de este nombre, os preguntaré dos cosas que se me ofrecen, y de la una ha gran rato que dudo, y de la otra, me puso ahora duda esto que acabáis de decir.

-Vuestra es la licencia -respondió entonces Marcelo-, y gustaré mucho de saber qué dudáis.

-Comenzaré por lo postrero -respondió Sabino-, y la duda que se me ofrece es que Daniel y Zacarías, en los lugares que habéis alegado, ponen solamente cuatro imperios o monarquías terrenas, y en el hecho de la verdad parece que hay cinco; porque el imperio de los turcos y de los moros, que ahora florece, es diferente de los cuatro pasados, y no menos poderoso que muchos de ellos. Y si Cristo con su venida, y levantando su reino, había de quitar de la tierra cualquiera otra monarquía, como parece haberlo profetizado Daniel en la piedra que hirió en los pies de la estatuta, ¿cómo se compadece que después de venido Cristo, y después de haberse derramado su doctrina y su nombre por la mayor parte del mundo, se levante un imperio ajeno de Cristo en él, y tan grande como éste que digo? Y la segunda duda es acerca de la manera blanda y amorosa con que habéis dicho que gobierna su reino Cristo. Porque en el Salmo segundo, y en otras partes, se dice de Él que regirá con vara de hierro, y que desmenuzará a sus súbditos como si fuesen vasos de tierra.

-No son pequeñas dificultades, Sabino, las que habéis movido -dijo Marcelo entonces-, y señaladamente la primera es cosa revuelta y de duda, y donde quisiera yo más oír el parecer ajeno que no dar el mío. Y aun es cosa que, para haberse de tratar de raíz, pide mayor espacio del que al presente tenemos. Pero por satisfacer a vuestra voluntad, diré con brevedad lo que al presente se ofrece, y lo que podrá bastar para el negocio presente.

Y luego, volviéndose a Sabino y mirándole, dijo:

-Algunos, Sabino, que vos bien conocéis, y a quien todos amamos y preciamos mucho por la excelencia de sus virtudes y letras, han querido decir que este imperio de los moros y de los turcos, que ahora se esfuerza tanto en el mundo, no es imperio diferente del romano, sino parte que procede de él y le constituye y compone. Y lo que dice Zacarías de la cuadrega cuarta, cuyos caballos dice que eran manchados y fuertes, lo declaran así: que sea esta cuadrega este postrero imperio de los romanos, el cual, por la parte de él que son los moros y turcos, se llama fuerte; y por la parte del occidental, que está en Alemania, adonde los emperadores no se suceden, sino se eligen de diferentes familias, se nombra vario o manchado.

Y a lo que yo puedo juzgar, Daniel, en dos lugares, parece que favorece algo a esta sentencia. Porque en el capítulo segundo, hablando de la estatua en que se significó el proceso y cualidades de todos los imperios terrenos, dice que las canillas de ella eran de hierro, y los pies de hierro y de barro mezclados, y las canillas y los pies, como todos confiesan, no son imagen de dos diferentes imperios, sino del imperio romano solo, el cual en sus primeros tiempos fue todo de hierro, por razón de la grandeza y fortaleza suya, que puso a toda la redondez debajo de sí; mas ahora en lo último, lo occidental de él es flaco y como de barro, y lo oriental, que tiene en Constantinopla su silla, es muy fuerte y muy duro.

Y que este hierro duro de los pies, que según este parecer representa a los turcos, nazca y proceda del hierro de las canillas, que son los antiguos romanos, y que así éstos como aquéllos pertenezcan a un mismo reino, parece que lo testificó Daniel en el mismo lugar, cuando, según el texto latino, dice que del tronco, o como si dijésemos, de la raíz del hierro de las canillas, nacía el hierro que se mezclaba con el barro en los pies.

Y ni más ni menos el mismo profeta, en el capítulo séptimo, en la cuarta bestia terrible, que sin duda son los romanos, parece que afirma lo mismo, porque dice que tenía diez cuernos, y que después le nació un otro cuerno pequeño, que creció mucho y quebrantó tres de los otros. El cual cuerno parece que es el reino del turco, que comenzó de pequeños y bajos principios, y con su gran crecimiento tiene ya quebrantadas y sujetadas a sí dos sillas poderosas del imperio romano, la de Constantinopla y la de los soldanes de Egipto, y anda cerca de hacer lo mismo con alguna de las otras que quedan. Y si este cuerno es el reino del turco, cierto es que este reino es parte del reino de los romanos, y parte que se encierra en él; pues es cuerno, como dice Daniel, que nace en la cuarta bestia, en la cual se representa el imperio romano, como dicho es. Así que algunos hay a quienes esto parece, según los cuales se responde fácilmente, Sabino, a vuestra cuestión.

Pero, si tengo de decir lo que siento, yo hallé siempre en ello grandísima dificultad. Porque, ¿qué hay en los turcos por donde se puedan llamar romanos, o su imperio pueda ser habido por parte del imperio romano? ¿Linaje? Por la historia sabemos que no lo hay. ¿Leyes? Son muy diferentes. ¿Forma de gobierno y de república? No hay cosa en que menos convengan. ¿Lengua, hábito, estilo de vivir o de religión? No se podrán hallar dos naciones que más se diferencien en esto. Porque decir que pertenece al imperio romano su imperio porque vencieron a los emperadores romanos, que tenían en Constantinopla su silla, y, derrocándolos de ella, les sucedieron; si juzgamos bien, es decir que todos los cuatro imperios no son cuatro diferentes imperios, sino sólo un imperio; porque a los caldeos vencieron los persas, y les sucedieron en Babilonia, que era su silla; en la cual los persas estuvieron asentados por muchos años, hasta que, sucediendo los griegos, y siendo su capitán Alejandro, se la dejaron a su pesar, y a los griegos, después, los romanos los depusieron. Y así, si el suceder en el imperio y asiento mismo hace que sea uno mismo el imperio de los que suceden y de aquellos a quienes se sucede, no ha habido más de un imperio jamás. Lo cual, Sabino, como vos veis, ni se puede entender bien ni decir. Por donde algunas veces me inclino a pensar que los profetas del Viejo Testamento hicieron mención de cuatro reinos solos, como, Sabino, decís, y que no encerraron en ellos el mando y poder de los turcos, ni por caso tuvieron luz de él. Porque su fin acerca de este artículo era profetizar el orden y sucesión de los reinos que había de haber en la tierra hasta que comenzase en ella a descubrirse el reino de Cristo, que era el blanco de su profecía, y aquello de cuyo feliz principio y suceso querían dar noticia a las gentes. Mas si después del nacimiento de Cristo y de su venida, y del comienzo de su reinar, y en el mismo tiempo en que va ahora reinando con la espada en la mano, y venciendo a sus enemigos, y escogiendo de entre ellos a su Iglesia querida para reinar Él solo en ella gloriosa y descubiertamente por tiempo perpetuo; así que, si en este tiempo que digo, desde que Cristo nació hasta que se cierren los siglos, se había de levantar en el mundo algún otro imperio terreno fuerte y poderoso, y no menor que los cuatro pasados, de eso, como de cosa que no pertenecía a su intento, no dijeron nada los que profetizaron antes de Cristo, sino dejólo eso la providencia de Dios para descubrirlo a los profetas del Testamento Nuevo, y para que ellos lo dejasen escrito en las Escrituras que de ellos la Iglesia tiene.

Y así San Juan, en el Apocalipsis, si yo no me engaño mucho, hace clara mención (clara, digo, cuanto le es dado al profeta) de este imperio del turco, y como de imperio que pertenece a ninguno de los cuatro de quienes en el Testamento Viejo se dice, sino, como de imperio diferente de ellos, y quinto imperio. Porque dice en el capítulo 13 que vio una bestia que subía de la mar, con siete cabezas y diez cuernos y otras tantas coronas; y que ella era semejante a un pardo en el cuerpo, y que los pies eran corno de oso y la boca semejante a la del león. Y no podemos negar sino que esta bestia es imagen de algún grande reino e imperio, así por el nombre de bestia, como por las coronas y cabezas y cuernos que tiene; y señaladamente porque, declarándose el mismo San Juan, dice poco después que le fue concedido a esta bestia que moviese guerra a los santos y que los venciese, y que le fue dado poderío sobre todas las tribus y pueblos y lenguas y gentes. Y así como es averiguado esto, así también es cosa evidente y notoria que esta bestia no es alguna de las cuatro que vio Daniel, sino muy diferente de todas ellas, así como la pintura que de ella hace San Juan es muy diferente. Luego si esta bestia es imagen de reino, y es bestia desemejante de las cuatro pasadas, bien se concluye que había de haber en la tierra un imperio quinto después del nacimiento de Cristo, además de los cuatro que vieron Zacarías y Daniel, que es este que vemos.

Y a lo que, Sabino, decís, que si Cristo, naciendo y comenzando a reinar por la predicación de su dichoso Evangelio, había de reducir a polvo y a nada los reinos y principados del suelo, como lo figuró Daniel en la piedra que hirió y deshizo la estatua, ¿cómo se compadecía que, después de nacido Él, no sólo durase el imperio romano, sino naciese y se levantase otro tan poderoso y tan grande? A esto se ha de decir (y es cosa muy digna de que se advierta y entienda), que este golpe que dio en la estatua la piedra, y este herir Cristo y desmenuzar los reinos del mundo, no es golpe que se dio en un breve tiempo y se pasó luego, o golpe que hizo todo su efecto junto en un mismo instante, sino golpe que se comenzó a dar cuando se comenzó a predicar el Evangelio de Cristo, y se dio después en el discurso de su predicación y se va dando ahora, y que durará golpeando siempre, y venciendo hasta que todo lo que le ha sido adverso, y en lo venidero le fuere, quede deshecho y vencido.

De manera que el reino del cielo, comenzando y saliendo a luz, poco a poco va hiriendo la estatua, y persevera hiriéndola por todo el tiempo que tardare él de llegar a su perfecto crecimiento, y de salir a su luz gloriosa y perfecta. Y todo esto es un golpe con el cual ha ido deshaciendo, y continuamente deshace, el poder que Satanás tenía usurpado en el mundo, derrocando ahora en una gente, ahora en otra, sus ídolos y deshaciendo su adoración. Y como va venciendo esta dañada cabeza, va también juntamente venciendo sus miembros, y no tanto deshaciendo el reino terreno, que es necesario en el mundo, cuanto derrocando todas las condiciones de reinos y de gentes que le son rebeldes, destruyendo a los contumaces y ganando para sí, y para mejor y más bienaventurada manera de reino, a los que se le sujetan y rinden. Y de esta manera, y de las caídas y ruinas del mundo, saca Él y allega su Iglesia, para, en teniéndola entera como decíamos, todo lo demás, como a paja inútil, enviarlo al eterno fuego, y Él sólo con ella sola, abierta y descubiertamente, reinar glorioso y sin fin. Y con esto mismo, Sabino, se responde a lo que últimamente preguntasteis.

Porque habéis de entender que este reino de Cristo tiene dos estados, así respecto de cada un particular en quien reina secretamente, como respecto de todos en común, y de lo manifiesto de él y de lo público. El un estado es de contradicción y de guerra; el otro será de triunfo y de paz. En el uno tiene Cristo vasallos obedientes, y tiene también rebeldes; en el otro todo le obedecerá y servirá con amor. En éste quebranta con vara de hierro a lo rebelde, y gobierna con amor a lo súbdito; en aquél todo le será súbdito de voluntad.

Y para declarar esto más, y tratando del reino que tiene Cristo en cada un alma justa, decimos que de una manera reina Cristo en cada uno de los justos aquí, y de otra manera reinará en el mismo después; no de manera que sean dos reinos, sino un reino que, comenzando aquí, dura siempre, y que tiene según la diferencia del tiempo diversos estados.

Porque aquí lo superior del alma está sujeto de voluntad a la gracia, que es corno una imagen de Cristo y lugarteniente suyo hecho por Él, y puesto en ella por Él, para que le presida y le dé vida, y la rija y gobierne. Mas rebélase contra ella, y pretende hacerle contradicción, siguiendo la vereda de su apetito, la carne y sus malos deseos y afectos. Mas pelea la gracia, o por mejor decir, Cristo en la gracia, contra estos rebeldes; y como el hombre consienta ser ayudado de ella, y no resista a su movimiento, poco a poco los doma y los sujeta, y va extendiendo el vigor de su fuerza insensiblemente por todas las partes y virtudes del alma; y, ganando sus fuerzas, derrueca sus malos apetitos de ella; y a sus deseos, que eran como sus ídolos, se los quita y deshace. Y, finalmente, conquista poco a poco a todo este reino nuestro interior, y reduce a su sola obediencia todas las partes de él; y queda ella hecha señora única, y reina resplandeciendo en el trono del alma, y no sólo tiene debajo de sus pies a los que le eran rebeldes, mas, desterrándolos del alma y desarraigándolos de ella, hace que no sean, dándoles perfecta muerte. Lo cual se pondrá por obra enteramente en la resurrección postrera, adonde también se acabará el primer estado de este reino, que hemos llamado estado de guerra y de pelea, y comenzará el segundo estado de triunfo y de paz.

Del cual tiempo dice bien San Macario: «Porque entonces, dice, se descubrirá por de fuera en el cuerpo lo que ahora tiene atesorado el alma dentro de sí, así como los árboles, en pasando el invierno, y habiendo tomado calor la fuerza que en ellos se encierra con el sol y con la blandura del aire, arrojan afuera hojas y flores y frutos. Y ni más ni menos como las yerbas en la misma sazón sacan afuera sus flores, que tenían encerradas en el seno del suelo, con que la tierra y las yerbas mismas se adornan. Que todas estas cosas son imágenes de lo que será en aquel día en los buenos cristianos. Porque todas las almas amigas de Dios, esto es, todos los cristianos de veras, tienen su mes de Abril, que es el día cuando resucitaren a vida; adonde, con la fuerza del Sol de justicia, saldrá afuera la gloria del Espíritu Santo, que cobijará a los justos sus cuerpos. La cual gloria tienen ahora encubierta en el alma; que lo que ahora tienen, eso sacarán entonces a la clara en el cuerpo. Pues digo que éste es el mes primero del año; éste el mes con que todo se alegra; éste viste los desnudos árboles desatando la tierra; éste en todos los animales produce deleite; y éste es el que regocija todas las cosas. Pues éste, por la misma manera, es en la resurrección su verdadero abril a los buenos, que les vestirá de gloria los cuerpos, de la luz que ahora contienen en sí mismas sus almas; esto es, de la fuerza y poder del espíritu, el cual, entonces, les será vestidura rica, y mantenimiento, y bebida, y regocijo, y alegría, y paz, y vida eterna.»

Esto dice Macario. Porque, de allí en adelante, toda el alma y todo el cuerpo quedarán sujetos perdurablemente a la gracia; la cual, así como será señora entera del alma, asimismo hará que el alma se enseñoree del todo del cuerpo. Y como ella, infundida hasta lo más íntimo de la voluntad y razón, y embebida por todo su ser y virtud, le dará ser de Dios y la transformará casi en Dios, así también hará que, lanzándose el alma por todo el cuerpo, y actuándole perfectísimamente, le dé condiciones de espíritu y casi le transforme en espíritu. Y así, el alma, vestida de Dios, verá a Dios, y tratará con Él conforme al estilo del cielo; y el cuerpo, casi hecho otra alma, quedará dotado de sus cualidades de ella, esto es, de inmortalidad, y de luz, y de ligereza, y de un ser impasible. Y ambos juntos, el cuerpo y el alma, no tendrán ni otro ser, ni otro querer, ni otro movimiento alguno más de lo que la gracia de Cristo pusiere en ellos, que ya reinará en ellos para siempre gloriosa y pacífica.

Pues lo que toca a lo público y universal de este reino, va también por la misma manera. Porque ahora, y cuanto durare la sucesión de estos siglos, reina en el mundo Cristo con contradicción, porque unos le obedecen y otros se le rebelan; y con los sujetos es dulce, y con los rebeldes y contradicientes tiene guerra perpetua. Por medio de la cual, y según las secretas y no comprensibles formas de su infinita providencia y poder, los ha ido ya y va deshaciendo.

Primero, como decía, derrocando las cabezas, que son los demonios, que en contradicción de Dios y de Cristo se habían levantado con el señorío de todos los hombres, sujetándolos a sus vicios e ídolos. Así que primero derrueca a éstos, que son como los caudillos de toda la infidelidad y maldad, como lo vimos en los siglos pasados, y ahora en el nuevo mundo lo vemos. Porque sola la predicación del Evangelio, que es decir la virtud y la palabra de sólo Cristo, es lo que siempre ha deshecho la adoración de los ídolos.

Pues derrocados éstos, lo segundo, a los hombres que son sus miembros de ellos, digo, a los hombres que siguen su voz y opinión, y que son en las costumbres y condiciones como otros demonios, los vence también o reduciéndolos a la verdad, o, si perseveran en la mentira duros, quebrándolos y quitándolos del mundo y de la memoria.

Así ha sido siempre desde su principio el Evangelio, y como el sol, que, moviéndose siempre y enviando siempre su luz, cuando amanece a los unos, a los otros se pone, así el Evangelio y la predicación de la doctrina de Cristo, andando siempre y corriendo de unas gentes a otras, y pasando por todas, y amaneciendo a las unas y dejando las que alumbraba antes en oscuridad, va levantando fieles y derrocando imperios, ganando escogidos y asolando los que no son ya de provecho ni fruto.

Y si permite que algunos reinos infieles crezcan en señorío y poder, hácelo para por su medio de ellos traer a perfección las piedras que edifican su Iglesia. Y así, aun cuando éstos vencen, Él vence y vencerá siempre, e irá por esta manera de continuo añadiendo nuevas victorias, hasta que, cumpliéndose el número determinado de los que tienen señalados para su reino, todo lo demás, como a desaprovechado e inútil, vencido ya y convencido por sí, lo encadene en el abismo donde no perezca sin fin. Que será cuando tuviere fin este siglo, y entonces tendrá principio el segundo estado de este gran reino, en el cual, desechadas y olvidadas las armas, sólo se tratará de descanso y de triunfo, y los buenos serán puestos en la posesión de la tierra y del cielo, y reinará Dios en ellos solo y sin término, que será estado mucho más feliz y glorioso de lo que ni hablar ni pensar se puede; y del uno y del otro estado escribió San Pablo maravillosamente aunque con breves palabras.

Dice a los de Corinto: «Conviene que reine Él hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies; y, a la postre de todos, será destruida la muerte enemiga. Porque todo lo sujetó a sus pies; mas cuando dice que todo le está sujeto, sin duda se entiende todo, excepto Aquel que se lo sujetó. Pues cuando todo le estuviere sujeto, entonces el mismo Hijo estará sujeto a Aquel que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea en todos todas las cosas.»

Dice que conviene que reine Cristo hasta que ponga debajo de sus pies a sus enemigos, y hasta que deje en vacío a todos los demás señoríos. Y quiere decir que conviene que el reino de Cristo, en el estado que decimos de guerra y de contradicción, dure hasta que, habiéndolo sujetado todo, alcance entera victoria de todo. Y dice que, cuando hubiera vencido a lo demás, lo postrero de todo vencerá la muerte, último enemigo; porque, cerrados los siglos y deshechos todos los rebeldes, dará fin a la corrupción y a la mudanza, y resucitará los suyos gloriosos para más no morir, y con esto se acabará el primer estado de su reino de guerra, y nacerá la vida y la gloria; y, lleno de despojos y de vencimientos, presentará su Iglesia a su Padre, que reinará en ella juntamente con su Hijo en felicidad sempiterna.

Y dice que entonces, esto es, en aquel estado segundo, será Dios en todas las cosas, por dos razones. Una, porque todos los hombres y todas las partes y sentidos e inclinaciones que en cada uno de ellos hay, le estarán obedientes y sujetos, y reinará en ellos la ley de Dios sin contienda, que, como vemos en la oración que el Señor nos enseña, estas dos cosas andan juntas o casi son una misma, el reinar Dios y el cumplir nosotros su voluntad y su ley enteramente, así como se cumple en el cielo. Y la otra razón es porque será Dios entonces, Él solo y por sí, para su reino, todo aquello que a su reino fuere necesario y provechoso. Porque Él les será el príncipe y el corregidor, y el secretario y el consejero; y todo lo que ahora se gobierna por diferentes ministros, Él por sí solo lo administrará con los suyos, y Él mismo les será la riqueza y el dador de ella, el descanso, el deleite, la vida.

Y como Platón dice del oficio del rey, que ha de ser de pastor, así como llama Homero a los reyes, porque ha de ser para sus súbditos todo, como el pastor para sus ovejas lo es, porque él las apacienta y las guía, y las cura y las lava, y las trasquila y las recrea, así Dios será entonces con su dichoso ganado muy más perfecto pastor, o será alma en el cuerpo de su Iglesia querida; porque, junto entonces y enlazado con ella, y metido por toda ella por manera maravillosa hasta lo íntimo, así como ahora por nuestra alma sentimos, así en cierta manera entonces veremos, y sentiremos y entenderemos y nos moveremos por Dios, y Dios echará rayos de sí por todos nuestros sentidos, y nos resplandecerá por los rostros.

Y como en el hierro encendido no se ve sino fuego, así lo que es hombre casi no será sino Dios, que con su Cristo reinará enseñoreado perfectamente de todos. De cuyo reino, o de la felicidad de este su estado postrero, ¿qué podemos mejor decir que lo que dice el Profeta? «Di alabanzas, hija de Sión; gózate con júbilo, Israel; alégrate y regocíjate de todo tu corazón, hija de Jerusalén; que el Señor dio fin a tu castigo, apartó de ti su azote, retiró tus enemigos el Rey de Israel. El Señor en medio de ti, no temerás mal de aquí en adelante.»

O como otro profeta dijo: «No sonará ya de allí adelante en tu tierra maldad ni injusticia, ni asolamiento ni destrucción en tus términos; la salud se enseñoreará por tus muros, y en las puertas tuyas sonará voz de loor. No te servirás de allí adelante del sol para que te alumbre en el día, ni el resplandor de la luna será tu lumbrera; mas el Señor mismo te valdrá por sol sempiterno y será tu gloria y tu hermosura tu Dios. No se pondrá tu sol jamás, ni tu luna se amenguará; porque el Señor será tu luz perpetua, que ya se fenecieron de tu lloro los días. Tu pueblo todo serán justos todos, heredarán la tierra sin fin, que son fruto de mis posturas, obra de mis manos para honra gloriosa. El menor valdrá por mil, y el pequeñito más que una gente fortísima; que Yo soy el Señor, y en su tiempo Yo lo haré en un momento.»

Y en otro lugar: «Serán allí en olvido puestas las congojas primeras, y ellas se les esconderán de los ojos. Porque Yo criaré nuevos cielos y nueva tierra, y los pasados no serán remembrados ni subirán a las mientes. Porque Yo criaré a Jerusalén regocijo, y alegría a su pueblo, y me regocijaré Yo en Jerusalén, y en mi pueblo me gozaré. Voz de lloro ni voz lamentable de llanto no será ya allí más oída, ni habrá más en ella niño en días ni anciano que no cumpla sus años; porque el de cien años mozo perecerá, y el que de cien años pecador fuere, será maldito. Edificarán y morarán, plantarán viñas y comerán de sus frutos. No edificarán y morarán otros, no plantarán y será de otro comido. Porque conforme a los días del árbol de vida, será el tiempo del vivir de mi pueblo. Las obras de sus manos se envejecerán por mil siglos. Mis escogidos no trabajarán en vano, ni engendrarán para turbación y tristeza. Porque ellos son generaciones de los benditos de Dios, y es lo que de ellos nace, cual ellos. Y será que antes que levanten la voz, admitiré su pedido, y en el menear de la lengua Yo los oiré. El lobo y el cordero serán apacentados como uno, el león comerá heno así como el buey, y polvo será su pan de la sierpe. No maleficiarán, no contaminarán, dice el Señor, en toda la santidad de mi monte.»

Calló Marcelo un poco luego que dijo esto. Y luego tornó a decir:

-Bastará, si os parece, para lo que toca al nombre de Rey lo que hemos ahora dicho, dado que mucho más se pudiera decir; mas es bien que repartamos el tiempo con lo que resta.

Y tornó luego a callar. Y descansando, y como recogiéndose todo en sí mismo por un espacio pequeño, alzó después los ojos al cielo, que ya estaba sembrado de estrellas, y teniéndolos en ellas como enclavados, comenzó a decir así:




ArribaAbajoPríncipe de paz

Explícase qué cosa es paz, cómo Cristo es su autor, y, por tanto, llamado Príncipe de paz


-Cuando la razón no lo demostrara, ni por otro camino se pudiera entender cuán amable cosa sea la paz, esta vista hermosa del cielo que se nos descubre ahora, y el concierto que tienen entre sí estos resplandores que lucen en él, nos dan de ello suficiente testimonio. Porque ¿qué otra cosa es sino paz, o ciertamente una imagen perfecta de paz, esto que ahora vemos en el cielo y que con tanto deleite se nos viene a los ojos? Que si la paz es, como San Agustín breve y verdaderamente concluye, una orden sosegada o un tener sosiego y firmeza en lo que pide el buen orden, eso mismo es lo que nos descubre ahora esta imagen. Adonde el ejército de las estrellas, puesto como en ordenanza y como concertado por sus hileras, luce hermosísimo, y adonde cada una de ellas inviolablemente guarda su puesto, adonde no usurpa ninguna el lugar de su vecina ni la turba en su oficio, ni menos, olvidada del suyo, rompe jamás la ley eterna y santa que le puso la Providencia; antes, como hermanadas todas y como mirándose entre sí, y comunicándose sus luces las mayores con las menores, se hacen muestra de amor y, como en cierta manera, se reverencian unas a otras, y todas juntas templan a veces sus rayos y sus virtudes, reduciéndolas a una pacífica unidad de virtud, de partes y aspectos diferentes compuesta, universal y poderosa sobre toda manera.

Y si así se puede decir, no sólo son un dechado de paz clarísimo y bello, sino un pregón y un loor que con voces manifiestas y encarecidas nos notifica cuán excelentes bienes son los que la paz en sí contiene y los que hace en todas las cosas. La cual voz y pregón, sin ruido se lanza en nuestras almas, y de lo que en ellas lanzada hace, se ve y entiende bien la eficacia suya y lo mucho que las persuade. Porque luego, como convencidas de cuánto les es útil y hermosa la paz, se comienzan ellas a pacificar en sí mismas y a poner a cada una de sus partes en orden.

Porque si estamos atentos a lo secreto que en nosotros pasa, veremos que este concierto y orden de las estrellas, mirándolo, pone en nuestras almas sosiego, y veremos que con sólo tener los ojos enclavados en él con atención, sin sentir en qué manera, los deseos nuestros y las afecciones turbadas, que confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van aquietando poco a poco y, como adormeciéndose, se reposan tomando cada una su asiento, y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en sujeción y concierto. Y veremos que así como ellas se humillan y callan, así lo principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y, como en una cierta manera, se recuerda de su primer origen, y al fin pone todo lo que es vil y bajo en su parte, y huella sobre ello. Y así, puesta ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás partes del alma, queda todo el hombre ordenado y pacífico.

Mas ¿qué digo de nosotros que tenemos razón? Esto insensible y esto rudo del mundo, los elementos y la tierra y el aire y los brutos, se ponen todos en orden y se aquietan luego que, poniéndose el sol, se les representa este ejército resplandeciente. ¿No veis el silencio que tienen ahora todas las cosas, y cómo parece que, mirándose en este espejo bellísimo, se componen todas ellas y hacen paz entre sí, vueltas a sus lugares y oficios, y contentas con ellos?

Es, sin duda, el bien de todas las cosas universalmente la paz; y así, dondequiera que la ven la aman. Y no sólo ella, mas la vista de su imagen de ella las enamora y las enciende en codicia de asemejársele, porque todo se inclina fácil y dulcemente a su bien. Y aun si confesamos, como es justo confesar, la verdad, no solamente la paz es amada generalmente de todos, mas sola ella es amada y seguida y procurada por todos. Porque cuanto se obra en esta vida por los que vivimos en ella, y cuanto se desea y afana, es para conseguir este bien de la paz; y este es el blanco adonde enderezan su intento, y el bien a que aspiran todas las cosas. Porque si navega el mercader y si corre los mares, es por tener paz con su codicia que le solicita y guerrea. Y el labrador, en el sudor de su cara y rompiendo la tierra, busca paz, alejando de sí cuanto puede al enemigo duro de la pobreza. Y por la misma manera, el que sigue el deleite, y el que anhela la honra, y el que brama por la venganza, y, finalmente, todos y todas las cosas buscan la paz en cada una de sus pretensiones. Porque, o siguen algún bien que les falta, o huyen algún mal que los enoja.

Y porque así el bien que se busca como el mal que se padece o se teme, el uno con su deseo y el otro con su miedo y dolor, turban el sosiego del alma y son como enemigos suyos que le hacen guerra, colígese manifiestamente que es huir la guerra y buscar la paz todo cuanto se hace. Y si la paz es tan grande y tan único bien, ¿quién podrá ser príncipe de ella, esto es, causador de ella y principal fuente suya, sino ese mismo que nos es el principio y el autor de todos los bienes, Jesucristo, Señor y Dios nuestro? Porque si la paz es carecer de mal que aflige y de deseo que atormenta, y gozar de reposado sosiego, sólo Él hace exentas las almas del temer, y las enriquece por tal manera, que no les queda cosa que poder desear.

Mas, para que esto se entienda, será bien que digamos por su orden qué cosa es paz y las diferentes maneras que de ella hay, y si Cristo es príncipe y autor de ella en nosotros según todas sus partes y maneras, y de la forma en cómo es su autor y su príncipe.

-Lo primero de esto que proponéis -dijo entonces Sabino- paréceme, Marcelo, que está ya declarado por vos en lo que habéis dicho hasta ahora, adonde lo probasteis con la autoridad y testimonio de San Agustín.

-Es verdad que dije -respondió luego Marcelo- que la paz, según dice San Agustín, no es otra cosa sino una orden sosegada o un sosiego ordenado. Y aunque no pienso ahora determinarla por otra manera, porque ésta de San Agustín me contenta, todavía quiero insistir algo acerca de esto mismo que San Agustín dice, para dejarlo más enteramente entendido.

Porque, como veis, Sabino, según esta sentencia, dos cosas diferentes son las de que se hace la paz, conviene a saber: sosiego y orden. Y hácese de ellas así, que no será paz si alguna de ellas, cualquiera que sea, le faltare. Porque, lo primero, la paz pide orden, o, por mejor decir, no es ella otra cosa sino que cada una cosa guarde y conserve su orden. Que lo alto esté en su lugar, y lo bajo, por la misma manera; que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo señor que sea servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda a los otros con el respeto que a cada uno se debe. Pide, lo segundo, sosiego la paz. Porque, aunque muchas personas en la república, o muchas partes en el alma y en el cuerpo del hombre conserven entre sí su debido orden y se mantengan cada una en su puesto, pero si las mismas están como bullendo para desconcertarse, y como forcejeando entre sí para salir de su orden, aun antes que consigan su intento y se desordenen, aquel mismo bullicio suyo y aquel movimiento destierra la paz de ellas, y el moverse o el caminar al desorden, o siquiera el no tener en el orden estable firmeza, es, sin duda, una especie de guerra.

Por manera que la orden sola sin el reposo no hace paz; ni, al revés, el reposo y el sosiego, si le falta la orden. Porque una desorden sosegada (si puede haber sosiego en la desorden), pero, si le hay, como de hecho le parece haber en aquellos en quienes la grandeza de la maldad, confirmada con la larga costumbre, amortiguando el sentido del bien, hace asiento; así que el reposo en la desorden y mal, no es sosiego de paz, sino confirmación de guerra; y es, como en las enfermedades confirmadas del cuerpo, pelea y contienda y agonía incurable.

Es, pues, la paz sosiego y concierto. Y porque así el sosiego como el concierto dicen respecto a otro tercero, por eso propiamente la paz tiene por sujeto a la muchedumbre; porque en lo que es uno y del todo sencillo, si no es refiriéndolo a otro, y por respeto de aquello a quien se refiere, no se asienta propiamente la paz.

Pues, cuanto a este propósito pertenece, podemos comparar el hombre, y referirlo a tres cosas: lo primero a Dios; lo segundo a ese mismo hombre, considerando las partes diferentes que tiene, y comparándolas entre sí; y lo tercero, a los demás hombres y gentes con quienes vive y conversa. Y según estas tres comparaciones, entendemos luego que puede haber paz en él por tres diferentes maneras. Una, si estuviere bien concertado con Dios; otra, si él, dentro de sí mismo, viviere en concierto; y la tercera, si no se atravesare ni encontrare con otros.

La primera consiste en que el alma esté sujeta a Dios y rendida a su voluntad, obedeciendo enteramente sus leyes, y en que Dios, como en sujeto dispuesto, mirándola amorosa y dulcemente, influya el favor de sus bienes y dones. La segunda está en que la razón mande, y el sentido y los movimientos de él obedezcan sus mandamientos, y no sólo en que obedezcan, sino en que obedezcan con presteza y con gusto, de manera que no haya alboroto entre ellos ninguno ni rebeldía, ni procure ninguno por que la haya, sino que gusten así todos del estar a una, y les sea así agradable la conformidad, que ni traten de salir de ella, ni por ello forcejeen. La tercera es dar su derecho a todos cada uno, y recibir cada uno de todos aquello que se le debe sin pleito ni contienda.

Cada una de estas paces es para el hombre de grandísima utilidad y provecho, y de todas juntas se compone y fabrica toda su felicidad y bienandanza. La utilidad de la postrera manera de paz, que nos ajunta estrechamente y nos tiene en sosiego a los hombres unos con otros, cada día hacemos experiencia de ella, y los llorosos males que nacen de las contiendas y de las diferencias y de las guerras, nos la hacen más conocer y sentir.

El bien de la segunda, que es vivir concertada y pacíficamente consigo mismo, sin que el miedo nos estremezca ni la afición nos inflame, ni nos saque de nuestros quicios la alegría vana ni la tristeza, ni menos el dolor nos envilezca y encoja, no es bien tan conocido por la experiencia; porque, por nuestra miseria grande, son muy raros los que hacen experiencia de él; mas convéncese por razón y por autoridad claramente.

Porque ¿qué vida puede ser la de aquel en quien sus apetitos y pasiones, no guardando ley ni buena orden alguna, se mueven conforme a su antojo? ¿La de aquel que por momentos se muda con aficiones contrarias, y no sólo se muda, sino muchas veces apetece y desea juntamente lo que en ninguna manera se compadece estar junto: ya alegre, ya triste, ya confiado, ya temeroso, ya vil, ya soberbio? O ¿qué vida será la de aquel en cuyo ánimo hace presa todo aquello que se le pone delante?; ¿del que todo lo que se le ofrece al sentido desea?; ¿del que se trabaja por alcanzarlo todo, y del que revienta con rabia y coraje porque no lo alcanza?; ¿del que lo alcanza hoy, lo aborrece mañana, sin tener perseverancia en ninguna cosa más que en ser inconstante? ¿Qué bien puede ser bien entre tanta desigualdad? O ¿cómo será posible que un gusto tan turbado halle sabor en ninguna prosperidad ni deleite? O, por mejor decir, ¿cómo no turbará y volverá de su calidad malo y desabrido a todo aquello que en él se infundiere? No dice esto mal, Sabino, vuestro poeta:


   A quien teme o desea sin mesura,
su casa y su riqueza así le agrada
como a la vista enferma la pintura,
    como a la gota el ser muy fomentada,
o como la vihuela en el oído,
que la podre atormenta amontonada.
    Si el vaso no está limpio, corrompido,
aceda todo aquello que infundieres.



Y mejor mucho, y más brevemente, el Profeta, diciendo: «El malo, como mar que hierve, que no tiene sosiego.» Porque no hay mar brava, en quien los vientos más furiosamente ejecuten su ira, que iguale a la tempestad y a la tormenta que, yendo unas olas y viniendo otras, mueven en el corazón desordenado del hombre sus apetitos y sus pasiones. Las cuales, a las veces, le oscurecen el día, y le hacen temerosa la noche, y le roban el sueño, y la cama se la vuelven dura, y la mesa se la hacen trabajosa y amarga, y, finalmente, no le dejan una hora de vida dulce y apacible de veras. Y así concluye diciendo: «Dice el Señor: no cabe en los malos paz.» Y si es tan dañosa esta desorden, el carecer de ella y la paz que la contradice y que pone orden en todo el hombre, sin duda es gran bien. Y por semejante manera se conoce cuán dulce cosa es y cuán importante es el andar a buenas con Dios y el conservar su amistad, que es la tercera manera de paz que decíamos, y la primera de todas tres. Porque de los efectos que hace su ira en aquellos contra quienes mueve guerra, vemos por vista de ojos cuán provechosa e importante es su paz.

Jeremías, en nombre de Jerusalén, encarece con lloro el estrago que hizo en ella el enojo de Dios, y las miserias a que vino por haber trabado guerra con él: «Quebrantó, dice, con ira y braveza toda la fortaleza de Israel, hizo volver atrás su mano derecha delante del enemigo, y encendió en Jacob como una llama de fuego abrasante en derredor. Fechó su arco como contrario, refirmó su derecha como enemigo, y puso a cuchillo todo lo hermoso, y todo lo que era de ver en la morada de la hija de Sión; derramó como fuego su gran coraje. Volvióse Dios enemigo, despeñó a Israel, asoló sus muros, deshizo sus reparos, colmó a la hija de Judá de bajeza y miseria.» Y va por esta manera prosiguiendo muy largamente.

Mas en el libro de Job se ve como dibujado el miserable mal que pone Dios en el corazón de aquellos contra quienes se muestra enojado: «Sonido, dice, de espanto siempre en sus orejas; y, cuando tiene paz, se recela de alguna celada; no cree poder salir de tinieblas, y mira en derredor, recatándose por todas partes de la espada; atemorízale la tribulación y cércale a la redonda la angustia.» Y, sobre todos, refiriendo Job sus dolores, pinta singularmente en sí mismo el estrago que hace Dios en los que se enoja. Y decirlo he en la manera que nuestro común amigo, en verso castellano, lo dijo. Dice, pues:


   Veo que Dios los pasos me ha tomado;
cortado me ha la senda, y con oscura
tiniebla mis caminos ha cerrado.
   Quitó de mi cabeza la hermosura
del rico resplandor con que iba al cielo;
desnudo me dejó con mano dura.
    Cortóme en derredor, y vine al suelo
cual árbol derrocado; mi esperanza
el viento la llevó con presto vuelo.
    Mostró de su furor la gran pujanza,
airado, y, triste yo, como si fuera
contrario, así de sí me aparta y lanza.
    Corrió como en tropel su escuadra fiera,
y vino y puso cerco a mi morada,
y abrió por medio de ella gran carrera.



Y si del tener por contrario a Dios y del andar en bandos con Él nacen estos daños, bien se entiende que carecerá de ellos el que se conservare en su paz y amistad; y no sólo carecerá de estos daños, mas gozará de señalados provechos. Porque como Dios enojado y enemigo es terrible, así amigo y pacífico es liberal y dulcísimo, como se ve en lo que Isaías en su persona de Él dice que hará con la congregación santa de sus amigos y justos: «Alegraos con Jerusalén, dice, y regocijaos con ella todos los que la queréis bien; gozaos, gozaos mucho con ella todos los que la llorabais, para que, a los pechos de su contento puestos, los gustéis y os hartéis, para que los exprimáis, y tengáis sobra de los deleites de su perfecta gloria. Porque el Señor dice así: Yo derivaré sobre ella como un río de paz, y como una avenida creciente la gloria de las gentes, de que gozaréis; traeros han a los pechos, y sobre las rodillas puestos, os harán regalos; como si una madre acariciase a su hijo, así Yo os consolaré a vosotros; con Jerusalén seréis consolados.»

Así que, cada una de estas tres paces es de mucha importancia. Las cuales, aunque parecen diferentes, tienen entre sí cierta conformidad y orden, y nacen de la una de ellas las otras por esta manera. Porque del estar uno concertado y bien compuesto dentro de sí, del tener paz consigo mismo, no habiendo en él cosa rebelde que a la razón contradiga, nace, como de fuente, lo primero el estar en concordia con Dios, y lo segundo el conservarse en amistad con los hombres.

Y digamos de cada una cosa por sí. Porque, cuanto a lo primero, cosa manifiesta es que Dios, cuando se nos pacifica y, de enemigo, se amista, y se desenoja y ablanda, no se muda Él, ni tiene otro parecer o querer de aquel que tuvo desde toda la eternidad sin principio, por el cual perpetuamente aborrece lo malo y ama lo bueno y se agrada de ello, sino el mudarnos nosotros usando bien de sus gracias y dones, y el poner en orden a nuestras almas, quitando lo torcido de ellas y lo contumaz y rebelde, y pacificando su reino y ajustándolas con la ley de Dios, y por este camino, el quitarnos del cuento y de la lista de los perdidos y torcidos que Dios aborrece, y traspasarnos al bando de los buenos que Dios ama, y ser del número de ellos, eso quita a Dios de enojo y nos torna en su buena gracia.

No porque se mude ni altere Él, ni porque comience a amar ahora otra cosa diferente de lo que amó siempre, sino porque, mudándonos nosotros, venimos a figurarnos en aquella manera y forma que a Dios siempre fue agradable y amable. Y así Él, cuando nos convida a su amistad por el Profeta, no nos dice que se mudará Él, sino pídenos que nos convirtamos a Él nosotros, mudando nuestras costumbres. «Convertíos a Mí, dice, y Yo me convertiré a vosotros.» Como diciendo: Volveos vosotros a Mí, que, haciendo vosotros esto, por el mismo caso Yo estoy vuelto a vosotros, y os miro con los ojos y con las entrañas de amor con que siempre estoy mirando a los que debidamente me miran. Que, como dice David en el Salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos en sus ruegos de ellos.»

Así que Él mira siempre a lo bueno con vista de aprobación y de amor. Porque, como sabéis, Dios y lo que es amado de Dios siempre se están mirando entre sí, y como si dijésemos, Dios en el que ama, y el que ama a Dios, en ese mismo Dios tiene siempre enclavados los ojos. Dios mira por él con particular providencia, y él mira a Dios para agradarle con solicitud y cuidado; de lo primero, dice David en el Salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos a sus ruegos de ellos.» De lo segundo dicen ellos también: «Como los ojos de los siervos miran con atención a las manos y a los semblantes de sus señores, así nuestros ojos los tenemos fijados en Dios.» Y en los Cantares pide el Esposo al alma justa que le muestre la cara porque ese es oficio del justo. Y a muchos justos, en las sagradas Letras en particular, para decirles Dios que sean justos y que perseveren y se adelanten en la virtud, les dice así y les pide que no se escondan de Él, sino que anden en su presencia y que le traigan siempre delante.

Pues cuando dos cosas en esta manera juntamente se miran, si es así que la una de ellas es inmudable, y si con esto acontece que se dejen de mirar algún tiempo, eso de necesidad vendrá, porque la otra que se podía torcer, usando de su poder, volvió a otra parte la cara; y, si tornaren a mirarse después, será la causa porque aquella misma que se torció y escondió, volvió otra vez su rostro hacia la primera, mudándose.

Y de esta misma manera, estándose Dios firme e inmudable en sí mismo, y no habiendo más alteración en su querer y entender que la hay en su vida y en su ser, porque en Él todo es una misma cosa, el ser y el querer, nuestra mudanza miserable y las veces de nuestro albedrío, que, como vientos diversos, juegan con nosotros, y nos vuelven al mal por momentos, nos llevan a la gracia de Dios ayudados de ella, y nos sacan de ella con su propia fuerza mil veces. Y mudándome yo, hago que parezca Dios mudarse conmigo, no mudándose Él nunca.

Así que, por el mismo caso que lo torcido de mi alma se destuerce, y lo alborotado de ella se pone en paz y se vuelve, vencidas las nieblas y la tempestad del pecado, a la pureza y a lo sereno de la luz verdadera, Dios luego se desenoja con ella. Y de la paz de ella consigo misma, criada en ella por Dios, nace la paz segunda que, como dijimos, consiste en que Dios y ella, puestos aparte los enojos, se amen y quieran bien.

Y de la misma manera, en tener uno paz consigo es principio ciertísimo para tenerla con todos los otros. Porque sabida cosa es que lo que nos diferencia y lo que nos pone en contienda y en guerra a unos con otros, son nuestros deseos desordenados, y que la fuente de la discordia y rencilla siempre es y fue la mala codicia de nuestro vicioso apetito. Porque todas las diferencias y enojos que los hombres entre sí tienen, siempre se fundan sobre la pretensión de alguno de estos bienes que llaman bienes los hombres, como son, o el interés o la honra o el pasatiempo y deleite; que, como son bienes limitados y que tienen su cierta tasa, habiendo muchos que los pretendan sin orden, no bastan a todos, o vienen a ser para cada uno menores, y así se embarazan y se estorban los unos a los otros aquellos que sin rienda los aman. Y del estorbo nace el disgusto, y de él el enojo; y al enojo se le siguen los pleitos y las diferencias, y, finalmente, las enemistades capitales y las guerras. Como lo dice Santiago, casi por estas mismas palabras: «¿De dónde hay en vosotros pleitos y guerras, sino por causa de vuestros deseos malos?»

Y, al revés, el hombre de ánimo bien compuesto y que conserva paz y buen orden consigo, tiene atajadas y como cortadas casi todas las ocasiones, y, cuanto es de su parte, sin duda todas las que le pueden encontrar con los hombres. Que si los otros se desentrañan por estos bienes, y si a rienda suelta y como desalentados siguen en pos del deleite, y se desvelan por las riquezas, y se trabajan y fatigan por subir a mayor grado y a mayor dignidad adelantándose a todos, este que digo no se les pone delante para hacerles dificultad o para cerrarles el paso, antes, haciéndose a su parte, y rico y contento con los bienes que posee en su alma, les deja a los demás campo ancho, y, cuanto es de su parte, bien desembarazado, adonde a su contento se espacien. Y nadie aborrece al que en ninguna cosa le daña. Y el que no ama lo que los otros aman, y ni quiere ni pretende quitar de las manos y de las uñas a ninguno su bien, no daña a ninguno.

Así que, como la piedra que en el edificio está asentada en su debido lugar, o, por decir cosa más propia, como la cuerda en la música, debidamente templada en sí misma, hace música dulce con todas las demás cuerdas, sin disonar con ninguna, así el ánimo bien concertado dentro de sí, y que vive sin alboroto, y tiene siempre en la mano la rienda de sus pasiones y de todo lo que en él puede mover inquietud y bullicio, consuena con Dios y dice bien con los hombres, y, teniendo paz consigo mismo, la tiene con los demás. Y, como dijimos, estas tres paces andan eslabonadas entre sí mismas, y de la una de ellas nacen, como de fuente, las otras, y ésta de quien nacen las demás es aquella que tiene su asiento en nosotros.

De la cual San Agustín dice bien en esta manera: «Vienen a ser pacíficos en sí mismos los que, poniendo primero en concierto todos los movimientos de su alma, y sujetándolos a la razón, esto es, a lo principal del alma, y espíritu, y teniendo bien domados los deseos carnales, son hechos reino de Dios, en el cual todo está ordenado; así que, mande en el hombre lo que en él es más excelente, y lo demás en que convenimos con los animales brutos no le contradiga; y eso mismo excelente, que es la razón, esté sujeta a lo que es mayor que ella, esto es, a la verdad misma, y al Hijo unigénito de Dios, que es la misma verdad. Porque no le será posible a la razón tener sujeto lo que es inferior, si ella, a lo que superior le es, no sujetare a sí misma. Y esta es la paz que se concede en el suelo a los hombres de buena voluntad, y la en que consiste la vida del sabio perfecto.»

Mas dejando esto aquí, averigüemos ahora y veamos -que ya el tiempo lo pide- qué hizo Cristo para poner el reino de nuestras almas en paz, y por dónde es llamado príncipe de ella. Que decir que es príncipe de esta obra, es decir no sólo que Él la hace, mas que es sólo Él que la puede hacer, y que es el que se aventaja entre todos aquellos que han pretendido el hacer este bien, lo cual ciertamente han pretendido muchos, pero no les ha sucedido a ninguno. Y así hemos de asentar por muy ciertas dos cosas: una, que la religión o la policía o la doctrina o maestría que no engendra en nuestras almas paz y composición de afectos y de costumbres, no es Cristo ni religión suya por ninguna manera; porque, como sigue la luz al sol, así este beneficio acompaña a Cristo siempre, y es infalible señal de su virtud y eficacia.

La otra cosa es que ninguno jamás, aunque lo pretendieron muchos, pudo dar este bien a los hombres sino Cristo y su ley. Por Manera que no solamente es obra suya esta paz, mas obra que Él sólo la supo hacer, que es la causa por donde es llamado su príncipe. Porque unos, atendiendo a nuestro poco saber, e imaginando que el desorden de nuestra vida nacía solamente de la ignorancia, parecióles que el remedio era desterrar de nuestro entendimiento las tinieblas del error, y así pusieron su cuidado y diligencia en solamente dar luz al hombre con leyes, y en ponerle penas que le indujesen con su temor a aquello que le mandaban las leyes. De esto, como ahora decíamos, trató la ley vieja, y muchos otros hombres que ordenaron leyes atendieron a esto, y mucha parte de los antiguos filósofos escribieron grandes libros acerca de este propósito.

Otros, considerando la fuerza que en nosotros tiene la carne y la sangre, y la violencia grande de sus movimientos, persuadiéronse que de la compostura y complexión del cuerpo manaban, como de fuente, la destemplanza y turbaciones del alma, y que se podría atajar este mal con sólo cortar esta fuente. Y porque el cuerpo se ceba y se sustenta con lo que se come, tuvieron por cierto que, con poner en ello orden y tasa, se reduciría a buen orden el alma, y se conservaría siempre en paz y salud. Y así vedaron unos manjares, lo que les pareció que, comidos, con su vicioso jugo, acrecentarían las fuerzas desordenadas y los malos movimientos del cuerpo, y de otros señalaron cuándo y cuánto de ellos se podía comer, y ordenaron ciertos ayunos y ciertos lavatorios, con otros semejantes ejercicios, enderezados todos a adelgazar el cuerpo, criando en él una santa y limpia templanza.

Tales fueron los filósofos indios, y muchos sabios de los bárbaros siguieron por este camino. Y en las leyes de Moisés algunas de ellas se ordenaron para esto también. Mas ni los unos ni los otros salieron con su pretensión, porque, puesto caso que estas cosas sobredichas todas ellas son útiles para conseguir este fin de paz que decimos, y algunas de ellas muy necesarias, mas ninguna de ellas, ni juntas todas, no son bastantes ni poderosas para criar en el alma esta paz enteramente, ni para desterrar de ella, o a lo menos para poner en concierto en ella, estas olas de pasiones y movimientos furiosos que la alteran y turban. Porque habéis de entender que en el hombre, en quien hay alma y hay cuerpo, y en cuya alma hay voluntad y razón, por el grande estrago que hizo en él el pecado primero, todas estas tres cosas quedaron miserablemente dañadas. La razón con ignorancias, el cuerpo y la carne con sus malos siniestros, dejados sin rienda, y la voluntad, que es la que mueve en el reino del hombre, sin gusto para el bien y golosa para el mal, y perdidamente inclinada, y como despojada del aliento del cielo, y como revestida de aquel malo y ponzoñoso espíritu de la serpiente, de quien esta mañana tantas veces y tan largamente decíamos.

Y con esto, que es cierto, habéis también de entender que de estos tres males y daños, el de la voluntad es como la raíz y el principio de todos. Porque, como en el primer hombre se ve, que fue el autor de estos males, y el primero en quien ellos hicieron prueba y experiencia de sí mismos, el daño de la voluntad fue el primero; y de allí se extendió, cundiendo la pestilencia, al entendimiento y al cuerpo. Porque Adán no pecó porque primero se desordenase el sentido en él, ni porque la carne, con su ardor violento llevase en pos de sí la razón, ni pecó por haberse cegado primero su entendimiento con algún grave error, que, como dice San Pablo, en aquel artículo no fue engañado el varón, sino pecó porque quiso lisamente pecar, esto es, porque abriendo de buena gana las puertas de su voluntad, recibió en ella el espíritu del demonio, y, dándole a él asiento, la sacó a ella de la obediencia de Dios y de su santa orden y de la luz y favor de su gracia. Y hecho una por una este daño, luego de él le nació en el cuerpo desorden y en la razón ceguedad. Así que la fuente de la desventura y guerra común es la voluntad dañada y como emponzoñada con esta maldad primera.

Y porque los que pusieron leyes para alumbrar nuestro error mejoraban la razón solamente, y los que ordenaron la dieta corporal, vedando y concediendo manjares, templaban solamente lo dañado del cuerpo, y la fuente del desconcierto del hombre y de estas desórdenes todas no tenía asiento ni en la razón ni en el cuerpo, sino, como hemos dicho, en la voluntad maltratada, como no atajaban la fuente ni atinaban ni podían atinar a poner medicina en esta podrida raíz, por eso careció su trabajo del fruto que pretendían. Sólo aquel lo consiguió que supo conocer esta origen, y, conocida, tuvo saber y virtud para poner en ella su medicina propia, que fue Jesucristo, nuestra verdadera salud. Porque lo que remedia este mal espíritu y este perverso brío con que se corrompió en su primer principio la voluntad, es un otro espíritu santo y del cielo, y lo que sana esta enfermedad y malatía de ella, es el don de la gracia, que es salud y verdad. Y esta gracia y este espíritu sólo Cristo pudo merecerlo y sólo Cristo lo da, porque, como decíamos acerca del nombre pasado -y es bien que se tome a decir para que se entienda mejor, porque es punto de grande importancia- no se puede falsear ni contrastar lo que dice San Juan: «Moisés hizo la ley, mas la gracia es obra de Cristo.» Como si en más palabras dijera: Esto, que es hacer leyes y dar luz con mandamientos al entendimiento del hombre, Moisés lo hizo, y muchos otros legisladores y sabios lo intentaron hacer, y en parte lo hicieron; y aunque Cristo también en esta parte sobró a todos ellos con más ciertas y más puras leyes que hizo, pero lo que puede enteramente sanar al hombre, y lo que es sola y propia obra de Cristo, no es eso -que muy bien se compadecen entendimiento claro y voluntad perversa, razón desengañada y mal inclinada voluntad-, mas es sola la gracia y el espíritu bueno, en el cual ni Moisés ni ningún otro sabio ni criatura del mundo tuvo poder para darlo, sino es sólo Cristo Jesús.

Lo cual es en tanta manera verdad (no sólo que Cristo es el que nos da esta medicina eficaz de la gracia, sino que sola ella es la que nos puede sanar enteramente, y que los demás medios de luz y ejercicios de vida jamás nos sanaron), que muchas veces aconteció que la luz que alumbraba el entendimiento, y las leyes que le eran como antorcha para descubrirle el camino justo, no sólo no remediaron el mal de los hombres, mas antes, por la disposición de ellos mala, les acarrearon daño y enfermedad notablemente mayor. Y lo que era bueno en sí, por la calidad del sujeto enfermo y malsano, se les convertía en ponzoña que los dañaba más, como lo escribe expresamente San Pablo en una parte, diciendo que la ley le quitó la vida del todo; y en otra, que por ocasión de la ley se acrecentó y salió el pecado como de madre; y en otra, dando la razón de esto mismo, porque dice: «El pecado que se comete habiendo ley es pecado en manera superlativa», esto es, porque se peca, cuando así se peca, más gravemente, y viene así a llegar a sus mayores quilates la malicia del mal.

Porque, a la verdad, como muestra bien Platón en el segundo Alcibiades, a los que tienen dañada la voluntad, o no bien aficionada acerca del fin último y acerca de aquello que es lo mejor, la ignorancia les es útil las más de las veces y el saber peligroso y dañoso; porque no les sirve de freno para que no se arrojen al mal -porque sobrepuja sobre todo el desenfrenamiento, y, como si dijésemos, el desbocamiento de su voluntad estragada-, sino antes les es ocasión, unas veces para que pequen más sin disculpa, y otras para que de hecho pequen los que sin aquella luz no pecaran. Porque, por su grande maldad, que la tienen ya como embebida en las venas, usan de la luz, no para encaminar sus pasos bien, sino para hallar medios e ingenios para traer a ejecución sus perversos deseos más fácilmente; y, aprovéchanse de la luz y del ingenio, no para lo que ello es, para guía del bien, sino para adalid o para ingeniero del mal, y, por ser más agudos y más sabios, vienen a corromperse más y a hacerse peores. De lo cual todo resulta que sin la gracia no hay paz ni salud, y que la gracia es obra nacida del merecimiento de Cristo.

Mas porque esto es claro y ciertísimo, veamos ahora qué cosa es gracia o qué fuerza es la suya, y en que manera, sanando la voluntad, cría paz en todo el hombre interior y exterior.

Y diciendo esto Marcelo, puso los ojos en el agua, que iba sosegada y pura, y relucían en ella como en espejo todas las estrellas y hermosura del cielo, y parecía como otro cielo sembrado de hermosos luceros; y, alargando la mano hacia ella, y como mostrándola, dijo luego así:

-Esto mismo que ahora aquí vemos en esta agua, que parece como un otro cielo estrellado, en parte nos sirve de ejemplo para conocer la condición de la gracia. Porque así como la imagen del cielo recibida en el agua, que es cuerpo dispuesto para ser como espejo, al parecer de nuestra vista la hace semejante a sí mismo, así, como sabéis, la gracia venida al alma y asentada en ella, no al parecer de los ojos, sino en el hecho de la verdad, la asemeja a Dios y le da sus condiciones de Él, y la transforma en el cielo, cuanto le es posible a una criatura que no pierde su propia sustancia, ser transformada. Porque es una cualidad, aunque criada, no de la cualidad ni del metal de ninguna de las criaturas que vemos, ni tal cuales son todas las que la fuerza de la naturaleza produce, que ni es aire ni fuego ni nacida de ningún elemento; y la materia del cielo y los cielos mismos le reconocen ventaja en orden de nacimiento y en grado más subido de origen. Porque todo aquello es natural y nacido por la ley natural, mas ésta es sobre todo lo que la naturaleza puede y produce. En aquella manera nacen las cosas con lo que les es natural y propio, y como debido a su estado y a su condición, mas lo que la gracia da, por ninguna manera puede ser natural a ninguna sustancia criada, porque, como digo, traspasa sobre todas ellas, y es como un retrato de lo más propio de Dios, y cosa que le retrae y remedia mucho, lo cual no puede ser natural sino a Dios.

De arte que la gracia es una como deidad y una como figura viva del mismo Cristo, que, puesta en el alma, se lanza en ella y la deifica, y, si se va a decir verdad, es el alma del alma. Porque, así como mi alma, abrazada a mi cuerpo y extendiéndose por todo él, siendo caedizo y de tierra, y de suyo cosa pesadísima y torpe, le levanta en pie y le menea, y le da aliento y espíritu, y así le enciende en calor que le hace como una llama de fuego y le da las condiciones del fuego, de manera que la tierra anda, y lo pesado discurre ligero, y lo torpísimo y muerto vive y siente y conoce; así en el alma, que por ser criatura tiene condiciones viles y bajas, y que por ser el cuerpo adonde vive de linaje dañado, está ella aún más dañada y perdida, entrando la gracia en ella y ganando la llave de ella, que es la voluntad, y lanzándosele en su seno secreto, y, como si dijésemos, penetrándola toda, y de allí extendiendo su vigor y virtud por todas las demás fuerzas del ánimo, la levanta de la afición de la tierra, y, convirtiéndola al cielo y a los espíritus que se gozan en él, le da su estilo y su vivienda, y aquel sentimiento y valor y alteza generosa de lo celestial y divino, y, en una palabra, la asemeja mucho a Dios en aquellas cosas que le son a Él más propias y más suyas, y, de criatura que es suya, la hace hija suya muy su semejante; y finalmente la hace un otro Dios, así adoptado por Dios que parece nacido y engendrado de Dios.

Y porque, como dijimos, entrando la gracia en el alma y asentándose en ella, adonde primero prende es en la voluntad, y porque en Dios la voluntad es la misma ley de todo lo justo (y eso es bien, lo que Dios quiere, y solamente quiere aquello que es bueno), por eso, lo primero que en la voluntad la gracia hace es hacer de ella una ley eficaz para el bien, no diciéndole lo que es bueno, sino inclinándola y como enamorándola de ello.

Porque, como ya hemos dicho, se debe entender que esto que llamamos «o ley o dar ley» puede acontecer en dos diferentes maneras. Una es la ordinaria y usada, que vemos que consiste en decir y señalar a los hombres lo que les conviene hacer o no hacer, escribiendo con pública autoridad mandamientos y ordenaciones de ello, y pregonándolas públicamente. Otra es que consiste no tanto en aviso como en inclinación, que se hace, no diciendo ni mandando lo bueno, sino imprimiendo deseo y gusto de ello. Porque el tener uno inclinación y prontitud para alguna otra cosa que le conviene, es ley suya de aquel que está en aquella manera inclinado, y así la llama la filosofía, porque es lo que le gobierna la vida, y lo que le induce a lo que le es conveniente, y lo que le endereza por el camino de su provecho, que todas son obras propias de ley. Así, es ley de la tierra la inclinación que tiene a hacer asiento en el centro, y del fuego el apetecer lo subido y lo alto, y de todas las criaturas sus leyes son aquello mismo a que las lleva su naturaleza propia.

La primera ley, aunque es buena, pero, como arriba está dicho, es poco eficaz cuando lo que se avisa es ajeno de lo que apetece el que recibe el aviso, como lo es en nosotros por razón de nuestra maldad. Mas la segunda ley es en grande manera eficaz, y ésta pone Cristo con la gracia en nuestra alma. Porque por medio de ella escribe en la voluntad de cada uno con amor y afición aquello mismo que las leyes primeras escriben en los papeles con tinta, y de los libros de pergamino y de las tablas de piedra o de bronce, las leyes que estaban esculpidas en ellas con cincel o buril, las traspasa la gracia y las esculpe en la voluntad. Y la ley que por de fuera sonaba en los oídos del hombre y le afligía el alma con miedo, la gracia se la encierra dentro del seno y se la derrama, como si dijésemos, tan dulcemente por las fuerzas y apetitos del alma, que se la convierte en su único deleite y deseo; y, finalmente, hace que la voluntad del hombre, torcida y enemiga de ley, ella misma quede hecha una justísima ley, y, como en Dios, así en ella su querer sea lo justo, y lo justo sea todo su deseo y querer, cada uno según su manera, como maravillosamente lo profetizó Jeremías en el lugar que está dicho.

Queda, pues, concluido que la gracia, como es semejanza de Dios, entrando en nuestra alma y prendiendo luego su fuerza en la voluntad de ella, la hace por participación, como de suyo es la de Dios, ley e inclinación y deseo de todo aquello que es justo y que es bueno. Pues hecho esto, luego por orden secreta y maravillosa se comienza a pacificar el reino del alma y a concertar lo que en ella estaba encontrado, y a ser desterrado de allí todo lo bullicioso y desasosegado que la turbara, y descúbrese entonces la paz, y muestra la luz de su rostro, y sube y crece, y, finalmente, queda reina y señora.

Porque, lo primero, en estando aficionada por virtud de la gracia en la manera que hemos dicho, la voluntad luego calla, y desaparece el temor horrible de la ira de Dios, que le movía cruda guerra, y que, poniéndosele a cada momento delante, la traía sobresaltada y atónita. Así lo dice San Pablo: «Justificados con la gracia, luego tenemos paz con Dios.» Porque no le miramos ya como a Juez airado, sino como a padre amoroso, ni le concebimos ya como a enemigo nuestro poderoso y sangriento, sino como a amigo dulce y blando. Y como, por medio de la gracia, nuestra voluntad se conforma y se asemeja con Él, amamos a lo que se nos parece, y confiamos por el mismo caso que nos ama Él como a sus semejantes.

Lo segundo, la voluntad y la razón, que estaban hasta aquel punto perdidamente discordes, hacen luego paz entre sí; porque de allí adelante lo que juzga la una parte, eso mismo desea la otra, y lo que la voluntad ama, eso mismo es lo que aprueba el entendimiento. Y así cesa aquella amarga y continua lucha, y aquel alboroto fiero, y aquel continuo reñir con que se despedazan las entrañas del hombre, que tan vivamente San Pablo con sus divinas palabras pintó cuando dice: «No hago el bien que juzgo, sino el mal que aborrezco y condeno. Juzgo bien de la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mi mismo apetito, que contradice a la ley de mi espíritu y me lleva cautivo en seguimiento de la ley de pecado, que en mis inclinaciones tiene asiento. Desventurado yo, quien me podrá librar de la maldad mortal de este cuerpo»?

Y no solamente convienen en uno de allí adelante la razón y la voluntad, mas con su bien guiado deseo de ella y con el fuego ardiente de amor con que apetece lo bueno, enciende en cierta manera luz con que la razón viene más enteramente en el conocimiento del bien, y de muy conformes y de muy amistados los dos, vienen a ser entre sí semejantes y casi a trocar entre sí sus condiciones y oficios; y el entendimiento levanta luz que aficione, y la voluntad enciende amor que guíe y alumbre, y, casi, enseña la voluntad, y el entendimiento apetece.

Lo tercero, el sentido y las fuerzas del alma más viles, que nos mueven con ira y deseos, con los demás apetitos y virtudes del cuerpo, reconocen luego el nuevo huésped que ha venido a su casa, y la salud y nuevo valor que para contra ellos le ha venido a la voluntad, y, reconociendo que hay justicia en su reino y quien levante vara en él poderosa para escarmentar con castigo a lo revoltoso y rebelde, recógense poco a poco, y como atemorizados se retiran, y no se atreven ya a poner unas veces fuego y otras veces hielo, y continuamente alboroto y desorden, bulliciosos y desasosegados como antes solían; y, si se atreven, con una sofrenada la voluntad santa los pacifica y sosiega, y crece ella cada día más en vigor, y creciendo siempre y entrañándose de continuo en ella más los buenos y justos deseos, y haciéndolos como naturales a sí, pega su afición y talante a las otras fuerzas menores, y, apartándolas insensiblemente de sus malos siniestros y como desnudándolas de ellos, las hace a su condición e inclinación de ella misma; y de la ley santa de amor en que está transformada por gracia, deriva también y comunica a los sentidos su parte; y como la gracia, apoderándose del alma, hace como un otro Dios a la voluntad, así ella, deificada y hecha del sentido como reina y señora, casi le convierte de sentido en razón.

Y como acontece en la naturaleza y en las mudanzas de la noche y del día, que, como dice David en el Salmo: «En viniendo la noche salen de sus moradas las fieras, y, esforzadas y guiadas por las tinieblas, discurren por los campos y dan estrago a su voluntad en ellos; mas, luego que amanece el día y que apunta la luz, esas mismas se recogen y encuevan»; así el desenfrenamiento fiero del cuerpo y la rebeldía alborotadora de sus movimientos, que cuando estaba en la noche de su miseria la voluntad nuestra caída, discurrían con libertad y lo metían todo a sangre y a fuego, en comenzando a lucir el rayo del buen amor, y en mostrándose el día del bien, vuelve luego el pie atrás y se esconde en su cueva, y deja que lo que es hombre en nosotros salga a luz, y haga su oficio sosegada y pacíficamente, y de sol a sol.

Porque, a la verdad, ¿qué es lo que hay en el cuerpo que sea poderoso para desasosegar a quien es regido por una voluntad y razón semejante? ¿Por ventura el deseo de los bienes de esta vida le solicitará, o el temor de los males de ella le romperá su reposo? ¿Alterarse ha con ambición de honras o con amor de riquezas, o con la afición de los ponzoñosos deleites desalentado, saldrá de sí mismo? ¿Cómo le turbará la pobreza al que de esta vida no quiere más de una estrecha pasada? ¿Cómo le inquietará con su hambre el grado alto de dignidades y honras, al que huella sobre todo lo que se aprecia en el suelo? ¿Cómo la adversidad, la contradicción, las mudanzas diferentes, y los golpes de la fortuna, le podrán hacer mella al que a todos sus bienes los tiene seguros en sí?

Ni el bien le azozobra, ni el mal le amedrenta, ni la alegría lo engríe, ni el temor le encoge, ni las promesas lo llevan, ni las amenazas le desquician, ni es tal que lo próspero o lo adverso le mude. Si se pierde la hacienda, alégrase, como libre de una carga pesada. Si le faltan los amigos, tiene a Dios en su alma, con quien de continuo se abraza. Si el odio o si la envidia arma los corazones ajenos contra él, como sabe que no le pueden quitar su bien, no los teme. En las mudanzas está quedo y entre los espantos seguro. Y cuando todo a la redonda de él se arruine, él permanece más firme, y, como dijo aquel grande elocuente, luce en las tinieblas, e impelido de su lugar, no se mueve.

Y lo postrero con que aqueste bien se perfecciona últimamente, es otro bien que nace de aquesta paz interior y, naciendo de ella, acrecienta a esa misma paz de donde nace y procede. Y este bien es el favor de Dios que la voluntad así concertada tiene, y la confianza que se le despierta en el alma con este favor. Porque ¿quién pondrá alboroto o espanto en la conciencia que tiene a Dios de su parte? O ¿cómo no tendrá a Dios de su parte el que es una voluntad con Él y un mismo querer? Bien dijo Sófocles: Si Dios manda en mí, no estoy sujeto a cosa mortal. Y cierto es que no me puede dañar aquello a quien no estoy sujeto.

Así que de la paz del alma justa nace la seguridad del amparo de Dios, y de esta seguridad se confirma más y se fortifica la paz. Y así David juntó, a lo que parece, estas dos cosas, paz y confianza, cuando dijo en el Salmo: «En paz y en uno dormiré y reposaré.» Adonde, como veis, con la paz puso el sueño, que es obra, no de ánimo solícito, sino de pecho seguro y confiado. Sobre las cuales palabras, si bien me acuerdo, dice así San Crisóstomo:

«Esta es otra especie de merced que hace Dios a los suyos: que les da paz. De paz, dice, gozan los que aman tu ley, y ninguna cosa les es tropiezo. Porque ninguna cosa hace así paz, como es el conocimiento de Dios y el poseer la virtud, lo cual destierra del ánimo sus perturbaciones, que son su guerra secreta, y no permite que el hombre traiga bandos consigo. Que a la verdad, el que de esta paz no gozare, dado que en las cosas de fuera tenga gran paz y no sea acometido de ningún enemigo, será sin duda miserable y desventurado sobre todos los hombres. Porque ni los scitas bárbaros, ni los de Tracia, ni los sármatas, o los indios o moros, ni otra gente o nación alguna, por más fiera que sea, pueden hacer guerra tan cruda como es la que hace un malvado pensamiento cuando se lanza en lo secreto del ánimo, o una desordenada codicia, o el amor del dinero sediento, o el deseo entrañable de mayor dignidad, u otra afición cualquiera acerca de aquellas cosas que tocan a esta vida presente.

»Y la razón pide que sea así, porque aquella guerra es guerra de fuera, mas esta es guerra de dentro de casa. Y vemos en todas las cosas, que el mal que nace de dentro es mucho más grave que no aquello que acomete de fuera. Porque al madero la carcoma que nace dentro de él le consume más, y a la salud y fuerzas del cuerpo, las enfermedades que proceden de lo secreto de él, le son más dañosas que no los males que le advienen de fuera. Y a las ciudades y repúblicas no las destruyen tanto los enemigos de fuera cuanto las asuelan los domésticos y los que son de una misma comunidad y linaje. Y por la misma manera, a nuestra alma lo que la conduce a la muerte no son tanto los artificios e ingenios con que es acometida de fuera, cuanto las pasiones y enfermedades suyas y que nacen en ella.

»Por donde si algún temeroso de Dios compusiere los movimientos turbados del ánimo, y si les quitare a los malvados deseos, que son como fieras, que no vivan y alienten; y si, no les permitiendo que hagan cueva en su alma, apaciguare bien esta guerra, ese tal gozará de paz pura y sosegada. Esta paz nos dio Cristo viniendo al mundo. Esta misma desea San Pablo cuando dice en todas sus cartas: Gracia en vosotros y paz de Dios, Padre nuestro. El que es señor de esta paz, no sólo no teme al enemigo bárbaro, mas ni al mismo demonio, antes hace burlar de él y de todo su ejército; vive sosegado y seguro, y alentado más que otro hombre ninguno, como aquel a quien ni la pobreza le aprieta, ni la enfermedad le es grave, ni le turba caso ninguno adverso de los que sin pensar acontecen; porque su alma, como sana y valiente, se vadea fácil y generosamente por todo.

»Y para que veáis a los ojos que es esto verdad, pongamos que es uno envidioso y que en lo demás no tiene enemigo ninguno: ¿qué le aprovechará no tenerle? Él mismo se hace guerra a sí mismo, él mismo afila contra sí sus pensamientos más penetrables que espada. Oféndese de cuanto bien ve, y llágase a sí con cuantas buenas dichas suceden a otros; a todos los mira como a enemigos, y para con ninguno tiene su ánimo desenconado y amable. ¿Qué provecho, pues, le trae al que es como éste el tener paz por de fuera, pues la guerra grande que trae dentro de sí le hace andar discurriendo furioso y lleno de rabia, y tan acosado de ella, que apetece ser antes traspasado con mil saetas, o padecer antes mil muertes, que ver a alguno de sus iguales, o bien reputado o en otra alguna manera próspero?

»Demos otro que ame el dinero: cierto es que levantará en su corazón por momentos discordias innumerables y que, acosado de su turbada afición, ni aun respirar no podrá. No es así, no, el que está libre de semejantes pasiones; antes, como quien está en puerto seguro, de espacio y con reposo hinche su pecho de deleites sabios, ajeno de todas las molestias sobredichas.»

Esto dice, pues, San Crisóstomo.

Y en lo postrero que dice descubre otro bien y otro fruto que de la paz se recoge, y que en nuestro discurso será lo postrero, que es el gozo santo que halla en todo el que está pacífico en sí; porque el que tiene consigo guerra, no es posible que en ninguna cosa halle contento puro y sencillo. Porque, así como el gusto mal dispuesto por la demasía de algún humor malo que le desordena, en ninguna cosa halla el sabor que ella tiene, así al que trae guerra entre sí no le es posible gozar de lo puro y de la verdad del buen gusto. En el ánimo con paz sosegado, como en agua reposada y pura, cada cosa sin engaño ni confusión se muestra cual es, y así de cada una coge el gozo verdadero que tiene, y goza de sí mismo, que es lo mejor.

Porque así como de la salud y buena afición de la voluntad que Cristo por medio de su gracia pone en el hombre, como decíamos, se pacifica luego el alma con Dios y cesa la rencilla que antes de esto había entre el entender y el querer, y también el sentido se rinde, y lo bullicioso de él o se acaba o se esconde, y de toda esta paz nace el andar el hombre libre y bien animado y seguro, así de todo este amontonamiento de bien nace este gran bien, que es gozar el hombre de sí y poder vivir consigo mismo, y no tener miedo de entrar en su casa, como debajo de hermosas figuras, conforme a su costumbre, lo profetiza Miqueas, diciendo lo que en la venida de Cristo al mundo, y en la venida del mismo en el alma de cada uno, había de acontecer a los suyos: «No levantará, dice, espada una nación contra otra, y olvidarán de allí adelante las artes de guerra, y cada uno, asentado debajo de su vid y debajo de su higuera, gozará de ella, y no habrá quien de allí con espanto le aparte.» Adonde, juntamente con la paz hecha por Cristo, pone el descanso seguro con que gozará de sí y de sus bienes el que en esta manera tuviere paz.

Mas David en el Salmo, vuelto a la Iglesia y a cada uno de los justos que son parte de ella, con palabras breves, pero llenas de significación y de gozo, comprende todo cuanto hemos dicho muy bien. Dice: «Alaba, Jerusalén, al Señor.» Esto es, todos los que sois Jerusalén, poseedores de paz, alabad al Señor. Y aunque les dice que alaben, y aunque parece que así se lo manda, este mandar propiamente es profetizar lo que de esta paz acontece y nace, porque, como dijimos, al punto que toma posesión de la voluntad, luego el alma hace paces con Dios, de donde se sigue luego el amor y el loor.

Mas añade David: «Porque fortaleció las cerraduras de tus puertas, y bendijo a tus hijos en ti.» Dice la otra paz que se sigue a la primera paz de la voluntad, que es la conformidad y el estar a una entre sí todas las fuerzas y potencias del alma, que son como hijos de ella y como las puertas por donde le viene o el mal o el bien. Y dice maravillosamente que está fortalecido y cerrado dentro de sus puertas el que tiene esta paz. Porque, como tiene rendido el deseo a la razón, y, por el mismo caso, como no apetece desenfrenadamente ninguno de los bienes de fuera, no puede venirle de fuera ni entrarle en su casa, sin su voluntad, cosa ninguna que le dañe o enoje, sino cerrado dentro de sí, y abastecido y contento con el bien de Dios que tiene en sí mismo, y como dice el poeta del sabio, liso y redondo,no halla en él asidero ninguno de la fuerza enemiga.

Porque ¿cómo dañará el mundo al que no tiene ningunas prendas en él? Y en lo que luego David añade se ve más claramente esto mismo; porque dice así: «Y puso paz en tus términos.» Porque de tener en paz el alma a todo aquello que vive dentro de sus murallas y de su casa, de necesidad se sigue que tendrá también pacífica su comarca, que es decir que no tiene cosa en que los que andan fuera de ella y al derredor de ella dañarla puedan. Tiene paz en su comarca porque en ninguna cosa tiene competencia con su vecino, ni se pone a la parte en las cosas que precia el mundo y desea; y así nadie le mueve guerra, ni en caso que la quisiesen mover, tienen en qué hacerla, porque su comarca aun por esta razón es pacífica, porque es campiña rasa y estéril, que no hay viñedos en ella, ni sembrados fértiles, ni minas ricas, ni arboledas, ni jardines, ni caserías deleitosas e ilustres, ni tiene el alma justa cosa que precie que no la tenga encerrada dentro de sí; por eso goza seguramente de sí, que es el fruto último, como decíamos, y el que significa luego este Salmo en las palabras que añade: «Y te mantiene con hartura con lo apurado del trigo.»

Porque, a la verdad, los que sin esta paz viven, por más bien afortunados que vivan, no comen lo apurado del pan. Salvados son sus manjares, el desecho del bien es aquello por quien andan golosos; su gusto y su mantenimiento es lo grosero y lo moreno y lo feo, y sin duda las escorias de lo que es sustancia y verdad; y aun eso mismo, tal cual es y en la manera que es, no se les da con hartura. El pacífico sólo es el que come con abundancia y el que come lo apurado del bien; para él nace el día bueno, y el sol claro él es el que solamente le ve. En la vida, en la muerte, en lo adverso, en lo próspero, en todo halla su gusto; y el manjar de los ángeles es su perpetuo manjar, y goza de él alegre y sin miedo que nadie le robe; y, sin enemigo que le pueda ser enemigo, vive en dulcísima y abundosísima paz: Divino bien y excelente merced hecha a los hombres solamente por Cristo.

Por lo cual, tornando a lo primero del Salmo, le debemos celebrar con continuos y soberanos loores, porque Él salió a nuestra causa perdida, y tomó sobre sí nuestra guerra, y puso nuestro desconcierto en su orden, y nos amistó con el cielo, y encarceló a nuestro enemigo el demonio, y nos libertó de la codicia y del miedo, y nos aquietó y pacificó cuanto hay de enemigo y de adverso en la tierra; y el gozo, y el reposo, y el deleite de su divina y riquísima paz Él nos le dio, el cual es la fuente y el manantial de donde nace, y su autor único, por donde con justísima razón es llamado su príncipe.

Y, habiendo dicho esto, Marcelo calló. Y Juliano, incontinente, viéndole callar, dijo:

-Es sin duda, Marcelo, príncipe de paz Jesucristo por la razón que decís; mas no mudando eso que es firme, sino añadiendo sobre ello, paréceme a mí que le podemos también llamar así porque con sólo Él se puede tener esto que es paz.

Aquí Sabino, vuelto a Juliano, y como maravillado de lo que decía:

-No entiendo bien -dice-, Juliano, lo que decís, y traslúceme que decís gran verdad: y así, si no recibís pesadumbre, me holgaría que os declarásedes más.

-Ninguna -respondió Juliano-, mas decidme, pues así os place, Sabino: ¿entendéis que todos los que nacen y viven en esta vida son dichosos en ella y de buena suerte, o que unos lo son y otros no?

-Cierto es -dijo Sabino- que no lo son todos.

-Y ¿son lo algunos? -añadió Juliano.

Respondió Sabino:

-Sí son.

Y luego Juliano dijo:

-Decidme, pues: ¿el serlo así es cosa con que se nace, o caso de suerte, o viéneles por su obra e industria?

-No es nacimiento ni suerte -dijo Sabino- sino cosa que tiene principio en la voluntad de cada uno y en su buena elección.

-Verdad es -dijo Juliano-, y habéis dicho también que hay algunos que no vienen a ser dichosos ni de buena suerte.

-Sí he dicho -respondió.

-Pues decidme -dijo Juliano-: esos que no lo son, ¿no lo quieren ser o no lo procuran ser?

-Antes -dijo Sabino- lo procuran y lo apetecen con ardor grandísimo.

-Pues -replicó Juliano- ¿escóndeseles por ventura la buena dicha, o no es una misma?

-Una misma es -dijo Sabino-, y a nadie se esconde; antes, cuanto es de su parte, ella se les ofrece a todos y se les entra en su casa, mas no la conocen todos, y así algunos no la reciben.

-Por manera que decís, Sabino -dijo Juliano-, que los que no vienen a ser dichosos no conocen la buena dicha, y por esta causa la desechan de sí.

-Así es -respondió Sabino.

-Pues decidme -dijo Juliano-: ¿puede ser apetecido aquello de quien el que lo ha de amar no tiene noticia?

-Cierto es -dijo Sabino- que no puede.

-¿Y decís que los que no alcanzan la buena dicha no la conocen? -dijo Juliano.

Respondió Sabino que era así.

-Y también habéis dicho -añadió Juliano- que esos mismos que no lo son apetecen y aman el ser bienaventurados.

Concedió Sabino que lo había dicho.

-Luego -dijo Juliano- apetecen lo que no saben ni conocen; y así se concluye una de dos cosas: o que lo no conocido puede ser amado, o que los de mala suerte no aman la buena suerte; que cada una de ellas contradice a lo que, Sabino, habéis dicho. Ved ahora si queréis mudar algunas de ellas.

Reparó entonces Sabino un poco, y dijo luego:

-Parece que de fuerza se habrá de mudar.

Mas Juliano, tornando a tomar la mano, dijo así:

-Id conmigo, Sabino, que podría ser que por esta manera llegásemos a tocar la verdad. Decidme: la buena dicha, ¿es ella alguna cosa que vive o que tiene ser en sí misma o que manera de cosa es?

-No entiendo bien, Juliano -respondió Sabino-, lo que me preguntáis.

-Ahora -dijo Juliano- lo entenderéis: el avariento, decidme, ¿ama algo?

-Sí ama -dijo Sabino.

-¿Qué? -dijo Juliano.

-El oro sin duda -dijo Sabino-, y las riquezas.

-Y el que las gasta -añadió Juliano- en fiestas y en banquetes, ¿en aquello que hace busca y apetece algún bien?

-No hay duda de eso -dijo Sabino.

-Y ¿qué bien apetece? -preguntó Juliano.

-Apetece -respondió Sabino-, a mi parecer, su gusto propio y su contento.

-Bien decís, Sabino -dijo Juliano luego-. Mas, decidme, el contento que nace del gastar las riquezas y esas mismas riquezas, ¿tienen una misma manera de ser? ¿No os parece que el oro y plata es una cosa que tiene sustancia y tomo, que la veis con los ojos y la tocáis con las manos? Mas el contento no es así, sino como un accidente que sentís en vos mismo, o que os imagináis que sentís, y no es cosa que o la sacáis de las minas, o que el campo -o de suyo o con vuestra labor- la produce, y, producida, la cogéis de él y la encerráis en el arca, sino otra cosa que resulta en vos de la posesión de alguna de las cosas que son de tomo, que o poseéis u os imagináis poseer.

-Verdad es -dijo Sabino- lo que decís.

-Pues ahora -dijo Juliano- entenderéis mi pregunta, que es: si la buena dicha tiene ser como las riquezas y el oro, o como las cosas que llamamos gusto y contento.

-Como el gusto y el contento -dijo Sabino luego-. Y aun me parece a mí que la buena dicha no es otra cosa sino un perfecto y entero contento, seguro de lo que se teme, y rico de lo que se ama y apetece.

-Bien habéis dicho -dijo Juliano-; mas si es como el contento o es el contento mismo, y hemos dicho que el contento es una cosa que resulta en nosotros de algún bien de sustancia, que o tenemos o nos imaginamos tener, necesaria cosa será que de la buena dicha haya alguna cosa de tomo, que sea como su fuente y raíz, de manera que le dé ser dichoso al que la poseyere, cualquiera que él sea.

-Eso -dijo Sabino- no se puede negar.

-Pues decidme, ¿hay fuente sola o hay muchas fuentes?

-Parece -dijo Sabino- que haya una sola.

-Con razón os parece así -dijo Juliano entonces- porque el entero contento del hombre en una sola manera puede ser, y por la misma razón no tiene sino una sola causa. Mas esta causa, que llamamos fuente, y que, como decís, es una, ¿ámanla y búscanla todos?

-No la aman -dijo Sabino.

-¿Por qué? -respondió Juliano.

Y Sabino dijo:

-Porque no la conocen.

-Y, ¿ninguno -dijo Juliano- deja de amar, como antes decíamos, lo que es buena dicha?

-Así es -respondió.

-Y no se ama -replicó- lo que no se conoce; luego habéis de decir, Sabino, que los que aman el ser dichosos y no lo alcanzan, conocen lo general del descanso y del contento, mas no conocen la particular y verdadera fuente de donde nace, ni aquello uno en que consiste y lo que produce; y habéis de decir que, llevados, por una parte, del deseo, y, por otra parte, no sabiendo el camino, ni pueden parar ni les es posible atinar, al revés de los que hallan la buena suerte. Mas decidme, Sabino: los que buscan ser dichosos y nunca vienen a serlo, ¿no aman ellos algo también, y lo procuran haber como a fuente de su buena dicha, la que ellos pretenden?

-Aman -dijo Sabino-, sin duda.

-Y ese su amor -dijo Juliano- ¿hácelos dichosos?

-Ya está dicho que no los hace -respondió Sabino- porque la cosa a quien se allegan, y a quien le piden su contento y su bien, no es la fuente de él ni aquello de donde nace.

-Pues si ese amor no les da buena dicha -dijo Juliano ¿hace en ellos otra cosa alguna, o no hace nada?

-¿No bastará -dijo Sabino- que no les dé buena dicha?

-Por mí -dijo Juliano- baste en buena hora, que no deseo su daño; mas no os pido aquello con que yo por ventura quedaría contento si fuese el repartidor, sino lo que la razón dice, que es juez que no se dobla.

-Paréceme -dijo Sabino- que como el hijo de Príamo que puso su amor en Elena y la robó a su marido, persuadiéndose que llevaba con ella todo su descanso y su bien, no sólo no halló allí el descanso que se prometía, mas sacó de ella la ruina de su patria y la muerte suya, con todo lo demás que Homero canta, de calamidad y miseria; así, por la misma manera, los no dichosos por fuerza vienen a ser desdichados y miserables, porque aman como a fuente de su descanso lo que no lo es; y, amándolo así, pídenselo y búscanlo en ello, y trabájanse miserablemente por hallarlo, y al fin no lo hallan; y así, los atormenta juntamente, y como en un tiempo, el deseo de haberlo y el trabajo de buscarlo y la congoja de no poderlo hallar; de donde resulta que no sólo no consiguen la buena dicha que buscan, mas, en vez de ella, caen en infelicidad y miseria.

-Recojamos -dijo Juliano entonces- todo lo que hemos dicho hasta ahora; y así podremos después mejor ir en seguimiento de la verdad. Pues tenemos de todo lo sobredicho: lo uno, que todos aman y pretenden ser dichosos; lo otro, que no lo son todos; lo tercero, que la causa de esta diferencia está en el amor de aquellas cosas que llamamos fuentes o causas, entre las cuales la verdadera es sola una, y las demás son falsas y engañosas; y lo último, tenemos que, como el amor de la verdadera hace buena suerte, así hace no sólo falta de ella, sino miseria extremada, el amor de las falsas.

-Todo eso está dicho; mas de todo eso -dijo Sabino- ¿qué queréis, Juliano, inferir?

-Dos cosas infiero -dijo Juliano luego-: la una, que todos aman (los buenos y los malos, los felices y los infelices), y que no se puede vivir sin amar; la otra, que como el amor en los unos es causa de su buena andanza, así en los otros es la fuente de su miseria, y siendo en todos amor, hace en los unos y en los otros, efectos muy diferentes, o, por decir verdad, claramente contrarios.

-Así se infiere -dijo Sabino.

-Mas decidme -añadió Juliano- ¿atreveos habéis, Sabino, a buscar conmigo la causa de esta desigualdad y contrariedad que en sí encierra el amor?

-¿Qué causa decís, Juliano? -respondió Sabino.

-El por qué -dijo Juliano- el amor, que nos es tan necesario y tan natural a todos, es en unos causa de miseria y en otros de felicidad y buena suerte.

-Claro está eso -dijo Sabino luego-, porque, aunque en todos se llama amor, no es en todos uno mismo; mas en unos es amor de lo bueno, y así les viene el bien de él, y en otros de lo malo, y así les fructifica miseria.

-¿Puede -replicó Juliano- amar nadie lo malo?

-No puede -dijo Sabino- como no puede desamar a sí mismo. Mas el amor malo que digo, llámole así, no porque lo que ama es en sí malo, sino porque no es aquel bien que es la fuente y el minero del sumo bien.

-Eso mismo -dijo Juliano- es lo que hace mi duda y mi pregunta más fuerte.

-¿Más fuerte? -respondió Sabino-; y ¿en qué manera?

-De esta manera -dijo Juliano-: porque si los hombres pudieran amar la miseria, claro y descubierto estaba el por qué el amor hacía miserables a los que la amaban; mas amando todos siempre algún bien, aunque no sea aquel bien de donde nace el sumo bien, ya que este su amor no los hace enteramente dichosos, a lo menos, pues es bien lo que aman, justo y razonable sería que el amor de él les hiciese algún bien; y así, no parece verdad lo que poco antes asentamos por muy cierto: que el amor hace también a las veces miseria en los hombres.

-Así parece -respondió Sabino.

-No os rindáis -dijo Juliano- tan presto, sino id conmigo inquiriendo el ingenio y la condición del amor, que, si la hallamos, ella nos podrá descubrir la luz que buscamos.

-¿Qué ingenio es ese? -respondió Sabino-, o ¿cómo se ha de inquirir?

-Muchas veces habréis oído decir, Sabino -respondió Juliano-, que el amor consiste en una cierta unidad.

-Sí he -dijo Sabino- oído y leído que es unión el amor y que es unidad, y que es como un lazo estrecho entre los que juntamente se aman, y que, por ser así, se transforma el que ama en lo que ama por tal manera que se hace con él una misma cosa.

-Y ¿paréceos -dijo Juliano- que todo el amor es así?

-Sí parece -respondió Sabino.

-Apolo -dijo Juliano- a vuestro parecer, ¿amaba cuando en la fábula, como canta el poeta, sigue a Dafne que le huye? O el otro de la comedia, cuando pregunta dónde buscará, dónde descubrirá, a quién preguntará, cuál camino seguirá para hallar a quien había perdido de vista, pregunto, ¿amaba también?

-Así -dijo- parece.

-Y ambos -replicó Juliano- estaban tan lejos de ser unos con los que amaban, que el uno era aborrecido de ello, y el otro no hallaba manera para alcanzarlo.

-Verdad es -dijo Sabino- cuanto al hecho, mas cuanto al deseo ya lo eran, porque esa unidad era lo que apetecían si amaban.

-Luego -dijo Juliano- ¿ya el amor no será él la unidad, sino un apetito y deseo de ella?

-Así -dijo- parece.

-Pues decidme -añadió Juliano-: estos mismos, si consiguieran su intento, u otros cualesquiera que aman, y que lo que aman lo consiguen y alcanzan, y vienen a ser uno mismo con ello, ¿dejan de amarlo luego, o ámanlo todavía también?

-Como puede uno no amar a sí mismo, así podrán -dijo Sabino- dejar de amar al que ya es una misma cosa con ellos.

-Bien decís -dijo Juliano-, mas decidme, Sabino, ¿será posible que desee alguno aquello mismo que tiene?

-No es posible -dijo Sabino.

-Y habéis dicho -añadió Juliano- que ya estos tales han venido a tener unidad.

-Sí han venido -dijo.

-Luego habéis de decir -repitió Juliano- que ya no la desean ni apetecen.

-Así es -dijo- verdad.

-Y es verdad que se aman -añadió Juliano-; luego no es decir que el amar es desear la unidad.

Estuvo entonces sobre sí Sabino un poco, y dijo luego:

-No sé, Juliano, qué fin han de tener hoy estas redes vuestras, ni qué es lo que con ellas deseáis prender. Mas pues así me estrecháis, dígoos que hay dos amores o dos maneras de amar, una de deseo y otra de gozo. Y dígoos que en el uno y en el otro amor hay su cierta unidad: el uno la desea, y, cuanto es de su parte, la hace, y el otro la posee y la abraza, y se deleita y aviva con ella misma. El uno camina a este bien, y el otro descansa y se goza en él; el uno es como el principio, y el otro es como lo sumo y lo perfecto; y así el uno como el otro se rodea, como sobre quicio, sobre la unidad sola: el uno haciéndola y el otro como gozando de ella.

-No han hecho mala presa estas que llamáis mis redes, Sabino -dijo Juliano entonces-, pues han cogido de vos esto que decís ahora, que está muy bien dicho, y con ello estoy yo más cerca del fin que pretendo, de lo que vos, Sabino, pensáis. Porque, pues es así que todo amor, cada uno en su manera, o es unidad, o camina a ella y la pretende; y pues es así que es como el blanco y el fin del bien querer el ser unos los que se quieren, cosa cierta será que todo aquello que fuere contrario, o en alguna forma dañoso a esta unidad, será desabrido enemigo para el amor; y que el que amare, por el mismo caso que ama, padecerá tormento gravísimo todas las veces que, o le aconteciere algo de lo que divide el amor, o temiere que le puede acontecer. Porque, como el cuerpo siempre que se corta o que se divide lo uno de él y lo que está ayuntado y continuo, se descubre luego un dolor agudo, así todo lo que en el amor, que es unidad, se esfuerza a poner división, pone por el mismo caso en el alma que ama una miseria y una congoja viva, mayor de lo que declarar se puede.

-Esa es verdad en que no hay duda -dijo entonces Sabino.

-Pues si en esto no hay duda -añadió Juliano-, ¿podréisme decir, Sabino, cuántas y cuáles sean las cosas que tiene esta fuerza, o que la pretenden tener, de cortar y dividir aquello con que el amor se anuda y se hace uno?

-Tiene -dijo Sabino- esa fuerza todo aquello que a cualquiera de los que aman, o le deshace en el ser, o le muda y le trueca en la voluntad, o totalmente o en parte, como son, en lo primero, la enfermedad y la vejez y la pobreza y los desastres, y finalmente la muerte. Y en lo segundo, la ausencia, el enojo, la diferencia de pareceres, la competencia en unas mismas cosas, el nuevo querer y la liviandad nuestra natural. Porque, en lo primero, la muerte deshace el ser, y así aparta aquello que deshace de aquello que queda con vida; y la enfermedad y vejez y pobreza y desastres, así como disponen para la muerte, así también son ministros y como instrumentos con que este apartamiento se obra. Y en lo segundo, cierto es que la ausencia hace olvido, y que el enojo divide, y que la diferencia de pareceres pone estorbo en la conversación, y así, apartando el trato, enajena poco a poco las voluntades, y las desata para que cada una se vaya por sí; pues con el nuevo amor, claro es que se corta el primero, y manifiesto es que nuestro natural mudable es como una lima secreta que, de continuo, con deseo de hacer novedad, va dividiendo lo que está bien ajuntado.

-No se dará bien, conforme a eso, Sabino -dijo Juliano entonces-, el amor en cualquier suelo.

Respondió Sabino:

-¿Cómo no se dará?

Y Juliano dijo:

-Como dicen de algunos frutales, que, plantados en Persia, su fruta es ponzoña, y, nacidos en estas provincias nuestras, son de manjar sabroso y saludable, así digo que se concluye de lo que hasta ahora está dicho, que el amor y la amistad, todas las veces que se plantare en lo que estuviere sujeto a todos o a algunos de esos accidentes que habéis contado, Sabino, como planta puesta en lugar no sólo ajeno de su condición, mas contrario y enemigo de la cualidad de su ingenio, producirá, no fruto que recree, sino tósigo que mate. Y si, como poco antes decíamos, para venir a ser dichosos y de buena suerte, nos conviene que amemos algo que no sea como fuente de esta buena ventura; y si la naturaleza ordenó que fuese el medio y el tercero de toda la buena dicha el amor, bien se conoce ya lo que arriba dudábamos: que el amor que se empleare en aquello que está sujeto a las mudanzas y daños que dicho habéis, no sólo no dará a su dueño ni el sumo bien ni aquella parte de bien, cualquiera que ella se sea, que posee en sí aquello a quien se endereza, mas le hará triste y miserable del todo. Porque el dolor que le traspasará las entrañas, cuando alguno de los casos y de los accidentes que dijisteis, Sabino, pues no se excusan, le aconteciere, y el temor perpetuo de que cada hora le pueden acontecer, le convertirán el bien en continua miseria. Y no le valdrá tanto lo bueno que tiene aquello que ama para acarrearle algún gusto, cuanto será poderoso lo quebradizo y lo vil y lo mudable de su condición, para le afligir con perpetuo e infinito tormento.

Mas si es tan perjudicial el amor cuando se emplea mal, y si se emplea mal en todo lo que está sujeto a mudanza, y si todo lo semejante le es suelo enemigo, adonde, si prende, produce frutos de ponzoña y miseria, ya veis, Sabino, la razón por qué dije al principio que sólo Cristo es aquel con quien se puede tener paz y amistad; porque Él solo es el no mudable y el bueno, y Aquel que cuanto de su parte es, jamás divide la unidad del amor que con Él se pone; y así Él es sólo el sujeto propio y la tierra natural y feliz adonde florece bienaventuradamente, y adonde hace buen fruto esta planta; porque ni en su condición hay cosa que lo divida, ni se aparta de Él por las mudanzas y desastres a que está sujeta la nuestra, como nosotros libremente no lo apartemos dejándole. Que ni llega a Él la vejez, ni la enfermedad le enflaquece, ni la muerte le acaba, ni puede la fortuna, con sus desvaríos, poner calidad en Él que la haga menos amable. Que, como dice el salmista: «Aunque Tú, Señor, mismo desde el principio cimentaste la tierra, y aunque son obra de tus manos los cielos, ellos perecerán y Tú permanecerás; ellos se envejecerán, como se envejece la ropa, y como se pliega la capa los plegarás y serán plegados; mas Tú eres siempre uno mismo, y tus años nunca desmenguan.» Y: «tu. trono, Señor, por siglos y siglos, vara de derechezas la vara de tu gobierno.» Esto es en el ser, que en su voluntad para con nosotros, si nosotros no le huimos primero, no puede caber desamor. Porque si viniéremos a pobreza y a menos estado, nos amará, y si el mundo nos aborreciere, Él conservará su amor con nosotros. En las calamidades, en los trabajos y en las afrentas, en los tiempos temerosos y tristes, cuando todos nos huyan, Él con mayores regalos nos recogerá a sí. No temeremos que podrá venir a menos su amor por ausencia, pues está siempre lanzado en nuestra alma y presente. Ni cuando, Sabino, se marchitare en vos esa flor de la edad, ni cuando, corriendo los años y haciendo su obra, os desfiguraren la belleza del rostro; ni en las canas, ni en la flaqueza, ni en el temblor de los miembros, ni en el frío de la vejez, se resfriará su amor en ninguna cosa para con vos. Antes rico para hacer siempre bien, y de riquezas que no se agotan haciéndole, y deseosísimo continuamente de hacerlo, cuando se os acabare todo, se os dará todo Él, y renovará vuestra edad como el águila, y vistiéndoos de inmortalidad y de bienes eternos, como esposo verdadero vuestro, os ayuntará del todo consigo con lazo que jamás faltará, estrecho y dulcísimo.

-Mas esto ya os toca a vos, Marcelo -dijo Juliano prosiguiendo y volviéndose a él-, porque es del nombre de Esposo de que últimamente habéis de decir, y de que yo de propósito os he detenido que no dijeseis con esto que he dicho, no tanto por añadir cosa que importase a vuestras razones, cuanto para que reposaseis entretanto en vos, y así entraseis con nuevo aliento en esto que os resta.

-Vos, Juliano -dijo Marcelo entonces-, siempre que hablareis, será con propósito y provecho mucho; y lo que habéis hablado ahora ha sido tal, que hacéis mal en no llevarlo adelante. Y pues ello mismo os había metido en el nombre de Esposo, fuera justo que lo prosiguierais vos, a lo menos siquiera porque, entre tanto malo como he dicho yo, tuviera tan buen remate esta plática; que yo os confieso que en este nombre no puede decir lo que hay en él quien no lo ha sabido sentir, de mí ya conocéis cuán lejos estoy de todo buen sentimiento.

-Ya conocemos -dijeron juntos Juliano y Sabino- cuán mal sentís de estas cosas, y por esta causa os queremos oír en ellas; demás de que es justo que sea de un paño todo.

-Justo es -dijo Marcelo- que sea todo de sayal, y que a cosa tan grosera no se añada pieza más fina. Mas, pues es forzoso, será necesario que, como suelen hacer los poetas en algunas partes de sus poesías, adonde se les ofrece algún sujeto nuevo o más dificultoso que lo pasado, o de mayor calidad, que tornan a invocar el favor de sus musas; así yo ahora torne a pedir a Cristo su favor y su gracia para poder decir algo de lo que en un misterio como éste se encierra, porque sin él no se puede entender ni decir.

Y con esto humilló Marcelo templadamente la cabeza hacia el suelo, y como encogiendo los hombros, calló por un espacio pequeño; y luego, tornándola a alzar y tendiendo el brazo derecho, y en la mano de él que tenía cerrada, abriendo ciertos dedos de ella y extendiéndolos, dijo:




ArribaAbajoEsposo

Llámase Cristo Esposo, y explícase cómo lo es de la Iglesia y las circunstancias de este desposorio


-Tres cosas son, Juliano y Sabino, las de que este nombre de Esposo nos da a entender, y las que nos obliga a tratar: el ayuntamiento y la unidad estrecha que hay entre Cristo y la Iglesia, la dulzura y deleite que en ella nace de esta unidad; los accidentes, y como si dijésemos, los aparatos y las circunstancias del desposorio.

Porque si Cristo es esposo de toda la Iglesia y de cada una de las almas justas, como de hecho lo es, manifiesto es que han de concurrir en ello estas tres cosas. Porque el desposorio, o es un estrecho nudo en que dos diferentes se reducen en uno, o no se entiende sin él; y es nudo por muchas maneras dulce, y nudo que quiere su cierto aparato, y a quien le anteceden siempre y le siguen algunas cosas dignas de consideración. Y aunque entre los hombres hay otros títulos y otros conciertos, u ordenados por su voluntad de ellos mismos, o con que naturalmente nacen así, con que se ayuntan en uno unas veces más y otras menos (porque el título de deudo o de padre es unidad que hace la naturaleza con el parentesco, y los títulos de rey y de ciudadano y de amigo son respetos de estrechezas con que por su voluntad los hombres se adunan); mas aunque esto es así, el nombre de Esposo y la verdad de este nombre hace ventaja a los demás en dos cosas: la primera, en que es más estrecho y de más unidad que ninguno; la segunda, en que es lazo más dulce y causador de mayor deleite que todos los otros.

Y en este artículo es muy digna de considerar la maravillosa blandura con que ha tratado Cristo a los hombres; que, con ser nuestro padre, y con hacerse nuestra cabeza, y con regirnos como pastor, y curar nuestra salud como médico, y allegarse a nosotros, y ayuntarnos a sí con otros mil títulos de estrecha amistad, no contento con todos, añadió a todos ellos este nudo y este lazo también, y quiso decirse y ser nuestro Esposo: que para lazo es el más apretado lazo; y para deleite, el más apacible y más dulce; y para unidad de vida, el de mayor familiaridad; y para conformidad de voluntades, el más uno; y para amor, el más ardiente y el más encendido de todos.

Y no sólo en las palabras, mas en el hecho es así nuestro Esposo. Que toda la estrecheza de amor y de conversación y de unidad de cuerpos que en el suelo hay entre dos, marido y mujer, comparada con aquella con que se enlaza con nuestra alma este Esposo, es frialdad y tibieza pura. Porque en el otro ayuntamiento no se comunica el espíritu, mas en éste su mismo espíritu de Cristo se da y se traspasa a los justos, como dice San Pablo: «El que se ayunta a Dios, hácese un mismo espíritu con Dios.»

En el otro, así dos cuerpos se hacen uno, que se quedan diferentes en todas sus cualidades; mas aquí así se ayuntó la persona del Verbo a nuestra carne, que osa decir San Juan que «se hizo carne.»

Allí no recibe vida el un cuerpo del otro; aquí vive y vivirá nuestra carne por medio del ayuntamiento de la carne de Cristo. Allí, al fin, son dos cuerpos en humores e inclinaciones diversos; aquí ayuntando Cristo su cuerpo a los nuestros, los hace de las condiciones del suyo, hasta venir a ser con Él casi un cuerpo mismo, por tan estrecha y secreta manera que apenas explicarse puede. Y así lo afirma y encarece San Pablo: «Ninguno, dice, aborreció jamás a su carne; antes la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne de Él y de sus huesos de Él. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se ayuntará a su mujer, y serán dos en una carne; este es un secreto y un sacramento grandísimo, mas entiéndolo yo en la Iglesia con Cristo.»

Pero vamos declarando poco a poco, cuanto nos fuere posible, cada una de las partes de esta unidad maravillosa, por la cual todo el hombre se enlaza estrechamente con Cristo, y todo Cristo con él. Porque primeramente, el alma del hombre justo se ayunta y se hace una con la divinidad y con el alma de Cristo, no solamente porque las anuda el amor, esto es, porque el justo ama a Cristo entrañablemente, y es amado de Cristo por no menos cordial y entrañable manera, sino también por otras muchas razones. Lo uno, porque imprime Cristo en su alma de él, y le dibuja una semejanza de sí mismo viva, y un retrato eficaz de aquel grande bien que en sí mismas contienen sus dos naturalezas, humana y divina. Con la cual semejanza figurado nuestro ánimo, y como vestido de Cristo, parece otro Él, como poco ha decíamos, hablando de la virtud de la gracia. Lo otro, porque demás de esta imagen de gracia que pone Cristo como de asiento en nuestra alma, le aplica también su fuerza y su vigor vivo, y que obra y lánzalo por ella toda; y, apoderado así de ella, dale movimiento y despiértala y hácele que no repose, sino que, conforme a la santa imagen suya que impresa en sí tiene, así obre y se menee y bulla siempre, y como fuego arda y levante llama, y suba hasta el cielo, ensalzándose.

Y como el artífice que, como alguna vez acontece, primero hace de la materia que le conviene lo que le ha de ser instrumento en su arte, figurándolo en la manera que debe para el fin que pretende, y después, cuando lo toma en la mano, queriendo usar de él, le aplica su fuerza y le menea, y le hace que obre conforme a la forma de instrumento que tiene, y conforme a su calidad y manera, y en cuanto está así el instrumento es como un otro artífice vivo, porque el artífice vive en él y le comunica cuanto es posible la virtud de su arte, así Cristo, después que con la gracia, semejanza suya, nos figura y concierta en la manera que cumple, aplica su mano a nosotros, y lanza en nosotros su virtud obradora, y, dejándonos llevar de ella nosotros sin le hacer resistencia, obra Él, y obramos con Él y por Él lo que es debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto, y a las condiciones hidalgas y al nacimiento noble que nos ha dado, y hechos así otro Él, o, por mejor decir, envestidos en Él, nace de Él y de nosotros una obra misma, y ésa cual conviene que sea la que es obra de Cristo.

Mas ¿por ventura parará aquí el lazo con que se anuda Cristo a nuestra alma? Antes pasa adelante, porque (y sea esto lo tercero, y lo que ha de ser forzosamente lo último), porque no solamente nos comunica su fuerza y el movimiento de su virtud en la forma que he dicho, mas también, por una manera que apenas se puede decir, pone presente su mismo Espíritu Santo en cada uno de los ánimos justos. Y no solamente se junta con ellos por los buenos efectos de gracia y de virtud y de bien obrar que allí hace, sino porque el mismo espíritu divino suyo está dentro de ellos presente, abrazado y ayuntado con ellos por dulce y bienaventurada manera.

Que así como en la Divinidad el Espíritu Santo, inspirado juntamente de las personas del Padre y del Hijo, es el amor, y, como si dijésemos, el nudo dulce y estrecho de ambas, así Él mismo, inspirado a la Iglesia, y con todas las partes justas de ella enlazado y en ellas morando, las vivifica y las enciende, y las enamora y las deleita, y las hace entre sí y con Él una cosa misma. «Quien me amare, dice Cristo, será amado de mi Padre, y vendremos a Él y haremos morada en Él.» Y San Pablo: «La caridad de Dios nos es infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado.» Y en otra parte dice que nuestros cuerpos son templo suyo, y que vive en ellos y en nuestros espíritus. Y en otra, que nos dio el espíritu de su Hijo, que en nuestras almas y corazones a boca llena le llama Padre y más Padre. Y como aconteció a Eliseo con el hijo de la huéspeda muerto, que le aplicó primero su báculo, y se ajustó con él después, y lo último de todo le comunicó su aliento y espíritu, así en su manera es lo que pasa en este ayuntamiento y en este abrazo de Dios: que primero pone Dios en el alma sus dones, y después aplica a ella sus manos y rostro, y últimamente le infunde su aliento y espíritu, con el cual la vuelve a la vida del todo, y viviendo a la manera que Dios vive en el cielo, y viviendo por él, dice con San Pablo: «Vivo yo, mas no yo, sino vive en mí Jesucristo.»

Esto, pues, es lo que hace en el alma. Y no es menos maravilloso que esto lo que hace con el cuerpo, con el cual ayunta el suyo estrechísimamente. Porque, demás de que tomó nuestra carne en la naturaleza de su humanidad, y la ayuntó con su persona divina con ayuntamiento tan firme que no será suelto jamás (el cual ayuntamiento es un verdadero desposorio, o por mejor decir, un matrimonio indisoluble celebrado entre nuestra carne y el Verbo, y el tálamo donde se celebró fue, como dice San Agustín, el vientre purísimo), así que, dejando esta unión aparte que hizo con nuestra carne haciéndola carne suya, y vistiéndose de ella, y saliendo en pública plaza en los ojos de todos los hombres abrazado con ella, también esta misma carne y cuerpo suyo, que tomó de nosotros, lo ayunta con el cuerpo de su Iglesia y con todos los miembros de ella, que debidamente le reciben en el Sacramento del altar, allegando su carne a la carne de ellos, y haciéndola, cuanto es posible, con la suya una misma. «Y serán, dice, dos en una carne. Gran Sacramento es éste, pero entiéndolo yo de Cristo y de la Iglesia.» No niega San Pablo decirse con verdad de Eva y de Adán aquello: «Y serán una carne los dos», de los cuales al principio se dijo, pero dice que aquella verdad fue semejanza de este otro hecho secreto, y dice que en aquello la razón de ello era manifiesta y descubierta razón, mas aquí dice que es oculto misterio.

Y a este ayuntamiento real y verdadero de su cuerpo y el nuestro, miran también claramente aquellas palabras de Cristo: «Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Y luego, o en el mismo lugar: «El que come mi carne y bebe mi sangre, queda en Mí, y Yo en él.» Y ni más ni menos lo que dice San Pablo: «Todos somos un cuerpo los que participamos de un mismo mantenimiento.»

De lo cual se concluye que, así como por razón de aquel tocamiento son dichos ser una carne Eva y Adán, así, y con mayor razón de verdad, Cristo, Esposo fiel de su Iglesia, y ella, esposa querida y amada suya por razón de este ayuntamiento que entre ellos se celebra, cuando reciben los fieles dignamente en la hostia su carne, son una carne y un cuerpo entre sí. Bien y brevemente Teodoreto, sobre el principio de los Cantares y sobre aquellas palabras de ellos: «Béseme de besos de su boca», en este propósito, dice de esta manera: «No es razón que ninguno se ofenda de esta palabra de beso, pues es verdad que al tiempo que se dice la Misa, y al tiempo que se comulga en ella, tocamos al cuerpo de nuestro Esposo, y le besamos y le abrazamos, y, como con esposo, así nos ayuntamos con Él.» Y San Crisóstomo dice más larga y más claramente lo mismo: «Somos, dice, un cuerpo y somos miembros suyos, hechos de su carne y hechos de sus huesos. Y no sólo por medio del amor somos uno con Él, mas realmente nos ayunta y como convierte en su carne por medio del manjar de que nos ha hecho merced. Porque, como quisiese declararnos su amor, enlazó y como mezcló con su cuerpo el nuestro, e hizo que todo fuese uno, para que así quedase el cuerpo unido con su cabeza, lo cual es muy propio de los que mucho se aman. Y así Cristo, para obligarnos con mayor amor y para mostrar más para con nosotros su buen deseo, no solamente se deja ver de los que le aman, sino quiere ser también tocado de ellos y ser comido, y que con su carne se ingiera la de ellos, como diciéndoles: Yo deseé y procuré ser vuestro hermano, y así por este fin me vestí, como vosotros, de carne y de sangre, y eso mismo con que me hice vuestro deudo y pariente, eso mismo Yo ahora os lo doy y comunico

Aquí Juliano, asiendo de la mano a Marcelo, le dijo:

-No os canséis en eso, Marcelo, que lo mismo que dicen Teodoreto y Crisóstomo, cuyas palabras nos habéis referido, lo dicen por la misma manera casi toda la antigüedad de los Santos, San Ireneo, San Hilario, San Cipriano, San Agustín, Tertuliano, Ignacio, Gregorio Niseno, Cirilo, León, Focio y Teofilacto. Porque así como es cosa notoria a los fieles que la carne de Cristo, debajo de los accidentes de la hostia recibida por los cristianos, y pasada al estómago por medio de aquellas especies, toca a nuestra carne, y es nuestra carne tocada de ella, así también es cosa en que ninguno que lo hubiere leído puede dudar, que así las sagradas Letras como los santos doctores usan por esta causa de esta forma de hablar, que es decir que somos un cuerpo con Cristo, y que nuestra carne es de su carne, y de sus huesos los nuestros, y que no solamente en los espíritus, mas también en los cuerpos estamos todos ayuntados y unidos. Así que estas dos cosas ciertas son y fuera de toda duda están puestas.

Lo que ahora, Marcelo, os conviene decir, si nos queréis satisfacer, o, por mejor decir, si deseáis satisfacer al sujeto que habéis tomado y a la verdad de las cosas, es declarar cómo por sólo que se toque una carne con otra, y sólo porque el un cuerpo con el otro cuerpo se toquen, se puede decir con verdad que son ambos cuerpos un cuerpo y ambas carnes una misma carne, como las sagradas Letras y los santos doctores, que así las entienden, lo dicen. ¿Por ventura no toco yo ahora con mi mano a la vuestra, mas no por eso son luego un mismo cuerpo y una misma carne vuestra mano y mi mano?

-No lo son, sin duda -dijo Marcelo entonces-, ni menos es un cuerpo y una carne la de Cristo y la nuestra, solamente porque se tocan cuando recibimos su cuerpo, ni los santos por sólo ese tocamiento ponen esta unidad de cuerpos entre Él y nosotros, que los pecadores que indignamente le reciben también se tocan con Él, sino porque, tocándose ambos por razón de haber recibido dignamente la carne de Cristo, y por medio de la gracia que se da por ella, viene nuestra carne a remedar en algo a la de Cristo, haciéndosele semejante.

-Eso -dijo Juliano entonces, dejando a Marcelo- nos dad más a entender.

Y Marcelo, callando un poco, respondió luego de esta manera:

-Quedará muy entendido si yo, Juliano, hiciere ahora clara la verdad de dos cosas: la primera, que para que se diga con verdad que dos cosas son una misma, basta que sean muy semejantes entre sí; la segunda, que la carne de Cristo, tocando a la carne del que le recibe dignamente en el Sacramento, por medio de la gracia que produce en el alma, hace en cierta manera semejante nuestra carne a la suya.

-Si vos probáis eso, Marcelo -respondió Juliano-, no quedará lugar de dudar, porque, si una grande semejanza es bastante para que se digan ser unos lo que son dos, y si la carne de Cristo, tocando a la nuestra, la asemeja mucho a sí misma, clara cosa es que se puede decir con verdad que por medio de este tocamiento venimos a ser con Él un cuerpo y una carne. Y a lo que a mí me parece, Marcelo, en la primera de esas dos cosas propuestas no tenéis mucho que trabajar ni probar, porque cosa razonable y conveniente parece que lo muy semejante se llame uno mismo, y así lo solemos decir.

-Es conveniente -respondió Marcelo- y conforme a razón, y recibido en el uso común de los que bien sienten y hablan. De dos, cuando mucho se aman, ¿por ventura no decimos que son uno mismo, y no por más de porque se conforman en la voluntad y querer? Luego si nuestra carne se despojare de sus cualidades, y vistiere de las condiciones de la carne de Cristo, serán como una ella y la carne de Cristo, y demás de muchas otras razones, será también por esta razón carne de Cristo la nuestra, y como parte de su cuerpo y parte muy ayuntada con Él. De un hierro muy encendido decimos que es fuego, no porque en sustancia lo sea, sino porque en las cualidades, en el ardor, en el encendimiento, en el color y en los efectos lo es; pues así, para que nuestro cuerpo se diga cuerpo de Cristo, aunque no sea una sustancia misma con Él, bien lo debe bastar el estar acondicionado como Él. Y para traer a comparación lo que más vecino es y más semejante, ¿no dice a boca llena San Pablo que el que se ayunta con Dios se hace un espíritu con Él? Y ¿no es cosa cierta que el ayuntarse con Dios el hombre no es cosa sino recibir en su alma la virtud de la gracia, que, como ya tenemos dicho otras veces, es una cualidad celestial que, puesta en el alma, pone en ella mucho de las condiciones de Dios y la figura muy a su semejanza? Pues si al espíritu de Dios y al nuestro espíritu los dice ser uno el predicador de las gentes por la semejanza suya que hace en el nuestro el de Dios, bien bastará, para que se diga nuestra carne y la carne de Cristo ser una carne, el tener la nuestra, si lo tuviere, algo de lo que es propio y natural a la carne de Cristo.

Son un cuerpo de república y de pueblo mil hombres en linaje extraños, en condiciones diversos, en oficios diferentes, y en voluntades e intentos contrarios entre sí mismos, porque los ciñe un muro y porque los gobierna una ley; y dos carnes tan juntas, que traspasa, por medio de la gracia, mucho de su virtud y de su propiedad la una en la otra, y casi la embebe en sí misma, ¿no serán dichas ser una?

Y si en esto no hay que probar, por ser manifiesto, como, Juliano, decís, ¿cómo puede ser oscuro o dudoso lo segundo que propuse, y que después de esto se sigue? Un guante oloroso traído por un breve tiempo en la mano, pone un buen olor en ella, y, apartado de ella, lo deja allí puesto; y la carne de Cristo, virtuosísima y eficacísima, estando ayuntada con nuestro cuerpo e hinchiendo de gracia nuestra alma, ¿no comunicará su virtud a nuestra carne? ¿Qué cuerpo estando junto a otro cuerpo no le comunica sus condiciones? Este aire fresco que ahora nos toca nos refresca, y poco antes de ahora, cuando estaba encendido, nos comunicaba su calor y encendía. Y no quiero decir que esta es obra de naturaleza, ni digo que es virtud que naturalmente obra la que acondiciona nuestro cuerpo y le asemeja al cuerpo de Cristo, porque, si fuese así, siempre y con todos aquellos a quienes tocase sucedería lo mismo; mas no es con todos así, como parece en aquellos que le reciben indignos. En los cuales, el pasar atrevidamente a sus pechos sucios el cuerpo santísimo de Jesucristo, demás de los daños del alma, les es causa en el cuerpo de malos accidentes y de enfermedades, y a las veces de muerte, como claramente nos lo enseña San Pablo.

Así que no es obra de naturaleza ésta, mas es muy conforme a ella y a lo que naturalmente acontece a los cuerpos cuando entre sí mismos se ayuntan. Y si por entrar la carne de Cristo en el pecho no limpio ni convenientemente dispuesto, como ahora decía, justamente se le destempla la salud corporal a quien así le recibe, cuando, por el contrario, estuviere bien dispuesto el que le recibiere, ¿cómo no será justo que con maravillosa virtud no sólo le santifique el alma, mas también con la abundancia de la gracia que en ella pone, le apure el cuerpo y le avecine a sí mismo todo cuanto pudiere?

Que no es más inclinado al daño que al bien el que es la misma bondad, ni el bien hacer le es dificultoso al que con el querer sólo lo hace. Y no solamente es conforme a lo que la naturaleza acostumbra, mas es muy conveniente y muy debido a lo que piden nuestras necesidades. ¿No decíamos esta mañana que el soplo de la serpiente, y aquel manjar vedado y comido, nos desconcertó el alma y nos emponzoñó el cuerpo? Luego convino que este manjar, que se ordenó contra aquél, pusiese no solamente justicia en el alma, sino también por medio de ella santidad y pureza celestial en la carne; pureza, digo, que resistiese a la ponzoña primera, y la desarraigase poco a poco del cuerpo, como dice San Pablo: «Así como en Adán murieron todos, así cobraron vida en Jesucristo.»

En Adán hubo daño de carne y de espíritu, y hubo inspiración del demonio espiritual para el alma, y manjar corporal para el cuerpo. Pues si la vida se contrapone a la muerte, y el remedio ha de ir por las pisadas del daño, necesario es que Cristo en ambas a dos cosas produzca salud y vida: en el alma con su espíritu, y en la carne ayuntando a ella su cuerpo. Aquella manzana, pasada al estómago, así destempló el cuerpo, que luego se descubrieron en él mil malas cualidades más ardientes que el fuego; esta carne santa, allegada debidamente a la nuestra por virtud de su gracia, produzca en ella frescor y templanza. Aquel fruto atosigó nuestro cuerpo, con que viene a la muerte; esta carne, comida, enriquézcanos así con su gracia, que aun descienda su tesoro a la carne, que la apure y le dé vida y la resucite.

Bien dice acerca de esto San Gregorio Niseno: «Así como en aquellos que han bebido ponzoña y que matan su fuerza mortífera con algún remedio contrario, conviene que, conforme a como hizo el veneno, asimismo la medicina penetre por las entrañas, para que se derrame por todo el cuerpo el remedio, así nos conviene hacer a nosotros, que, pues comimos la ponzoña que nos desata, recibamos la medicina que nos repara, para que con la virtud de ésta desechemos el veneno de aquélla. Mas esta medicina, ¿cuál es? Ninguna otra sino aquel santo cuerpo que sobrepujó a la muerte y nos fue causa de vida. Porque así como un poco de levadura, como dice el Apóstol, asemeja a sí a toda la masa, así aquel cuerpo a quien Dios dotó de inmortalidad, entrando en el nuestro, le traspasa en sí todo y le muda. Y así como lo ponzoñoso, con lo saludable mezclado, hace a lo saludable dañoso, así, al contrario, este cuerpo inmortal a aquel de quien es recibido le vuelve semejantemente inmortal.» Esto dice el Niseno.

Mas, entre todos, San Cirilo lo dice muy bien: «No podía, dice, este cuerpo corruptible traspasarse por otra manera a la inmortalidad y a la vida sino siendo ayuntado a aquel cuerpo a quien es como suyo el vivir. Y si a mí no me crees, da fe a Cristo, que dice: Sin duda os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y si no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Que el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el postrero día. Bien oyes cuán abiertamente te dice que no tendrás vida si no comes su carne y bebes su sangre. No la tendréis, dice, en vosotros; esto es, dentro de vuestro cuerpo no la tendréis. Mas ¿a quién no tendréis? A la vida. Vida llama convenientemente a su carne de vida, porque ella es la que en el día último nos ha de resucitar. Y deciros he cómo. Esta carne viva, por ser carne del Verbo unigénito, posee la vida, y así no la puede vencer el morir, por donde, si se junta a la nuestra, lanza de nosotros la muerte, porque nunca se aparta de su carne el Hijo de Dios. Y porque está junto y es como uno en ella, y por eso dice: Y Yo le resucitaré en el día postrero.» Y en otro lugar el mismo doctor dice así: «Es de advertir que el agua, aunque es de su naturaleza muy fría, sobreviniéndole el fuego, olvidada su frialdad natural, no cabe en sí de calor. Pues nosotros, por la misma manera, dado que por la naturaleza de nuestra carne somos mortales, participando de aquella vida que nos retira de nuestra natural flaqueza, tornamos a vivir por su virtud propia de ella; porque convino que no solamente el alma alcanzase la vida por comunicársele el Espíritu Santo, mas que también este cuerpo tosco y terreno fuese hecho inmortal con el gusto de su metal y con el tacto de ello y con el mantenimiento. Pues como la carne del Salvador es carne vivífica por razón de estar ayuntada al Verbo, que es vida por naturaleza, por eso, cuando la comemos, tenemos vida en nosotros, porque estamos unidos con aquello que está hecho vida. Y por esta causa Cristo, cuando resucitaba a los muertos, no solamente usaba de palabra y de mando como Dios, mas algunas veces les aplicaba a su carne como juntamente obradora, para mostrar con el hecho que también su carne, por ser suya y por estar ayuntada con Él, tenía virtud de dar vida.» Esto es de Cirilo.

Así que la mala disposición que puso en nosotros el primer manjar nos obliga a decir que el cuerpo de Cristo, que es su contrario, es causa que haya en el nuestro, por secreta y maravillosa virtud, nueva pureza y nueva vida; y lo mismo podemos ver si ponemos los ojos en lo que se puso por blanco Cristo en cuanto hizo, que es declararnos su amor por todas las maneras posibles. Porque el amor, como platicabais ahora, Juliano y Sabino, es unidad, o todo su oficio es hacer unidad, y cuanto es mayor y mejor la unidad, tanto es mayor y más excelente el amor. Por donde, cuanto por más particulares maneras fueren en uno mismo dos entre sí, tanto sin duda ninguna se tendrán más amor.

Pues si en nosotros hay carne y espíritu, y si con el espíritu ayunta el suyo Cristo por tantas maneras, poniendo en él su semejanza y comunicándole su vigor y derramando por él su espíritu mismo, ¿no os parecerá, Juliano, forzoso el decir, o que hay falta en su amor para con nosotros, o que ayunta tan bien su cuerpo con el nuestro cuanto es posible ayuntarse dos cuerpos? Mas ¿quién se atreverá a poner mengua en su amor en esta parte, el cual por todas las demás partes es, sobre todo encarecimiento, extremado? Porque, me pregunto: ¿o no le es posible a Dios hacer esta unión, o, hecha, no declara ni engrandece su amor, o no se precia Dios de engrandecerle? Claro es que es posible; y manifiesto que añade quilates; y notorio y sin duda que se precia Dios de ser en todo lo que hace perfecto.

Pues si es esto cierto, ¿cómo puede ser dudoso, si hace Dios lo que puede ser hecho, y lo que importa que se haga para el fin que pretende? El mismo Cristo dice, rogando a su Padre: «Señor, quiero que Yo y los míos seamos una misma cosa, así como Yo soy una misma cosa contigo.» No son una misma cosa el Padre y el Hijo solamente porque se quieren bien entre sí, ni sólo porque son, así en voluntades como en juicios, conformes, sino también porque son una misma sustancia; de manera que el Padre vive en el Hijo, y el Hijo vive por el Padre, y es un mismo ser y vivir el de entrambos.

Pues así, para que la semejanza sea perfecta cuanto ser puede, conviene sin duda que a nosotros los fieles, entre nosotros, y a cada uno de nosotros con Cristo, no solamente nos anude y haga uno la caridad que el espíritu en nuestros corazones derrama, sino que también en la manera del ser, así en la del cuerpo como en la manera del alma, seamos todos uno, cuanto es hacedero y posible, y conviene que, siendo muchos en personas, como de hecho lo somos, empero por razón de que mora en nuestras almas un espíritu mismo, y por razón que nos mantiene un individuo y solo manjar, seamos todos uno en un espíritu y en un cuerpo divino; los cuales espíritu y cuerpo divino, ayuntándose estrechamente con nuestros propios cuerpos y espíritus, los cualifiquen y los acondicionen a todos de una misma manera, y a todos de aquella condición y manera que le es propia a aquel divino cuerpo y espíritu: que es la mayor unidad que se puede hacer o pensar en cosas tan apartadas de suyo.

De manera que, como una nube en quien ha lanzado la fuerza de su claridad y de sus rayos el Sol, llena de luz y, si esta palabra aquí se permite, en luz empapada, por dondequiera que se mire es un sol, así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y, como mezclando en cierta manera su alma con la suya de ellos, y con el cuerpo de ellos su cuerpo, en la forma que he dicho, les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo, que los ocupa así a todos, y se enseñorea de ellos tan íntimamente que, sin destruirles o corromperles su ser, no se verá en ellos en el último día ni se descubrirá otro ser más del suyo, y un mismo ser en todos; por lo cual, así Él como ellos, sin dejar de ser Él y ellos, serán un Él y uno mismo.

Grande nudo es éste, Sabino, y lazo de unidad tan estrecho, que en ninguna cosa de las que, o la naturaleza ha compuesto o el arte inventado, las partes diversas que tiene se juntaron jamás con juntura tan delicada o que así huyese la vista, como es esta juntura. Y, cierto, es ayuntamiento de matrimonio, tanto mayor y mejor, cuanto se celebra por modo más uno y más limpio; y la ventaja que hace al matrimonio o desposorio de la carne en limpieza, esa o mucho mayor ventaja le hace en unidad y estrecheza. Que allí se inficionan los cuerpos, y aquí se deifica el alma y la carne; allí se aficionan las voluntades, aquí toda es una voluntad y un querer; allí adquieren derecho el uno sobre el cuerpo del otro; aquí, sin destruir su sustancia, convierte en su cuerpo, en la manera que he dicho, el Esposo Cristo a su esposa; allí se yerra de ordinario, aquí se acierta siempre; allí de continuo hay solicitud y cuidado, enemigo de la conformidad y unidad; aquí seguridad y reposo, ayudador y favorecedor de aquello que es uno; allí se ayuntan para sacar luz a otro tercero; aquí por un ayuntamiento se encamina a otro, y el fruto de esta unidad es afinarse en ser uno, y el abrazarse es para más abrazarse; allí el contento es aguado y el deleite breve y de bajo metal; aquí lo uno y lo otro tan grande, que baña el cuerpo y el alma; tan noble, que es gloria; tan puro, que ni antes le precede ni después se le sigue, ni con él jamás se mezcla o se ayunta el dolor.

Del cual deleite (pues hemos dicho ya del ayuntamiento, que es lo que propusimos primero, lo que el Señor nos ha comunicado) será bien que digamos ahora lo que se pudiere decir, aunque no sé si es de las cosas que no se han de decir: a lo menos, cierto es que, cómo ello es y cómo pasa, ninguno jamás lo supo ni pudo decir.

Y así, sea esta la primera prueba y el argumento primero de su no medida grandeza, que nunca cupo en lengua humana, y que el que más lo prueba lo calla más, y que su experiencia enmudece el habla, y que tiene tanto de bien que sentir, que ocupa el alma toda su fuerza en sentirlo, sin dejar ninguna parte de ella libre para hacer otra cosa; de donde la Sagrada Escritura, en una parte adonde trata de este gozo y deleite, le llama maná escondido; y en otro nombre nuevo que no lo sabe leer sino aquel solo que lo recibe; y, en otra, introduciendo como en imagen una figura de estos abrazos, venido a este punto de declarar sus deleites de ellos, hace que se desmaye y quede muda y sin sentido la esposa que lo representa; porque así como en el desmayo se recoge el vigor del alma a lo secreto del cuerpo, y ni la lengua, ni los ojos, ni los pies, ni las manos hacen su oficio, así este gozo, al punto que se derrama en el alma, con su grandeza increíble la lleva toda a sí, por manera que no le deja comunicar lo que siente a la lengua.

Mas, ¿qué necesidad hay de rastrear por indicios lo que abiertamente testifican las sagradas Letras y lo que por clara y llana razón se convence? David dice en su divina Escritura: « ¡Cuán grande es, Señor, la muchedumbre de tu dulzura, la que escondiste para los que te temen!» Y en otra parte: «Serán, Señor, vuestros siervos embriagados con la abundancia de los bienes de vuestra casa, y daréisles a beber del arroyo impetuoso de vuestros deleites.» Y en otra parte: «Gustad y ved cuán dulce es el Señor.» Y en otra: «Un río de avenida baña con deleite la ciudad de Dios.» Y: «Voz de salud y alegría suena en las moradas de los justos.» Y: «Bienaventurado es el pueblo que sabe qué es jubilación.» Y finalmente, Isaías: «Ni los ojos lo vieron, ni lo oyeron los oídos, ni pudo caber en humano corazón lo que Dios tiene aparejado para los que esperan en Él.»

Y conviene que, como aquí se dice, así sea por necesaria razón, y tan clara que se tocará con las manos, si primero entendiéremos qué es y cómo se hace esto que llamamos deleite; porque deleite es un sentimiento y movimiento dulce, que acompaña y como remata todas aquellas obras en que nuestras potencias y fuerzas, conforme a sus naturalezas o a sus deseos, sin impedimento ni estorbo se emplean, porque todas las veces que obramos así, por el medio de estas obras alcanzamos alguna cosa, que, o por naturaleza, o por disposición y costumbre, o por elección y juicio nuestro, nos es conveniente y amable. Y como cuando no se posee y se conoce algún bien, la ausencia de él causa en el corazón una agonía y deseo, así es necesario decir que, por el contrario, cuando se posee y se tiene, la presencia de él en nosotros y el estar ayuntado y como abrazado con nuestro apetito y sentidos, conociéndolos nosotros así, los halaga y regala; por manera que el deleite es un movimiento dulce del apetito.

Y la causa del deleite son, lo primero, la presencia, y, como si dijésemos, el abrazo del bien deseado; al cual abrazo se viene por medio de alguna obra conveniente que hacemos, y es, como si dijésemos, el tercero de esta concordia, o, por mejor decir, el que la saborea y sazona, el conocimiento y el sentido de ella. Porque a quien no siente ni conoce el bien que posee, ni si lo posee, no le puede ser el bien ni deleitoso ni apacible.

Pues esto presupuesto de esta manera, vamos ahora mirando estas fuentes de donde mana el deleite, y examinando a cada una de ellas por sí, que adondequiera que las descubriéremos más, y en todas aquellas cosas adonde halláremos mayores y más abundantes mineros de él, en aquellas cosas, sin duda, el deleite de ellas será de mayores quilates. Es, pues, necesario para el deleite, y como fuente suya de donde nace lo primero, el conocimiento y sentido; lo segundo, la obra por medio de la cual se alcanza el bien deseado; lo tercero, ese mismo bien; lo cuarto y lo último, su presencia y ayuntamiento de él con el alma. Y digamos del conocimiento primero y después diremos de lo demás por su orden.

El conocimiento, cuanto fuere más vivo, tanto cuanto es de su parte será causa de más vivo y más acendrado deleite, porque, por la razón que no pueden gozar de él todas aquellas cosas que no tienen sentido, por esa misma se convence que las que le tienen, cuanto más de él tuvieren, tanto sentirán la dulzura más, conforme a como la experiencia lo demuestra en los animales. Que en la manera que a cada uno de ellos, conforme a su naturaleza y especie, o más o menos se les comunica en el sentido, así o más o menos les es deleitable y gustoso el bien que poseen; y cuanto en cada un orden de ellos está la fuerza del sentido más bota, tanto cuanto se deleitan es menor su deleite. Y no solamente se ve esto entre las cosas que son diferentes, comparándolas entre sí mismas, mas en un linaje mismo de cosas y en los particulares que en sí contiene se ve.

Porque los hombres, los que son de más buen sentido, gustan más del deleite; y en un hombre sólo, si, o por acaso o por enfermedad, tiene amortecido el sentido del tacto en la mano, aunque la tenga fría y la allegue a la lumbre, no le hará gusto el calor, y como se fuere en ella, por medio de la medicina o por otra alguna manera, despertando el sentir, así por los mismos pasos y por la medida misma crecerá en ella el poder gozar del deleite. Por donde, si esto es así, ¿quién no sabe ya cuán más subido y agudo sentido es aquel con que se comprenden y sienten los gozos de la virtud que no aquel de quien nacen los deleites del cuerpo? Porque el uno es conocimiento de razón, y el otro sentido de carne; el uno penetra hasta lo último de las cosas que conoce, el otro para en la sobrehaz de lo que siente; el uno es sentir bruto y de aldea, el otro es entender espiritual y de alma. Y conforme a esta diferencia y ventaja, así son diferentes y se aventajan entre sí los deleites que hacen.

Porque el deleite que nace del conocer del sentido es deleite ligero o como sombra de deleite, y que tiene de él como una vislumbre o sobrehaz solamente, y es tosco y aldeano deleite; mas el que nos viene del entendimiento y razón es vivo gozo y macizo gozo, y gozo de sustancia y verdad. Y así como se prueba la grande sustancia de estos deleites del alma por la viveza del entendimiento que lo siente y conoce, así también se ve su nobleza por el metal de la obra que nos ayunta al bien de do nacen. Porque las obras por cuya mano metemos a Dios en nuestra casa, que, puesto en ella, la hinche de gozo, son el contemplarle y el amarle, y el ocupar en Él nuestro pensamiento y deseo, con todo lo demás que es santidad y virtud. Las cuales obras, ellas en sí mismas, son, por una parte, tan propias de aquello que en nosotros verdaderamente es ser hombre, y por otras tan nobles en sí, que ellas mismas por sí, dejado aparte el bien que nos traen, que es Dios, deleitan al alma, que con sola su posesión de ellas se perfecciona y se goza. Como, al revés, todas las obras que el cuerpo hace, por donde consigue aquello con que se deleita el sentido, sean obras o no propias del hombre, o así toscas y viles que nadie las estimaría ni se alegraría con ellas por sí solas, si, o la necesidad pura o la costumbre dañada, no le forzase.

Así que, en lo bueno, antes que ello deleite, hay deleite; y eso mismo que va en busca del bien y que lo halla y le echa las manos, es ello en sí bien que deleita, y por un gozo se camina a otro gozo, por el contrario de lo que acontece en el deleite del cuerpo adonde los principios son intolerable trabajo, los fines, enfado y hastío, los frutos, dolor y arrepentimiento.

Mas cuando acerca de esto faltase todo lo que hasta ahora se ha dicho, para conocer que es verdad basta la ventaja sola que hace el bien de donde nacen estos espirituales deleites a los demás bienes que son cebo de los sentidos. Porque si la pintura hermosa presente a la vista deleita los ojos, y si los oídos se alegran con la suave armonía, y si el bien que hay en lo dulce o en lo sabroso o en lo blanco causa contentamiento en el tacto, y si otras cosas menores y menos dignas de ser nombradas pueden dar gusto al sentido, injuria será que se hace a Dios poner en cuestión si deleita, o qué tanto deleita al alma que se abraza con Él.

Bien lo sentía esto aquel que decía: «¿Qué hay para mí en el cielo? Y fuera de Vos, Señor, ¿qué puedo desear en la tierra?» Porque si miramos lo que, Señor, sois en Vos, sois un océano infinito de bien, y el mayor de los que por acá se conocen y entienden, es una pequeña gota comparado con Vos, y es como una sombra vuestra oscura y ligera. Y si miramos lo que para nosotros sois y en nuestro respeto, sois el deseo del alma, el único paradero de nuestra vida, el propio y solo bien nuestro, para cuya posesión somos criados y en quien sólo hallamos descanso, y a quien, aun sin conoceros, buscamos en todo cuanto hacemos.

Que a los bienes del cuerpo, y casi a todos los demás bienes que el hombre apetece, apetécelos como a medios para conseguir algún fin, y como a remedios y medicinas de alguna falta o enfermedad que padece. Busca el manjar porque le atormenta el hambre; allega riquezas por salir de pobreza; sigue el son dulce, y vase en pos de lo proporcionado hermoso, porque sin esto padecen mengua el oído y la vista.

Y por esta razón los deleites que nos dan estos bienes son deleites menguados y no puros: lo uno, porque se fundan en mengua y en necesidad y tristeza; y lo otro, porque no duran más de lo que ella dura; por donde siempre la traen junto a sí, y como mezclada consigo. Porque si no hubiese hambre no sería deleite el comer, y en faltando ella falta él juntamente. Y así no tienen más bien de cuanto dura el mal para cuyo remedio se ordenan. Y, por la misma razón, no puede entregarse ninguno a ellos sin rienda; antes es necesario que los use, el que de ellos usar quisiere, con tasa, si le han de ser, conforme a como se nombran, deleites; porque lo son hasta llegar a un punto cierto, y, en pasando de él, no lo son.

Mas vos, Señor, sois todo el bien nuestro y nuestro soberano fin verdadero. Y aunque sois el remedio de nuestras necesidades, y aunque hacéis llenos todos nuestros vacíos, para que os ame el alma mucho más que a sí misma, no le es necesario que padezca mengua, que Vos, por Vos merecéis todo lo que es el querer y el amor. Y cuanto el que os amare, Señor, estuviere más rico y más abastado de Vos, tanto os amará con más veras. Y así como Vos en Vos no tenéis fin ni medida, así el deleite que nace de Vos en el alma que consigo os abraza dichosa, es deleite que no tiene fin, y que cuanto más crece es más dulce; y deleite en quien el deseo, sin recelo de caer en hartura, puede alargar la rienda cuanto quisiere; porque, como testificáis de vos mismo, «Quien bebiere de vuestra dulzura, cuanto más bebiere, tendrá de ella más sed.»

Y por esta misma razón, si, Juliano, no os desagrada (y según que ahora a la imaginación se me ofrece), en la sagrada Escritura este deleite que Dios en los suyos produce es llamado con nombres de avenida y de río, como cuando el Salmista decía que da de beber Dios a los suyos un río de deleite grandísimo. Porque en decirlo así, no solamente quiere decir que les dará Dios a los suyos grande abundancia de gozo, sino también nos dice y declara que ni tiene límite este gozo, ni menos es gozo que hasta un cierto punto es sabroso, y, pasado de él, no lo es; ni es, como lo son los deleites que vemos, agua encerrada en vaso que tiene su hondo, y que, fuera de aquellos términos con que cerca, no hay agua, y que se agota y se acaba bebiéndola, sino que es agua en río, que corre siempre y que no se agota bebida, y que, por más que se beba, siempre viene fresca a la boca, sin poder jamás llegar a algún paso adonde no haya agua, esto es, adonde aquel dulzor no lo sea. De manera que, por razón de ser Dios bien infinito, y bien que sobrepuja sin ninguna comparación a todos los bienes, se entiende que, en el alma que le posee, el deleite que hace es entre todos los deleites el mayor deleite, y, por razón de ser de nuestro último fin, se convence que jamás este deleite da en cara.

Y si esto es por ser Dios el que es, ¿qué será por razón del querer que nos tiene, y por el estrecho nudo de amor con que con los suyos se enlaza? Que si el bien presente y poseído deleita, cuanto más presente y más ayuntado estuviere, sin ninguna duda deleitará más. Pues ¿quién podrá decir la estrecheza no comparable de este ayuntamiento de Dios? No quiero decir lo que ahora he ya dicho, repitiendo las muchas y diversas maneras como se ayunta Dios con nuestros cuerpos y almas; mas digo que cuando estamos más metidos en la posesión de los bienes del cuerpo y somos hechos más de ellos señores, toda aquella unión y estrechez es una cosa floja y como desatada en comparación de este lazo. Porque el sentido y lo que se junta con el sentido, solamente se tocan en los accidentes de fuera: que ni veo sino lo colorado, ni oigo sino el retintín del sonido, ni gusto sino lo dulce o amargo, ni percibo tocando sino es la aspereza o blandura. Mas Dios, abrazado con nuestra alma, penetra por ella toda y se lanza a sí mismo por todos sus apartados secretos, hasta ayuntarse con su más íntimo ser, adonde, hecho como alma de ella y enlazado con ella, la abraza estrechísimamente. Por cuya causa, en muchos lugares la Escritura dice que mora Dios en el medio del corazón. Y David en el Salmo le compara al aceite que, puesto en la cabeza del Sacerdote, viene al cuello y se extiende a la barba y desciende corriendo por las vestiduras todas hasta los pies. Y en el libro de la Sabiduría, por esta misma razón, es comparado Dios a la niebla, que por todo penetra.

Y no solamente se ayunta mucho Dios con el alma, sino ayúntase todo, y no todo sucediéndose unas partes a otras, sino todo junto y como de un golpe, y sin esperarse lo uno a lo otro. Lo que es al revés en el cuerpo, a quien sus bienes (los que él llama bienes) se le allegan despacio y repartidamente, y sucediéndose unas partes a otras, ahora una y después de ésta otra; y cuando goza de la segunda, ha perdido ya la primera. Y como se reparten y se dividen aquéllos, ni más ni menos se corrompen y acaban, y cuales ellos son, tal es el deleite que hacen: deleite como exprimido por fuerza, y como regateado, y como dado blanca a blanca con escasez, y deleite, al fin, que vuela ligerísimo y que desvanece como humo y se acaba. Mas el deleite que hace Dios, viene junto y persevera junto y estable, y es como un todo no divisible, presente siempre todo a sí mismo; y por eso dice la Escritura en el Salmo que deleita Dios con río y con ímpetu a los vecinos de su ciudad; no gota a gota, sino con todo el ímpetu del río así junto.

De todo lo cual se concluye, no solamente que hay deleite en este desposorio y ayuntamiento del alma y de Dios, sino que es un deleite que, por dondequiera que se mire, vence a cualquier otro deleite. Porque ni se mezcla con necesidad, ni se agua con tristeza, ni se da por partes, ni se corrompe en un punto, ni nace de bienes pequeños ni de abrazos tibios o flojos, ni es deleite tosco o que se siente a la ligera, como es tosco y superficial el sentido, sino divino bien y gozo íntimo, y deleite abundante y alegría no contaminada, que baña el alma toda y la embriaga y anega por tal manera, que, cómo ello es, no se puede declarar por ninguna.

Y así la Escritura divina, cuando nos quiere ofrecer alguna como imagen de este deleite, porque no hay una que se le asemeje del todo, usa de muchas semejanzas e imágenes. Que unas veces, como antes de ahora decíamos, le llama maná escondido. Maná, porque es deleite dulcísimo, y dulcísimo no de una sola manera ni sabroso con un solo sabor, sino como del maná se escribe en la Sabiduría: «hecho al gusto del deseo y lleno de innumerables sabores.» Maná escondido, porque está secreto en el alma y porque, si no es quien lo gusta, ninguno otro entiende bien lo que es. Otras veces le llama aposento de vino, como en el libro de los Cantares, y otras, el vino mismo, y otras, licor mejor mucho que el vino. Aposento de vino, como quien dice amontonamiento y tesoro de todo lo que es alegría. Más que el vino porque ninguna alegría ni todas juntas se igualan con ésta.

Otras veces nos le figura, como en el mismo libro, por nombre de pechos; porque no son los pechos tan dulces ni tan sabrosos al niño como los deleites de Dios son deleitables a aquel que los gusta. Y porque no son deleites que dañan la vida o que debilitan las fuerzas del cuerpo, sino deleites que alimentan el espíritu y le hacen que crezca, y deleites por cuyo medio comunica Dios al alma la virtud de su sangre hecha leche, esto es, por manera sabrosa y dulce. Otras veces son dichos mesa y banquete (como por Salomón y David) para significar su abastanza y la grandeza y variedad de sus gustos, y la confianza y el descanso y el regocijo, y la seguridad y esperanzas ricas que ponen en el alma del hombre. Otras los nombra sueño porque se repara en ellos el espíritu de cuanto padece y lacera en la continua contradicción que la carne y el demonio le hace. Otras los compara a guija o a piedrecilla pequeña y blanca y escrita de un nombre que sólo el que le tiene le lee, porque, así como, según la costumbre antigua, en las causas criminales, cuando echaba el juez una piedra blanca en el cántaro era dar vida, y como los días buenos y de sucesos alegres los antiguos los contaban con pedrezuelas de esta manera, asimismo el deleite que da Dios a los suyos es como una prenda sensible de su amistad y como una sentencia que nos absuelve de su ira, que por nuestra culpa nos condenaba al dolor y a la muerte, y es voz de vida en nuestra alma, y día de regocijo para nuestro espíritu, y de suceso bienaventurado y feliz. Y finalmente, otras veces significa estos deleites con nombres de embriaguez y de desmayo y de enajenamiento de sí, porque ocupan toda el alma, que con el gusto de ellos se mete tan adelante en los abrazos y sentimientos de Dios, que desfallece al cuerpo y casi no comunica con él su sentido, y dice y hace cosas el hombre que parecen fuera de toda naturaleza y razón.

Y a la verdad, Juliano, de las señales que podemos tener de la grandeza de estos deleites los que deseamos conocerlos y no merecemos tener su experiencia, una de las más señaladas y ciertas es el ver los efectos y las obras maravillosas, y fuera de todo orden común, que hacen en aquellos que experimentan su gusto. Porque, si no fuera dulcísimo incomparablemente el deleite que halla el bueno con Dios, ¿cómo hubiera sido posible o a los mártires padecer los tormentos que padecieron, o a los ermitaños durar en los yermos por tan luengos años en la vida que todos sabemos?

Por manera que la grandeza no medida de este dulzor, y la violencia dulce con que enajena y roba para sí toda el alma, fue quien sacó a la soledad a los hombres, y los apartó de casi todo aquello que es necesario al vivir, y fue quien los mantuvo con yerbas y sin comer muchos días, desnudos al frío y descubiertos al calor y sujetos a todas las injurias del cielo. Y fue quien hizo fácil y hacedero y usado lo que parecía en ninguna manera posible. Y no pudo tanto ni la naturaleza con sus necesidades, ni la tiranía y crueldad con sus no oídas cruezas, para retraerlos del bien, que no pudiese mucho más para detenerlos en él este deleite; y todo aquel dolor que pudo hacer el artificio y el cielo, la naturaleza y el arte, el ánimo encruelecido y la ley natural poderosa, fue mucho menor que este gozo. Con el cual esforzada el alma, y cebada y levantada sobre sí misma, y hecha superior sobre todas las cosas, llevando su cuerpo tras sí, le dio que no pareciese ser su cuerpo.

Y si quisiésemos ahora contar por menudo los ejemplos particulares y extraños que de esto tenemos, primero que la historia se acabaría la vida; y así, baste por todos uno, y éste sea el que es la imagen común de todos, que el Espíritu Santo nos dibujó en el libro de los Cantares para que, por las palabras y acontecimientos que conocemos, veamos como en idea todo lo que hace Dios con sus escogidos.

Porque ¿qué es lo que no hace la esposa allí, para encarecer aqueste su deleite que siente, o lo que el Esposo no dice para este mismo propósito? No hay palabra blanda, ni dulzura regalada, ni requiebro amoroso, ni encarecimiento dulce de cuantos en el amor jamás se dijeron o se pueden decir, que o no lo diga allí o no lo oiga la esposa.

Y si por palabras o por demostraciones exteriores se puede declarar el deleite del alma, todas las que significan un deleite grandísimo, todas ellas se dicen y hacen allí; y, comenzando de menores principios, van siempre subiendo, y, esforzándose siempre más el soplo del gozo, al fin, las velas llenas, navega el alma justa por un mar de dulzor, y viene, al fin, a abrasarse en llamas de dulcísimo fuego, por parte de las secretas centellas que recibió al principio en sí misma.

Y acontécele, cuanto a este propósito, al alma con Dios como al madero no bien seco cuando se le avecina el fuego le aviene. El cual, así como se va calentando del fuego y recibiendo en sí su calor, así se va haciendo sujeto apto y dispuesto para recibir más calor, y lo recibe de hecho. Con el cual calentando, comienza primero a despedir humo de sí y a dar de cuando en cuando algún estallido, y corren algunas veces gotas de agua por él, y procediendo en esta contienda, y tomando por momentos el fuego en él mayor fuerza, el humo que salía se enciende de improviso en llama, que luego se acaba, y dende a poco se torna a encender otra vez y a apagarse también; y así hace la tercera y la cuarta, hasta que al fin el fuego, ya lanzado en lo íntimo del madero y hecho señor de todo él, sale todo junto y por todas partes afuera, levantando sus llamas, las cuales, prestas y poderosas y a la redonda bulliendo, hacen parecer un fuego el madero.

Y por la misma manera, cuando Dios se avecina al alma y se junta con ella y le comienza a comunicar su dulzura, ella, así como la va gustando, así la va deseando más, y con el deseo se hace a sí misma más hábil para gustarla, y luego la gusta más, y así, creciendo en ella este deleite por puntos, al principio la estremece toda, y luego la comienza a ablandar, y suenan de rato en rato unos tiernos suspiros, y corren por las mejillas a veces y sin sentir algunas dulcísimas lágrimas; y, procediendo adelante, enciéndese de improviso como una llama compuesta de luz y de amor, y luego desaparece volando, y toma a repetirse el suspiro, y torna a lucir y a cesar otro no sé qué resplandor, y acreciéntase el lloro dulce, y anda así por un espacio haciendo mudanzas el alma, traspasándose unas veces y otras veces tornándose a sí, hasta que, sujeta ya del todo al dulzor, se traspasa del todo, y, levantada enteramente sobre sí misma, y no cabiendo en sí misma, expira amor y terneza y derretimiento por todas sus partes, y no entiende ni dice otra cosa sino es: «Luz, amor, vida, descanso sumo, belleza infinita, bien inmenso y dulcísimo, dame que me deshaga yo y que me convierta en Ti toda, Señor.» Mas callemos, Juliano, lo que por mucho que hablemos no se puede hablar.

Y calló, diciendo esto, Marcelo un poco; y tornó luego a decir:

-Dicho he del nudo y del deleite de este desposorio lo que he podido; quédame por decir lo que supiere de las demás circunstancias y requisitos suyos. Y no quiero referir yo ahora las causas que movieron a Cristo, ni los accidentes de donde tomó ocasión para ser nuestro Esposo, porque ya en otros lugares hemos dicho hoy acerca de esto lo que conviene; ni diré de los terceros que intervinieron en estos conciertos, porque el mayor y el que a todos nos es manifiesto, fue la grandeza de su piedad y bondad. Mas diré de la manera como se ha habido con esta su esposa por todo el espacio que, desde que se prometieron, corre hasta el día del matrimonio legítimo; y diré de los regalos y dulces tratamientos que por este tiempo le hace, y de las prendas y joyas ricas, y por ventura de las leyes de amor y del tálamo, y de las fiestas y cantares ordenados para aquel día. Porque, así como acontece a algunos hombres que se desposan con mujeres muy niñas, y que para casarse con ellas aguardan a que lleguen a legítima edad, así nos conviene entender que Cristo se desposó con la Iglesia luego en naciendo ella, o, por mejor decir, que la crió e hizo nacer para esposa suya, y que se ha de casar con ella a su tiempo.

Y hemos de entender que, como aquellos cuyas esposas son niñas las regalan y las hacen caricias primero, como a niñas, y así por consiguiente, como va creciendo la edad, van ellos también creciendo en la manera de amor que les tienen y en las demostraciones de él que les hacen, así Cristo a su esposa la Iglesia le ha ido criando y acariciando conforme a sus edades de ella, y diferentemente según sus diferencias de tiempos: primero como a niña y después como a algo mayor, y ahora la trata como a doncelleja ya bien entendida y crecida y casi ya casadera.

Porque toda la edad de la Iglesia, desde su primer nacimiento hasta el día de la celebridad de sus bodas, que es todo el tiempo que hay desde el principio del mundo hasta su fin, se divide en tres estados de la Iglesia y tres tiempos. El primero que llamamos de naturaleza, y el segundo de ley, y el tercero y postrero de gracia. El primero fue como la niñez de esta esposa. En el segundo vino a algún mayor ser. En este tercero que ahora corre se va acercando mucho a la edad de casar. Pues como ha ido creciendo la edad y el saber, así se ha habido con ella diferentemente su Esposo, midiendo con la edad los favores y ajustándolos siempre con ella por maravillosa manera, aunque siempre por manera llena de amor y de regalo, como se ve claramente en el libro, de quien poco antes decía, de los Cantares; el cual no es sino un dibujo vivo de todo este trato amoroso y dulce que ha habido hasta ahora, y de aquí adelante ha de haber, entre estos dos, Esposo y esposa, hasta que llegue el dichoso día del matrimonio, que será el día cuando se cerraren los siglos.

Digo que es una imagen compuesta por la mano de Dios, en que se nos muestran por señales y semejanzas visibles y muy familiares al hombre las dulzuras que entre estos dos esposos pasan, y las diferencias de ellas conforme a los tres estados y edades diferentes que he dicho. Porque en la primera parte del libro, que es hasta casi la mitad del segundo capítulo, dice Dios lo que hace significación de las condiciones de esta su esposa en aquel su estado primero de naturaleza, y la manera de los amores que le hizo entonces su Esposo. Y desde aquel lugar, que es donde se dice en el segundo capítulo: «Veis, mi amado me habla y dice: Levántate y apresúrate y ven», hasta el capítulo quinto, adonde torna a decir: «Yo duermo y mi corazón vela», se pone lo que pertenece a la edad de la ley. Mas desde allí hasta el fin, todo cuanto entre estos dos se platica es imagen de las dulzuras de amor que hace Cristo a su esposa en este postrero estado de gracia.

Porque, comenzando por lo primero y tocando tan solamente las cosas, y como señalándolas desde lejos (porque decirlas enteramente sería negocio muy largo, y no de este breve tiempo que resta); así que, diciendo de lo que pertenece a aquel estado primero, como era entonces niña la esposa, y le era nueva y reciente la promesa de Dios de hacerse carne como ella y de casarse con ella, como tierna y como deseosa de un bien tan nunca esperado, del cual entonces comenzaba a gustar, entra, con la licencia que le da su niñez y con la impaciencia que en aquella edad suele causar el deseo, pidiendo apresuradamente sus besos: «Béseme, dice, de besos de su boca; que mejores son los tus pechos que el vino.»

En que debajo de este nombre de besos, le pide ya su palabra y el aceleramiento de la promesa de desposarla en su carne, que apenas le acaba de hacer. Porque desde el tiempo que puso Dios con el hombre de vestirse de su carne de él, y de así vestido ser nuestro esposo, desde ese punto el corazón del hombre comenzó a haberse regalada y familiarmente con Dios; y comenzaron desde entonces a bullir en él unos sentimientos de Dios nuevos y blandos, y, por manera nunca antes vista, dulcísimos. Y hace significación de esta misma niñez lo que luego dice y prosigue: «Las niñas doncellitas te aman.» Porque las doncellitas y la esposa son una misma. Y el aficionarse al olor, y el comparar y amar al Esposo como un ramillete florido, y el no poderse aún tener bien en los pies, y el pedir al Esposo que le dé la mano, diciendo: «Llévame en pos de Ti, correremos»; y el prometerle el Esposo tortolicas y sartalejos, todo ello demuestra lo niño y lo imperfecto de aquel amor y conocimiento primero.

Y porque tenía entonces la Iglesia presentes y como delante de los ojos dos cosas, la una su culpa y pérdida, y la otra la promesa dichosa de su remedio, como mirándose a sí, por eso dice allí así: «Negra soy, más hermosa, hijas de Jerusalén, como los tabernáculos de Cedar y como las tiendas de Salomón.» Negra por el desastre de mi culpa primera, por quien he quedado sujeta a las injurias de mis penalidades, más hermosa por la grandeza de dignidad y de rica esperanza a que por ocasión de este mal he subido. Y si el aire y el agua me maltratan de fuera, la palabra que me es dada y la prenda que de ella en el alma tengo, me enriquece y alegra. Y si los hijos de mi madre se encendieron contra mí, porque viniendo de un mismo padre el ángel y yo, el ángel malo, encendido de envidia, convirtió su ingenio en mi daño; y si me pusieron por guarda de viñas sacándome de mi felicidad al polvo y al sudor y al desastre continuo de esta larga miseria; y si la mi viña, esto es, la mi buena dicha primera, no la supe guardar... como sepa yo ahora adónde, oh Esposo, sesteas, y como tenga noticia y favor para ir a los lugares bienaventurados adonde está de tu rebaño su pasto, yo quedaré mejorada.

Y así, por esta causa misma, el Esposo entonces no se le descubre del todo, ni le ofrece luego su presencia y su guía, sino dícele que si le ama como dice, y si le quiere hallar, que siga la huella de sus cabritos. Porque la luz y el conocimiento que en aquella edad dio guía a la Iglesia fue muy pequeño y muy flaco conocimiento en comparación del de ahora. Y porque ella era pequeña entonces, esto es, de pocas personas en número, y esas esparcidas por muchos lugares y rodeadas por todas partes de infidelidad, por eso la llama allí, y por regalo la compara a la rosa, que las espinas la cercan. Y también es rosa entre espinas porque, casi ya al fin de esta niñez suya, y cuando comenzaba a florecer y brotaba ya afuera su hermosa figura, haciendo ya cuerpo de república y de pueblo fiel con muchedumbre grandísima (que fue estando en Egipto, y poco antes que saliese de allí), fue verdaderamente rosa entre espinas, así por razón de los egipcios infieles que la cercaban, como por causa de los errores y daños que se le pegaban de su trato y conversación, como también por respeto de la servidumbre con que la oprimían. Y no es lejos de esto, que en sola aquella parte del libro la compara el Esposo a cosas de las que en Egipto nacían, como cuando le dice: «A la mi yegua en los carros de Faraón te asemejé, amiga mía.» Porque estaba sujeta ella a Faraón entonces, y como uncida al carro trabajoso de su servidumbre.

Mas llegando a este punto, que es el fin de su edad la primera y el principio de la segunda, la manera como Dios la trató, es lo que luego y en el principio de la segunda parte del libro se dice: «Levántate y apresúrate, amiga mía, y ven; que ya se pasó el invierno y la lluvia ya se fue» con lo que después de esto se sigue. Lo cual todo por hermosas figuras declara la salida de esta santa esposa de Egipto. Porque llamándola el Esposo a que salga, significa el Espíritu Santo, no sólo que el Esposo la saca de allí, mas también la manera como la hace salir. Levántate, dice, porque con la carga del duro tratamiento estaba abatida y caída. Y apresúrate, porque salió con grandísima prisa de Egipto, como se cuenta en el Éxodo. Y ven, porque salió siguiendo a su Esposo. Y dice luego todo aquello que la convida a salir. Porque ya, dice, el invierno y los tiempos ásperos de tu servidumbre han pasado, y ya comienza a aparecer la primavera de tu mejor suerte. Y ya, dice, no quiero que te me demuestres como rosa entre espinas, sino como paloma en los agujeros de la barranca, para significar el lugar desierto y libre de compañías malas a do la sacó.

Y así ella, como ya más crecida y osada, responde alegremente a este llamamiento divino, y deja su casa y sale en busca de aquel a quien ama. Y para declarárnoslo, dice: «En mi lecho, y en la noche de mi servidumbre y trabajo, busqué y levanté el corazón a mi Esposo; busquéle, mas no le hallé. Levantéme y rodeé la ciudad y pregunté a las guardas de ella por Él.» Y dice esto así para declarar todas las dificultades y trabajos nuevos que se le recrecieron con los de Egipto y con sus príncipes de ellos, desde que comenzó a tratar de salir de su tierra hasta que de hecho salió. Mas luego, en saliendo, halló como presente, en figura de nube y en figura de fuego, a su Esposo, y así añade y le dice: «En pasando las guardas hallé al que ama mi alma; asíle y no le dejaré hasta que le encierre en casa de mi madre y en la recámara de la que me engendró.» Porque hasta que entró con Él en la tierra prometida, adonde caminaba por el desierto, siempre le llevó como delante de sí. Y porque se entienda que se habla aquí de aquel tiempo y camino, poco más abajo le dice: «¿Quién es ésta que sube por el desierto, como varilla de humo de mirra y de incienso y de todos los buenos olores?» Y lo que después se dice del lecho de Salomón y de las guardas de él, con quien es comparada la Esposa, es la guarda grande y las velas que puso el Esposo para la salud y defensa suya por todo aquel camino y desierto. Y lo de la litera que Salomón hizo, y la pintura de sus riquezas y obra, es imagen de la obra del arca y del santuario que en aquel mismo lugar y camino ordenó para regalo de esta su esposa.

Y cuando luego, por todo el capítulo cuarto, dice de ella su Esposo encarecidos loores, cantando una por una todas sus figuras y partes, en la manera del loor y en la calidad de las comparaciones que usa, bien se deja entender que el que allí habla, aquello de que habla lo concebía como una grande muchedumbre de ejército asentado en su real, y levantadas sus tiendas y divididas en sus estancias por orden, en la manera como seguía su viaje entonces el pueblo desposado con Dios.

Porque, como en el libro de los Números vemos, el asiento del real de aquel pueblo, cuando peregrinó en el desierto, estaba repartido en cuatro cuarteles de esta manera: en la delantera tenían sus tiendas y asientos los de la tribu de Judá, con los de Isacar y Zabulón a sus lados. A la mano derecha tenían su cuartel los de Rubén con los de Simeón y de Gad juntamente. A la izquierda moraban con los de Dan los de Aser y Neftalí. Lo postrero ocupaban Efraim con las tribus de Benjamín y de Manasés. Y en medio de este cuadro estaba fijado el tabernáculo del testimonio, y, alrededor de él, por todas partes, tenían sus tiendas los levitas y sacerdotes. Y conforme a este orden de asiento seguían su camino cuando levantaban el real. Porque lo primero de todo iba la columna de nube, que les era su guía. En pos de ella seguían, sus banderas tendidas, Judá con sus compañeros. A éstos sucedían luego los que pertenecían al cuartel de Rubén. Luego iban el tabernáculo con todas sus partes, las cuales llevaban repartidas entre sí los levitas. Efraim y los suyos iban después. Y los de Dan iban en la retaguardia de todos.

Pues teniendo como delante los ojos el Esposo este orden, y como deleitándose en contemplar esta imagen, en el lugar que digo lo va loando como si loara en una persona sola y hermosa sus miembros. Porque dice que sus ojos, que eran la nube y el fuego que les servían de guía, eran como de paloma. Y sus cabellos, que es lo que se descubre primero y el cuartel de los que iban delante, como hatos de cabras. Y sus dientes, que son Gad y Rubén, como manadas de ovejas. Y sus labios y habla, que eran los levitas y sacerdotes por quien Dios les hablaba, como hilo de carmesí. Y por la misma manera llama mejillas a los de Efraim, y a los de Dan cuello. Y a los unos y a los otros los alaba con hermosos apodos.

Y a la postre dice maravillas de sus dos pechos, esto es, de Moisés y Aarón, que eran como el sustento de ellos y como los caminos por donde venía a aquel pueblo lo que los mantenía en vida y en bien. Y porque el paradero de este viaje era el llegar a la tierra que les estaba guardada, y el alcanzar la posesión pacífica de ella, por eso, en habiendo alabado la orden hermosa que guardaban en su real y camino, llégalos a la fin del camino y mételos como de la mano en sus casas y tierras. Y por esto le dice: «Ven del Líbano, amiga mía, esposa mía; ven del Líbano, ven, y serás coronada de la cumbre de Amana y de la altura de Sanir y de Hermón, de las cuevas de los leones, de los montes de las onzas», que es como una descripción de la región de Judea.

En la cual región, después que de ella se apoderó Dios y su pueblo, creció y fructificó por muchos siglos, con grandes acrecentamientos de santidad y virtudes, la Iglesia. Por donde el Esposo, luego que puso a la esposa en la posesión de esta tierra, contemplando los muchos frutos de Religión que en ella produjo, para darlo a entender le dice que es huerto y le dice que es fuente; y de lo uno y de lo otro dice en esta manera: «Huerto cercado, hermana mía, esposa, huerto cercado, fuente sellada. Tus plantas, vergeles son de granados y de lindos frutales; el cipro y el nardo, y la canela y el cinamomo, con todos los árboles del Líbano; la mirra y el sándalo, con los demás árboles del incienso.»

Y finalmente, diciendo y respondiéndose a veces, concluyen todo lo que a la segunda edad pertenece. Y concluido, luego se comienza el cuento de lo que en esta tercera de gracia pasa entre Cristo y su esposa. Y comienza diciendo: «Voz de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía; que mi cabeza llena está de rocío, y las mis guedejas con las gotas de la noche.» Que por cuanto Cristo, en el principio de esta edad que decimos, nació cubierto de nuestra carne y vino así a descubrirse visiblemente a su esposa, vestido de su librea de ella, y sujeto, como ella lo es, a los trabajos y a las malas noches que en la oscuridad de esta vida se pasan, por eso dice que viene maltratado de la noche y calado del agua y del rocío.

Lo cual hasta aquel punto nunca de sí dijo el Esposo, ni menos dijo otra cosa que se pareciese a ello o que tuviese significación de lo mismo. Pues ruégale que le abra la puerta porque sabía la dificultad con que aquel pueblo donde nació, y donde en aquel tiempo se sustentaba este nombre de esposa, le había de recibir en su casa. Y esta dificultad y mal acogimiento es lo que luego incontinente se sigue: «Desnudéme la mi camisa, ¿cómo tornaré a vestírmela? Lavé los mis pies, ¿cómo los ensuciaré?» Y así, mal recibido, se pasa adelante a buscar otra gente.

Y porque algunos de los de aquel pueblo, aunque los menos de ellos, le recibieron, por eso dice que al fin salió la esposa en su busca. Y porque los que le recibieron padecieron por la confesión y predicación de su fe muchos y muy luengos trabajos, por eso dice que lo rodeó todo buscándole y que no le halló, y que la hallaron a ella las guardas que hacían la ronda, y que la despojaron y que la hirieron con golpes. Y las voces que da llamando a su Esposo escondido y las gentes que movidas de sus voces acuden a ella, y le preguntan qué busca y por quién vocea con ansia tan grande, no es otra cosa sino la predicación de Cristo, que, ardiendo en su amor, hicieron por toda la gentilidad los Apóstoles; y los que se allegan a la esposa, y los que le ofrecen su ayuda y compañía para buscar al que ama, son los mismos gentiles, todos aquellos que, abriendo los oídos del alma a la voz del Santo Evangelio y dando asiento a las palabras de salud en su corazón, se juntaron con fe viva a la esposa, y se encendieron con ella en un mismo amor y deseo de ir en seguimiento de Cristo.

Y como llegaba ya la Iglesia a su debido vigor, y estaba, como si dijésemos, en la flor de su edad, y había, conforme a la edad, crecido en conocimiento, y el Esposo mismo se había manifestado hecho hombre, da señas de Él allí la esposa y hace pintura de sus facciones todas, lo que nunca antes hizo en ninguna parte del libro; porque el conocimiento pasado, en comparación de la luz presente, y lo que supo de su Esposo la Iglesia en la naturaleza y la ley, puesto con lo que ahora sabe y conoce, fue como una niebla cerrada y como una sombra oscurísima.

Pues como es ahora su amor de la esposa y su conocimiento mayor que antes, así ella en esta tercera parte está más aventajada que nunca en todo género de espiritual hermosura; y no está, como estaba antes, encogida en un pueblo sólo, sino extendida por todas las naciones del mundo.

En significación de lo cual, el Esposo, en esta parte -lo que no había hecho en las partes primeras-, la compara a ciudades, y dice que es semejante a un grande y bien ordenado escuadrón y repite todo lo que había dicho antes loándola, y añade sobre lo dicho otros nuevos y más soberanos loores. Y no solamente él la alaba, sino también, como a cosa ya hecha pública por todas las gentes y puesto en los ojos de todas ellas, alábanla con el Esposo otros muchos. Y la que antes de ahora no era alabada sino desde la cabeza hasta el cuello, es loada ahora de la cabeza a los pies, y aun de los pies es loada primero, porque lo humilde es lo más alto en la Iglesia. Y la que antes de ahora no tenía hermana porque estaba, como he dicho, sola en un pueblo, ahora ya tiene hermana y casa y solicitud y cuidado de ella, extendiéndose por innumerables naciones.

Y ama ya a su bien y es amada de él por diferente y más subida manera; que no se contenta con verle y abrazarle a sus solas, como antes hacía, sino en público y en los ojos de todos, y sin mirar en respetos y en puntos, como trae una mozuela a su niño y hermano en los brazos, y como se abalanza a él, a doquiera que le ve, desea traerle ella a sí siempre y públicamente anudado con su corazón, como de hecho le trae en la Iglesia todo lo que merece perfectamente este nombre de esposa. Que es lo que da a entender cuando dice: «Quién te me diese como hermano mamante pechos de mi madre. Hallaríate fuera y besaríate, y cierto no me despreciarían a mí; asiré de ti y te llevaré a casa de la mi madre, y tú me besarás y yo te regalaré.»

Y porque, llegando aquí, ha venido a todo lo que en razón de esposa puede llegar, no le queda sino que desee y que pida la venida de su Esposo a las bodas, y el día feliz en que se celebrará este matrimonio dichoso. Y así lo pide finalmente diciendo: «Huye, amado mío, y aseméjate a la cabra y al cervatillo sobre los montes.» Porque el huir es venir a prisa y volando; y el venir sobre los montes es hacer que el sol, que sobre ellos amanece, nos descubra aquel día. Del cual día y de su luz, a quien nunca sucede noche, y de sus fiestas que no tendrán fin, y del aparato soberano del tálamo, y de los ricos arreos con que saldrán en público el novio y la novia, dice San Juan en el Apocalipsis cosas maravillosas que no quiero yo ahora decir; ni, si va a decir verdad, puedo decirlas, porque las fuerzas me faltan.

Y valga por todo lo que David acerca de esto dice en el Salmo cuarenta y cuatro, que es propio y verdadero cantar de estas bodas, y cantar adonde el Espíritu Santo habla con los dos novios por divina y elegante manera. Y dígalo Sabino por mí, pues yo no puedo ya, y el decirlo le toca a él.

Y con esto Marcelo acabó. Y Sabino dijo luego:




SALMO XLIV


Un rico y soberano pensamiento
    me bulle dentro el pecho;
a Ti, divino Rey, mi entendimiento
    dedico, y cuanto he hecho
a Ti yo lo enderezo; y celebrando
    mi lengua tu grandeza,
irá, como escribano, volteando
    la pluma con presteza.
Traspasas en beldad a los nacidos,
    en gracia estás bañado;
que Dios en Ti, a sus bienes escogidos,
   eterno asiento ha dado.
¡Sus! Ciñe ya tu espada, poderoso,
    tu prez y hermosura;
tu prez, y sobre carro glorioso
    con próspera ventura.
Ceñido de verdad y de clemencia
    y de bien soberano,
con hechos hazañosos su potencia
    dirá tu diestra mano.
Los pechos enemigos tus saetas
    traspasen herboladas,
y besen tus pisadas las sujetas
    naciones derrocadas;
y durará, Señor, tu trono erguido
    por más de mil edades,
y de tu reino el cetro esclarecido,
    cercado de igualdades.
Prosigues con amor lo justo y bueno,
    lo malo es tu enemigo;
y así te colmó ¡oh Dios! tu Dios el seno
    más que a ningún tu amigo;
las ropas de tu fiesta, producidas
    de los ricos marfiles,
despiden en Ti puestas, descogidas,
    olores mil gentiles.
Son ámbar, son mirra, y preciosa
    algalia sus olores;
rodéate de infantas copia hermosa,
    ardiendo en tus amores,
y la querida Reina está a tu lado,
    vestida de oro fino.
Pues ¡oh tú! ilustre hija, pon cuidado,
    atiende de contino;
atiende, y mira, y oye lo que digo:
    si amas tu grandeza,
olvidarás de hoy más tu pueblo amigo
    y tu naturaleza;
que el Rey por ti se abrasa, y tú le adora,
    que Él sólo es señor tuyo,
y tú también por Él serás señora
   de todo el gran bien suyo.
El Tiro y los más ricos mercaderes,
    delante ti humillados,
te ofrecen, desplegando sus haberes,
    los dones más preciados;
y anidará en ti toda la hermosura,
    y vestirás tesoro,
y al Rey serás llevada en vestidura
    y en recamados de oro.
Y juntamente al Rey serán llevadas
    contigo otras doncellas;
irán siguiendo todas tus pisadas,
    y tú delante de ellas;
y con divina fiesta y regocijos
    te llevarán al lecho,
do, en vez de tus abuelos, tendrás hijos
    de claro y alto hecho,
a quien del mundo todo repartido
    darás el cetro y mando.
Mi canto, por los siglos extendido,
    tu nombre irá ensalzando;
celebrarán tu gloria eternamente
    toda nación y gente.

Y dicho esto, y ya muy de noche, los tres se volvieron a su lugar.