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De Oñate a La Granja

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Debemos dar crédito a los cronistas que consignan el extremado aburrimiento de los reos políticos, D. Fernando Calpena y D. Pedro Hillo en sus primeros días de cárcel. Y que los subsiguientes también fueron días muy tristes, no debe dudarse, si hemos de suplir con la buena lógica la falta de históricas referencias. Instaláronse en una habitación de pago, de las destinadas a los presos que disponían de dinero, y se pasaban todo el día tumbados en sus camastros, charlando si se les ocurría algo que decir, o si juzgaban prudente decirse lo que pensaban, y cuando no, mirábanse taciturnos. El aposento, con ventana enrejada al primer patio, no hubiera sido más desapacible y feo si de intento lo construyeran para hacer aborrecible la vida al infeliz que morara en él. Componíase el mueblaje de dos camas jorobadas, de una mesa que bailaba en cuanto se ponía un dedo sobre ella, de una jofaina y jarro en armadura de pino sin pintar, de cuatro sillas   —6→   de paja y una percha con garfios como los de las carnicerías, clavada torcidamente en la pared. Depositario Hillo de los dineros de la incógnita, podían permitirse aquel lujo, propio de conspiradores, que les apartaba de la ingrata compañía de ladrones y asesinos. Otros presos políticos habíanse aposentado en iguales estancias del departamento de pago; en ellas han comido el pan del cautiverio, generación tras generación, innumerables héroes de los clubs y del periodismo, que desde tales cavernas se han abierto paso, ya por los aires, ya por bajo tierra, hacia las cómodas salas del Estado.

Días tardó el Sr. de Hillo en salir de su cavilación silenciosa; no estaba conforme, ni mucho menos, con el papel que forzosamente se le hacía representar en aquella comedia lúgubre, y una noche, después de cenar malamente, quiso romper ya el freno de la reserva o cortedad que le impedía dar suelta a las turbaciones de su alma; mas no encontrando la formulilla propia para empezar, se arrancó con unos versos de D. Francisco Javier de Burgos, a quien tenía por el primer poeta del siglo, y en tono altisonante recitó:


   De cera en alas se levanta, Julio,
Quien competir con Píndaro ambicione;
Ícaro nuevo, para dar al claro
      Piélago nombre...



«No me recite versos clásicos, D. Pedro -le dijo Calpena-, si no quiere que yo vomite lo que cené... ¡Vaya con lo que sale ahora!

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   -O al púgil claro que la elea palma
Al Cielo eleva, o rápidos bridones
Inmortalice...



-Que se calle usted, hombre, o allá le tiro una bota.

-Ya no me acordaba de que nos hemos hecho románticos. Así estamos. Hemos caído, nuevos Ícaros, derretidas las alitas de cera, y nos hemos roto el espinazo...

-Y no en un claro mar, sino en esta cárcel nauseabunda, ha venido usted a purgar el pecado de meterse a redentor... Yo me alegro; créalo, me alegro como si me hubiera caído la lotería... Porque todo lo que le pase se lo tiene usted bien merecido.

-Es verdad; lo reconozco. Y con toda la honradez de mi carácter, declaro que la conducta de la señora invisible con este su humilde servidor, es la conducta de un sátrapa de Oriente.

-¿Lo ves, clérigo, lo ves? -dijo riendo Calpena, que empezó a tutearle con familiaridad desdeñosa-. ¿No me oíste protestar del despotismo de la velada?... Ahora que sientes el palo sobre ti, lo reconoces...

-Ahora sí, pues si considero natural que la señora incógnita desee que una persona grave y sesuda custodie al niño en este encierro donde ha sido forzoso meterle, no me parece bien que arroje sobre mí el vilipendio de la prisión, sin acordarse de que soy sacerdote, aunque indigno...

-Las incógnitas, mi querido clérigo, suelen ser desmemoriadas. Esta que ahora nos   —8→   ha metido en el estaribel, no se para en pelillos; va a su objeto, caiga el que caiga. A los que se prestan a servirla, les convierte pronto en esclavos.

-Bien sabe Dios -dijo D. Pedro suspirando-, que me metí en este negocio de tu corrección con alma y vida, llevado de un sentimiento fraternal... Ningún sacrificio me parecía bastante. Olvidé hasta mi dignidad, vistiéndome de seglar y metiéndome en los clubs, donde he contrariado mis gustos y perdido el estómago, oyendo de ciega plebe el vocear insano... Por amor al bien y a ti, por respeto de esa señora deidad, hice mil desatinos y ridiculeces. ¿Merecía yo que se arrastrara por la inmundicia de una cárcel la sagrada orden que profeso? Dime tú ahora con qué cara me presento yo en una iglesia pidiendo misa. ¿Más qué digo, si a estas horas ya me habrá retirado el diocesano las licencias? Verdad que yo ahorqué los hábitos; pero me proponía volver a ponérmelos cuando lograra mi santo propósito de echarte el lazo y traerte a la virtud y a la honestidad. ¿Y ahora, quién me quitará la tacha de clerizonte renegado? ¡Preso por conspiración jacobina, envilecido mi nombre, pues aunque todo resulte de mentirijillas, a la opinión no le consta, en lo que me queda de vida ¡ay! he de pasar por un sacrílego, por uno de esos desdichados monstruos, como el organista de Vitoria en Zaragoza, el infame Fr. Crisóstomo de Caspe, que de fraile se trocó en masón, y de revolucionario en asesino!

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-Yo creo -indicó Fernando con sorna-, que la señora maga, si ha tenido poder para meternos en chirona con tanto salero, lo tendrá para darte a ti ¡oh venerable capellán! la reparación que te debe. ¿No dices que todo esto es pura comedia? Pues luego se te darán satisfacciones: resultará que te han preso por equivocación, que eres un sacerdote ejemplar, un santo misionero que ibas a las logias a predicar el amor al despotismo y la mansedumbre de los carneros de Dios... Como esta es luz, ten por cierto que la invisible no se quedará corta en la compensación. Para mí, en cuanto suban los nuestros, digo, los de ella, te largan una mitra, clérigo, una mitra, y no veo que se puedan tasar en menos los sofocones que te han dado.

-¡Mitra! No te burles.

-Bien te la has ganado, hijo: ya estoy viendo a Tu Ilustrísima echando bendiciones. Por de pronto, para quitarte el amargor de la cárcel, te tendrán dispuesta una canonjía... eso seguro, como si lo viera... A estas horas tendrá firmado el nombramiento el señor Álvarez Becerra...

¿Crees tú...? Hombre, no puede ser... Pues mira, en justicia... No es que yo lo pretenda, que soy, como sabes, desinteresado hasta la pazguatería... Pero...

-Pero tú debes renunciarlo; debes mantenerte en tu forzado papel de presbítero de armas tomar, y rebelarte ahora contra la incógnita y contra todos los poderosos que nos oprimen... Pásate a mi partido; unámonos   —10→   contra ese poder oculto que nos trata como a parias; persigámosle hasta dar con él, y asaltemos esa Bastilla hasta no dejar piedra sobre piedra.

-Fernando, no disparates más, o quien tira la bota soy yo, y te rompo con ella las narices.

-Ahora pienso, mi buen clerizonte, que, en efecto, desvarío, porque la estoy llamando incógnita, y para ti no debe de serlo ya... para ti, afortunado mortal eclesiástico, se ha quitado la careta...

-¡Por San Blas, por San Críspulo, tanto la conozco como a mi tatarabuela! No, hijo, no se ha quitado la careta: lo que hizo aquel día fue señalarme los medios perentorios de comunicación con su escondidísima y siempre encapuchada persona, y por tal medio pude participarle lo emperrado que estabas en el mal, para que tomara, si quería, las medidas heroicas... que... ya sabes... ¡Cuán lejos estaba yo que de la tal medicina heroica me había de tocar a mí esta toma, más amarga que la hiel!...

-¿Y en los días que llevamos en este infierno, no has recibido la cartita de letra menuda?».

D. Pedro, clavados en el techo los aburridos ojos, denegó con la cabeza; y como el otro insistiese, denegó también con los pies, y por fin, con la boca.

«Puedes creer que no ha venido carta. Lo que trajo ayer Edipo fue recado verbal, que me dio en el rastrillo. No hizo más que preguntarme   —11→   si estábamos bien asistidos y si necesitábamos algo: ropa, dinero y comida buena. Yo contesté que todo lo comprendido en estos tres sustantivos nos vendrá muy bien, mientras no nos devuelvan la preciosa libertad.

-¡De modo -dijo Calpena echando por delante de la frase un sonoro y descarado terno-, que no sabemos cuándo nos sacarán de aquí! Esto es horrible, criminal. Si en España hubiera justicia, ya veríamos en qué paraban estas bromas horripilantes. Alguien había de sentirlo... Y ahora ¿a quién, a quién, San Cacaseno bendito, hemos de endilgar nuestros chillidos de rabia y desesperación? ¿Es esto un país civilizado? ¿Así se prende a las personas; así se priva de libertad a un ciudadano, aunque sea enchiquerándole en calabozo de preferencia y pagándole la bazofia? También a los que están en capilla se les da de comer cuanto piden. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué indigna y cruel farsa!... Ya ves que no ha parecido por aquí ningún cuervo jurídico a tomarnos declaración. ¿Y aquellas terribles conjuras en que estábamos metidos? ¿Y los delitos de lesa majestad, dónde están? Un país que tal consiente, merece ser gobernado por mi jefe de oficina, el patriarca de los mansos, D. Eduardo Oliván e Iznardi».

No dijo más, y se volvió hacia la pared, donde se proyectaba su sombra, a la macilenta luz del quinqué. La situación psicológica del antes protegido y después encarcelado mozo no era fácilmente apreciable y   —12→   definible a los pocos días del encierro. La primera noche de prisión fue terrible: acometido Calpena de violentísimo frenesí, no cesaba de blasfemar, clavados los dedos en el cráneo; y se arrancaba los cabellos mostrando su ira en formas destempladas y tremebundas. Trabajillo le costó a D. Pedro contenerle: si no es por él, sabe Dios lo que habría ocurrido, y a qué extremos de furor y barbarie hubiera llegado el pobre Fernandito. Vino al siguiente día la sedación, y lentamente fue cayendo el preso en un estoicismo melancólico. Su pensamiento tejía sin término el monólogo doliente, inacabable: «¿Qué habrá sido de Aura? ¿Qué pensará de mí? ¿Sabe acaso que estoy preso?». Conocedor del temple arrebatado y de la fogosa fantasía de su dama, no podía menos de temer los efectos de la desesperación. Aura tenía instintos trágicos: misteriosas querencias la llamaban a los desenlaces fatalistas, puestos en moda por la literatura... La casa, la infernal cueva de la Zahón no se apartaba de su mente. ¿Habría llegado el tío carnal para llevarse a la infeliz huérfana? Y esta, ¿se habría dejado conducir sin oponer siquiera resistencia pasiva, que es la fuerza de los débiles? Sin duda pasaban o habían pasado tremendas cosas, y el no saberlas le abrumaba más que le abrumaría el conocimiento de las mayores desdichas. «Es seguro -pensaba entre pensamientos mil-, que esta farsa de mi prisión concluirá cuando esté conseguido el objeto; cuando Aura, si es que aún vive, haya   —13→   salido de Madrid... Habrán tomado precauciones para que yo ignore el punto a donde se la llevan, y quizás me tengan aquí más tiempo, pues transcurriendo días entre su partida y mi libertad, me será más difícil averiguar a dónde tengo que dirigirme para encontrarla... O quizás confían en la acción del tiempo, en mi cansancio. Esperan que me dé por vencido, que desmaye mi voluntad... ¡En qué error están, Dios mío! Mi voluntad con el castigo se crece... Como ignoro a quién debo la vida, digo que mi padre es el No importa, y mi madre elMás vale así».

El tiempo, que en aquel cautiverio tristísimo centuplicaba su extensión, le llevó a donde menos podía pensar. Es el tiempo un Océano de aguas hondas y corrientes insensibles, que lleva los objetos flotantes a playas desconocidas y los arroja donde menos se piensa. Si en las primeras horas de su encierro, veía Calpena en la desconocida gobernadora de su vida un tirano insoportable, lentamente fueron ganando otras ideas el campo de su turbado espíritu. Sin dejar de creerse víctima, sin que se amenguaran los dolores del tremendo garrotazo que había recibido, la figura ideal de la persona designada con el vago nombre de mano oculta, fue perdiendo aquel aspecto de deidad inexorable con que se la representaba su imaginación... Como se manifiestan indecisas por Oriente las primeras luces del alba, apuntaron en el alma de Fernando sentimientos más benignos respecto a la desconocida. Y aumentada   —14→   de hora en hora la intensidad de estos sentimientos, se modificó su criterio en aquel punto, llegando a ver en el acto de la prisión algo que podía ser comparado a los procedimientos de la cirugía, la crueldad y la piedad juntas. La tiranía no podía negarse; pero ¿cómo dudar que el móvil de ella era un sentimiento tutelar, intensísimo?... Determinaron estas razones el ansia vivísima de descubrir a la invisible y arrancarla el velo, para comunicarse con ella, en la esperanza de llegar a la paz, conciliando las ideas de una y otro. Tal idea fue la verdadera medicina de su grave turbación, y acariciándola y fomentándola en su alma, llegó a soportar resignado la sombría tristeza de la clausura. La idea de que se restableciese pronto la comunicación con el mundo, donde había dejado sus afectos más vivos, le alentaba, y deseando diariamente el mañana, esperándolo con fe, parecía que las horas eran menos pesadas, menos lentas. Viniera pronto noticia del exterior, aunque fuese mala; viniera pronto carta, papel o cifra que revelasen el negro misterio de lo sucedido en los días de cautividad. Que alguna voz sonara en aquella sepulcral caverna, aunque fuese la fingida voz de la mascarita, de la piadosa tirana.

No estaba menos inquieto Hillo por la tardanza de algún papel con explicaciones que confirmaran el carácter inofensivo de aquel bromazo, pues recelaba verse empapelado para toda su vida, y metido en deshonrosos   —15→   líos policíacos o judiciales. Por fin, en la mañanita que siguió al coloquio que referido queda, fue llamado al despacho del sotaalcaide el Sr. D. Pedro, y allí recibió de manos del Sr. Edipo un voluminoso pliego. ¡Hosanna!... La conocida letra del sobrescrito le colmó de júbilo. Para mayor satisfacción, Fernando, que había pasado la noche en vela, dormía como un tronco, y así pudo el buen clérigo entregarse a sus anchas a la lectura, reservándose el dar cuenta o no a su amiguito del contenido de la carta, según fueran comunicables o secretas las instrucciones que contenía.




ArribaAbajo- II -

«¿Con qué palabras, mi buen Hillo -leyó este-, pediré a usted perdón por el ultraje que de esta pecadora por caminos tan ocultos ha recibido? No hay términos para expresar mi pena, como no puede haberlos para la expresión de su inaudita paciencia y bondad. Porque no sólo ha sabido usted sufrir a Fernando en su demencia, sino que me sufre a mí en esta locura que padezco, y que voy soportando con ayuda de las almas caritativas, como el Sr. D. Pedro Hillo... Sí, mi excelso amigo y capellán: obra mía y de mis artes infernales es el paso audacísimo, la   —16→   temeraria estrategia de su detención y encierro. ¿Verdad que usted aguanta ese atropello y esos sonrojos por amor al prójimo, por amor a Fernando? ¿Verdad que usted, como buen sacerdote, sabe padecer por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Verdad que en su conciencia siente el gozo del bien obrar, y desprecia las opiniones humanas? Me consuelo pensando que tales son sus sentimientos, caro señor mío, y si me equivoco, que Dios me confunda. Las atrocidades que la demencia de Fernando proyectaba, yo no podía impedirlas sino encerrándole en una cárcel, único sitio de donde no se sale a voluntad. Yo no podía dejarle solo en ese antro sombrío; su desesperación y su abatimiento me daban más miedo que sus ignominiosos amores. ¿A qué persona en el mundo, como no fuera usted, podía yo confiar su custodia en tan peregrinas y nunca vistas circunstancias? ¡Qué hacer, Dios mío! Calcule usted mi ansiedad y discúlpeme. 'A Roma por todo -me dije-, y que Dios y el Sr. de Hillo me perdonen', ¿Hice mal?... Aún no he podido determinarlo en mi conciencia: sólo sé que no podía hacer otra cosa.

»Pues bien: dicho lo más amargo, voy a manifestar lo que estimo triaca de tanto veneno. ¿Soy mala, señor mío? Quizás lo haya usted pensado así. ¿Podré algún día destruir esa desfavorable opinión, apartando de mi pobre cabeza las maldiciones que arrojado habrá sobre ella la indignación de mi noble víctima? Lo veremos. Por de pronto, sepa el   —17→   Sr. D. Pedro que sobre su respetable persona no recaerá ningún oprobio por esta prisión; sepa que su nombre figura en los registros de la cárcel de tal modo desfigurado, que no le conoce ni el cura que se lo dio en el bautismo; sepa que saldrá sin mácula de ese muladar, y que sus delitos políticos se cargarán a cualquiera de los cándidos masones comprendidos en la última redada. No quedará rastro, Sr. de Hillo, ni nadie ha de vituperarle. Sólo me resta decirle que, siendo de estricta justicia que mi víctima tenga la compensación que por su extraordinario desinterés le corresponde, le doy a escoger entre los dos métodos o caminos para alcanzarla. ¿Se decide por colgar el manteo, renunciando a la ventaja que pueda ofrecerle su carácter eclesiástico? Pues no vacile en secularizarse, y junto a Fernando tendrá usted siempre una posición, no digo de tutor, sino de amigo, de esos amigos que igualan a los hermanos más cariñosos. ¿Que no quiere usted renunciar a la carrera sacerdotal? Muy bien: pues yo le garantizo que tendrá la que más le acomode, y ya puede ir pensándolo mientras llega la anhelada libertad... Por hoy, mi buen presbítero, le recomiendo otra pequeña dosis, o toma, como usted quiera, de aquel precioso elixir que llamamos paciencia, y que corre en el mundo con la bien acreditada marca de Job. Entre paréntesis, hay marcas mejores, aunque no son del dominio público. Yo las conozco... y las uso, ¡ay!».

Al llegar a este punto, tuvo Hillo que   —18→   suspender la lectura para respirar. Sentimientos diversos agobiaban su espíritu y oprimían su corazón. «¡Extraordinaria mujer! -pensaba-. ¡Cuánto sabe!... Que quieras que no, Pedro Hillo, perteneces a ella en cuerpo y alma. Con su garra enguantada te tiene cogido... ya no escapas, no. Si Dios así lo quiere, adelante. Sigamos la lectura.

»Ya estoy viendo la cara que me pone mi bendito D. Pedro al llegar a este párrafo de mi carta. 'Pero esta mujer estrafalaria, ¿hasta cuándo nos va a tener encerrados aquí?... ¿Me ha tomado a mí por instrumento de sus artimañas y enredos?... ¡Vive Dios, que ya se me está subiendo a la coronilla el tal Fernandito! ¿Qué tengo yo que ver con que se le lleven los demonios o los Zahones y Negrettis, que es lo mismo? ¿Ni qué me va ni qué me viene a mí con que esta dama incógnita quiera o no quiera resguardar al niño y apartarle de la perdición? ¿Por qué no lo hace ella? ¿Por qué no le llama a su lado?...'. Esto dice usted, y yo respondo: 'Espérese un poco carísimo maestro y capellán. Usted es muy bueno, y no se me enfadará si le digo que puesto ya en el camino del sacrificio y la abnegación, no hay más remedio que recorrerlo hasta el fin. Todavía, siento decírselo, tienen ustedes Saladero para un rato, más claro, para unos días. ¿Qué significa esa corta esclavitud si la comparamos con la de los infelices magnates que estuvieron encerraditos en la Bastilla veinte y treinta años? ¿Y los que en otras prisiones   —19→   o fortalezas, sin más culpa que la de usted en este caso, entraron jóvenes, rebosando vida, y salieron encorvados y llenos de canas? Hay que conformarse, y esperar días, Sr. D. Pedro, porque usted imagínese si suelto a Fernando hoy o mañana, poco habremos adelantado, encontrándonos ante los mismos peligros y cuidados graves de aquella tristísima noche'.

»Si son ciertas, como creo, las noticias que me traen, hoy o mañana debe partir con su tío Negretti, a quien la endosa Mendizábal, la muñeca romántica por quien ha enloquecido el niño. Pásmese usted, D. Pedro: en su desesperación, creyéndose abandonada de su amante, hizo el paripé de querer quitarse la vida. Bajo la almohada le encontraron un cuchillo carnicero. Han tenido que ponerle centinelas de vista... En fin, que se la llevan con mil demonios, no sé aún a dónde. Creo que al Norte. Me dicen que ese Negretti es hoy armero de D. Carlos, contratista de cartuchos, y fundidor de cañones para la Causa. Nada de esto me importa: que le hagan a D. Carlos cien mil piezas de artillería, con tal que me tengan por allá a esa calamidad de niña hasta el día del Juicio... Ahora conviene que el prisionero no esté libre hasta que le pase la calentura. Podría volver a las andadas; podría antojársele correr tras ella. No, no: que no sepa dónde está. De eso nos cuidaremos oportunamente... Entre paréntesis, señor cura: tengo que decirle que he comprado el famoso   —20→   abanico que vio usted en casa de la Zahón. Era gusto mío, capricho, disculpable vanidad. Fue allá una persona de toda mi confianza, que conoce la joya, y se hizo trato por ochocientos duros. Ya lo tengo en mi poder. Es cosa lindísima, de gran mérito: me paso algunos ratos contemplándolo. Cuando usted salga, me hará el favor de volver allá, y comprará unas perlas que necesito, ya le diré cuántas, para emparejar con otras que poseo... También quiero unos brillantes superiores. Le preparo una sorpresa a Fernando para cuando sea bueno, y se nos entregue arrepentido y bien curado de su demencia. Pero es prematuro hablar de esto.

»Repito, mi querido capellán, que deseche todo recelo, pues no figurará usted ni como conspirador, ni como clerizonte renegado... Las buenas disposiciones de la policía las habrá comprendido usted por el hecho de no haberle registrado ni retenido sus papeles. Bien guardaditas habrán quedado allá mis cartas y el aljófar comprado a la Zahón. Y si se pierde, que se pierda. Volverá usted a casa de Méndez con la verídica historia de que ha estado ausente por una misión electoral que le confió el Gobierno... o misión eclesiástica, lo mismo da...».

Hillo tomó segunda vez aliento, y se dijo: «¡Pero qué enredadora es esta madama oculta, y qué cosas discurre! Verdad que arma sus tramoyas con suma gracia, movida de un elevado y nobilísimo sentimiento. No hay más remedio que bajar la cabeza, y decir a   —21→   todo amén. Adelante, y déjeme yo querer hasta que vea en qué paran estas misas». La carta concluía con varias advertencias:

«Si tiene usted algo que decirme, escríbalo y dé la carta a Edipo. Pero mucho cuidado, amigo mío: este recurso no debe usted emplearlo sino en caso urgentísimo y perentorio. No siendo así, vale más que se guarde sus pensamientos para mejor ocasión. Acompañan a esta tres pliegos, que son para Fernando. Ya sé que la estancia de pago en que viven ustedes no es de las peores... ¿Y qué tal les dan de comer? Supongo que será malísimamente. Veré si puedo mandarles algo superior... Adiós, mi buen amigo y capellán. Que Dios le asista en su santa obra; que vigile usted la salud, la vida, el honor de esa criatura, no por demente menos adorada... Adiós».

Por los tres pliegos escritos a Calpena pasó rápidamente su vista D. Pedro, y aguardó a que despertara para entregárselos. Dormía el joven profundamente: en su rostro demacrado advertíanse huellas de los pasados insomnios, de la cólera y tribulación de aquellos días. Contemplole el clérigo con entrañable piedad, creyéndole digno de los extremados sacrificios que por él se hacían. En la sangre juvenil, en los hervores de la imaginación, en la misma inteligencia soberana de Fernando, hallaba disculpa de su desvarío, que esperaba sería sofocado pronto por las hermosas prendas de su alma. «Todo te lo mereces, hijo -decía-, y andaremos de   —22→   cabeza hasta llevarte a puerto seguro... Y que no es floja tarea... Tantæ molis erat...».

En esto despertó Calpena desperezándose, y al verle abrir los ojos, le dijo Hillo con risueño semblante: «¡Lo que te has perdido, hombre, por dormilón!...

-¿Qué hay... clérigo maldito? ¿Ha llegado carta?

-¡Qué carta, ni qué niño muerto! ¡Si ha estado aquí la señora deidad, y te miró dormidito...!

-¡Aquí!... No fuera malo. Pues mira tú: yo soñé que venía, que entraba la máscara, con su careta puesta... y...

-¿Y qué? ¿No te enteraste de que dejaba para ti estos tres pliegos?

-¡Me ha escrito!... A ver -gritó Calpena, arrojándose del lecho-. ¿Quién lo ha traído? ¿Qué dice? ¿Y a ti no te escribe? ¿Hasta cuándo nos va a tener en este panteón?

-En esta cripta funeraria estaremos hasta que a Su Señoría le dé la gana. Somos románticos, y la nueva escuela manda que nos tengamos por felices en la tumba, máxime si hay ciprés. Quédanos el recurso de tomar un filtro narcotizante que nos haga parecer difuntos, para que nos lleven a enterrar, y así salimos... Luego le damos una bofetada al sepulturero y pegamos un brinco... Toma, entérate...



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ArribaAbajo- III -

«¡Buena la has hecho, niño; buena la has hecho! -leyó Fernando medio vestido y sentado en la cama-. No te faltaba más que ser preso por masón y revolucionario, por vociferar en los clubs como el último de los patriotas hambrones. ¿Te parece que está eso bien? Ya ves, ya ves a dónde conducen las fogosidades políticas, ¡oh mancebo inexperto y desatinado! ¿Creías tú, nuevo Mirabeau, o Danton en ciernes, que ibas a traernos con un gesto una revolucioncita a la francesa, con degollina, Convención y su poquito de derechos del hombre? Vamos, tal vez piensas que el Trono de la angélica Isabelita se tambalea con el aire que hacen tus discursos. ¿Crees que halagando las orejas de los patrioteros, milicianos y demás alimañas libres, se puede alcanzar otra cosa que vilipendio, cárcel y coscorrones? Todo te lo tienes muy bien merecido. ¡Vaya que hablar horrores del paternal Gobierno que nos rige, y confundir en un mismo anatema al Gabinete Toreno, al Gabinete Martínez, al Gabinete Cea, y a todos los gabinetes y camarines que hemos tenido desde que Dios llamó a su seno al angélico Fernando! Ahora te fastidias, y si esperas que yo te saque, estás en grave error,   —24→   pues quiero que recibas el duro pago de tus delitos contra la patria, contra el orden santísimo, contra la religión pública, y la libertad de nuestros mayores. De todos esos sagrados objetos hiciste escarnio, y es justo que caiga sobre tu cabezademocratista la cortante espada de la ley. No, no te saco: podría hacerlo con una palabra, y lo que siento es que no haya en esa Bastilla mazmorras muy obscuritas y muy románticas donde no veas la luz del día, y sayones que te atormenten, y un fiero alcaide que te ponga a pan y agua hasta que te quedes diáfano, transparente, con la melena larga como esclavina, bien enjutito y en los puros huesos, conforme al ritual de la escuela... Para que tus ensueños sean reales, quiera Dios que te visiten espectros, que te rodeen telarañas, que tengas por ropita un sudario y un capuz, que oigas responsos y Dies iræ, que a las rejas de tu cárcel se asomen los simpáticos murciélagos, y por las grietas del suelo penetren los diligentes ratones para cantarte lapitita y el trágala, únicas trovas que cuadran a la insulsa canturria de tu romanticismo. Dime una cosa, niño: ¿qué pensarán de esto Víctor Hugo y Dumas? Llámalos para que vayan en tu ayuda. ¿Y Robespierre, Saint-Just y Vergniaud, los románticos de la política, qué hacen que no te sacan? Buena es la cárcel, buena, buena, buena... como diría tu amigo Miguelito, porque en ella han tenido fin las inauditas aventuras de nuestro inflamado caballero».

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-Puedes creer, amigo Hillo -dijo Fernando, sonriendo por primera vez desde que estaba en la cárcel-, que me gusta esta señora, quien quiera que sea, por el donaire que pone en sus burlas despiadadas. ¿Y sostiene que esto es cariño? No diré que no. Sigamos leyendo, que el cartapacio parece que trae miga.

«Soy justa; pero no soy inhumana: no he de acortar el castigo que mereces; pero quiero y debo hacértelo menos penoso, proporcionándote algún esparcimiento en tus horas tristes. Te contaré diversas cosas buenas y malas que van ocurriendo en Madrid durante tu prisión, para que la soledad no te abrume; para que tus ideas se acompañen de otras ideas, enviadas a tu calabozo por el mundo de fuera, a que ahora no perteneces. La noticia, dulce amiga del hombre, te visitará y te consolará.

»¡Lo que te has perdido, badulaque, por meterte a politiquear en tonto! Si hubieras seguido formal y obediente, habrías asistido al estreno de El trovador en el Príncipe. ¡Qué bonito drama, qué versos primorosos! Pocas veces ha estado nuestro gran coliseo tan brillante como aquella noche... ¡Qué selecto gentío, qué lujo, qué elegancia! La obra es de esas que hacen llorar en algunos pasajes, y en otros encienden el entusiasmo. Quizás tú la conozcas; el autor es un jovencito de Chiclana que andaba contigo y con Miguel de los Santos. Cuentan que la presentó a Grimaldi hace unos meses, y que   —26→   este la estimó en poco, determinando que fuese estrenada en la Cruz. Carlos Latorre fue el primero que vio en El trovador, por la lectura, una obra de éxito probable, y algo de esto hubo de olfatear Guzmán, porque la escogió para su beneficio. La primera escena, en prosa, pasó bien; las siguientes en verso gustaron: todo el acto fue bien acogido; el segundo, con las escenas de la gitana, cautivó al público; el tercero le entusiasmó, y el cuarto le arrebató. Me parece a mí que este drama esconde una médula revolucionaria dentro de la vestidura caballeresca: en él se enaltece al pueblo, al hombre desamparado, de obscuro abolengo, formado y robustecido en la soledad; hijo, en fin, de sus obras; y salen mal libradas las clases superiores, presentadas como egoístas, tiránicas, sin ley ni humanidad. ¡Vaya con lo que sacan ahora estos niños nuevos! El hecho que constituye la patética emoción del final de la obra, aquello de resultar hermanos los dos rivales, también tiene su miga: no es otra cosa que el principio de igualdad, proclamado en forma dramática. Bueno, bueno. Si he de manifestar lo que pienso, no creo en la igualdad, digan lo que quieran poetas y filósofos. La prosa y el verso nos hablarán de igualdad sin lograr convencerme... Pero ello no quita que en el fingido mundo del teatro admitamos todas las ideas cuando el artificio que las expone es de buena ley: por eso aplaudimos a rabiar a ese inspirado chico, después de haber mojado los pañuelos con nuestras   —27→   lágrimas... Cree que en uno de los mejores pasajes me acordé de ti. Al Trovador me le tienen encerradito en una torre, y allí coge el laúd y se pone a cantar. ¡Pobrecito! Y esto lo hace cuando ya le tienen en capilla y andan pidiendo por su alma los agonizantes. Pensaba yo si tendrás ahí guitarra o bandurria con que acompañar las trovas que eches al viento por la reja, y si habrá por la calle alguna naranjera que te oiga, y, compadecida, riegue con sus lágrimas el feo muro de tu cárcel... Por fortuna, no estás condenado a muerte, aunque por menos de lo que tú haces le cortaron la cabeza al sin ventura Manrique... En fin, que El trovador gustó de veras, y no contento el público con aplaudir frenéticamente al autor, pidió que compareciese en las tablas. ¡Ay, qué paso y cuánto siento que no lo hubieras visto! ¡Cómo salió allí el pobre hijo, casi arrastrado por la Concha Rodríguez! Es una criatura; cayó soldado en la quinta de 100.000 hombres, y se hallaba de guarnición en Leganés, de donde ha venido a gozar este ruidoso triunfo... ¡Cómo estaría aquella pobre alma! digo yo. No sé si tiene madre... Cuentan que en el teatro estaba vestidito de soldado, y que para salir a las tablas le quitaron el uniforme y le pusieron una levita de Ventura de la Vega. Esto me parece una tontería. Véase cómo los partidarios de la igualdad la contradicen en los actos corrientes de la vida. ¿Por qué no salió el hijo del pueblo con su verdadero traje a recibir el homenaje   —28→   de las clases altas? ¿A qué esa levita, que es una nueva y postiza ficción? En fin, no hagas caso; no sé lo que digo. Continúo no creyendo en la igualdad.

»Me han dicho que en los pasillos no se hablaba más que del drama, y de los alientos que se trae este chico. Todo era elogios, congratulaciones, calor de simpatía, y esperanzas risueñas de días luminosos para la literatura. Pero no faltaban ratoncillos que entre los grupos se deslizaran, hincando el envidioso diente. Para que fuese completo y redondo el éxito de El trovador, los roedores, mordiendo el laurel, lo hicieron más fragante. Uno de los que morían,sotto voce, era ese amigo tuyo y compañero de oficina, que está tísico pasado. Para él no hay nada bello, como nada hay puro ni honrado. Quisieran estos que el Universo se volviese tísico, como ellos; que el sol enflaqueciera, y escupiese con horribles toses la pálida luna. Ahora me acuerdo: se llama Serrano. ¿No sabes? De ti cuenta horrores. Tan pronto dice que eres pariente del verdugo, como que desciendes del moro Muza, y que fue tu nodriza una princesa del Congo. Asegura que estás preso por haber hociqueado en un complot para asesinar a Mendizábal... ¡Ya ves qué desatinos! Lo gracioso es que él habla de su jefe peor que tú, y está libre. Ha dicho que D. Juan y Medio lleva señoras a su despacho ministerial, por las noches, y que allí trincan y retozan, derrochando el champagne. ¡Qué infamia! ¡Dios mío, en qué repugnante atmósfera   —29→   de hablillas indecentes viven nuestros pobres políticos! ¡Con qué armas tan viles les atacan! No sé cómo hay quien se resigne a ser hombre público en este país. Ya ves la que le armaron al pobre Toreno el año pasado con la hermosa gallega, cuyos favores le disputaban él y el Embajador de Inglaterra, Williers... Como que este asunto, y los catálogos que armaron las lenguas viperinas, contribuyeron no poco a que el Conde saliese del Ministerio. La chismografía se ha tomado en esta desdichada tierra las atribuciones que en otros países corresponden a la opinión. Y que la manejan bien los españoles. Esto y las guerrillas, son las dos manifestaciones más poderosas del genio nacional.

»Quiero hablarte de Mendizábal, para que veas la injusticia con que le has denigrado en logias y cafés. El hombre está ya con un pie fuera del poder, aunque crea o aparente creer otra cosa. Es indudable que Palacio le ha hecho la cruz, y que se aguarda la apertura del nuevo Estamento para que el puntapié sea parlamentario, parodiando ridículamente la política inglesa. Está el buen señor tan ciego, tan penetrado del carácter providencial de su papel político, que no hace caso de las advertencias de los amigos más leales. Con todo, creo que la procesión le anda por dentro. Su amor propio no le permite declararse vencido, fracasado (¡como todos, niño, como todos!); pero en su forro interno, como dice mi peluquero, se siente enfermo   —30→   del mal político más grave: del desafecto de Palacio. ¡Abajo, pues, y otra vez será! Esto le decimos, y su cara se pone sombría. Es realmente hombre de gran mérito por sus cualidades morales, que no abundan en la gente política de acá. Quiere hacer el bien; su ambición es espiritual; anhela que perpetúen su nombre los bronces de la Historia... Cree, tal vez, que lo de los frailes le valdrá una estatua. Podrá ser; pero por de pronto, su ambición de gloria estorba a otras ambiciones menos desinteresadas, y es forzoso quitarle de en medio. La prensa se ha desatado en denigrarle. En los corrillos se pondera su ignorancia, su falta de lecturas, como si nuestros políticos fueran prodigios de ciencia y erudición. Salvo dos o tres, la turbamulta no es más que un cúmulo de ignorancia; el craso de todas las cosas, envuelto en una cascarita de latín, y con tropezones de abogacía indigesta.

»Si es injusto tildarle de ignorante, aquí donde hay Ministros que creen que la Habana es camino para Filipinas, la injusticia sube de punto cuando le tachan de interesado, de poco escrupuloso en la administración de los dineros del pro-común. Tal juicio es absurdo, villano: no ha gobernado a España hombre más puro, menos picado de la codicia. En él la pasión patriótica es una verdad, no un papel, como los que otros desempeñan, mejor o peor aprendido. Por venir a salvarnos, por la ilusión de implantar en su país   —31→   ideas nuevas, este hombre, este niño grande, tiró una fortuna por la ventana. De aquellas ideas sólo ha podido realizar una pequeña parte. Lo demás... no le han dejado ni siquiera planearlo. Le tiran de los pies, de las manos, del cabello, de los faldones, y le imposibilitan todo movimiento. Lo que le falta a D. Juan de Dios no es entusiasmo ni voluntad recta: fáltale coordinación en las ideas, madurez, método. Quiere hacer muchas cosas a la vez; se encariña demasiado con sus proyectos, y en su viva imaginación llega a persuadirse de que es un hecho consumado lo que no es más que deseo ardiente. No conoce bien el personal político, ni tampoco el país que gobierna. Ha vivido largo tiempo fuera de España, medio seguro para equivocarse respecto a cosas y personas de acá. El hombre de Estado se forma en la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la administración... No se gobierna con éxito a un país con los resortes del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los ensayos atrevidos. Se necesitan otras dotes que da la práctica, y que, unidas al entendimiento, producen el perfecto gobernante. Aquí no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la oposición y unos caciquillos en el poder».

-Para, hombre, para -dijo el clérigo echándose atrás en la silla, para poder expresar más vivamente su entusiasmo-, y déjame que estático admire ese talento sin par... ¿Pero quien esto escribe es una mujer   —32→   o un monstruo compuesto de los siete sabios de Grecia? ¿Has visto, has conocido quien con más arte y donosura exprese la triste realidad de nuestras pequeñeces políticas?... No, nuestra incógnita no es una dama. Estamos en grave error... es Séneca redivivo, quizás con faldas... ¿Y tú, gaznápiro, no te admiras, no te deleitas, no pierdes el sentido ante los esplendores de ese entendimiento, y ante las gallardías de esa pluma, que sí, sí... es de mujer, ahora lo veo, por el claro análisis, por la gotita maliciosa que pone en sus conceptos? Créelo, este amarguillo me sabe a gloria. Sigue, hijo, sigue, que esto es oro molido.




ArribaAbajo- IV -

-Pues si me tomas juramento -dijo Calpena-, declaro que estoy pasando un rato delicioso con lo que se ha servido escribir para nuestro recreo la señora tirana. Quien esto escribe es persona corrida, que ha visto mucho mundo, y adquirido en él fino trato de gentes. Sigo: 'Como en la cárcel no tendrás periódicos, yo me encargaré de contarte lo que dicen, y bien puedes agradecérmelo, que no es tarea fácil ni breve echarse al coleto todo este fárrago. Fuera de La Abeja, que en extremo me agrada, todo el periodismo   —33→   me resulta enfadoso, indigesto y de escasa sustancia... Se escribe para los sectarios, no para la gente pacífica y neutral. Me encantan, eso sí, las letrillas políticas de Bretón, poniendo en solfa los acontecimientos de la semana con donaire decoroso, sin tocar jamás en la grosería, empleando extraños ritmos y consonantes endiablados, de extraordinario efecto cómico. Se pegan al oído ferozmente estas coplas; hace tres días que no ceso de repetir:


   Así, beodo como un atún,
Marat hablaba del pro-común.
      ¡Trun, trun, trun!...



»No puedo resistir los artículos que llaman serios, escritos por jóvenes ilustrados. No negaré su mérito; pero que los lea quien quiera. Han tomado ahora la muletilla del espíritu del siglo, y a todo sacan el argumento espirituoso. Los del grupo templado encuentran anárquico cuanto dicen y hacen los de enfrente, y los libres denigran a los otros, echándoles en cara el despotismo, el obscurantismo, las ideas retrógradas y otras cosas muy malas. El Jorobado ha roto el freno, y no respeta ya ni la vida privada: a tal extremo llegan su desvergüenza y procacidad. El Eco del Comercio, con buenas formas, reparte navajazos a diestro y siniestro, y sus biografías continúan dando disgustos. El lance entre el general Bretón y Fermín Caballero, no ha curado a este de sus mañas: continúa mordaz, agresivo, y no dice cosa alguna   —34→   sin intención aviesa. Un artículo de la semana pasada parece que dará lugar a la dimisión de Córdova, lo que algunos estiman como la única calamidad que faltaba para consumar la perdición del país. Háblase de un nuevo periódico que fundará Carnerero, y que será agridulce, como todos los suyos; pastelero y anfibio, sin contentar a nadie. En la Revista Española, Mensajero de las Cortes, continúa el anónimo articulista sacudiendo zurriagazos a Mendizábal. Parece que es Galiano el autor de estas fraternas. ¡Y eran íntimos amigos! No en vano dice Martínez de la Rosa, en las tertulias a que asiste, que vivimos en el caos, y propone como único remedio que traigamos, aunque sea embotellado, el espíritu del siglo. Que lo traigan, y en barricas el justo medio.

»Aumentan las desazones por la censura de la prensa. Quién afirma que de todo este caos tienen la culpa los censores del Gobierno, que no cortan y rajan todo lo que deberían; quién abomina del demasiado rigor, pidiendo que se permita mayor desenfreno, para que la libertad, así dicen, cure y cicatrice las mismas heridas que abre; más claro, que el palo de la libertad es un palo medicinal como la quina, el regaliz y la cuasia. A los censores les juzga la opinión, mejor será decir la chismografía, con variados criterios: a unos, como Ángel Fernández de los Ríos, Lorenzo Feijoo y Miguel Vitoria, les ponen en el cuerno de la luna, por su tolerancia, por no prestarse a los rigores   —35→   extremados, y dejar correr algunos escritos de solapada oposición. En cambio, ponen cual no digan dueñas a D. Juan Nicasio Gallego, a D. Jerónimo de la Escosura y a Cipriano Clemencín, a quienes llamanlos inquisidores de la prensa. Estos son los que aprietan las clavijas. Les acusan de que, por conservar sus puestos, han hecho escarnio de la sacrosanta libertad de la imprenta, contraviniendo... el espíritu del siglo. Me consta que a D. Juan Nicasio le tiene sin cuidado todo lo que de él se dice. Por nada se altera, y continúa muy amigo de todo el mundo, con aquella imperturbable pachorra y aquel cinismo de buen tono. Es un Diógenes ordenadoin sacris, que ha tomado la vida por el lado práctico, aprovechando las bonanzas que nos ofrece, y presentando a las tempestades el murallón de una filosofía pasiva, de que son emblema su corpulencia, su sonrisa bonachona y sus epigramas flemáticos. Como aquí los literatos y poetas no pueden vivir de la pluma, porque todos los españoles leen los libros prestados, y las ediciones se hacen cortitas, para regalar, este, como los más, vive al amparo del gran Mecenas de ogaño, que es el Gobierno. Habrás observado que todas las obras maestras de nuestros tiempos están escritas en papel de oficio, y con la excelente tinta de las oficinas. Pero hay alguno a quien no le sale la cuenta, pues a Ventura de la Vega acaban de limpiarle el comedero en Lo Interior, por si escribió o dijo no sé qué. Hoy tienen que tener cuidado esos   —36→   señoritos con el chiste, y ponerse el bozal para ir de café en café. A Espronceda le solicitan para el nuevo periódico que van a publicar los allegados de Mendizábal (El Liberal creo que se llamará); pero se resiste: está preparando un folleto que arde. Cuentan también con Larra; pero éste se arrima a los moderados, y ahora proyecta su viaje a París para sacudirse las murrias. Es de los que no caben aquí, según dice, y tiene razón. Yo sé de otras personas, no ciertamente del gremio literario ni político, que se hallan en el mismo caso. No caben, no encajan, y sin embargo, aquí envejecen, porque a ello les obligan afecciones sagradas o deberes que cumplir. Inteligente paca, como dice mi peluquero.

»Ea, niño, que me canso. Tres pliegos llevo escritos, y me parece que es bastante por hoy. Mi objeto no es otro que crearte con esta dulce conversación escrita una atmósfera plácida, que sirva de lenitivo a tu alma enferma. De este modo te voy infiltrando las ideas sanas, te adormezco en el justo medio, calmo tus locas ansiedades, te reconcilio con el mundo en que estás destinado a vivir, y voy poquito a poco restableciendo en ti el equilibrio de humores, y templando, hasta ponerlas en el son debido, las harto tirantes o harto flojas cuerdas de tus nervios. Ya no escribo más, que también yo necesito equilibrio. Otro día continuaré... Espero salvarte. Aún no has comprendido bien de cuánto es capaz una... Chitón».

  —37→  

Quedáronse ambos meditabundos, ensimismados, y comentaron luego la sabrosa carta, leída segunda vez por Hillo. Dos días después la incógnita escribía: «¿No sabes? La belleza marmórea tiene otro novio, Ramón Narváez, no sé si te acordarás, coronel de ejército, cara dura, dejo andaluz, carácter de hierro, más propio para manejar soldados y ganar plazas que para la expugnación de mujeres. Me consta que a la familia de ella agradan estas relaciones, porque el mozo, según dicen, va para general: tales condiciones ha demostrado, y fiereza tanta contra los anárquicos de aquí y los serviles de allá. Pero como sale dentro de unos días para el Norte a mandar el Infante, es fácil que sea sustituido por otro, quizás perteneciente a la clase civil, a esa echadura de abogados habladores que la Nación empolla para sacar ministros. Así andará ello. Todos estos niños zangolotinos que hablan de Benjamín Constant, de Thiers y Guizot, del Parlamento inglés y del bill de indemnidad, me apestan. La petulancia militar, con ser grande, ofende menos que la de los juristas, por lo que voy sospechando y temiéndome que los generales han de ser los principales mangoneadores políticos, cuando lleguemos a la paz. ¿Qué te parece esta observación? En tiempos de guerra mandan los civiles; en tiempos de paz mandarán los espadones... no será floja empolladura la que nos dejará la guerra civil...

»Me dicen que en el Prado empieza el calorcillo   —38→   primaveral. El tiempo delicioso favorece la aparición de esas humanas flores que se llaman María Cimera, las dos Malpicas, Pepa Parsent y Encarnación Camarasa. ¿Qué piensas de esto, niño? ¿Has perdido de tal modo el gusto y las aficiones de caballero, que no anhelas la libertad para rendir homenaje a la belleza noble y honrada? ¿No te acuerdas ya de las ilustres casas que no necesito nombrar? ¿No conociste allí damas finísimas, cuya conversación tan sólo, honesta y graciosa, te enseñaba las buenas formas, te sugería pensamientos felices, y educaba tu voluntad y tu inteligencia para un porvenir noble y hasta glorioso? ¿No se te ha pasado por las mientes, loco de remate, que podrías hallar, andando el tiempo, y prosiguiendo en el seguro camino que se te trazó, una compañera de tu vida tan bella, tan virtuosa y distinguida como la que hoy es marquesa de Selva-Alegre? ¿Ya no tienes aspiraciones hidalgas? ¿Te has encariñado tanto con las violencias, con el colorido chillón, con la nota discordante, con el contraste duro, que eres ya insensible al buen tono, a la gracia, a la armonía? No, no puedo creerlo... De fijo sientes ya en tu alma la reversión a los pasados gustos. ¿Verdad que deseas ver el Prado por abril de flores lleno? La novedad de este año es que se presentarán tres pimpollos, recién salidos del colegio; tres chiquillas monísimas. ¿No aciertas? Son las de Oñate: Juliana, Matilde y Carolina... Rabia, que ninguna ha de ser para ti;   —39→   y si ante ellas te presentaras, con tu aire jacobino, y esos modales anárquicos que has adquirido ahora, las pobres niñas se asustarían, y echarían a correr chillando: 'que se lleven de aquí a este pillo, y le vuelvan a meter en la cárcel'. Ya ves, ya ves a lo que has venido a parar... Me figuro que arrugas el ceño por esta fuerte peluca que te estoy echando, y casi, casi sientes impulsos de estrujar la carta y arrojarla sin concluir su lectura. Pues no señor: aguántese usted y lea hasta el fin, que aún falta lo mejor.

»Corren voces de que dimite Córdova. Se comprende que el hombre esté volado. Aquí se le censura porque no da una batalla por la mañana y otra por la tarde, creyendo que el dar batallas es tan fácil en el campo como en las mesas de los cafés. Y al paso que se hace una crítica estúpida de las operaciones militares, no se le mandan al General los recursos que solicita. Con un ejército descalzo, mal comido, y sin pagas, quieren campañas victoriosas. Oyes en un café a cada instante esta opinión impertinente: '¿Por qué no se ocupa el Baztán?... ¿Por qué no se fortifican los pueblos de la orilla derecha del Arga?...'. 'Sí, hombre, les diría yo: vayan ustedes a posesionarse del Baztán, a ver si ello es tan divertido como hacer carambolas en el billar'. Yo mandaría al Norte a los carambolistas de Madrid y a los vagos que por matar el aburrimiento se dedican a la estrategia... A todos les pondría el chopo en la mano y les diría: 'Hijos míos, id a la guerra   —40→   y desfogad vuestro bélico ardor, y no volváis sino trayendo la cabeza del último faccioso...'. La prensa no hace más que denigrar al General en jefe.El Jorobado le llena de injurias; el Eco le mortifica con malignas reticencias. Los demás, o le defienden tibiamente, o callan hipócritas, haciendo más daño con su silencio que los otros con su procacidad. Esto es indigno: toda injusticia me subleva, y si en mi mano tuviera yo los rayos, como dicen que los tenía Júpiter, no haría más que repartirlos a diestro y siniestro, aniquilando tontos y malvados.

»¿No piensas tú como yo, pobre iluso?... ¿No ves en Córdova la gran figura militar y política? ¿Has pensado alguna vez en ese hombre, que no nos merecemos, no, que se sale del cuadro de nuestras mezquindades y pequeñeces? Aquí somos miniaturas; él retrato de gran talla. ¿No lo ves así? ¿Por ventura tu inteligencia no se recrea en estos ejemplos vivos? ¿Los hombres culminantes que sobresalen en este hormiguero, no te cautivan ya, despertando en ti la admiración, ya que no el deseo de imitarlos? Medita un poco; y si tus devaneos no te han privado de la facultad de discernir, verás en Córdova la representación más alta de la inteligencia y la voluntad en tres órdenes distintos, el militar, el político y el diplomático. De ese ilustre soldado digo lo que ya te indiqué a propósito de Larra: es de los que no caben aquí. Se me ocurre una comparación, que me parece que no es mía: es de algún   —41→   poeta, no sé cual... en fin, puede que sea mía, y allá va. Córdova es un roble plantado en un tiesto. El árbol crece... Naturalmente el tiesto se rompe...».

-Quien esto escribe -dijo Calpena con gravedad, suspendiendo la lectura-, no es mujer... No veo aquí a la mujer.

-Pues yo -replicó Hillo, no menos grave y caviloso que su amigo-, te aseguro que ahora... en este pasaje... se me representa más mujer que nunca. Sigue, sigue.




ArribaAbajo- V -

«No pretendo echármelas de Plutarco... Esto sería ridículo. ¿Y qué podré decirte yo que tú no sepas? Si sigo hablándote de Córdova y haciendo la debida justicia a sus altas prendas, quizás me digas tú: '¿Para qué se me ponen ante la vista ejemplos que no he de poder seguir? Yo no soy militar'. En efecto, militar no eres, porque... no es ocasión aún de que sepas este por qué: a su tiempo lo sabrás. ¿Acaso no se abren a tu inteligencia otros caminos que el de la milicia? La Política y la Diplomacia ofrecen ancho campo al talento, si es asistido de dos cualidades preciosas: la honradez y la independencia. No me digas que hace falta el paso por las Universidades. Eso sí que no: detesto a los   —42→   leguleyos. Lo que hace falta es el paso por los libros, y esa Facultad, todo chico aplicado y con posibles la tiene en su casa. Te pongo ante los ojos el ejemplo de Córdova, para que veas que los grandes hombres que descuellan en la humanidad se lo deben todo a sí propios, y son hechura de su mismo espíritu. La desgracia de este hombre es haber nacido aquí. En el suelo ancho y fecundo de otro país, habría sido árbol corpulento. Bonaparte y él se parecen como dos gotas de agua. El hecho heroico de la Cortadura es hermano gemelo del estreno de Bonaparte en Tolón. El 7 de Julio debía ser otra página como la de Brumario en las calles de París: si no lo fue, no le culpemos a él, sino a la estrechez de tierra en el maldito tiesto. Mendigorría es otro Marengo: si no concluyó la guerra después de aquel brillante hecho de armas, fue por la misma causa... el tiesto, niño, el tiesto... Como diplomático, Berlín, París y Lisboa le conocen. Sus escritos de cancillería, como sus proclamas militares, son un modelo, aquellos de precisión y sagacidad, estas de calurosa elocuencia... ¿Y dónde me dejas al político? Observa cómo, aplacados los ardores liberales de la juventud, vino a profesar y sostener el realismo en su noble pureza. Este no es de los que se encastillan en las ideas de la primera edad, quedándose para toda la vida, como unos bobos, en Las ruinas de Palmira; este es de los que aprenden a vivir en la realidad, en los hechos. La Monarquía tradicional tuvo y tiene   —43→   en él un acérrimo defensor; pero no quiere el brutal absolutismo, con su siniestro cortejo de verdugos e inquisidores, como lo soñaron D. Víctor Saiz y Calomarde, no. Ya sabrás que declaró la guerra al sistema de Purificacióny a las Comisiones Militares hasta acabar con tanta barbarie... Es liberal sin morrión, monárquico sin cogulla. Cree que el despotismo mata a los pueblos por parálisis, como el estado continuo de revolución los mata... por el mal de San Vito».

No pudo refrenar Calpena el comentario que de la mente al labio le salía, y dijo, apartando los ojos de la carta: «Lo que noto yo aquí es una gran incongruencia. ¿A qué viene este panegírico del general Córdova? En ninguna de sus cartas se ha dedicado mi señora incógnita a trazar vidas plutarquinas. Casi siempre trata con dureza o con desdén a los contemporáneos célebres. Las únicas excepciones son Mendizábal y D. Luis Fernández de Córdova; pero a este me le pone por encima de todos... sin venir a cuento... digo sin venir a cuento, mi querido Hillo, porque yo y mi prisión, y los motivos de ella, ¿qué relación pueden tener?...

-Hijo, la relación quizás no la veamos nosotros; pero que alguna hay, aunque escondida, no lo dudes. Adelante.

-Sigo: 'Te he pintado la figura, antes de decirte que corre por ahí muy válida la idea de investir a Córdova de las facultades de dictador, para salir del atolladero en que estamos metidos. Asumiría las atribuciones de   —44→   General en jefe del Ejército y de Presidente del Consejo de Ministros; la Corte se trasladaría a Burgos, y los Estamentos... probablemente a esas logias legales y públicas se les echaría la llave hasta que la guerra quedase definitivamente concluida. ¿Sabes quién ha lanzado esa idea, quién la patrocina y está catequizando a Córdova para que se deje querer? Pues Serafín Estébanez Calderón, auditor en Logroño. No te acordarás: es un malagueño muy despabilado a quien has visto en casa de Puñonrostro...'.

-¿Pero yo, por vida de Quinto Curcio y de las once mil vírgenes -dijo Calpena en la mayor confusión-, qué tengo que ver con todo esto?».

Hillo meditaba, la barba apoyada en los dedos, la vista fija en el tapete mugriento y agujereado de la mesa.

«¿Qué piensas, clérigo?

-No, hijo, no pienso nada; no digo nada. Pero en tanto que se nos descubre el hondo pensamiento de la autora de ese escrito apologético, hagamos nuestras sus ideas, participemos de su ardiente devoción del afortunado caudillo. Aquí estamos para la obediencia, y no hemos de tocar nosotros el pandero, sino ella... Y a fe que está en buenas manos. A ver, ¿qué más dice?

-Pues sigue el panegírico del santo. 'Córdova tiene todas las cualidades de César... Es guerrero y político... Si él no hace de esta tribu de alborotadores una nación, perdamos la esperanza de redimirnos. Mendizábal ha   —45→   fracasado, porque no ha sabido rematar la suerte... Córdova la rematará... Es el hombre único... Esperar nuestra salvación del Estatuto o de la Constitución del 12, es vivir en el reino de las pamplinas... Córdova es el Bonaparte sin ambición, bello ideal de los dictadores... Una espada que piense: esto es lo que nos hace falta...'.

-¿Y no dice más?

-Dice también que me pone ante los ojos esta noble figura militar y política, para que me familiarice con la grandeza del personaje, aprendiendo en él a juntar la gallardía caballeresca con los primores intelectuales. La caballería, aun con un poquito de romanticismo, encaja, creo yo, dentro de la perfecta disciplina social...

-Ya, ya voy viendo algo...

-Pues yo no veo nada...

-¿Y qué más dice?

-Nada más».

Miráronse los dos largo rato, como si cada cual quisiera leer en la cara del otro un pensamiento, una conjetura, una sospecha... Suspiraron luego casi al unísono, y algo se dijeron, sin que ninguno diera a conocer lo que pensaba.

«Fernandito -indicó Hillo, poniendo término a sus cavilaciones-, ¿no te parece que debemos pedir que nos den de comer? Porque con estas cosas de dictaduras, y de generales de la cepa de los Césares y Bonapartes, se le despierta a uno el apetito de un modo horroroso.

  —46→  

-Soy de la misma opinión, clérigo insigne, y comeré lo que nos traigan, aunque sean los hígados de Chaperón, conservados en vinagre».

El señorito se encontraba en un estado de ánimo favorable a las picantes bromas. Mientras comían un cocido de caldo flaco y de garbanzo duro, dijo a su mentor y capellán: «En vez de dedicarse con tanto ahínco a la literatura plutarquina, podía decirnos cuándo piensa sacarnos de aquí. Si esto es una humorada, que venga Dios y me diga si no es ya insostenible.

-Dame tu palabra de que irás conmigo a donde yo te lleve, y mañana mismo estamos en la calle.

-No puedo dar esa palabra, y si la diera no la cumpliría. Mi voluntad es libre, ya que mi cuerpo no lo es hoy, por causa de un bárbaro atropello... Pero esto no puede durar, y si durara, sería preciso creer que la justicia es aquí un nombre vano.

-¡Y tan vano!

-Y la política una farsa.

-Un sainete que hace llorar a algunos.

-Y la policía un hato de bandoleros, vendidos a la intriga o a la venganza... Bien, Señor: murámonos aquí.

-Morirnos no, porque todo es broma, y por mi cuenta, no han de pasar las semanas de Daniel sin que se nos eche, por no resultar nada contra nuestras honradas personas».

Fernando no dijo más. Antes de concluir de comer abandonó la mesa, y se puso a medir   —47→   con febril paseo la habitación, así a lo largo como a lo ancho. Luego, a media tarde, propuso que dieran una vuelta por los patios. Esto no le hacía maldita gracia a D. Pedro, temeroso de ser visto de la canalla, y con prudentes razones intentó quitárselo de la cabeza. Mas tanto machacó el joven prisionero, que no pudo disuadirle su amigo del propósito de salir. Verdaderamente, tal vida de quietud no era para llegar a viejo. Deseaba moverse, estirar las piernas, respirar otro aire, aunque no fuera menos infecto que el de su cuarto; y como no le importaba nada codearse con la chusma del patio, bajó a dar una vuelta por aquella triste región. D. Pedro no quiso acompañarle, y se quedó en el corredor alto, paseando en corto, sin alejarse de la puerta de su madriguera, para escabullirse dentro en caso de sentir pasos de carceleros o visitantes.

Vio Calpena en el patio diferentes tipos de presos y detenidos, algunos chicos vagabundos, y un cabo que cuidaba del orden en el departamento. Cuatro hombres de aspecto mísero, las carnes bronceadas del sol, los vestidos hechos jirones, robustos, con calañés terciado sobre la oreja, eran los únicos que tenían aspecto de criminales. Hallábanse sentados en ruedo, jugando con piedrecillas blancas y negras sobre un tablero trazado con carbón, y no apartaban de su juego la mirada más que para fijarla en el cabo, que iba de un lado a otro, las manos a la espalda, y a ratos se aproximaba familiarmente   —48→   a un grupo de presos pacíficos, que parecían gente habituada a tal vida y a tal sociedad. El tono de su conversación, su aire y modos reposados eran como de quien no siente la menor extrañeza de hallarse donde se halla. Miroles Calpena, y ellos le miraron, sin denotar curiosidad ni interés alguno. Algo les dijo el cabo, y siguieron charlando de cosas que debían de ser amenas, plácidas, quizás de lo buena que es la vida y de lo acertado que estuvo Dios al criar al hombre, y este al hacer las leyes y las cárceles.

Después de pasear un rato, se fijó Calpena en tres individuos que permanecían inmóviles, arrimados a la pared junto al portalón cerrado del segundo patio, que ya en aquel tiempo se llamaba de los micos. Eran jóvenes, mal vestidos; el uno parecía no tener camisa, y se había levantado el cuello del levitín para disimularlo; otro llevaba por sombrero una gorra como las de cuartel, y el tercero botas de montar, zamarra muy ceñida con cordones, y un sombrero de ala ancha. Observó Fernando que ninguno de los tres le quitaba los ojos desde que le vieron, y le seguían con la vista por dondequiera que fuese, demostrando, no sólo que le conocían, sino que algo y aun algos tenían que decir de él. No era ciertamente hostil ni burlona la mirada de los tres desconocidos, por lo cual se le despertó a Calpena la curiosidad, y después las ganas de entrar en coloquio con ellos. Encendió un cigarro, y este fue el incidente feliz que determinó la aproximación.   —49→   Destacose del grupo el de la gorra de cuartel, y con donaire campechano pidió a Fernando candela; diósela este, y al devolver el otro el cigarro, todo con los mejores modos, le dijo: «Sr. de Calpena, muchas gracias, y que no sea esta la última vez que tengamos el gusto de verle por este patio.

-¿Me conoce usted? -dijo Fernando vivamente-. Pues yo a usted... no recuerdo.

-Zoilo Rufete... No se acordará. Soy hermano de un valiente militar perseguido por sus opinioneslibres.

-En efecto: ese nombre...

-Nos conocemos de la logia, Sr. de Calpena; sólo que está usted trascordado... En una misma noche hablamos los dos, y fuimos aplaudidos bárbaramente.

-Ya, ya voy haciendo memoria.

-Usted habló de la responsabilidad ministerial, y de la manera de hacerla cumplir; yo de la intervención extranjera, sosteniendo que los españoles nos bastamos y nos sobramos para defender la libertad contra todos los déspotas de la Europa y del Asia... Después me metí con los frailes, y probé que entre ellos y los palaciegos nos han traído la guerra civil...

-Es verdad, sí... ¿Y qué hacemos por aquí?

-Pues esperar... Creen que por prendernos adelantan algo... Yo me río de las prisiones... ¿Qué es ello? Maquiavelismo... y si me apuran, miedo... Es la cuarta vez que me traen aquí, y aquellos dos compañeros llevan   —50→   ya nueve encerronas... Si patriotas entramos, más patriotas salimos. Hoy más libres que ayer, y mañana más que hoy. ¿No piensa usted lo mismo?

-Exactamente lo mismo. Y dígame, ¿nos soltarán pronto? Porque la verdad, este es un bromazo...

-No creo que nos suelten hasta que se abran los Estamentos. Están locos... Créame usted, amigo Calpena: prenden a treinta o cuarenta por aquello de que vea Palacio que miran por el orden, y mientras usted y yo, y otros mártires del despotismo, nos aburrimos en este pandemonio, cientos y miles de compañeros trabajan fuera de aquí por la causa del pueblo, sin meter bulla. Yo soy de los que dicen: revolución, revolución, y siempre revolución.

-Siempre, siempre. Vengan terremotos, y encima... el diluvio.

-Lo que es ahora no tardará en estallar el trueno gordo. ¿Y qué me dice de la guarnición? ¿La tenemos ya bien catequizada?...

-¿Sé yo acaso...?

-¿Que no sabe...? ¡Bah, Sr. Calpena, misterios conmigo! Si aquí todos somos unos... todos apóstoles de la revolución, y cada uno trabaja en su terreno».

Comprendiendo que aquel tipo le tomaba por un conspirador de oficio, Fernando siguió la broma: de algún modo le convenía justificar ante el vulgo su permanencia en la cárcel. Prisión por patriotismo, antes enaltecía que deshonraba.

  —51→  

«Pues sí -dijo tomando el tonillo y los aires de un perfecto muñidor de motines-, el Ejército es nuestro.

-Ya lo sabía yo... ¿Pues por qué está usted aquí sino por ser el que pone los puntos a la Guardia Real?... Yo se los pongo a la Milicia, y puedo asegurarle que toda ella respira por la santísima libertad...

-Así tiene que ser... ¡Buena se armará!

-¿De modo que la Guardia...?

-Como un solo hombre.

-Chitón... El cabo viene para acá. Disimulemos. Si tiene usted cigarrillos, Sr. de Calpena, le agradeceríamos que nos prestase media docena. Andamos mal de tabaco.

-Tome usted... Coja más. Arriba tengo para muchos días.

-Basta con diez. Muchísimas gracias. Esta tarde han de traernos tabaco, y yo pondré a su disposición buenos puros... El cabo nos mira... Me temo que me diga algo con la vara... Disimulemos... Es muy bruto ese cabo. Ha sido lego de convento y voluntario realista.

-Yo me vuelvo a mi cuarto.

-Usted allá y nosotros aquí...Meditemos... el triunfo es cosa de días. Bájese acá mañana, y hablaremos: tenemos mucho que hablar... Conviene que nos pongamos de acuerdo...

-Enteramente de acuerdo...

-Sobre este y el otro punto... ¿Usted qué opina? ¿Constitución del 12?

-Hombre, pues claro está...

-No deje de correrse al patio mañana...   —52→   antes de la comida, de diez a once. A esa hora tenemos un cabo muy bueno: Francisco, de apodo Resplandor, uno que estuvo con Porlier... Podremos hablar... Mi compañero Canencia desea echar con usted un parrafito, para quedar también de acuerdo...

-¿Quién es Canencia?

-El del sombrero ancho y botas. Ahora nos mira y se sonríe. Ha llegado hace días de Zaragoza. Ese es un lince para los de Artillería. Les tiene sorbido el seso.

-¿Y el otro quién es?

-¿Pero no le conoce? Si es Fonsagrada, primo hermano de los amigos de usted.

-¿Los Fonsagradas... dos mocetones muy guapos, sargentos de la Guardia?

-Cabal. Este chico vale más que pesa. Tiene minada la Caballería por dentro, por donde no se ve... como la carcoma.

-Conozco a sus primos.

-Eleuterio, el mayor, estuvo ayer a vernos... y hablamos de usted... y encargó a Zacarías... así se llama este... que le diese a usted memorias, y...

-¿Y qué más?

-¡Oído!... que viene el cabo... Compañero Calpena, hasta mañana.

-Hasta mañana, compañero Rufete».



  —53→  

ArribaAbajo- VI -

Subió Calpena a su cuarto, muy dichoso de haber hecho aquel conocimiento, no sólo porque rompía el monótono y acompasado tedio de la vida carcelaria, sino porque del trato de aquella desdichada hez de la plebe turbulenta, esperaba obtener noticias de sucesos exteriores para él muy interesantes. Encontró a Hillo muy embebecido en la lectura de un librote que el segundo alcaide le había prestado, y era nada menos que laVida de Carlos XII de Suecia, del amigo Voltaire.

«¿No sabes, clérigo -le dijo gozoso-, lo que me pasa? Pues sin sospecharlo, ni tener de ello la menor noticia, he sido un conspirador terrible... Mi especialidad es seducir a los cabos y sargentos de la Guardia Real, encariñándoles con la libertad y con el venerando código del 12.

-Hijo, de algún modo se ha de justificar tu prisión. ¿Y de mí qué se dice?

-¿De ti? Que armabas un complot tremebundo para implantar una republiquita a estilo ateniense... poniendo de protector o de tirano democrático...

-¿A quién?

-Al espejo de los caballeros, general Córdova...

  —54→  

-Pues mira, no estaría mal... Me satisface haber tenido esa idea -dijo Hillo siguiendo la broma-. Pero en mi calidad de eclesiástico, más cuerdo sería proponer para cabeza de esa república a Fray Cirilo de Alameda y Brea.

-¡Si ese está con D. Carlos...!

-Pues entonces... crearíamos una Tetrarquía que representara los cuatro brazos, o las cuatro patas del cuerpo social. Yo por el Clero; tú por la Aristocracia; por el Ejército pondríamos a Rufete, y por el Pueblo al gran Aviraneta».

Toda la tarde la entretuvieron con estas bromas. Durmió Calpena intranquilo, y al despertar sobresaltado, no se apartaba de su mente la imagen de los dos Fonsagradas, a quienes conocía por las relaciones de aquella familia con la Zahón. El más joven de ellos era novio de una de las chicas de Milagro. Lo que le turbaba el sueño era que Eleuterio, el mayor de los dos hermanos sargentos, le hubiese mandado memorias con aquellos perdidos del patio. Y según el dicho de Rufete, habían hablado largamente de él. ¿Qué dirían, santo Dios; qué dirían de Aura? Ansioso esperaba el día siguiente para entrar en palique con los tres presos, en quienes vio acabados tipos de jamancios, o sea la variedad política y revolucionaria de los que conspiraban por hambre, metiéndose en mil trapisondas con la mira de pescar algo de lo que repartían las logias en vísperas de motín.

Por la mañana, al salir a dar una vuelta   —55→   por el pasillo, se encontró a Iglesias, que al cuarto de un preso de pago se dirigía, y hablaron, no maravillándose Nicomedes de verle en tal sitio. «No todos los corifeos de la Libertad -le dijo con cierta vanagloria-, hemos disfrutado las delicias de un cuchitril de pago... Las dos temporaditas de prisión política que tengo en mi hoja de servicios, amigo Calpena, me las cargué en el patio y cuadra correspondiente, en amigable cohabitación con barateros y asesinos... Usted es de los privilegiados de la fortuna. También en esta región del martirio patriótico, hay aristocracia, jerarquías...

-Dígame, querido Iglesias, ¿cuándo se arma? ¿Ha caído Mendizábal... se ha sublevado el Ejército, al grito mágico... de... vamos, a cualquier grito mágico?

-La cosa está muy madura... No puedo decir más.

-¿También ahora secretos...? ¡Amigo Nicomedes, si me parece que estoy en la logia! Baja uno a ese inmundo patio, y en cada tipo de calañés y zamarra le sale un compañero.

-Naturalmente, la masonería tiene en la cárcel sus ramificaciones. Aquí se conspira lo mismo que en cualquier otra parte. Comandante he conocido yo aquí, que nos delató porque no quisimos hacerle Venerable; y entre los cabos hay muchos que hasta hace poco cobraban la peseta diaria que se daba por ciertos trabajos. En los días que estuvo aquí D. Eugenio Aviraneta, el primer genio del mundo en el conspirar, era este el centro   —56→   de todos los Orientes, grandes y chicos, y aquí venían comunicaciones cifradas de los institutos armados, de las cancillerías extranjeras, y hasta de los ministros... En fin, no puedo decir más. Paciencia, amigo, que pronto, muy pronto ha de cambiar la faz de la Nación...

-¡Qué gusto! Dígame: será cosa tremenda, desquiciamiento total, confusión, ruinas...

-Poco a poco, amigo mío: los que hoy somos corifeos de la Libertad, nos creemos llamados a gobernar a la Nación, no a destruirla. Trabajamos contra los malos gobiernos, contra las instituciones opresoras; pero queremos el bien del país.

-Yo también... pero el bien del país exige un cataclismo.

-Lo habrá, hijo, lo habrá... cataclismo prudente, en beneficio de la Libertad y de loslibres... Paciencia, calma, patriotismo.

-Sea como fuere... ¿será pronto?

-¡Oh, eso sí! No puedo decir más. Y usted, mártir ahora de la causa, esté muy orgulloso y alégrese de su suerte, esperando el día del triunfo... Pero no me pregunte cuándo será, pues si yo lo supiera, no se lo diría... Adiós, adiós. Mi enhorabuena».

Y se metió en el cuarto, donde sufría larga y enfadosa detención, según Calpena supo luego, un tal Civit, compinche en otros días de Aviraneta, y que después se lanzó a trabajar por cuenta propia. Jamás salía de su cuarto. El cabo que servía a los de preferencia, contó a Fernando que el Sr. Civit se pasaba   —57→   todo el día y parte de la noche escribiendo. ¿Qué hacía? ¿Fabricaba constituciones, formaba listas de proscripción o listines de empleados nuevos? Nunca se supo.

A la hora señalada por Rufete bajó Fernando al patio, y si él fue puntual, más lo fueron los otros: en el mismo sitio del primer conocimiento les encontró, y apenas le vieron, abalanzáronse a recibirle, alentados por la presencia del más benigno de los cabos, el tal Resplandor, hechura de la Masonería del año 20.

El jaquetón de sombrero ancho y botas, con patillitas de boca e jacha, quiso distinguirse por lo cariñoso y expresivo. Saludó con acento andaluz, que a Calpena le pareció afectado y mentiroso. En efecto: el señor Canencia, vástago de una dinastía de conspiradores que venía alborotando desde la francesada, era un andaluz muy crúo, natural... de Candelario. Pero habiendo rodado por Sevilla y Cádiz, algo también por Melilla, adoptó la pronunciación de aquellas tierras, por creerla más en armonía con sus pensamientos audaces, revoltosos y su natural pendenciero. Ceceaba por presunción de guapeza; su andalucismo era más de cuarteles madrileños que de sevillanos bodegones. Lo mismo servía para enseñar a los pobres pistolos la buena doctrina constituyente, que para dirimir las contiendas de juego, mojando en el primero que se le ponía por delante. Pero si le apuraban a reñir de verdad, y se encontraba frente a un rival poeroso, se llenaba de   —58→   prudencia, y decía: No quiero espuntar la navaja en er güeso de un amigo. Era el abanderado de todos los motines, y el que más bulla metía, el más arrastrado y avieso si en el motín corría sangre; desplegaba un valor heroico siempre que en la asonada hubiese tropa fraternizando con el pueblo. En un tiempo en que las cartas motinescas venían mal dadas, metiose a contrabandista, allá por Huelva; pero le salió mal la cuenta, y el bromazo le costó dos años de andar en malos pasos, con calcetas de Vizcaya, que pesan como un demonio.

Pues señor, después del primer despotrique de Canencia, que se declaró comilitón de D. Fernando en la obra grande de exterminar el despotismo, tomó la palabra Fonsagrada, el que para ocultar la falta de camisa o por defenderse del frío, llevaba subido el cuello del levitín, con todos los botones prendidos, y además refuerzo de alfileres allí donde los botones faltaban. El paño que de sobra lucía en su pescuezo escaseaba en los codos, no siendo estas las únicas claraboyas por donde se le ventilaba la carne. Cubría su cabeza con una elegante cachucha, prenda nuevecita, que formaba vivo contraste con las demás de su atavío.

«Pues sí, Sr. de Calpena, ayer cuando le vimos a usted nos dieron ganas de hablarle; pero la verdad, yo no me atrevía... Ahora que estamos juntos, congratulémonos de fraternizar aquí, y bendito sea este martirio, pues por él la igualdad... es un hecho. Henos   —59→   aquí confundidos sufriendo la misma pena, usted, aristócrata, y nosotros, que nos orgullecemos de ser pueblo.

-Hoy más pueblo que ayer, y mañana más pueblo que hoy -dijo otro, no consta cuál.

-Las masas no son tales masas sino cuando en ellas se mezclan las clases todas... Hermanados grandes y chicos en una masa, la revolución... es un hecho. Pues a lo que iba, Sr. de Calpena: mi primo Eleuterio le conoce a usted mucho, yantier me dio memorias para usted.

-Siento no haberle visto. Quizás me diera noticias de personas que me interesan, y de las cuales nada he sabido desde que esta pillería del Gobierno me prendió.

-Es un hecho -dijo Rufete-, que el Gobierno, por venganza, le ha desterrado a la novia. Lo mismo hicieron conmigo el año 34. Maquiavelismo... pero no les vale, no les vale.

-No les vale -repitió Calpena-, porque yo, en cuanto me suelten, revolveré toda la tierra hasta encontrarla... ¿Ha dicho Eleuterio si mi novia vive, si se la llevó aquel tío que ahora cuida de ella, por disposición de Mendizábal?

-Pero, señor, ¿hasta en eso se meten los ministros?... ¿En quitarle a uno su jembra?

-Sí señor: vive y está buena; sólo que un poco desmejorada. Ya van en camino de...

-¿De dónde?

-Pues mire que no me acuerdo. Pero es   —60→   cosa de las provincias, allá por donde anda el Pretendiente con toda su facción.

-¿Será Fuenterrabía, Tolosa...?

-Me parece que no... Yo se lo preguntaré a mi primo cuando vuelva. Mi familia lo sabe todo por Lopresti, a quien despidió la Jacoba, y en casa le tenemos».

Tal impresión causaron a Calpena estas noticias rápidamente comunicadas, que disimular no pudo su alegría. Maquinalmente estrechó las manos de los tres conspiradores, los cuales atribuyeron demostración tan cariñosa al entusiasmo de sectario, a una viva efusión de fraternidad. Contestaron unánimes con igual calor, diciendo el que ceceaba, en confianzudo y jovial estilo: «Zeñó Carpena, España pa loj españole. Diaquí a poco naide noz toze. Cuente zumerzé con ezte amigo pa cualziquiera coza de poer.

-¿Creen ustedes que estallará pronto el trueno gordo?

-Ya se le oye retumbando lejos; ya viene la tormenta -aseguró Rufete.

-Y cuando triunfemos -afirmó Fonsagrada asegurando los alfileres que cerraban su ropa-, podrá uno comer como buen ciudadano, y vestirse, y apalear a toda la canalla que nos ha quitado la libertad... Ya verán esos maquiavélicos lo que es el pueblo, y la soberanía de nuestra masa.

-Amigos, adiós -dijo Fernando, deseoso de perderles de vista-. Bajaré mañana para que me den más noticias, pues Eleuterio volverá.

  —61→  

-Para servirle, D. Fernando».

Pretextando ocupaciones, se alejó Calpena del patio, y la expansión de su alegría le llevaba por aquellas escaleras arriba como un pájaro. ¡Aura vivía! ¿Qué más podía desear por el momento el desconsolado amante? Aura vivía; el mundo recobraba su placidez luminosa; el sol alumbraba placentero, y la cárcel misma era un lugar risueño y hermoso. Renovadas en él con súbito incendio las energías de su pasión, comprimidas, que no sofocadas, por el cautiverio, pensó que ante el hecho de existir Aurora, carecía de importancia su salida de Madrid bajo el poder del tío carnal. Ya la buscaría y la encontraría su fiel amante, aunque España fuese diez veces mayor de lo que es... ¡Aura no había sido víctima de su desesperación!... La catástrofe romántica, ya con puñal, ya con braserillo de carbón o con veneno, aquel espectro que había sido espanto del galán en sus noches de insomnio, ya no era más que un temor disipado. Aura vivía; y en camino para su destierro, se confortaba con la seguridad de que volaría tras ella su caballero libertador. ¡Bonita empresa, singular aventura se preparaba, digna de los Amadises y Esplandianes, por donde había de resultar que las hermosuras morales de la edad de la caballería, en la nuestra prosaica y materialista gallardamente se renovaban!

Tan alegre entró en su cuarto, y con tal brillo de los negros ojos, que Hillo entendió que algún feliz encuentro habla tenido en el   —62→   patio. Y al verse abrazado por su amigo, no pudo menos de interrogarle inquieto.

«Estamos de enhorabuena, mi querido clérigo. ¿No adivinas por qué? Porque se armará pronto... La cosa está madura. La Milicia como un solo hombre, el Ejército como un hombre solo.

-¡Que nos coja confesados, hijo!

-No, que nos coja libres... y si no, caerán los muros de esta infame Bastilla. El rugido popular ya se oye, clérigo mío; la indignación de la masa ya pronto estallará...

-¿Quién te ha llenado la cabeza, ¡oh joven inexperto! de ese viento malsano?

-¿Pero no sabes? La masonería invade el Saladero; se mete aquí con los presos políticos, y hace prosélitos de los cabos de vara... Y ahora, ¿no te parece que debes pedir a nuestra incógnita que nos saque pronto de este infierno? Si sigo aquí, conspiro, te lo anuncio; haré la propaganda del degüello de ministros, y créeme que hay en esos patios gente abonada para merendarse un par de Ministerios, y los dos Estamentos si fuese menester».

Perplejo y un tanto temeroso, cerró Hillo pausadamente el libro de Voltaire, y fijó la atención y los ojos en su amigo: «Sí, sí, Fernando -dijo tras breve pausa-. Paréceme que ya para bromazo basta. ¿Qué hacemos aquí? Y si esto es un hervidero de conspiraciones, como dices, podría resultar que algún pillo nos comprometiera, y que la humorada se convirtiese en chanza pesadísima.

  —63→  

-Que yo he de conspirar, liándome con los patriotas calzados y con los jacobinos descalzos que he tenido el honor de conocer aquí, no lo dudes. Entré inocente de toda culpa política, y saldré para el motín o para la horca.

-¿Y qué quieres que haga yo, Fernandito de mi alma -dijo Hillo cruzándose de brazos-, si la mascarita no resuelve nuestra libertad, y da en guardarnos aquí hasta que nos convirtamos en cecina o bacalao? Y me inquieta que van ya cuatro días sin que el Sr. Edipo nos traiga algún consuelo. Desde que recibimos el refuerzo de lengua ahumada, dátiles de Berbería y vinito blanco, no ha vuelto el tal a parecer. Y yo digo: ¿si se habrán olvidado de nosotros, y acabaremos por ser empapelados inicuamente?».

Breve rato permanecieron los dos mirándose. Lo que con sus ojos se decían no es para traducido en palabras. Con ellas, y bien expresivas, manifestó Calpena que él discurriría con sus amigos del patio alguna sutil tramoya para escaparse. Hillo, caviloso y triste, no supo qué responderle, ni tuvo ánimos para contradecirle.

Transcurrieron tres días, en los cuales llegaron a Calpena, por el mismo Eleuterio Fonsagrada, nuevas importantísimas. Primero: que Aura iba camino de las Provincias Vascongadas con su tío el Sr. Negretti, y que entrarían en Francia por Canfranc, para tomar luego la frontera. El Sr. Negretti era contratista y constructor de armas de fuego   —64→   en el campo carlista. Agregó a estas nuevas el sargento que Palacio preparaba un cambio político, dando el pasaporte a Mendizábal y sustituyéndole con Istúriz; que al reunirse los nuevos Estamentos, Procuradores y Próceres se tirarían los trastos a la cabeza; que Lopresti contaba mil donaires del furor de la Zahón, y de las dramáticas, ruidosas escenas que presenció la casa y gozó el vecindario al partir la bella Aurorita, desolada y fuera de sí.

Con estos interesantes informes coincidió carta de la incógnita, que llegó inopinadamente cuando los presos comían. ¡Ay, era muy triste; revelaba inquietudes, aprensiones, amargura y desaliento!




ArribaAbajo- VII -

«Estoy enferma -decía la carta-. He pasado unos días crueles, privada del placer de escribir a mis buenos amigos. Ya estoy mejor; pero no ha sido, no, mal de mimo, que tan fácilmente padecemos las señoras. Aquí han creído que me moría. Gracias a Dios, de esta me parece que no caigo. Y no me mortificaban poco en mi enfermedad la idea y la imagen de mis prisioneritos. '¡Buena la hemos hecho! -me decía yo, en mis horas de febril insomnio-. Si ahora me muero,   —65→   ¿qué va a ser de mis pobres conspiradores, Dios mío? ¿Quién les amparará, quién cuidará de ponerles en la calle?...'. Hijos míos, dad gracias a Dios por mi mejoría, que si llegáis a perderme, trabajillo os habría costado deshacer el bromazo y recobrar vuestra preciosa libertad.

»Al volver en mí, no ceso de pensar en vosotros... Mi soledad, mi tristeza, el miedo a la muerte, cuya descarnada mano he visto tan próxima, me han sugerido la idea de que debo dar por terminada la encerrona de mi capellán y de su amiguito. El primer objeto que se quería lograr con este ingenioso golpe de mano, bien cumplido está. El objeto segundo, que era extinguir la demencia en el turbado cerebro de mi Sr. D. Fernandito, no sé si lo hemos conseguido. Presumo que no. Se hace lo que se puede: no debemos ir más adelante, so pena de incurrir en crueldad y despotismo. Dispongo, pues, ¡oh capellán mío, y tú, incauto jovenzuelo! que se os abran prontito las puertas de esa mansión de tristeza. Tendreislo entendido, y os cuidaréis de tomar las medidas conducentes a vuestra próxima libertad».

-¡Oh, bien, bien, y viva la incógnita! -exclamó Calpena batiendo palmas-. Ya somos libres. Clérigo, abrázame.

-Despacito: veamos lo que dice después... Prosigo. «Escribo a los dos, porque deseo abreviar, y porque no hay nada que Mentor deba reservar de su extraviado Telémaco. Con los dos hablo a la vez. Estenme atentos.   —66→   Si después de esta reclusión, que ha sido barrera contra los malos deseos, castigo de la temeridad, y garantía del honor, no se da Fernando por limpio y curado de su mal de aventuras deshonrosas, entiendo que es locura proseguir mi empresa. No puedo más. Hice cuanto de mí dependía para levantar un valladar entre su presente ignominioso y el brillante porvenir que he soñado para él. Le he brindado con la paz, le exigí sumisión. ¿Quiere someterse y poner su existencia totalmente en mis manos? Me dará con esto la más grande alegría de mi vida. ¿No se somete, no se da por vencido, no quiere la paz que le ofrezco, y que para él representa el bienestar, la posición, el honor y la regularidad de la vida? Pues yo lloraré sobre su ingratitud; a mí, entonces, me corresponderá darme por vencida. Llena el alma de dolor, renuncio a proseguir esta ruda batalla».

La emoción que el clérigo sentía le cortó la lectura. «Fernando, Fernando, hijo mío: ¿este noble lenguaje no hará profundo surco en tu alma? ¿Eres capaz de rebelarte aún?... ¿No ves cuán grande es su pena, al suponerte contumaz?...

-Sigue -dijo Fernando, que ávido de mayor conocimiento, leía por encima del hombro de su amigo-. Aún falta lo principal.

-A ello voy: «En la puerta de la cárcel, la voz amiga, la voz tutelar dice a Fernando: 'Te ofrezco el destino de Cádiz, adonde partirás con tu mentor y capellán sin pérdida de tiempo'. ¿No quieres? Pues no volverás a   —67→   saber de mí. Y por mi parte procuraré que a mí no lleguen noticias tuyas. Uno a otro nos extenderemos la partida de defunción... No están los tiempos para vivir en plena zozobra, añadiendo por nuestra voluntad nuevas tristezas a las que ya nos rodean, y que pertenecen a la vida común, al conjunto de males colectivos. La disminución de nuestros sinsabores bien merece la pérdida de un afecto, aunque al arrancarlo nos duela. Con que ya sabes. Libertad... Decide ahora de tu suerte».

Quedose Fernando pensativo, dejando vagar sus ideas por el insondable espacio que las últimas frases de la carta abrían ante él. Hillo le sacó de su abstracción con severo lenguaje: «Ya sabes: a Cádiz conmigo o solito al Infierno.

-Salgamos, salgamos pronto de aquí -dijo Calpena, paseándose inquieto, con las manos en los bolsillos-. Dentro de esta cisterna, es imposible el discernimiento... Salgamos, y al respirar el aire libre decidiré».

Comprendiendo el presbítero que la resolución de la incógnita había hecho profunda impresión en su amigo, no quiso desvirtuarla con razonamientos y nuevas admoniciones. Mejor era dejarle solo con su conciencia, en la cual la verdad iba labrando el hondo surco. Después de la enseñanza y severo castigo de aquel encierro; ausente ya la que había sido causa de su locura, ¿no era razonable esperar que el joven adquiriese la serenidad suficiente para medir y pesar   —68→   el pro y el contra de las acciones humanas?... Confiado en una victoria decisiva, Hillo recreaba su espíritu en la esperanza de libertad; mas no se veía totalmente libre de zozobra con las seguridades de que no sufriría menoscabo en su dignidad ni en su reputación. Por cierto que en la carta recibida en la cárcel el penúltimo día (en ocasión que Calpena rondaba por el patio), iba un pliego reservado para D. Pedro, en el cual se le daban nuevas instrucciones, previendo todo lo que pudiera ocurrir. Si Fernando, sometido incondicionalmente, aceptaba el destino de Cádiz, las cosas marcharían sin ningún tropiezo, y la situación de Hillo sería la de mentor ocaballero de compañía, liberalmente remunerado. En caso de rebeldía, la señora no pensaba desentenderse ni abandonarle, como le había dicho, empleando una ficción argumental, de la que esperaba gran efecto sedativo. A donde quiera que fuese el descarriado joven, le seguiría el pensamiento y la acción tutelar de la deidad misteriosa que le protegía. Pero no atreviéndose a comprometer en empresas tan arriesgadas a su bondadoso capellán, se manifestaba dispuesta a desprenderse del incógnito, para él solamente, en plazo no lejano. La señora y el buen D. Pedro celebrarían una conferencia, en la cual la primera le entregaría la llave de su confianza, el segundo prometería solemnemente guardar sobre cuanto oyese reserva absoluta, y entre los dos determinarían los planes más convenientes para ulteriores campañas.

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Muy bien le parecieron a D. Pedro estas resoluciones, sobre todo la de arrojar la careta, enseñando el rostro verdadero, pues la lealtad y abnegación que él en tan delicado asunto mostraba, bien merecían la supresión del disfraz. Otra cosa sería ya denigrante para él, ofensiva de su decoro. Tanto se penetró de esta idea el buen presbítero, que hizo firme propósito de renunciar el cargo si la señora no le daba prueba palmaria de su confianza abandonando el misterioso disfraz. Pareciole asimismo muy conveniente y grato lo del viajecito a Cádiz y el establecerse en aquella ciudad, pues no del todo tranquilo respecto al efecto moral de su prisión, deseaba perder de vista a Madrid y a sus conocimientos de acá. Así nadie le haría preguntas impertinentes acerca de su cautiverio por motivos políticos, ni tendría que dar explicaciones del error de la policía, de la torpeza del Gobierno... Sí, sí, a Cádiz; lejos, lejos, pues lo de la prisión, peor era meneallo.

Subió Calpena del patio, muy excitado, con informes fresquecitos; pero se guardó bien de comunicárselos a su mentor. Pusiéronse a tratar de varios asuntos relacionados con su próxima libertad, y lo primero que dijo Hillo fue que ni él volvería a la casa de Méndez ni Calpena a la calle de las Urosas, debiendo ambos instalarse juntos en una fonda, de donde partirían para Cádiz lo más pronto posible. Convino en ello Fernando, y eligió la fonda de Genieys. Designó esta casa,   —70→   como hubiera designado la Posada del Peine o el Parador de los Huevos, porque de nada podía enterarse: tan violenta era la tempestad que desató en su cerebro el reciente coloquio con Eleuterio Fonsagrada. Estupendas noticias le dio este del martirio de Aura, y de los dramáticos resortes que fue necesario emplear para llevársela, pues hasta hubo intervención de la policía, y qué sé yo qué... Con esto, recayó Calpena en la gravísima dolencia de sus amores furibundos, se encendió en su cerebro un hirviente volcán de ideas peregrinas, y en su voluntad resurgieron los estímulos más osados y caballerescos.

Llegó por fin el ansiado día de libertad, que les fue notificada sin explicación del motivo por qué entraron y por qué salían, ni de los términos del sobreseimiento. Entregaron a Calpena un papel, y a Hillo otro papel, en el cual se le llamaba D. Pedro Timoneda; y si esta burla de las leyes fue del agrado de ambos, no dejaba de inspirarles profundo desprecio del poder público. Aunque vestido de seglar, no gustaba Hillo de recorrer la calle en pleno día, y mandó traer un coche simón donde metieron su escasa impedimenta, y se fueron a la fonda simulando que venían de Leganés.

Las mejores habitaciones de Genieys, calle de las Infantas, estaban ocupadas por el célebre banquero D. Alejandro Aguado, que había llegado de París dos días antes. Viajaba este prócer de la alta banca con gran aparato, en sillas de postas de su propiedad, y   —71→   acotaba para sí, su familia y servidumbre la mejor parte de la única fonda decente que había en Madrid. Los dos licenciados del Saladero tuvieron que acomodarse en una celda interior, obscura, con vistas al húmedo patio donde los cocineros desplumaban las aves y arrojaban los desperdicios de la cocina. Poco grata era tal residencia, y clamaron por otra mejor; mas el encargado, un italiano injerto en catalán, les notificó que no podía mejorarles de cuarto hasta que saliera para Andalucía el Sr. Banquero, añadiendo por vía de consuelo que en otras ocasiones había este señor tomado mayor espacio. El año 29, cuando vino con Rossini, los huéspedes habituales de la casa habían tenido que dormir en los pasillos.

Instalados al fin de mala manera, se descolgó por allí Fonsagrada, que había convenido con Fernando en verse aquella misma noche. No le hizo gracia a D. Pedro tal visita, temeroso de las trapisondas de marras, y mayor fue su disgusto cuando Fernando le anunció la presentación del capellán del segundo regimiento de la Guardia, D. Víctor Ibraim y Coronel, que deseaba reanudar una amistad antigua. A Ibraim le conocía D. Pedro de la sacristía del Carmen Descalzo, donde ambos celebraban años atrás, y nunca hicieron buenas migas, por ser de encontrada índole y gustos diferentes. A Hillo le cargaba el tal clérigo por andaluz, por charlatán, entrometido y farfantón.

Pues, señor, cenaron los tres (convidado   —72→   Fonsagrada por Calpena), y cuando estaban en las almendras y pasas, vieron entrar en el comedor, metiendo bulla y bastoneando fuerte, en traje de paisano, al tal D. Víctor Ibraim, que se fue derecho a Hillo, y previo palmoteo en los hombros, le dijo: Grasiaj a Dios, amigo Jiyo, que noj echamo la vista ensima. Y al punto pegada la hebra, por cada palabra de D. Pedro pronunciaba doscientas el otro: era una taravilla seseosa que agradaba un rato, y después aburría. De pronto, el señorito Calpena, con la incumbencia de tener que proveerse de tabaco, guantes y otras cosillas, salió a la calle con Fonsagrada, dejando a su amigo en las astas del toro. ¡Bonita noche le esperaba al pobre clérigo, aguantando el jeringazo continuo de la charla de Ibraim, que hablaba de lo propio y lo ajeno, sin medida ni pausas, eliminando las zedas de su pronunciación, y usando voquibles gigantescos! Pero lo que le requemaba a D. Pedro era que el pillo de Calpena, confabulado quizás con Fonsagrada, le había traído al castrense para que estuviese al quite, entreteniendo a Mentor con su capote, mientras Telémaco hacía un quiebro, y tomaba bonitamente el olivo. «¡A dónde habrá ido ese tunante!... -pensaba el capellán, sin sosiego, oyendo a Ibraim como se oye el zumbido de un abejón-. ¡Y a qué horas volverá...!».



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ArribaAbajo- VIII -

¿Y qué le decía el castrense andaluz? Nada que pudiese interesarle. Empezó declarándose liberal, atribuyendo el radicalismo de sus ideas a la influencia de las clases y oficialidad del ilustrado regimiento de la Guardia en que servía. Refractario al despotismo, Ibraim sostenía que la Iglesia de Cristo y la Libertad podían comer en un mismo plato. El clero regular no servía más que para desacreditar con su holganza la santa religión. Con el clero parroquial, el catedral y el castrense bastaba para esplendor de la Iglesia, y conservar la pureza del dogma. Por no enredarse en disputas que excitarían más la verbosidad del capellán, Hillo daba su asentimiento a las estolideces que oía. Y algo dijo el otro después que le cargó soberanamente, por ejemplo: que entre los clérigos amigos de ambos criticaban a Hillo por meterse en belenes revolucionarios, arrimándose a las logias; y aunque su prisión había sido, según se contaba, un error de la policía, no le hacía favor el paso por el Saladero. Por lo demás, le veía con gusto entre los pocos eclesiásticos que hacían ascos a la facción, y se agarraban a las falditas de la angélica Isabé, pues el carlismo no habla de   —74→   triunfar, y el porvenir era de los de acá, conforme al ejpíritu der siglo. Él iba siempre con er siglo, y por ver en su compañero iguales ideas, simpatisaban. Debía D. Pedro mirar con desprecio las murmuraciones obscurantistas y seguir adelante, procurando ingresar en el cuerpo castrense, pues convenía formar un plantel de capellanes, gente güena, que diera la norma del futuro personal eclesiástico; y si venía una ley (que sí vendría), abriéndole el caminito de los cabildos catedrales, como descanso y premio del militar servicio, la carrera de tropa era una bendisión. Cierto que la vida de campaña tenía sus trabajos y penalidades; pero todo se compensaba con lo divertido de andar entre gente ilustrada y de humor alegre, y con lo queuno se solasa cuando le toca la sircustansia de un buen alojamiento.

Seguía Hillo dando a todo su aquiescencia, por ver si paraba un poco el molinillo de la palabra de Ibraim; pero ni por esas. Mientras más conforme aparecía D. Pedro, el otro apretaba más en su despotrique, y, por fin, se metió en la política palpitante. A Mendizábal no le podía ver, aunque eran casi paisanos (D. Víctor había visto la luz en Coria del Río, a la verita e Seviya). Mil ejemplos podría citar el clérigo hablador del detestable Gobierno de D. Juan y Medio; pero como para muestra bastaba un botón, denunciarla la incapacidad del Ministro con este solo caso. A poco de sentarse en la poltrona el gaditano, llegó él (Ibraim) de la propia Sevilla   —75→   con buenas recomendaciones. No pretendía cosa mayor: el arcedianato de Morón o la Rectoral de Osuna. Trabajó el asunto; ayudáronle los Procuradores sevillanos Don Juan Morales Díez de la Cortina y D. Francisco Javier Osuna. Pero cuando ya creía tener bien trincado lo de Morón, quedose como er gayo der mismo, sin pluma y cacareando, porque elarrastrao D. Juan dio la plaza a un pariente suyo, un tal Méndez, de Chiclana, que en su vida las había visto más gordas, pues ni latín sabía, y se pasaba el tiempo derribando vacas. Gestionó luego D. Víctor lo de Osuna, y quedose también per istam. Se lo llevó uno que en sus sermones llamaba a los liberales loj alurnoj e Lusifé. Así estaba todo... lo mismo que en tiempo de Calomarde. ¡Y para esto traían de Londón un ministro santiguaor que iba a poné la justisia!... Gracias que el pobre clérigo andaluz, después de aquer feo que le hiso el Ministro, pudo encontrar alguna protección en su paisano Joaquín Francisco Pacheco, que le metió en lo castrense con no poco trabajo.

Deseaba, pues, ardientemente el rencoroso Ibraim que cayese y reventara pronto ese tío campanero, que no era más que un jormiguiya, mucho moverse, mucho proyectar de fantasía, y poco chapitel. Y seguramente, sus días estaban contados: abierto el nuevo Estamento, se armaría la gran saragata, y adiós mi D. Juan para toda la vida. No recataba el castrense sus instintos revolucionarios, diciendo: Debemo poné en la caye a ese sopenco,   —76→   y hasé un Ministerio de libres, con Argüeyes a la cabesa. También con esto hubo de manifestarse conforme D Pedro, dispuesto a decir amén a las mayores atrocidades; y no pudiendo aguantar más, indicó con bostezos y pestañeo sus ganas de dormir, por ver si Ibraim se najaba. Lo que este hizo fue invitarle a ir un ratito al café, con lo cual vio el cielo abierto D. Pedro, porque negándose cortésmente a gandulear tan a deshora, el otro, que debía de ser un gandul de primera, se marcharía solo. Pero no quiso Dios que tan a gusto de Hillo pasaran las cosas, porque Ibraim, lejos de parecer contrariado por la negativa de su colega, se mostró muy satisfecho, y dijo que mejor y másdesahogaos estarían allí. Al punto tiró de la campanilla, y al mozo que vino le mandó traer copas y cigarros.

En vista de esto, no le quedaban a Hillo más que dos partidos que tomar: o coger una silla y estampársela en la cabeza al enfadoso castrense, o resignarse y hacer cuenta de que Dios le aceptaría sufrimiento tan grande en descargo de sus culpas. Prefirió este último partido, y se recargó de paciencia, invocando mentalmente la Misericordia divina. «Laj onse -dijo Ibraim mirando su reloj-. ¡Qué temprano!».

Era el castrense un mocetón como un castillo, bien plantado, esbelto, de poco más de treinta años, morena y agitanada la tez, los ojos negros, desmesurados, que habrían podido surtir dos caras, sobrando todavía un   —77→   poco de ojos; temple sanguíneo muy acentuado; el testuz con remolinos de pelo que el corte frecuente hacía más ásperos; el morrillo formidable, bocado exquisito si cae en manos de antropófagos; no grande ni fea la pezuña, la mano fuerte, el entrecejo tenebroso por la enorme cantidad de ceja, la fisonomía poco atractiva, el aire total como de contrabandista o mayoral de diligencias. Hombre de poquísimas letras, fue metido en la carrera eclesiástica por no servir para otra cosa. De muchacho, era el primer gallina del pueblo, y jamás se querelló con nadie; ni siquiera era fachendoso. Tenía su fuerza en la palabra, en el hablar sin término, almacenando con prodigiosa retentiva todos los chismes de cuatro leguas a la redonda. Se hizo cura sin esfuerzo, no viendo en las pasiones obstáculo grande para tal carrera. Luego fue adquiriendo vicios con el contagio de la vida de tropa. Midiéndolo por el nivel medio moral que comúnmente usamos, no fue un mal sacerdote antes de ser castrense, y hasta llegaron a contarse de él actos de virtud de los más vulgares. Para el púlpito no servía por su mala pronunciación y su falta de luces; para el confesonario, tal cual; era largo en las misas, y algún malicioso dijo que por el afán de hablar, añadía latines de su cosecha al formulario litúrgico. En funciones de ceremonia lucía por su gallarda estatura, y como siempre tuvo sonora y vibrante voz, aunque poco afinada, cantando la Epístola era un hermoso becerro con dalmática.

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No le clasificó entre los rumiantes el bueno de Hillo, que la noche aquella, tediosa cual ninguna, hubo de hacer en su mente, para encontrar el símil de Ibraim, una chabacana combinación zoológica, fundiendo en una pieza el atún de las almadrabas de Huelva y la cotorra de las selvas africanas.

Las once y media, y Fernando no parecía... En el hueco que la ausencia de Telémaco dejaba en el espíritu del triste Mentor, Ibraim arrojaba sin cesar conceptos incoherentes, sin conseguir llenarlo. Entre los diversos temas que iba tomando y dejando al compás de los sorbos de ron, nada le cargó tanto a Hillo como el impertinente y avieso comentario que de la conducta de Fernando hizo. Notó D. Pedro que su hablador colega quería fisgonear, enterarse de lo que no sabía, adoptando el desleal sistema de las preguntas capciosas, y de soltar mentiras para sorprender verdades. Pero a buena parte iba: Hillo sólo contestaba con vagas expresiones. Entre otras chismografías, Ibraim soltó la especie de que a Calpena no le habían preso por conspirador, sino porque se había metido a enamorar a la hija de Mendizábal. Echose a reír el otro clérigo, sin ganas, por dar tono de burla a su respuesta, y el andaluz insistió en que lo había oído, apelando al testimonio de personas conocidas de entrambos. «La chica e Mendisába, hombre; una hija de extranjis, cuarterona de inglesa, que estaba en poer de una tal que yaman la Sayona, prendera o marchanta de piedras... El Gobierno ha tenido   —79→   que escondé a la chavala y prendé a Carpena. Ya ve en qué se ocupa mi D. Juan». Negó todo esto resueltamente D. Pedro, calificándolo de absurdo y ridículo; el otro, deseoso de inquirir el origen de D. Fernando, afirmó que alguien le tenía por nacido de altas personas. Hizo Hillo el papel de quien guarda un secreto, y no sabiendo nada, puso en mayor curiosidad a Ibraim, que terminó aquel tratado asegurando que él lo averiguaría.

Al filo de las doce se descolgó Calpena en la fonda, mostrando en su rostro aburrimiento y fatiga, como quien ha pasado las horas en pasos e indagaciones ineficaces. Hillo no le pidió cuentas de su tardanza, conociéndole en el rostro que no estaba en disposición de darlas. Lo que dio fue un gran bufido a Ibraim, que a tales horas aún intentaba pegar la hebra. Tocando retreta, se despidió el hablador hasta el día siguiente.

Acostáronse Mentor y Telémaco sin pedirse ni darse explicaciones de nada, y D. Pedro se pasó parte de la noche revolviendo en su mente nuevas inquietudes por la situación que se presentaba. Pensaba que no pasaría el día venidero sin que el Sr. Edipo recalase con una carta substanciosa, y trajese, amén de instrucciones, los fondos necesarios para el viaje a Cádiz, si en efecto lo había; y anticipándose a lo que el papel dijera, fabricaba el capellán con loca fantasía estupendos castillos. Pero ¡ay! la anhelada carta no vino al siguiente día, ni al otro, ni al otro,   —80→   lo que, unido a que Calpena salía y entraba sin dar cuenta de sus actos, puso al clérigo en un estado de nerviosa ansiedad, semejante a la pasión de ánimo. Al cuarto día el hombre no vivía; perdió el apetito, el sueño; fue atacado de una especie de histerismo, que llevaba trazas de trocarse en locura. ¿Por qué callaba la señora cuando más falta hacían su voz y su autoridad? Tan pronto a enfermedad lo atribuía, tan pronto a muerte; y hasta llegó a imaginar que en todo aquello no había más que una refinada burla, de que él era la primera víctima. La tutelar deidad desaparecía entre nubes cuando llegaba la ocasión de cumplir el compromiso de desenmascararse. ¿Acaso la autora de las donosísimas y tiernas cartas era una guasona de primera, que se había divertido con él metiéndole en la cárcel, ofreciéndole canonjías y volviéndole más loco que lo estaban los orates de todos los manicomios del Reino? Esto no podía ser, no, no... la protección a Fernando bien efectiva era, con el dinerito por delante, y en ello no cabían chanzas ni sainetes. Y ¿a quién, Por San Caralampio bendito, a quién dirigirse para salir de la horrible duda? ¿Qué camino tomar para llegarse hasta la incógnita y decirle: «Pues usted no se descubre, aquí vengo yo a descubrirla, que ya no puedo más, que estoy loco, que me muero de congoja, de confusión; me muero del mal de ignorancia, el peor de los males»? No sabiendo qué hacer, echose por las calles en averiguación de qué señoras de   —81→   la aristocracia se habían muerto en aquellos días o estaban in articulo mortis.

Qué tal sería su trastorno, que hasta llegó a encontrar grata la compañía de Ibraim, y se aventuró a confiarle algo de sus cuitas, recibiendo de él consuelos y esperanzas, con la oferta de ayuda fraternal en el trabajo indagatorio. Ya Calpena le había dicho resueltamente que no contara con él para el viaje a Cádiz; y reiterándole su amistad franca y leal, le anunciaba que muy pronto habrían de separarse. Patético y grave estaba D. Fernando; D. Pedro acongojado y lívido, como si le acosaran espectros. El primero dábase por totalmente abandonado de la divinidad tutelar, el segundo por perdido en abismos de confusión y descrédito. No era fácil determinar si el eclipse de la incógnita causaba gozo a Calpena, pues a veces así lo parecía; pero de improviso se le veía meditabundo y apenado, como el que ha perdido una ilusión o un bien positivo. Por otra parte, de las averiguaciones de Mentor burlábase Telémaco, juzgándolas inútiles, y este a su vez, indagaba con febril actividad cosas de índole diversa. Tan loco estaba Juan como Pedro: D. Víctor mediaba entre ellos, queriendo conciliar sus respectivas locuras; mas con tan poco arte, que sólo consiguió aburrirles y embarullarles más de lo que estaban.

Y de las primeras requisitorias tocantes a la probable enfermedad o muerte de alguna señorona aristocrática, ¿qué había resultado? Nada. Atribuyéndolo D. Pedro a que   —82→   hacía sus pesquisas en un menguado círculo social, resolvió subir a más altas esferas. No estaban a su alcance más que las políticas, y a ellas se dirigió con ánimo resuelto y las entendederas bien aguzadas.




ArribaAbajo- IX -

Para ver gente buena, de esa que con un codo toca al pueblo, y con otro a la aristocracia, ningún sitio como el Estamento de Procuradores, que en aquellos días inauguraba la nueva legislatura, con Real discurso y todo el ceremonial de rúbrica. Según el famoso dicho de Larra, no se abría el Estamento; quien se abría era el Sr. D. Juan Álvarez Mendizábal, elegido por diez provincias... La política entraba en honda crisis, resuelto Palacio a cambiar de Gobierno, y siendo el Parlamento, como era, no más que una sombra de régimen, tapadera de la arbitrariedad, del capricho y de las veleidades cortesanas. Bastó, pues, que tres hombres de fama, un gran orador, un político hábil y un eximio poeta, marcasen un magistral cambiazo, y se apartaran de Mendizábal declarándose devotos ardientes del justo medio, que por entonces, como en todo el reinado siguiente, era el barro de que se echaba mano para la fabricación de ministros; bastó, digo, que aquellos tres señores se lanzaran al   —83→   campo moderado, para que los liberales se vieran mandados a sus casas, y el poder pasase a los otros, a los de la suprema inteligencia y finas artes de gobierno. ¿Quiénes eran los tres? Alcalá Galiano, Istúriz, el Duque de Rivas. Este fue a la conjuración llevado por amistades más fuertes que sus convencimientos políticos, de ningún modo por ambición, pues un hombre que había hecho el Don Álvaro, bien podía conformarse con un papel incoloro y secundario en aquel teatro todo mentira y rencores. Los otros dos eran ambiciosos, con motivos para serlo, y su presente y su porvenir estaban dentro del escenario político.

La batalla política, dada en el terreno del mensaje, como ordenan la lógica y la costumbre, era de esas que, repetidas hasta la saciedad en nuestra historia parlamentaria, siempre con los mismos tonos y peripecias, resultan, vistas a estas alturas, absolutamente insípidas y sin ningún interés. Batallas son estas que, por el ruido que en ellas se hace, parece que entrañan alguna trascendencia; en realidad no interesan más que a las cuadrillas de desocupados que esperan destinos, o temen perder los que poseen. En estos oleajes, comúnmente todo es espuma; en el de Abril de 1836, apuraban los oradores un asunto ya resuelto por el poder Real. Pero se creía necesario un simulacro de parlamentarismo, por aquello de que era fashionable vestir a la inglesa, imitando los debates políticos, como se imitaban los fraques.

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«¿Qué hay por aquí?» -dijo Hillo, que con Ibraim, los dos vestidos de seglares, sin collarín ni ningún signo eclesiástico, brujuleaba por los pasillos del Estamento, llenos de gente inquieta, bulliciosa. Y enterado por Iglesias, que le salió al encuentro, de que Istúriz y Mendizábal se liaban en agrias disputas por un estira y afloja de conducta o principios... palabras, hojarasca, juguetería política de muchachos grandes, expresó con buen sentido esta opinión sintética: «¡Qué gana de perder tiempo y saliva! ¿A qué disputar un poder que ya se sabe está destinado a la moderación? Yo que el Sr. D. Juan, no me prestaría a esta farsa, y cogiendo mi sombrero, les diría a los procuradores: 'Compadres: ya sé que estoy de más aquí. Ahí tienen ustedes el poder, las carteras, y las actas y credenciales, que yo me voy al corral por mi pie, antes que me arrastren las mulillas'. Y a la señora Reina le diría: 'Señora: para quitamos los collares y ponerlos en otros pescuezos, no es preciso que estemos aquí, como rabaneras, días y más días, apurando el vocablo. Si la opinión no tiene influencia efectiva, ¿a qué fingirla con nuestros deslavazados, interminables despotriques? Hoy decimos lo mismo que ayer, y mañana eructaremos lo de hoy. Con que... ahí tiene Vuestra Majestad la confianza que me dio. Puesto que ha resuelto quitármela, se la devuelvo, y así le ahorro el disgusto de despedirme como a un criado. Yo soy un hombre serio y formal, que amo a mi patria. No he logrado hacerla   —85→   feliz, como me propuse y prometí. Mi voluntad ha podido menos que las intrigas y obstáculos con que desde el primer día han embarazado mi camino los políticos de profesión, y las camarillas parlamentarias y palaciegas. Si no hice más fue porque no me dejaron... De todo se le echa la culpa al pueblo. El pueblo es el gato, el pueblo es el niño mal criado, mocoso y llorón que trastorna la casa. Pues si quieren que el pueblo aprenda a desempeñar su papel político, enséñenle los de arriba con el exacto y honrado cumplimiento del suyo. Con que... a los Reales pies, etcétera, que yo me voy a mi casa, de donde veré pasar las revoluciones...'. Esto diría yo a ser D. Juan de Dios, y me marcharía cantando bajito, dejando a los Istúriz y Galianos desenvolverse como pudieran, bajo los auspicios de Doña María Cristina y de sus tertuliantes del Pardo y la Granja. Caballeros...».

No parecieron mal a los circunstantes estas ideas, y alguno, al comentarlas, extremó la amargura y escepticismo que revelaban. En aquellos días, la opinión de la gente que politiqueaba y de los ciudadanos pacíficos empezó a mostrarse favorable a Mendizábal. Todo el mundo veía el juego que se traían palaciegos y estatuistas para plantarle en la calle, sustituyéndole con el que había sido su amigo íntimo, D. Javier Istúriz. Hasta Nicomedes Iglesias, que meses antes echaba de su boca sapos y culebras contra el buen gaditano, reconocía la injusticia con que se le trataba, y casi casi se inclinaba   —86→   a defenderle. Verdad que no era todo generosidad en esta conducta, pues el infatigable pretendiente, desairado por tercera vez en las elecciones, había adquirido pruebas de que no fue Mendizábal el causante de su desventura. Le constaba de un modo indudable que el Ministro, ocho días antes de la elección, había querido sacarle por los cabellos en la provincia de Gerona; pero le marró la suerte, por confabulación de intrigas entre moderados y patriotas catalanes. Viéndose nuevamente detenido en el camino de su ambición, se tragó sus hieles, deplorando la doblez de algunos amigos, que habían trabajado en contra suya, y empezó a sentirse minado por el desaliento y la falta de fe. Pues no se le daba el honroso puesto que en la política creía merecer, lo asaltaría. Cuando no se puede avanzar ordenadamente con la ley, se avanza saltando con los motines, y pues se le marchitaban los ideales, daría un sesgo positivista a sus aspiraciones... ¿Con qué bandera conspiraría? He aquí el problema. Su despecho, a vueltas de largos insomnios y cálculos, le sugirió que la bandera que resueltamente debía seguir era la del Éxito. ¡Unirse a los que podían y debían triunfar! ¿Quiénes eran estos? Nadie sabría determinarlo hasta la solución de la crisis.

En esta situación de ánimo, su olfato finísimo le permitió apreciar que Mendizábal, caído tan a destiempo, víctima de sus propios amigos y de adversarios envidiosos,   —87→   quedaría con fuerza moral no menos grande que la que tuvo al venir de Londres. En cambio, Istúriz y comparsa, al remontarse en la cucaña, empujados por Palacio, triunfaban en pleno estado de debilidad. «Los vencedores -se dijo Iglesias-, son gente muerta: en cambio, el vencido vivirá». De aquí que se inclinara a formar en el partido del Ministro desairado y aparentemente maltrecho. Pensaba que D. Juan de Dios se lanzaría con resolución a la política de venganza, que soplando el cuerno revolucionario haría revivir su popularidad, para con ella, y los jirones que aún le restaban de sus desgarrados planes, causar terror y desconcierto en los estatuistas de viejo y nuevo cuño. El hombre de mañana era precisamente el Ministro despedido y vilipendiado de hoy. Así lo presagiaba el instinto de Iglesias, y con esta presunción bastábale para saber a qué faldones agarrarse debía. «Me voy con todo el que apunte alto y sepa hacer blanco seguro -se decía-. ¿Qué bandera? Supongo que D. Juan tremolará la Constitución del 12, para decirle a Palacio que al que no quiere caldo, taza y media. Presumo que nos apoyaremos en el elemento popular, la Milicia Urbana. ¡Ay del que toque a la Milicia!».

Revolviendo en su mente estas ideas, preparaba su probable, casi segura reconciliación con D. Juan Álvarez, hablando de él, en aquellas críticas circunstancias, con una benevolencia compasiva, que sería precursora de las alabanzas una vez que el largo cuerpo   —88→   del gaditano acabase de caer al suelo. «Sí, hay que reconocer que lo que se hace con este hombre es inicuo -decía en un apretado corrillo en que estaban Trueba y Cossío, Donoso y otros muchachos inteligentes-. Nadie le ha combatido como yo, cuando le he visto metido en transacciones peligrosas con el enemigo... Pero ahora que se le quiere atropellar... ahora, ¡oh! nosotros, los patriotas de toda la vida, no tenemos vergüenza si no nos ponemos a su lado». Olózaga, que en aquellos días hizo su estreno parlamentario, sentando plaza de ordador de primer orden, sostenía lo mismo que Iglesias, aunque con menos ardor, porque su posición le imponía otros miramientos. López y Caballero aspiraban a formar grupito aparte, y los santones, con Argüelles a la cabeza, se mostraban fríos en la defensa de Mendizábal, cual si desearan su anulación, antes que pudiese adquirir la jefatura indiscutible del poderoso bando popular.

Indiferente a la marejada política; poco atento al drama de la sesión, en que unos y otros se peleaban por interpretaciones de conceptos, de poco valor práctico, D. Pedro Hillo practicaba en aquel laberinto sus extrañas diligencias. Alguien encontró que podía darle luz: parásitos de las casas grandes; periodistas que democratizaban en las redacciones o en las logias, después de haber asistido a prima noche, vestiditos de fraque, a comidas aristocráticas; Procuradores noveles, fruto elegante del nepotismo moderado, que alternaban   —89→   con lo más florido de Madrid. No tuvo que hacer D. Pedro flojas combinaciones dialécticas para formular sus interrogatorios con la debida discreción, y al fin ¿qué sacó en limpio? Véanse por la muestra los informes que adquirió del mundo elegante: La Condesa de S. A., una de las más bellas Montúfares, padecía de horroroso dolor de muelas, que privaba a los amigos del placer de admirar su hermosura. La Marquesa de B., ya en meses mayores, no se presentaba en sociedad; se sentía horriblemente molesta. La Duquesa viuda de H. iba saliendo de su pulmonía, que ofrecía cuidado por la edad de la señora: ochenta y cinco años. La Marquesita de A., la menor de tres hermanas célebres por su gracia y hermosura, estaba en cama, de sobreparto; pero iba bien: contaba veintitrés años y meses.

No satisfacían al buen clérigo estas gacetillas de sociedad, y en el ardor de su mente empezó a sospechar que quizás era error suponer a la incógnita perteneciente a la clase más alta de la sociedad. ¿Sería de familia de comerciantes acaudalados, de banqueros o asentistas? ¿Sería...? El hombre se volvía loco, y cada vez se ennegrecían más los horizontes que le cercaban, pues también fueron infructuosos los pasos que dio para buscar a Edipo. Este había sido destinado a una sección de vigilancia en pueblos cercanos a Madrid, y se ignoraba cuándo volvería. Mas no vencido Hillo con estas contrariedades, siguió metiendo el cuezo en los Estamentos,   —90→   aficionándose más al de Próceres. Una tarde fue sorprendido por la candente noticia de que Mendizábal e Istúriz se desafiaban. ¡Y habían sido Pílades y Orestes, camaradas en la adversidad, amigos en la próspera fortuna! Istúriz dijo al primer Ministro, en un arranque de franqueza oratoria, que no desempeñaba su destino con dignidad. Sensación, réplicas airadas de banco a banco, tumulto... Todo esto se lo contó a D. Pedro, Luis González, y luego vino Ibraim a confirmarlo, dándole las proporciones que el asunto tomó en cuanto lo cogieron de su cuenta las lenguas de la populachería. Corrieron ambos al otro Estamento, donde ya era público y notorio que Mendizábal había designado a Seoane para que le apadrinara, pues estaba decidido a lavar la afrenta. Istúriz, a las primeras de cambio, se negó a dar satisfacciones, nombrando su representante al Conde de las Navas. Este y Seoane trataron de arreglarlo. A eso de las diez, hallándose los dos clérigos en el café de Solís, agregados a una bulliciosa partida de periodistas, poetas y funcionarios públicos, supieron que no había componenda; que los dos insignes rivales se batirían a pistola, a las seis de la mañana siguiente, en una posesión del Señor de la Coreja, más allá del puente de Segovia; que el Ministro estaba a la sazón en su despacho arreglando papeles, y dictando las disposiciones que el caso exigía: testamento político, testamento privado quizás; que las pistolas con que se habían de fusilar eran de D. Andrés Borrego,   —91→   armas construidas ex-profeso para lances de honor; que aún estaban discutiendo Navas y Seoane si la tragedia sería a veinte o a treinta pasos; que en las logias, los patriotas alborotados declaraban que armarían gran tremolina si el duelo resultaba una tramoya moderada para asesinar al Ministro, venganza de los frailes, o represalias del servilismo... con otras particularidades, y los mil fantásticos comentos que había de producir un caso tan emocional en aquella situación ya bastante dramatizada por las trifulcas políticas y militares. Para que el romanticismo, ya bien manifiesto en la Guerra civil, se extendiese a todos los órdenes, como un contagio epidémico, hasta los Ministros Presidentes iban al terreno, pistola en mano, con ánimo caballeresco, para castigar los desmanes de la oposición. En los campos del Norte, la cuestión dinástica se sometía al juicio de Dios. Los políticos, ciegos, medio locos ya, no pudiendo entenderse con la palabra que de todas las bocas afluía sin tasa, apelaban a la pólvora.




ArribaAbajo- X -

Despidiose Hillo de la sabrosa tertulia y del bruto de Ibraim, que aún permaneció en el café con otros zánganos, para irse desde allí sabe Dios a qué lugares vitandos y pecaminosos.   —92→   Alguno de aquellos perdidos propuso a D. Pedro una bonita excursión matinal: largarse todos temprano al sitio del lance, ya que no para presenciarlo, pues esto era difícil, para estar a la mira, oír los disparos, ver llegar y partir a los duelistas y a los padrinos, enterarse pronto del desenlace, y acompañar el cadáver si del encuentro resultaba, que todo podía ser... y hasta resultar podía que los dos contendientes quedaran patas arriba.

No quiso ser de la partida D. Pedro, conformándose con que le contasen al otro día lo que diera de sí el tremendo lance; y se fue a coger la almohada, ávido de soltar sobre ella la balumba de sus graves pensamientos. Quiso su mala suerte que aquella noche no pareciese por la fonda el D. Fernando, lo que puso a su mentor en grande intranquilidad, privándole del sueño. Presumió que andaría de francachela con los chicos de la Guardia, por entonces su sociedad favorita, y que no dejaría de acudir con ellos o con otros, por la mañana, a las inmediaciones del lugar del desafío, para curiosear y traerse a Madrid las primicias informativas del extraordinario suceso, que lo mismo podía concluir en urbana comedia que en tragedia lastimosa. Véase por dónde tuvieron los propósitos de Hillo mudanza total; y no habiendo querido ir a la feria del duelo, allá fue, y no de los últimos, con esperanza de encontrar a su Telémaco y echarle el lazo.

No habiendo pegado los ojos en toda la   —93→   noche, era su cerebro un horno, sus ideas lúgubres, de una melancolía intensa, como si en el alma se le fuera metiendo el romanticismo de la clase nocturna y sepulcral, ese que huele a tierra de osarios y a siemprevivas putrefactas. Caminito de la puente segoviana iba el hombre muy cabizbajo, revolviendo en su magín el grave conflicto que le abrumaba: la desaparición o eclipse inexplicable de la dama incógnita; el tenebroso porvenir del infeliz joven a quien amaba como a hermano, o como a muchos hermanos juntos, y su propia situación, que veía ya comprometida para siempre, por aquel enredo de comedia de máscaras en que tan mansamente y sin pensarlo se había metido. Recorrió todo el trayecto sin darse cuenta de su longitud, y hasta más allá del puente no empezó a volver en sí, fijándose en las personas que encontraba, algunas de las cuales venían ya de la feria. En un grupo de muchachos alegres vio a Miguel de los Santos, y le paró para preguntarle el resultado del lance. Afectado de negro pesimismo, creía D. Pedro que de los dos combatientes no habían quedado más que los rabos, y su sorpresa fue grande cuando el guasón y maleante Miguelito le dijo que los curiosos volvían chasqueados, pidiendo que les devolviesen el dinero. «Luego, ¿no ha corrido la sangre?» dijo Hillo; a lo que contestó Álvarez que no, que lo que había corrido era bilis. «Ha sido un duelo a primera bilis, y ya está el honor satisfecho». Siguieron los jóvenes   —94→   su camino y D. Pedro el suyo, sin ver a Fernando ni encontrar a nadie que de él le diera razón. Luis Brabo le contó que los duelistas habían cambiado un par de tiros a veinte pasos, sin tocarse; antes de repetir, Istúriz dio satisfacción, y todo quedó terminado, sin que fuese preciso usar el esparadrapo y tafetán. «Los dos se han conducido con dignidad y valor. Total, nada. Un escándalo más; un nuevo motivo para que este D. Juan Álvarez se vaya pronto a su casa, y nos deje el campo libre». Cuando esto dijo, pasaron los coches que conducían a los rivales, que acababan de recobrar el honor. El postrero, en que iba Istúriz con Las Navas, paró, por indicación de este, para recoger a González Brabo, quien se despidió del presbítero, dejándole en mitad de la carretera. No había concluido de saludar a los del coche, cuando se llegó a él un hombracho formidable, los zapatos y el pantalón blanqueados por el polvo: era Ibraim, que en tal facha, encendido el rostro por las múltiples mañanas que había tomado, parecía más bárbaro que nunca. Apartándose de un grupo que venía del anfiteatro del suceso (de este modo expresaba el capellán andaluz la proximidad del lugar dramático), se mostró gozoso de encontrar a Hillo. «¿No sigue usted con sus amigos?» le dijo D. Pedro; y él respondió: «No: son unos locos que le comprometen a uno. Me quedo con usté, selebrando el encuentro; tengo que hablarle».

-¿A mí?

  —95→  

-A usté. ¿Quié que entremoj antej en un merendero a tomá la mañana?

-Hombre, yo no tomo mañanas ni tardes. Tómelas usted si quiere, aunque me parece que ya las tiene en el cuerpo. ¿Ha visto a Fernando?

-No, señó... Der propio señorito hamos de platicá.

Fue todo oídos D. Pedro, sobresaltado por el tonillo misterioso que en sus palabras el otro ponía, y no tardó en escuchar de los labios gitanescos una interesantísima declaración. D. Víctor Ibraim, la noche anterior, después de las horas pasadas en el café, había tenido ocasión de ver absolutamente disipadas las tinieblas que rodeaban la persona de Calpena, su origen, sus padres... en fin, ya no había enigma. Todo estaba descubierto y tan claro como la luz del sol. En su estupor, no pudo articular palabra D. Pedro, y a la terrible sorpresa siguieron ansiosas dudas. O Ibraim se chanceaba, o alguien le había llenado la cabeza de mentiras. Hubo de insistir en sus terminantes afirmaciones el capellán de tropa, entrando en la explicación del cómo y cuándo de su portentoso descubrimiento. «¿De modo -dijo Hillo-, que ya sabemos quién es la incógnita dama... que...?».

Preparábase el buen presbítero a oír un retumbante título de princesa o duquesa, y notó con disgusto que su amigo retardaba la declaración final, poniendo una cara burlona y guiñando los ojazos del modo más impertinente. Exasperado Hillo de tal falta de   —96→   respeto, le incitó a expresarse claro, pronto, y con la formalidad que el caso requería, pues la cuestión de parentescos y filiaciones de personas ilustres no era para tratada como los chismes de café. El demonio del clérigo gitano, mientras más serio se ponía su colega, más tentado parecía de la risa.

«La madre... la madre... ¡una gran señora!... -dijo D. Pedro, cuya curiosidad se iba convirtiendo en coraje.

-Compañero, si ej usté un simple... si no hay tal gran señora, ni prinsesa, ni archipámpana... si es una grandísima coima...».

D. Pedro sintió que toda su sangre se le agolpaba en la cabeza... se le nublaron los ojos... se agarró a un árbol. Y el otro, con fiera boca y alma llena de vileza, continuó su terrible información. La madre de Calpena era mujer de historia, que había ganado mucho dinero con tratos nefandos, de esos que la sociedad consiente por una inexplicable aberración de la moral pública. Su casa era muy conocida en Madrid. Pronunció Ibraim el nombre, que aquí no se estampa. «La...». Para D. Pedro fue el tal nombre como si le entrara un rayo por el oído. ¿Pero cómo, cómo había podido averiguar...? No, no tenía ni visos lejanos de verosimilitud tal infamia. La señora invisible revelaba en sus cartas una cultura que no podía existir en ninguna hembra de tal estofa... ¡No podía ser... no, mil veces no! A esto replicó Ibraim que la persona que había dado el ser a D. Fernando Calpena, aunque de origen humilde y viviendo en la   —97→   degradación de su comercio vil, era mujer de excepcionales dotes, de un talento superior no cultivado, y si no sabía escribir como los primeros literatos, secretarios tenía que le llevaban la correspondencia, distinguiéndose uno, el íntimo, el favorito, que era un célebre poeta...

Por un momento flaqueó la sólida convicción de Hillo; pero se rehízo al punto, diciendo con gran entereza: «Repito que no puede ser. Lo niego rotundamente. Aunque admitiéramos el engaño del estilo, hay algo en las cartas en que no cabe artificio ni fingimiento, y es la nobleza... eso que da el nacimiento, la clase... No: repito que es un execrable embuste, y extraño mucho que un sacerdote, un caballero se preste a propalarlo». Sin hacer caso de este arañazo, Ibraim prosiguió con fría crueldad, rebatiendo el argumento de la nobleza, y oponiendo a las razones de su amigo otras que le desconcertaron. «Además, nuestra buena incógnita es persona de posición, de riqueza» -dijo D. Pedro creyéndose seguro en este terreno lógico. Pero el otro paró el golpe afirmando que la tal poseía un capitalito, que dedicaba en parte, tocada ya de arrepentimiento, a obras de caridad, y a sostener parientes pobres.

«No puede ser... Esto es una farsa injuriosa, una burla sangrienta -gritó Hillo en tal exaltación, que su amigo hubo de retirarse cauteloso-. Si usted, Sr. D. Ibraim o don Diablo, no quiere que yo le tenga por un embustero, ahora mismo, sin perder un minuto,   —98→   lléveme a la vivienda de esa mujer: quiero verla, quiero hablarla, quiero conocer por ella misma el oprobio del desgraciado Fernando, a quien miro como hermano querido... En otras circunstancias, habría creído deshonrarme entrando en esa casa, a donde usted me llevará; pero ahora más puede mi ansiedad que mis escrúpulos, y voy, sí señor, pero ahora mismo... Vamos».

Y viendo que el otro vacilaba, se exaltó más, y cogiéndole por un brazo quiso arrastrarle hacia el puente. «No, si no tiene usted más remedio que llevarme. Quiero ir, quiero ver a esa persona, sea quien fuere, y aunque sus vicios sean tales que desaten el Infierno en derredor suyo, la he de ver, por San Judas Tadeo... ¿Pues qué, se dicen cosas de tal ignominia, sin probarlas al instante?

-Se probará, señó Jiyo, se probará -replicaba el otro, acoquinado, tratando de tomarlo a risa, y luchando con las contracciones de su rostro, que se le alargaba-. Si quiere usté que vayamoj iremo; pero sepa que la tal está de cuerpo presente. Ha fallesido anoche».

Agregó a esto que le habían llamado sus amigos para prestar a una señora moribunda los auxilios espirituales; pero la muerte le había cogido la delantera. Subió a la casa, cuyas señas indicó. La difunta no se había enfriado aún. Las personas de ambos sexos que en la cámara mortuoria estaban, algunas de las cuales éranle a Ibraim bien conocidas, le contaron la historia. Cierto que no habían   —99→   nombrado a Calpena; pero todas las referencias que del hijo de la muerta daban aquellas bocas deshonradas, concordaban con el individuo, circunstancias y calidades del D. Fernando. Al llegar a este punto, se rehízo D. Pedro, y vio que se desmoronaba el edificio lógico fabricado con podridos materiales por D. Víctor; pero su curiosidad seguía siendo ardorosa, y le incitó a seguir narrando, a referir textualmente lo que en aquel lugar nefando y fúnebre le dijeron, las cosas y objetos que allí vio, todo, en fin, cuanto pudiera esclarecer el tremendo enigma, más inescrutable ahora, representado por una esfinge muerta.

Contó Ibraim lo que su frágil memoria recordaba, y lo refería mal, con torpeza y desorden. Las personas que rodeaban el cadáver de la prójima revelaban sentimiento de su muerte, y ponderaron sus buenas prendas y excelente corazón, que algo bueno puede existir en los seres más envilecidos. Mujeres eran cuatro; hombres, tres: una de aquellas debía de ser parienta de la difunta, pues tenía las llaves de las cómodas y alacenas donde guardaba sus riquezas la que no había de disfrutarlas ya. A eso de las dos de la madrugada empezaron a sacar cosas, para hacer examen y aproximada valoración de todo. ¡Dios, lo que allí sacaron!... encajes, aderezos, tabaqueras, abanicos, joyas diversas, pedrería suelta, grandes cantidades de esas perlitas que llaman arjofa, y cartuchitos de onzas y ochentines. La mujer que parecía   —100→   parienta, otra más joven que no cesaba de llorar por la muerta, y un señor de mediana edad, muy calvo, efectuaron el rápido escrutinio, alumbrados por una vela que hubo de mantener en sus manos el Sr. de Ibraim, quien más ganas tenía de largarse a la calle que de hacer el desairado papel de candelero. Entre tanto, las otras dos individuas, y los dos amigos de Ibraim (uno de ellos oficial de la Guardia), que le habían llevado a presenciar escenas tan desagradables, ocupábanse en amortajar a la que pronto había de vestirse de tierra y gusanos. Una de ellas dijo, besando el cadáver: «¡Pobre tal... parece que estás viva!

-¡Quién sabe si lo estaría! -dijo Hillo que echaba chispas de puro nervioso-. Otra cosa: Y ese señor calvo, ¿no sabe usted cómo se llama?». Respondió D. Víctor que no había oído su nombre; mas por algo que habló el tal con las mujeronas, dio a conocer que era de la policía. «Bien. Pues ahora, procure usted recordar qué objetos vio en aquel escrutinio, a la luz del candelero que usted mantenía. ¿Vio retratos de familia, alhajas de precio...? ¿Y no había paquetes de cartas?». Contestó Ibraim que había visto sacar, ya de estuches primorosos, ya de envoltorios de papel, cosas lindísimas: un retrato de militar, joyeles de diamantes, hilos de perlas, y un abanico que los presentes alabaron como la mejor y más rara pieza que había en el mundo, tanto por su antigüedad como por su belleza.

  —101→  

La cara de Hillo parecía de cera; apenas respiraba. Pidió la descripción del abanico, y el otro, rascándose la cabeza y plegando los ojos, como si aquel juego muscular le sirviese para atizar el mortecino rescoldo de su memoria, refirió que la joya había sido adquirida poco antes por la difunta, a un alto precio. De la cifra no se acordaba. «¿Y el vendedor?». Creía recordar Ibraim que más bien habían hablado de vendedora; pero el nombre, si es que lo dijeron, no se le quedó presente. En cuanto al abanico, era en verdad cosa linda... varillaje de nácar caladito con mucho primor, y las figuras de señorío a lo pastoril, con sus borreguitos correspondientes. En fin, pintura más bonita no se podía ver. «¿Y no reparó usted si al extremo de la derecha, en la base de una columna decorativa -dijo Hillo, poniendo toda su alma en la pregunta-, había...? me refiero al país del abanico...

-Comprendido.

-¿No reparó si en ese basamento... a la derecha, junto a una pastora con peluca muy alta, había un letrero en latín, una divisa heráldica, que dice...?

-¿Qué dise?

-Virtus in arduis».

Tenía D. Víctor idea de haber visto unas letras, así como imitando inscripción en piedra jaspe, al modo de los epitafios... pero no se fijó en si expresaban aquellos u otros latines.

Oído esto, fue acometido el buen Hillo de   —102→   un temblor epiléptico, y montando después en cólera, se fue derecho a Ibraim, le agarró de las solapas, y con tremebunda voz, acompañada de ademanes descompuestos, le soltó esta andanada: «Usted me engaña, usted se ha propuesto burlarme y escarnecerme, usted es un vil. Hasta aquí he podido oírle con paciencia; pero ya no sufro más, y le digo a usted que esas historias que me cuenta son fábulas de su grosera invención... ¡Yo, yo lo digo, y lo sostengo en el terreno que usted quiera!».

Desprendió el otro con no pequeño esfuerzo sus solapas de la furibunda garra de Hillo, y de un brinco se puso a seis pasos; de otro brinco a una distancia considerable, que bien querría fuese de un par de leguas. Con atropelladas frases protestó de su veracidad, presa de un terror convulsivo que la espantosa ira del buen D. Pedro justificaba. Corrió este en seguimiento del andaluz, enarbolando el palo, y aterrándole más con estas roncas expresiones: «Sepa usted, mal caballero, que aquí está Pedro Hillo, el hombre pacífico y apocado, ahora dispuesto a volver por el decoro de una ilustre dama entre las más ilustres, y a no permitir que ese decoro sufra la menor mancilla en boca de quien ha intentado confundir su persona con la de una miserable cortesana. Ahora mismo se desdice usted de los embustes que ha contado, o de lo contrario, no volveremos los dos a Madrid: volverá uno solo».

Echó a correr Ibraim, que era el primer   —103→   gallina del mundo, con toda su estampa de perdona-vidas, y no hacía más que decir: «¿Se ha güerto loco?... ¡Señó Jiyo... por lo clavoj é Cristo!

-¡No hay clavos que valgan! -gritaba Don Pedro, que invadido se sintió inopinadamente de un ardor caballeresco, el cual en un punto hizo gran revolución en su alma-. No habla el sacerdote, no habla el amigo: habla el caballero, y sostiene que no debe consentir el ultraje que un deslenguado infiere a la madre de Calpena, a la señora entre todas las señoras del orbe, a la dama nobilísima...».

El otro, con más miedo que vergüenza, no hacía más que escurrir el bulto, tratando de calmar a Hillo con expresiones conciliadoras. Había referido hechos presenciados por él. No respondía de que fuesen una misma cosa lo que él había visto y oído y la historia de Calpena. Podía ser, podía no ser. Averiguáralo D. Pedro si quería... Esto dijo en cortadas frases, temblando, casi lloroso, mientras su colega, cuya mansedumbre se había trocado en bravura, trataba de cogerle las vueltas y cortarle el paso. Habíanse metido en terrenos sembrados entre tapiales y casuchas, que debían de ser guarida de gitanos. Don Pedro gritaba: «¡Estamos solos... en el campo estamos, campo del honor!... ¡Yo te reto, Ibraim!... ¡No traemos armas!... ¡Oh, quién tuviera las que han usado hoy esos duelistas de engañifa!... Pero si no hay armas cortantes ni de fuego, tenemos bastones... ¡Dame   —104→   satisfacción, menguado Ibraim, o te verás conmigo en duelo leal... en lid de caballeros... aquí mismo, sin que nadie lo pueda evitar!

-Satisfasión, Jiyo, satisfasión -decía el clérigo de tropa, siempre a distancia.

-Pero no corras; mala bestia. Ten valor para sostener tus infamias... Y si no quieres admitir el duelo; si como caballero no sabes responder de lo que has dicho, estoy decidido a apalearte... ¡So embustero! ¡Ven acá! ¿Para qué quieres ese corpacho, y ese trapío, y ese testuz, y esos remos?...».

Despavorido, y sin malditas ganas de aceptar el caballeresco juicio de Dios que el otro le proponía, D. Víctor no pensó más que en ponerse en salvo, y recogiéndose los largos faldones, apretó a correr con toda la ligereza de piernas que le permitía su robusta humanidad, de libras. Sin volver atrás la vista, brincó entre zarzales, franqueó zanjas de inmundicia, y hasta que no se puso a larga distancia, no tomó resuello. D. Pedro le persiguió furibundo, esgrimiendo el palo, hasta que rendida del colosal esfuerzo su máquina respiratoria, cayó en tierra como un tronco, rezongando: «Canalla, me la pagarás... ¡Decir que es tal!... ¡Difamar a mi señora!... O te desdices, o...».



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ArribaAbajo- XI -

No pudo apreciar el desdichado presbítero el tiempo que tendido estuvo en aquel terreno, más parecido a muladar que a campo de sembradura. Harapientas mujeres le ayudaron a levantarse, y le limpiaron parte mínima del polvo y basura que decoraba su ropa negra. Apenas podía moverse de dolores agudísimos en todo el cuerpo; tardó un rato en recobrar el sentido de su situación, y en traer a su mente claras imágenes de lo que había hecho y dicho. Dudaba de la realidad de la escena que le reproducía su turbada memoria, y cuando trató de dar las gracias a las tarascas que le socorrían, su lengua torpe no acertaba a formular sus pensamientos. Sentáronle sobre una piedra para descansar; pidió agua; se la dieron, y reponiéndose poco a poco, se determinó al fin a emprender la marcha hacia el puente y calle de Segovia. «No quisiera topar con Ibraim, porque si le veo, me volverá la rabia... ¡Dios mío! ¿cómo he podido olvidar que soy sacerdote?... ¿Será cierto que hice y dije todo lo que me va repitiendo la memoria? ¿Y qué fue? Que perdí el sentido, que al oír los disparates de ese bruto me volví caballero... ¿Puede uno volverse caballero en momentos   —106→   dados, aun siendo sacerdote? Se conoce que sí. He faltado a la moderación, a la humildad, a la paciencia que me impone el Sacramento; he faltado, y tendré que expiar mi culpa... Es que de algún tiempo acá, desde que la desconocida mamá de Calpena me fue metiendo con suavidad en este berenjenal romántico, no me conozco; no soy el Pedro Hillo de antes, de tantos años pacíficos y obscuros dentro de la paz sacerdotal... me he convertido insensiblemente en otro ser, menos de Dios y más del siglo... Cuando he soportado que me encarcelaran, como un caso natural, ¿qué me queda ya que ver ni que sentir?... Soy hombre, sí; soy caballero, y no consiento que la llamen coima... Al que me lo diga, le enseñaré yo quién es Señó Jiyo, como dice ese bestia... No quiero, no quiero la deshonra de Fernando, a quien amo con todo mi corazón, y no le amaría más si le hubiera yo engendrado».

En todo el trayecto hasta su casa, que fue lento y penoso, sus ideas sufrían una oscilación de balanza puesta en el fiel y empujada arriba y abajo por manos invisibles. Ya creía que lo dicho por Ibraim era falso, un embuste, una historia equivocada; ya veía en ello una verdad aterradora; y cuando esta idea de la posible veracidad del odioso cuento se clavaba en su magín, le entraba de nuevo la furia, y ganas de emprenderla a bastonazos con el primerito que encontrase... «¡Vaya, que si es verdad...! El polizonte, el abanico... el misterioso resplandor testifical   —107→   que irradian de sí las cosas verdaderas...». Así pensaba un largo rato, y luego daba en creer que todo era mentira. «No puede ser... no, no. No se finge la nobleza; no hay arte que lleve el engaño a tal extremo de perfección». Había olvidado las señas de la casa mortuoria que le diera D. Víctor; dudaba si había dicho Fuencarralo Arenal: era cosa acabada en al. Por San Hermógenes bendito, debía buscar a Ibraim, pedirle perdón de las injurias, y recoger de su boca la exacta dirección de la difunta incógnita. ¿Pero qué noticias iba a pedirle a una pobre muerta? ¿Y quién le aseguraba que los adláteres, el de la policía, las mujeres malas, no tirarían a sostenerle en el engaño, a embarullarle más, y acabar de volverle loco?

Con estas dudas angustiosas llegó a Genieys, y agotadas sus fuerzas se arrojó en el lecho; no tenía ganas de comer: ningún alimento pasaría por su abrasado, seco y amarguísimo gaznate. No quería más que dormir, olvidar...

Calpena, que, según le dijo el mozo, había ido a las siete, marchándose después de tomar un copioso desayuno, volvió a casa por la tarde, y le acompañó largas horas. A ratos lloraba el buen presbítero, sin que su amigo obtuviese de él explicaciones sobre los motivos de su pena. A los dos días recobraba la tranquilidad externa; pero su cabeza sufría extraños accidentes, pérdida repentina de la memoria, seguida del fenómeno contrario, esto es, extraordinaria viveza   —108→   de los recuerdos. Fue Iglesias a visitarle, y se alarmó del lastimoso estado cerebral de su amigo; y como notara que no se le atendía en la fonda con el esmero que su delicada salud requería, propuso llevársele otra vez a la casa de Méndez, lo que realizó aquella misma noche sin aguardar a que el enfermo lo decidiera. Pagada la fonda con los cortos dineros que a Hillo le quedaban, fue trasladado a su antiguo hospedaje, adonde le siguió también Calpena.

«Amigo Nicomedes -le dijo D. Pedro una noche, hallándose solos, el clérigo en su lecho, el otro sentado, leyéndole periódicos-. Si usted no se enfada, le diré que no me interesa nada de eso que cuentan los papeles. Ahórrese el trabajo de leer en alta voz, y lea para sí, que yo me estaré aquí calladito, pensando en mis cosas.

-Precisamente, amigo Hillo, leo en alta voz para distraerle de esos pensamientos que le traen tan extenuado. Es preciso que usted se ponga en cura resueltamente.

-A eso voy, y de eso trato. Esta noche pensaba pedirle a usted un favor, en asunto pertinente a mi salud.

-Dígalo pronto, y si es cosa que está en mis facultades, delo por hecho.

-Pues usted, hombre de relaciones, conocerá a los señores de la Junta de Beneficencia. ¿No son estos los que han de dar licencia para entrar en las casas de orates?

-Seguramente. ¿Tiene usted que visitar a algún pariente o amigo que esté encerrado   —109→   en el Nuncio de Toledo, o en Zaragoza?

-Pregunto si hay que dirigirse a esos señores solicitando el ingreso de un enfermo de enajenación.

-En efecto: los individuos de la Junta, previo informe de profesores de Medicina, dan la cédula de ingreso.

-Pues consígame al instante una cédula.

-¿Tiene usted pariente o amigo que se halle en ese triste caso?

-Tengo un amigo íntimo, sí señor; tan íntimo, que usa mi nombre y apellido. El loco que deseo encerrar soy yo mismo, caro D. Nicomedes, y dese usted prisa, porque los dineros se me acaban; yo no tengo ya posibles ni de dónde me vengan... y como me siento rematado, en ninguna parte estaré mejor que en el Nuncio de Toledo».

Trató el bueno de Iglesias de apartarle de sus melancolías con festivas bromas; pero Hillo se confirmó más en ellas, añadiendo estas alarmantes expresiones:

«Sí, lo digo a boca llena: estoy más perdido que D. Quijote, y que cuantos locos hicieron disparates y simplezas en el mundo. Figúrese usted si lo sabré yo, que a todas horas no hago más que contemplar el barullo de mis ideas, los extraños sentimientos de que me veo acometido. Yo mismo he llegado a tomarme miedo, y quiero que me encierren, sí, señor, que me encierren y me aíslen...

-D. Pedro, ningún loco discurre así sobre su propio desvarío. Pues no me lo diga mucho,   —110→   porque doy en sospechar si estaré yo también trastornado.

-Cuidado, amigo, que así empecé yo -dijo D. Pedro incorporándose en el lecho bruscamente, y mirando a su amigo con refulgentes ojos-. Y no crea que soy tan pacífico; no se fíe usted de mi natural tranquilidad y manso... no, no, no se fíe. Que también me dan terribles arrechuchos, y se me mete en el magín la convicción de que no soy sacerdote, sino caballero, desfacedor de agravios, como quien dice; y cuando me da esa tremolina, hago y digo atrocidades sin número. Desafío a todo el que se me pone por delante, y me siento con ánimo de comerme a bocados al que no diga y confiese...».

Oyendo esto, y viendo cómo braceaba el clérigo al decirlo, Iglesias tuvo miedo y retiró hacia atrás la silla en que se sentaba.

«Confío en que su amistad y sentimientos humanitarios -agregó Hillo, calmada su excitación-, le inducirán a dar los pasos convenientes para meterme en el Nuncio, antes hoy que mañana. Temo empeorar, ponerme más perdido... ¿Con que lo toma como cosa suya? Crea usted que se lo agradezco, y desde mi encierro pediré al Señor que no siga usted mi camino.

-Hombre, no... allá me espere usted largo tiempo -dijo Nicomedes tomándolo a broma; pero con la pulga en el oído, más inquieto de lo que parecía».

Viéndole tranquilo, Iglesias le manifestó que él se sentía también un poco trastornado   —111→   por la maldita política. No sabía ya qué camino tomar, ni a qué aldabas agarrarse, porque ni los caminos conocidos ya le llevaban a ninguna parte, ni las aldabas, repicadas con furor, le abrían ninguna puerta. Su juego de acogerse a Mendizábal, casi en el suelo ya, no parecía resultarle eficaz, porque D. Juan de Dios, en su orgullo, acababa de manifestar el deseo de caer solo, sin solicitar colchones ni paracaídas del partido en que militaba. No quería que los santones le echaran una mano, ni que le recibieran en las suyas las sociedades secretas. «¿Sabe usted, amigo D. Pedro, lo que ha dicho hoy en los pasillos del Casón? Yo mismo se lo oí. 'Me voy a una casita que tengo a noventa millas de Londres, y allí me estaré con mi familia,viendo la marcha de las cosas de este país...' Y luego en otro corrillo le dijo al propio Argüelles: 'Sé vivir con ochocientos reales mensuales en Londres, con mi familia, y vivir feliz. Traje mucho, y nada me llevo. Que ustedes se diviertan'.

-Gran filosofía es esa. El Sr. D. Juan Álvarez merece toda mi admiración.

-Se retira... al menos así lo asegura. Y henos aquí abandonados, los que no hemos querido hacer causa común con el santonismo.

-De modo que ahora se encuentra usted como el alma de Garibay -dijo D. Pedro con una risa atronadora que puso muy en cuidado a su compañero de casa-. Pues decídase de una vez, Iglesias, y véngase conmigo.

  —112→  

-¿A dónde?

-Al Nuncio de Toledo. Allá estaremos tan ricamente, y nos contaremos uno a otro nuestras cuitas: yo le diré por qué peno, y usted me hará la historia de sus desairadas tentativas. Créame no se puede luchar con el destino, y el mío, como el de usted, es no llegar nunca... Hemos nacido con desgracia: la obstinación en esta desigual batalla nos ha trastornado la cabeza. Aún estamos a tiempo, Sr. D. Nicomedes; vámonos, encerrémonos antes de que salgamos por las calles tirando piedras. Corremos el peligro de hacer una barbaridad inesperadamente, y si no coincidimos en la ocasión de hacerla, es fácil que nos enchiqueren por separado, a mí en una parte, a usted en otra, y en este caso no hallaremos en la compañía el consuelo que deseamos».

Al siguiente día repitió Hillo su cantilena del Nuncio de Toledo, ya con verdadera reiteración monomaníaca, lo que puso en mayores cuidados a Iglesias. Conceptuando peligroso contrariarle, le aseguró que ya había pedido la recomendación para ingresar los dos en cualquier casa de orates; y a este propósito dijo D. Pedro cosas tan oportunas y juiciosas, que Nicomedes hubo de enmendar su opinión respecto a él, teniéndole por la misma cordura.

«A usted y a mí, Sr. de Iglesias, nos pasan tantas desventuras por habernos salido de nuestra jurisdicción, del terreno en que por nacimiento, por naturales gustos y por   —113→   ley del tiempo y de la vida debimos permanecer. En vez de mantenernos en jurisdicción, nos hemos ido por los cerros de Úbeda, y hemos aquí desorientados, huidos, en una palabra, sin saber qué rumbo tomar, pues ya no hay fin seguro para nosotros, como no sea el de la perdición. Yo, presbítero, me salí de mi terreno, arrastrado por un noble afán del bien, eso sí; y aquí me tiene usted castigado por Dios, que no ha visto con buenos ojos el abandono de mis deberes eclesiásticos, por meterme en caballerías impropias de la milicia cristiana a que pertenezco. Verdad que mi conciencia no me arguye ningún pecado grave; pero en religión, como en moral, no sólo es menester ser bueno, sino parecerlo, y yo no parezco un buen sacerdote. La nobleza de los fines que me arrastraron a esta vida de sobresalto, no me exime de responsabilidad ante el clero; no señor, no me exime, y hoy todo mi afán es volver humilde y sumiso al rebaño eclesiástico, prosternarme ante el Sacramento y elevar a Dios mi alma, haciéndome digno de celebrar nuevamente el Santo Sacrificio... Pues expresada mi situación, voy a la de usted, que estimo muy semejante a la mía, aunque a primera vista no lo parezca. Por lanzarse a este vértigo de la política, donde esperaba satisfacer legítimas ambiciones, abandonó usted el bienestar y la paz rústica de su casa manchega; dio usted de lado a sus padres y hermanos, y trocó la tranquilidad obscura y modesta   —114→   por los afanes ruidosos. Reconozco que sus aspiraciones eran rectas y nobles: servir al país, ilustrarle; aspiraba usted a manifestar en las Cortes sus ideas y el fruto de sus estudios a desempeñar un Ministerio, cosas muy santas y muy buenas... Empezó mi hombre su campaña con entusiasmo y brío, metiéndose en todo, huroneando en el periodismo, cultivando amistades; sin sentirlo se fue metiendo en intrigas de mala ley, porque es la política un terreno movedizo y desigual, y andando por ella, ya se pone el pie en firme, ya se hunde en ciénagas malsanas. Cuando ha querido recordar, ya estaba el hombre metido hasta el cuello. Quizás por su misma inquietud, por el afán de llegar pronto, se ha perdido en estos laberintos, y ahora los esfuerzos para salir le meten en mayor confusión y en más cenagosos atolladeros... Trajo usted con sus aspiraciones legítimas una dosis no corta de soberbia, amigo mío, y por querer sentar plaza en los altos puestos, como a su parecer le correspondía, despreció los secundarios que se le ofrecieron, y ahora se dará con un canto en los pechos si obtener puede un destinillo de tercero o cuarto orden. No ha sabido usted esperar; ha olvidado aquel sabio precepto que se atribuye al último Rey: vísteme despacio, que estoy de prisa; y por vestirse atropelladamente se ha puesto el chaleco donde debió estar la camisa, y la camisa en la cabeza a guisa de turbante. Está usted hecho un mamarracho».

  —115→  

Sonreía Iglesias oyendo este retrato, en el cual vio la destreza del pintor, y alentándole a seguir, continuó el clérigo de este modo: «Compare usted esta tracamundana en que ahora se encuentra, abandonado de sus amigos, y sin saber a qué santos o santones encomendarse, con la paz y la dulce mediócritasde su casa. En su querido Daimiel dejó usted padres y hermanos labradores; su hacienda bastaba para sostén de la familia, y con el trabajo de todos podía ser aumentada. Vino y pan abundantes, caza de lagunas, caza de jarales le sustentaban, ofreciéndole los esparcimientos y el saludable ejercicio del campo. Todo lo dejó usted por venir a quitarle motas a D. Martín de los Heros, o a ver escupir por el colmillo a Ramoncito Narváez. De estos esperaba usted la ínsula que ambicionó su compatriota Sancho Panza, y la ínsula no parece, y D. Martín, D. Juan de Dios, D. Salustiano, D. Javier, D. Francisco y D. Fermín no hacen más que marearle y traerle de Herodes a Pilatos con una soga al pescuezo. Y en tanto su familia, según usted mismo me ha contado, yo no lo invento, se ha cargado de deudas para sostenerle aquí, siempre en espera de que llegue carta con la feliz nueva de que el señorito es Procurador, Ministro o por lo menos Director de Rentas, y lo que llega es la requisitoria angustiosa del madrileño, pidiendo más dinero, más, porque la vida de la corte es cara, y no se pescan truchas a bragas enjutas; que si buena cartera   —116→   se ha de ganar, buenos cuartos le cuestan las apariencias y ostentaciones que trae consigo la posición política. Total, que los viejos no saben ya qué hacer para el sostenimiento en Madrid del hijo que va para gobernador, y ya no tienen tierras que empeñar, ni granos que vender, ni tinajas de vino que malbaratar, y su único recurso será desprenderse de la camisa que llevan puesta para atender al grande hombre. ¿Es esto cierto, sí o no? ¿No estaría usted mejor allá, muy tranquilito en su labranza, comiendo buenas sopas de ajo y suculentas migas, harto más sabrosas ¡ay! que los bodrios indecentes que le da Genieys cuando usted convida o le convidan sus amigotes? Allá no le dirían que es un Mirabeau en agraz, ni que tiene el cuerpo lleno de espíritu del siglo, ni le meterían en la cabeza tanto viento y hojarasca; pero viviría usted en paz con Dios y con los hombres, y sería usted un hijo ejemplar y un buen padre de familia... pues usted me ha contado, yo no lo invento, que le tenían preparado el ayuntarle... repito que no lo invento... con una hija de ricos labradores, alta de pechos y ademán brioso, como Dulcinea; y usted despreció el partido, porque la lozana joven comía cebolla cruda... ¡vaya una tontería!... Y no es sino que al niño se le metió en la cabeza que aquí estaban las hijas de duques y marqueses esperándole para darle su blanca mano, y ambicionaba el trato social muy fino, las etiquetas y bobadas cortesanas... Confiésemelo: ¿era como lo   —117→   digo?... Pues la moza de allá se casó con otro, y ha parido dos hijos ya, como terneros... yo no lo invento, y es feliz, y usted anda por aquí con la cabeza a pájaros, buscando un acomodo que no encuentra, ni en lo social, ni en lo político, ni en nada, ea. De buena gana, si pudiera volver los hechos al punto de lo pasado, y desandarlo todo, renegaría el buen Iglesias de su vida de estos años, amando lo que despreció, y amparándose a lo que antes tan mal le parecía. Hoy le viniera bien poder cambiar la fragancia de droguería que usan estas damiselas enfermizas, como disimulo de las pestilencias de la civilización, por aquel tufillo de cebolla, compañero de la salud del alma y del cuerpo. ¿Verdad que desharía usted la tela del tiempo, amigo Nicomedes, y la volvería a tejer con la urdimbre aquella... y con la labradora de la Mancha?».




ArribaAbajo- XII -

Iglesias se reía, ocultando con el humorismo su tristeza. «¿No nos vendría bien a los dos -prosiguió el presbítero-, volver a nuestra jurisdicción, yo a mi clerecía y al humilde magisterio de retórica, usted a la paz de su Daimiel? Diría usted con el gran poeta:

  —118→  

   ¡Oh campo, oh monte, oh río,
oh secreto seguro deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.



Y a mí me tocaría decir con el mismo poeta, volviendo la espalda al tráfago social:


   No condeno del mundo
la máquina, pues es de Dios hechura:
en sus abusos fundo
la presente escritura,
cuya verdad el campo me asegura».



Interrumpió esta grata y al propio tiempo triste conferencia, la llegada de una esquela para D. Pedro, la cual bruscamente llevó la atención de entrambos a negocio de mayor interés. La letra del sobrescrito revelaba la mano de Calpena. Hillo se puso de veinticinco colores previendo una nueva desdicha que llorar, y rogó a Nicomedes que leyese, pues él sentía gran debilidad de vista y de cerebro. Iglesias leyó: «Amado clérigo, mi dulce amigo, perdóname si me ausento sin despedirme. La despedida sería harto penosa, y en ella, si mi locura se viera combatida por tu razón, todos los esfuerzos de esta serían inútiles, y prefiero que mi desobediencia no vaya precedida de una discusión inútil. Me voy. ¿A dónde? Ya te lo diré. He averiguado dónde está el único fin de mi   —119→   vida, y tras ese fin sin fin corre mi destino ciego... Nunca te olvida tu -Fernando».

«Y con su poquito de culteranismo -dijo Iglesias dejando la carta sobre la mesa-. Ese chico está más trastornado que nosotros.

-¡El romanticismo, el gran monstruo, es la tromba que a todos nos arrastra! -exclamó D. Pedro dando un gran suspiro-. Bien, hijo, bien: la noticia no me coge de nuevas. Me lo temía. El destino sobre todo... Arrojémonos a los profundos abismos, pues así lo quiere Dios... Dios, sí, que obra suya es el romanticismo, como lo es la vida clásica... Bien, hijo, bien: vete en busca de tu ídolo, y que Dios te ampare y te guíe por ese despeñadero. Y bien mirado, si eres nacido de esa, vale más que huyas y desaparezcas... Deshonra por deshonra, no sé con cuál me quede... Pero si me engañó el maldito gitano, si no es esa, sino aquella... Dios decidirá de tu suerte y de la mía. Venga la luz, y cualquiera forma que traiga la verdad, admitámosla y acatémosla».

Poco después manifestó deseos de vestirse y echarse a la calle: sentía vivas ganas de dar un paseo. No se brindó Nicomedes a acompañarle, porque tenía que acudir al trajín político, ver a Salustiano, recorrer tres o cuatro redacciones, los dos Estamentos y otros lugares donde hervía la actualidad, y había que comerla calentita. Era hombre que cuando estaba dos horas sin politiquear no vivía, le faltaba el aire respirable: tan profundamente metido en el alma tenía el   —120→   nefando vicio. Se fue, mientras el otro se vestía presuroso, ávido de rodar por esos mundos en busca de la puerta de su porvenir, que ni cerrada ni abierta encontraba ya. Ocurrió en aquellos días la caída de Mendizábal, suceso que no se efectuó sin estruendo. Aunque en Palacio le tenían sentenciado desde Marzo, y estaba hecha ya la cama para Istúriz, se esperó una coyuntura decorosa, la propuesta de nombramientos militares para las Inspecciones de Milicias, Infantería y Artillería. Desconforme Su Majestad con los Ministros, puso a estos en el caso ineludible de presentar sus dimisiones. Mendizábal soltó la caña del timón, que había tenido en su mano durante siete meses, y empuñola Istúriz, cuya vida ministerial había de ser aún más corta.

Así hemos venido todo el siglo, navegando con sinnúmero de patrones, y así ha corrido el barco por un mar siempre proceloso, a punto de estrellarse más de una vez; anegado siempre, rara vez con bonanzas, y corriendo iguales peligros con tiempo duro y en las calmas chichas. Es una nave esta que por su mala construcción no va nunca a donde debe ir: los remiendos de velamen y de toda la obra muerta y viva de costados no mejoran sus condiciones marineras, pues el defecto capital está en la quilla, y mientras no se emprenda la reforma por lo hondo, construyendo de nuevo todo el casco, no hay esperanzas de próspera navegación. Las cuadrillas de tripulantes que en ella entran y   —121→   salen se ocupan más del repuesto de víveres que del buen orden y acierto en las maniobras. Muchos pasan el viaje tumbados a la bartola, y otros se cuidan, más que del aparejo, de quitar y poner lindas banderas. Son, digan lo que quieran, inexpertos marinos: valiera más que se emborracharan, como los ingleses, y que borrachos perdidos supieran dirigir la embarcación. Los más se marean, y la horrorosa molestia del mar la combaten comiendo; algunos, desde la borda, se entretienen en pescar. Todos hablan sin término, en la falsa creencia de que la palabra es viento que hace andar la nave. Esta obedece tan mal, que a las veces el timonel quiere hacerla virar a babor y la condenada se va sobre estribor. De donde resulta ¡ay! que la dejan ir a donde las olas, el viento y los discursos quieren llevarla.

Aquella noche hubo en los clubs grande algarada. En el Estamento mismo, no faltó quien propusiera destronar a la Reina sin pérdida de tiempo, y crear una Regencia de otro sexo. Las logias ardían; los círculos de la Milicia Nacional eran verdaderos volcanes; el nuevo Gobierno, apoyado en la guarnición, tomó sus medidas para reprimir cualquier algarada, y preparaba el decreto para disolver las Cortes, elegidas el mes anterior. ¡Y hasta otra!

En casa de Seoane, a donde fue Nicomedes por la noche, vio este a Mendizábal, que recibía parabienes por su caída. La adulación de unos, la cariñosa amistad de otros, quería   —122→   pintarle su muerte como su mejor vida, su batacazo político como un éxito evidente. Iglesias no vaciló en felicitarle también, augurándole una resurrección como la del Fénix; pero el despedido Ministro no daba gran valor a estos consuelos, y se aferraba más a la idea de abandonar un terreno en el cual no sabía moverse con desembarazo. Entre otras cosas, dijo estas palabras, que como textuales se copian aquí: «Yo no soy hombre de partido; la prueba es que el que se decía mi partido me ha abandonado: ¿y por qué? Porque he sido y soy y seré independiente: esta es mi gloria».

Y en un grupo que se formó después, agregándose varias señoras, repitió el grande hombre lo de los ochocientos reales que le bastaban para vivir con su familia en el cottage que poseía a noventa millas de Londres. También dijo esto, que es histórico y consta como en escritura: «Si tuve ambición de ser Ministro, ya lo fuí; y si hacemos el inventario, me parece que estamos mejor que lo estábamos cuando me hice cargo, en Septiembre. Conmigo traje mucho; conmigo no llevaré nada más que ojos para llorar la desgracia de mi inocente familia, a quien por la cuarta vez he arrebatado cuanto le pertenecía. Mis enemigos me llaman honrado y patriota, y esto no es flojo consuelo. Conserve yo tales motes, y todo lo demás nada me importa».

Hablando con el propio Nicomedes y con Olózaga, que vaticinaban una trifulca próxima,   —123→   y con ella la segura rehabilitación del partido de Mendizábal y su nuevo llamamiento al poder, se mostró escéptico, desilusionado, sin entusiasmo por los pronunciamientos y sediciones, y sin malditas ganas de volver a empuñar el timón de bajel tan desconcertado y peligroso. «Siempre que mi patria me llamó -dijo, y esto es también textual-, me encontró. Nada quise, nada recibí, nada recibiré. Tengo parientes aptos para los empleos públicos: no los han obtenido; y para que no me llamen descastado, les formé un capital de mi pensión por lo que me pedían. En mi retiro, en mi rincón seré siempre feliz, y podré decir: Hice lo que pude, lo que debí; nada le he costado a mi patria».

A la una próximamente se retiró a su casa, cuya escalera subió meditabundo, triste. Su amor propio se resentía de la conmoción del porrazo. Creíase capaz aún de grandes cosas, y el no poder realizarlas, ni siquiera emprenderlas, le inspiraba coraje de sí mismo y lástima de la nación que tal hombre se perdía. Reconociendo sus errores, sus inexperiencias, de unos y otras se lamentaba en el sombrío examen de su caída. ¡Oh, si se pudiera empezar de nuevo!... Pensando en su fama, en la gloria que ambicionaba, no vio muy claro su nombre en las doradas páginas de la Historia. Pensó también en las calumnias con que le había obsequiado el vano vulgo antes de su fracaso, y se dijo: «A estas horas no habrá un solo español que   —124→   crea que entro en mi casa con las manos absolutamente limpias... Por Dios que tan limpias las habrá, pero más no». Al verle salir de casa de Seoane, Joaquín María López había hecho con cuatro palabras el exacto retrato del Ministro de la Desamortización: «Alma candorosa y apasionada, cabeza fecunda en recursos, corazón a la vez de héroe y de niño».

Traspasada la puerta de su morada, recibió, como una onda salutífera, el embate de calor doméstico. Niños, mujeres, salían a su encuentro, personas queridas, deudos y parientes. Entre la turbamulta distinguió una modesta figura, un anciano, que en último término permanecía, medroso de avanzar a saludarle: era Milagro. Al reconocerle, no sin dificultad, pues no había exceso de luz en el recibimiento, D. Juan de Dios expresó contrariedad y lástima... «¡Por Dios, Milagro, usted aquí todavía! Cuando le dije que se pasara por mi casa esta noche y me aguardase en ella, no contaba con esta inesperada cena en casa de Seoane. Dispénseme, amigo mío. Le he dado a usted un plantón horroroso.

-No importa, señor -dijo Milagro humilde y atento-. Mucho gusto en servirle.

-¿Desde qué hora está usted aquí?

Desde las ocho, señor.

-¡Y es la una! Carambo... Dispénseme.

-No importa, señor...

-Carambo, es usted el empleado no importa.

  —125→  

-Dice bien vuecencia: ese es mi lema... Las infinitas cesantías que he padecido me han obligado a adoptar esa fórmula de resignación.

-Pues ahora... Cuando las barbas de tu vecino veas arder...

-Sí, señor: ya... ya he puesto las mías de remojo.

-Será Ministro de mi ramo el Sr. Aguirre Solarte, buena persona... Agárrese usted como pueda... Bueno, pues no quiero detenerle más. Un momento, Sr. Milagro».

Hízole pasar a su despacho, y en pie los dos, el caído Ministro dijo al vacilante funcionario: «Pues le he mandado venir a usted porque pienso utilizar sus servicios en trabajos que preparo para la defensa de mi gestión ministerial, si, como presumo, soy atacado y acusado con mala fe... Y por de pronto, antes de encargarle las copias de estados y documentos que tengo ya en casa, me hará usted un favor de otra índole.

-Vuecencia me tiene a su disposición para todo.

-¿Conoce usted a ese Maturana, diamantista que fue de Palacio?...

-Es grande amigo mío.

-Perito en alhajas, tasador, comerciante...

-Y hombre de gran conocimiento en todo lo concerniente a pedrería y metales preciosos... muy relacionado con la Grandeza, con los marchantes extranjeros... Trabajó treinta y tantos años para la Casa Real.

-Y le despidieron el año 14 por afrancesado,   —126→   por amigo de Godoy... no sé por qué ni me importa. Vamos al caso. Puesto que es tan amigo de usted, búsquele mañana mismo. Le dice usted que Mendizábal desea hablarle... tener con él una conferencia...».

Dicho esto, el ex-Ministro permaneció un momento taciturno, fija la mirada en el suelo, oprimiéndose con dos dedos el labio inferior...

«Conferencia, sí... que hablaremos detenidamente de un asunto...

-Bien, señor. Mañana, de nueve a diez, estaré en su casa.

-Y si accede, como creo, me le trae usted... No saldré de aquí hasta las doce».

Con esto quedó despachado el buen Don José. Al despedirle, D. Juan Álvarez Mendizábal le vio con pena salir... Era el Ministerio, la poltrona, la oficina, el diario trajín político, que cesaban, se perdían en una triste lontananza absorbidos por el pasado. Suspiró D. Juan... ¡Carambo, qué importaba! Mejor: salía del país y entraba en la familia.




ArribaAbajo- XIII -

Ya cargaba D. Javier Istúriz, en medio de un gran barullo, la cruz de la Presidencia Ministerial, llevando por Cirineos a Don Ángel de Saavedra y a D. Antonio Alcalá   —127→   Galiano, cuando el gran Nicomedes Iglesias, que ningún sendero veía para sus ambiciones fuera de la travesura revolucionaria, extremaba la oposición al Gobierno en la prensa y en las logias, con la añadidura de su hablar malévolo en cafés y tertulias, que era la peor y más terrible arma. Una tarde del florido Mayo le encontramos en Solís, perorando con todo el veneno del mundo, en la mesa del rincón, al frente de una pandilla de desocupados, de los que matan las horas arreglando el país entre terrones de azúcar y copitas de aguardiente. Asistían al sacro colegio, entre otros puntos, Eleuterio Fonsagrada, un amigote suyo sargento de la Guardia Real, cuyo nombre no hace al caso, y el tísico Serrano, que amenazado de cesantía, llamaba a Cachán con dos tejas. Menos pesimista en lo tocante a su enfermedad, porque los aires primaverales le habían remendado el destruido pecho, se forjaba la ilusión de seguir viviendo; pretendía nada menos que ascender, tener dinero, darse buena vida; y si esto no podía ser, vinieran pronto las catástrofes a hacer tabla rasa de todo. Que su cadáver y el del país, su pobreza y la de la nación, tuvieran una sola inmensísima tumba. Los tiros de aquel destacamento de patriotas, después de hacer gran destrozo en las cabezas ministeriales, apuntaban a más altas cabezas.

«Me parece -dijo Iglesias, medio ronco ya de tanto vociferar-, que esa buena señora tendrá que volverse pronto a su pueblo, a   —128→   esa Parténope con que nos han mareado los poetas.

-En ese caso -indicó Serrano, más ronco todavía que su compañero-, ¿conservaremos la Regencia una, o estableceremos la trina?

-Tan torcidas pueden venir las cosas -afirmó Iglesias dando a sus palabras una intención profética y misteriosa-, que ni Regencia necesitemos. ¿Quién sabe lo que puede sobrevenir? Tales disparates hacen en Palacio y tan ciegos están allí, que los cálculos y previsiones de los más expertos fallan... Esto es ya una casa de locos. ¿A dónde vamos? La honda no sabe a dónde irá a parar la piedra.

-Pues todavía falta lo mejor. Resueltamente deja el mando del Norte el general Córdova -dijo Fonsagrada-. ¿A quién nombrarán?

-A cualquiera -indicó Iglesias-. Para lo que ha de hacer, lo mismo da Pedro que Juan. Esta guerra no se acaba ya por los procedimientos comunes. Puesto que no tenemos un Hoche...».

El auditorio se quedó suspenso: ninguno de los presentes sabía quién era Hoche...

«Mientras no se haga un escarmiento como el de la Vendée, nada se conseguirá por las armas. Tendrán que partir a España en dos reinos, quedando para los liberales, o sea para la angélica, los estados de Getafe y Alcorcón.

-Madrid -dijo Serrano con humorismo   —129→   catarral, echando luengas babas-, se constituirá en República de Capricornio, bajo la presidencia de mi coronado jefe D. Eduardo de Oliván e Iznardi...

-¿Y ese, no quedará cesante?

-¡Hombre! ¡Qué cosas tiene Iglesias! ¡Cesante el esposo putativo de la de Oliván! Buena se armaba; sí señor, buena, buena, como dice Miguelito. Esa, sin ser de Parténope, tiene más poder que la señora de Muñoz, y como se le atufaran las narices, como le dejaran cesante a su Eduardito, crujía el Estatuto y se tambaleaba el trono angélico... Ya lo verán ustedes: no pasan tres días sin que el Sr. Aguirre Solarte le dé un ascenso al primer manso de Madrid. Ya sabrá ella manejar el tinglado. No hay cambio de situación sin que Eduardito dé un paso adelante en su carrera. Tiene la Historia Contemporánea claramente escrita en su cabeza, como los ciervos llevan la cifra de su edad en cada rama... pues...».

Echose a reír la pandilla, y Nicomedes afirmó que los tiempos eran desastrosos, que todo anunciaba próximos cataclismos. «Lo que ocurre en todos los órdenes contradice la verdad y la lógica. La realidad es más peregrina que las invenciones de los poetas.


Trocádose han las cosas de manera
que nos parece fábula la Historia.



-Pues espérense ustedes un poco -dijo el de la Guardia, no Fonsagrada, sino el otro   —130→   cuyo nombre no hace al caso-, que ahora va a venir lo más gordo.

-¿Qué? -preguntaron todos ávidos de mayores desatinos, de mayores calamidades públicas y privadas.

-Pues que se están preparando los datos para demostrar que la señora Doña Cristina... chitón, que esto es muy delicado... que la señora Doña Cristina, no contenta con los dinerales que le dejó Narizotas, y queriendo meterse en mayores negocios de minas de carbón y saneamiento de marismas, ha hecho pacotilla de todas las alhajas de la Corona, para venderlas. Y que no era floja cantidad de pedrerías la que guardaban en Palacio los Reyes, desde el que rabió: cientos de miles de diamantes, cientos de miles de esmeraldas, celemines de perlas, entre las cuales había una grandísima, que Felipe IV llevaba en el sombrero, y había costado una fortuna.

-Algo de eso oímos anoche en Tepa -dijo otro, anónimo también, pues el mismo Iglesias no sabía cómo se llamaba, ex-ejecutor de apremios, encausado tres veces-. Y a lo que parece, el Sr. Aguado, D. Alejandrón, no ha venido a otra cosa que al negocio ese de las alhajas.

-Se asegura que el tal Aguado viene a establecer, con dinero de la Reina, una línea de barcos de humo, digo, de vapor.

-Pues yo, francamente -declaró Iglesias, alardeando siempre de autoridad-, sin defender a Doña Cristina del cargo de allegadora,   —131→   sostengo que eso de las alhajas es paparrucha. ¡Si todo el tesoro de Palacio se lo llevó Murat!

-Así lo han dicho para despistar a los incautos. Murat afanó lo que pudo; pero se dejó lo mejor. En fin, ustedes lo verán.

-¿Y podrá probarse...?

-En ello andan. No están los palillos en malas manos.

Presentose en esto D. José del Milagro con cara tan mustia, que daba lástima verle. Al llegar a la mesa, dejó sobre ella un fajo de papelotes que bajo el brazo traía, y se limpió fatigado el sudor de la calva.

-¿Qué traes, Milagrito? -le dijo uno de los tertulios, que con él tenía confianza-. ¿Por qué tan patibulario?

-No es preciso que nos lo cuente -indicó Nicomedes-, pues el pobre trae escrita en su cara la sentencia fatal.

-¡Cesante! -exclamó Serrano, lívido, esputando.

-Hoy, señores, hoy -manifestó Milagro lúgubremente-, al llegar a mi oficina... ya me lo anunciaba el corazón... me encontré el jicarazo. Ese perro de Aguirre Solarte declara en este papelejo inmundo que el Estado no necesita de mis servicios... ¿Saben ustedes a quién le dan el triste hueso que yo roía? Pues al niño mayor de Oliván. ¡Válgame Dios, qué familia esa!

-Si apenas le apunta el bozo.

-Pero le apuntan los botones en la frente -dijo Serrano.

  —132→  

-¡Luego se espantarán de que haya revoluciones!

-Y de que arda Madrid.

-Y de que reviente España como un polvorín, harta de estas vergüenzas y de tanta injusticia.

-Pueden creerlo -agregó otro, que no bajaba el embozo de la capa, muerto de frío en pleno Mayo-, la Milicia está que trina.

-La desarmarán, hombre -dijo Iglesias con amargura pesimista-. Si ya hemos visto para lo que sirve la Milicia: para formar en las Minervas y hacer tonterías.

-¡Desarmarla!... ¿A que no se atreven?

-¡Pues no se han de atrever! Y el día en que toquen a desarmar, veremos a los bravos milicianos escondiéndose en las carboneras de sus cocinas o entre las faldas de sus mujeres... Ya pasaron los tiempos de la vergüenza miliciana. Ya no hay un D. Benigno Cordero, comerciante de encajes, que con un puñado de valientes sacuda el polvo a toda una Guardia Real en el Arco de Boteros.

-Poco a poco -dijo el sargento incógnito-, no se permiten alusiones maquiavélicas... La Guardia de hoy no es como la de ayer, órgano del despotismo. Hoy la Guardia es o será órgano del pueblo...

-De Móstoles querrá usted decir.

-Digo y repito que el Segundo Regimiento, por lo menos, no rendirá parias al absolutismo.

-¡Hombre, parias...!

  —133→  

-En el Segundo Regimiento, que es el más ilustrado, reina un espíritu...

-¿Cómo es ese espíritu? -dijo Serrano-. No será el espíritu del siglo, que ese lo tienen cogido los moderados.

-Un espíritu... muy bueno.

-Entonces será el de vino, que es el mejor que se conoce».

Como recayese otra vez la conversación en lo de las alhajas de la Corona, tomó la palabra Milagro para expresar una opinión, según dijo, de autoridad irrebatible. La señora era inocente de la sustracción y venta de pedrerías de Palacio, y las acusaciones que en tal sentido se le hacían enteramente gratuitas y mentirosas. ¿Quién probaba esto? Quien tenía medios sobrados de conocimiento para demostrar que el verdadero y único afanador de aquellos tesoros fue el Sr. D. Joaquín Murat, General de mamelucos y después Rey de Nápoles. Y por de pronto no decía más, aunque algo más sabía: la discreción, la confianza que en él habían puesto personas ilustres, le vedaban entrar en pormenores de asunto tan delicado.

«¿Es cierto, Milagrito -le preguntó el que más familiarmente le trataba-, que le estás ayudando aD. Juan y Medio a escribir la defensa de los planes que no realizó?

-Yo no pico tan alto. El Sr. Mendizábal me ha encargado ciertos trabajillos; pero yo no le escribo su Defensa: en todo caso, lo que haré será ponerla en limpio... Y ya que hablamos de D. Juan de Dios, diré a usted   —134→   que la mayor de las infamias es sostener y propalar, como hacen por ahí más de cuatro deslenguados, que el Sr. ex-Ministro ha movido este zafarrancho de las alhajas palatinas para vengarse de quien tan sin razón le ha despedido del Gobierno...

-Pues la cosa es muy lógica -apuntó Iglesias-: D. Juan debe tomar el desquite... Yo en su lugar...

-Usted en su lugar no lo haría, Sr. D. Nicomedes -afirmó Milagro con gran entereza, dando porrazos sobre el papelorio que tenía en la mesa-; porque es usted caballero, ni más ni menos que D. Juan Álvarez Mendizábal, y aquí estoy yo para sostener, como lo sostengo, que D. Juan Álvarez no es el que ha levantado esta polvareda contra la Gobernadora, sino el que se propone arrojar sobre el susodicho polvo un gran jarro de agua. Sí, señores y amigos: ese grande hombre, esa alma nobilísima, le dirá pronto a Su Majestad: 'No te apures, hija, que yo, yo, el caído, el despedido, me dispongo a demostrar al mundo que no tienes arte ni parte en esa distracción de las piedras finas de tus mayores. Estate descuidada, que yo pago de este modo los agravios que recibo. Yo, Juan Álvarez y Méndez, caballero que tiene la verdad por Dulcinea, yo, yo... yo lo demostraré'».

Decía esto Milagro con grande vehemencia, dándose un fuerte golpe en la caja del pecho cada vez que pronunciaba un yo. Después le ofrecieron un vaso de agua, y apagó,   —135→   bebiéndolo sin respirar, el volcán de indignación que en su seno ardía.

«No me parece inverosímil -dijo Iglesias- lo que Milagro nos cuenta. Mendizábal será lo que se quiera: un loco, un arbitrista, un hombre de triquiñuelas y de golpes de efecto... pero le tengo por la persona más decente que ha calentado una poltrona ministerial... Por lo que usted nos dice, amigo D. José, D. Juan le amparará en su cesantía encargándole trabajillos...

-Espero que Su Excelencia no me abandonará. Con eso y mis traducciones daré de comer al ganado de casa. Vean lo que acaba de entregarme el editor D. Tomás Jordán para que se lo traduzca:El último Abencerraje y las Cartas persianas. También llevo números de El almacén universal, para traducir articulitos de relleno, que me toma el amigo Mesonero para su Semanario, sin perjuicio de las leyendas caballerescas que pienso escribir para el mismo, género que gusta mucho. Ya tengo los Infantes de Lara y La peña de los Enamorados... Haré tres o cuatro docenas; todo de asunto español, romántico, pero con buen fin.

-Sí -dijo Serrano-: todo torreones, reinas enamoradas, alguno que otro moro, y luego el indispensable laúd, que lo lleva y lo tañe un individuo que en los grabados nos pintan con medias muy ceñidas y unos zapatos de larguísima punta... Señores, yo pregunto cómo se podía andar por los caminos con semejante calzado...».

  —136→  

En las convulsiones de la tos que le ahogaba, seguía diciendo: «Me pongo furioso, furioso... cuando me quieren hacer creer que hubo hombres... ¡qué barbaridad!... hombres que andaban en tal facha por los caminos... Mentira, mentira todo... Me ahogo... ¡y con laúd a cuestas!...

-Pero, Serranito -le dijo Iglesias, zumbón-, ¿qué nos importa que en la Edad Media usaran, para andar de viaje, zapatillas puntiagudas? ¿O es usted de los que no creen en los siglos medios? Pues mire, aquí viene Ibraim, morisco auténtico, trasconejado...

-Es un caso de metempsicosis, como dice Juanito Donoso.

-Creo yo que este era uno de los que acarreaban ladrillo para la construcción de la Giralda.

-Hombre, no: era la acémila que llevaba los trastos de San Fernando y el cofre de Doña Berenguela, cuando iban de viaje... Chitón, que ya le tenemos encima».




ArribaAbajo- XIV -

Acercábase Ibraim a la mesa, diciendo: «Cabayeros...», y al instante empezaban todos a divertirse con su credulidad y falta de seso, encajándole bolas terribles, que ningún estómago, como no fuera el del proceroso castrense, habría podido digerir. Muestra de   —137→   paparruchas: Aquella misma tarde había junta de rabadanes de la Milicia para acordar el momento preciso de echarse a la calle toda la fuerza popular, proclamando la Niña bonita, o sea la Constitución del 12, el mejor de los códigos... Ya estaban de acuerdo Quesada, Van Halen, Rodil, el Duque de Almodóvar, el de Ahumada y otros Generales para secundar el movimiento, fraternizando tropa y milicianos... Se le daría el canuto a Doña María Cristina, constituyendo, no Regencia triple, sino Directorio, formado por D. Evaristo San Miguel, Palafox y el divino Argüelles. Luego sería nombrado Palafox Primer Cónsul... Del general Córdova decíase que se había pasado a D. Carlos con parte de su Estado Mayor. Olózaga formaría el primer Ministerio del Directorio, con D. Eduardo Oliván de Ministro de Hacienda, y el Infante D. Francisco, de Marina... La Guardia Real se llamaría en lo sucesivo la Guardia amarilla, uniformándose de este color... Y el rudo capellán tragaba, tragaba, salvo en los casos de excesiva magnitud del notición que se le quería injerir. Después él, llevando la información a otros círculos, lo trabucaba todo, y hacía unos pistos que corrían por Madrid y llenaban de confusión a los ciudadanos pacíficos. En el fondo no era mal hombre; a su amigo D. Pedro no le guardaba rencor por la violenta escena y acometida de marras. Siempre que iba a la mesa de Solís preguntaba a Iglesias con vivo interés por el señor deJiyo.

  —138→  

Este no parecía ya por los cafés; pasaba el tiempo en casa, revisando las cartas de la incógnita, y poniéndolas por orden de fechas en paquetitos cruzados con balduque, o bien se iba despacio, solito, por las afueras, meditando en su triste suerte. Sus noches eran casi siempre malas, y las pasaba de claro en claro, sin poder conciliar el sueño. Padecía de un mal que tiene su denominación retórica, como achaque de poetas y de los héroes trágicos y épicos, y consiste en la presencia de personajes imaginarios que hablan, sombras de entes que han existido, y que vuelven a este mundo a manifestar algo de interés para los vivos. A tal forma de personificación llaman los eruditos idolopeya. Comúnmente, a D. Pedro se le aparecía la incógnita en forma cadavérica, que dejaba entrever su hermosura, y se ponía a decirle cosas... «Me he muerto... ¿No ves que soy difunta?... ¡En buena te he metido, pobre capellán de secano!... Bien hubiera querido evitarlo; pero como me morí tan de repente... ya ves... No puede una dejar de morirse cuando Dios lo dispone... Hice un gran esfuerzo por vivir un poco más, anhelando decirte lo que debía, y librar tu alma de tan grande zozobra, pobre clérigo; pero no pude... y me morí pensando en ti y en él... ¡Pobre Fernando!, ¿qué hará?... Me maldice... Mi alma no halla la paz; la muerte no me ha dado el descanso... Horrible pena, ansiedad sin nombre me hacen insensible a las llamas del Purgatorio. No me   —139→   duelen las quemaduras: me duele la conciencia... Pedro Hillo, perdóname...». Recitado este parlamento u otro no menos espeluznante, la sombra se iba por donde había venido, y D. Pedro se cubría la cabeza con la sábana, tratando de evitar la repetición de la idolopeya.

Por fin ¡alabado sea Dios! cuando él menos lo pensaba, tuvieron término feliz las angustias del bendito sacerdote, víctima de su inmensa bondad. La misma tarde en que ocurría la escena de café que poco antes se ha referido, quiso espaciar su ánimo Don Pedro, y tiró hacia el Campo de Guardias, en cuya aridez esteparia estuvo dando vueltas y más vueltas como una media hora, deletreando los cardos y yerbecillas petisecas del suelo, hasta que sintió un deseo, una indefinible comezón de volverse a Madrid y a su casa. Ya caía la tarde cuando entraba por la Puerta de Fuencarral. En la calle del mismo nombre detúvose para comprar papel de cartas, pues tenía propósito de reanudar la comunicación epistolar con los parientes que le quedaban en Zamora; compró asimismo una cajita de obleas, y avivó después el paso hacia su domicilio, pensando en que para distraerse y evitar las idolopeyas se pasaría la mayor parte de la noche escribiendo.

Pues, señor: llega mi hombre a la casa de Méndez, y al abrirle la puerta, Delfinita le da el jicarazo: «¡Vaya unas horas de venir! Aquí ha tenido usted una señora esperándole toda la tarde».

  —140→  

El estupor de D. Pedro fue tal, que se le atragantó la palabra. Creía soñar. Añadió la chica nuevas explicaciones, conduciéndole a su cuarto, pues el pobre clérigo no sabía por dónde andaba y se daba de hocicos contra las paredes.

«¡Una señora!... ¿De qué clase?... ¿Gran señora... mujer... criada?

-Bien vestida... muy decente. Madre dice que parece criada de personas muy principales. Cansada de esperar se ha ido, dejando una carta. Mañana volverá por la contestación.

-¡Una carta!... Delfinita de mi alma, no bromees... Por Dios, una luz... ¿Dónde está esa carta?... yo no la veo... no veo...

Entró en el cuarto Doña Cayetana, con el quinqué encendido. Fiat lux. ¡Dios poderoso! Cuando D. Pedro cogió con mano trémula la carta y vio en el sobrescrito la tan conocida y deseada letra de la incógnita, a punto estuvo de perder el conocimiento. Se dejó caer en una silla. En sus oídos zumbaba la campana gorda de Toledo. «Hijo, no se asuste... -le dijo la patrona-. Le daré una tacita de caldo».

Por señas, pues hablar no podía, díjoles D. Pedro que no quería caldo, sino que le dejaran solo con su carta, con su quinqué encendido, con su sensación hondísima de terror, de júbilo, no sabía de qué... Salieron las hembras, y lo primero que hizo el hombre, la carta sin abrir en su mano fría, fue recoger su espíritu y dar gracias a Dios...   —141→   Era su letra, su letra, aunque un poco insegura; era ella misma, la divinidad, que o no se había muerto o resucitaba en forma epistolar... ¡Ay! ¡ay!... ¿qué sería, qué diría... qué...? Veámoslo.

«Sr. D. Pedro, mi grande y fiel amigo: No me he muerto, no... Pero si así lo ha creído usted, ¡qué poco ¡Jesús mío! ha faltado para que acierte!... He pisado el negro umbral; he visto la inmensidad eterna... Dios no me dejó dar el último paso, y quiso que atrás me volviera: me mandó vivir algo más, no sé cuánto... presumo que no será mucho... Me sacramentaron... por muerta me tuvieron. No duró menos de tres horas aquel simulacro de muerte. Sospecho que me amortajaron... Volví a este mundo: me encontré de súbito en la compañía de mis penas, por lo que conocí que vivía...

»Notará usted que mi pulso flaquea. Con gran esfuerzo puedo escribir esta, que no será larga, no. Diré no más que lo muy preciso... Manifestado el motivo de mi largo silencio, no necesitaría pedir a usted perdón. No obstante, lo pido. Considero lo que habrá sufrido usted, pobrecito capellán mío, y el sobresalto, la incertidumbre de su alma generosa. Creo yo que me han vuelto a la vida mi ansiedad, el deseo ardiente de hablar con usted, de hablar de Fernando, de proseguir mirando por él y luchando por recobrarle. ¿Le recobraremos? ¡Ay, mi pena es muy honda!... Pienso que ya no le veré más, que ha huido de nosotros para siempre, que   —142→   se va, que se nos pierde en el torbellino de sus pasiones exaltadas... Quizás tengo yo la culpa, y esto me quita todo consuelo. Quizás mi intransigencia y excesivo rigor le alejan de mí... y no puedo, no puedo resignarme a ello... Al borde del sepulcro, sintiéndome ligada a la vida por un solo pensamiento, vi claramente mi error, y juré enmendarlo en cuanto pudiera. Transijo... cedo... cedemos y transigimos, señor capellán. ¡Deshonor, rebajamiento, palabras vanas! Lo que importa es que Fernando viva; que esté, ya que no conmigo, cerca de mí; que yo le sienta próximo; que pueda dirigirle; que yo alimente mi cariño diciéndole lo que se me ocurra, aunque él no me haga caso. Comprenderá usted, Sr. D. Pedro, la formidable razón de este anhelo mío. Nunca quise expresar mis sentimientos con explícita frase: dejándolos velados, como mi persona, me parecía que eran más míos... no sé si me explico bien. Pero ya no, ya no más misterios inútiles... ya me estorba la discreción, la delicadeza me es odiosa. Aunque la perspicacia de usted me ha cogido la delantera, yo quiero decirle lo que ya sabe, y así mi pobre alma se descarga de un insoportable peso. Fernando es mi hijo... Y esto que escribo quisiera que él lo leyese, y a él mismo se lo escribiría gozosa, añadiendo: 'Hijo de mi alma, perdóname. Reconozco tu independencia; acato tu libre albedrío. Tus amores no me gustan, pero los respeto. Acabemos esta horrenda lucha. Dime tus condiciones, y nos entenderemos'.

  —143→  

»¿Qué le parece a usted, mi buen amigo? No estoy para más luchas. Viviré corto tiempo. Depongo mi orgullo, ridiculeces, artificios de clase y de nacimiento, cuyo valor es nulo ante la Naturaleza, ante los afectos elementales. Me resta poca vida. En esta poca vida quiero tener un día, un solo día inefable: aquel en que yo pueda decir a mi Fernando lo que soy para él. Su corazón es noble. Tiene a quien salir. Confío que él hará muy dulce y bello ese día, ese gran día, después del cual pocos han de quedarme.

»¿Y dónde está? ¿A dónde ha ido a parar esa criatura, arrastrada de su vértigo y demencia? Mis noticias son vagas, incompletas; no me fío: no me inspiran los informadores que ahora me sirven la confianza de los que en otros días me comunicaban hasta el respirar de mi querido Fernando... Lo que sí tengo por indudable es que partió de Madrid el día 14 en la diligencia de Valladolid y Burgos. Antes de salir de aquí escribió a su amigote Escosura, que ha vuelto al servicio activo en el ejército de Córdova. Debo rectificar lo que dije en nuestra anterior campaña, respecto al oficialete de Artillería, y al apoyo y protección que daba a las locuras de Fernando. Un error de información me hizo atribuir a D. Patricio la culpa de otro tarambana, amigo de los dos, y no menos desordenado en su vida. Espronceda, el poeta de las pasiones violentas, de los ayes de desesperación, cantor de piratas, corsarios y ladrones, fue quien alentó a Fernando   —144→   a la rebeldía, enseñándole la teoría y práctica de los raptos de muchachas. El que de niño ya conspiraba, fundando los Numantinos, sociedad de jacobinismo infantil; el que en unión de otros chicuelos mal educados escandalizó a Madrid con la llamada Partida del Trueno, que se divertía en apalear, romper cristales y cometer mil desafueros, no podía inspirar cosa buena a ese ángel echado a perder. ¡Con tal maestro, qué había de hacer Fernando!

»Me consta de un modo indudable que Espronceda le ha incitado a correr tras de la chica de Negretti, calentándole los cascos con la poética al uso, que es en aquellas cabezas destornilladas lo que los libros de caballerías en la del pobre D. Quijote. Esto de romper todo vínculo social; esto de despreciar toda conveniencia por satisfacer anhelos del alma soñadora; esto de querer traernos a la vida presente los hechos de generaciones medio salvajes, falaz armazón de dramas y poemas; esto de tomar en serio los delirios de los poetas del día para quienes la vida no es más que una visión de lo pasado, es muy del carácter de Espronceda, a quien yo metería de buena gana en una casa de orates. Su simpatía por Fernando se funda en la comunidad de errores, pues también Espronceda está enfermo de pasión insana, y corre tras de una Aura que conoció en Lisboa cuando estuvo emigrado. Por último, mi Sr. D. Pedro, el endiablado cantor de aventureros, cosacos y otras gentes de mal vivir, ha facilitado   —145→   a Fernando su viaje al Norte, poniéndole en relaciones con un sujeto de historia, que va también hacia allá con fines que ignoro, aunque me da en la nariz que son políticos. Es el tal un sujeto llamado Rapella, natural de Palermo, que hace años andaba por Argel, ejerciendo la medicina; casó allá con una española; vino a Madrid, donde se estableció como cambiante, logrando injerirse en Palacio y ser honrado por Su Majestad con diferentes comisiones, entre ellas la de traer y llevar recados a Nápoles. Él fue quien acompañó a la princesa que vino a casarse con D. Sebastián. Pero en lo que más se ha lucido el hombre ha sido en tender hábilmente los hilos de la intriga que ha dado en tierra con nuestro bonísimo Mendizábal. El siciliano servía de correo de gabinete entre Istúriz y la Reina, y todas las noches iba al Pardo secretamente, no siempre solo, pues el mismo Istúriz u otros le acompañaron más de una vez. El viaje de este pájaro al Norte paréceme a mí que significa una nueva y desesperada tentativa para el arreglo con D. Carlos, mediante un convenio de familia o pastel dinástico, que aún no ha sido puesto al horno y ya huele a quemado. Allá veremos.

»Pues bien, mi querido y respetable Hillo: en compañía de ese intrigante y correveidile salió Fernando de Madrid. Como Rapella lleva salvo-conducto, podrán penetrar en el campo faccioso, en el campo cristino, y donde quieran. ¡Qué cosas vemos en   —146→   nuestra bendita nación! Ignoro si ese descarriado hijo intimará verdaderamente con su acompañante: me figuro que no, por más que cerca de él desempeña las funciones de secretario, o quizás las de escudero. Esto me enloquece... ¿Y aún no abrirá los ojos nuestro pobre Telémaco?

»Ya no puedo más. El esfuerzo que he tenido que hacer para escribir esta, sólo Dios lo sabe. Pero mi voluntad se sobrepone a mi extremada languidez. Después de esta valentía, estoy más sosegada. No, ya no le impulsaré a usted a nuevas aventuras, mi pobre Hillo; ya no comprometeré más su buen nombre, su decoro. Han cambiado las cosas. Transigimos, y ya no es ocasión de decir a nuestro Mentor que se lance por senderos tenebrosos tras de su discípulo. Basta, basta de locuras. Pero si no hemos de perseguirle, pensaremos en averiguar su paradero, para que usted, con su dulce voz de amigo le diga: 'Ven, hijo, ven: todo se te perdona y todo se te permite'. Y como esto hemos de concertarlo juntos, se acabó el incógnito: me quito la careta. La invisible, la escondida tutora se revela por fin. El misterio es ya imposible. Mi revelación, eso sí, permanecerá como un hecho absolutamente reservado, secreta inteligencia entre usted y yo; no necesito de su juramento para saber que puedo contar con su incondicional lealtad en este punto.

»La persona que lleva esta carta es de mi confianza. Me traerá esta noche su respuesta;   —147→   todo lo que usted quiera escribirme. Presumo no serán pocas las cosillas que tiene que contarme. No haga usted preguntas de ninguna clase a la intermediaria, porque es la discreción misma, y ya sabe que su única misión es llevar y traer los recados que se le confíen. Por ella sabrá usted el día y ocasión en que ha de verme para que hablemos y dispongamos todo lo que nos dé la gana. Sólo espero a reponerme un poco, dos o tres días no más. Me siento muy fatigada; vivo de milagro... Que me escriba, señor capellán; que me diga usted muchas cosas, muchas, aunque sea para reñirme. Adiós, hasta luego».

Leyó de nuevo la carta D. Pedro, más que gozoso alborozado; y aunque la carta no aclaraba por completo las dudas respecto a la condición social de la mascarita, la promesa que esta le hacía de quitarse el velo, que así ocultaba su rostro como su personalidad, motivo era de satisfacción y júbilo. Sin acordarse de comer ni parar mientes en que para este fin capital le había ya llamado dos veces Delfinita, no pensó más que en escribir a la velada, pareciéndole poco el papel que al volver a casa se le había ocurrido comprar. «¡Vaya, que no ha sido esta mala corazonada! -se decía sonriente, preparándose de tintero y pluma-. ¿Por qué me dio aquel súpito de comprar papel?... ¿Por escribir a los primos? No, no, no era esto: tres veces les he escrito, y no me han contestado esos tunantes... Fue que yo barruntaba... Lo presentía dudándolo; lo creía temeroso de equivocarme...   —148→   ¿Qué voz secreta me dijo en la calle de Fuencarral que esta noche necesitaría escribir?... ¿Qué travieso geniecillo...? ¡Oh, no hablemos de geniecillos los que creemos en el Espíritu Santo!».




ArribaAbajo- XV -

Es ahora forzoso que así el que lee como el que escribe corran en seguimiento del llamado Rapella con toda la celeridad que los medios de locomoción de aquellos calamitosos tiempos permitan. Ello es que como el tal siciliano, argelino, o lo que fuese, y las personas que le acompañan hacia el Norte nos han tomado la delantera en estos endiablados caminos, no hallaremos galeras bastante veloces ni postas bastante rápidas para darles alcance, como es nuestro deseo, en los llanos de Castilla. ¡Y gracias que a todo tirar y a todo correr, reventando un pobre rucio con alas, degenerada descendencia del Pegaso, podemos cazarles en un poblado llamado Gamarra, radicante a corta distancia, por el Norte, de la nobilísima ciudad de Vitoria! Gran dicha fue para los que les perseguíamos que en aquel lugar se detuviesen los viajeros, pues de continuar su camino con la atroz arrancada que traían de Madrid, no les cogiéramos en toda la vida. Recorrido   —149→   en diligencia el largo trayecto desde Madrid a Burgos, siguieron hasta Miranda en postas que pudieron conseguir con gran dispendio; de allí en carromato hasta la Puebla de Arganzón, donde alquilaron caballerías para llegar a Vitoria, y sin entrar en la ciudad, escabulléndose por las Brígidas y todo el contorno de Poniente, fueron a coger el camino de Bilbao, hasta dar con sus molidos huesos en Gamarra Mayor. Detuviéronse allí con el doble objeto de tomar algún descanso y de procurarse medios de proseguir su caminata, la cual no podía ser ni cómoda ni divertida, metiéndose, como era su propósito, en un país en armas, en el cráter mismo de la espantosa guerra civil.

El parador propiamente dicho hallábase ocupado en aquellos días por portugueses de la legión mandada por D'Antas; los viajeros hubieron de albergarse en una casa próxima, casi llena también de soldados lusitanos y españoles, con mayor número de caballerías que de personas. Instalados sin ninguna comodidad, el furibundo apetito les sazonaba la mala comida, y el cansancio les hacía llevaderas las fementidas camas. Allí se les dijo que el país venía padeciendo desde el año 34 la continua invasión militar, alternando facciosos con isabelinos. Toda la Llanada estaba perdida, la labranza muerta, los ganados dispersos; el invierno había sido muy crudo; el deshielo de las grandes nevadas aumentaba extraordinariamente el caudal de los ríos, y al humilde Zadorra se le   —150→   habían hinchado de tal modo las narices, que ningún cristiano se atreviera con él para vadearlo. Corría ya la segunda quincena de Mayo, y aún había copiosa nieve en los altos de San Adrián y la Borunda.

De tres personas no más constaba la caravana que hemos venido persiguiendo, y era jefe o capitán de ella un sujeto espigado y enjuto, en quien podría verse la reproducción exacta de D. Quijote, quitando a este diez años, dándole un poco más de carnes, y una ligera mano de belleza y frescura en el rostro. Pero si en la figura recordaba al hidalgo cervantino, en la palabra, dulcificada por el acento italiano, se perdía toda semejanza, y más aún en la expresión y modales, pues aunque de perfecta educación y notable finura, el personaje poseía todas estas prendas sin entonarlas con la gravedad ceremoniosa del gran caballero de la Mancha. El primer rasgo de carácter que sorprendía el observador en el aventurero Aníbal Rapella, al echarle la vista encima en su alojamiento de Gamarra Mayor, era la presunción, el cuidado de su persona. Llevaba infaliblemente consigo una cajita con los avíos y menjurjes de la decoración capilar y facial, y ya le cogiera la mañana navegando con mal tiempo en un falucho entre África y Europa, ya en la breve parada de diligencia o carromato, rodando por inhospitalarias tierras, nunca dejaba de consagrar a su toalleta una horita larga, cuando menos media hora, en casos de premura.   —151→   A esta devoción del buen ver unía el siciliano el orgullo de una salud de hierro, de la que hacía continuo alarde, y el apostolado de ciertos preceptos higiénicos que entonces ofrecían novedad. Así, en aquella fría mañana de Mayo, entre siete y ocho, le vemos en mangas de camisa, al aire libre, lavoteándose con agua fría en un artesón que pudo procurarse. Y entre la admiración y risa de los que le contemplaban, sostenía, tiritando, que aquello era el puntal de la vida. Lo que hizo después, metido en su aposento, cuya puerta no se cerraba y cuya ventana tenía los cristales rotos, debió de ser largo y prolijo, porque el hombre quedó fresco, refulgente, afeitado con gran esmero, limpio y oloroso; su largo bigote relucía totalmente negro, y en la ropa no se veía una mota. Aún no había terminado, cuando se le presentó el que llamaremos segundo de la caravana, español y navarro, natural de Ablitas, que sólo se parecía al escudero de D. Quijote en llamarse Sancho (de apellido, no de nombre: Ecequiel Sancho), sujeto de mediana estatura y complexión recia, amarilla la tez, ojos verdosos, y el pelo en escobillón. Habíale mandado el señor con un recado que, por la razón que traía, debió de resultar infructuoso.

«No está el brigadier. Después de recorrer una por una las casas del pueblo, me ha dicho persona verídica que la brigada que manda ese señor no está ya en el ejército del Norte, sino en el de Aragón.

  —152→  

-La brigada podrá estar en otra parte; pero Narváez puede haber quedado mandando otra división. Al menos así se decía en Madrid.

-En Madrid dirán lo que quieran; pero el Sr. D. Ramón María Narváez no está aquí, porque está en Aragón, a no ser que pueda un hombre estar mismamente en dos partes del mundo, Aragón y la Llanada de Álava.

-¡Cuerpo de tal, sí!... como tú, que estás al propio tiempo aquí y en Babia... ¿Quién te ha dado esos informes?

-Un señor coronel a quien conozco desde que él tenía diez años. Serví en su casa: su madre gran señora; sus hermanos guapísimos. Como hijos de militar, arrimados a la milicia... La señora me regañaba porque en los ratos libres nos poníamos todos, niños y criados, a jugar a los soldaditos. A este le quise más que a ninguno, y el día que salí de la casa lloraba el pobrecico... yo también lloré, porque le quería. Era un ángel... La señora nos hacía rezar el rosario de rodillas, y él se ponía junto a mí, haciéndome garatusas... Pues como iba contando, todos los hermanos siguieron la carrera militar... este...

-¿Quién es?... ¡Acaba de una vez, condenado! -exclamó Rapella dando una patada-. Aburres al Verbo Divino con tus historias.

-A eso iba.

-Quién es, te pregunto.

-D. Leopoldo O'Donnell.

  —153→  

-Acabáramos.

-Decía que todos los hermanos, respirando como la madre por el absolutismo, se han ido a la facción; este es el único que ha dicho: «¡Pues libertad, ea!», y ahí le tiene usted con veintiséis años y ya coronel, propuesto para brigadier. ¡Me da un gozo cuando le veo!... Oiga usted: a los once años ingresó en el Imperial Alejandro; a los quince era la misma formalidad, tan gallardo con su uniformito...

-Basta... ¡Si no quiero cuentos, Sancho; si me apestan tus historias! ¿Dónde y cuándo has visto a O'Donnell? Te advierto que es amigo mío; luego nos hemos de ver, y si me cuentas algún embuste o le has contado a él alguna inconveniencia, ten por seguro que lo he de saber.

-Le encontré no hace un cuarto de hora, cuando volvía yo para acá, después de despernarme por todo el pueblo. Salía de su hospedaje, dos casas más arriba, con cuatro oficiales de su regimiento...

-¿Manda Gerona?

-Gerona, sí señor. Por cierto que el año 34, siendo Leopoldito segundo comandante de la Guardia...

-¡Que no quiero historias, que no quiero historias! -gritó Rapella fuera de sí, esgrimiendo unas pinzas con que se arrancaba algunos pelos que asomaban en su nariz-. Adelante... A lo que te pregunto.

-Pues iba diciendo que en cuanto le vi, me fui derecho a él... ¡Qué sorpresa, qué alegría!   —154→   Claro que me reconoció, y dijo: «¡Sancho!», así, con... con confianza... y yo dije: «Niño mío, mi D. Leopoldito...» así, con... con tristeza, porque me acordaba de aquellos tiempos felices, que ya no volverán... Me acordaba de cuando su mamá, aquella respetabilísima y santa señora...

-Sancho, que te pego.

-Voy... voy... Pues hablamos un ratito... le dije que venía al servicio de un señor diplomático...

-Muy bien.

-Y él se admiró... y luego... nada... Notando yo que quería seguir hablando con sus compañeros, de cosas del servicio, me despedí, y cuando le besaba la mano tuve el buen acuerdo de preguntar por el señor brigadier Narváez, y me dijo lo que consta.

-Vamos, hombre, gracias a Dios que dejas a un lado la paja y vienes al grano. Pues mira, Sancho, corre al instante en seguimiento del coronel de Gerona, y el mismo recado que te di para Narváez se lo encajas a él. ¿Has perdido la boleta con mi nombre?... Ahí la tienes: bien... Pues vas, le sueltas la boleta y le dices que deseo hablarle; que me señale, hora y sitio... ¿estás? Corre, Sancho amigo, que necesitamos ganar horas, minutos...».

Salió Sancho presuroso, y el Sr. Rapella, abreviando los últimos trámites de su complejo tocador, dio golpes con los nudillos en una puerta próxima, diciendo a gritos: «Fernando, hijo, ¿duermes todavía?». Como no recibiera   —155→   contestación, empujó las mal ajustadas tablas que componían la puerta, y penetró en un camaranchón que recibía la claridad de un tragaluz del tamaño de medio pliego de papel. Allí, entre arcones cubiertos de polvo, sacos de paja y viejos instrumentos de labranza, yacía durmiendo bajo una manta, Fernando Calpena, el cual, si despertó a las voces que daba su amigo, hubo de tardar algún tiempo en vencer el embrutecimiento que un profundo dormir en cuerpo tan cansando producía. Viéndole desperezarse, Rapella le dijo: «Levántate pronto, y vístete y arréglate. ¿Conoces tú a O'Donnell?

-¿Enrique?

-No: Leopoldo.

-No le conozco. A su hermano sí: en Madrid le dejamos.

-Porque verás: tropezamos con un grave inconveniente. Mi íntimo amigo Ramón Narváez, con quien yo contaba para que nos proporcionase caballos, no está ya en este ejército. Yo, la verdad, aunque traigo carta para Córdova, no me atrevo a presentarme en el Cuartel General en estas circunstancias... En el momento de iniciarse un movimiento de avance hacia las líneas de Arlabán, no me parece oportuno dar a conocer que vamos al Cuartel de D. Carlos.

-Sí: podrían creer que llevábamos noticias de los movimientos del ejército cristino -dijo Calpena sacudiendo la pereza-. ¿Y en efecto, se mueve Córdova?... Yo creí   —156→   que soñaba, oyendo desde antes del alba cornetas y tambores... Soñé, ¡qué desatino! que debajo de mi jergón se estaba dando la batalla de Bailén, y que no la ganaba Castaños, sino Mendizábal. Ya ve usted qué desatino...

-Intentaré entenderme con O'Donnell: le trato poco; es muy frío; parece un reverendo inglés. ¿Y a quién conoces tú en el ejército?

-A muchos. Pero con encontrar a Patricio de la Escosura, tendremos lo que queramos.

-Facilillo es hoy cogerle. ¡mali pri mia! -dijo Rapella, lanzando una exclamación siciliana-. Ya siento que no entráramos en Vitoria.

-Si el ejército se pone en marcha, será como buscar una aguja en un pajar. ¡Fuera pereza!... ¡Ah! También conozco a Juanito Pezuela y a Ros de Olano.

-Pues anda, hijo, anda, y mientras tú brujuleas por un lado, yo procuraré conquistar la fría voluntad del coronel de Gerona, y buscaré a Malibrán, grande amigo mío, y a Pepe Concha. También está en el Cuartel Real Mariano Girón, el hermano del Duque de Osuna; a los dos les trato... Pero no es prudente que nos vayamos tan a fondo. Procurémonos tres caballerías, aunque sean de desecho, y escapemos hoy mismo por el camino de Villarreal, donde, según lo que allí nos digan, tomaremos la dirección más expedita para colarnos pronto en la mismísima Corte del señor Pretendiente.



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