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De sobremesa1

José Asunción Silva

Remedios Mataix (ed. lit.)





Recogida por la pantalla de gasa y encajes, la claridad tibia de la lámpara caía en círculo sobre el terciopelo carmesí de la carpeta y, al iluminar de lleno tres tazas de China doradas en el fondo por un resto de café espeso y un frasco de cristal tallado lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro, dejaba ahogado en una penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de la alfombra, los tapices y las colgaduras, el resto de la estancia silenciosa.

En el fondo de ella, atenuada por diminutas pantallas de rojiza gasa, luchaba con la semioscuridad circunvecina la luz de las bujías del piano, en cuyo teclado abierto oponía su blancura brillante el marfil al negro mate del ébano.

Sobre el rojo de la pared, cubierta con opaco tapiz de lana, brillaban las cinceladuras de los puños y el acero terso de las hojas de dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela, y, destacándose del fondo oscuro del lienzo limitado por el oro de un marco florentino, sonreía con expresión bonachona la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrandt.

El humo de dos cigarrillos, cuyas puntas de fuego ardían en la penumbra, ondeaba en sutiles espirales azulosas en el círculo de luz de la lámpara, y el olor enervante y dulce del tabaco opiado de Oriente se fundía con el del cuero de Rusia en que estaba forrado el mobiliario.

Una mano de hombre se avanzó sobre el terciopelo de la carpeta, frotó una cerilla y encendió las seis bujías puestas en pesado candelabro de bronce cercano a la lámpara. Con el aumento de luz fue visible el grupo que guardaba silencio: el fino perfil árabe de José Fernández, realzado por la palidez mate de la tez y la negrura rizosa de los cabellos y de la barba; la contextura hercúlea y la fisonomía plácida de Juan Rovira, tan atrayente por el contraste que en ella forman los ojazos de expresión infantil y las canas del espeso bigote sobre lo moreno del cutis atezado por el sol; la cara enjuta y grave de Óscar Sáenz que, con la cabeza hundida en los cojines del diván turco y el cuerpo tendido sobre él, se retorcía la puntiaguda barbilla rubia y parecía perdido en una meditación interminable.

-¡Bonita sobremesa! Hace media hora que estamos callados como tres muertos. Esta media luz que te gusta a ti, Fernández, ayuda al silencio y es un narcótico -prorrumpió Juan Rovira, escogiendo un cigarro en la caja de habanos abierta sobre la mesa, al pie del frasco de aguardiente de Dantzing-. Bonita sobremesa para una comilona rociada con ese borgoña. ¡Si ya me sentía con principios de congestión! -Y comenzó a pasearse a grandes pasos por el cuarto, con la mano derecha metida en el bolsillo del chaleco y arrancándole al puro las primeras bocanadas de humo.

-¿Qué quieres? Esto lo llaman los poetas el silencio de la intimidad; también es que Óscar nos ha contagiado; le comieron la lengua los ratones del hospital... No has atravesado tres palabras desde que entraste. Tienes sueño -dijo dirigiéndose a Sáenz, que se incorporó al oírlo.

-¿Yo, sueño?... no; estoy un poco cansado. Pero suponte, Juan -siguió, clavando en Rovira los ojos pequeños y penetrantes-, que por un hábito profesional observas siempre la fisonomía del interlocutor como buscando en ella el síntoma o la expresión de una oculta dolencia; suponte: paso la semana entera en las salas frías del hospital y en las alcobas donde sufren tantos enfermos incurables; veo allí todas las angustias, todas las miserias de la debilidad y del dolor humano en sus formas más tristes y más repugnantes; respiro olores nauseabundos de desaseo, de descomposición y de muerte; no visito a nadie y los sábados entro aquí a encontrar el comedor iluminado a giorno por treinta bujías diáfanas y perfumado por la profusión de flores raras que cubren la mesa y desbordan, multicolores, húmedas y frescas, de los jarrones de cristal de Murano; el brillo mate de la vieja vajilla de plata marcada con las armas de los Fernández de Sotomayor, las frágiles porcelanas decoradas a mano por artistas insignes, los cubiertos que parecen joyas, los manjares delicados, el rubio jerez añejo, el johannisberg seco, los burdeos y los borgoñas que han dormido treinta años en el fondo de la bodega, los sorbetes helados a la rusa, el tokay con sabores de miel, todos los refinamientos de esas comidas de los sábados, y luego, en el ambiente suntuoso de este cuarto, el café aromático como una esencia, los puros riquísimos y los cigarrillos egipcios que perfuman el aire... Junta a la impresión de todos esos detalles materiales la que me causa a mí, acostumbrado a ver moribundos, el exceso de vigor físico y la superabundancia de vida de este hombrón -dijo señalando a Fernández, que se sonrió con una expresión de triunfo-; junta eso con mis quehaceres habituales y con el ambiente mezquino y prosaico en que vivo y comprenderás mi silencio cuando estoy aquí. Por eso me callo, y por otras cosas también...

-¿Cuáles son esas cosas? -inquirió Fernández.

-Son tus aventuras amorosas, que todos te envidiamos en secreto -insinuó Rovira con aire paternal-, y que por el lado antihigiénico preocupan a este don Pedro Recio Tirteafuera.

-No. Lo demás es que he comprendido la inutilidad de suplicarte para que vuelvas al trabajo literario y te consagres a una obra digna de tus fuerzas, y que cada vez que estoy aquí prefiero no hablar para no repetirte que es un crimen disponer de los elementos de que dispones y dejar que pasen los días, las semanas, los años enteros sin escribir una línea. ¿Dormiste sobre tus laureles, satisfecho con haber publicado dos tomos de poesías, uno cuando niño y otro hace ya siete años?

-¿Te parece poco haber escrito un tomo de poesías como los Primeros Versos y como los Poemas del más allá?

-Yo no sé de esas cosas, pero me parece que valen la pena los versos de Fernández -agregó Rovira con aire de fastidio.

-Para cualquiera otro me parecería mucho, para Fernández nada. Recuerde usted cuánto hace que los escribió... Todo lo que has hecho -continuó, volviéndose al poeta-, todo lo más perfecto de tus poemas es nada, es inferior a lo que tenemos derecho a esperar de ti los que te conocemos íntimamente, a lo que tú sabes muy bien que puedes hacer. Y sin embargo, hace dos años que no produces una línea... Dime, ¿piensas pasar tu vida entera como has pasado los últimos meses, disipando tus fuerzas en diez direcciones opuestas, exponiéndote a los azares de la guerra por defender una causa en que no crees, como lo hiciste en julio al combatir a las órdenes de Monteverde, promoviendo reuniones políticas para excitar al pueblo de que te ríes, cultivando flores raras en el invernáculo, seduciendo histéricas vestidas por Worth, estudiando árabe y emprendiendo excursiones peligrosas a las regiones más desconocidas y malsanas de nuestro territorio para continuar tus estudios de prehistoria y de antropología? Déjame echarte un sermón ya que me he callado tanto tiempo. En tu frenesí por ampliar el campo de las experiencias de la vida, en tu afán por desarrollar simultáneamente las facultades múltiples con que te ha dotado la naturaleza, vas perdiendo de vista el lugar a donde te diriges. El aspecto de tu escritorio ayer por la mañana daría a pensar en un principio de incoherencia a cualquiera que te conociera menos de lo que te conozco: Había sobre tu mesa de trabajo un vaso de antigua mayólica lleno de orquídeas monstruosas, un ejemplar de Tibulo manoseado por seis generaciones y que guardaba entre sus páginas amarillentas la traducción que has estado haciendo, el último libro de no sé qué poeta inglés, tu despacho de General enviado por el Ministerio de Guerra, unas muestras de mineral de las minas de Río Moro, cuyo análisis te preocupaba, un pañuelo de batista perfumado que sin duda le habías arrebatado la noche anterior en el baile de Santamaría al más aristocrático de tus flirts, tu libro de cheques contra el Banco Anglo-Americano, y presidía esa junta heteróclita el ídolo quichua que sacaste del fondo de un adoratorio en tu última excursión y una estatueta griega de mármol blanco.

-Tú, sentado enfrente del escritorio, azotado ya por la ducha fría y excitado por tres tazas de té, comenzabas el día. Ya habías escrito una estrofa musical y perversa destinada probablemente a una de tus víctimas. Según me dijiste, ya habías girado tres cheques para atender los pagos de la semana; llamado al teléfono para darle órdenes al arquitecto de Villa Helena; comenzado en el laboratorio un ensayo del mineral de Río Moro; ya habías leído diez páginas de una monografía sobre la raza azteca y, mientras ensillaban el más fogoso de los caballos, te entretenías en estudiar el plano de una batalla. ¡Dios mío!, si hay un hombre capaz de coordinar todo eso, ese hombre, aplicado a una sola cosa, ¡será una enormidad! Pero no, eso está fuera de lo humano... Te dispersarás inútilmente. No sólo te dispersarás, sino que esos diez caminos que quieres seguir al tiempo, se te juntarán, si los sigues, en uno solo.

-¿Que lleva al Asilo de Locos? -preguntó Fernández, sonriéndose con una sonrisa de desdén - No lo creas... Yo creí eso en un tiempo. Hoy no lo creo.

-Bien, suponte que no sea así -continuó Sáenz, imperturbable-. Da por sentado que tu organización de hierro resista las pruebas a que la sometes, y dime: ¿tú sí crees de buena fe que aunque vivas cien años alcanzarás a satisfacer los millones de curiosidades que levantas dentro de ti a cada instante para lanzarlas por el mundo como una jauría de perros hambrientos, a la caza de impresiones nuevas? ¿Y para seguir en esas locuras echas a un lado lo mejor de ti mismo, tu vocación íntima, tu alma de poeta? ¿Cuántos versos has escrito en este año?

-¿Versos?... Ni uno solo... Pensé escribir un poema que tal vez habría sido superior a los otros; no lo comencé. Probablemente no lo comenzaré nunca. No volveré a escribir un solo verso... Yo no soy poeta.

Una exclamación de los dos amigos le impidió continuar la frase.

-No, no soy poeta -dijo con aire de convicción profunda-: eso es ridículo. ¡Poeta yo! Llamarme a mí con el mismo nombre con que los hombres han llamado a Esquilo, a Homero, al Dante, a Shakespeare, a Shelley... Qué profanación y qué error. Lo que me hizo escribir mis versos fue que la lectura de los grandes poetas me produjo emociones tan profundas como son todas las mías; que esas emociones subsistieron por largo tiempo en mi espíritu y se impregnaron de mi sensibilidad y se convirtieron en estrofas. Uno no hace versos, los versos se hacen dentro de uno y salen. El que menos ilusiones puede formarse respecto del valor artístico de mi obra soy yo mismo, que conozco el secreto de su origen. ¿Quieres saberlo? Viví unos meses con la imaginación en la Grecia de Pericles, sentí la belleza noble y sana del arte heleno con todo el entusiasmo de los veinte años y bajo esas impresiones escribí los Poemas Paganos; de un lluvioso otoño pasado en el campo leyendo a Leopardi y a Antero de Quental, salió la serie de sonetos que llamé después Las Almas Muertas; en los Días Diáfanos cualquier lector inteligente adivina la influencia de los místicos españoles del siglo XVI, y mi obra maestra, los tales «Poemas de la Carne», que forman parte de los Cantos del más allá que me han valido la admiración de los críticos de tres al cuarto y cuatro o seis imitadores grotescos, ¿qué otra cosa son sino una tentativa mediocre para decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rossetti, Verlaine y Swinburne?... No, Dios mío, yo no soy poeta... Soñaba antes y sueño todavía a veces en adueñarme de la forma, en forjar estrofas que sugieran mil cosas oscuras que siento bullir dentro de mí mismo y que quizás valdrían la pena de decirlas, pero no puedo consagrarme a eso...

-Al oírte comprendo por qué dice Máximo Pérez que el crítico en ti mata al poeta; que tus facultades analíticas son superiores a tus fuerzas creadoras -dijo Sáenz.

-Puede ser, soy quien menos puede decirlo -continuó Fernández-. Poeta. Puede ser, ese tiquete fue el que me tocó en la clasificación. Para el público hay que ser algo. El vulgo les pone nombres a las cosas para poderlas decir y pega tiquetes a los individuos para poderlos clasificar. Después el hombre cambia de alma pero le queda el rótulo. Publiqué un tomo de malos versos a los veinte años y se vendió mucho; otro de versos regulares a los veintiocho y no se vendió nada. Me llamaron Poeta desde el primero, después del segundo no he vuelto a escribir ni una línea y he hecho nueve oficios diferentes, y a pesar de eso llevo todavía el tiquete pegado, como un envase que al estrenarlo en la farmacia contuvo mirra y que más tarde, lleno por dentro de cantáridas, de linaza o de opio, ostenta por fuera el nombre de la balsámica goma. ¡Poeta! Pero no, oye, no son mis facultades analíticas, que Pérez exagera, la razón íntima de la esterilidad que me echas en cara; tú sabes muy bien cuál es: es que como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae y me fascina todo, irresistiblemente. Todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la actividad humana, todas las formas de la Vida, la misma vida material, las mismas sensaciones que por una exigencia de mis sentidos necesito de día en día más intensas y más delicadas... ¿Qué quieres? ¿Con todas esas ambiciones puede uno ponerse a cincelar sonetos? En esas condiciones no manda uno en sus nervios.

-Y mucho menos cuando usa, como tú, un disfraz de perfecta corrección mundana, se aísla como vives aislado entre los tesoros de arte y las comodidades fastuosas de una casa como ésta, y sólo trata con una docena de chiflados como somos tus amigos -excepción hecha de Rovira-: los más a propósito para aislarte de la vida real...

-¿La vida real?... Pero ¿qué es la vida real, dime, la vida burguesa sin emociones y sin curiosidades? Cierto que sólo existen para mí diez amigos íntimos que me entienden y a quienes entiendo y algunos muertos en cuya intimidad vivo... Las demás son amistades epidérmicas, por decirlo así; en cuanto a mi vida de hoy, tú sabes bien que, aunque distinta en la forma de la que he llevado en otras épocas, su organización obedece en el fondo a lo que ha constituido siempre mi aspiración más secreta, mi pasión más honda: el deseo de sentir la vida, de saber la vida, de poseerla, no como se posee a una mujer de quien nos hacen dueños unos instantes de desfallecimiento suyo y de audacia nuestra, sino como a una mujer adorada, que convencida de nuestro amor se nos confía y nos entrega sus más deliciosos secretos. ¿Tú crees que yo me acostumbro a vivir? No. Cada día tiene para mí un sabor más extraño y me sorprende más el milagro eterno que es el Universo. La vida, ¿quién sabe lo que es? Las religiones, no, puesto que la consideran como un paso para otras regiones; la ciencia, no, porque apenas investiga las leyes que la rigen sin descubrir su causa ni su objeto. Tal vez el arte que la copia... tal vez el amor que la crea... ¿Tú crees que la mayor parte de los que se mueren han vivido? Pues no lo creas. Mira, la mayor parte de los hombres, los unos luchando a cada minuto por satisfacer sus necesidades diarias, los otros encerrados en una profesión, en una especialidad, en una creencia, como en una prisión que tuviera una sola ventana abierta siempre sobre un mismo horizonte; la mayor parte de los hombres se mueren sin haberla vivido, sin llevarse de ella más que una impresión confusa de cansancio. ¡Ah, vivir la vida!, eso es lo que quiero, sentir todo lo que se puede sentir, saber todo lo que se puede saber, poder todo lo que se puede... Los meses pasados en la pesquería de perlas, sin ver más que la arena de las playas y el cielo y las olas verdosas, respirando a pleno pulmón el ambiente yodado del mar; las temporadas de orgías y de tumultos mundanos en París; los meses de retiro en el viejo convento español, entre cuyos paredones grises sólo resuenan los rezos monótonos de los frailes y las graves músicas del canto llano; la permanencia agitada en el escritorio de Collins, con mi fortuna comprometida en el engranaje vertiginoso de los negocios yankees y la cabeza llena de cotizaciones y de cálculos, en pleno hardwork; las suaves residencias en Italia en que, secuestrado del mundo y olvidado de mí mismo, viví encerrado en iglesias y museos o soñando por horas enteras en amorosa contemplación ante las obras de mis artistas predilectos como el Sodoma y el Vinci; todo eso son cinco caminos emprendidos con loco entusiasmo, recorridos con frenesí y abandonados por temor de que me sorprendiera la muerte en alguno de ellos antes de transitar por otros, por estos otros nuevos que trato de recorrer ahora y por los cuales dices tú que voy gastando inútilmente mis fuerzas. ¡Ah!, ¡vivir la vida!, ¡emborracharme de ella!, mezclar todas sus palpitaciones con las palpitaciones de nuestro corazón antes de que él se convierta en ceniza helada; sentirla en todas sus formas, en la gritería del meeting donde el alma confusa del populacho se agita y se desborda en el perfume acre de la flor extraña que se abre, fantásticamente abigarrada, entre la atmósfera tibia del invernáculo; en el sonido gutural de las palabras que hechas canción acompañan hace siglos la música de las guzlas árabes; en la convulsión divina que enfría las bocas de las mujeres al agonizar de voluptuosidad; en la fiebre que emana del suelo de la selva donde se ocultan los últimos restos de la tribu salvaje... Dime, Sáenz, ¿son todas esas experiencias opuestas y las visiones encontradas del Universo que me procuran, todo eso es lo que quieres que deje para ponerme a escribir redondillas y a cincelar sonetos?

-No -contestó el otro sin desconcertarse-; yo no te he dicho nunca que no pienses, sino que no abuses. Alegas tú que lo que yo llamo abuso es para ti lo estrictamente necesario y te ríes de mis sermones. Es claro que si el fin de todos tus esfuerzos me pareciera a tu altura, te aplaudiría, pero tú lo que quieres es gozar y eso es lo que persigues en tus estudios, en tus empresas, en tus amores, en tus odios. No son tus complicaciones intelectuales las que no te dejan escribir, ni tampoco son tus grandes facultades críticas que requerirían que produjeras obras maestras para quedar satisfechas, no, no es eso: son las exigencias de tus sentidos exacerbados y la urgencia de satisfacerlas que te domina. Mira, si en mis manos estuviera te quitaría cosa a cosa todo lo que te impide escribir y hacer glorioso tu nombre. ¿Quieres saber qué es lo que no te deja escribir? El lujo enervante, el confort refinado de esta casa con sus enormes jardines llenos de flores y poblados de estatuas, su parque centenario, su invernáculo donde crecen, como en la atmósfera envenenada de los bosques nativos, las más singulares especies de la flora tropical. ¿Sabes qué es? No son tanto las tapicerías que se destiñen en el vestíbulo, ni los salones suntuosos, ni los bronces, los mármoles y los cuadros de la galería, ni el gabinete del extremo oriente con sus sederías chillonas y sus chirimbolos extravagantes, ni las colecciones de armas y de porcelanas, ni mucho menos tu biblioteca ni las aguafuertes y dibujos que te encierras a ver por semanas enteras, no. Es lo otro. Lo que estimula el cuerpo, las armas, los ejercicios violentos, tus cacerías salvajes con los Merizaldes y los Monteverdes; tus negocios complicados; el salón de hidroterapia, la alcoba y el tocador dignos de una cortesana. Son los vicios nuevos que dices que estás inventando, esas joyas en cuya contemplación te pasas las horas fascinado por su brillo, como se fascinaría una histérica; el té despachado directamente de Cantón, el café escogido grano por grano que te manda Rovira; el tabaco de Oriente y los cigarros de Vuelta Abajo, el kummel ruso y el krishabaar sueco, todos los detalles de la vida elegante que llevas, y todas esas gollerías que han reemplazado en ti al poeta por un gozador que a fuerza de gozar corre al agotamiento. ¡Hombre, cuando estando sano como una manzana y fuerte como un carretero has dado en tomar tónicos de los que se les dan a los paralíticos, y eso sólo para sentirte más lleno de vida de lo que estás! Mira, si en mis manos estuviera te quitaría todos los refinamientos y las suntuosidades de que te rodeas, te debilitaría un poco para tranquilizarte, te pondría a vivir en un pueblecito, en un ambiente pobre y tranquilo donde conversaras con gente del campo y no vieras más cuadros que las imágenes de la iglesia, ni consiguieras más libros que el Año Cristiano prestado por el cura. Si en mis manos estuviera te salvaría de ti mismo. A los seis meses de vivir en ese ambiente serías otro hombre y te pondrías a escribir algún poema de los que debes escribir, de los que es tu deber escribir.

-¿Conque yo tengo el deber de escribir poemas? -preguntó Fernández riéndose- ¡Pues estoy divertido! -y enseriándose súbitamente- ¡Feliz tú que sabes cuáles son los deberes de cada cual y cumples los que crees tuyos como los cumples! ¡Deber! ¡Crimen! ¡Virtud! ¡Vicio!... Palabras, como dice Hamlet. Yo estoy en la situación en que nos suponía el zapatero aquel que cuando se emborrachaba nos detenía a la salida del colegio, ¿recuerdas?

-¡Ah! sí, el zapatero Landínez -contestó Juan Rovira como si se dirigiera a él-; antier me lo encontré más borracho que nunca y me detuvo con su eterno sonsonete: «Dadme una peseta, caballero. Vos no sabéis la posición que ocupáis en la sociedad; vos no sabéis qué cosa es el mal ni qué cosa es el bien». ¿Bueno, José, y tú qué tienes que ver con ese perdulario? -dijo interpelando a Fernández.

-Tú no entiendes esas cosas -le respondió éste-, es una broma que tengo con Sáenz. Conque, dime -preguntó volviéndose al médico-, ¿tú sí crees que mi deber es escribir poemas? Pues mira esa calavera -agregó mostrando con la mano nerviosa y fina un cráneo, cuyas cuencas vacías donde se aglomeraba la sombra parecían mirarlo desde el pedestal de la Venus de Milo donde estaba colocado-; esa calavera me dice todas las noches que mi deber es vivir con todas mis fuerzas, ¡con toda mi vida!

-Y sin embargo los versos me tientan y quisiera escribir, ¿para qué ocultártelo? En estos últimos días del año sueño siempre con escribir un poema, pero no encuentro la forma... Esta mañana volviendo a caballo de Villa Helena me pareció oír dentro de mí mismo estrofas que estaban hechas y que aleteaban buscando salida. Los versos se hacen dentro de uno, uno no los hace, los escribe apenas... ¿tú no sabes eso, Rovira?

-¡No!, ¿qué sé yo de esas cosas? -contestó el interpelado-. Los tuyos me gustan y son buenos de seguro, porque un hombre de gusto que tiene caballos como la pareja de moros de tu victoria y el árabe en que montas, y una casa como ésta y tanto cuadro y tantas estatuas y cigarros de esta calidad -dijo mostrando la larga ceniza del puro casi negro que se estaba fumando-, ¡pues es clarísimo que no puede hacer malos versos!

-¿Por qué no escribes un poema, José? -insistió Sáenz.

-Porque no lo entenderían tal vez, como no entendieron los Cantos del más allá -dijo el poeta con dejadez. ¿Ya no recuerdas el artículo de Andrés Ramírez en que me llamó asqueroso pornógrafo y dijo que mis versos eran una mezcla de agua bendita y de cantáridas? Pues esa suerte correría el poema que escribiera. Es que yo no quiero decir sino sugerir, y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista. En imaginaciones desprovistas de facultades de ese orden, ¿qué efecto producirá la obra de arte? Ninguno. La mitad de ella está en el verso, en la estatua, en el cuadro, la otra en el cerebro del que oye, ve o sueña. Golpea con los dedos esa mesa: es claro que sólo sonarán unos golpes; pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía. Y el público es casi siempre mesa y no un piano que vibre como éste -concluyó, sentándose al Steinway y tocando las primeras notas del prólogo del Mephisto.

-Fernández -dijo Rovira suspendiendo su interminable paseo para acercarse a la mesa y sacudir la ceniza del puro que fumaba en un platillo de cobre repujado-. Oye, Fernández: no te preocupes con los sermones de este médico, que quiere ser para ti un don Pedro Recio Tirteafuera, ni con escribir unos versos más o menos, para que tus admiradores te proclamen genio al día siguiente del entierro. Más vale vivir tres días en Nare, como decía el minero, que tres siglos en el corazón de la posteridad. Nada, hijo, diviértete, cuídate, busca más caballos árabes y más armas si eso te suena, compra más anticuallas y más chirimbolos, métete hasta las narices en la política, déjate querer por todas las mujeres que se antojen de ti y hazte querer de todas las que se te antojen, no vuelvas a escribir un solo verso si no se te da la gana... Para todo eso te doy mi permiso a cambio de que me satisfagas esta noche un antojo que tengo desde hace mucho tiempo: quiero oírte leer unas páginas que, según me dijiste una vez, tienen relación con el nombre de tu quinta, con un diseño de tres hojas y una mariposa que llevan impreso en oro en la pasta blanca varios volúmenes de tu biblioteca, y con aquel cuadro de un pintor inglés... ¿cómo dices tú, decadente? No; ¿simbolista? No; ¿prerrafaelita? Eso es: prerrafaelita, que tienes en la galería y que no logro entender por más que lo miro cada vez que paso por ahí. ¿Sabes de qué te hablo?

-Sí, sé de qué me hablas -contestó Fernández levantándose al oír ruidos de voces y de pasos en el cuarto vecino.

El portier pesado de tela roja de Oriente bordado de oro que cierra la entrada de la derecha se abrió, dándoles paso a Luis Cordovez y a Máximo Pérez.

-Buenas noches, te traigo a este hombre para que lo distraigas -dijo Cordovez, tendiéndole la mano a Fernández-; Juan, Óscar -saludando familiarmente a los amigos con quienes hablaba Pérez-, y vengo yo a desinfectarme de todas las vulgaridades oídas en estas dos horas. Dame una copa de jerez del más seco y siéntate tú aquí -añadió mostrando un sillón cercano al suyo-; necesito oír buenos versos para desinfectarme el alma. ¡Si tú supieras de dónde vengo!

-Pues no me parece imposible adivinarlo: de una comida en que has estado cerca de una rubia. El vestido lo cuenta... ¡Irreprochable! -añadió Fernández fijándose en la gardenia fresca que llevaba Cordovez en el ojal del frac y en las gruesas perlas que le abotonaban la pechera.

-¡Ya lo ves, te equivocaste! Los poetas andan siempre soñando cosas deliciosas. Nada, hombre, de una comida dada por Ramón Rey a Daniel Avellaneda, en que se habló de política al comenzar y de religión y de mujeres al concluir. Cuando te digo que necesito que me leas versos de Núñez de Arce para desinfectarme... No, no son versos -añadió dirigiéndole a Fernández una mirada en que se adivinaba su amor casi fraternal y su entusiasmo fanático por el poeta-. ¿Sabes? No son versos de Núñez de Arce; es prosa tuya lo que quiero. Vengo a pedirte de soñar, como dices tú. Hace tres días que no le pido de soñar a nadie por miedo de que me sirvan mal y que estoy pensando a cada momento en que llegue esta noche para suplicarte me leas unas notas tomadas en un viaje por Suiza que nunca me has mostrado. Nos las vas a leer dentro de un rato, ¿cierto? Si tú supieras que he pasado hoy un mal día pensando en ti, con la idea fija de que estabas enfermo... Pero estás bien, ¿verdad?

-Nunca estoy bien en los últimos días del año -contestó Fernández como distraído por algo que lo preocupara-; nunca estoy bien en los últimos días de diciembre.

La frescura y la animación de Luis Cordovez, cuyas facciones delicadas y naciente barba castaña recordaban el perfil del Cristo de Scheffer sin que los rizos oscuros que le caían sobre la frente estrecha ni el frac que le moldeaba el busto alcanzaran a disminuir el parecido, formaban extraño contraste con la atonía meditabunda del semblante pálido y lo apagado de los ojos grises de Máximo Pérez, cuya flacura se adivinaba, mal disimulada por el vestido de cheviot claro que traía puesto, en las líneas del cuerpo tendido sobre el diván vecino en una postura de enfermizo cansancio.

-Tú no sigues bien, ¿eh?... ¿Aumentan los dolores? -le preguntó Sáenz clavándole los ojos inquisitivos.

-Siguen los dolores, atroces, a pesar de los bromuros y de la morfina. Esta noche me sentía tan mal que me retiraba ya del Club cuando encontré a Cordovez y me hizo el bien de traerme. No saben tus colegas qué es lo que tengo... Fernández, dime, ¿tampoco pudieron hacer diagnóstico preciso de una enfermedad que sufriste en París, de una enfermedad nerviosa de que me ha hablado Marinoni? Dime, ¿tú la describiste en algunas páginas de tu diario? Si nos las leyeras esta noche... Creo que sólo la lectura de algo inédito y que me interesara mucho alcanzaría a disipar un poco mis ideas negras.

-Yo le había instado antes a José para que nos leyera algo relacionado con el nombre de la quinta, con Villa Helena -dijo Rovira malhumorado y como temeroso de no lograr su empeño-; ahora tú y Cordovez vienen cada cual con su idea, y va a resultar que José no nos lee nada al fin. Fernández, ¿qué dices?

-Tú querías leer la última novela de Pereda, ¿no, Cordovez? -dijo el escritor distraído- Recuérdame darte el tomo.

-No; te había suplicado que nos leyeras unas notas escritas en Suiza, pero resulta que Rovira desea conocer unas páginas que según dice tienen relación con Villa Helena; Pérez otras que dizque describen una enfermedad que sufriste en París, y el doctor Sáenz no opina: está callado como un mudo desde que entramos, ¡habla, Sáenz!

-Fernández no me oye nunca cuando le hablo. Hace cuatro años le vengo diciendo que escriba y no me oye. José, ¿no tienes tú un cuento o cosa así que pasa en París, una noche de año nuevo? -insinuó el médico- ¿Por qué no nos lo lees?

-Todo eso es Ella -dijo el escritor, como perdido en un ensueño-: esta mañana las rosas blancas en la verja de hierro de Villa Helena; a mediodía el revoloteo de la mariposilla blanca que se entró por la ventana del escritorio; ahora cuatro deseos encontrados que se juntan para que la nombre...

Se pasó la mano por la frente y se quedó callado luego sin que, durante diez minutos en que pareció olvidarse de todo y sumirse en honda meditación, ninguno de los amigos se atreviera a distraerlo.

-Fernández, ¿no nos vas a leer nada? -preguntó Rovira impaciente, deteniéndose cerca del sillón de aquél-. ¿Tienes dolor de cabeza? Eso ha sido el trabajo de hoy: ¿tú para qué trabajas?... ¿Nos lees algo al fin?

José Fernández, después de buscar en uno de los rincones oscuros del cuarto, donde sólo se adivinaba entre la penumbra rojiza la blancura de un ramo de lirios y el contorno de un vaso de bronce, y de apagar las luces del candelabro, se sentó cerca de la mesa y, poniendo sobre el terciopelo de la carpeta un libro cerrado, se quedó mirándolo por unos momentos.

Era un grueso volumen con esquineras y cerradura de oro opaco. Sobre el fondo de azul esmalte, incrustado en el marroquí negro de la pasta, había tres hojas verdes sobre las cuales revoloteaba una mariposilla con las alas forjadas de diminutos diamantes.

Acomodándose Fernández en el sillón, abrió el libro y después de hojearlo por largo rato leyó así a la luz de la lámpara:

París, 3 de junio de 189...

La lectura de dos libros que son como una perfecta antítesis de comprensión intuitiva y de incomprensión sistemática del Arte y de la vida, me ha absorbido en estos días: forman el primero mil páginas de pedantescas elucubraciones seudocientíficas, que intituló Degeneración un doctor alemán, Max Nordau, y el segundo, los dos volúmenes del Diario, del alma escrita, de María Bashkirtseff, la dulcísima rusa muerta en París, de genio y de tisis, a los veinticuatro años, en un hotel de la calle de Prony.

Como un esquimal miope por un museo de mármoles griegos, lleno de Apolos gloriosos y de Venus inmortalmente bellas, Nordau se pasea por entre las obras maestras que ha producido el espíritu humano en los últimos cincuenta años. Lleva sobre los ojos gruesos lentes de vidrio negro y en la mano una caja llena de tiquetes con los nombres de todas las manías clasificadas y enumeradas por los alienistas modernos. Detiénese al pie de la obra maestra, compara las líneas de ésta con las de su propio ideal de belleza, la encuentra deforme, escoge un nombre que dar a la supuesta enfermedad del artista que la produjo y pega el tiquete clasificativo sobre el mármol augusto y albo. Vistos al través de sus anteojos negros, juzgados de acuerdo con su canon estético, es Rossetti un idiota, Swinburne un degenerado superior, Verlaine, un medroso degenerado de cráneo asimétrico y cara mongoloide, vagabundo, impulsivo y dipsómano; Tolstoi, un degenerado místico e histérico; Baudelaire, un maniático obsceno; Wagner, el más degenerado de los degenerados, grafómano, blasfemo y erotómano. ¡Dichoso clasificador de manías que no has sentido la vida y no has encontrado en tu vocabulario técnico la fórmula en que encerrar las obras maestras de las edades muertas!, oye: ¿eran neurópatas consumados los hombres del Renacimiento, cuyas obras, telas, mármoles y bronces, donde el oro y la sombra de los años acumulan misterio sobre misterio, turban a los sensitivos de hoy con el enigma cautivador de sus líneas y de sus medias tintas? ¡Mira los Cristos dolientes y sombríos, más heridas que carne y más alma que cuerpo, que languidecen entre las sombras de los lienzos del Sodoma; interroga la sonrisa ambigua de las figuras del Vinci; respira el hedor que se desprende de las telas de Valdés Leal; contempla la crueldad refinada y bárbara de las crucifixiones del Españoleto; vuelve tus manos rudas hacia el fondo de los siglos y distribuye tiquetes de clasificación patológica a esos que sintieron y expresaron lo que sienten los hombres de hoy! ¡Oh, grotesco doctor alemán, zoilo de los Homeros que han cantado los dolores y las alegrías de la Psiquis eterna, en este fin de siglo angustioso, tu oscuro nombre está salvado del olvido!

Tus rudas manos tudescas no alcanzaron a coger en su velo la mariposa de luz que fue el alma de la Bashkirtseff, ni a profanar, analizándola, una sola de las páginas del diario. «María Bashkirtseff -escribiste-, una degenerada muerta joven, tocada de locura moral, de un principio del delirio de las grandezas y de la persecución, y de exaltación erótica morbosa» (Dégénérescence, volumen II, página 121). ¡Y, escrita la frase en que acumulaste cuatro entidades patológicas para definir una de las almas más vibrantes y más ardientes del tiempo presente, flotó sobre tus labios gruesos deliciosa sonrisa de satisfacción beata y estúpida!

¡Desde el fondo de la sencilla tumba que guarda tus cenizas en el Cementerio de Passy a donde irán los intelectuales de mañana a cubrir de flores el mármol que conserva tu nombre, desde el fondo del tiempo donde llegarás agrandada por la leyenda, perdona, ¡oh muerta dulcísima!, al maniático seudosabio que te inmortalizó juntándote con Wagner y con Ibsen en la expresión de su desprecio profundo!

Quiere Mauricio Barrés, en las sutiles páginas que intitula «La leyenda de una Cosmopolita» y en que estudia a la Bashkirtseff, darnos de ella, ya que no un retrato definitivo, tres impresiones instantáneas de tres actitudes suyas, y nos la presenta adolescente, en las sabanas heladas de Rusia, dejando desarrollarse en sí el vigor espiritual y sensual que animara su vida; en plena juventud, dándole por fondo del retrato los ramajes oscuros, a través de los cuales vibra la música de una orquesta, al caer de la tarde, en un lugar de aguas de Bohemia; y, tocada ya por la mano fría de la tisis que le abrillanta los ojos con artificial brillo y le colora las mejillas pálidas con la agitación de la sangre empobrecida, bajo el sol de Niza, sonriente y con el corpiño florecido por diminuto ramo de mimosas y de anémonas. Ninguno de los negativos del ideólogo me satisface. Cierro los ojos y me la forjo así, de acuerdo con las páginas del Diario: Es alta noche... La familia, cansada de las fatigas triviales del día, duerme tranquilamente. Ella, en el cuarto silencioso donde la rodean sus libros predilectos, Spinoza, Fichte, los más sutiles de los poetas, los más acres de los novelistas modernos, acodada sobre el escritorio, cayéndole sobre la masa de cabellos castaños la luz tibia de la lámpara, la cabeza apoyada en la mano pálida, vela y recapitula el día. Se ha levantado a la madrugada y, al correr las persianas del balcón para procurarse una noche artificial y favorable al estudio, el paso de un grupo de obreros por la calle, llena de la bruma de la madrugada y azotada por la lluvia, la ha hecho enternecerse al pensar en la suerte de esos miserables. Tras varias horas de lectura de Balzac, en que ha vivido en comunión con aquel genio enorme, el proyecto del cuadro con que sueña, del cuadro que ha de inmortalizarla, la ha hecho ir a Sèvres, donde la espera el modelo, y allí, en el luminoso paisaje de primavera, las manos temblándole de artística fiebre, los ojos bien abiertos para verlo todo, los nervios tendidos para realizar el milagro de trasladar al lienzo la frescura de los renuevos, la tibieza del sol que ilumina el campo, la carne sonrosada del modelo sobre la cual flotan las diáfanas sombras de las ramas de un durazno en flor, el verde húmedo de la yerba tierna, el morado de las violetas, el amarillo de los ranúnculos que esmaltan el prado y el azul del cielo pálido en el horizonte, ha trabajado, olvidada de sí misma, en un frenesí, en una locura de arte, hora tras hora, el día entero. Por la tarde, rendida, desencantada de la pintura hasta el fondo del alma, convencida de que serán vanos todos sus esfuerzos para alcanzar la meta soñada, hubo un instante en que tuvo que contenerse para no rasgar el lienzo en que trabajó con todas sus fuerzas. Un detalle de elegancia le hace olvidar la momentánea angustia: Doucet, el costurero, la espera para ensayarle un vestido de crespón de seda rosado que tiene por todo adorno una guirnalda de rosas de Bengala y que han combinado ambos para que, al lucirlo ella en el próximo baile, la concurrencia, al verla atravesar el salón moderno por entre la corrección de los fracs negros y de las blancas pecheras, tenga la ilusión de contemplar sonriente y animada por la vida la más hermosa de las pinturas de Greuze. ¡Y el vestido la ha entusiasmado! Por una hora se olvida de la artista que es, del filósofo que funciona dentro de ella, que analiza la vida a cada minuto y a quien preocupan los problemas eternos... No, ella no es eso; siente que ha nacido para concentrar en sí todas las gracias y los refinamientos de una civilización, que su papel verdadero, el único a la medida de sus facultades, es el de una Madame Récamier; que su teatro será un salón donde se junten las inteligencias de excepción y de donde irradie la doble luz de las supremas elegancias mundanas y de las más altas especulaciones intelectuales. Los hombres más ilustres del momento serán los huéspedes de ese centro, allí sonreirá suavemente Renan, moviendo la gran cabeza bonachona con ademán episcopal; Taine vendrá a veces y se dejará oír, un poco absorto por instantes en su incesante pensar, animado otras, preguntando en frases cortas, netas, precisas como fórmulas; Zola, ventrudo y pálido, contará el plan de su novela futura; Daudet paseará, por sobre las obras de arte que destacan sus cartones sobre las viejas tapicerías desteñidas, la mirada curiosa de sus ojos de miope y apoyará en el brocatel de los sillares la enmarañada melena de piferaro; los pintores Bastien-Lepage, el preferido, chiquitín, enérgico, chatico, con su rubia barba de adolescente; Carolus Durán, con sus aires de espadachín y de tenorio; el Maestro Tony Robert Fleury, el de la dulce fisonomía árabe y los ojos dormidos; los poetas Coppée, Sully Prudhomme, Theuriet, todos ellos serán recibidos allí como en una casa del arte y se sentirán ajonjeados y mimados como por una hermana. Ella tendrá en las manos el cetro, será la Vittoria Colonna de mañana, rodeada por esa corte de pensadores y de artistas...

¡Oh, sueños vanos deshechos como bombas de jabón que nacen, se coloran y revientan en el aire! Al salir de casa de Doucet, la idea de hablar con el médico, que le dice la verdad respecto del mal que la está devorando, se le impone: ¡se ha sentido tan enferma en los últimos días, han sido tan agudos los dolores que la han atormentado, tan intensa la fiebre que le ha quemado las venas, tan profundo el decaimiento que la ha postrado por horas enteras!... En el silencio grave del salón de consultas el esculapio la ausculta lentamente, golpea con blandos golpecitos de las yemas de los dedos las espaldas gráciles, aplica atento el oído sobre la piel, tersa como el raso, del busto delicado, y, tras del minucioso examen, prescribe cáusticos que queman el seno, aplicaciones de yodo que manchan y desfiguran, drogas odiosas, un viaje al Mediodía que equivale a abandonarlo todo, arte, sociedad, placeres; y, para justificar las prescripciones rígidas y con su frialdad de hombre de ciencia acostumbrado al dolor ajeno, suelta las frases brutales: está tísica; el pulmón derecho destrozado por los tubérculos, el izquierdo invadido ya; esa sordera que la atormenta desde hace meses irá aumentando; la tos que la sacude y la lastima, los insomnios atroces que la agotan, todo eso va a crecer, a tomar fuerza y dilatarse como las llamaradas de un incendio, a acabar con ella...

¡Que está tísica! Sí, lo siente, lo sabe. Hubo un momento en que al salir de la casa del sabio se abandonó al desaliento y se sintió cerca de la muerte, pero hace dos horas ha olvidado su mal. Por la gran ventana abierta del taller, cercano al cuartico donde está ahora, se veía el cielo nocturno, de un azul profundo y transparente; la luz de la luna se filtraba por allí e inundaba la penumbra de su sortilegio pacificador. Sentada ella en el piano, al vibrar bajo sus dedos nerviosos el teclado de marfil, se extendía en el aire dormido la música de Beethoven, y en la semioscuridad, evocada por las notas dolientes del Nocturno y por una lectura de Hamlet, flotaba, pálido y rubio, arrastrado por la melodía como por el agua pérfida del río homicida, el cadáver de Ofelia. Ofelia pálida y rubia, coronada de flores... el cadáver pálido y rubio coronado de flores, llevado por la corriente mansa...

Verdad que hacía dos horas la magia de la música la hizo olvidarse de todo, de sí misma y de la tisis, pero ahora, desvanecido el encanto, sola, sentada frente al escritorio, acodada sobre éste, la luz tibia de la lámpara cayéndole sobre la masa de cabellos castaños, la cabeza apoyada en la mano delicada; ahora, al recapitular el día, la lectura de Balzac, la furia de trabajo artístico en Sèvres, el ensayo del vestido, el sueño de grandeza mundana, los momentos pasados en el piano, todo se borra ante la realidad cruel de la enfermedad que avanza en el gran silencio religioso de la medianoche. La siniestra profecía del hombre de ciencia llena sola, oscura y siniestra como un horizonte nublado, el campo de su visión interior. Morir, ¡Dios mío!, morir así tísica a los veintitrés años, al comenzar a vivir, sin haber conocido el amor, única cosa que hace digna a la vida de vivirla; morir sin haber realizado la obra soñada, que salvará el nombre del olvido; morir dejando el mundo, sin haber satisfecho los millones de curiosidades, de deseos, de ambiciones que siente dentro de sí; cuando el conocimiento de seis lenguas vivas, de dos lenguas muertas, de ocho literaturas, de la historia del mundo, de todas las filosofías del arte en todas sus formas, de la ciencia, de las voluptuosidades de la civilización, de todos los lujos del espíritu y del cuerpo; cuando los viajes por toda Europa y la asimilación del alma de seis pueblos sólo han servido para desear la vida con ardor infinito y concebir planes cuya realización requeriría diez vidas de hombre. ¡Morir así, sintiéndose el embrión de sí mismo! ¡Morir cuando se adora la vida, deshacerse, perderse en la sombra! ¡Imposible!...

La idea de la lucha contra el mal la domina ahora. Hay que luchar... un año destinado a vencerlo será suficiente. En plena salud más tarde ganará el tiempo perdido. Tules diáfanos y blancuras de mimosas y de camelias velarán sobre lo túrgido del seno las manchas de los cáusticos y del yodo, y el cuerpo entero ostentará la coloración suave de la sangre vivificada por el aire tibio y salino del Mediterráneo. ¡Hay que luchar, hay que vivir! Hay que pintar las Santas Mujeres guardando el sepulcro. La Magdalena sentada, de perfil, el codo apoyado en la rodilla derecha y la barba en la mano, con el ojo átono, como si no viera nada, pegada a la piedra que cierra el sepulcro y con el brazo izquierdo caído en una postura de infinito cansancio. En la actitud de María, de pie, tapándose la cara con la mano, y con los hombros levantados por un sollozo, destacando la silueta oscura sobre el cielo plomizo del crepúsculo, debe adivinarse una explosión de lágrimas, de desesperación, de dejo, de agotamiento definitivo. A lo lejos, entre la semioscuridad de la hora trágica que esfuma los contornos de las cosas, se adivinarán las formas de los que acaban de enterrar al Cristo y sobre el lienzo flotará la atmósfera sombría de un dolor infinito. Hay que pintar; hay que pintar a Margarita, después del encuentro con Fausto, con el seno agitado y los ojos brillantes y las mejillas encendidas por el fuego de amor que le hacen correr por las venas las palabras del gallardo caballero. El cuadro de Sèvres no la satisface; hay que pintar otro en pleno aire como los de Bastien y encerrar en él un paisaje de primavera, donde por sobre una orgía de tonos luminosos, de pálidos rosados, de verdes tiernos, se oigan cantos de pájaros y murmullos cristalinos de agua y se respiren campesinos olores de savia y de nidos; la calle, ese canal de piedra por donde pasa el río humano, hay que estudiarla, verla bien vista, sentirla, para trasladar a otros lienzos sus aspectos risueños o sombríos, los efectos de niebla y de sol; entre las líneas geométricas de las fachadas, el piso húmedo por la lluvia reciente, los follajes pobres de los árboles que crecen en la atmósfera pesada de la ciudad, y sobre el banco del boulevard exterior, quietas y en posturas de descanso para sorprender en ellas, no el gesto momentáneo de la acción sino el ritmo misterioso y la expresión de la vida, hay que pintar dos chicuelas flacuchas, ajadas por la pobreza y el vicio ancestral, y un bohemio grasiento y lamentable con la cara encendida y los ojos encarnados por el uso de venenosos alcoholes, que sigue, melancólicamente, con la mirada turbia y vaga, el humo de la pipa que se está fumando; pero no, ese cuadro por perfecto que sea no será el desiderátum, porque está viciado de canallería moderna, como dice Saint Marceaux, hay que hacer algo grande y noble... Concluidos ésos, será Homero quien da el tema, y se lavará los ojos de toda la vulgaridad de la vida diaria, forjando en un lienzo enorme a Alcinoos y a la Reina, sentados en el trono, en una galería de altas columnas de mármol rosado, rodeados por la Corte, mientras que Nausicaa, apoyada en una de las pilastras, oye a Ulises contarle al Rey sus aventuras interminables y Demodocuos, cuyo canto ha interrumpido el viajero, malhumorado como un poeta a quien no oyen, apoya en las rodillas la lira y vuelve la cabeza para mirar hacia afuera... Hay que pintar eso pero pintarlo de veras, en plena pasta, con una factura potente, rica, sólida donde nadie reconozca una manecita de mujer; hay que pintarlo vívido, caliente, amplio de tal modo que el que vea el cuadro sienta lo que sintió ella al manejar los pinceles y las brochas. ¡Hay tanto que hacer para llegar allá! Todos esos cuadros requieren estudios previos, composiciones complicadas, preparación de detalles, y querría estarlos haciendo ya, haberlos hecho, no perder un minuto... ¡Hay tanto que hacer y la vida es tan corta! Los proyectos de escultura la fascinan porque la escultura es honrada y no engaña al ojo con los colores, ni admite farsas ni tapujos. Modelará todo lo que sueña: moribunda de amor y de tristeza, caída sobre las arenas de la playa al ver huir en el horizonte la vela del barco que lleva a Teseo, una Ariadna con el pecho lleno de sollozos; luego un bajo relieve colosal con seis figuras sorprendidas en actitudes llenas de gracia, y las esculturas serán tales que Saint Marceaux mismo se entusiasme, y las pinturas tendrán tal arte que el jurado imbécil no podrá menos que darle la primera medalla en un salón próximo. ¡Ah, la medalla!, cómo la ha deseado, cómo la desea desde hace tiempo, cómo la ha perseguido, cómo la ve en sus sueños; la medalla la hará comprender que hizo bien en consagrarse a la pintura, que no se ha equivocado, que es alguien, que puede amar, pensar, vivir como viven todos, tranquila, sin atormentarse con tantas ambiciones. Cuando se la den podrá vivir como todo el mundo y entonces sus fuerzas, dirigidas en otro sentido, la llevarán lejos, muy lejos, se abandonará a la delicia de sentir, la dominará una pasión profunda por un hombre superior que la entienda, irá a respirar por temporadas el aire perfumado y tibio de Niza, de San Remo, de Sorrento, volverá a España, a Toledo, a Burgos, a Córdoba, a Sevilla, cuyos nombres ennoblecen con sólo pronunciarlos, a Granada, a embelesarse con las policromías de las arquitecturas árabes, con los follajes frescos de los laureles rosa y de los castaños gigantes, con lo azul del cielo; a Venecia, donde sube hacia el firmamento, por entre ruinosos palacios de mármol, una fiebre sutil de los canales verdosos, a ver la melancólica fiesta que son las pinturas de Tiepolo; a Milán, donde sonríen las creaciones del Vinci, y a Roma, sobre todo, a Roma, la ciudad madre, la metrópoli, el único lugar del mundo que le ha llenado el corazón, porque, al ponerse el sol tras de las cúpulas de la Basílica centro de la cristiandad, alumbra las huellas del arte de hace veinticinco siglos, la complicación de la vida moderna más fastuosa y más amplia, y sugiere a las almas pensativas la fórmula de lo que será la sensibilidad de mañana.

¡Ah, Dios mío!, y Rusia, Rusia, la madre, la patria, la tierra del nihilismo y de los zares, con su semicivilización tan diferente de la civilización latina, sus costumbres peculiares, su pueblo supersticioso y medio salvaje, su aristocracia gozadora, su arte propio y su singular literatura. Rusia la reclama: irá a Petersburgo, donde la recibirá la Corte, a Moscú, a Kiev, la ciudad santa llena de catedrales y conventos; volverá a respirar en los campos solariegos el aire que en la niñez le infundió la fiebre que la anima, y esos múltiples viajes, esas experiencias casi opuestas de la vida, los alternará con las temporadas de París, en el salón aquel lleno de hombres de genio; con días distribuidos entre las fiestas mundanas, donde seducirá a todos su elegancia, la lectura de filósofos, la audición de las músicas de Haendel y de Beethoven, y la continuación de sus estudios, de otros estudios nuevos con que sueña: sociología, política, lenguas orientales, historia y literatura de pueblos que no conoce bien y cuya alma se asimilará para agrandar su visión del universo. ¡Vivirá así y todo eso lo hará con todos sus nervios, con toda su alma, con todo su ser, arrancándole a cada sensación, a cada idea, un máximo de vibraciones profundas!

Ahora un desfallecimiento interior la embarga; ha sentido una picada ahí, en el punto que el médico le mostró como foco de la enfermedad que la devora, y el punzante dolor vuelve a traerla a la realidad... ¡Ah, sí!, la tos, el sudor, el insomnio, los cáusticos, las unturas de yodo, el viaje al mediodía, el aniquilamiento... la muerte... el fin, todo eso está cerca. Y Dios, ¿dónde está si la deja morir así, en plena vida, sintiendo esa exuberancia de fuerzas, esos entusiasmos locos por verlo todo, por sentirlo todo, por comprender el Universo, su obra? ¿Dios dónde está si la deja morir así, después de haber sido buena, después de no haber hablado nunca mal de nadie ni proferido una queja por las amarguras que le han tocado en suerte, de haber derramado a su alrededor el oro para enjugar lágrimas, después de regalar su esmeralda favorita para distraer a alguien, que no la quiere, de un sufrimiento de un instante; después de haber llorado por los dolores ajenos, de haber llevado su piedad hasta querer a los animales humildes? Si existe, si es la bondad suprema, ¿por qué la mata así, a los veintitrés años, antes de vivir y cuando quiere vivir? ¿Dónde está el buen Dios, el Padre Eterno de las criaturas?... ¡Ah, no existe! Spinoza se lo ha enseñado; las lecturas científicas le han mostrado el universo como una eterna reunión de átomos, regida, desde los millones de soles que arden en el fondo del infinito hasta el centro misterioso de la conciencia humana, por leyes oscuras e inconmovibles, que no revelan una voluntad suprema tendiente al bien. Sí, un torbellino de átomos en que las formas surgen, se acentúan, se llena, se deshacen para volver a la Tierra y renacer en otras formas que morirán a su vez arrastradas por la eterna corriente... No. Eso no puede ser. Ella no es atea, ella quiere creer, ella cree. La Biblia contiene las palabras que calman y confortan; los versos del Salmo XCI, «Te cubrirá con sus alas poderosas; en seguridad estarás bajo su abrigo...», le cantan en la memoria; el Salvador, con la cabeza aureolada y los brazos abiertos, camina ahora sobre las agitadas olas negras del océano de sus pensamientos y dice las palabras suaves que le derraman en el alma una divina paz inefable: «Bienaventurados los que tengan hambre y sed de justicia porque ellos serán hartos...». Y, desfalleciente ella de mística emoción, mentalmente se prosterna a los pies del Divino Maestro...

Súbita asociación de ideas fórjase en su cerebro y esa dulce imagen huye disipada por el recuerdo de las obras de Renan y de Strauss, en que éstos, con su análisis de concienzudos exegetas, muestran al Cristo al través de los textos interpretados con rígido criterio, no como al Hombre Dios, encarnado para purgar los pecados del mundo, sino como la más alta expresión de la bondad humana. Los libros de crítica y de historia religiosa que ha leído allí mismo en el silencio de ese gabinetico de estudio donde está sentada ahora, ahuyentan al divino fantasma del consolador de los hombres... No hay a quién invocar en los momentos de desesperante angustia... Y la muerte viene, la muerte está cerca. Un sudor frío le moja las sienes, el cansancio la dobla y, en la claridad fría y difusa del amanecer que se filtra por los cristales y va atenuando, atenuando la luz tibia de la lámpara que alumbró la velada pensativa, siente un escalofrío que la obliga a levantarse, a absorber dos cucharadas de jarabe de opio para conciliar el sueño por una hora y a amontonar sobre el catre de bronce dorado los blandos edredones forrados en suave seda, para devolverle calor a su cuerpecito endeble, minado por la tisis, que dormirá ahora, en el tibio nido, por breve espacio, y, para siempre, dentro de unos meses, en el fondo de la tumba, bajo el césped húmedo del cementerio...

Mañana estará levantada desde temprano, se sonreirá al contemplar en el espejo su tez aterciopelada y rósea como un durazno maduro, los grandes ojos castaños que se sonríen al mirar, la espesa cabellera que le cae sobre los hombros de graciosa curva y, ebria de vida y hambrienta de sentir, comenzará el día, lleno de las mismas fiebres, de los mismos sueños, de los mismos esfuerzos y de los mismos desalientos de la víspera.

Es así como la he visto al leer el Diario. Ésa es la composición de lugar que, para proceder de acuerdo con los métodos exaltantes de Loyola, el sutil psicólogo, he hecho para sentir todo el encanto de aquella a quien Mauricio Barrés propone que veneremos bajo la advocación adorable de Nuestra Señora del Perpetuo Deseo. Jamás figura alguna de virgen soñada por un poeta, Ofelia, Julieta, Virginia, Graziella, Evangelina, María, me ha parecido más ideal ni más tocante que la de la maravillosa criatura que nos dejó su alma escrita en los dos volúmenes que están abiertos ahora sobre mi mesa de trabajo y sobre cuyas páginas cae, a través de las cortinas de gasa japonesa que velan los vidrios del balcón, la diáfana luz de esta fresca mañana de verano parisiense.



Junio 20

Si es cierto que el artista expresa en su obra sueños que en cerebros menos poderosos, confusos, existen latentes; y que por eso, sólo por eso, porque las líneas del bronce, los colores del cuadro, la música del poema, las notas de la partición realzan, pintan, expresan, cantan lo que habríamos dicho si hubiéramos sido capaces de decirlo, el amor que a la Bashkirtseff profesamos algunos de hoy, tiene como causa verdadera e íntima que ese Diario, en que escribió su vida, es un espejo fiel de nuestras conciencias y de nuestra sensibilidad exacerbada. ¿Por qué has de simpatizar tú con la muerta adorable a quien Barrés venera y a quien amamos unos cuantos, ¡oh, grotesco doctor Max Nordau!, si tu fe en la ciencia miope ha suprimido en ti el sentido del misterio; si tu espíritu sin curiosidades no se apasiona por las formas más opuestas de la vida; si tus rudimentarios sentidos no requieren los refinamientos supremos de las sensaciones raras y penetrantes? ¿Qué hay de extraño en cambio en que un hombre a quien las veinticuatro horas del día y de la noche no le alcanzan para sentir la vida, porque querría sentirlo y saberlo todo, y que, situado en el centro de la civilización europea, sueña con un París más grande, más hermoso, más rico, más perverso, más sabio, más sensual y más místico, se entusiasme con aquella que llevó en sí una actividad violenta y una sensibilidad rayana en el desequilibrio?

Hay frases del Diario de la rusa que traducen tan sinceramente mis emociones, mis ambiciones y mis sueños, mi vida entera, que no habría podido jamás encontrar yo mismo fórmulas más netas para anotar mis impresiones.

Escribe después de una lectura de Kant:

«No sé por dónde comenzar, ni a quién ni cómo preguntárselo, y me quedo así, estúpida, maravillada, sin saber para dónde coger y viendo por todos lados tesoros de interés: historias de pueblos, lenguas, ciencias, toda la Tierra, todo lo que no conozco; yo que querría verlo, conocerlo y aprenderlo todo junto».

Escribe seis meses antes de morir:

«Me parece que nadie adora todo como yo; lo adoro todo: las artes, la música, los libros, la sociedad, los vestidos, el lujo, el ruido, el silencio, la tristeza, la melancolía, la risa, el amor, el frío, el calor; todas las estaciones, todos los estados atmosféricos, las sabanas heladas de Rusia y los montes de los alrededores de Nápoles, la nieve en invierno, las lluvias de otoño, la alegría y las locuras de la primavera, los tranquilos días del verano y sus noches consteladas; todo eso lo admiro y lo adoro. Todo toma a mis ojos interesantes y sublimes aspectos, querría verlo, tenerlo, abrazarlo, besarlo todo y confundida con todo morir, no importa cuándo, dentro de dos o dentro de treinta años, morir en un éxtasis para sentir el último misterio, el fin de todo o ese principio de una vida nueva. ¡Para ser feliz necesito TODO, el resto no me basta!...»

¡Feliz tú, muerta ideal que llevaste del Universo una visión intelectual y artística, y a quien el amor por la belleza y el pudor femenino impidieron que el entusiasmo por la vida y las curiosidades insaciables se complicaran con sensuales fiebres de goce, con la mórbida curiosidad del mal y del pecado, con la villanía de los cálculos y de las combinaciones que harán venir a las manos y acumularán en el fondo de los cofres el oro esa alma de la vida moderna! ¡Feliz tú que encerraste en los límites de un cuadro la obra de arte soñada y diste en un libro la esencia de tu alma, si se te compara con el fanático tuyo que a los veintiséis años, al escribir estas líneas, siente dentro de sí bullir y hervir millares de contradictorios impulsos encaminados a un solo fin, el mismo tuyo: poseerlo TODO! ¡Feliz tú, admirable Nuestra Señora del Perpetuo Deseo!

Después de haber creído por algún tiempo que el universo tenía por objeto producir de cuando en cuando un poeta que lo cantara en impecables estrofas, y a los pocos meses de haber publicado un tomo de poesías, Los primeros versos, que me procuró ridículos triunfos de vanidad literaria y dos aventuras amorosas que infatuaron mis veinte años, la intimidad profunda que trabé con Serrano y su alta superioridad intelectual y su pasión por la filosofía, cambiaron el rumbo de mi vida. Fue un año inolvidable, aquel en que, desprendido de toda preocupación material, libre de toda idea de goce, de todo compromiso mundano, los días y las noches huyeron, divididos entre los largos paseos matinales por la avenida de pinos de la Universidad, la lectura de los filósofos de todas las edades al mediodía, en la biblioteca silenciosa donde sólo se oía el voltear de las páginas tornadas por las manos de los estudiantes, y las noches pasadas en el aposento silencioso del más noble de los amigos, disertando con él sobre los más apasionadores problemas que pueden solicitar al espíritu humano. ¡Tranquilidad de los nervios apaciguados por el régimen calmante y por el aislamiento, conversaciones en que los nombres de Platón, de Epicuro, de Empédocles, de Santo Tomás, de Spinoza, de Kant y de Fichte mezclados a los de los pensadores de hoy, Wundt, Spencer, Maudsley, Renan, Taine, irradiaban como estrellas fijas sobre la majestad negra del cielo nocturno; vértigo de la inteligencia que, desprendida del cuerpo, inquiere las leyes del ser; noble vida de pensador en que la única figura de mujer que pasaba por mi imaginación, como depurada de sensualidad por las altas especulaciones intelectuales, era la de la abuela, con sus largas guedejas de plata cayéndole sobre las sienes y su perfil semejante al de la Santa Ana del Vinci, ¡cuán lejos estás del vértigo y del frenesí gozador de mi vida de hoy! La muerte repentina de Serrano, la llegada de mi mayor edad, la necesidad de administrar una fortuna cuantiosa y situada en valores fácilmente aumentables dieron fin a aquel período casi monástico de vida. Devuelto al torbellino del mundo, dueño de un caudal enorme para la vida de mi tierra natal, bulléndome en las venas los instintos, animado por la rabia de acción de los Andrade, suelto, libre, sin padre, sin madre ni hermanos, recibido y cortejado dondequiera, lleno de aspiraciones encontradas y violentas, poseído de una pasión loca por el lujo en todas sus formas, fui el Alcibíades ridículo de aquella sociedad que me abrió paso como a un conquistador. ¡Años de locura y de acción en que comenzaron a elaborarse dentro de mí los planes que hoy me dominan, en que la comprimida sensualidad reventó como brote vigoroso bajo el sol de primavera, en que las pasiones intelectuales comenzaron a crecer y con ellas la curiosidad infinita del mal! ¡Soplo de la suerte que me hizo conservar la fortuna heredada sin que el fabuloso derroche alcanzara a disminuirla, ambiciones que, haciéndome encontrar estrecho el campo y vulgares las aventuras femeninas y mezquinos los negocios, me forzasteis a dejar la tierra donde era quizás el momento de visar a la altura, y venir a convertirme en el rastaquoere ridículo, en el snob grotesco que en algunos momentos me siento! ¡Vanidad que te solazas al leer el suelto en que el Gil Blas anuncia que el richissime Américain don Joseph Fernández y Andrade compró tal cuadrito de Raffaeli, y te hinchas como un pavo real que abre la verdeléctrica cola constelada de ojos, cuando al rodar la victoria de la Orloff, al paso rítmico de la pareja de moros por la Avenida de las Acacias, entre la bruma vaga que envuelve el Bosque a las seis de la tarde, algún gomoso zute murmura fascinado por la elegancia de los caballos o la excentricidad del vestido de la impure y le dice al compañero: -...Tiens, regarde, ma vieille! Epatante la maitresse du poete!... ¡Debes estar satisfecha, Vanidad!



Sí, ésa es la vida, cazar con los nobles, más brutos y más lerdos que los campesinos de mi tierra, galopando vestido con un casacón rojo tras del alazán del Duque chocho y obtuso; vestirse con otro casacón blanco, con un chaleco de seda bordado de colores y con medias y zapatos femeninos para hacer piruetas de maromeros y grotescos dengues al poner el cotillón en casa de Madame la Princesse Tres Estrellas; acompañar a la novicia recién casada que quiere ponerse al corriente, a casa de costureras y modistas para dirigirle la hechura de los vestidos que no podría escoger sola; perder una hora conversando con el camisero para sugerirle la idea de una pechera de batista plegada y rizada, y cinco minutos escogiendo la flor rara que debe adornar la solapa del frac. Sí, vanidad, satisfácete, ¡ésa es la vida y son ésas las ocupaciones del hombre que pasó su vigésimo año leyendo a Platón y a Spinoza!

Es ridículo. Escribo e involuntariamente cedo a mis exageraciones. Ésa no es toda mi vida. Junto a ese mundano fatuo está el otro yo, el adorador del arte y de la ciencia que ha juntado ya ochenta lienzos y cuatrocientos cartones y aguafuertes de los primeros pintores antiguos y modernos, milagrosas medallas, inapreciables bronces, mármoles, porcelanas y tapices, ediciones inverosímiles de sus autores predilectos, tiradas en papeles especiales y empastadas en maravillosos cueros de Oriente; el adorador de la ciencia que se ha pasados dos meses enteros yendo diariamente a los laboratorios de psicofísica; el maniático de filosofía que sigue las conferencias de La Sorbona y de la Escuela de Altos Estudios. Y cerca de ese yo intelectual funciona el otro, el yo sensual que especula con éxito en la Bolsa, el gastrónomo de las cenas fastuosas, dueño de una musculatura de atleta, de los caballos fogosos y violentos, de Lelia Orloff, de las pedrerías dignas de un Rajah o de una emperatriz, de los mobiliarios en que los tapiceros han agotado su arte, de los vinos de treinta años que infunden vigor nuevo y calientan la sangre; ¡y, por encima de todo eso, está un analista que ve claro en sí mismo y que lleva sus contradictorios impulsos múltiples, armado de una voluntad de hierro, como llevaban los cocheros dóricos los cuatro caballos de la cuadriga en las carreras de las Olimpiadas!

Y estás satisfecho, Pangloss, me pregunta ahora la voz interior que habla en las horas de análisis íntimo... No, jamás, esa vida que a tantos les parecería increíble por su intensidad no sirve sino para excitar mis deseos de vivir. ¡Más!, ¡todo!, grita el Monstruo que llevo por dentro... No eres nadie, no eres un santo, no eres un bandido, no eres un creador, un artista que fije sus sueños con los colores, con el bronce, con las palabras o con los sonidos; no eres un sabio, no eres un hombre siquiera, eres un muñeco borracho de sangre y de fuerza que se sienta a escribir necedades... ¡Ese obrero que pasa por la calle con su blusa azul lavada por la mujercita cariñosa y que tiene las manos ásperas por el trabajo duro vale más que tú porque quiere a alguien, y el anarquista que guillotinaron antier porque lanzó una bomba que reventó un edificio vale más que tú porque realizó una idea que se había encarnado en él! ¡Eres un miserable que gasta diez minutos en pulirse las uñas como una cortesana y un inútil hinchado de orgullo monstruoso! ¡Oh, un plan a que consagrar la vida, bueno o malo, no importa, sublime o infame, pero un plan que no sean los que tengo hoy, ni la casa de comercio en Nueva York para especular en grande y doblar mi fortuna, ni el viaje alrededor del mundo para almacenar sensaciones e ideas, ni la vida en el archipiélago para pescar perlas que me den más oro! No, un plan que no se refiera a mí mismo, que me saque de mí, que me lleve como un huracán, sin sentirme vivir...



Bâle, 23 de junio

De la tarde de ayer sólo me quedan dos sensaciones: el puño de la camisa empapado en sangre y la orla negra de la carta; de la noche, el ruido del tren al cruzar la sombra. A estas horas debe de haber muerto y la policía estará buscándome. Me hice inscribir en el registro del hotel con el nombre de Juan Simónides, griego, agente viajero, para despistarla... ¡Del estado en que estoy a la locura no hay más que un paso! Marinoni debe telegrafiarme hoy mismo y del hotel mandarán el telegrama a Whyl, donde voy a esconderme en una hostería a dos kilómetros del pueblecito.



Whyl, 29 de junio

Frente de la hoja de papel en que escribo está el telegrama de Marinoni desplegado. Lo he leído veinte veces y he necesitado dos horas de reflexión para despertarme de la sangrienta pesadilla. «Puede volver -dice -, la policía ignora todo. Ella ayer, perfectamente, en el Bosque, con un vestido nuevo. Comió en buena compañía en la Cascada. Felicitaciones sinceras». ¿Dónde fue la herida entonces, si no dejó huella?... Siento todavía el calor de la sangre en la mano y ahí en la maleta de viaje está la camisa con el puño empapado en sangre.



Al día siguiente

La escena brutal, la idea del asesinato, la huida, la angustia, me habían impedido leer, entendiéndola, la carta de Emilia. Sólo comprendía que había muerto la viejecita, lo único que me quedaba de familia verdadera sobre la tierra, y sentía como un peso que me oprimiera el pecho, como un nudo en la garganta y como una negrura en el alma, pero los detalles de la muerte los ignoraba, como si no los hubiera leído. Quiero copiar la carta, aquí, para encontrarla más tarde, dentro de unos años, al releer este diario maldito, y revivir las horas singulares de estos días en que esa impresión noble se mezcló con la angustia de un crimen. Dicen así los renglones trazados en el papel de gruesa orla negra por la mano débil de Emilia:

«Mi carta del primero te decía que tu abuelita estaba extremadamente débil y que había tenido varios vértigos en los últimos días. La situación se agravó desde la noche del 2. El doctor Álvarez, a quien mandé llamar a pesar de que ella se opuso, la obligó a guardar cama desde ese día y me hizo saber que era inútil todo esfuerzo para salvarla por ser lo que estábamos viendo el fin de la enfermedad, tal como lo había previsto desde hacía años. Se limitó a prescribir quietud completa y una poción narcótica. Sin insinuación de nadie mandó llamar ella al Arzobispo, quien era su confesor, como recuerdas, y después de confesar recibió la comunión con su fervor acostumbrado. En los días que precedieron a la muerte no recibió a nadie, con excepción del Prelado, y me habló continuamente de ti, con más amor que nunca, y de la muerte que esperaba con tranquilidad absoluta. El ocho por la noche comenzó un delirio extraño, sin fiebre, precursor del fin, en que divagó continuamente alternando sus oraciones preferidas con extrañas frases referentes a ti: "«¡Señor, sálvalo, sálvalo del crimen que lo empuja, sálvalo de la locura que lo arrastra, sálvalo del infierno que lo reclama! Por tu agonía en el huerto y por tu corona de espinas, por tus sudores de sangre y por la hiel de la esponja, ¡sálvalo del crimen, sálvalo de la locura, sálvalo del infierno! -decía agitándose sobre las almohadas- Lo vas a salvar: míralo bueno, míralo santo. ¡Benditos sean la señal de la cruz hecha por la mano de la Virgen y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado! ¡Míralo bueno, míralo santo! Benditos sean". Una expresión de beatitud suave reemplazó en la cara fina la angustia de antes, y, adormecida, la respiración estertorosa, devolvió a Dios el alma. Perdóname si te doy estos dolorosos detalles de la agonía. Te conozco y sé que te harán sufrir, pero que quieres saberlos.

Murió como una santa, como había vivido. A la estancia mortuoria sólo entramos don Francisco Cordovez, el doctor Álvarez, el Arzobispo y yo. El Prelado estuvo largo tiempo arrodillado cerca del féretro. Para mí la velada mortuoria fue una impresión mística superior a todas las que he sentido en mi vida. Estaba segura de que aquel cadáver era el de una santa de la raza de las Mónicas, y que su alma había recibido ya el premio de la existencia sin mancha. La expresión del cadáver, de la cabeza fina con las facciones como depuradas por la muerte, enmarcada por la blancura de las canas que parecían de nieve a la luz de los cirios, era de una serenidad infinita. Desde el fondo de los cuadros de Vázquez que adornan la alcoba, los santos sus amigos parecían contemplarla, sacando la cabeza del lienzo y saliéndose de entre el oro desteñido de los antiguos marcos españoles. Esa noche pasada al lado de la santa muerta me dará valor para sufrir todos los males de la vida con la esperanza de morir así.

El cadáver ocupa la bóveda central en el monumento de la familia, cerca de tu padre. La casa está cerrada y en su alcoba, a tu vuelta, si algún día vuelves, encontrarás todavía el olor de los cirios mortuorios, pues la llave no saldrá de mis manos mientras viva.

Tu pena es la mía. Te acompaño con todo mi corazón y a Dios y a la Santa que hoy vela por ti en el cielo les pido por tu felicidad con todo el fervor de mi cariño por ti. Emilia.»

¡Mi felicidad!... ¡Dios mío, qué fácil que las líneas anteriores las leyera en una prisión, detenido por haber asesinado a una de las hetairas de más renombre de la Babilonia moderna! ¡Ah, la impresión que me ha causado la lectura de esa carta el mismo día en que debí cometer un crimen, en que lo cometí casi! ¡La santa muerta, allá en la alcoba tendida de antiguo damasco oscuro, y yo, el mismo día en que supe su muerte, huyendo como un asesino después de haber querido matar a una mujer indefensa!

La vi por primera vez, oyendo la música sobrehumana de las Walkirias, en un palco de la Ópera. Había llegado de Viena la víspera. El fondo carmesí de la pared del palco realzaba la pureza de su perfil de Diana Cazadora como un estuche de raso rojo el oriente de una perla sin tacha. Entre los cabellos de un rubio pálido, en los lóbulos de las orejas diminutas, alrededor de las muñecas redondas y finas, y sobre el corpiño bajo de gasa verde pálida que dejaba medio desnudo el seno, brillaban, ardían, las diáfanas esmeraldas de mi tierra, las luminosas esmeraldas de Muzo.

La expresión soñadora de la cabeza rubia, la palidez dorada de la tez, el color del aéreo vestido, el brillo de aquellas joyas de reina la hacían semejar más que una mujer de carne y hueso una aparición irreal, ondina habitadora de las profundidades de un lago o Willy salida del fondo negro y misterioso de las florestas. La cabalgata de las Walkirias poblaba el aire, la sobrehumana música llenaba la sala con sus sobrehumanas vibraciones y ella, como subyugada por la insistencia de mis ojos que la devoraban desde el palco, volvió a mirarme. La primera mirada, lenta y penetrante como un beso columbino, me hizo correr un escalofrío de voluptuosidad por la espalda. Tres días después era mía.

Esa delicada criatura ataviada e idealizada por proveedores artistas fue el ídolo de estos seis últimos meses. ¡Oh, las primeras noches de delicia sensual en el amplio lecho profundo, dorado y ornamentado como un altar; la palidez ambarina, las líneas perfectas, el olor a magnolia, el vello de oro sedoso de aquel cuerpo de veinte años extendido en voluptuosas posturas sobre las sábanas de raso negro! ¡Oh, las caricias lentas, sabias e insinuantes de aquellas manos delgadas y nerviosas; la lascivia de aquellos labios que modulaban los besos como una cantatriz de genio modula las notas de una frase musical! ¡Oh, el refinamiento de sensualidad, la furia del goce, la gravedad casi religiosa de todos los minutos consagrados al amor, como si en vez de tener de él la miserable noción moderna que lo relega al dominio de lo inmundo lo sintiera ella grave y noble y como una función augusta! Así debieron de amar las sacerdotisas de Afrodita que creían en su Diosa y consideraban sagrado el Acto.

A los quince días de la primera noche sabía ya qué extraña mistificación era aquella criatura y la comprendía menos que antes, a pesar de eso. Se llamaba María Legendre: el otro era el nombre de guerra. El padre y la madre vivían en una callejuela de Batignolles, él, zapatero de viejo, brutal y alcoholizado; ella, una pobre mujer, delgaducha, pálida, de aire enfermizo, a quien sacudía el marido cada vez que bebía más de lo necesario. Criaban dos hijas más, insignificantes. ¿Por qué misterio ésta había ido a dar, cuatro años antes de que yo la encontrara, a manos de un ex presidente de república sudamericana que, arrojado de su tierra por una de esas revoluciones que constituyen nuestro sport predilecto, llegó a París desbordante de oro y de color local, en busca de seguridad y de placeres, y la colmó de regalos en un año? ¿El Duque ruso que de paso por París vivió más tiempo en la alcoba de ella que en otros lugares y la llevó luego a Petersburgo, de donde volvió rebautizada con apellido de princesa y dueña de las esmeraldas fabulosas y del collar de diamantes, fue quien le educó los sentidos y despertó en ella ese sensualismo sibarítico que me sedujo desde el primer momento como una fascinación, o su educador fue más bien el perverso poeta italiano de quien se enamoró locamente y a quien colmó de regalos, sin que el vate famélico y complaciente protestara contra aquel papel equívoco de favorito pagado?... No lo sé, ni me importa saberlo, ni lo sabré nunca. La encontré instalada en un departamento pequeño, cuyos balcones miraban sobre el parque Monceau, amueblado con un refinamiento de gusto inverosímil en una mujer, aun nacida sobre las gradas de un trono.

La salita, con las paredes tendidas de una sedería japonesa amarilla como una naranja madura, y con bordados de oro y de plata hechos a mano, amueblada sobriamente con muebles que habrían satisfecho las exquisiteces del esteta más exigente; la alcoba, tapizada de antiguos brocateles de iglesias, desteñidos por el tiempo, con su mobiliario auténtico del siglo XVI, y el cuarto de baño, donde lucía una tina de cristal opalescente como los vidrios de Venecia junto a las mesas de tocador, todas de cristal y de níquel, sobre la decoración pompeyana de las paredes y del piso, sugería la idea de que algún poeta que se hubiera consagrado a las artes decorativas, un Walter Crane o un William Morris, por ejemplo, hubiera dirigido la instalación, detalle por detalle.

Al visitarla la primera vez comprendí claramente que ninguna noción estética había determinado la escogencia de todo eso; que lo tenía porque le había gustado como a otras les gustan la felpa rosada, las terracotas de a seis francos, las oleografías y las flores de trapo, y, cuando por exigencia suya comí en su departamento, lo suculento de las viandas, lo inédito de las salsas y lo añejo de los vinos me hizo ver que poseía aquellos primores de la industria artística solamente porque necesitaba como cosa corriente y a cualquier precio sensaciones profundas y finas. Pero ¿de dónde diablos había sacado aquella aristocracia de los nervios, más rara quizás que las de la sangre y la inteligencia, ella, la hija de un zapatero mugriento? Enigma insoluble... El té que bebía en frágiles tazas chinas, dignas de una vitrina de museo, era té de caravana comprado a precio absurdo y sostenía ingenuamente que era el menos malo que había encontrado en París; tomaba el único café libre de toda sofisticación que he bebido en Europa; vivía quejándose de la mesa y al proponerle que fuéramos a comer en algunos de los restaurantes afamados, hacía una mueca de asco, como si en todos ellos juntos no se pudiera encontrar un beefsteak devorable. Cultivaba con pasión la manía de los encajes antiguos y los amontonaba sin usarlos en el enorme armario de maderas olorosas, perfumado por Guerlain con aromáticas yerbas, en donde, amontonadas en pilas simétricas y enormes, deslumbraban el ojo las blancas batistas de sus ropas íntimas y lo acariciaban los pálidos matices de las camisas de dormir frágiles como telarañas, de las enaguas bordadas como pañuelos de baile y de los calzones de seda olorosos a iris de Florencia y frangiponia.

En su boca de fresa, la frase aquélla de la princesita al oír los aullidos del pueblo pidiendo pan: «si no tienen pan, ¿por qué no comen bizcochos?» parecería natural; el lujo es su elemento como el agua el de los peces, pero un lujo como inconsciente e ingénito...

-Tú estudias, ¿cierto? -me preguntaba una tarde, tendidos ambos en el diván turco del saloncito de la izquierda-. ¿Para qué, dime? -añadió ingenuamente.

-Para saber -le contesté sorprendido.

-¿Y qué sacas con saber? -añadió besándome-, la vida no es para saber, es para gozar. Goza; gozar es mejor que pensar -añadió con acento de convicción íntima.

Y parece que yo hubiera aceptado su filosofía, a juzgar por mis últimos meses, en que no he abierto un libro y he abandonado el griego y el ruso y los estudios de gramática comparada y los planes de mis poemas y los negocios, para vivir preocupado sólo de placeres, de sport, de fiestas, de esgrima, en una incesante cacería de sensaciones... Me estaba ahogando por falta de aire intelectual, acostumbrado al silencio que forma también parte de la naturaleza de Lelia, porque en días enteros de estar juntos no atravesaba una palabra, hundiéndome lentamente en una atonía intelectual increíble... ¡Oh, la Circe que cambia los hombres en cerdos! En los minutos de lucidez me sentía agonizar entre la materia como el Emperador arrojado a las letrinas por el pueblo romano.

La primera vez que encontré a la De Roberto en casa de Lelia, la monstruosa sospecha se me clavó en la imaginación. Alta, huesosa, delgada, los ojos ardientes, el seno sin relieve, calzada y vestida con estilo masculino y con algo hombruno en toda ella, en el bozo que le sombrea el labio delgado, en los ademanes bruscos, en la voz de modulaciones graves, la italiana me fue odiosa sólo al verla. ¿Quién es? ¿Por qué la tratas?, le pregunté a la Orloff. Porque me gusta, contestó, y se encerró en el silencio de siempre. Una tarde, al entrar, las lámparas no estaban encendidas y el salón se adormecía en la oscuridad del crepúsculo. Oí en uno de los rincones oscuros un cuchicheo y antes de encender una cerilla pasó rozándome un bulto y salió a la antecámara. Lelia al ver luz se incorporó en el diván donde estaba recostada...

-¿Quién salió de aquí? -pregunté nervioso-. Angela De Roberto, ¿no es cierto?

-Sí -contestó con su tranquilidad inalterable.

-¿Y por qué la recibes, si sabes que me es odiosa? -dije sin poderme contener. -Porque me gusta -contestó volviendo a encerrarse en su silencio enigmático. Y la noche que siguió a esa tarde fue una de las más deliciosas noches de mi vida...

El 22 por la tarde me fui a verla, a pedirle una taza de té y a llevarle una miniatura encantadora montada por Bassot en un círculo de diminutas perlas rosadas. Me abrió la camarera y al verme hizo una mueca extraña, de burla, de alegría, de miedo, un gesto extravagante que me lo sugirió todo. Al hacer saltar la puerta de la alcoba, que se deshizo al primer empujón brutal y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudiera desenlazarse, había alzado con un impulso de loco duplicado por la ira el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra. No sé cómo saqué de la vaina de cuero el puñalito toledano damasquinado y cincelado como una joya que llevo siempre conmigo y lo enterré dos veces en la carne blanda. Sentí la mano empapada en sangre tibia, envainé el arma, bajé en dos saltos la escalera oyendo los gritos y me metí en un fiacre dándole al cochero las señas del escritorio de Miranda.

De ahí, después de pedirle una suma al cajero y de recoger mi correspondencia llegada una hora antes, fui a mi hotel para que Francisco arreglara un saco de viaje; salí en otro coche pedido por el conserje y llegué a la estación a tomar el tren, el primero que saliera, para cualquier parte... Tomé el que me trajo a Bâle, donde dormí, y desde el día siguiente estoy aquí, donde, con una angustia suprema, he esperado el telegrama de Marinoni que tengo abierto frente a la página que escribo... En fin, no he matado a nadie, fue un rasguño, ayer estaba comiendo en el Restaurante de la Cascada, y ¡respiro!

Ahora analizo fríamente. ¿Por qué cometí esa brutalidad digna de un carretero e intenté un asesinato de que me salvó el tamaño del puñal que es más bien una joya que un arma, yo, el libertino curioso de los pecados raros que ha tratado de ver en la vida real, con voluptuoso diletantismo, las más extrañas prácticas inventadas por la depravación humana; yo, el poeta de las decadencias que ha cantado a Safo la lesbiana y los amores de Adriano y Antinoo en estrofas cinceladas como piedras preciosas? ¿Celos? Sería grotesco. ¿Odio por lo anormal? No, puesto que lo anormal me fascina como una prueba de rebeldía del hombre contra el instinto. ¿Entonces?... Fue un movimiento irrazonado, un impulso ciego, inconsciente, como el que una tarde del otoño pasado me hizo insultar sin motivo al diplomático alemán que me habían presentado diez días antes, dando ocasión para un duelo estúpido en la frontera belga y para que Marinoni me creyera loco.



Whyl, 5 de julio

Encontré un nido donde esconderme a pensar, una casucha de madera tosca, habitada por una pareja de viejos campesinos. Es un sitio inaccesible donde no llegan turistas, una garganta salvaje de monte, llena del ruido de un torrente que se vuelve niebla al rodar entre enormes pedregones negros y sombreado por pinos y castaños altísimos. He escrito a París pidiendo que me manden a Interlaken una multitud de cosas que me hacen falta, y voy mañana a treparme a mi picacho sin llevar más libros que unos estudios de prehistoria americana escritos por un alemán y unos tratados de botánica. Siento una emoción rara al pensar en mi escondite.



10 de julio

El viejo y la vieja dueños de la casa no han estado nunca en ninguna ciudad ni saben leer ni escribir; me miran como un animal raro, y sólo me dirigen la palabra para decirme buenos días y buenas noches. No pudiendo comer su comida, me alimento con la leche de unas vacas que tienen en una explanada vecina. Mi cuarto, el cuarto de don José Fernández le richissime américain, tiene por mobiliario una cama en que no se acostaría por ninguna suma el último de mis criados parisienses, una mesa tosca en que escribo y un enorme platón de madera que por la mañana me llenan de agua helada, cogida en el torrente, para bañarme. Todo eso, por fortuna, más aseado que lo de los mejores hoteles del mundo, probablemente. Las sábanas gruesas de la cama huelen a campo y los muebles relucen como acabados de barnizar. En estos cinco días no se me ha pasado por la cabeza una imagen voluptuosa, no he sentido ningún deseo y me he emborrachado de aire y de ideas.

A la madrugada me levanto y tras del baño helado y la leche que tiene todavía la tibieza de la ubre, trepo por entre la bruma gris penetrada de luz, donde los accidentes de la montaña se ven apenas como sombras azulosas, hasta una colina que domina el paisaje. Es un mar de vapores blancos que se va iluminando, iluminando, hasta que los rayos del sol lo deshacen y muestran el paisaje envuelto en brumas suaves que flotan como jirones de un velo de novia sobre el azul de las montañas lejanas, sobre las verduras de los valles y, en último término, sobre la blancura de plata de un nevado, allá en el horizonte... Luego se va precisando todo, el cielo se azula, se deshace la niebla, los tonos se acentúan, se hacen más intensas las verduras, se ve lo negro o lo rojizo de tal o cual roca desnuda. Sólo se oyen los cantos de los pájaros y el ruido sordo y ahogado del torrente que muge en su cauce de piedras. El aire tiene un olor vegetal y es ralo, ligero. Tendido en la altura, sobre la manta que me acompaña en todos mis viajes, me dejo invadir por la sensación penetrante y profunda de frescura que se desprende de todo aquello. Miro a mi alrededor y, en primer término, cerca de la verdura amarillenta y aérea de un grupo de sauces, diviso el viejo molino cuya gran rueda, al girar contra lo negro del paredón enmohecido por la humedad, convierte el chorro de agua que la mueve en hilos y gotas de cristal transparente e impalpable vapor, mientras que las golondrinas que anidan en los aleros y los huecos del edificio vetusto entrecruzan sobre él los amplios semicírculos y encontrados zigzags de su incesante y nervioso revoloteo. Pasa a los pies del molino el camino de cabras que trepa a la cima y en rápida curva se oculta tras de los primeros contrafuertes de la montaña que son a esa hora, vistos desde donde estoy, una masa de negruzca neblina argentada, rizada por los verdes matorrales que se destacan sobre el segundo contrafuerte cuya confusa masa de detalles esfuma la niebla velándolos. Allá a lo lejos, la oscuridad azulosa de los montes del fondo, con sus perfiles de puntiagudos picachos y dentelladas rocas que se cortan oscuras en un ángulo de anfractuosas sinuosidades sobre el diáfano azul pálido del cielo y la blancura deslumbrante de las nubes matinales.

Vuelvo los ojos hacia abajo y veo el valle con lo verdoso de su alfombra vegetal, sobre la cual flota un poco de niebla, manchado aquí y allá con las masas oscuras de los matorrales y de los grupos de árboles, cruzado por las líneas delgadas y amarillentas de los caminos, por los hilos negros de la ferrovía y por el plateado zigzag del torrente que lo atraviesa; y en un recodo de la hondonada, al pie de la montaña, diviso los techos, la cúpula de la iglesia y el cementerio del pueblecito, medio oculto por la oscuridad verdosa del follaje, y al frente, en el horizonte donde la niebla interpuesta vuelve a borrar los detalles, las ondulaciones de los perfiles y la confusa masa azulosa de otra cordillera que, abriéndose en irregular brecha, muestra en el fondo la cegadora blancura inmaculada de un ventisquero.

La naturaleza, pero la naturaleza contemplada así, sin que una voz humana interrumpa el diálogo que con el alma pensativa que la escucha entabla ella, con las voces de sus aguas, de sus follajes, de sus vientos, con la eterna poesía de las luces y de las sombras. Cuando aislado así de todo vínculo humano, la oigo y la siento, me pierdo en ella como en una nirvana divina. Una noche en medio del Atlántico, sentado en la popa del buque donde dormían ya los pasajeros, tranquilo, sin preocupación personal ninguna, me abandoné como lo he hecho estas mañanas a su misterioso sortilegio y a la fascinadora orgía que es para mí contemplarla. No había luna. El buque era una masa negra que huía en la sombra. El mar calmado y el cielo de un azul sombrío y purísimo se confundían en el horizonte; las constelaciones y los planetas resplandecían en el fondo del azul infinito: el hervidero de soles de la Vía Láctea era un camino de luz pálida en la inmensidad negra y, abajo, la estela que dejaba el barco era otra vía láctea, donde entre la fosforescencia verde-azulosa ardía sutil polvo de diamantes. En la primera hora de quietud pensativa volvieron a mi mente escenas del pasado, fantasmas de los años muertos, recuerdos de lecturas remotas. Luego lo particular cedió a lo universal; algunas ideas generales, como una teoría de musas que llevaran en las manos las fórmulas del universo, desfilaron por el campo de mi visión interior. Luego, cuatro entidades grandiosas: el Amor, el Arte, la Muerte, la Ciencia surgieron en mi imaginación, poblaron solas las sombras del paisaje, visiones inmensas suspendidas entre dos infinitos del agua y del cielo. Luego aquellas últimas expresiones de lo humano se fundieron en la inmensidad negra y, olvidado de mí mismo, de la vida, de la muerte, el espectáculo sublime entró en mi ser, por decirlo así, y me dispersé en la bóveda constelada, en el océano tranquilo, como confundido en ellos en un éxtasis panteísta de adoración sublime. ¡Instantes inolvidables cuya descripción se resiste a todo esfuerzo de la palabra! La luz de la madrugada que destiñó el brillo de las estrellas y le devolvió al mar su glauca coloración mareante, me hizo volver a las realidades de la vida.

Ya que no éxtasis de esos, producidos por la grandiosidad de la escena, sí he sentido por momentos bajar sobre mi espíritu una suprema paz en las horas pasadas en el picacho a donde subo. El plan que reclamaba el fin único a que consagrar la vida me ha aparecido, claro y preciso como una fórmula matemática. Para realizarlo necesito un esfuerzo de cada minuto por años enteros, una voluntad de hierro que no ceda un instante. Más o menos será éste: Tengo que aumentar al doble o al triple de lo que vale hoy mi fortuna para comenzar. Si la comisión de ingenieros, mandada de Londres por Morrel & Blundell, da un dictamen favorable sobre las minas de oro que tengo casi negociadas con ellos y que en la mortuoria de mi padre se evaluaron en una suma insignificante, las minas me darán al vendérselas varios millones de francos. Deben los ingleses cablegrafiar a París de un momento a otro, y los Mirandas me avisarán por telégrafo a Ginebra, donde iré a pasar el mes de agosto. Hecha esa operación trasladaré a Nueva York todo mi capital y fundaré con Carrillo la casa para llevar a cabo los negocios que tiene él pensados. Tras de Carrillo están los Astor, los millonarios que no han dado un paso en falso desde que comenzaron a negociar, y en manos de él mi oro trabajará por mí, mientras me consagro en alma y cuerpo a recorrer los Estados Unidos, a estudiar el engranaje de la civilización norteamericana, a indagar los porqués del desarrollo fabuloso de aquella tierra de la energía y a ver qué puede aprovecharse, como lección, para ensayarlo luego en mi experiencia. Desde Nueva York iré por temporadas a Panamá a dirigir en persona las pesquerías de perlas, que darán al explotar los bancos desconocidos hasta hoy maravillas como las que produjeron cuando Pedrarias Dávila remitió a los Reyes de España la que remata la Corona Real. Todo el oro que esas explotaciones produzcan y lo que hoy poseo estará listo para el momento en que regrese a mi tierra, no a la capital sino a los estados, a las provincias que recorreré una por una, indagando sus necesidades, estudiando los cultivos adecuados al suelo, las vías de comunicación posibles, las riquezas naturales, la índole de los habitantes, todo esto acompañado de un cuerpo de ingenieros y de sabios que serán, para mis compatriotas, ingleses que viajan en busca de orquídeas. Pasaré unos meses entre las tribus salvajes, desconocidas para todos allá y que me aparecen como un elemento aprovechable para la civilización por su vigor violento las unas, por su indolencia dejativa las otras.

Luego me instalaré en la capital e intrigaré con todas mis fuerzas, y a empujones entraré en la política para lograr un puestecillo cualquiera, de esos que se consiguen en nuestras tierras sudamericanas por la amistad con el presidente. En dos años de consagración y de incesante estudio habré ideado un plan de finanzas racional, que es la base de todo gobierno, y conoceré a fondo la administración en todos sus detalles. El país es rico, formidablemente rico, y tiene recursos inexplotados; es cuestión de habilidad, de simple cálculo, de ciencia pura, resolver los problemas actuales. En un ministerio, logrado con mis dineros y mis influencias puestas en juego, podré mostrar algo de lo que se puede hacer cuando hay voluntad. De ahí a organizar un centro donde se recluten los civilizados de todos los partidos para formar un partido nuevo, distante de todo fanatismo político o religioso, un partido de civilizados que crean en la ciencia y pongan su esfuerzo al servicio de la gran idea, hay un paso. De ahí a la presidencia de la república, previa la necesaria propaganda hecha por diez periódicos que denuncien abusos anteriores, previas promesas de contratos, de puestos brillantes, de grandes mejoras materiales, otro. Eso por las buenas. Si la situación no permite esos platonismos, como desde ahora lo presumo, hay que recurrir a los resortes supremos para excitar al pueblo a la guerra, a los medios que nos procura el gobierno con su falso liberalismo para provocar una poderosa reacción conservadora, aprovechar la libertad de imprenta ilimitada que otorga la Constitución actual, para denunciar los robos y los abusos del gobierno general y de los estados, a la influencia del clero perseguido para levantar las masas fanáticas, al orgullo de la vieja aristocracia conservadora lastimada por la oclocracia de los últimos años, al egoísmo de los ricos, a la necesidad que siente ya el país de un orden de cosas estables; proceder a la americana del sur y tras de una guerra en que sucumban unos cuantos miles de indios infelices, hay que asaltar el poder, espada en mano, y fundar una tiranía, en los primeros años apoyada en un ejército formidable y en la carencia de límites del poder, que se transformará en poco tiempo en una dictadura, con su nueva constitución suficientemente elástica para que permita prevenir las revueltas de forma republicana, por supuesto, que son los nombres lo que les importa a los pueblos, con sus periodistas de la oposición presos cada quince días, sus destierros de los jefes contrarios, sus confiscaciones de los bienes enemigos y sus sesiones tempestuosas de las Cámaras disueltas a bayonetazos, todo el juego.

Este camino que me parece el más práctico, puesto que es el más brutal, requiere, para tomarlo, otros estudios que haré con placer, cediendo a la atracción que sobre mi espíritu han ejercido siempre los triunfos de la fuerza. ¡Con qué placer os estudiaré, monstruosas máquinas de guerra, cuyo acero donde estalla la mezcla explosiva derrama la lluvia de proyectiles en el campo enemigo y siembra la muerte en las filas destrozadas; granadas de fulminantes picratos que al estallar reducíais los piafantes caballos y los cuerpos de los jinetes a informes despojos sangrientos! ¡Cómo inquiriré los secretos de vuestra estrategia, las sutilezas de vuestra táctica, sombras de monstruos a quienes la humanidad degradada venera, legendarios Molochs, Alejandros, Césares, Aníbales, Bonapartes, al pie de cuyos altares enrojece el suelo la hecatombe humana y humea como un incienso el humo de las batallas!

¡Oh!, qué delicia la de escribir, después de instalar un gobierno de fuerza, grande y buen amigo, al acreditar los respectivos plenipotenciarios que pedirán su reconocimiento ante todos los presidentes de todas las republiquitas a la americana del centro o del sur donde las cosas se hacen así, y de pensar que, en virtud de un plan elaborado con la frialdad con que se resuelve la incógnita de una ecuación, llegó uno al puesto que ambiciona con el fin de modificar un pueblo y elevarlo y verificar en él una vasta experiencia de sociología experimental. Ningún esfuerzo me parecerá excesivo para coronar la altura que representa sólo la posibilidad de comenzar a obrar ampliamente.

En esa lejanía están los años decisivos, en que todo habrá de ser energía y acción. Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas: disminución de los derechos aduaneros que, a la larga, facilitando enormes introducciones, duplicará la renta; supresión de los inútiles empleos, reorganización de los impuestos sobre bases científicas, economía de todo género, a los pocos años el país es rico y, para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden. Llegará el día en que el actual déficit de los balances sea un superávit que se transforme en carreteras, en ferrocarriles indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro, y la condena a inacción lamentable.

Esos serán los años de aprovechar los estudios previos, verificados por los sabios y los ingenieros que la recorrieron años antes pagados con mi oro. En aquellos climas que van desde el calor de Madagascar, en los hondos valles equinocciales, hasta el frío de Siberia, en los luminosos páramos donde blanquea la nieve perpetua, surgirán, incitados por mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos que enriquecen, desde el banano cantado por Bello en su oda divina hasta los líquenes que cubren las glaciales rocas polares; todas las crías de animales útiles, desde los avestruces que pueblan las ardientes llanuras de África, hasta los rengíferos del polo. Innumerables rebaños pastarán en las fecundas dehesas; doblaranse bajo el peso de los racimos cárdenos las ramas de los cafetos, en perspectivas regulares donde el ojo se pierde en el crepúsculo verde producido por la sombra del guamo protector; ágil trepará la vainilla por los troncos disformes de los cauchos, colgando de los frágiles bejucos sus aromáticas urnas, y en las serranías abruptas el platino y el oro, la plata y el iridio, brillarán ante los ojos del minero, tras de la excavación fatigosa y el complicado laboreo del mineral nativo.

Dudoso de mis propias aptitudes, por grandes que sean los estudios que haya hecho para ese entonces, llamaré a economistas de fama europea y consultaré a los más grandes estadistas del mundo para proceder acorde con ellos al arbitrar las medidas que coronarán la obra. Ideadas y planteadas éstas, se hará conocer la tierra nueva y desbordante de riqueza en los mercados europeos gracias a agentes fiscales que los recorran y a los esfuerzos de una diplomacia sagaz, ampliamente renteada y escogida entre la flor y nata de los talentos nacionales. Los bonos depreciados antes serán una inversión tan segura como los consolidados ingleses, y colosales empréstitos lanzados por los Hutk y los Rothschild y suscritos en condiciones favorables permitirán completar los resultados perseguidos en la constante labor. La inmigración, atraída por el precio mínimo a que se harán las adjudicaciones de baldíos en los territorios hoy desiertos, afluirá como un río de hombres, como un Amazonas cuyas ondas fueran cabezas humanas y, mezclada con las razas indígenas, con los antiguos dueños del suelo que hoy vegetan sumidos en oscuridad miserable, con las tribus salvajes, cuya fiereza y gallardía nativas serán potente elemento de vitalidad, poblará hasta los últimos rincones desiertos, labrará el campo, explotará las minas, traerá industrias nuevas, todas las industrias humanas. Para atraer esa inmigración civilizada, colosales steamers de compañías subvencionadas por el gobierno con sumas que permitan reducir a un mínimo, suprimir casi, el costo del pasaje, cruzarán el Atlántico e irán a recoger a los tripulantes, ansiosos de nueva vida, en los puertos de la vieja Europa, de donde el hambre los arroja; en los del Japón y China, países desbordantes de población hambreada, y en las amplias radas de la península índica de donde el nativo pobre, el paria desheredado, el bengalí de dulzura casi femenina, emigrarán ansiosos de una patria nueva para no sentir en la espalda el látigo inglés que los flagela.

Monstruosas fábricas donde aquellos infelices encuentren trabajo y pan nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen extienden sus ramas seculares las colosales ceibas, entrelazadas de lianas que trepan por ellas como serpientes y sombrean el suelo pantanoso, nido de reptiles y de fiebres. Como una red aérea, los hilos del telégrafo y del teléfono agitados por la idea se extenderán por el aire; cortarán la dormida corriente de las grandes arterias de los caudalosos y lentos ríos navegables, a cuya orilla crecerán los cacaotales frondosos, blancos y rápidos vapores que anulen las distancias y lleven al mar los cargamentos de frutos, y, convertidos éstos en oro en los mercados del mundo, volverán a la tierra que los produjo a multiplicar, en progresión geométrica, sus fuerzas gigantescas.

¡Luz, más luz! Las últimas palabras del poeta sublime de Fausto serán el lema del pueblo que así emprende el camino del progreso. La instrucción pública, atendida con especial empeño y propagada por todos los medios posibles -desde el kindergarten donde los chicuelos aprenden a deletrear entre las rosas, hasta las grandes universidades en que los sabios de ochenta años, encanecidos sobre los instrumentos de observación, se entregan a las más audaces especulaciones que solicita el pensamiento humano-, levantará al pueblo a una altura intelectual y moral superior a la de los más avanzados de Europa. Libre el país de los pavorosos problemas que minan las viejas sociedades europeas y estallan en ellas en alaridos nihilistas y reventar de bombas, mirará tranquilo hacia el futuro.

La capital transformada a golpes de pica y de millones -como transformó el Barón Haussman a París- recibirá al extranjero adornada con todas las flores de sus jardines y las verduras de sus parques; le ofrecerá en amplios hoteles refinamientos de confort que le permitan forjarse la ilusión de no haber abandonado el risueño home y ostentará ante él -en la perspectiva de anchas avenidas y verdeantes plazoletas- las estatuas de sus grandes hombres, el orgullo de sus palacios de mármol, la grandeza melancólica de los viejos edificios de la época colonial, el esplendor de teatros, circos y deslumbrantes vitrinas de almacenes. Bibliotecas y librerías que junten en sus estantes los libros europeos y americanos ofrecerán nobles placeres a su inteligencia y, como flor de esos progresos materiales, podrá contemplar el desarrollo de un arte, de una ciencia, de una novela que tengan sabor netamente nacional y de una poesía que cante las viejas leyendas aborígenes, la gloriosa epopeya de las guerras de emancipación, las bellezas naturales y el porvenir glorioso de la tierra regenerada.

Establecer una dictadura conservadora como la de García Moreno en el Ecuador o la de Carrera en Guatemala y pensar que, bajo ese régimen sombrío con oscuridades de mazmorra y negruras de inquisición se verifique el milagro de la transformación con que sueño, parece absurdo a primera vista. No lo es si se medita. Está cansado el país de peroratas demagógicas y falsas libertades escritas en la carta constitucional y violadas todos los días en la práctica, y ansía una fórmula política más clara. Prefiere ya el grito de un dictador, de quien sabe que procederá de acuerdo con sus amenazas, a las platónicas promesas de respeto por la ley burladas al día siguiente. El éxito de la enorme empresa depende de la habilidad con que, al normalizarse la situación después del triunfo, se inicien las modificaciones que lentamente cambiarán la situación del partido vencido y le permitirán volver a la escena política aleccionado por la ruda lección de la derrota y por los primeros años de régimen estrecho en que sus conductores comprendan lo inútil de la lucha a mano armada. Soñarán entonces con transacciones que les permitan escalar puestos secundarios, o vociferarán contra los abusos cometidos, pero sus discursos no encontrarán eco porque el pueblo sentirá ya las ventajas del nuevo régimen. El desarrollo industrial absorberá parte de las fuerzas que antes producían hondas perturbaciones al agitarse en la política, y las concesiones, paulatinamente otorgadas, irán atrayéndole al gobierno la opinión de la juventud, desengañada de los viejos ideales, y el apoyo de los capitalistas de todos los bandos, que desean seguridad y bienestar. A cada progreso realizado en el orden material, a cada derecho respetado, corresponderán las filas opuestas con un movimiento que las acerque y permita nuevas concesiones, y, a la larga, serenados los ánimos y desaparecidos de la escena los antiguos caudillos llenos de ideas exageradas cuya presencia en ella impedía devolver la elasticidad necesaria al juego del organismo social, una oposición moderada, apenas viable porque no tendrá abusos que denunciar ni reclamos que alzar a lo alto como banderas de guerra, establecerá un equilibrio casi perfecto entre las exigencias de los más avanzados y la prudencia previsiva de los más retrógrados.

Lento aprendizaje de la civilización por un pueblo niño que, al traducirse en mi cerebro en una imagen plástica y casi grotesca por la reducción, me hace pensar en los gateos del chiquitín que balbucea sílabas informes, en las andaderas que le impiden caer al ensayar los primeros pasos, en los pinitos que hace entre una silla y una mesa en el cuarto que atraviesa apoyándose en los muebles, en las caminadas de a diez metros que sorprenden a la mamá sonriente, hasta que el músculo endurecido por el ejercicio y el vigor de los nervios le permiten caminar colgado de la mano de la nodriza. ¡Las piernecitas que apenas lo sostienen tendrán más tarde tendones y músculos y osatura formidable con que oprima los ijares del caballo fogoso en que cruce la llanura, y las manos pequeñas llenas de sonrosados hoyuelos, cuyos dedillos sostenían con dificultad el juguete preferido, alzarán la azada para labrar el suelo de la patria y la espada para defenderlo!

Veo mentalmente la transformación del país en los personajes que me acompañarán en cada época y en cada escena de la tarea, desde la entrada a la capital, a sangre y fuego, entre el estallido de las bombas y las descargas de la fusilería del ejército vencedor mandado por lo más selecto de la aristocracia conservadora, mis primos los Monteverde, atléticos, brutales y fascinadores, improvisados generales en los campos de batalla, debido a sus audacias de salvajes; los viejos jefes encanecidos en el servicio, el general Castro y los dos Valderrama, por ejemplo, hasta el día en que estos vejetes venerables y estorbosos para mi plan duerman tranquilos en la tumba junto con los jefes civiles del partido vencido que, sesentones y tiritando de miedo, presenciaron el triunfo cruento el día en que se implantó la dictadura. Los que eran en ese entonces mozuelos insulsos, convertidos los unos en ventrudos ministros de Estado y los otros en flacos periodistas de la oposición, se darán cuenta, en esa época distante a donde llega mi imaginación, de que los problemas que a sus padres les parecieron insolubles, se resolvieron casi de por sí al fundar un gobierno estable y darles ocupación a los vagos, al cultivar la tierra y al tender rieles que facilitaran el desarrollo del país.

En ese entonces, desprendido del poder que quedará en manos seguras, retirado en una casa de campo rodeada de jardines y de bosques de palmas, desde donde se divise en lontananza el azul del mar y no lejos la cúpula de alguna capilla sombreada por oscuros follajes, saciado ya de lo humano y contemplando desde lejos mi obra, releeré a los filósofos y a los poetas favoritos, escribiré singulares estrofas envueltas en brumas de misticismo y pobladas de visiones apocalípticas que, contrastando de extraña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros. En ellos pondré, como en un vaso sagrado, el supremo elixir que las múltiples experiencias de los hombres y de la vida hayan depositado en el fondo de mi alma ardiente y tenebrosa.

Llevaré allí la existencia desencantada y dulcísima de un don Pedro II desposeído del trono que lee a Renan en las tardes de meditación. Depurado mi ser de todo sentimiento humano e inaccesible a toda emoción que no venga de alguna verdad desconocida de los hombres y entrevista por mí, en el apaciguamiento de la vejez y con la serenidad que dan los sueños realizados, al morir, nada más, sobre mi cadáver todavía tibio, comenzará a formarse la leyenda que me haga aparecer como un monstruoso problema de psicológica complicación ante las generaciones del futuro.

Mientras no haya realizado siquiera la primera parte de ese plan no dormiré tranquilo. ¿Que es grande? Más grande era el de Bolívar al jurar la libertad de un continente en la falda del Montepincio, el de Bonaparte cuando, encerrado a los veinte años en el cuartico de Dôle, pobre militarcillo desconocido, soñaba en cambiar la faz de Europa y en repartir tronos a sus hermanos como quien reparte un puñado de monedas.

-Yo estaba loco cuando escribí esto, ¿no, Sáenz? -exclamó Fernández interrumpiendo la lectura, dirigiéndose al médico y sonriéndole amistosamente.

-Es la única vez que has estado en tu juicio -contestó Sáenz con frialdad.

-Me habían ocurrido todas las cosas posibles e imposibles respecto de ti, menos ésta, que alguna vez se te hubieran ocurrido semejantes barrabasadas. Tú, presidente de la República, ¡qué degradación para ti! -soltó Rovira con acento indignado. -Tú de presidente de la República...

-Dime, ¿las ventas de las minas, los negocios en Nueva York y las pesquerías de perlas te dieron los resultados que esperabas, José? -preguntó Luis Cordovez con aire meditabundo.

-Superiores a lo que esperaba -respondió el poeta.

-Y entonces ¿qué te detuvo?, di, ¿qué te detuvo para hacer eso que habrías podido hacer y que era grande, enorme? -preguntó Cordovez con su entusiasmo de siempre.

-Los pasteles trufados de hígado de ganso, el champaña seco, los tintos tibios, las mujeres ojiverdes, las japonerías y la chifladura literaria -contestó Óscar Sáenz con displicencia, desde su sillón perdido en la sombra.

-Eres más psicólogo que fisiólogo -respondió Fernández.

-Y tú eres un chiflado porque habiendo concebido eso hace ocho años, nos lo estás leyendo aquí ahora, en vez de haberlo realizado de parte a parte.

El té servido por Francisco, el criado viejo que acompañó al poeta desde que lo vio nacer, interrumpió la lectura por unos instantes.

-¡Tres tazas de té has bebido, tres tazas! -le gritó Sáenz a Fernández, sin poderse contener al verlo llenar por tercera vez la frágil tacita de porcelana y agitar el aromático licor con la cucharilla.

-¡Fernández, sigue! -dijeron en coro Cordovez, Sáenz y Pérez, mientras que Juan Rovira se levantaba para despedirse, diciendo:

-Soy una bestia... Nadie te quiere como yo. Me encanto al oír a los inteligentes recitar tus versos y llamarte gran poeta; de repente se me antoja oírte leer algo como esta noche, pongo toda la atención que Dios me dio, y mi palabra de honor que me quedo a oscuras de la mayor parte de lo que oigo. ¿Qué tiene que ver todo eso que nos has leído con el nombre de la quinta, con el cuadro de la galería ni con la marca de los libros empastados en cuero blanco? Soy una bestia... Mañana te mandaré las parásitas que llegaron hoy del cafetal.

-¿Las odontoglosum? -preguntó Fernández, usando el nombre técnico de la planta por hábito adquirido al hablar de botánica con el inglés que cuida el invernáculo.

-No entiendo eso: las que querías; mandaron un mundo... Mañana las tendrás.

Y después de apretar las manos de los amigos en la suya, grande, dura y tostada, salió, refunfuñando entre dientes:

-Decididamente no entiendo nada de eso, ¡soy una bestia!...

-¡José, sigue! -dijo Cordovez con impaciencia al ver caer la partière roja sobre las espaldas del gigante.

Y Fernández leyó así a la luz de la lámpara:



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