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Decapitaciones, cefaloforías y otros relatos más o menos hagiográficos

Manuel Alvar


Real Academia Española



Nanda y Chridaman viajaron juntos. En un descanso de su camino, vieron que se estaba bañando Sita, la doncella de hermosura deslumbradora. Chridaman se casó con ella y Nanda fue el amigo fiel. Un día decidieron ir a visitar a los padres de Sita y, en un templo del camino, Chridaman quiso rezar, pero la imagen de la diosa Kali le aterró y el hombre piadoso le ofreció su propio ser: desenvainó la espada y separó la cabeza de su tronco. Tras larga espera, Nanda fue en busca de su amigo; descubrió la terrible escena y, para no ser acusado de asesinato, se descabezó. La triste de Sita se acercó al santuario y, ante el horrible cuadro, decidió ahorcarse, pues no podía degollarse por el peso de la espada. Iba a ejecutar su propósito cuando la voz de Durga-Devi, la Inabordable, la recriminó: con aquel absurdo nada lograría; sin embargo, uniendo las cabezas a los troncos, Nanda y Chridaman recobrarían la vida. La sorprendida mujer se apresuró a cumplir la insinuación de la diosa y, con las prisas, puso en los hombros de Nanda la cabeza de Chridaman y en los de éste la cabeza de aquél. El resto de la historia es la consecuencia del error, ¿quién era el marido? ¿A cuál de aquellos hombres amaba esta esposa poseída por mitades? ¿Con quién reanudará el matrimonio? La vida se hizo insoportable y aquellas personificaciones trocadas decidieron unirse en el ser universal: los hombres se inmolaron atravesándose cada uno el corazón con la espada del otro y, en la pira donde ardieron sus cuerpos, se consumió también el de la hermosa Sita.

Tenemos en esta leyenda una historia que con mil variantes se repite en todas las literaturas: los cuerpos decapitados que vuelven a la vida cuando la cabeza es devuelta a los hombros; la ofrenda de la propia cabeza a la divinidad, como hizo el desventurado Chridaman. Un paso más, y el hombre que ha perdido su cabeza, camina con ella bajo el brazo o la lleva prendida en las manos. Partamos de la novela de Thomas Mann, Die vertauschen Köpfe, que en la traducción de Francisco Ayala (1970) se llama Las cabezas trocadas1. Las líneas a que he resumido el relato no son otra cosa que un apunte esquemático del libro, y no recogen cuanto hay en él de conversaciones religiosas, ironías o niveles lingüísticos. Nos basta con lo que he contado.

Pero lo que he contado se muestra de mil maneras en otras tantas culturas y ha dado lugar a no pocas interpretaciones. La primera la de los cadáveres descabezados. En Pompeya se encontraron (1849) numerosas tumbas que no habían sido violadas y muchas de ellas presentaban esqueletos con la cabeza separada del cuerpo, colocada en el centro o en los pies; del mismo modo se hallaron enterramientos en diversos puntos de Francia y de Italia2. Marcel Hébert al estudiar la leyenda de san Eulogio vio cómo la iglesia donde descansan sus restos está rodeada por un cementerio merovingio en el que muchas tumbas presentan esqueletos cuya cabeza aparece colocada a los pies; de todos estos hechos infiere que hubo un rito neolítico de la decapitación del cadáver, cuyas consecuencias «realistas» pasaron a la cristiandad medieval, que vino a sacar de todo ello las mil historias de los santos cefalóforos o portadores de su propia cabeza entre las manos3.

En efecto, se creyó que todos aquellos esqueletos pertenecían a santos que padecieron el martirio de la decapitación y lo que pudo parecer lógico pronto se enriqueció con otros motivos. Parecía improbable que tantos y tantos cristianos hubieran padecido el mismo suplicio y aunque autores creyentes, pero críticos, enunciaran sus repulsas, la iconografía se encargó de divulgar las imágenes de los santos descabezados que, con su tronco acéfalo, acreditaban la muerte que habían padecido. Ya en 1688, el bolandista Godofredus Henschenius (o Hensch) había escrito en las Acta4 que en las Galias y en otros países se representaba a los santos decapitados con la cabeza sostenida por las manos delante del pecho, y por ello se creyó que el santo había cogido la cabeza tras su muerte y la había llevado al lugar donde debería tributársele culto. Pero no había que creerlo: simplemente indicaba que aquel varón había sufrido muerte por decapitación. Tendríamos, pues, un símbolo tomado en sentido material como el que da lugar a leyendas tales como las de san Telmo, san Nicolás, san Jorge o san Julián. Ahora bien, el punto de partida de los relatos de todas estas vidas está, como muy bien ha probado Saintyves, en la historia de san Dionisio, primer obispo de París. No hay que negar el carácter propagandístico de estas leyendas, tal y como se elaboró la del prototipo, en la que sucesivas versiones hacen pasar el hecho mítico (ver con los ojos de la fe = illis qui fide videre poterant) a un hecho histórico (la gente vio el espectáculo): el cambio desde la versión Gloriosae del siglo VII a la amplificación del Libellus antiquissimus (segunda redacción) y su culminación en la tercera (Post beatam et salutiferam), fue hecha por Hilduino (nacido el 836)5, que vino a identificar al obispo de París con el famoso Dionisio Areopagita, obispo de Atenas. Después, la Legenda aurea, de Jacobo de Vorágine, dio a Dionisio los nombres de Teósofo (por su sabiduría teológica), Macario (por su felicidad) y Jónico (por proceder de Jonia). El hecho cierto es que el invento de Hilduino o de quien fuera tuvo una gran difusión y ahí están los ciento treinta y dos santos cefalóforos que Saintyves enumera, entre los que no falta Lamberto de Zaragoza, por más que quede silenciado en otras numerosas listas, tal vez por la notoriedad de su homónimo de Lieja. Sin embargo, el santo aragonés tiene una iconografía bien sabida, y recuerdo el temor que en mi niñez producía ver su imagen, muy realistamente tratada, en la iglesia de san Pablo de Zaragoza. Y para que también con su vida podamos hermanar arte y literatura, un poeta de la segunda mitad del siglo XVII, escribió la vida del santo en unas quintillas de tono muy popular, inspiradas en el Isidro de Lope de Vega6. Del san Lamberto zaragozano fue especialmente devoto el papa Adriano VI, y la tradición local lo hace nacido en Zaragoza, y labrador7. Su martirio tuvo lugar en la persecución del gobernador Publio Daciano (edictos de Diocleciano de los años 303-304; decapitación en el 306). El poema barroco -lo he señalado ya- es una copia de tópicos piadosos (aguijada que florece, espino vivo durante siglos, bueyes que sin gañán vuelven a la ciudad, cefaloforía) que se insertan en lo que traslúcidamente se llaman quintillas de ciego. Es innecesario, pues, hacer hincapié en el carácter popular del texto y en su significado como obra piadosa. Me permito transcribir los versos que tienen que ver con la leyenda:



   Cuando en duras opresiones
de las edades más viles
en nuestras jurisdicciones
vivían unos gentiles,
que eran gentiles sayones.  40

   Entonces, fuerte y ufano,
siempre a la virtud despierto
sujeto a dueño tirano,
ya era un gran santo Lamberto,
y también era cristiano.  45
[...]

   Tenía allá en el desierto
el amo su granjería
por cuyo trabajo cierto,
san Lamberto cada día
se salía a san Lamberto.  55

   Una vez que duro azar
deshojando tantas rosas,
tantas muertes vino a obrar
mas son estas unas cosas
que no se pueden contar8.  60

    Oyendo el fatal reclamo
entonces con alborozo,
contra cuy a furia clamo,
en ir a pescar al mozo
el amo quiso ser amo.  65

    El Santo destos tiranos
combates en tal crudeza
salió, y no son cuentos vanos,
las manos en la cabeza,
y aun la cabeza en las manos.  70

   Al impulso repentino
la cabeza en raudal bello
se fue del cuerpo divino
y aunque se huyó de su cuello
a dar en sus manos vino.  75

   Con ella, y sin ella, el vuelo
de su ardor pudo correr,
y al ir así fue desvelo
que fuera mucho caer
dar de cabeza en el suelo.  80
[...]

   Dizen, medio día era
cuando la furia importuna
le echó la cabeza fuera,
que se cortó en buena luna,
pues aún la vemos entera.  90
[...]



El tema de la cefaloforía es fundamentalmente francés y de Galia irradió a otras tierras de la cristiandad. En la larga lista de santos decapitados que da Saintyves, sólo hay tres españoles: Lamberto de Zaragoza (siglo IV), Laureano de Sevilla (siglo VI), muerto en Bourges9, y Víctor de Cerezo (siglo X)10. Poco significa esto en la tradición occidental. Y es que el foco francés tenía un arraigo que le dio vigencia; y el tema aún se enriquecería con el motivo de la lengua que habla después de la decapitación, como las pasiones del ciclo de Rictiovaro que estudió Coens, y que cuenta con la historia de san Justo, anterior a la arquetípica de san Dionisio de París11. Pero esto no es sino un motivo marginal que procede de la decapitación de san Juan Bautista, cuya lengua, según ciertas tradiciones, reprochó a Herodías su crimen. Más importante es, a mi ver, el enlace de los ritos célticos estudiados por A. Reinach y P. Lambrechts12; los cementerios merovingios y el desarrollo del tema en la cristiandad. Uniendo todos estos motivos nos encontramos con el sorprendente tema de la prueba caballeresca de la decapitación por medio del hacha, que aparece en los juegos artúricos13. De este modo tendríamos explicado el motivo hagiográfico a partir de unas tradiciones que se han ido reelaborando desde unos tiempos protohistóricos y que el cristianismo interpretó desde sus propias creencias. Luego, literatura y arte se hermanaron y nacieron pasiones poco históricas y representaciones muy reales.

Este es un camino de la tradición. Pero hay otras muchas tradiciones: se ha hablado de los ilusionistas de Asia, de los chamanes yacutas, bayas y jondos14; he aducido un testimonio sorprendente y misterioso del Padre Las Casas15 y quedan las historias de los guerreros dormidos de Lord Raglan16, como en el cuento de Thomas Mann, quedan las resurrecciones de los decapitados como motivo de los cuentos populares estudiado por Stith Thompson17 y, sobre todo, las creencias de los bayas que cuando han sido decapitados en la guerra, tienen el poder de recuperar su cabeza y huir llevándola bajo el brazo y volvérsela a colocar18.

Una metáfora de san Juan Crisóstomo se interpretó literalmente y dio pie a multitud de leyendas, todas relacionadas. Y las llamadas «imágenes emblemáticas» hicieron creer que los santos decapitados fueron portadores de sus cabezas. La exégesis histórica procede de las costumbres (pre)célticas de enterrar a los muertos decapitados; luego, con la cristianización, surgieron otras nuevas cuestiones, como las rivalidades de iglesias y santuarios para prestigiarse con un santo famoso y gozar de los beneficios económicos que el patrono podía allegar. Pero no fue esto sólo: la cabeza que había después de la decapitación aparece en numerosos pueblos y no precisamente cristianos. Se han mezclado dos temas distintos (cefaloforía y conversación post mortem), pero como ambos se dan en pueblos de diversas creencias hay una cristianización de motivos paganos (montañas, piedras, fuentes, bosques), que vienen a dar una mayor antigüedad a las creencias relativamente modernas19. La acción de los dominicos fue decisiva20.

Pero he seguido una rama de este proceso, la que analizan Hébert, Saintyves, Coens. Hay otras, pues la creación literaria no se agota. He partido de una novelita de Thomas Mann cuyo argumento estaba en unas cabezas cortadas y, luego, erróneamente restituidas a su tronco. Podríamos pensar en evoluciones del cuento que ya había adquirido forma literaria: en Las aventuras del Barón de Münhhausen está la historia de aquellas gentes de la luna cuya cabeza, bajo el brazo derecho, podía viajar por su cuenta, motivo que me hace pensar en la vieja leyenda de Fausto. Y añadiría temas como los de la cabeza de Atahualpa y leyendas peruanas vivas todavía o el relato japonés de Lafcadio Hearn o, incluso, la historia del caballo descabezado del Marcos de Obregón. Pero de todo esto me he ocupado en otro lugar y no quiero repetirme. Sí querría divulgar unos motivos que acaso aclaren lo que ya tenía escrito y que, por su finalidad, daban por sabidas muchas cosas.





 
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