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Segunda parte

La calificación general de los autores de la segunda censura, con quienes van de acuerdo en sustancia los de la primera, está concebida en estos términos: «Por conclusión, en vista de los lugares arriba copiados y de otros muchos que sería interminable referir, y mucho más impugnar y calificar a lo largo y con separación, somos de dictamen que esta obra debe prohibirse absolutamente, por contener proposiciones erróneas, mal sonantes, contrarias a las doctrinas de los Santos Padres, sediciosas, inductivas a la rebelión contra las legítimas potestades: gravemente injuriosas a la Nación Española, a sus leyes, costumbres y verdaderas glorias; a los papas y a los reyes en general, y en especial a todos los de la casa de Austria y de Borbón; sumamente denigrativas de la inquisición y de los eclesiásticos seculares y regulares, además de otras muchas contra sus bienes e inmunidades, contra nuestros militares de la última época, contra los teólogos, canonistas, letrados, abogados y otras clases útiles y honradas.» He aquí el terrible y severo juicio, fallo y sentencia que los doctos y piadosos censores pronunciaron contra la Teoría de las Cortes. Para contestar con claridad, orden y método, haremos un análisis, o sea anatomía de sus partes, y responderé lo que pueda y entienda a cada una de ellas. Dicen que la obra contiene:


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1.º Proposiciones erróneas y mal sonantes

Estoy firmemente persuadido que los eruditos censores no se habrán determinado a pronunciar esta sentencia sino en virtud de gravísimas razones y después de haber combinado mis doctrinas con los principios y máximas teológicas que rigen en esta materia y examinándolas a la luz de los Cánones y reglas de una sana crítica. Porque jamás me ha venido a la imaginación la idea de mezclar ni confundir a los calificadores de la Teoría con aquellos teólogos de quienes dijo Melchor Cano, De locis theolog. lib. 8, cap. V: «Sunt nonnulli qui per eas persuassiones quibus a principio sunt imbuti, de rebus gravissimis sententiam ferunt, temeriate quadam, sine judicio, repentino quasi vento incitati, quae longe alia esset, si judicio considerate constanterque lata fuisset. Hi autem in eo primum errant, quod scholae opiniones a certis constantibusque decretis non separant. Deinde errant in eo, quod duo rerum genera confundunt, unum earum quae ad religionem attinent, earum alterum, quae hanc ne attigunt quidem.» Y Alfonso de Castro, Advers. hoeres., lib. 1, cap. VII: «Sunt multi qui alios habent gnomones quamvis fallaces, et ad munus id exequendum minime certos, ad quos tamen volunt omnes assertiones de haeresi examinare, et ideo facillime de haeresi pronuntiant, nulla prorsus habita ratione qua id evincere possint. Sunt enim plerique qui sic afficiuntur aliquorum hominum scriptis, ut si forte quempiam viderint qui vel digito transverso ab eorum sententia discedat, oculatus testis loquor, haeresim statim inclament. Quapropter oportuit etiam ostendere nullam videlicet scripturam cujuslibet hominis, quantumlibet docti, quantimilibet etiam sancti esse efficacem ad haeresim revincendam nisi ex sacrae scripturae testimonio, aut ex ecclesiae definitione id esse constiterit.»

Espero, pues, que los censores, cuya erudición es tan superior a la de los teólogos vulgares, convendrán conmigo en que no se puede ni debe calificar de falsa ni de errónea ninguna proposición, sino la que pugna con la certidumbre y la verdad, o aquella cuya contradictoria es cierta y verdadera; y como dice San Agustín, In euchir., cap. XVII, citado por Alfonso de Castro, De justa hoeret. punit, cap. VIII: «Nihil aliud est errare quam verum putare quod falsum est, falsumque quod verum est: vel certum, habere pro incerto, incertumve pro certo.» Lo cual se puede verificar, o en puntos de creencia y de doctrina católica, o ya en asuntos de filosofía, de política o de historia: diferencia que conviene mucho tener presente, como advirtió Melchor Cano, lib. 7, capítulo XI: «Illud demum et quidem diligentissime est advertendum, inter auctores etiam ecclesiasticos, duo esse diputationum genera. Alterum earum rerum quae vere ad fidem, spectant doctrinamque catholicam; alterum earum quae citra jacturam pietatis ignorari non ab imperitis modo, verum a doctis etiam possunt, quod nec fidei dogmata sunt, nec ex illis derivantur.»

Solamente se puede calificar de errónea en materia de fe y de creencia aquella proposición que se opone a la doctrina católica, como dice el mismo Cano, lib. 12, cap. X: «Intelligimus erroneas propositiones contra catholicas esse divisas, et inferiori quodam gradu quam heareticas fuisse locatas error itaque, qui et minus quidam quam aperta haeresis, et catholicae doctrinae, tamen contrarius est, propositio eronea vocatur... Similiter et propositio erronea vocari potest, quae certe veritati catholicae fidei adversatur, non manifeste quidem, sed sapientium omnium longe probabili ac ferme necessario sententia.» Fundados en estos principios, los teólogos prudentes y sabios procedieron con gran moderación en sus censuras, sin atreverse a calificar de erróneas varias doctrinas que otros no tan doctos ni moderados condenaron de falsas, y aun de heréticas y anticatólicas. Por ejemplo, lo que se dice en la primera partida, ley 42, tit. 4: «Rogar deben mucho a Dios los que viven en este mundo, por las ánimas de los muertos: ca por los bienes que aquí ficieren por ellos alibiales Dios las penas a los que yacen en infierno, et saca de purgatorio mas aina a los que en él son, et llevalos a paraiso» Esta doctrina no era nueva en tiempo de D. Alonso el Sabio, y ya la habían enseñado algunos doctores de la Iglesia, como se puede ver en el sabio y eruditísimo teólogo Dionisio Petabio, Theolog. dogmat. D. Angel, lib. 3 cap. VIII, el cual formó de aquella opinión el siguiente juicio crítico: «De hac damnatorum saltem hominum respiratione nihil adhuc certi decretum est ab ecclesia catholica, ut propterea non temere tamquam absurdo sit explodenda sanctissimorum haec opinio, quamvis a communi sensu cotholicorum hoc tempore sit aliena.»

El mismo insigne teólogo en el citado, libro, cap. V, número 8, examina la cuestión de la naturaleza del fuego del infierno, y las opiniones de algunos doctores de la Iglesia, que se inclinaron a creer que el fuego preparado para el diablo y sus ángeles, así como todos los réprobos, no era material y corpóreo como el nuestro; y concluye con esta sentencia: «Caeterum uti corporeum et materia constantem esse inferorum ignem, quo utrique illi torquentur, theologi hodie omnes immo et christiani consentiunt: ita nullo ecclesiae decreto adhuc obsignatum videtur, ut recte Vasquecius observat. Neque enim nulla in synodo sancitum illud est, etsi nonnulli rem esse fidei pronuntient.» Y en el cap. IV, núm. 20 y 21, refiere la opinión de los que han defendido que los demonios no padecen al presente las penas y tormentos del fuego eterno a que fueron condenados, y que este castigo se ha de diferir hasta el último día del juicio, cuyo dictamen siguieron algunos padres y teólogos antiguos; y exponiendo su juicio sobre esta doctrina dice: «Non est tamen erroris nedum haeresis accusandus qui asserat, diabolum et ejus angelos nondum extremo ac summo supplicio cruciari sive ignis efficientiam illam experiri, in qua damnationis illorum, quod ad sensum et perpessionem attinet, summa consistit. Ita Cayetanus opinatur in commentariis ad Petri secundam epistolam... Quam Cayetani sententiam primum catholicae fidei contrariam non esse certum est: nam neque scriptura neque concilium ullum hactenus docuit, daemones extrema illa supplicia perpeti... tametsi Bellarminus hanc sententiam ab errore vindicari non posse putat... Quare, ut illi de errore vel haeresi non assentior, sic eam minime esse probabilem arbitror.»

Me persuado que en la Teoría de las Cortes no se podrá encontrar ninguna proposición errónea o contraria a la fe y doctrina católica, ni aun al consentimiento común de los doctores cristianos, si se ha de proceder en tan gravísimo asunto en conformidad a las máximas y principios establecidos. Por esto los eruditos autores de la primera censura dijeron que no hallaban en toda la obra error teológico ni expresión que pueda calificarse de opuesta a la doctrina católica: y los de la segunda no se atreven a decir que en dicha Teoría de las Cortes se halle directamente atacado ningún dogma de nuestra sagrada religión, antes bien se hace un grande elogio de ella.

Y yo no sé cómo conciliar este prudente dictamen con lo que asientan los autores de la segunda censura al fin de ella: la Teoría debe proscribirse por contener proposiciones erróneas; esto es, contrarias a la fe y doctrinas católicas, a no ser que la calificación se ciña y limite a errores en materias literarias, históricas y políticas, en cuyo caso hubiera sido muy oportuno notar esta diferencia y hacer las convenientes explicaciones para evitar juicios equivocados y confusión en las ideas.

Por lo que respecta a este último punto, confieso ingenuamente que es tan grande la ignorancia, flaqueza y miseria humana, tantos los obstáculos y dificultades que hay que vencer para encontrar la verdad, que a los que emprenden tan larga y penosa carrera es casi imposible, aun a los más doctos y sabios, evitar todos los escollos, precaver los peligros, y no lastimarse cayendo y tropezando muchas veces. Yo no dudo que en la Teoría habrá defectos, me admiraría de lo contrario: dichos y sentencias amargas, y tan desagradables a unos como dulces y sabrosas al paladar de otros: opiniones de esta misma condición y naturaleza, pero no infundadas, ni caprichosas, y mucho menos contrarias a los principios que deben regir en la materia. Jamás he pretendido, porque sería necedad, exigir que todos siguiesen mis opiniones; pero me asiste un derecho contra los que intenten confundirlas con los errores. Supongo, pues, que en la Teoría habrá descuidos, equivocaciones, y aun algunos errores literarios; empero ¿estos defectos son suficientes para fundar una justa proscripción? Si por tales causas se debieran recoger y prohibir los libros, todos los que ha producido el ingenio humano, sujetarse habrían a esta sentencia y sufrir la pena de condenación. Porque, ¿cuál será el autor que pueda lisonjearse haber surcado tan felizmente este borrascoso mar sin que haya dado en algún escollo o padecido tormenta? De los inmensos volúmenes que ocupan las bibliotecas públicas y particulares, ora sean de teólogos, ora de jurisconsultos o historiadores, ninguno se hallará exento de lunares, descuidos, equivocaciones y errores; en todos hallaremos repetidas pruebas de la debilidad de las manos que intervinieron en la construcción de aquellas obras. Aunque no se debe dejar a los hombres correr en pos de los errores a su salvo, todavía nunca puede ser conveniente entorpecer los progresos del entendimiento humano. La moderación y la prudencia nos obligan a contentamos con lo bueno, a disimular los defectos, a tolerar los errores no siendo perjudiciales, y a compadecernos de la flaqueza humana.

Acerca de las proposiciones mal sonantes, saben mejor que yo los censores, cuán difícil es fijar la energía de esta expresión y describir el espacio y términos de su significado, y más difícil todavía establecer reglas seguras sobre la organización y calidades del oído, que ha de juzgar de la armonía o disonancia de las voces y expresiones. Y como sea muy cierto lo que comúnmente se dice, de gustos nada hay escrito, porque varían infinitamente, lo mismo sucede con el órgano del oído, que a unos es armonioso y sonoro, lo que a otros áspero, disonante y desapacible, lo cual nace de la diferente constitución orgánica, carácter, genio, disposiciones físicas y morales, y aplicado al espíritu de la educación, talento, tino mental, maestros y libros; de manera que así como el paladar corrompido no es capaz de discernir exactamente los sabores, y de ordinario yerra en este juicio, del mismo modo un espíritu mal educado, repleto de preocupaciones, y sin más luces y conocimientos que las de algunos pocos libros, y acaso no muy buenos, en los cuales cree hallarse reducido como en un mapa, el inmenso espacio de los conocimientos humanos, todos los que no ve demarcados en su carta, los condena de espurios adulterinos, disonantes, y tal vez de impíos o heréticos.

¡Cuán bellamente y con qué gravedad de palabras expresó esta idea el célebre religioso franciscano Alfonso de Castro, advers. Hoeres., lib. 1, cap. VIII! «Fateor me non posse cohibere iracundian quoties video aliquos ita addictos hominum aliquorum scriptis, ut impium autument si vel in modica re quis ab eorum sententia discedat... ego enim misserrimam hanc dicerem servitutem sic esse humanae sententiae adictum, ut non liceat ullo modo illi respugnare, qualem patiuntur hi qui se tantum beati Thomae, aut Schoti, aut Ocam dictis subjiciunt, ut ab eorum placitis, in quos jurasse videntur, nomina sortiantur, quidam Thomistae, alli Schotistae, alli Ocanistae appellati... quales ego vidi in tantam insaniam devenisse, ut non sint veriti publica ad populum concione hoc effundere; quisquis a beati Thomae sententia discesserit, suspectus de haeresi est censendus.»

Por esto el erudito Melchor Cano, lib. 12, cap. X, después de reconocer las gravísimas dificultades que le ocurrían en deslindar los términos de la calificación malsonante, ofensiva de los oídos piadosos, de que se ha abusado a las veces en perjuicio del honor y buen nombre de los autores católicos, establece que el discernimiento de las doctrinas y proposiciones bien o mal sonantes corresponde solamente a teólogos sabios y prudentes, y nunca se ha de aventurar al juicio de doctores vulgares y comunes, y mucho menos del pueblo: «Cum non sit cujusvis male sonantem propositionem a bene sonante distinguere, prudentissime theologi, quod jam iterum ac saepe dixi, consuiendi a judicibus ecclesiae sunt, nisi volunt in harum rerum judiciis vehementer errare... enim vero in hisce absonis et absurdio proportionibus discernendis, nollem equidem imperito atque imprudenti vulgo aures dedere, quarum est judicium pinguissimum... promiscuum, vulgus auditum plerumque hebetiorem habet, interdum etiam teneriorem quam opus est, et multa saepe tum auribus accipit, tum animo fert, quae tritae ac intelligentes aures aspernantur,quaedam contra refutat quasi absona, quae teologos peritos et sapientes non modo non lacessunt, sed ne movent quidem. Teologos inquam peritos et sapientes. Nam in quibusdam aurium sensus fastidiosissimus est, in quibusdam etiam superbissimus. Quia igitur vel Theologi quidam nonnulla respuunt quae aures dementes et modestas minime, offendunt, necessarium est, si res has recte et sapienter dijudicare volumus, aurium habere sensum politum, tersum, subtilem, prudentem.»

Ofender los oídos piadosos, dice Cano, es acción criminal: empero contar entre los delitos lo que la iglesia juzgó ser ajeno de toda culpa es insolente temeridad. Habla de los que califican de malsonante. «Suam propositionem Beata virgo peccatum originis a primo parente contraxit.» A cuyo propósito dice Alfonso de Castro, De justa hoeret. punit., cap. VIII: «Ecclesia nihil de conceptione Deiparae Virginis hactenus deffinivit, an fuerit cum peccato originali aut sine illo concepta. Sed liberum cuique dimittit ut quam voluerit de hac re teneat opinionem. Sic enim deffinivit Sixtus Pontifex hujus nominis quartus in extravaganti quae incipit Grave nimis», la cual confirmó el Concilio Tridentino.

El vulgo ignorante, y aun los teólogos que no han hecho profundo estudio en todos los ramos de la filosofía cristiana, ni recorrido el inmenso espacio que abraza la ciencia de la religión, se admiran y ofenden de todo lo que ni han oído ni visto, no de otra manera que los niños tiemblan de los duendes, y las gentes del pueblo se inquietan y conturban a vista de un eclipse o de la aparición de un cometa. El interés y amor propio también influye demasiado en el crédito de mil patrañas, errores y fábulas, así como en la odiosidad de lo que por su naturaleza debiera mirarse con agrado y tenerse siempre en estima. ¡Cuán mal sonante es a muchos la predicación de la santa doctrina! ¡Cuán amarga la verdad! Su semblante severo desagrada y parece desapacible y a veces horrenda. Si los juicios del vulgo hubieren de servir de ley y de norma a los nuestros, dice Cano, serían mal sonantes varias expresiones del Evangelio: duras y destempladas parecieron a los discípulos, y aun de algunas llegaron a escandalizarse los fariseos. Y haciendo la aplicación de estas máximas, y contrayéndolas a su tiempo, dice: «Nec est ambiguum hoc tempore esse pharisaeos quosdam, esse stolidam turbam et multitudinem falsis opinionibus obtusam, certos demum esse discipulos, quibus est sermo veritatis durissimus. Hi, si abusus reprehendas qui in imaginibus et colendis, et ornandis in sacellis, templis, monasteriis, sepulchrorum monumentis, sempiternisque memoriis condendis sunt plurimi: si affirmes in hujuscemodi interdum, vel potius nimium, saepe plus vanitatem valere quam religionem, diabolum quam Christum; hi, inquam, fortasse dicent te lutheranis opinionibus occupatum intolerabiles sonos fundere.»

Conviene pues fijar si es posible, la idea representada por la expresión malsonante, y proponer de común acuerdo reglas ciertas y seguras que sirvan de norte a nuestras investigaciones, sin dar lugar a los extravíos a que suelen conducir la ambigüedad de las palabras, o los caprichos de la imaginación y del ingenio. Me agrada mucho y tengo por un axioma lo que sobre este argumento escribe en el citado lugar Melchor Cano: «Dupliciter ergo de propositione male sonante loqui possumus: uno modo generaliter, quo omnis propositio fidei contraria fidelium aures offendit, eoque magis quo apertius illam, vident fidei catholicae esse contrariam. Alio modo specialiter, quo gradum quemdam propositionum constituimus ab illo haereticarum suppremo distantem. Qua ratione eas proprie male sonantes propositiones et piarum aurium offensivas dicimus, in quibus nullus error fidei adversus manifeste notari potest, sed absonum nescio quid atque absurdum.» Y más adelante: «Alter gradus male sonantium propositionum est, quao... sonum quemdam absurdum et peregrinum referunt, qui a doctrina, sinceroque et solido eclesiae sermone discrepare videatur.»

Fundados en principios tan sólidos y luminosos, podemos establecer que no se debe hacer uso de la calificación malsonante, ni hay razón para aplicarla a doctrina o proposición alguna si no en el caso en que no pueda tener lugar la calificación de errónea o herética; de suerte que así como la nota de errónea es una modificación de la de herética, por el mismo estilo la de malsonante es un apéndice y suplemento de la nota de errónea; censura más decorosa y moderada, interpretación suave y benigna que dicta la justicia y la prudencia deberse usar cuando la doctrina o proposición censurable, no siendo clara y manifiestamente contraria a la fe ni a los dogmas, ni pudiendo calificarse con razones ciertas y sólidas de herética o de errónea, todavía hay gravísimos fundamentos para juzgar que desdice y se aparta de la doctrina y común sentir de la iglesia.

Como por ejemplo: la proposición beatam Virginem non esse in caelos cum corpore assumptam, seguramente no es contraria a la fe ni a ningún dogma católico; más por cuanto repugna a la común doctrina de los fieles, y al unánime consentimiento de la iglesia, merece la nota de malsonante. Asimismo el que enseñase que el matrimonio se disuelve por la infidelidad de uno de los consortes o fornicationis causa, esta doctrina no debería calificarse de herética ni de errónea, porque la proposición contraria ni es un dogma, ni está definida por la iglesia, y se sabe que la han defendido algunos teólogos antes y después del Concilio de Trento, y fue opinión comúnmente recibida entre los griegos sin perjuicio de la paz y unidad cristiana. Bien es verdad que algunos teólogos, a quienes siguen los autores de la segunda censura, aseguran que este punto quedó concluido, y la cuestión definida en el Concilio Tridentino; pero otros así como muchos canonistas sostienen lo contrario. Natal Alejandro trata este argumento con su acostumbrada erudición, Hist. Eccles., saec. 4, cap. VI, art. 19, et histor, soec. 15, et 16, disert. 12, art. 14, núm. 5. Y después de referir lo ocurrido en el Concilio, extractando lo que al propósito dice el cardenal Palavicini, concluye: «Evidentissimum igitur est necdum fidei dogma esse quod matrimonium, etiam propter adulterium alterius conjugis dissolvi non possit: adeoque S. Basilius, erroris argui non posse quod in epistola canonica secus senserit ac decrevit... tridentina synodus anathemate non confixit eos qui conjugia propter fornicationem dirimerent; sed qui dicerent eclesiam errare cum docet juxta evangelicam et apostolicam legem non esse derimenda.» Así que esta doctrina acaso se pudiera calificar por algunos de malsonante. Véase lo que acerca de este argumento escribe Selvagio, Antiquit. Christ. institut., lib. 4, cap. VIII, §. 4, y Bernardo, coment. In jus ecclesiast., tom. 3., Dissert. 7ª, cap. II.

El resultado de estas prolijas investigaciones es, que en la Teoría de las Cortes, si se ha fallar por los datos y principios arriba establecidos, no se encuentran doctrinas ni proposiciones dignas de la nota de erróneas ni malsonantes. Los eruditos censores, mas ilustrados e imparciales que el autor de la obra, tendrán la bondad de copiar exactamente las que merecieron su censura, por destempladas, desapacibles y ofensivas de su fino y delicado paladar, y sutil y armonioso oído. Entonces dirigiendo mis pasos y caminando, no a la aventura sino hacia un blanco cierto y seguro, y procediendo con conocimiento de causa, acaso podría dar respuesta categórica y satisfactoria, y de no hacerlo así confesar sinceramente mi error y mala doctrina; pues jamás ha sido mi propósito ni intención pensar ni escribir cosa alguna contra lo que tiene, cree y enseña nuestra santa Madre Iglesia, ni contra el común sentir de sus doctores.




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2.º Proposiciones contrarias a la doctrina de los Santos Padres

La doctrina y autoridad de los Santos Padres es muy respetable y debe ser acatada por todos los fieles. Los escritos de tan insignes varones son el canal de la tradición, y la conformidad de sus doctrinas y sentimientos en materia de religión y de moral cristiana constituye uno de los principales argumentos o lugares teológicos para probar los dogmas. Toda proposición contraria al común sentir de los santos doctores de la Iglesia sobre aquellos puntos, es digna de la más severa censura teológica; pero no así en asuntos de crítica, de historia, de filosofía y de política, mayormente cuando aquellos grandes hombres no van de acuerdo en sus dictámenes, o se advierte entre ellos, lo que sucede no pocas veces, contrariedad de opiniones y sentimientos. En cuya razón dice Alfonso de Castro, advers. Hoeres, lib. 4, cap. VIII: «Quum saepe inter doctissimos atque sanctissimos, viros de eadem re non conveniat, erit necessarium ab aliquo eorum discedere, neque tamen cum fidei injuria aut haeresinota: cum in fieri nullo modo possit ut oppositis secumque pugnantibus assertio nibus quis assentiat.»

«Colligamus quod sanctorum ecclesiae doctorum scripta non sunt sic suscipienda, ut nobis liberum non sit aliter sentire quam ipsi senserunt: praecipue cum inter eos de re eadem non convenit, aut aliunde illorum assertio non comprobatur... Non erit ergo unquam citra temeritatem aliquid appellandum haeresis eo quod sanctorum dictis repugnat, modo non obviet scripturae sacrae aut ecclesiae definitione.» Pues ahora, ¿hay en la Teoría de las Cortes alguna proposición o proposiciones opuestas al común sentir de los Santos Padres en materia de religión, o dogma, o doctrina cristiana? Me parece que tengo derecho para pedir a los censores que expresen literalmente cuáles son aquéllas proposiciones, y esto con tanta mayor razón cuanto que es cierto que los censores guardan en sus prolijos escritos el más profundo silencio. Sólo una vez nombran y alegan contra mí algunos Santos Padres, y parece que no muy oportunamente.

Después de copiar y reunir bajo de un punto de vista varias cláusulas de la Teoría relativas a bienes eclesiásticos y diezmos, exclaman: «¡Cuán diferente es este lenguaje del de los Santos Padres! San Jerónimo, San Juan Crisóstomo y San Agustín exhortan con vehemencia el pago de los diezmos, y suponen que los cristianos tienen mayor obligación a ello que los judíos antiguos; pero el autor parece respeta muy poco las doctrinas de los Santos Padres en vista de sus razones políticas.»

Antes de contestar directamente a este razonamiento, y suponiendo y dando por asentado lo que no es cierto, que aquellos esclarecidos doctores hablan de los diezmos en sentido riguroso, legal y canónico, deseara que los censores tuvieran a bien responder a las siguientes preguntas. Los Santos Padres coetáneos y aun posteriores a San Jerónimo, San Agustín y San Juan Crisóstomo, ¿siguieron uniformemente su modo de pensar? ¿Adoptaron sus sentimientos? ¿Fueron todos del propio dictamen o sostuvieron una misma opinión? ¿No es cierto que la ley de los diezmos fue abolida por el Evangelio y que no obligaba en su tiempo? Mas concedamos también el unánime consentimiento de los padres sobre este punto: vuelvo a preguntar: ¿El autor de la Teoría ha dicho o enseñado en parte alguna que los cristianos no deben o no están obligados a pagar los diezmos? ¿Se ha propuesto eximir al labrador de un deber autorizado por las leyes civiles y eclesiásticas y por la costumbre de tantos siglos? En la Teoría no se hallará ciertamente una palabra, ni expresión, ni sentencia, ni período que persuada esta mala doctrina. Luego no puede la obra contener proposiciones contra los santos doctores arriba citados, ni el autor faltar al respeto debido a los padres de la Iglesia.

El autor trata solamente de puntos históricos y políticos: su propósito fue indicar lo que ya había examinado de intento y más a la larga en el Ensayo: la naturaleza y origen de los diezmos según la idea que este vocablo propia y legalmente representa, a saber: una cuota o cantidad fija y determinada, regularmente el diez por ciento de todos los frutos prediales e industriales que por ley civil y eclesiástica o por costumbre deben y están obligados a pagar los cristianos a la iglesia y sus ministros, cómo principió y se pagó esta contribución especialmente en España: los abusos y excesos que a las veces hubo en las exacciones; cuán gravosa es y desigual, pues carga solamente sobre una clase del Estado, la más útil, la más interesante y la que más necesita de protección y fomento; todos estos puntos son meramente históricos, y no tienen conexión esencial con los dogmas de la religión ni con las verdades reveladas.

Los eruditos censores, aunque procuraron por un efecto de modestia ocultar sus profundos conocimientos en estas materias, todavía me persuado que habrán leído lo que escribe el ilustrísimo Devoti, institut, canonic., lib. 2, tit. 16, § 3, nota 1 con ladel § 4: «Prioribus ecclesiae saeculis neque christiani decimas solvevant, nec ulla lex erat, quae hanc solutionem imperaret. Clerici vivebant ex oblationibus quas fideles sua sponte in ecclesiam conferebant. Ciprianus, de unit. eccles., pág. 85, edit. Amsteled. 1700 diserte testatur nullas sua aetate decimas fuisse solutas... Aetate, Augustini nondum decimae fixae, ac perpetua lege constitutae fuisse videntur: sed ipse tamen Enarrat. in psalm. 146, núm. 17, vehementer christianos hortatur ut reales ac personales decimas solvant.» Y lo que escribe Cristiano Lupo, tom. 4º, Scholior., in can., pág. 195, donde exponiendo la doctrina de San Juan Crisóstomo, homil 5, in epist. ad Ephes hace esta reflexión: «Ex quo vides decimas tunc fuisse dumtaxat voluntarias. Eas quippe non unusquisque, sed hic duntaxat aut ille dabat, eraque opus admiratione dignum.» Y lo que advirtió Selvagio, antiquit. Christo Institut., lib. 1, part. 2ª, cap. VIII, núm. 13: «Ex hoc Chrisistomi testimonio, uti quoque ex aliis Hier. Aug. aliorumque patrum aucthoritatibus constat quidem nullum eo tempore ecclesiasticum, de decimis solvendis exstitisse praeceptum; at vero simul inde elucet voluntarie fideles decimas solvere consuevisse.» Es cierto, dice el Rev. Obispo de Ceuta: Apolog. del altar, cap. XIV, §. 2, que los diezmos mandados pagar en el antiguo testamento a la tribu de Leví para la subsistencia de los ministros de Dios, no los determinó Jesucristo para la dotación de los sacerdotes de su nueva ley, para sus sacrificios y cultos. Es constante que estas asignaciones se hicieron después por los fieles, por los emperadores y príncipes. No hay duda en que la avaricia, el interés y las riqueza, de alguna parte del clero produjeron el lujo y el escándalo en sus personas, y que con sus malos ejemplos se relajó en parte la disciplina eclesiástica, y se corrompió al fiel que debía edificar. San Agustín, San Crisóstomo y San Jerónimo atestiguan estos hechos, cuando en sus discursos declaman contra sus autores. Más esto prueba que la Iglesia reprobó siempre tales excesos, y que ella ha estado en posesión, de algunos bienes y en el derecho de administrarlos y distribuirlos por sus ministros.» Y después de probar la munificencia y generosidad con que los emperadores y príncipes cristianos dotaron a la Iglesia, y que ésta gozó desde muy antiguo heredades y bienes raíces: «Es verdad que no hay diezmos, no hay primicias en los primeros años del cristianismo... El tiempo en que los fieles, ya príncipes, ya vasallos, fijaron la cuota que debía darse a la Iglesia y sus ministros a la décima parte, no será fácil señalarlo. San Jerónimo, en su exposición sobre el cap. III de Malaquías; San Juan Crisóstomo, en la homilía tercera de la epístola de San Pablo a los de Efeso; San Agustín, exponiendo el salmo 146; varios padres en sus escritos nos hablan de los bienes con que los fieles contribuían para el ornado de las iglesias y decoro de los ministros con el nombre de décimas. Pero añade que no indujo obligación legal hasta que apoyada en todos los países por una práctica universal e inconcusa fundó el derecho más justo, más legítimo para percibirla de los fieles, para exigirla en caso de no pagarse, y para administrarla y distribuirla.» La primera ley eclesiástica que cita por la que se manda a los fieles el pago de los diezmos, es la del Concilio II Matisconense celebrado el año de 585, y no el de 624 como él dice en el canon 5º, ley particular y aislada a la región del Primado Lugdonense en Francia.

Por no alargarme demasiado, me ceñiré a trasladar lo que sumariamente y con mucha exactitud escribió sobre este punto Alejo Pelliccia en su compendio de la disciplina eclesiástica, lib. 3, cap. IV, libro común, y que sin duda habrán leído mil veces los censores: «In eo decimae ab oblatione differunt, quod hac omnino voluntaria sit tum quoad speciem, tum quoad quantitatem, illae lege quoad utrumque constitutae, sint. Oblatio, ut dictum est, ecclesiae coaeva fuit minime vero decimae: quamquam enim trium priorum saeculorum patres passim christianos hortati sint, ut in eoruni oblationibus pharisaeorum religionem vincerent, cum Christus majores cum abundantia, illud vellet a discipulis suis impleri (d), nusquam tamen illis quantitatem imperarunt. Qua propter merito constitutionibus apostolicis sero addita fuisse videntur praecepta illa de decimis solvendis (a).»

«Neque post IV, saeculum statim lex decimarum obtinuit, cum illius aevi patres plerumque decimarum nomen usurpent, at latiori equidem significatione; ab ea enim aetate patres, desumptis a veteri testamento argumentis, hortati sunt fideles oblationibus praestandis, quas decimas appellarunt, cum eo nemine nuncupate forent in lege veteri oblationes illae, quae atendis sacrorum ministris fiebant; quae quidem phrasis nonnullos fefellit, qui jam tum decimarum legem, viguisse opinati sunt. Hi sane patrum mentem assecuti forent, si Hieronymum (b), et Augustinum (c), consuluissent, qui christianos hortantur aut illis imperant, ut decimas, h. e., oblationes pro ministrorum alimento suppenditent ecclesiae pro eorum lubitu, cum nemo ab illis posset exigere (d), quare ipsa oblatio primatiarum, atque decimae devotis appellantur saeculo 5º a Casiano (e). Ex quibus, colligere est 1º ad 4, usque saec. christianos decimas obtulisse hand indaico more, sed pro arbitrio quantitatem moderatos esse. 2º Nullam ad 5, usque saec. legem.,adhuc in ecclesia obtinuisse, qua decimae solutio vel definita, vel imperata vel sancita fuerit. Sic graeci patres illius aevi Gregorius Naciancenus (f), et Chrisostomus (g) pari ratione de decimus loquuntur, veluti de indefinita, atque voluntaria oblatione.

Aa a 5 saec. Patrum phrasis quamdam veluti legis vim obtinere coepit, ita ut quantitas definita fuerit, et decimarum species statutae sint, quod primum factum est in Conc. Turonensi II. Quin immo sicut antiquiores patres exemplo legis Mosaicae, et Christi praecepto de ministris alendis usi fuerant, ut populo decimarum proestationem suaderent, ita saeculo 6º invaluit tandem opinio illa, decimas ipsas tum operum, tum bonorum ex lege divinitus sancita deberi (a). A 6º itaque saec. in dies sancitoe fuerunt nonnulla circa decimas leges, rati illas de jure divino esse. Quo quiilem saeculo etiam in Oriente voluntaria decimarum oblatio, plane necessaria evaserat, adeo ut episcopi sacramenta, et eclesiae communionem illis negarint, qui decimas solvere detrectarent. At Justinianus hunc usum (nulla porro extabat antiqua vel ipsius ecclesiaae lex) improbavit atque episcopis jus laicos huic solutioni ullo modo cogendi abstulit (b): quare Orientales exinde decimas solvere cessarunt, quarum vicem apud illos tenuere tributa proministrorum alimentis ab eodem Justiniano laicis imperata (e), quorum tributorum quantitas definitur in Bulla aurea Isaaci comneni imperatoris.» La ley de Justiniano es la 38, §. 1, c. De episcop. et cler., y dice así: «Non oportet episcopos, aut clericos cogere quosdam ad fructus offerendos, aut angarias dandas, aut alio modo vexare, aut excommunicare, aut anathematizare, aut denegare communionem, aut idcrirco non baptizare, quamvis usus ita obtinuerit.»

En la Teoría, 1ª parte, cap. XIII, número 24, nota 1, advertimos que el diezmo de los frutos de la tierra fue en España desde el tiempo de los romanos, un tributo del imperio, y en el de los godos y primeros reyes de León y de Castilla, o una parte de la renta que los colonos y vasallos pagaban a sus señores, o la contribución con que los pueblos ocurrían al gobierno para las urgencias del Estado. El clero no estaba excluido de esta contribución, y los privilegios que se le concedieron por los reyes exceptuándolo de esta carga, es una prueba de que antes estaban generalmente sujetos a ella. La ley de los diezmos eclesiásticos no se conoció en España hasta el siglo duodécimo: ni el Código Civil ni en la colección o cuerpo de Derecho Canónico Español, no se hallará ningún estatuto relativo a este punto, al paso que abundan los cánones y leyes con relación a los bienes de la dotación de las iglesias, y a las oblaciones de los fieles.

En el siglo duodécimo ya se encuentran bastantes cartas de cesiones de diezmos otorgadas, así por los príncipes como por los particulares. Es muy notable el privilegio del emperador don Alonso VI dado en Maqueda en el año de 1128 a favor del clero toledano. Dice así: «Ego Aldefonsus Dei gratia Hispaniae imperator... facio hanc cartam confirmationis, omnibus meis clericis toletanis... ut Deo tantum militent et serviant secundum quod decet suum ordinem, et aliam militiam non cogantur exercere, nisi quam prae manibus habent, et ut semper pro mea salute in suis orationibus Deum exorent, et in sacrificiis quae offerunt Deo postulent, ut Deus det mihi virtutem, sapientiam, et potentiam qua possim recte et sapienter regnum meum regere... Dono eis libertatem, ut mihi de suis laboribus et hoereditatibus decimam more rusticorum non persolvant.» Como se haya propagado sucesivamente la obligación de pagar los diezmos y las causas que influyeron en generalizar este derecho; las dificultades que hubo que vencer para realizarlo; la oposición y resistencia que hicieron en muchas partes a las disposiciones canónicas de las decretales por lo que respecta a diezmos personales, y las providencias tomadas en esta razón por los príncipes, lo dejamos extensamente tratado en el Ensayo. Añadiremos aquí un trozo de historia curioso, interesante y muy oportuno para esclarecer el presente argumento.

Don Pedro López de Ayala, diligentísimo historiador, refiriendo en la crónica de don Juan I lo ocurrido en las famosas Cortes de Guadalajara del año de 1390, hace relación en el capítulo XI de la contienda y litigio suscitado entre los prelados eclesiásticos y caballeros del reino sobre percepción de diezmos, dice así: «En estas Cortes los prelados del reino que hi eran dijeron al rey, que fuese la su merced de los querer oír algunos agravios que rescibían ellos e sus iglesias de los condes e ricos homes e cabialleros del regno: e al rey plogó dello: e dijeron que primeramente ellos eran agraviados, que en el obispado de Calahorra, do era la tierra de Vizcaya e de Álava, e de Guipúzcoa, e otrosí en el obispado de Burgos, eran muchas iglesias que los diezmos dellas levaba el señor de Vizcaya, e otros muchos caballeros e fijosdalgo: e que era contra toda razón econtra todo derecho, ca ningún diezmo non le pedía levar lego, e siempre fueron ordenados los diezmos en el Viejo Testamento, e después en el Nuevo a los sacerdotes e clérigos que sirviesen las iglesias: e que todos los del mundo que esta razón sabían e veían, lo habían por muy gran mal, que no podían saber en ninguna manera que lego ninguno pudiese mostrar derecho para levar tales diezmos... e que pues él era de buena conciencia e temía a Dios, que los quisiese proveer en este fecho.»

«El rey les respondió que él mandaría venir delante de sí los caballeros que tales iglesias tenían, ca muchos dellos eran hi en la su corte: otrosí, que le placía que algunos letrados que non fuesen clérigos lo viesen e se conformasen de todo esto e le ficiesen relación dello. E luego el rey fizo venir algunos caballeros de aquellos obispados de Calahorra e de Burgos, e mandóles que oyesen o entendiesen bien las razones que los prelados le habían dicho en las Cortes sobre razón de las iglesias de que ellos levaban los diezmos, e respondiesen a ello... E los caballeros luego se juntaron con algunos letrados legos que eran grandes doctores, e mostráronles sus razones por qué tenían e levaban los diezmos de las iglesias. E los letrados las oyeron, e desque fueron bien enformados todos, hobieron su acuerdo en facer respuesta al rey... la cual fue esta: «Señor, nosotros habemos oído que los prelados de vuestro regno vos han querellado que nosotros levamos los diezmos de algunas iglesias que son en Vizcaya e Guipúzcoa e Álava, e en otras partidas de las vuestros regnos; e sobre esto, señor, propusieron e dijeron muchas cosas por facer más fuertes las sus razones e mostrar como nos non debemos levar los tales diezmos. A lo cual, señor, respondemos.»

«Es verdad que de cuatrocientos años, acá, así que non es memoria de homes en contrario nin por vista, nin oído, vos, señor, en Vizcaya e Guipúzcoa e otros logares e nosotros e otros fijosdalgo que aquí non son, levamos siempre los diezmos de tales iglesias como ellos dicen, poniendo en cada iglesia clérigo e dándole cierto mantenimiento.» Siguen exponiendo sus razones y la costumbre inmemorial. «Otrosí, los levaron los reyes vuestros antecesores en los logares do tales iglesias ha: habiendo muy buenos e católicos reyes en Castilla e en León, así como fueron el rey don Fernando el Magno, e el rey don Fernando que ganó a Sevilla, e otros reyes muy nobles e de buena e limpia vida, donde vos venides, e por quien fizo Dios muchos notables milagros en las batallas e conquistas de los moros; e siempre tobieron ellos mesmos los reyes muchas iglesias en algunas partidas destos regnos donde levaron los diezmos que vos hoy día levades... Otrosí, en todos estos tiempos pasados que vos, señor, e los reyes vuestros antecesores levaron los tales diezmos, hobo muchos, e notables perlados e grandes maestros en Teología e doctores en decretos e homes de buenas consciencias, e amadores de sus iglesias, e privados de los reyes, en los obispados de Burgos e Calahorra, e nunca tal cosa como esta dijeron nin fablaron en ella.»

Otrosí, señor, por esta demanda que los perlados facen agora a vos e a nosotros habemos habido nuestro Consejo e acuerdo con grandes letrados e nos dicen que a lo que los perlados alegan, que en el Viejo Testamento fue ordenado que los sacerdotes e ministros e servidores del templo hobiesen los diezmos para sus mantenimientos, dicen que es verdad: mas por todo esto fue ordenado que los tales ministros non hobiesen otras heredades, salvo los tales diezmos... E agora, señor, como quier que la iglesia sea por ello más honrada, por los perlados e clérigos grandes estados, empero señor, es verdad que hoy tienen los dichos perlados e clérigos, fuera de tales diezmos como llevan, muchas cibdades e villas, e castillos, e heredades, e vasallos con justicia alta e baja, mero mixto imperio a do ponen merinos e oficiales que usan de jurisdicción temporal e de sangre: lo cual, señor, con reverencia non paresce bien honesto, e non fue esto usado nin consentido en la vieja ley, ca fue ordenado que los tales ministros e servidores del tempo de Dios solos diezmos levasen e non al... E agora, señor, quiérenlo todo, ca después de la temporalidad que han quieren levar los diezmos. E señor, en los perlados levar tales temporalidades es muy contrario al servicio de Dios, e de las iglesias, e de sus personas, mismas: que por esta razón andan ellos en las casas de los reyes e en las cortes dejando de proveer e visitar las sus iglesias e los sus acomendados e saber como viven e como pasan, en guisa que muchos clérigos, mal pecado, por no ser visitados ni examinados non saben consagrar el cuerpo de Dios nin viven honestamente. E si dicen, señor, que agora en el Nuevo Testamento les es consentido levar los diezmos e haber temporalidades, a esto decimos que bien puede ser; pero todos tienen que si así lo han, es porque los Decretales e tales mandamientos fechos, los ficieron clérigos en favor dellos. E por aventura pensando que sería bien la ordenaron; pero después hobo en ello mayor desorden. Otrosí, señor, vemos que en toda Italia, que es una de las mayores provincias de la cristiandá non les consienten levar diezmos a los clérigos nin que los den; e esto por quanto tienen e han ocupado muchas temporalidades de señoríos en que ha cibdades e villas e vasallos, e les dicen que si quieren haber los diezmos que dejen las temporalidades.»

«E señor, dícennos los letrados que tales cosas como estas que sin escándalo non se pueden en otra manera ordenar, que se deben sofrir en el estado que son falladas. E en verdad, señor, aquí sería muy grand escándalo si tal caso como este agora nuevamente se hobiese de remover: ca en Vizcaya e Guipúzcoa e Álava e otras partidas de vuestros regnos, así como en señorío del rey de Francia, e Guiana e Aragón, e otros dó tales diezmos se levan, son muchos a quienes este fecho tañe, que todas serían muy escandalizados si contrario dello viesen.» El rey sentenció a favor de los caballeros. «E mandó a los perlados que en ninguna manera tal pleito como este non le levasen más adelante.»

De esta sucinta relación y de otros hechos histórico-legales que se insertan en el Ensayo, se puede inferir cuánta era entonces la diferencia de opiniones acerca del origen y naturaleza de los diezmos, así como la variedad de usos y costumbres; y que estas servían de regla para decidir los pleitos y declarar los derechos de los respectivos contendores. No tuvieron por conveniente los príncipes cristianos alterar las costumbres que hallaron legítimamente introducidas; pero como dice el citado Pelliccia: «Cum tandem ultra crevisset res, ac: principes deprehendissent clericorum ecclesias abunda potiri copiosis reditibus, paullatim primo a sxculo xv. Decirriarum solutionem intra arctiores limites coercuerunt, ac demum nonnullis in locis pro cleri facultatibus illarum solutionem moderati sunt.» Así es que los reyes de Castilla procuraron contener los excesos y no permitir que se exigiesen diezmos contra el uso y costumbre, legítimamente introducidos. En cuya razón, dice el ilustrísimo Covarrubias, variar. resolut., lib. 1, cap. XVII, núm. 8: «Hinc perpendi poterit ratio vera et sane justissima quae catholicos Hispuniarum reges ct praesertim Carolum primum Caesarem invictissimum, induxit ut publicis edictis vetuerint in his regnis decimas a laicis exigi, quae per consuetudinem contrariam non consueverunt solvi, quemadmodum cautum est ab codem Caesare Toleti anno 1525.»

Con efecto, en las Cortes de Toledo, de este año, se hizo al rey la siguiente petición, que es la 14: «Sepa vuestra Majestad que en muchas ciudades y villas y lugares de estos reinos no se paga diezmo de la renta de las yerbas y pan y otras cosas; y agora nuevamente algunos obispos y cabildos lo piden, y fatigan sobre ello a los pueblos ante jueces eclesiásticos y conservadores, en lo cual resciben mucho daño y perjuicio. Suplicamos a vuestra Majestad lo mande remediar de manera que no se pidan cosas nuevas y se guarde la costumbre antigua.» «A esto vos respondemos que nos parece bien y cosa justa lo que nos suplicais; y mandamos a los del nuestro Consejo que llamadas las personas que vieren cumple, platiquen sobre ello y provean lo que convenga; y entre tanto no consientan ni den lugar que se haga novedad, y para ello den las cartas y provisiones necesarias, así para los perlados y cabildos, como para los conservadores y otros jueces que conocen dello.» Sobre lo cual se expidió real cédula dada en Toledo a 27 de agosto de 1525, con inserción de lo acordado en las Cortes.

No alcanzó esta providencia para curar radicalmente la enfermedad, ni estirpar los abusos, por lo cual en las Cortes de Segovia de 1532, petición 56, renovaron la precedente solicitud diciendo: «Por capítulo general fue pedido y suplicado a vuestra Majestad en las Cortes de Toledo por la mayor parte de los procuradores destos reinos que en las dichas Cortes se juntaron, que no consintiese en que los perlados de estos reinos pidiesen novedad en el diezmar de las yerbas como cada día lo inventan, especialmente en el obispado de Ávila, porque a ejemplo de esto estaban otros muchos movidos. Y por vuestra Majestad fue concedido lo contenido en el dicho capítulo, y después, en las Cortes que se hicieren en Madrid se tornó a confirmar. Y agora, no obstante todo esto, el obispo que al presente es en el dicho obispado de Ávila y el Deán y Cabildo de su iglesia, prosiguiendo su propósito, y a fin desto inventado otras novedades, han pedido y piden muchas cosas de que vuestra Majestad puede ser informado, vejando a vuestros súbditos por nuevas maneras; sobre lo cual han llevado pesquisidores, y agraviando a muchas personas particulares con muchas costas y vejaciones. Y porque semejantes novedades son escandalosas a los pueblos y costosas y agraviadas a vuestros súbditos, suplicamos a vuestra Majestad lo mande ver y remediar, y que no permita que se haga lo susodicho, pues no lo permitieron los reyes pasados vuestros progenitores, especialmente la reina doña Isabel, vuestra aguela de gloriosa memoria, es notorio lo que proveyó en semejante caso en el obispado de Plasencia. A esto vos respondemos, que mandamos a los de nuestro Consejo que vos den y libren nuestras cartas y provisiones para que se guarde y cumpla lo por nos proveido y mandado en las Cortes de Toledo y Madrid. Y por el capítulo 58 pidieron que vuestra Majestad «Mande proveer como en muchas partes de estos reinos no se lleven rediezmos, porque es cosa contra derecho que habiendo dezmado una vez los frutos, tornan a pedir rediezmo de las rentas que pagan los labradores.» Y por el cap. 12 de las Cortes de Madrid de 1534, pidieron: «que la premática hecha a 7 de agosto de 1525 en las Cortes de Toledo, que habla sobre diezmos que se piden de nuevo, se entienda a todo género de diezmo y rediezmo que no sea acostumbrado a pagar; porque esto de los rediezmos es una nueva manera de imposición y tributo introducida con particulares; y basta a los perlados los diezmos y oblaciones que el derecho les da; que es mucha más renta que la que vuestra Majestad tiene de ordinario en estos reinos.»

De aquí concluye el ilustrísimo Covarruvias, que se pudieran abolir los diezmos personales, y moderar los prediales: «Veram esse illorum sententiam qua decisum est, consuetudine posse decimam. praedialem reduci ad vigesimam aliamve portionem, modo ea sufficiat honestae sacerdotum sustentationi.» El señor Menchaca, controvers. ilust., lib. 2, cap. LXXXIX y siguientes, después de hacer una exposición de las opiniones de teólogos y canonistas sobre este asunto, concluye manifestando la suya: «Ut tam praediales quam personales decimae possint non solum minui, sed etiam ex toto tolli, per textum apertum, si non cavilletur et invertatur, in. c. in aliquibus, in princ., ubi ait, in quibusdam regionibus omni ex parte evanuisse decimarum praestationem.» Y habiendo referido otros varios textos del derecho canónico y civil, sigue: «Isthaec autem jura sustinentur aperta ratione, nam decimas jure tantum positivo non etiam naturali aut divino deberi, constituit ex supra per me traditis, ergo jure quoque positivo evanescere et exulare possunt.»

«Nec ad rem pertinuit quod sacerdotes qui pro fidelium animarum salute et incolumitate laborant ab eisdem sunt exibendi: nam cessante etiam ex toto decimatione, possunt et debent ecclesiae congrua dote honestari in praediis, et hortis, aut vineis et similibus, unde sacerdotes honestum victum quaerere et moderatum possint: hoc enim non solum tolerari potest, sed etiam summopere expedire videtur... Rursus ut nostrum nonulli referunt in proemio ff. cum Consitantinus imperator eam Romae memorabilem donationem fecit ecclesiae, auditam vocem e caelo fuisse ferunt, qua significabatur tunc in fusum fuisse venenum eclesiae, quasi plus aequo ditesceret: unde similiter iidem referunt ecclesiam orientalem paupertate nimia laborasse et evanuisse, occidentalem vero copia, luxu, rerumque nimia affluentia et abundantia periditari. Sic et in latissimis indorum regionibus quas principes nostri potentissimi et subejerunt et prudenter sanctissimeque gubernant, cessant decimae: ecclesiae vero congrua dote illustrantur et aluntur earum ministri.»

«Hinc apparet suspectum esse quod ipsemet episcopus Covarrubias ubi supra versu 2º attente et diligenter firmat, nempe irrationabilitem et omnino iniquam esse eam consuetudinem, quae ab omnium decimarum tam praedialium quam personalium praestatione laicos eximeret: esset enim inquit, nimia haec exemtio, siquidem evanesceret reverentia quae a laicis decet ut sacerdotibus ministratibus exhibeatur. Verum sane non cessaret ad potius augeretur; dum enim esse a sacerdotibus expilari vident, eos solent et ridere, exibilare et odio habere: non sic se habent erga parentes a quibus non expilantur sid sub veniuntur ergo honestius, sanctius et magis pium est ut meritis et beneficiis a sacerdotibus aceptis laici incitentur ad obsequia eis praestanda, quam quod ab eis expilentur: cum sacerdotes doctrina, sanctitate et virtute, non opibus et divitiis reliquos anteire deceat.»

En medio de tantas dificultades, diferencia de usos y costumbres, y variedad de opiniones más o menos probables, todavía hay necesidad de reconocer y confesar dos principios ciertos e indubitables: primero, el que hemos asentado en la Teoría, que la Iglesia y los ministros del santuario tienen derecho efectivo a una dotación, y el Estado obligación de proveer a su subsistencia y de asegurarles medios de vivir en la sociedad con honor y decoro. Segundo, que mientras subsistan en su fuerza y vigor los usos y costumbres legítimamente introducidas, y las leyes relativas al pago de diezmos, y hasta tanto que las supremas potestades no determinasen otra cosa, están obligados en conciencia a esta contribución los fieles cristianos. Tal es la doctrina de la Iglesia y de los santos padres, y contra ella nada se dice ni enseña en la Teoría de las Cortes.




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3.º Sediciosas, inductivas a la rebelión contra las legítimas potestades

Respondo que en la Teoría se enseña y persuade todo lo contrario: el orden, la concordia, el amor de la patria, la unidad, la obediencia a las leyes, el respeto a los magistrados, y la sumisión a los príncipes soberanos. Solamente se puede calificar de sediciosa aquella doctrina cuyo objeto es mover insurrecciones, tumultos y levantamientos populares, y fomentar la discordia y desunión de los ciudadanos. Porque como dice Santo Tomás, 2, 2, quoest. 42, art. 1º y 2º, la sedición se opone a la unidad del pueblo. «Seditio proprie est inter partes unius multitudinis inter se dissentientes, puta cum una pars civitatis excitatur in tumultum contra aliam... seditio oponitur unitati multitudinis, id est, populi, civitatis, vel regni.»

Todo el que lea con imparcialidad la Teoría de las Cortes, lejos de encontrar aquellas máximas destructoras del orden, unión y concordia de los ciudadanos, hallará a cada paso hermosos cuadros en que se representa la necesidad y ventajas de las virtudes sociales, discursos, doctrinas y expresiones encaminadas a consolidar la unión y a estrechar los vínculos del cuerpo político. Copiaré aquí algunos trozos para que V.S.I. decida del mérito y justicia de la calificación de mis censores. Digo, pues, en el prólogo núm. 2º: «Un centro único de poder soberano es el medio más oportuno y eficaz para mantener la unión de los ciudadanos, para comunicar a todos los resortes de la máquina política aquel movimiento activo, regular y uniforme que es la vida del cuerpo social, y a las leyes el carácter, de fuerza y majestad que necesitan para ser respetadas. El monarca como soberano, como legislador y ejecutor de las leyes, armado con ellas y con la fuerza militar, evitará fácilmente las injusticias, los desórdenes, las violencias, las insurrecciones y tumultos populares, y cuanto sea capaz de turbar el orden público y la amable tranquilidad.»

En el núm. 6º del mismo prólogo se establece, que sin la autoridad política, justa y templada no puede haber sociedad, ni existir ninguna Nación ni Estado. Y en el núm. 12: «La ley de naturaleza, que es la voluntad misma del Criador, reprueba el despotismo, igualmente que la anarquía, y los excesos de la libertad así como los abusos del poder. Dicta imperiosamente la subordinación y la obediencia a las leyes y a los magistrados, porque no es dable que pueda subsistir ninguna nación sin leyes, ni estas ser provechosas y saludables, sino hay en la república personas suficientemente autorizadas para hacerlas observar. Su autoridad debe ser sagrada e inviolable, de otra suerte no tendría imperio sobre los pueblos, ni estos motivo sólido para respetarla. El orden social emana esencialmente de la naturaleza.»

Y en los núms. 76, 77 y 78, se pintan así los males de la anarquía, los vicios de la insubordinación, y se hace ver cuán imposible es que subsista la sociedad civil, ni que prospere el gobierno sin la obediencia a las leyes, y sin el respeto y debida sumisión al soberano.» Digo a este propósito: «Aunque los reyes Alonso V, Fernando el Magno y Alonso VI publicaron en todos sus Estados la Constitución y las leyes fundamentales de la antigua monarquía, la fiereza de las costumbres, la ignorancia y rusticidad de los siglos y de las desenfrenadas pasiones, frustraron los conatos de aquellos príncipes y los efectos de la ley; impidieron los progresos de la razón y de las luces; entorpecieron los pasos que se debieron dar de la barbarie a la civilización; rompieron todos los lazos de sociabilidad, y multiplicaron los principios y causas del desorden y de la anarquía. La inmoralidad había llegado a su colmo; no se conocía moral pública. Con las turbulencias y convulsiones internas y con las guerras desoladoras, los habitantes se acostumbraron a la sangre, a la carnicería, a toda suerte de horrores y desgracias. La mejor Constitución del mundo pierde su fuerza e imperio; las leyes más sabias enmudecen; son estériles y aprovechan muy poco para asegurar el orden y la tranquilidad interior del Estado y proporcionar al ciudadano las dulzuras y ventajas de la sociedad cuando los abusos llegan a sustituirse a las leyes y a ocupar su lugar: cuando el supremo magistrado, por debilidad o mengua de poder, no las pone en ejecución, o si por descuido, ignorancia o condescendencia tolera excesos que se encaminan a apocar la autoridad pública e introducir la insubordinación... Esto es puntualmente lo que se verificó en los tres primeros siglos del restablecimiento de las monarquías cristianas. Por una consecuencia del sistema militar, los condes, los barones y los caudillos subalternos de los ejércitos nacionales, aspiraban a la independencia y a la dominación, a aprovecharse de los frutos de las conquistas y victorias, y enriquecerse a costa del pueblo, y a levantar su fortuna sobre la pobreza del ciudadano. Las máximas orgullosas y tiránicas de la aristocracia militar habían violado la inmunidad del príncipe, envilecido la dignidad real y casi anonadado la majestad del trono. Los reyes no podían desplegar sus facultades con la conveniente energía, ni poner en ejecución las leyes saludables, ni proteger al desvalido, ni castigar al culpable.»

Después de haber expuesto en los siguientes números la triste y peligrosa situación en que las violentas convulsiones, y perpetuos combates y discordias entre las clases del Estado, habían puesto a la monarquía, concluyó con el núm. 81, diciendo: «Por fortuna a principios del siglo XI se llegó a divisar en Castilla un rayo de luz, que penetrando por medio de tan densas tinieblas, indicó a los españoles el camino que convenía seguir... tres acontecimientos políticos muy notables verificados en aquella época, contribuyeron eficazmente a este fin... Primero, la monarquía antes electiva se hizo hereditaria, con lo cual renacieron las ideas de sumisión política, se estrecharon los lazos que unen los miembros del Estado con la corona... y los reyes se hicieron respetables, recuperaron sus prerrogativas y adquirieron toda la consideración debida a la dignidad monárquica.» Y hablando del benéfico influjo de las Cortes, y de lo mucho que han influido en la felicidad y tranquilidad pública, discurro de esta manera en el núm. 89: «¿Quién salvó la patria en los calamitosos tiempos de los interregnos de las vacantes del trono y de la minoridad de los reyes? Las Cortes. ¿Quién apaciguó las borrascas y violentos torbellinos excitados frecuentemente en Castilla por ambición de los poderosos que aspiraban al imperio y al mando? Las Cortes. ¿Quién extinguió las discordias, facciones y parcialidades o sosegó las convulsiones interiores, los asonados e insurrecciones, o apagó el fuego de las guerras civiles, que no pocas veces condujeron la nación al borde del precipicio? Las Cortes.»

En los números 107 y siguientes manifiesta el autor de la Teoría la necesidad que había de juntarlas en aquellas circunstancias, reproduciendo a la letra los argumentos de la obrita titulada Cartas sobre la antigua costumbre de convocar Cortes de Castilla, de la cual dice el R. obispo de Ceuta, Apolog. del trono, cap. 1, §. 3.0: «Que en ella se demuestra con la mayor solidez la utilidad y aun la necesidad de que se convoquen Cortes en los casos arduos, y en las urgencias más apuradas del reino, tales como las que acabamos de sufrir.» El autor, en una y otra obra, no respira sino amor al orden, a la unidad, y a la concordia, al rey y a la patria. «Ningún particular, dice, ni particulares, pueden en este caso, de la ausencia del rey, aspirar a la autoridad soberana, ni exigir de los otros la obediencia. Las provincias y reinos de que se compone la Monarquía Son partes de la asociación general, y ninguna puede variar el orden establecido, ni eximirse de la sujeción de las leyes, ni desentenderse de respetar las autoridades establecidas ni crear otras nuevas.» Y después de reflexionar sobre la indiferencia con que al principio se miraba este medio tan legal, exclamó al fin del núm. 110: ¡Qué haya necesidad de acudir a estos recursos en un momento en que no había de haber entre nosotros más que un corazón, un espíritu y un alma, ni reinar más que el amor a la verdad, al Rey y a la patria!» Y al fin del cap. I, part. 1ª: «¡Ay de nosotros si la negra discordia encendiendo con su hacha lúgubre las pasiones de la ambición y amor propio, es poderosa para arrancarnos de las manos la felicidad que apenas comenzamos a asir! No quiera Dios que en nuestros corazones entre jamás la desunión y espíritu de partido.»

Sería necesario formar un escrito bien prolijo si tratara de recoger todos los pasajes de la Teoría que demuestran el carácter pacífico del autor, y cuán distante estuvo siempre de adoptar pensamientos revolucionarios, y de propagar ideas perturbadoras del orden social. Nada se puede presentar más decisivo en este asunto, que la exposición que hace en la segunda parte, cap. XXXVI, desde el núm. 8, con motivo de la doctrina del Mtro. Márquez acerca del tiranicidio; dice así: «Aunque las ideas de este autor y las doctrinas generales que deja asentadas con motivo de examinar la célebre cuestión de si era lícito a la república o, permitido a los miembros de ella matar al tirano, o si se podía razonablemente adoptar la opinión que justifica el regicidio y tiranicidio, son muy juiciosas y conformes a derecho, con todo eso por lo que respeta al objeto y tema principal de la discusión se inclina y ladea al sentimiento contrario, y con gran tino y prudencia responde negativamente, y aun reprueba como antipolítica la doctrina de los que autorizaban a los pueblos para ensangrentar sus manos contra un príncipe aunque injusto y tirano. ¿Qué sería de las sociedades políticas si se llegase a propagar esta monstruosa doctrina? Expuestas continuamente a perder sus jefes y conductores, lo estarían también a sufrir las turbulencias de los interregnos y todos los males de la anarquía. ¿Y qué seguridad podrá haber en la persona y vida del príncipe, mayormente siendo imposible que aun el más justo y sabio deje de tener descontentos? ¿Faltaría un furioso que atentara contra su persona? ¿Esta pestilencial doctrina no privó a la Francia al principio del siglo XVII de un héroe que era verdaderamente el padre y las delicias de su pueblo?

«Así que la salud pública, el interés y el decoro mismo de la nación exige necesariamente que la persona del Monarca sea considerada por todos los miembros de la sociedad como inviolable y sagrada; y no cabe género de duda en que peligran los cuerpos políticos y no puede ser constante y duradera la tranquilidad, la prosperidad y gloria de un estado, donde el príncipe, que es su corazón y su alma, no es acatado, ni obedecido, ni su persona goza de perfecta seguridad. ¿Qué reverencia mostrarán a un príncipe los que se creen con derecho de escarmentar o de vengar sus delitos?... No pretendemos con esto dejar a los príncipes correr a su salvo por los caminos de la injusticia, o entregarse impune y desenfrenadamente a todos los horrores de que es capaz un violento opresor y tirano, sino precaver los tumultos, asonadas y violentas agitaciones de un pueblo ciego y precipitado, cuyo deber es obedecer y respetar al Monarca, y no resistirle ni juzgarle, y disuadir la ligereza y facilidad en destronar a los reyes.» Todo hombre sensato y juicioso e imparcial que haya leído estas máximas y otras semejantes de que está sembrada la Teoría, ¿qué podrá decir, qué diría al ver calificada esta obra de revolucionaria, sediciosa y subversiva del orden público, y a su autor acusado de enemigo de la sociedad y de furioso predicante de doctrinas peligrosas, e inductivas a la rebelión contra las legítimas potestades? Los religiosos censores, que tanto aman la verdad, ¿cómo se desenvolverán de tan grandes dificultades? ¿Cómo conciliarán su juicio y censura con aquellas doctrinas, o qué podrán poner en abono y justificación de su dictamen? Oigamos lo que dicen en el cuerpo de su escrito sobre este propósito.

«De las opiniones que se han referido contenidas en dicha Teoría de las Cortes relativas a la autoridad del rey y del pueblo, sólo hay un paso muy corto a la opinión de sostener y apadrinar las sublevaciones e insurrecciones de los pueblos contra sus monarcas y de alguna o algunas provincias contra la mayoría del Estado. Con efecto, Marina dio este paso atrevido, y califica de santa la insurrección de Holanda que se apartó y rebeló contra la España; la de Inglaterra que mató a su rey, y la de los Estados Unidos de América que se rebelaron y separaron del gobierno inglés. La misma calificación de santa da a las juntas que tuvieron los comuneros en Ávila y Tordesillas en 1520. Las llama Cortes generales; y la batalla de Villalar, en que fueron vencidos los comuneros por los realistas, la siente mucho y la califica de desgraciada.»

Si hubiera de recorrer el espacioso y dilatado campo que con este argumento último me han descubierto los censores, sería necesario llenar un decente volumen de reflexiones, agradables a muchos, y a los más si no a todos, edificantes, instructivas y provechosas. Empero la prudencia y naturaleza de este escrito dictan que me ciña a las siguientes: 1.ª Las principales cabezas de las comunidades de Castilla y los procuradores representantes del reino; los insurgentes de Inglaterra, Holanda y Estados Angloamericanos, ¿merecen la nota y pueden ser justamente acusados de sediciosos, infieles, traidores y revolucionarios? Esta cuestión se halla esencialmente enlazada con otras. ¿Aquellos pueblos se arrojaron inconsideradamente, se precipitaron acaso en los males de la anarquía caminando ciegos y frenéticos por entre los horrores de la guerra civil, de las asonadas y tumultos, agitados de la envidia, de la venganza, del interés individual y de otras injustas y violentas pasiones, o al contrario, dirigió sus pasos la deliberación y consejo, el común acuerdo, la unión fraternal y un fin honesto y ventajoso a la comunidad? ¿Cuál pudo ser el blanco que se propusieron estas naciones en procurar por todas las vías el establecimiento de una nueva forma de gobierno o mejorar el antiguo? ¿Cuál el principal motor de sus esfuerzos, conatos y operaciones? ¿Por ventura la defensa del estado, el amor de la justicia y de la patria, sacudir el yugo de una violenta pasión, y echar los cimientos de la pública felicidad?

Si este fue el propósito y principal móvil de aquellas empresas, como dicen sus historiadores, a quienes es necesario creer, así como creemos a los historiadores de España en nuestras cosas, responde Santo Tomás, que aquellas naciones no deben ser tildadas de traición, perfidia ni sedición: 2, 2. quoest. 42, art. 2º 0: «Manifestum est unitatem cui opponittur seditio esse unitatem juris et communis utilitatis. Manifestum est ergo quod seditio opponitur et justitiae et communi bono... illi vero qui bonum commune defendunt, eis resistentes, non sunt dicendi seditiosi.» Lo mismo viene a decir en la respuesta al tercer argumento, cuya suma es: son dignos de alabanza los promotores de la pública libertad, y los que procuran salvar al pueblo de la potestad tiránica, lo cual no es fácil llevar a debido efecto sin que intervengan discordias y disensiones, pugnando una parte de la muchedumbre por arrojar al tirano y otra por conservarlo. Luego la sedición no es pecado. «Ad tertium dicendum, quod regimen tyrannicum non est justum, quia non ordinatur ad bonum commune sed ad bonum privatum regentis. Et ideo perturbatio hujus regiminis non habet rationem seditionis: nisi forte quando sic inordinate perturbatur tyranni regimen, quod multitudo subjecta majus detrimentum patitur ex perturbatione consequenti quam ex tyranni regimine.» Sobre cuyas palabras dice el cardenal Cayetano: «Quis sit autem modus ordinatus perturbandi tyrannum, et qualem tyrannum, puta secundum regimen tantum, velsecundum regimen, et titulum, non est praesentis intentionis: sat est nunc quod utrumque tyrannum licet ordinate perturbare absque seditione, quamdoque illum ut bono reipublicae vacet, istum ut expellatur.»

2.ª Si de la consideración de los principios y causas finales de estos movimientos y convulsiones políticas pasamos a reflexionar sobre sus resultados y consecuencias, hallaremos que bien lejos de empeorarse la suerte de los pueblos, o de padecer detrimento, o sufrir menoscabo la causa pública, o de eclipsarse la gloria de las naciones que promovieron la insurrección, se puede asegurar que entonces se echaron los cimientos y se comenzó a levantar el grandioso edificio de su gloria y prosperidad futura. En la ejecución hubo ciertamente desórdenes, injusticias, perfidias, crueldades, latrocinios, muertes, gran número de víctimas sacrificadas al furor de hombres fanáticos, violentos y sanguinarios, males inevitables en todas las revoluciones populares: mas todavía la Inglaterra, la Holanda y los angloamericanos, al paso que miran con horror aquellos males, y derraman lágrimas sobre el sepulcro de tantas víctimas inocentes, siempre apellidan santa, útil y provechosa una empresa que es como la raíz y el germen de su fortuna, riqueza y prosperidad, y de aquel alto grado de reputación que han tenido entre todas las sociedades del universo. Son loables y dignas de imitación las virtudes heroicas con que lograron realizar el proyecto de sus nuevos gobiernos, los cuales quedaron sancionados por derecho público de la Europa, por la aprobación y unánime consentimiento de todos los imperios y reinos.

3.ª No sucedió así con las alteraciones y movimientos de Castilla a que llamaron Comunidades. El éxito fue desgraciado y no correspondió a la traza y plan que se habían propuesto los jefes y principales cabezas de la revolución. Mas con todo eso, si hemos de juzgar de los acaecimientos por las noticias consignadas en documentos legítimos de aquel tiempo, y no por la deposición de testigos interesados y parciales, o tímidos cobardes que no tuvieron la suficiente libertad para manifestar claramente que no tuvieron la suficiente libertad para manifestar claramente sus ideas, el fin y blanco de la comunidad debe calificarse a lo menos en general de justo, útil y provechoso. Porque su intento y conato no se dirigían a proceder contra el Monarca, ni a disminuir apocar su poderío, ni a disputarle los derechos legítimos de la soberanía, ni a enervar la fuerza de las leyes, ni a disolver el gobierno, ni a variar la Constitución política de la Monarquía; antes, por el contrario, su empeño, votos y esfuerzos eran que el príncipe ausente viniese a reír personalmente estos reinos, destruidos y asolados por los ministros flamencos; a consolidar el imperio de la justicia, puesto en las manos avaras de los nuevos regentes; a restablecer las leyes atropelladas, los derechos abolidos, la libertad civil desterrada; en fin, a gobernar conforme al derecho público de Castilla. Y aunque en la prosecución de tan ardua y gravísima empresa se cometieron errores, y el populacho, y aun algunos jefes de la comunidad, se despeñó en mil desórdenes, sin embargo, no se puede negar que las ciudades y procuradores del reino en muchas cosas adquirieron fama y gloria inmortal, y los ejemplos que nos dejaron de constancia, valor y patriotismo son otros tantos modelos que es justo alabar y proponer a la posteridad.

Fray Prudencio de Sandoval, que escribió largamente de este asunto en su Historia de Carlos V, fundado en documentos y papeles originales, nos dejó repetidas pruebas de la recta intención con que procedió la santa junta o comunidad, que así la llaman los documentos públicos. Dice, pues, en el lib. 5º, §37: «Hicieron gran daño en estos movimientos algunos frailes, unos con buen celo, y otros por ser inquietos y demasiado entremetidos en las vidas y cuidados de los seglares, y bien ajenos de la vida religiosa.» Uno natural de Burgos escribió la carta siguiente: «Es muy notable, y por ella consta el fin y blanco a que se encaminaban los esfuerzos y deseos de la santa junta»; dice entre otras cosas: «Pues el Rey nuestro señor es informado de malos consejeros, que no miran al servicio de Dios ni de S. M., ni el bien e honra de los reinos, sino a su avarienta codicia, es bien que la universidad de estos reinos le hagan información verdadera con el acatamiento que deben, y hasta que sea informado no consientan que extranjeros los maltraten e gobiernen, ni les sean dados oficios, ni tenencias, pues es conforme a justicia y a las leyes de estos reinos... Y cuando S. M. fuere informado de esta verdad, habrá por bien lo que las comunidades hacen e piden.» Y dirigiendo el discurso al cardenal de Tortosa, le dice: «Muy reverendo señor: Siendo persona tan dota e tan buen cristiano, ¿cómo vuestra señoría está ciego, en cosa que tanto va...? Que, pues, la reina y señora heredera del reino es viva, justo fuera, que pues aquellos señores de la santa junta os rogaban e suplicaban que os juntásedes con ellos para residir donde estaba su alteza e os querían obedecer por gobernador como S. M. lo mandaba, e seguirían vuestro consejo, gran yerro fue que no lo hacer, porque el Rey nuestro señor no le pesaría dello, pues era en ello, su madre honrada... antes os quisisteis juntar con la parte contraria y favorecer su mala intención, donde disteis causa e causas de muchos males, daños, e muertes e robos. E aunque hagáis tanta penitencia como la Magdalena, no pagaréis tanto mal como habéis causado; pues sabéis que la santa junta de la universidad quiere hacer al Rey nuestro señor rico e próspero; y por el mal consejo que en estos reinos hay no se hace cosa que contra la conciencia real de su alteza no vaya.» Concluida la carta, añade Sandoval: «De estos papeles hubo muchos: bastará aquí este para que conste la intención con que procedían las comunidades, si bien adelante hubo entre ellos mil desórdenes.»

Las principales ciudades del reino, habido maduro consejo y deliberado en sus respectivos cabildos, y comunicándose mutuamente unas a otras los acuerdos y determinaciones, enviaren sus procuradores a Ávila para instalar allí su junta. En la carta que el cardenal y los consejos escribieron al emperador, a 12 de septiembre de 1520, exponiéndole el estado de las cosas del reino, dicen: «Los procuradores del reino se han juntado todos en la ciudad de Ávila, y allí hacen una junta, en la cual entran seglares, eclesiásticos y religiosos, y han tomado apellido y voz de querer reformar la justicia que está perdida y redimir la república que está tiranizada.» Los mismos procuradores expusieron claramente el objeto de esta reunión, y que su propósito era: «Lo primero, la fidelidad del Rey nuestro señor; lo segundo, la paz del reino; lo tercero, el remedio del patrimonio real; lo cuarto, los agravios hechos a los naturales; lo quinto, los desafueros que han hecho los extranjeros; lo sexto, las tiranías que han inventados algunos de los nuestros; lo séptimo, las imposiciones y cargas intolerables que han padecido estos reinos.» Tal fue el intento de los representantes de la nación en aquellas circunstancias, y que para llevarlo hasta el cabo dieron muestras de patriotismo, celo, valor y constancia.

Dice en esta razón Sandoval, lib. 8º, §. 1º. Que los caballeros, cabezas y defensores de las comunidades habían resuelto aventurarlo todo a la fortuna de las armas: «Que si la tuvieran y salieran con la suya en sólo una batalla, sin duda alguna se trocaran las suertes y quedaran con nombre glorioso de amparadores y defensores de su patria. Que los juicios humanos más determinan los hechos por los fines que por principios ni medios... Erraron los caballeros, erró el común en levantarse contra los ministros de sus reyes; pero no les neguemos, y es fuerza que digamos que fueron valerosos. Que si se hicieron insolencias, desatinos y hechos fuera de razón, ¿qué maravilla en comunidad de gente suelta y libre? Pues los caballeros dependían de ellos, más que las comunidades de los nobles que las ayudaban... Pues maravillarnos y dar por traidores absolutamente a los que en esto fueron, yo no lo haría. Y si bien miramos a los siglos pasados de nuestra España, ¿qué veremos en ellos sino comunidades de infantes, de grandes, de caballeros que se atrevieron contra sus propios reyes? Y no por eso, quedaron tan manchados como algunos quieren que lo estén los que en las alteraciones de estos años fueron.»

Hubo, pues, en los movimientos y operaciones de la comunidad algunas cosas dignas de alabanza, así como en la reunión de Ávila y Tordesillas, llámese junta, hermandad o Cortes extraordinarias, que de todos estos modos la he determinado en la Teoría sin haber detenido la consideración, ni hecho misterio sobre esta cuestión nominal y varia nomenclatura. Sandoval llama Cortes a estos ayuntamientos, diciendo, lib. 8, §. 12: «Los procuradores de las Cortes, que huyendo de Tordesillas se habían acogido a Medina, vinieron a Valladolid y comenzaron a hacer su junta general.» Todo el formulario en la junta de Tordesillas es idéntico, y conforme al que siempre se usó en las Cortes generales de Castilla: concurrieron todos los procuradores de voto, representantes de las ciudades del reino, con acuerdo y aprobación de la Reina propietaria, como escribe Sandoval, lib. 6, §. 26: «La reina mandó que la junta del reino se hiciese allí, en Tordesillas, y que ella quería dar autoridad para ello.» Extendieron inmediatamente, una carta o representación para el Rey, llena de sentimientos, de amor al bien público y de fidelidad y respeto al soberano: luego los capítulos del reino o peticiones dirigidas al Emperador, capítulos justos, provechosos y acomodados a las leyes, fueros y derechos del reino observados constante y religiosamente por sus predecesores hasta el fallecimiento de los Reyes Católicos. «En las comunidades del reino, dice Sandoval después de copiarlos, fueron estos capítulos loados y tenidos por santos, y que si hacía lo que en ellos se ordenaba, sería este el reino más rico y bienaventurado del mundo... Que el Emperador sería cruel si no los confirmase. Que los de la junta merecían una corona y nombre eterno por cosas tan bien ordenadas y trabajadas.»

4.ª y última reflexión. Alabar las acciones gloriosas y los ejemplos de virtud que nos dejaron los insurgentes de Castilla, Inglaterra, Holanda y Estados Unidos de América, no es hacer elogio de sus errores, injusticias y desórdenes. Proponer a los españoles en tiempo de la mayor angustia, y en situación acaso la más peligrosa en que jamás se habrá visto la Monarquía, modelos de valor, constancia y patriotismo, no es ciertamente apadrinar la sublevación ni inducir a la rebelión contra las legítimas potestades. ¿Acaso Jesucristo Nuestro Señor autorizó la injusticia e infidelidad del mayordomo descuidado y negligente, porque propuso a los discípulos por modelo de imitación los rasgos de prudencia de ese mal ministro? La Sagrada Escritura, los padres y escritores que hicieron digno elogio de la prudencia, sabiduría, valor, heroica constancia y otras virtudes con que los romanos consiguieron el realizar su vasto plan de la conquista del mundo conocido, ¿apadrinaron por ventura sus robos, latrocinios, violencias, crueldades, ni la injustísima usurpación de todos los derechos de las naciones que sometieron por la fuerza de las armas a su imperio y obediencia? Verdaderamente yo no puedo comprender cómo los juiciosos censores, olvidando estos principios en que debe ir fundado todo buen razonamiento, interpretaron tan rigurosamente las expresiones y aun las intenciones del autor de la obra, hasta hacer mérito de la muerte violenta del rey de Inglaterra, y dar al presente argumento una extensión imaginaria. ¿Este comentario no pugna evidentemente con las máximas de la Teoría? ¿Es posible que a los diligentes censores se les haya pasado ver y examinar el horroroso cuadro que en la obra se hace de las convulsiones populares, y de las crueldades y atentados contra las potestades supremas, ora justas, ora tiránicas? En el número 3º, cap. XXXVII, part. 2ª, dice así: «Llenas están las historias de estas horrorosas convulsiones populares, y la tierra empapada en la sangre de los violentos opresores de la libertad pública. El corto período que abraza la historia romana escrita por Tácito, ofreció a su imaginación un objeto tan melancólico cual le representa en el siguiente cuadro: «Opus aggredior opimum casibus, atrox praeliis, discors seditionibus, ipsa etiam pace saevum. Quatuor principes ferro interempti.» Y dejando los tiempos antiguos y bárbaros, y las naciones lejanas, la historia de Inglaterra ofrece a nuestra admiración el horroroso espectáculo de la escena trágica representada en el año de 1649; su rey Carlos I decapitado sobre un público cadalso. Y nuestra vecina la culta y civilizada Francia ¿no ha visto sólo en veinte años dos reyes muertos a yerro? ¿Y podemos ignorar lo que nosotros mismos hemos presenciado, la desgraciada y violenta muerte del último príncipe de la casa de Borbón? En España escasean estos ejemplos; por acaso hay uno cruel y sanguinario. Esta generosa nación se ha distinguido entre todas las del universo por su constante lealtad y sumisión a los reyes; por su paciencia, longaminidad y tolerancia; virtudes que en todo tiempo formaron su carácter, y tan acreditadas en lo antiguo, que Salustio no pudo creer que los españoles hubiesen conspirado contra el gobernador Calpurnio Pison, ni que fuesen autores de su violenta muerte como se decía: tan persuadido estaba de su lealtad y fidelidad.» ¿Es esto sostener y apadrinar las sublevaciones de los pueblos contra sus monarcas?




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4.º Proposiciones gravemente injuriosas a la nación española, a sus leyes, costumbres y verdaderas glorias

Advertencias

1ª. Nos hemos detenido acaso algo más de lo justo en contestar a las tres precedentes calificaciones, prolijidad que merece indulgencia y disimulo, tanto más cuanto el argumento no es por su naturaleza despreciable ni de poca monta, antes si muy serio y gravísimo en sus resultas y consecuencias; va en esto la opinión y buen nombre del autor, el descrédito y proscripción de la obra, y también la ilustración pública. Seremos más breve en el examen de las siguientes calificaciones porque girando todas sobre injurias de palabras o de expresiones denigrativas, siendo justa y bien fundada esta nota, solamente puede inducir a la corrección y expurgación de la obra, como parece de las advertencias que preceden al índice expurgatorio, y de lo que previene el señor Benedicto XIV en la citada constitución, §. 22: «Que se expurgue y borre de los libros todo lo que sea ofensivo de la fama de los prójimos, especialmente de los eclesiásticos y de los príncipes.»

2ª. Conviene proceder de acuerdo y convenir en la fuerza y verdadera idea representada por la voz injuria. En el Diccionario de la Lengua Castellana se define, hecho o dicho contra razón y justicia. Los teólogos, para expresar las injurias de palabras, usaron de los vocablos contumelia y detracción, y a los reos de estos vicios, llamaron detractores, contumeliosos, y maledicentes, cuyas ideas deslinda ingeniosísimamente Santo Tomás, 2, 2, quoast, 72, 73 y siguientes. Y hablando de la detracción, que es propiamente crimen de los que infaman con sus escritos o palabras a los vivos o a los muertos, establece este principio, quaest. 73, art. 2, 0: «Respondeo, dicendum quod peccata verborum maxime sunt ex intentione dicentis dijudicanda. Detractio autem secundum suam rationem ordinatur ad denigrandum famam alicujus. Unde ille per se loquendo detrahit, qui ad hoc de aliquo abloquitur eo absente ut ejus famam denigret... Contingit tamen quandoque, quod aliquis dicit aliqua verba per quae diminuitur fama alicujus, non hoc intendens sed aliquid aliud, hoc autem non est detrahere per se et formaliter loquendo, sed solum materialiter et quasi per accidens. Et si quidem verba per quae fama alterius diminuitur, proferat aliquis propter aliquod bonum vel necessarium debitis circunstantiis observatis, non est peccatum nec potest dici detractio.» No dudo que los censores, sumamente versados en las máximas y doctrinas de Santo Tomás, adoptadas generalmente por los teólogos y moralistas, deducirán las consecuencias que naturalmente se siguen de aquellos principios.

3ª. Todo escritor que manifiesta y describe sinceramente y sin pasión los vicios, imperfecciones y defectos, tanto de las naciones en general, como de los miembros de la sociedad en particular, mayormente cuando se trata de épocas remotas, o de personas que ya no existen, y esto con el fin de edificar a los fieles, de promover el bien común, de mejorar la suerte de los hombres, y de introducir la reforma de las costumbres, lejos de ser detractor o maledicente hace un grande beneficio a la sociedad y es digno de gloria y alabanza. Mérito que sin duda alguna han contraído los historiadores imparciales y dotados de juicio severo, que consagraron su vida en traspasar a la posteridad los acontecimientos de los siglos que nos han precedido, las leyes, usos y costumbres de los pueblos, sin amor ni odio, sin malignidad, adulación ni lisonja. La historia perdería su importancia y estima, y dejaría de ser una escuela de moral, de política y de edificación, sino presentara los hechos y sucesos como son en sí; y es indigno del nombre de historiador, el que o por interés, o vanidad, o espíritu de partido, o por temor y otras pasiones, oculta o disfraza la verdad, disimula los vicios, exagera las virtudes, deprime el verdadero mérito, ensalza a los que no lo han tenido, finge hechos y forja patrañas para adular a las naciones. ¡Cuán dignas son de escribirse con letras de oro las palabras que en esta razón dijo Melchor Cano hablando de algunos historiadores romanos!, lib. 11, cap. VI: «Quidam enim eorum aut veritatis amore inducti, aut ingenii pudoris verecundia usque adeo a mendacio abhorruerunt, ut jam pudendum fortasse sit, historicos gentium quosdam veraciores fuisse quam nostros. Dolenter hoc dico potius quam contumeliose multo a Laertio Severius vitas philosophorum scriptas, quam a Christianis vitas sanctorum, longeque incorruptius et integrius Suetonium res Caesarum exposuisse, quam exposuerunt catholici, non res dico imperatorum, sed martyrum, virginum et confessorum. Illi enim in probis, aut philosophis aut principibus, nec vitia nec suspitiones viciorum tacent, in improbis vero etiam colores virtutum produnt... Nostri autem plerique vel affectibus inserviunt, vel de industria quoque ita multa confingunt, ut eorum me nimirum non solum pudeat sed etiam taedeat.»

Asentados estos principios, respondo a la cuarta censura en primer lugar: que mi rudeza no alcanza ni es capaz de comprender cómo pueda verificarse injuria de palabras, esto es, contumelia o detracción respecto de seres inanimados, ni había oído nunca decir que fuesen capaces de injuria las leyes, costumbres, ni las glorias de cualquiera nación; aunque muy bien entendía que así como el que exagera los defectos de un poema, de una pintura o de un edificio, agravia e injuria, no a las obras insensibles naturalmente a la alabanza y al vituperio, sino a sus autores, del mismo modo pensaba que pintar con negros colores las buenas leyes, confundir las dulces costumbres con las feroces y bárbaras, o atribuir a las naciones vicios que no han tenido, o privarlas de la gloria y reputación que han gozado, sería manifiesta injuria de estos entes morales.

Segundo: la Teoría de las Cortes es una historia del gobierno de Castilla y de las leyes y costumbres patrias relativas a este objeto. El autor las propone a los españoles por modelo de imitación, y se las representa como el manantial de su fortuna, gloria y prosperidad. ¿Pues qué razón pudo haber para calificar la obra de injuriosa a las leyes y costumbres y verdaderas glorias de la nación española? Sin duda alguna los censores se han ofendido, y creyeron que la nación se daría también por agraviada porque en circunstancias oportunas se indican y aun reprenden los abusos del poder, la arbitrariedad de los ministros, los vicios del gobierno, a las veces depositado en manos de favoritos y validos, cuyo despotismo siempre perjudicial al estado, le condujo en ocasiones al borde del precipicio; porque se pintan las costumbres de los españoles con sus lunares y sombras, se descubren las preocupaciones del pueblo, y se insinúa cuán lejos está la nación de llegar a aquel alto grado de luz, de civilización y prosperidad a que la llama y convida la naturaleza, las circunstancias de su feliz situación, y los talentos y bellas disposiciones de sus habitantes.

Empero, esta conducta y procedimiento no es digna de reprensión ni de vituperio, ni la doctrina merece calificarse de ofensiva de la sociedad, ni de indecorosa a sus miembros, sino se demuestra anticipadamente que en la extensión de aquellas ideas hubo parcialidad, propósito dañado y maligno, impostura en los hechos, o falsedad en la narración. El autor de la Teoría, caminando siempre en compañía de la verdad, y protegido de su apacible luz, y animado del amor de la patria, y huyendo de las sendas tortuosas y caminos sombríos de los aduladores que con fingidas relaciones fomentan la vanidad de las naciones, y las adormecen entre estos arrullos, imposibilitándoles salir de sus males, ni aun de conocerlos, procuró mostrar a la patria así el riesgo y malignidad de sus dolencias, como el camino recto que guía a la salud y conduce a la sólida gloria, no de otra manera que el sabio y celoso médico bien lejos de lisonjear al paciente con vanas confianzas, ni le oculta sus males, ni trata de alejar sus temores, antes le representa así el peligro de la enfermedad como el método curativo y oportuno remedio: en vano trabajaría un moralista por reformar las costumbres, si antes no procurara descubrir todo, el horror de los vicios, y es bien sabido que el conocimiento de nuestras flaquezas e imperfecciones es el primer paso para corregirlas y mejorarlas. Las naciones más cultas y civilizadas yacieran todavía en el primitivo estado de ferocidad y barbarie, si los sabios y varones experimentados con lecciones y consejos severos no hubieran dulcificado las costumbres, mostrando los extravíos, enseñando el camino del bien y promoviendo la natural tendencia de los hombres hacia su perfección y felicidad.

Tan grande es el beneficio que la presente generación ha recibido de los buenos historiadores y moralistas que nos han precedido, así como de los que todavía viven entre nosotros, y siguiendo las huellas de aquellos continúan en reprender con santo celo los vicios públicos y aun los del gobierno, sin que ninguno haya osado hasta ahora imponerles, por lo menos en público, la nota de maledicentes ni detractores, ni calificar sus discursos de injuriosos al ministerio, ni a las leyes y costumbres nacionales. ¡Cuán severa es la crítica que del gobierno de Carlos III, reputado comúnmente por uno de los más sabios y benéficos, hizo el autor del Discurso sobre la confirmación de los Obispos! Después de proponer la verdadera idea, y fijar la extensión de la potestad eclesiástica según los oráculos sagrados, dice así en el art. 4, núm. 82 y 83: «Entiendan esta verdad aquellos que a la sombra de las voces pomposas de protección de alta policía eclesiástica y todas las demás, y como había dicho antes, esa jerga fiscal y ministerial, esas tronadas clausulones retumbantes, se juzgan habilitados para entrometerse en el gobierno de una y otra autoridad; y dígannos si es negocio este que se componga con juegos de palabras, y si están sujetos a tergiversarse con ellas tantos y tan expresos oráculos del evangelio. Mas a pesar de ellos se ha trabajado lo posible para corromper los espíritus y extraviar la opinión hasta un punto que queda muy poco que hacer para establecer entre nosotros la supremacía Anglicana. Los escritos del tiempo unos conducen a esto, y otros conspiran a más; que es a borrar de los españoles todo sentimiento de religión, y a mofar toda autoridad de ella.»

«Cuando el virtuoso obispo de Cuenca reclamaba hace más de cuarenta años la celebración de Concilios, uno de los famosos fiscales que entonces dirigían los negocios, el conde de Campomanes, se dejó decir en su virulenta respuesta sobre aquel expediente, que no era tiempo de Concilios hasta que se difundiesen más las luces y el clero español estuviese más ilustrado. ¡Sentencia memorable! ¡Estupenda doctrina! Pudiera haber dicho también que no hubiese obispos tampoco.» Con esta ocasión hacía la siguiente advertencia: «Los argonautas de aquel fatal reinado temieron, y con razón, ser sumergidos por la tempestad que ellos levantaron. Un prelado por todos títulos respetable, se atreve a indicar al rey por un medio reservado, la ofensa de los derechos de la Iglesia, y que la verdad no llegaba a sus oídos en ciertos asuntos que tocaban al bien de la Religión y del Estado. ¡Qué desvergüenza! ¡Qué maldad! Atreverse un obispo a ilustrar la conciencia del rey contra las empresas de sus áulicos! Es menester hacer un escarmiento aunque sea tocando a sedición, forjando una causa de ruido, que el ministro de arriba, y los fiscales de abajo, y el presidente por el medio, ellos la sabrán hilar. ¡Buena hora era para que se quisieran Concilios! Arrinconar y aislar a todo el mundo, y echar la maza sobre quien chiste, estos son los cánones del despotismo ministerial... Los que intenten desengañar al Rey son traidores: órdenes y decretos contra ellos... La ilustración y las ciencias van a amanecer en España. Universidades, colegios, iglesias, regulares, militares, cada día es señalado con una orden para la reforma de todo esto. ¿Y qué ha sucedido? Jamás peores estudios, más decadencia y desprecio de las ciencias, establecimientos más corrompidos, más insubordinación en todos los órdenes, más relajación en los tribunales, mayor ruina de costumbres; en fin, cuanto se ha visto desde entonces acá. No nos hablen de Carlos IV, ni de Godoy. Esto es andarse por las ramas. Lo que ha sucedido debía suceder. El que siembra coge. El que planta tiene frutos a su tiempo. En el reinado de Carlos III se plantó el árbol. En el de Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los comemos. No hay un español que no pueda decir si son dulces o amargos.»

Es todavía mucho más severa y amarga y humillante la censura que de las costumbres y estado de la nación hace el reverendo obispo de Ceuta: Apología del altar: Discurso prelim. desde la pág. 11: «Nuestros historiadores, aun los más íntegros e imparciales y que reprendieron con justo celo los vicios, desórdenes y extravíos de los españoles, jamás habían hallado motivo para sospechar de su fe, ni para amancillar su nombre con la indecorosa nota de impiedad y de irreligión: antes siempre se creyó que la nación española, así los príncipes como los súbditos, desde el piadoso Recaredo hasta nuestro católico monarca, se habían distinguido entre todas las naciones por su acreditada piedad y por la pureza de su constante fe y religión. Sin embargo, el dignísimo y celosísimo prelado descubrió este lunar en España ya desde muy antiguo, y nos consuela con decir: «Que la santidad de los Fernandos e Isabeles borró de un todo la ignominia de este reino.»

Mas por desgracia añade: «La filosofía volvió a entrar en los palacios de los reyes... Seducidos los pueblos y sus soberanos por la infernal filosofía de la Francia, dijeron en alta voz: rompamos los vínculos de la Religión cristiana, y arrojemos lejos de nosotros su yugo... De la existencia de un plan general en la Europa contra la Iglesia de Jesucristo desde mediadas del siglo último, ya no hay un hombre que lo dude... ¿Por qué braman las gentes contra Cristo, y los pueblos meditan planes quiméricos contra su Religión Santa? ¿Cómo en nuestros días, algunos reyes y príncipes de la Europa se han coligado en un proyecto común contra Dios y contra su Cristo, o su Vicario en la tierra? ¿Con qué justicia la Francia, la Alemania, la Italia, hasta la fiel España, han concurrido a destruir la Iglesia de Cristo cada una a su modo, con el plan general de reformarla?

«José II en Austria, el gran duque Leopoldo en Toscana, Luis XV y XVI en Francia, Fernando IV en Nápoles, los ministros de Carlos III y IV en España, los de José I en Portugal, se unen sin conocerlo, y todos se convienen, unos más, otros menos, en declamar contra los usos de la Iglesia, y proceder a suprimir obispados, a perseguir los institutos regulares y monásticos, a arrojarlos de sus dominios, a enriquecerse de los bienes del santuario, y lo que es más, a poner leyes a la Iglesia sobre el culto, a regular su economía interior, y sujetarla a sus pragmáticas y a sus juicios. Los pueblos siguen el ejemplo de sus príncipes. El hombre propende siempre a imitar a quien respeta y admira. Si ve que el soberano a quien observa mira con desprecio la virtud, esta no conservará siempre en su pecho el ascendiente primitivo. El criminal ha formado siempre la apología de sus delitos, por la conducta de los que le mandan y le juzgan... Nuestra España presenta un estado menos terrible, pero no por eso dejó de entrar en cálculo de los filósofos. La guerra no se hacía por el príncipe a la religión, mas uno de sus ministros estaba en la lista de los reformadores... Las intrigas y las adulaciones indujeron a Carlos III, en 2 de abril de 67, a remover de la España y América la Compañía de Jesús, y privar al estado y a la iglesia de miles de sus operarios, que tanto bien habían traído a todos los dominios de S. M.»

«Multitud de decretos siguen al primero, cada vez con más rigor. Clemente XIII pide al Rey mitigue sus órdenes, y no es oído; un obispo expone a S. M. el peligro en que se ponía a la iglesia y al estado, y no se atiende. La filosofía dictaba los decretos, y ella con el imperio que ya ejercía cerca del trono, no había de desmentirlo. Cada vez fue ganando más terreno. Tras de aquel ministro vino otro; sus órdenes indicaban estaba no menos imbuido en las máximas de los filósofos. Las rentas de las iglesias se toman para saciar a la Francia y a sus ministros; ahora se vende una parte de los bienes eclesiásticos, luego se le recargan al clero los mayores impuestos. Se proponen planes todos los días para minorar conventos, separar los religiosos de los superiores extranjeros. Efectivamente, se cumplen estas órdenes.»

«Reunidos los hechos, deduzcamos ya las hilaciones más precisas. Desde el siglo XVIII, se formó una liga universal contra la iglesia de Jesucristo. Los emperadores de Austria José II y Leopoldo, los príncipes soberanos de Alemania, Federico II de Prusia, y muchos de sus duques y títulos, los ministros de Nápoles y de la Francia, los de España y Portugal, cada uno a su modo, convinieron con los filósofos, unos en reformarla, otros en destruirla... El Dios que habita en los cielos se burlará de vuestros proyectos, y os mofará en vuestros planes inicuos. El 11 de julio de 89 se hizo la palabra de Dios sobre todos los potentados de Europa; el Dios de las venganzas habló desde lo alto de su trono a los reyes y príncipes de la tierra. Este es el día de su ira. Su furor conturba a todos los soberanos del mundo... El emperador de Alemania tres veces pierde su imperio... La Italia toda es arrancada de las manos de sus príncipes. Estos andan errantes por los montes y países extraños.»

«España recibe al tiempo que las demás potencias de Europa el castigo de sus delitos. Una parte de sus dominios es tomada a la fuerza en 94: la espada de la divina justicia suspende por entonces sus castigos hasta ver si nos corregíamos; pero insistiendo en el plan antiguo de reformar la Iglesia, de meter la mano en el santuario, de disminuir los ministros y el culto, la ira de Dios se descargará sobre nosotros con más furor que nunca. Las ciudades, las provincias, el reino todo es talado en 808 por las huestes mismas que tenían devastada la Europa y la Iglesia de Jesucristo... ¿Escarmentarán ya los pueblos y las naciones, sus príncipes y sus soberanos para no volver a sus planes antiguos contra la religión cristiana?... Ea pues: entended, reyes de la tierra, fijad la atención sobre los últimos errores que trastornaron la Europa, y con ella deshicieron vuestros tronos, vuestros imperios y dominios: tomad lección, instruiros, los que juzgáis la tierra, de cuánto han padecido los que han maquinado contra Cristo.»

«Ya han vuelto sus misericordias antiguas... Conocieron efectivamente los reyes y los príncipes de la tierra su delito, y Dios los ha restituido a su antigua gloria y a sus dominios... La España, rotas las cadenas de sus tiranos, respira ya al lado de su Soberano cautivo. El hijo inocente pagó las debilidades de un padre bondadoso que no supo precaverse de los consejos de un privado inicuo, de unos ministros deslumbrados con las máximas absurdas de la infernal filosofía. Pecamos menos que los demás pueblos de Europa: nuestro, castigo más reducido, más misericordioso. La parte que tomamos en el sistema filosófico de reformar la Iglesia... no fue una rebelión de los pueblos contra la religión, sino una inmoralidad, una corrupción, una peste que se nos pegó del comercio de la Francia, de la lectura de sus libros. Digamos la verdad aunque con lágrimas en nuestras mejillas. Los españoles no pensábamos ya como nuestros padres: habíamos degenerado de sus virtudes y de sus ejemplos. Una pedantería chocante, denigrativa, formaba el carácter de muchos de nuestros instruidos. Muchos iban ya siguiendo sus ejemplos. Dios nos ha castigado: ha limpiado el suelo de España por medio de los mismos que la habían corrompido: llevamos la ira de Dios por algunos años: pagamos nuestro merecido.»

Tal es el cuadro que de nuestro gobierno y costumbres en punto el más delicado y pundonoroso trazaron estos diligentes escritores. La rectitud de intención con que han procedido, su celo por el bien público, y ánimo imparcial y desinteresado, y la verdad de los hechos, es lo que únicamente puede salvar sus escritos de la nota de injuriosos a nuestros católicos reyes y a toda la nación. Si en la Teoría de las Cortes se encuentran tristes pinturas de nuestras costumbres, y reprensiones acaso tan severas y amargas como aquellas, los censores para calificarlas de injuriosas a la nación, deben probar que hubo o malignidad en el autor, o impostura en los hechos, o falsedad en la narración.

Últimamente, aunque la Teoría de las Cortes no es una historia de la nación española, ni su objeto cantar las glorias de España, con todo eso siempre que hubo oportuna ocasión no se descuidó el autor en presentar al mundo hermosos y brillantes cuadros de las heroicas acciones de nuestros mayores, ni negó este honor a su patria. Léanse los números 61, 62, 63 y 72, del Prólogo.




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5.º Proposiciones gravemente injuriosas a los Papas

Respondo que en la Teoría de las Cortes no puede haber proposiciones injuriosas a los Papas ni en general ni en particular: quiero decir, ni a las personas ni a la dignidad de los romanos Pontífices. No lo primero, porque yo no sé, o por lo menos no me acuerdo que en ninguna parte de la obra se haga mención sino del Papa Ganganeli, y esto con el honor y respeto que se merece. No lo segundo, porque solamente se leen una vez que otra expresiones aisladas, cláusulas que indican a lo lejos y representan con el posible decoro los abusos de la potestad eclesiástica en la edad media: parece que los censores se han ofendido, según lo manifiestan en su escrito, de las expresiones soberanía papal, despotismo sacerdotal de que uso para insinuar aquellos excesos. Y yo ciertamente no puedo conciliar esta especie de escándalo con la sabiduría y profundos conocimientos de los censores, que mil veces habrán leído lo mucho que sobre estos puntos han escrito los teólogos en sus tratados De Aucthoritate Papali o soberanía papal.

Tampoco pueden ignorar que esta expresión representa a los inteligentes la extensión inmensa que algunos Sumos Pontífices, o mal aconsejados o con celo no muy bien entendido ni prudente, dieron a su autoridad, hasta pretender el dictado de señores de todo el orbe, el derecho de quitar y poner reyes, y de absolver a los súbditos del juramento de fidelidad, debida a sus respectivos soberanos, y otras facultades exorbitantes que teólogos y decretalistas aduladores, si no ignorantes, atribuyeron al Romano Pontífice, de quienes se queja amargamente el maestro Victoria, diciendo: Relect. 1, sect. 5, quaest. 1. «Patet error multorum jurisconsultorum, et archiepiscopi Panormitani, Angeli, Anchor. Silvest. et multorum aliorum, qui putant quod Papa est Dominus orbis proprie dominia temporali, et quod habet aucthoritatem et jurisdictionem temporalem in toto orbe supra omnes principes. Hoc ego non dubito, esse manifeste falsum quum tamen ipse dicant esse manifeste verum. Ego puto esse merum commentum in adulationem et assentationem Pontificum... Neque solum falsum est hoc sed ludibrio dignum... Sed glossatores juris hoc dederunt Pontifici, quum ipse essent pauperes rebus et doctrina.»

Saben muy bien los censores la integridad con que hablaron a Paulo III y el atinado consejo que le dieron los cuatro cardenales Contareno, Carrafo, Sadoleto, Polo y el arzobispo de Salerno, el de Bruundusio, el obispo de Verona, el abad de San Jorge de Venecia y el maestro del Sacro Palacio, congregados todos en junta de orden de aquel Sumo Pontífice para proponer convenientes medios de reformar la Iglesia. Lo primero que en este consejo advirtieron al Papa los referidos prelados fue, que el manantial y como la fuente de todos los desórdenes que amancillaban la Iglesia no pudo ser otro sino haber algunos antecesores suyos dado oídos a las adulaciones de ciertos teólogos, que viéndolos inclinados a novedades y a dilatar por todas las vías los límites de su potestad, comenzaron a inspirarles la máxima de ser lícito al Papa todo cuanto quisiese. Dicen así: «Certissimam divinae hujus sententiae conjecturam nos facere valemus, quibus sanctitas tua ad se vocatis mandavit, ut nullius aut commodi tui, aut cujuspiam alterius habita ratione, tibi significaremus abusus illos gravissimos videlicet morbus quibus jam pridem ecclesia Dei laborat, ac praesertim haec romana curia. Quibus effectum prope est, ut paulatim sensim ingravescentibus pestiferis his morbis magnam hanc ruinam traxerit, quam videmus. Et quoniam sanctitas tua spiritu Dei erudita probe noverat principium horum malorum inde fuisse, quod nonnulli Pontifices praedecesores tui, prurientes auribus, ut inquit apostolus Paulus, coacervaberunt sibi magistros ad desideria sua, non ut ab eis discerent quid facere deberent: sed ut eorum studio, et calliditate inveniretur ratio qua liceret id quod liberet. Inde effectum est quod confestim prodirent doctores qui docerent Pontificem esse dominum beneficiorum omnium: ac ideo, cum dominus jure vendat id quod suum est, necessario sequi in Pontificem non posse cadere simoniam. Ita quod voluntas Pontificis qualiscumque ea fuerit, sit regula qua ejus operationes et actiones dirigantur. Ex quo proculdubio effici ut quidquid libeat, id etiam liceat. Ex quo fonte, sancte pater, tamquam ex equo Trojano irrupere in ecclesiam Dei tot abusus et tan gravissimi morbi quibus nunc compicimus eam ad desperationem fere salutis laborasse, et manasse harum rerum famam ad infideles usque, qui ob hanc praecipue causam christianam religionem derident, adeo ut per nos, inquimus, Christi nomen blasphemetur inter gentes.»

No han faltado en todas edades y tiempos varones celosos, ministros piadosos y sabios, que después de haber representado los síntomas de tan peligrosa enfermedad y descubierto las malignas y canceradas llagas procuraron aplicar el remedio; como San Bernardo, Álvaro Pelagio, el cardenal de Cusa, el cardenal Cameracense, el venerable Gerson y otros muchos, así teólogos y canonistas que sería interminable el referir. ¿Con cuánta claridad no han hablado de los excesos y vicios de los Sumos Pontífices? «Crebro Pontífices nostri, dice el insigne teólogo Juan Mayor, De potest, Papoe in temporal. Pontífices nostri omnes sunt magis soliciti pro augendo nummo episcopatus quam, de salute animarum: et student sub honesta umbra, ecclesiae scilicet, magnificare suas fimbrias ut magnificentur ab hominibus mundanis.» Y el célebre Turrecremata, citado por el maestro Victoria, relect. 4, De potest. Papae et concil.: «Hoc tenet expresse Turrecremata assertor vehementissimus pontificiae dignitatis, lib. 3, cap. X, ubi loquens de aucthoritate conciliorum. Celebratio, inquit, conciliorum utilis est ad refraenandum exorbitantias quorumdam Pontificum, qui suum pontificatum aut extra sanctorum patrum regulas pro voluntate exercent, aut simoniaca pravitate dehonestant, aut saeculi vanitate et vita scandalosa confundunt. Hac de causa congregatum legitur concilium episcoporum Italiae Romae per imperatorem contra Joannem XII qui venator lubricus, et incorrigibilis erat.»

Despotismo sacerdotal es otra expresión que indica modestamente los abusos de la potestad y jurisdicción eclesiástica, y la facilidad por no decir licencia con que los Pontífices y prelados multiplicaban, no sin gravísimo perjuicio de los fieles, las excomuniones, suspensiones y las irregularidades: abusos tan comunes y frecuentes en aquella edad, como sentidos, y llorados por los doctores sabios y celosos, ya teólogos, ya canonistas, que levantando su voz declamaron contra el común desorden. «Timeo ne multi praelatorum multum peccent in nimia facilitate excommunicandi:» decía Juan Mayor, Disput. De aucthor, concil. Y Enrique de Hasia, Concil. pascis, de unione eccles., cap. XVII: «Quid est quod gladius ecclesiae sive excommunicatio in sui contemptum modo tan leviter extrahitur, et pro modica re, ut pro debitis vel hujusmodi tan crudeliter in pauperes extenditur?» Y el cardenal Cameracense, De reformat. eccles. in conc. constanc., cap. II: «Necessaria erit reformatio et provisio circa gravamina quae romana ecclesia inferit aliis inferioribus ecclesiis et praelatis: et maxime in tribus... De secundo gravamine, scilicet de multiplicatione excommunicationum, et ex consecuenti irregularitatum quas romana ecclesia in suis constitutionibus poenalibus, et maxime in quibusdam novis decretalibus imposuit, et saepe per suos collectores in multorum scandalum fulminavit: et ad cujus exemplum alii praelati leviter et pro levibus causis, ut pro debitis vel hujusmodi pauperes excommunicatione crudeliter percutiunt, necesse est providere, cum hoc sit contra jura. Nam gladius ecelesiae, scilicet excommunicatio, qui in primitiva ecclesia veneranda varitate erat formidabilis, jam propter abusum contrarium contemptibilis effectus est, sicut ostendit doctor subtilis, Joannes Scoti.»

Dejando otros innumerables testimonios de la misma naturaleza, no puedo omitir lo que a este propósito escribía el docto franciscano Alfonso de Castro, De potest. legis penal., lib. 1, cap, VII: «Apertissime convincitur, pessimum esse abusum qui jam passim apud multus ecclesiae praelatos inolevit, in excommunicationibus quas passim pro levibus furtis inferuntur. Nam cum ecclesia non habeat acerviorem et acutiorem glaudium quo rebelles et indomitos ferire posit quam excommunicationem, aequum esset et rationi consentaneum non passim et pro quovis crimine illum evaginare, et quemcumque percatorem illo ferire. Quoniam hac sola occassione excommunicatio licet gravissima sit poena jam comtemnitur, et fere pro nihilo ab omnibus habetur: quae si nimium rara esset, et non nisi pro gravissimo crimine infligeretur, multo magis aestimaretur et timeretur. Nec valet excusatio quam aliqui episcopi ad velamen tam pessimi abusus mihi dum essem in Concilio Tridentino obtulerunt dicentes &.»

Y en el lib. 2, cap. XIV, dice así: «De ecclesiasticis legibus praesertim, de illis quae excommunicationes, aut suspensiones, aut iregularitates statuunt, multi viri doctissimi et vere pii ante me conquaesti sunt, et deplorarunt tantam excommunicationum, et suspensionum, et irregularitatum multitudinem, ut multo magis grave putaverint esse nunc jugum legis ecclesiasticae quam olim fuit legis Mosaicae. Nam ut alios multos praeter eam qui de tanta excommunicationum, et suspensionum, et irregularitatum multitudine conqueruntur et dolent, Joanne Gersonem, virum utique doctissimum et vere pium in testem profero, qui lectione quarta de vita spirituali animae corollario 14 haec ait. Audivi de Papa Urbano V quod gloriabatur se Papam esse ob hanc praecipue causam, quod nullis poenis excommunicationum et irregularitatum esset obnoxius. Qui si dilexisset proximos suos sicut seipsum et hoc advertisset relaxasset fortassis tot laqueos, tot onera, tot pericuta ab eorum cervicibus ut aliquali etsi non pari ad ipsum, libertate gratulari potuissent.»

Las obras de los mejores canonistas, teólogos y moralistas están sembradas de estas tan justas y loables reconvenciones. Estos escritores, así como los de las vidas de los Sumos Pontífices e historiadores eclesiásticos, ni unos ni otros han incurrido en la nota de maledicentes o detractores, aunque han representado y reprendido en particular los vicios y defectos de los Papas. ¿Pues qué razón podrá haber para calificar de injuriosa a los Sumos Pontífices la doctrina de la Teoría, e imponer la nota de maledicente a su autor, que sólo habló en general de aquellos defectos y no hizo más que insinuarlos?




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6.º Proposiciones injuriosas a los Reyes en general, y en especial a todos los de la casa de Austria y de Borbón

Respondo que el acatamiento y respetuosa veneración tan debida a la augusta y sagrada persona de los príncipes y monarcas, no deja libertad ni permite, mientras ellos viven, divulgar sus extravíos, y muchas veces ni conviene ni es provechoso descubrirlos y menos reprenderlos claramente.

Y si bien la ley de Partida impone a todos, so pena de incurrir en gravísimo delito, la obligación de mostrar al príncipe la verdad, y de manifestarle sin rebozo sus yerros y defectos, todavía la prudencia y la buena política dictan la tolerancia y el disimulo, y que es menor mal paliar los achaques de los reyes que exacerbarlos con prematuros y vanos remedios. Pero si vituperable es la adulación y la lisonja de los soberanos aun mientras viven, dura su poder y tienen en la mano el centro y los destinos de los hombres, ¿cuánto más después de haber perdido todo su influjo y energía este resorte y poderoso agente de los intereses y de las fortunas mundanas?

Luego que los príncipes sufren la suerte común a todos los mortales, cerrando los ojos a esta luz terrenal, y abandonando para siempre el puesto que ocupaban en el orden político, cesan todas sus relaciones y mutuas dependencias con la sociedad; entonces, los pueblos afligidos y agobiados que en vano habían levantado sus brazos hacia su común defensor, podrán ya desahogarse y manifestar los sentimientos que hasta entonces tuviera detenidos y como represados el respeto y el temor. También la posteridad, después de examinar imparcialmente la conducta de los príncipes, escribirá en memoriales eternos sus hechos como han sido, y entregará sus nombres o al olvido, o a la alabanza, o a la execración de los siglos. Tal es la suerte que les amenaza a los potentados y soberanos del mundo, ser juzgados según su mérito como a cada cual de los mortales.

La historia perdería su mérito, dejaría de ser provechosa, si todos los príncipes así los buenos como los malos hubiesen de ocupar en ella un lugar brillante y distinguido. ¿Qué juicio formarían los inteligentes de un cuadro en que se vieran pintados con tan bellos colores y aparentando igual importancia Alonso el Monje como Alonso el Sabio? ¿Fernando el Emplazado como Fernando el Santo? ¿Enrique el Impotente como Enrique el Enfermo? ¿Carlos II como Carlos III? ¿Y doña Urraca como doña Isabel la Católica? Luego el historiador que no quiera pasar por artífice monstruoso, y por falaz alquimista, de tal suerte debe trazar sus cuadros, que represente en ellos a los originales con sus sombras y lunares, vicios y virtudes. Este es el oficio de un historiador imparcial y severo, en cuyo fiel desempeño se han distinguido los escritores sagrados del antiguo y nuevo Testamento: los historiadores de los Reyes de Israel, ¿con cuánta sinceridad y llaneza publicaron sus injusticias e impiedades? Pues ya los Evangelistas no disimularon los defectos de los Apóstoles como advierte Melchor Cano, lib. 11, cap. VI: «Quanto sapientius Evangelistae faciunt, qui vel in ipsis Apostolis, quos eramus vitae totius exemplum habituri, nec affectus naturae imbecilliores, nec casus etiam graviores dissimulant.» Dechados ciertamente dignos de imitarse por todos los que escriben para edificación de la posteridad.

Aunque la Teoría de las Cortes no es una historia de los soberanos de Castilla, según ya dejamos advertido, sin embargo, en ocasiones oportunas se habla con elogio de los príncipes que lo han merecido; a ninguno se infama, ni se hace empeño en oscurecer la gloria y reputación justamente adquirida. Léase por ejemplo el siguiente pasaje del núm. 82 del Prólogo: «El reino de León se unió felizmente con el condado de Castilla en la cabeza de Fernando el Magno; y mas adelante se juntaron ambas coronas en don Alonso VI, gran caudillo de Castilla y terror de las lunas africanas, que tuvo la gloria de empujar los ejércitos enemigos hasta más allá del Tajo, y de fijar la silla de su imperio en Toledo, plaza reputada por inconquistable, y posteriormente empuñó los dos cetros Fernando III, príncipe afortunado, que siéndole el cielo favorable y bendiciendo sus armas con las gloriosas e importantes conquistas de Jaén, Córdoba, Sevilla, Murcia y el Algarbe, logró abatir el orgullo mahometano, lanzar los moros de Castilla, encerrarlos dentro de los estrechos límites de Granada, y extender los términos de la Monarquía desde el uno al otro mar; circunstancias que influyeron eficazmente en los progresos de la política, reanimaron el espíritu nacional, y dieron actividad, fuerza y energía al gobierno.»

Y en la primera parte, cap. IV, núm. 3: «Los reyes de León y Castilla, imitando la conducta de sus predecesores y respetando el derecho patrio, y consultando a su propia conservación e interés personal, así como el bien de la nación, contaban siempre con ella en las urgencias del estado. Porque no podían olvidar, antes tuvieron en todo tiempo presente, aquella importante máxima: que el príncipe no ha de gobernar arbitrariamente ni con fuero de señor, sino como padre o administrador y tutor de los pueblos; que la moderación y la prudencia es la que conserva los imperios, y que no pueden ser durables, antes corren gran peligro, los que se apoyan en la violencia y tiranía, y que no hay Monarca tan feliz y tan favorecido de la naturaleza que posea con perfección el difícil arte de reinar, ni tan sabio y avisado que se prometa siempre el acierto. Íntimamente convencidos de estas verdades procuraban el consejo de sus súbditos y de los representantes de la nación, reuniendo sus brazos en Cortes generales para deliberar en común sobre todos los puntos en que por derecho debía intervenir el pueblo. Y bien lejos de desconfiar o de recelarse de estas grandes juntas, o reputarlas por contrarias al orden o depresivas de la real dignidad, o indecorosas a la majestad, y mucho menos por inútiles y perjudiciales, las miraban como fuente de luz y de verdad, como el más bello ornamento del trono, y firmísima columna de la justicia, del sosiego y prosperidad pública.»

Y en el cap. XVI, núm. 2, hablando de Enrique III: «Este príncipe cuya alma grande, aunque envuelta y encerrada en un cuerpo lánguido y enfermo, supo tener a raya a los magnates y poderosos, asegurar la paz interior de estos reinos, hacerse respetar de los enemigos y conciliarse el amor de sus súbditos; correspondiendo a las esperanzas de la nación guardó religiosamente los derechos de los pueblos, contaba siempre con los concejos en las urgencias del estado, los llamaba a Cortes con frecuencia, nada hacía sin su consejo y dictamen, y pudo gloriarse de morir entre los brazos de los procuradores y representantes de la nación congregada por su mandado en las cortes de Toledo de 1406.» Y en el núm. 89 del Prólogo: «Las Cortes sembraron las semillas y prepararon la cosecha de los abundantes y sazonados frutos recogidos y allegados por las robustas y laboriosas manos de los insignes príncipes don Fernando y doña Isabel, que tuvieron la gloria de elevar la monarquía española al punto de su mayor esplendor y engrandecimiento.»

Luego la Teoría de las Cortes no es injuriosa a los reyes en general, ni menos en particular a los que por sus acciones generosas y benéficas se han hecho dignos de la veneración de los siglos. Bien es verdad que en esta obra no se ocultan ni disfrazan las imperfecciones y fragilidades de algunos príncipes de la dinastía castellana, y se prueba hasta la evidencia que los de la casa de Austria, o por ignorancia de nuestros usos y costumbres, o por interés de su familia, o por mal consejo de ministros aduladores y avaros, a quienes confiaron los negocios del reino, o por el poderoso influjo de validos y favoritos, violaron en muchas ocasiones las leyes fundamentales de la monarquía, los derechos nacionales y la constitución del estado. Si esto es suficiente motivo para calificar la obra de injuriosa a las personas de los reyes, deben sufrir la misma nota y censura todas las historias de España. ¿Por ventura existe alguna donde no se encuentren reprensiones de los vicios de los príncipes, acaso mucho más graves y severas que las propuestas por el autor de la Teoría?

Léanse los libros históricos más comunes entre nosotros, por ejemplo, el compendio del Padre Duchesne, que se puede llamar el catecismo historial del vulgo. ¡Cuán fea y desagradable es la pintura que hace de la reina doña Urraca! Princesa, dice, tan desviada de la modestia de su sexo y de la circunspección correspondiente a su soberanía, que ni la bastaba un marido ni se contentaba con un solo cortejante, tan poco recatada en su desenvoltura, que ofendido el Rey la mandó encerrar en una torre.» Aún es más horroroso el cuadro que nos dejó trazado de Enrique IV. «Nacido en el seno de la ociosidad, criado en su escuela y formado por el modelo de un padre que era la desidia misma, prometía desde luego el reinado de los vicios, y de los vicios más vergonzosos. Apenas se vio en estado de poder todo lo que quería desde la elevación del trono, cuando se entregó sin límites, sin freno, sin pudor, a todo género de disoluciones, consumiendo el erario y extrangando sus fuerzas corporales, que eran naturalmente muy robustas. Es el ejemplo de los príncipes una peste que cunde y se comunica con prodigiosa celeridad: con que no pudieron faltar al de Enrique estas contagiosas influencias. Desde el trono pasó la infección a la corte y desde la corte se derivó a las provincias con fecundidad infeliz. Desterróse el pudor, quitóse él vicio la máscara, y se dejó ver y oír la disolución con toda su desvergüenza y con todo su desahogo natural. Introdújose el deshonor en las familias por la puerta de la seducción; siguiéronse los raptos, las violencias, y armáronse unos vicios contra otros. Vengábanse las afrentas con los homicidios, con los asesinatos, con los incendios y con latrocinios, no habiendo para el disoluto Enrique diversión de mayor entretenimiento que cuando le contaban o el trágico fin de los amantes infelices, o las aventuras galantes de dos enamorados dichosos: y sobre todo, sentía indecible complacencia al oír un lance en que el vicio había triunfado de la virtud.»

«Autorizados descubiertamente estos desórdenes con el escandaloso ejemplo del soberano, y añadiéndose a ellos el descontento general que causaron los favorecidos, por lo mucho que abusaban de su poder y de su crédito, llenaron el reino de facciones, que siendo enemigas unas de otras entre sí, todas lo eran del gobierno. Incurrió el Rey en un menosprecio universal, hablábase de él públicamente como de un sardanápalo; tratábasele de afrenta de la nación y oprobio de la especie humana, y se formó un partido para arrojarle del trono.» Y después de haber hablado del trágico suceso de Ávila, concluye: «La representación de esta farsa da a conocer sobradamente hasta qué grado se había envilecido y se había hecho menospreciable en Enrique la autoridad de Monarca.»

¿Qué más diremos, si no que el mismo don Fernando el Católico, uno de los más insignes Monarcas de España, tuvo que sufrir la severa crítica, y el justo y riguroso juicio que de sus acciones hizo la posteridad? «Rarísimo historiador, dice el padre Isla, en las notas al citado compendio, ni crítico español se leerá, que confesándole las grandes prendas para el gobierno de que le dotó el cielo, no le descubra también sin disimulo todos los defectos con que en alguna manera los oscureció. La nimia suspicacidad de que adolecía; la suma desconfianza con que trataba aún a los que le servían con mayor fidelidad; la ingratitud con que desatendió los heroicos servicios del Gran Capitán; el mal ejemplo que dejó a sus sucesores de la ninguna seguridad en la fe de los tratados, la cual duraba sólo el tiempo que tardaba la ocasión de quebrantarlos, con esperanza cierta de alguna nueva conquista; la indecente vanidad que hacía de burlarse de sus amigos o de sus confederados... todos estos defectos se leen sin disfraz en los escritores nacionales, y en algunos no sin afectación nimiamente exagerados.»

Es muy digno de copiarse aquí por modelo de la imparcialidad y candor, y de justa y santa libertad que debe llevar la pluma de los historiadores, lo que refiere don Pedro López de Ayala, Crónica de don Juan I, año de 1385, cap. V, acerca del consejo que en gravísimo asunto de justicia le dio un ministro suyo, el cual apoyando su razonamiento en hechos de la historia le dice: «Señor, algunos reyes, vuestros antecesores en Castilla e en León ficieron algunas obras destas, por las cuales las sus famas se dañaron e les vinieron grandes deservicios; e malpecado todos los reyes de cristianos fablan dello diciendo que los reyes de Castilla mataron rebatadamente en sus palacios e sin forma de justicia a algunos grandes de sus reinos, de los cuales vos porné algunos ejemplos, que son estos: El rey don Alfonso qu fue esleido por emperador de Alemania, e fue hijo del rey don Fernando, que ganó a Sevilla e la Frontera, e padre del rey don Sancho, mató en el castillo de Burgos al infante don Fadrique, su hermano legítimo, e a don Sinión de los Cameros que era un gran rico-home; e fueron muertos escondidamente, non monstrando el rey razón porque los matara, por lo cual todos los grandes señores e caballeros de Castilla fueron muy espantados, e don Nuño, que era señor de Lara, e don Ferrand Ruiz de Saldaña, e otros grandes señores e ricos-homes e caballeros salieron del regno e fueronse para Granada: e acogiólos bien el rey de Granada, e fizoles muchas honras e mercedes... E ellos e todos los del regno tomaron tan grand desamor con el rey don Alfonso, que cuando fue la contienda entre él e el infante don Sancho, su hijo, todos tobieron contra él con el infante. E cuando fue dada la sentencia de Valladolid a consentimiento e pedimento del regno, que tirasen al rey don Alfonso la administración del regno, una de tres razones que fueron puestas contra él fue esta: que le debía ser tirada la espada de la justicia de la mano por cuanto non usara bien della.»

«Otrosí, Señor, el rey don Sancho, fijo deste rey don Alfonso que habemos contado, fizo matar en Alfaro e en su cámara con ballesteros al conde don Lope, Señor de Vizcaya... El rey don Alfonso, vuestro abuelo seiendo mozo fizo matar en su palacio, en Toro, a don Juan el Tuerto, que era Señor de Vizcaya... E fueron muy espantados todos los del regno por esta muerte. Otrosí, Señor, el dicho rey don Alfonso vuestro abuelo mató en Agusejo a don Juan Alfonso, señor de los Cameros, levando convidado el dicho don Juan Alfonso al rey a correr monte, e viniendo con el rey a la villa, matáronle dos donceles del rey de la gineta a lanzadas... E fue esta muerte muy retraida al rey por cuanto le mató sin ser oído e todos los caballeros fueron muy espantados dél por ello... Otrosí, el rey don Alonso vuestro abuelo mató a don Gonzalo Martínez de Oviedo, Maestre de Alcántara, sin juicio... E Señor, como quier que todos estos daños e males hayan acaescido por ser fechas tales muertes como estas, pero lo peor dello fue que tocaron en la fama de los reyes que tales muertes e en tal manera mandaron facer. Ca lo peor que al rey e al príncipe de la tierra puede ser, es si una vez toma posesión en su fama, de que mata los homes por información o voltura de los otros sin los oir como debe. Ca después que este espanto e temor es en él su pueblo, ninguno non se fia en él, e todos temen sus muertes e de ser vueltos; e cuando los llama aunque sea sin mal propósito, cuidan que los llama a muerte, e siempre van a él con espanto, e aborrescen su vista e le desean muerte, como quien está cativo e entiende se librar.»

¡Ojalá todos los historiadores imitando esta tan loable conducta hablaran siempre a los príncipes y a los súbditos en el lenguaje de la verdad! Entonces la historia tendría el gran mérito o influjo que comúnmente se le atribuye, y aun la preponderancia sobre todos los conocimientos humanos. Revestido, pues, del carácter de historiador veraz, íntegro y severo, he procurado representar en mi obra a los príncipes y monarcas, y a todas las clases, corporaciones y miembros del cuerpo social que han tenido influjo en el gobierno, en la aptitud que a cada cual corresponde, y según el buen o mal uso que hicieron de sus facultades, deberes y oficios. La naturaleza del gobierno español, la constitución y leyes fundamentales de la Monarquía, los derechos de la Majestad así como los de la nación, de los pueblos y particulares, la fuerza de los usos y costumbres patrias, el mecanismo de las Cortes, las instituciones aristocráticas para balancear el supremo poderío de los reyes, los progresos, vicisitudes y alteraciones de este géner o de gobierno con las causas que influyeron en ellos: tan importantes y gravísimos asuntos que forman el argumento de la Teoría de las Cortes, no se podrían desempeñar dignamente sin poner en claro los continuados choques y los esfuerzos que hicieron diferentes miembros del estado, unos por conservar, otros por abolir aquellas instituciones. Y si bien se ha cargado la mano sobre los príncipes de la casa de Austria, señaladamente sobre Carlos V y Felipe II, es porque fueron los que más han influido en las mudanzas del antiguo gobierno; pero nada hemos asentado que no conste de documentos legítimos, o que no se lee en los historiadores.

¿Estos dos monarcas violaron los derechos nacionales y los fueros de los pueblos, pactados solemnemente y consagrados por el uso de muchos siglos? ¿Atropellaron en ocasiones las costumbres más autorizadas, y las leyes patrias que habían jurado en el día de su coronación y elevación al trono? ¿Agobiaron a los súbditos con enormes derramas y contribuciones? ¿Los envolvieron en guerras desoladoras, consumiendo en ellas la sangre, los tesoros, la sustancia y los recursos del estado? ¿Cuidaron promover los intereses, felicidad y gloria de su casa y familia más bien que los de la nación? Si esto fue así, los censores, después de examinar imparcialmente las doctrinas de los teólogos y jurisconsultos recogidas en el artículo 6º de la primera parte de esta sección, convendrán conmigo en el juicio que he formado acerca de la conducta política de estos príncipes, considerada precisamente con relación a nuestras Cortes, instituciones, y gobierno. La Teoría contiene las pruebas en que se funda aquel juicio, sin que haya necesidad de multiplicarlas, ni de acumular nuevos argumentos, ni de reunir lo mucho que sobre este asunto escribieron los historiadores así nacionales como extranjeros. Con todo eso haré un breve extracto de lo que en los libros más comunes se lee de Carlos V, sin que hayan sido calificados de injuriosos a este príncipe, ni sus autores incurrido en la nota de maledicentes.

Desde el punto mismo en que fue reconocido por príncipe de España, y antes de venir desde Flandes a tomar posesión de la corona, comenzó ya a atropellar las leyes del reino. Es bien sabido que su madre doña Juana era por derecho la Reina propietaria, y que don Carlos durante la vida de su madre no podía llamarse Rey sin violar las leyes de Castilla. Empero, mal aconsejado hizo el mayor esfuerzo para que el consejo y la nación le reconociesen con aquel título que se había apropiado; a cuyo fin escribió secretamente al cardenal Adriano para que promoviese este negocio en el consejo, esperando que este tribunal no se negaría a condescender con su deseo, ni a confirmar su determinación prematura y anticipada. La propuesta del cardenal estaba concebida en los términos que expresa elegantemente Álvaro Gómez en la Historia de la vida del cardenal Giménez, lib. 7, fol. 152, dice que Carlos esperaba la respuesta con impaciencia: «Expectare ergo se responsum avidissime: quare operam darent ut quamprimum quid de ea re sentirent certior fieret. Id autem erat, ut quoniam vivente matre ad quam regnorum possessio pertinebat, regium nomen a summis principibus per publicas literas et legatos jam ante tributum, assumere decrevisset; ipse libere sententiam suam, et quid leges patriae et majorum instituta decernerent.»

«Ea consultatio insolens Ximenio et Senatui visa fuit, nam praeterquam quod superstite matre regis nomen legibus patriis Carolo interdicebatur, multae aliae causae se offerebant propter quas principi haeredi eo nomine abstinendum esset.» Sigue exponiendo las razones del consejo para que el príncipe no usase del título y nombre de Rey, las cuales se pueden leer en la carta o consulta que sobre este negocio dirigió al príncipe desde Madrid a 4 de marzo de 1516, publicada por fray Prudencio de Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. 2, § 4, y concluye: «Quae cum ita esse universe comprobarent, de omnium sententia communes literas quarto no. Martii ad principem dederunt, quibus reverenter ut par erat, admonebatur ne matre incolumi id facere tentaret. Sed Carolus qui non tan sibi consilium eo in negotio dari cupiebat, quam senatus sufragationem habere, difficultatibus quae proponebantur posthabitis, ex aulicorum quorumdam consilio quibus id conveniens videbatur, regium nomen sibi vindicavit.»

Pero obstinado el príncipe en su primera resolución, y no haciendo mérito de las prudentes y modestas razones del consejo, «ad Ximenium et senatum scripsit: ideirco curarent, ut id apud suos ratum haberent. Ximeno vero privatim mandat, ut quoniam, sententiam mutare integrum jam non erat, suamque in eo aucthoritate verti sentiebat, dare operam ut absque ullius intercessione ea res cunctis probaretur. Igitur cum necessario parendum esset Ximenius viveret, ne ipse solus rei insolitae aucthor esset, Adriano et senatoribus regiis ad auxilium asumptis, Antistites et regulos... convocat.» Varios fueron los pareceres y muchas las dudas sobre lo que convendría deliberar en tan gravísimo negocio y en tales circunstancias. El doctor don Lorenzo Galíndez de Carvajal, después de haber esforzado la causa del príncipe en un discurso más adulatorio que sólido, concluye: «Porro haec summa est, non petit Carolus a vobis consilium, sed causas cur id fecerit, his literis declarat: atque eam ob rem ad nos seripsisse dicit, ut postquam suam sententiam viderimus de nomine regio suscepto nobis gaudeamus et illi gratulemur. Haec cum dixisset, literas regias e sinu promit quas omnibus audientibus recitavit, gravitate et imperio plenas.»

Algunos varones insignes que en este consejo se hallaban, oyeron con desagrado aquel razonamiento: «Anrricus almirantus, et Fadricus Alvanus in contrariam sententiam inclinantes, minime id convenire clamarunt... Nunc tamen... non esse legum sanctiones immutandas, nec jus aliquod in re praesentim tan gravi violandum... Esse enim ominosum regni ineundi exordium facere a legum irritione, quas cuncti reges illis initiis sacrosanctas habent: id qui verbis conceptis sacra Dei ministeria tenentes et sibi dira increpando si secus fecerint aut tentaverint, jurant. Idcirco satis principe nostro, si matre vivente gubernatoris nomen obtineret. Omines ad Ferdinandi memoriam conversi, ejusque, in reipublicae majestate conservanda solicitudinem et curam laudantes... &.»

¿Y quién podría reducir a compendio los males, injusticias, violencias, y las calamidades que sufrió España en los dos años de la ausencia del rey, causadas por la crueldad, ambición y codicia de sus ministros? La forma y traza de gobierno se había alterado de tal manera que casi en nada se parecía a la que tuvo durante el reinado de los príncipes católicos. Fray Prudencio de Sandoval, lib. 2º, §. 40, se admira de la tolerancia y sufrimiento de los españoles, diciendo: «Fue grande la misericordia que Dios usó con Castilla, y es de alabar y estimar para siempre la lealtad de los nobles de estos reinos, como no dieron en despeñarse según fue la mudanza que en ellos hubo de los tiempos de los reyes católicos hasta que el rey don Carlos conoció sus reinos y fue conocido en ellos.» No podía ignorar el príncipe estos desórdenes porque eran demasiado públicos, y varones celosos se los habían manifestado, y el consejo escrito con gran modestia representándole el peligrosísimo estado de la nación, y cuán necesaria era su venida para atajar tantos males. «Invenies enim gravissimam cladem, et ingentem perniciem si haec contempseris reipublicae imminere... sero remedium parari a sapientibus dicitur, dum mala vires diutinas sumpserunt. Quare tuis pedibus, Hispania universa, supplex provoluta, ut ejus commodis prospicias, ut hominum corruptorum cupiditatis reprimas, ut gliscentia vitia cohibeas, ut tuorum regnorum tranquillitati consulas, te votis ommibus et precibus orat et obtestatur. Id autem facile fiet, si Hispaniam amplissimam et notabilissimam regionem, suorumque principum obsequio devotissimam, secundum leges patrias et antiqua majorum instituta gubernari et vivere concesseris.»

No mejoró de condición el gobierno y suerte de España con la venida de Carlos, porque entregado a los ministros flamencos y regido por su voluntad, continuaron los mismos excesos. El insigne cardenal Giménez a quienes los áulicos temían por su integridad y carácter inflexible, fue víctima de la política ministerial. ¡Cuántos descubrimientos y amargos disgustos no probaron los representantes de la nación en las Cortes de Valladolid en 1518! ¡Qué extorsiones y violencias en las de La Coruña! El príncipe, que en estos días de su advenimiento al trono, parece que debiera señalarlos con beneficios, dar mayores muestras de generosidad y de amor a la justicia y al bien público que en otra ocasión alguna, y respetar la religión del juramento con que se había obligado a observar las leyes y costumbres patrias, se negó a las justas peticiones que los procuradores en estas Cortes le hicieron. Hablando de ellas Sandoval, lib. 5, § 27, dice: «Estas y otras muchas cosas pidieron todos los señores y procuradores del reino; pero cayeron en manos de extranjeros, y el Rey mozo, y con cuidados de su camino e imperio, así se quedaron. Y por no hacer caso de ellas y otras semejantes que se pedían con muy buen celo, reventó el reino, y dando en un inconveniente, se despeñó en mucho, como es tan ordinario.» Y en el § 3: «Fue muy mal aconsejado el Emperador en no hacer lo que en las Cortes le suplicaron de que dejase por gobernador de estos reinos a un grande natural de ellos.»

Sería necesario un grueso volumen para continuar la crítica del dilatado Gobierno de Carlos. Nos ceñiremos a este pequeño cuadro trazado por el autor del Compendio de la Historia de España: «El reinado de Carlos fue más ruidoso en el mundo, el de Fernando más aprovechado: Fernando conquistó y conservólo todo: Carlos, de todas las conquistas que hizo en Europa, sólo conservó el Milanés, siendo así que no fue esta la más legítima de todas. Aspiraba sin rebozo a la monarquía universal y fue harto dichoso en no haber perdido la suya. Las primeras guerras fueron precisas y la necesidad le empeñó en ellas: las otras fueron voluntarias y se metió en ellas por ambición o por capricho... Las continuas guerras de Carlos habían apurado sus tesoros y tenían oprimidos a los pueblos con nuevas contribuciones... con el motivo de tantas conquistas fuera de Europa se excita una cuestión curiosa, si son útiles o perniciosas a España. La decisión puede arreglarse por el hecho, examinando si España está hoy día tan poblada, tan cultivada, tan rica, tan fuerte como lo estaba en tiempo de Fernando el V o Fernando el III... Y hablando de Felipe III: «Conoció que los laureles de su padre y de su abuelo habían costado a la monarquía mucho dinero y mucha sangre, sangre que salía del corazón sin el consuelo de que circulase, y con la seguridad de no restituirse a él jamás. Nunca estuvo la monarquía más dilatada ni menos poderosa; no hubo rey más opulento en minas de oro y plata, ni más pobre de dinero: las minas riquísimas y el erario exhausto.

D. Fr. Prudencio de Sandoval refiere en el lib. 24, §. 10 una curiosa anécdota, en que por ventura intentó representar el carácter de Carlos y damos la verdadera idea de su reinado... Es un corto diálogo entre el Emperador y un pobre y venerable anciano, con el cual había trabado conversación cazando en el término del Pardo. Preguntóle qué años había, y cuantos reyes había conocido. El villano le dijo: soy muy viejo, que cinco reyes he conocido. Conocí al rey don Juan el II siendo ya mozuelo de barba, y a su hijo don Enrique, y al rey don Fernando, y al rey don Felipe, y a este Carlos que agora tenemos. Díjole el Emperador: padre, decidme por vuestra vida, de esos cuál fue el mejor y cuál el más ruín. Respondió el viejo: del mejor, por Dios que hay poca duda, que el rey don Fernando fue el mejor que ha habido en España, que con razón le llamaron el Católico. De quien es el más ruín no digo más, sino a la mi fe harto ruín es este que tenemos, y harto inquietos nos trae; y él lo anda yéndose unas veces a Italia, y otras a Alemania, y otras a Flandes, dejando su mujer e hijos, y llevando todo el dinero de España; y con llevar lo que montan sus rentas y los grandes tesoros que le vienen de las Indias, que bastarían para conquistar mil mundos, no se contenta sino que echa nuevos pechos y tributos a los pobres labradores que los tienen destruidos. Pluguiera a Dios se contentara sólo con ser rey de España, aunque fuera el rey más poderoso del mundo. Viendo el Emperador que la plática salía de veras y que no era del todo rústico el villano, le comenzó a contar las obligaciones que tenía de defender la cristiandad.»

Sería necesario formar un prolijo tratado económico-político si me propusiera examinar a fondo las consecuencias y resultados del gobierno y empresas militares de los príncipes de la casa de Austria, quiero decir, de la asombrosa despoblación de Castilla, de la pobreza y miseria pública, de las gravísimas necesidades a que se vio reducido el estado. De lo primero dice el supremo consejo de Castilla en su célebre consulta de 1º de febrero de 1613, dirigida a la Majestad de Felipe IV: «La despoblación y falta de gente, es la mayor que se ha visto ni oído en estos reinos después que los progenitores de V. M. comenzaron a reinar en ellos, porque totalmente se va acabando y arruinando esta corona, sin que en esto se pueda dudar.» Y continúan representando al rey las demás calamidades y miserias públicas, y los arbitrios y recursos a que convenía apelar para salvar la patria: recursos casi siempre funestos y ruinosos, y que sólo pudo justificar la necesidad. Jurisdicciones vencidas, pueblos enajenados, oficios de repúblicas convertidos en propiedad de los poderosos; inversión de los caudales públicos en razón inversa de su natural destino; suspensión o interrupción de facultades en los ayuntamientos, con lo cual quedó reducida a casi nada la antigua constitución municipal. Añádase a esto los asientos, las sisas, los juros, los vales reales, las vacantes de capellanías y memorias piadosas, las cargas repetidas y multiplicadas sobre el estado eclesiástico, el crédito público, con otras mil cosas que expusieron largamente el citado autor del tratado sobre la confirmación de los obispos. y el R. obispo de Ceuta, con expresiones más graves y vehementes que las del autor de la Teoría, sin que ninguno las haya calificado de denigrativas de los príncipes de la casa de Borbón.




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7.º Proposiciones sumamente denigrativas de la Inquisición y de los eclesiásticos seculares y regulares

Respondo que jamás he dudado, antes siempre estuve y estoy íntimamente convencido de la importancia y aun de la indispensable necesidad de la Inquisición, o de una suprema autoridad para velar sobre el depósito de la fe, sobre la integridad de la doctrina y sobre la pureza de la moral cristiana; y para corregir, reprender y castigar a los falsos doctores, herejes, cismáticos y a todos los que se apartan o por error, o por ignorancia, o por malicia del camino de la verdad. Poderío inherente al ministerio apostólico, y que ha ejercido en todos tiempos la Iglesia por medio de sus prelados, y confiádolo en varias ocasiones a personas señaladas en virtud y sabiduría, y también a corporaciones y comunidades religiosas, últimamente en España al Inquisidor general y ministros de la santa y general Inquisición.

Así que las expresiones de la Teoría relativas a este objeto no se pueden ni deben entender de aquella autoridad eclesiástica, sino precisamente del juzgado o tribunal de España en cuanto a sus formas y procedimientos, porque posible es, y sucede muchas veces, que un establecimiento santo y bueno en su fin, sea vicioso en sus disposiciones y organización. V.S.I. sabe lo infinito que se ha escrito sobre esta materia por naturales y extranjeros: lo que se dice en la Teoría es como el resultado de estos escritos: el autor estaba animado de las mismas ideas que manifestaron los diputados de cortes, y pensaba como todos los que han gratulado al Congreso por el decreto de abolición del tribunal, en que se contaban personas distinguidas, ilustradas y doctas de todas clases, y aun las academias y corporaciones literarias, más célebres del reino. En aquellas circunstancias no pudieron las cláusulas de la Teoría ser injuriosas al Santo Oficio, porque ya no existía de hecho, ni cuando se escribían ni cuando se publicaron. Y si el decreto de las Cortes no fuera revocado, aquellas expresiones correrían sin nota ni contradicción alguna. Pero revocado que fue por el Rey Nuestro Señor, y restituido el tribunal al mismo ser y forma que tuvo antes de la revolución, es preciso confesar, y lo confieso sinceramente, que dichas expresiones no hacen honor, antes son indecorosas, per accidens et proeter intentionem aucthoris, al tribunal, y la prudencia y buena política dictan que se arranquen del lugar que allí ocupan, mayormente cuando esto se puede practicar sin perjuicio de la integridad y sentido del texto.

Por lo que respecta a la segunda parte de esta censura, aunque ya se ha respondido de un modo satisfactorio en varios lugares del presente escrito, sin embargo añadiré ahora que no es fácil encontrar en la Teoría proposiciones denigrativas de los eclesiásticos seculares y regulares, porque es indubitable que cuanto allí se dice no se puede aplicar a ninguna comunidad o corporación determinada, ni a los individuos en particular. Se ha guardado el debido decoro en el estilo, y tenido la justa y prudente consideración de indicar los vicios ocultando las personas. ¿Hay una siquiera que pueda quejarse o darse por agraviada? Se reprenden pues los abusos y defectos del clero secular y regular como se acostumbra hacer en los discursos que se pronuncian en la cátedra de la verdad. ¿Por ventura los ministros del santuario son irreprensibles? ¿Superiores a todos los efectos y flaquezas humanas? ¿Han respondido siempre al fin y blanco de su vocación y ministerio? ¿La historia de todas las edades y siglos no presenta a nuestros ojos la más sombría y triste perspectiva de la ignorancia y de la conducta escandalosa de una gran parte del clero, tanto más funesta cuanto más eficaz y poderoso es su influjo en la corrupción de las costumbres del pueblo?

Jesucristo Nuestro Señor, ¿con qué severidad no reprendió los vicios de los fariseos, de los doctores y maestros de la ley? Modelo que siguieron después los santos padres, los varones piadosos y los prelados de la Iglesia. ¿Qué invectivas no se leen en San Basilio, San Jerónimo, San Crisóstomo y otros doctores contra los desórdenes de los monjes de su tiempo? Dice San Jerónimo, epíst. 4ª: «Vidi quosdam qui postquam renuntiavere saeculo, vestimentis dumtaxat et vocis professione, non rebus, nihil de pristina conversatione mutarunt: res familiaris magis aucta quam imminuta: eadem ministeria servulorum, idem apparatus convivii: invitro et patella fictili, arum comeditur, et inter turbas et examina ministrorum nomen sibi vendicant solitarii: qui vero pauperes sunt et tenui sustantiola, videntumque sibi scioli, pomparum ferculis similis procedunt in publicum ut caninam exerceant facundiam. Plerique artibus et negotiationibus pristinis carere non possunt, mutatisque nominibus institorum eadem exercent comertia: non victum et amictum quod apostolus praecipit, sed majora quam saeculi homines, emolumenta sectantes.» Y Casiano, Coll. 4, Cap. XX: «Quod pudet dicere, ita plerosque abrenuntiasse conspicimus, ut nihil amplius immutasse de anterioribus vitiis, ac moribus comprobentur nisi ordinem tantummodo atque habitum saecularem. Nam et acquirere pecunias gestiunt, quas nec ante possederunt, vel certe quas habuerant, retinere non desinunt; aut quod est lugubrius etiam amplificare desiderant.»

En la Teoría de las Cortes no se encontrarán seguramente discursos tan vehementes, ni expresiones tan fuertes contra los obispos como los que se leen en San Cipriano en su tratado sobre los que cayeron en tiempo de la persecución. Se veía, dice, a muchos obispos emplearse en el manejo de intereses mundanos con desprecio de su ministerio, y abandonando su cátedra y su pueblo andar distraídos y vagos acá y allá por las provincias extranjeras, y discurrir de mercado en mercado para multiplicar sus intereses: no hacer caso de socorrer las necesidades de los hermanos; querer juntar riquezas a riquezas; apoderarse fraudulentamente de heredades ajenas; exigir sobre el empréstito desmedidas usuras. ¡Qué ejemplar castigo no debíamos temer del Dios de las venganzas por tan monstruosos pecados! San Agustín, hablando a Macrobio en la epístola 108 de estos indignos obispos, dice: «Ipse ergo ille Ciprianus... de collegarum suorum moribus gemit, nec suum genitum silentio tegit, sed dicit eos in tantam cupiditatem fuisse progressos, ut esurientibus etiam in ecclesia fratribus, habere argentum largiter vellent, fundos insidiose fratribus raperent, usuris multiplicantibus fenus augerent.»

Pues ya si de estos remotos tiempos nos trasladamos a los siglos XIV, XV y XVI, no se puede leer sin gran dolor y aflicción de espíritu lo que contra los desórdenes del clero predicaban con loable celo y constancia sacerdotal Álvaro Pelagio, Nicolás de Cusa, Enrique de Hasia, el Cardenal Cameracense, Juan Gerson, Alfonso de Madrigal, y otros insignes varones que concurrieron al Concilio de Constancia y de Basilea instando por la reforma de la Iglesia, en la cabeza y en los miembros. Ubi est hodie, exclama Enrique de Hasia en su tratado Consilium pacis, cap. XVI y XVII: «Ubi est hodie quod episcopus bonus et probatus opere et doctrina eligatur non homo carnalis spiritualium ignarus? Quod nullus episcopus, aut sacerdos muneribus, precibus ac favoribus, personarum acceptionibus promoveatur? Ubi est quod episcopi extra propriam dioecesim non morentur? Ubi sunt synodi provintiales secundum patrum constitutiones, semel vel bis in anno celebranda? Quod prelati a subjectorum instructione non cessent? Ubi, quod per annos singulos episcopi parochias suas circumeant cum effectu? Ut ad mensam episcopi scripturae divinae legantur? Ubi est illud Carthaginensis concilii IV ut episcopus vilem supellectilem, et mensam, ac victum pauperem habeat, et dignitatis suae aucthoritatem fide et maritis vitae quaerat?... Ad quid expedit, aut quid utilitatis ecclesiae confert tam magnifica principum gloria, et tam superflua praelatorum et cardinalium pompa, ut quasi se homines esse nescire faciat?»

Y el Cardenal de Cambray, en el cap. III. De reformat. eccles. in Conc. Constant: «Saltem placeat moderari ut excesiva pompa praelatorum in vestibus, ornamentis, familiaribus, equis, conviviis et ferculis, ad congruam temperantiam restringantur... Item providendum erit ne praelati in suis synodis, et eorum officiales in suis curiis non ad replectionem bursarum intendant, sed ad correctionem vitiorum, emendationem morum et edificationem animarum. Et ut exactiones pro sigillis et literis moderentur, et poenae pecuniariae vel tollantur vel temperentur... Et ut litium prolixitates quae pauperes expoliant, et multo de suae justitiae prosecutione desperare faciunt modis congruis rescindantur: et quorumdam advocatorum et procuratorum insolentia intolerabilis reprimatur.»

Y Juan Gerson, sermon. De morb, et calamit. eccles.: «Quam vis enim ex naturali prudentia, et morali philosophia, similiter et theologia conceditur quod ecclesiastici debent habere unde possint honestius vivere quam populares, et praelati quam subditi: ex hoc tamen no admittitur familiae et equorum et vestium superflua pompa, quaeraro absque superbia potest duci et salva justitia sustineri, et plerumque non sine injuriis et delictis gubernari. Nam tantus fastus in Dei ecclesia potissime temporibus istis, non tam paucos movet ad reverentiam quam multos ad indignationem; et plures invitat ad praedam, qui se reputarent forsam Deo sacrificium offerre si posset quosdam divites ecclesiasticos spoliare.» Y en el sermón De officio pastor., in Concil. Remens, considerat. 1ª: «Pascere oves pabulo praedicationis dando animam quo ad vim rationalem pro eis, est officium de necessitate annexum pastorali dignitati: dura pro quibusdam, sed verissima sententia... Sed,o mores! o tempora! Ludibrium nunc apud quosdam ex praelatis, vel probrosum aliquod artificium suaque indignum dignitate praedicatio vel publica ad populum exhortatio judicatur. Est inquiunt, hoc officium vel mendicantium vel pauperum theologorum. Adeo nihil sapit quae Dei sunt carnalis homo: adeo qui de terra est nihil nisi de terra loqui potest, sed dicunt: praedicamus gregi nostro per substitutos, &.»

A lo mucho que ya hemos dicho en otros lugares de la clase inferior del clero, añadiré solamente lo que decía el padre de Aylli, De reformat. in Cons. Constant., cap. V: «Dicit Hieronymus: pauci sacerdotes, multi sacerdotes: pauci merito, multinumero. Ideo contra hanc scandalosam multitudinem esset summopere obviandum per hoc, quod non promoverentur, nisi digni et bene morigerati, habentes scientiam ligandi et solvendi, et intelligentiam divine servitii.» Y Enrique de Hasia, en el lugar arriba citado: «Ubi est, quod clerici non plures quam sufficiant, ordinentur? Quod clericus quemlibet vero erudiat: et ne pauperes graventur, ut Paulus artificio victum quaerat? Quod clericus artificio vel agricultura sibi victum absque sui officii detrimento praeparet» Y dejando otras infinitas cosas, copiaré el cuadro que del clero de España en el siglo XV hizo Mariana, Hist., lib. 23, cap. XVIII: «La ignorancia se apoderara de los eclesiásticos en España en tanto grado, que muy pocos se hallaban que supiesen latín; dados de ordinario a la gula y deshonestidad, y lo menos mal a las armas. La avaricia se apoderara de la iglesia, y con sus manos robadoras lo tenía todo estragado; comprar los beneficios en otro tiempo se tenía por simonía, en éste por granjería.»

Qué más diremos, si no que, los mismos auxilios de religión, de virtud y de sabiduría, las casas y comunidades religiosas, las órdenes mendicantes comenzaron a decaer del primitivo fervor que los santos fundadores habían inspirado a sus primeros discípulos, y los regulares, tan recomendables al principio por su instrucción, laboriosidad y celo apostólico, también llegaron a relajarse, y tanto por su extraordinaria multitud cuanto por el abuso de la predicación, y de otros ministerios sagrados, vinieron a hacerse perjudiciales. Los claros y doctos varones arriba citados, sin temor de infamar ni denigrar a esta porción escogida del clero, han declamado contra sus excesos con el loable objeto de corregirlos y reformarlos. Juan Gerson, De potest. ecclesiast., considerat. 10, hablando de los cartujos y de cómo florecía entre ellos la disciplina regular, añade: «Quae quantum sit collapsa apud religiones quasdam alias, pasim dispensationibus utentes, videre stupor et dolor est.» A cuyo propósito, en el tratado De modis uniendi ac reformandi ecclesiam, dice: «Rescindantur etiam abusivae libertates et exemptiones concessae illis quatuor ordinibus fratrum mendicantium, quibus nimium abutuntur: quia cessante causa cessat effectus: et liberentur ab ipsis omnino omnia monasteria monialium, quia ipsi fratres seu multi ex eis in plerisque provintiis valde deturpant ipsas moniales eis subjectas: unde scandalizantur ipsi ordines, et parentes atque propinqui dictarum monialium: et alia multa ex hoc peccata et turpia subsequuntur. Subjicientur dictae moniales regiminibus dioecesanis locorum, qui etiam eas poterunt in ipsorum juribus melius conservare. Nimis etiam multiplicantur hi fratres: et quid opus est ut in aliqua domo eorum fratrum, scilicet colonia vel in alia egregia civitate residant LXX eorum aut plures: inter quos forsam non sunt quinque vel sex sufficientes ad proponendum verbum Dei populo; et tot pro una provintia sufficere possent.»

Y el Cardenal Cameracense, De refort., cap. IV: «Videtur quod tanta religiossorum numerositas et varietas non expediat, quae inducit ad varietatem morum, at quandoque ad contrarietatem et repugnantiam observationum, et saepe ad singularitatem, et ad superbiam et vanam extollentiam unius status supra alium. Et maxime videur necessarium ut diminuerentur religiones ordinum mendicantium, quia tot sunt et in numero conventum et in numero supositorum, ut eorum status sit onerosus bominibus... ipsis quoque curatis paroquialibus: et si bene consideretur etiam praejudicialis omnibus ecclesiae statibus, et specialiter hujusmodi religiosis intolerabilis, et eorum religiosoe professioni contrarius: et maxime in multiplicatione magistrorum Bullatorum et saepe indignorum, ipsis religionibus onerosum. De qua materia et eorum variis excessibus pauca loquor, quia sunt plures doctores qui de hoc abunde scripserunt. Item providendum esset super correctione quaestuariorum priedicantium, sive religiossorum saecularium. Quoniam suis mendaciis maculant ecclesiam et eam irrisibilem reddunt, et officium proedicationes maxime honorandum, jam comtemptibile efficiunt. Unde praedicatio quae propter sui reverentiam ad praelatos pertinet, non esset tot et talibus vilibus quaestuariis et mendicantibus permitenda.»

A estos abusos se siguieron otros no menos funestos y peligrosos, como la propagación de libros e historias de santos, sembradas de revelaciones y milagros supuestos, nuevas devociones y prácticas piadosas no muy sólidas y de que se ha abusado con gran frecuencia. De lo primero se queja amargamente Melchor Cano, y hace una justa y severa crítica, lib. 11, cap. VI: «Nostri autem plerique vel effectibus inserviunt, vel de industria quoque ita multa confingunt ut eorum me nimirum non solum pudeat, sed etiam taedeat... Justissima est Ludovici querella de historiis quibusdam in ecclesia confictis. Prudenter ille sane ac graviter eos arguit, qui pietatis loco duxerint mendacia pro religione fingere. Id quod et maxime periculosum est, et minime necessarium. Quamobrem qui falsis atque mendacibus scriptis mentes mortalium concitare ad divorum cultum voluere, hi nihil mihi aliud videtur egisse, quam ut veris propter falsa adimatur fides... Quasi vero sancti Dei homines notris mendaciis egeant, qui tam multa vero pro Chisto gesserunt... Sed dum quidam affectui suo nimium indulgent, et ea scribunt quae animus scribentis dictat non veritas, tales Divos quandoque nobis exhibent quales divi ipsi, et si possent esse tamen noluissent. Ecquis enim credat Divuin Franciscum pediculos semel uxcussos in se ipsum solitum esse immittere?... Illud item quam ridiculum? Diabolum Dominico patri nostro semel obstrepentem, a Divo esse coactum ut lucernan haberet in manibus, quoad illa absumpta non molestiam solum, ser incredibilem dolorem etiam afferret. Non possunt hujusmodi exempla numero comprehendi, sed in his paucis pleraque alia inteligentur quae Divorum clarissimorum historias obscurarunt... Ecclesiae igitur Christi hi vehementer incommodant qui res Divorum praeclare gestas non se putant egregie exposituros, nisi eas fictis et revelationibus et miraculis adornarint. Qua in re, nec Sanctae Virgini, nec Christo Domino hominum impudentia pepercit: quin quod in aliis Divis factitavit, idem quoque in Christi et matris historia scribenda faceret, et per humani ingenii levitatem multa vana et ridicula comminisceretur.»

De lo segundo escribía el cardenal de Cambray, De reformat. in Conc. Constant., cap. III: «Quia praelatis de divino cultu specialis cura esse debet, circa hujusmodi reformationem quae necessaria est, providendum esset ut in divino servitio non tam onerosa prolixitas quam devota et integra veritas servaretur. Ut in ecclesiis non tam magna imaginum et picturarum varietas in multiplicaretur: ut non tot nova festa solemnizaretur: ut non novae ecclesiae edificarentur: ut non tot novi sancti canonizarentur: ut praeter quam diebus dominicis et in majoribus festis ab ecclesia institutis liceret operari post auditum officium: cum quia in festis saepe magis multiplicantur peccata in tabernis, in choreis et aliis lasciviis quas docet otiositas: tum quia dies operabiles vix sufficiunt pouperibus ad vitae necessaria procuranda. Ut in hujusmodi festis scripturae apocryphae, aut inni novi vel orationes, seu aliae voluntarae novitates non legerentur omissis antiquis et autenticis, et jam in ecclesia consuetis. Et ut generaliter omnis novitas et varietas, ac usuum diversitas in horiis ac aliis divinis servitiis quamtum fieri posset, vitaretur.» Y Enrique de Hasia, Concil. Pacis, cap. XIX, exclamaba: «Judicate, si tanta imaginum et picturarum in ecclesiis varietas expediat et an plures simplices non numquam ad aliquam idololatriam pervertat? si deceat quarumdam novorum sanctorum festa solemnius peragi quam praecipiorum apostolorum?»

Juan Gerson, en la parte tercera del tomo 2 de sus obras, escribió un discurso contra los que predicaban al pueblo, que si alguno oye misa en tal día no cegará o no morirá de repente, y otras cosas fundadas en dichos atribuidos a santos en papeles, esquelas y relaciones inciertas y apócrifas, de que dice: «Dare vero robur et pondus aucthoritatis et allegationis in sermone publico et a persona authentica talibus schedulis incirtis et non receptis per ecclesiam, est periculossimum et ad errores innumerabiles inductiam. Nam quilibet pro libito tales potest fabricare sicut fit intitulationibus quibusdam orationum, quod eas dixerit habebit talia et talia temporalia. Quae intitulationes ut communiter falsae, sunt et superstitiosae et delendae et male confictae; vel a scriptoribus propter quaestum, vel a quibusdam volentibus scriptis suis dare gloriam et permanentiam... Deinceps per praedicationem qualis dicta est, populus qui est pronissimus ad suggestiones, curiositates et sortilegia credenda, reditur proclivior dum talia palam accipit in sermonibus, in quibus fides recta solido et nude praedicanda foret, et in ea populus nutriendus plus, quam in fabulis ancilibus. Eas itaque avidius audiunt, et relatoribus applaudent longe magis quam praedicantibus veritatem.»

«Forsam opponetur de quibusdam sanctis, apud quorum memorias fiunt preces pro certis infirmatatibus depellendis plusquam de aliis. Respondetur quod in multis talibus errorem populi praelatorum negligentia nimis invaluisse pormissit. Nam et quaedam imagines adorantur ab eis praecaeteris, ut quod antiquiores vel pulchriores: eas tamen constat nullius esse virtutis: et innumerabilia sunt talia quae sibi populus confingit; si dimittatur ambulare in adinventionibus suis. Caeterum in hoc casu qui apponitur non sit asertio generalis, quod qui requiret talem sanctum de tali infirmitate indubitanter sanabitur: hoc enim esset falsum et superstitiosum et temerarium, nec ecclesia posset hoc statuere... Provideatur tamen diligenter ne in modo orandi ponatur aliquid superstitionis ad mixtum, ut quod dicatur talis numerus, orationum, sub tali forma, et in tali situ, et in tali ordine. Alioquim tota oratio nihil haberet utilitatis; siquidem istud asserere semper esset vanum et supertitiosum.»

De estos y otros excesos y abusos de los regulares de España tenemos pruebas convincentes de la historia, y aun en las Cortes se declamó contra ellos, pidiéndose varias veces a los reyes opusiesen al común torrente el imperio de la ley, y estas peticiones produjeron las muchas leyes de que están sembrados nuestros cuerpos legales y la recopilación, y también el gobierno trató en varias ocasiones de reformar oportunamente las órdenes religiosas, negocio que promovió con grande actividad en tiempo de los Reyes Católicos el Cardenal Cisneros, como refiere en la historia de su vida Alvar Gómez, libro 1, fol. 7: «Accidit por id tempus ad reginae votum de Ximenio apud se diutius retinenda per opportuna occasio, caemperat, enim ille summo studio cum regina agere, ut quod jam olim a regibus nostris tentatum erat, atque minima ex parte confectum, per delectos quosdam censores perficiendum curaret, qui corrigendis atque in veterem disciplinarm revocandis omnibus omnium ordinum per totam regiam ditionem, tum virorum tum faeminarum monasteriis animus intenderent. Obsolevisse omnem ubique prisci monachismi sinceritatem ingemiscebat, maxime vero apud suos minoritanos, quibus ut nascentibus arctior quondam et sanctior disciplina fuerat, ita collapsis et degenerantibus altior cassus atque turpior contigerat. Nam praeter vitae licentiam, quae sane labes communis per id tempus religiosis collegiis propemodum esse videbatur, pleraque illorum soladitia adversus tam commendatam illam a Divo Francisco paupertatem, praedia ubique tum rustica tum urbana, vectigaliaque et census obtinebant.»

Es muy notable lo que los cardenales y obispos congregados por la santidad de Paulo III para que le propusiesen los medios más eficaces en orden a reformar la disciplina y corregir las costumbres, le dijeron en el año de 1538 sobre el presente asunto: «Alius abusus corrigendus est in ordinibus religiossorum, quod adeo multi deformati sunt ut magno sint scandalo saecularibus, exemploque plurimum noceant: abolendos putamus omnes, non tamen ut alicui fiat injuria, sed prohibendo ne novitios possint admittere. Sic enim sine ullius injuria cito delerentur, et boni religiosi eis substitui possent. Nunc vero putamus optimum fore, si omnes pueri qui non sunt professi, ab eorum monasteriis, repellentur. Hoc etiam animadvertendum et corrigendum censemus in praedicatoribus et confessoribus constituendis a fratribus, quod ab eorum praefectis primum adhiberetur magna diligentia ut idonei essent: deinde ut praesentarentur episcopis... Abusus alius turbat christianum populum in monialibus, quae sunt sub cura fratrum conventualium, ubi in plerisque monasteriis fiunt publica sacrilegia cum maximo civium scandalo. Auferat ergo sanctitas vestra omnem eam curam a convertualibus... Alius abusus in quaestiariis sancti Spiritus, Sancti Antonii, aliisque hujus generis, qui decipiunt rusticos et simplices, eosque in numeris superstitionibus implicant.» En la Teoría de las Cortes, habiéndose hecho el debido elogio de los obispos que lo han merecido y del clero español en general, como se puede leer en los números 1, 8 y 15 del capítulo III, parte 1ª, se refieren rápidamente algunos vicios y defectos bien notorios de una porción de eclesiásticos seculares y regulares sin nombrar personas, pudiendo asegurar lo de Melchor Cano, Nominibus parco, y con el fin de promover la verdadera piedad la reforma de las costumbres. Nada se dice que no hayan dicho y asentado los insignes varones arriba citados, y con expresiones acaso más vehementes y fuertes, sin que osase alguno calificarlas de denigrativas del estado eclesiástico secular ni regular.




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8.º Proposiciones contra nuestros militares de la última época, contra los teólogos, canonistas, letrados, abogados y otras clases útiles y honradas

La primera parte de esta calificación parece que es el resultado de lo que ya antes habían expuesto más circunstanciadamente los censores, diciendo: «Es el caso que ni el valor militar parece quiso conceder a su patria este espurio español; pues en el núm. 105 del Prólogo dice, que una reunión de circunstancias inesperadas e imprevistas, y la más afortunada casualidad hizo que los ejércitos franceses evacuasen en fin de julio de 1808 la capital y provincias que tenían ocupadas en el centro del reino. Nadie duda que quien hizo evacuar la Corte a los ejércitos franceses en fin de julio de 1808 fue la victoria de Bailén. ¿Y es esta la afortunada casualidad de Marina? Si se hubiera expuesto al peligro a que se expusieron tantos beneméritos españoles que allí fueron muertos y heridos, no la llamara casualidad. ¡Una victoria que celebró como tal y reanimó a toda la Europa, un español la atribuye a casualidad!

Respondo que si bien no esta una cuestión de Teología, ni del número de aquellas que se pueden resolver por las máximas y reglas de esta ciencia, sino por los principios de la profesión militar, a que corresponde privativamente, con todo eso, instruido de este caso por los papeles públicos escritos con inteligencia y conocimiento de causa, o informado por oficiales españoles legítimos y no espurios que se hallaron en tan brillante y gloriosa acción, he dicho y repito que la victoria de Bailén considerada en todas sus circunstancias, más fue un suceso prodigioso, inesperado e imprevisto, que natural consecuencia de un plan premeditado y trazado por el general del ejército español, de cuya prudencia, valor y patriotismo así como del ardimiento de sus tropas nos prometíamos podrían impedir que las huestes enemigas penetrasen hasta Cádiz, y aunque las obligasen a retroceder del mismo modo que lo habían hecho casi al mismo tiempo los valencianos con la división del Macal Moncey. Pero que todo el ejército francés, acaso el más acreditado, disciplinado y aguerrido de los que entraron en España, quedase hecho prisionero de guerra con su general, semejante caso no había ocurrido a la imaginación de los inteligentes; y esto es lo que los mismos militares, sin escrúpulo de injuriar a sus compañeros, calificaron de rara y afortunada casualidad, dictamen que no se opone, antes se compadece con la sincera confesión de la importancia de la victoria, del valor de los cuerpos a quienes cupo la suerte de pelear en la acción y de la prudencia y ardimiento del general y jefes subalternos, que concurrieron a tan gloriosa jornada.

Por lo que respecta a la segunda parte de esta censura, aunque ya se ha respondido de un modo satisfactorio en varios lugares de mi defensa, sin embargo añadiré ahora que en los pasajes de la Teoría relativos al presente argumento, nada se dice ni contra la Teología, ni contra el derecho canónico, ni contra los buenos teólogos, letrados, canonistas ni abogados, sino contra los abusos de los profesores, y contra el mal método con que estas nobilísimas ciencias se han enseñado en las universidades. Este es el sentido natural de aquellas expresiones del cap. III, parte 1ª, núm. 12: «La literatura del clero español, hablando generalmente, en nada se parece a la de los antiguos, ni puede entrar en paralelo con la de nuestros mayores. Luego que en las universidades se introdujo esa monstruosa separación entre la ciencia teológica y canónica, unos ocuparon la flor de la juventud en el vano y estéril estudio de la Teología escolástica, que ni aumenta la ciencia, ni multiplica las ideas, ni aprovecha para nada, y otros en la profesión de los Cánones, ocupación excelente si este estudio se hiciese en las mismas fuentes.» Y los del número 19: «En el monstruoso y desconcertado plan de instrucción pública seguido y aprobado por las universidades no se hizo cuenta con facilitar a los aspirantes al ministerio apostólico el estudio de las profundas verdades de la religión, de la historia y disciplina eclesiástica, ni los principios de la moral pública y privada.» Finalmente, en el núm. 27 se habla de los «Letrados, abogados, curiales, procuradores, escribanos y otros muchos que abusando a las veces de sus oficios, lejos de producir algún bien causan mucho mal en la sociedad.» Entre los doctos y sabios teólogos y canonistas, ¿habrá alguno que se pueda quejar o dar por ofendido de estas expresiones? ¿No son otras tantas verdades? ¿No las enseñaron mucho antes los insignes teólogos de nuestra nación y con palabras más graves y sentidas?

Melchor Cano, lib. 8, cap. VI, prueba largamente la necesidad que tiene el teólogo del estudio del derecho pontificio, y la gran conexión y enlace entre la ciencia teológica y canónica, y declama contra el abuso introducido ya en su tiempo de enseñar y estudiar la Teología con total separación e independencia de los cánones y del derecho eclesiástico. Establece, pues, «Canonici juris cognitionem theologo esse per necessariam. Cum enim theologi propria functio sit exhortari fideles in doctrina sana, iidem quippe theologi qui magistri animarum esse dicuntur: doctor vero eclesiae non divinas modo leges, verum etiam ecclesiasticas populum docere debeat, absurdum sane est auferre a theologi munere canonum disciplinam.» Y hablando de las materias contenidas en el cuerpo del derecho, dice: «Agit enim liber ille de baptismo, de sacra unctione, de celebratione missarum, de matrimonio, de ordinibus et caeteris sacramentis... Quae omnia si theologus ignoret, non solum idiota erit, sed in multis praesertim quae ad actionem pretinent, et ad mores christianos, allucinabitur. Atque utinam theologi qui juris canonici sunt penitus ignari, vel a decernendis conscientiae casibus abstinerent ne imperiti risui haberentur, cum de his nonnumquam respondent ut magistri quae numquam ut discipuli didicerunt, vel certe ea essent modestia praediti ut jurisperitos consulerent, ne divinando de sensu proprio responderent. Quod si docere vellemus in quot errores theologi nonnulli ob juris pontificii ignorationem incurrerint, facillimum quidem esset, nisi esset longum, et alio nostra oratio properaret.»

Después que en las universidades prevaleció la opinión que consideraba a la Teología como una ciencia independiente y separada de la canónica, y se introdujo el abuso de abandonar en la enseñanza pública el estudio de las lenguas sabias, de la Sagrada Escritura, Santos Padres, historia eclesiástica, dogmas de la religión y de los principios de la moral cristiana luego se vio reducida la Teología al deplorable estado que representa Melchor Cano, lib. 8, cap. I, diciendo: «Intelligo autem fuisse in schola quosdam theologos adscriptios qui universas quaestiones theologicas frivolis argumentis absolverint, et vanis invalidisque ratiunculis magnum pondus rebus gravissimis detrahentes, ediderint in theologiam commentaria, vix digna lucubratione anicularum. Et cum in his sacrorum Bibliorum testimonia rarissima sint, conciliorum mentio nulla, nihil ex antiquis sanctis oleant, nihil ne ex gravi philosophia quidem, sed fere e puerilibus disciplinis: scholastici tamen, si superis placet, theologi vocantur; nec scholastici sunt, nedum theologi, qui sophismatum faeces in scholam inferentes et ad risum viros doctos incitant et delicatiores ad contemptum. Quem vero intelligimus scholasticum theologum? Aut hoc verbum in quo homine ponimus? Opinor in eo qui de Deo rebusque divinis apte, prudenter, docte e literis institutisque sacris ratiocinatur... Intelligo etiam in schola fuisse nonnullos quasi ad discordiam natos, qui tum optime disseruisse se putant cum contra doctores dixerint, ut non tam verum invenisse velle videantur, quam adversarios convincere, concertationibusque, et rixis totas chartas implere. Atque hos sunt in ecclesia multiqui tamquam milites aucthoritati vel tuentur vel impugnant, et tota eorum de re theologica disputatio, partium studium est, contentio atque dissidium.»

Y en el lib. 9, cap. I: «Hoc vero saeculo fuisse etiam in academiis multos qui omnem ferme theologiae disputationem sophisticis ineptisque rationibus transegerint, utinam ipsi non fuissemus experti. Egit autem diabolus, quod sine lacrymis non queo dicere, ut quo tempore adversum ingruentes ex Germania haereses oponebat scholae theologos optimis esse armis instructos, eo nulla prorsus haberent, nisi arundines longas, armas videlicet levia puerorum. Ita irrisi sunt a plerisque ac merito irrisi, quoniam verae thologiae solidam effigiem nullam tenebant, umbris utebantur... Errahant illi autem a principio statim studiorum suorum. Cum enim facultates ea quae linguam expoliunt mirum in modum neglexissent, cumque sese in sophistica arte torsissent diutius, tum demum ad theologiam aggressis, non theologiam sed fumum theologiae sequebantur... Satis exploratum habere possumus quam male ii de re theologica aut seribere aut disputare qui sacros libros, apostolorum traditiones, conciliorum dogmata, juris pontificii decreta, sanctorum veterum doctrinam, vel rejicium vel ignorant.»

Y en el mismo lib. 9, cap. VII: «Alterum est vitium, quod quidam nimis magnum studium multamque operam in res obscuras atque difficiles conferunt, easdemque non necessarias. Quo in genere multos etiam e nostris peccasse video... Quis enim ferre possit disputationes illas de universalibus, de nominum analogia, de primo cognito, de principio individuationis, sic enim inscribunt, de distinctione quantitatis a re quanta, de maximo et minimo, de infinito, de intensione et remissione, de proportionibus et gradibus, de que aliis hujusmodi sexcentis, quae ego etiam cum nec essem ingenio nimis tardo, nec: his intelligendis parum temporis et diligentiae adhibuissem, animo vel informare non poteram? Puderet me dicere non intelligere, si ipsi intelligerent qui haec tractarunt. Quid vero illas nunc quaestiones referamus? Num Deus materiam possit facere sine forma, num plures angelos ejusdem speciei condere, num continuum in omnes partes suas dividere, num relationem a subjecto separare, aliasque multo vaniores quas scribere hic nec libet nec decet.»

Decía al mismo propósito con su acostumbrada moderación y gravedad el sabio teólogo Dionisio Petavio, reprendiendo los abusos de la escuela, la demasiada curiosidad y la pérdida de tiempo en el prolijo examen de cuestiones y controversias que más aprovechan para la distracción que para la edificación: Theolog. Dogmat., Prolegom., cap. VI: «Habet enim infinita illa curiositas tam ingratam ac fastidio plenam operam; tum jacturam rei omnium praetiosissimae temporis, quod utilius in rebus aliis hac impema dignioribus occupari potuit: tum male apud homines audit eo nomine plerumque Theologia, et in eorum sermones ac reprehensiones non prorsus negligendas incidit.» A pesar de estos prudentes avisos y justas reconvenciones, el mal echó profundas raíces, creció y se multiplicó hasta llegar al estado de consistencia que tuvo en los dos pasados siglos. Me abstendré, por no ser molesto, de reunir aquí las vehementes declaraciones de los doctos contra los abusos de la escuela, y concluyo este punto con lo que escribía el canónigo D. Juan Francisco de Castro, Discur. crític. sobre las leyes, Disc. 10, parad. 2, div. 3: «El método escolástico, ya en el siglo XII, en que no hacía más que nacer, mereció la censura de graves concilias; ahora que llegado a un punto en que apenas es conocida otra Teología, sería más justa la ejecución de aquellos decretos. Feliz época en que nos volviéramos a los simplicísimos y bellísimos tiempos de los Justinos, de los Ireneos, de los Ciprianos, de los Gerónimos, Agustinos... y en una palabra, de los antiguos Padres de la Iglesia. La ocasión de hablar del mérito de la verdadera literatura me indujo a decir esto poco de la escolástica, y nada más diré, porque creo que su reformación no pende de que se ignore ni su inutilidad ni los daños que ocasione, sino de las grandes dificultades que siempre ha tenido el remedio de males muy inveterados.»

De las otras clases honradas del estado, letrados, abogados, escribanos y curiales he hablado con extraordinaria rapidez y reprendido en general sus excesos, abusos y desórdenes, tan públicos y notorios en la república, reduciendo a pocas líneas lo mucho que acerca de esto escribieron varones tan celosos como modestos y sabios. Por ventura hizo injuria o denigró a la magistratura el célebre Alfonso Guerrero cuando exclamaba en su obra Specul. summor. Pontif. Imper. et Reg., cap. XLIX: «O quot inveniuntur judices hodiernis temporibus qui magis marentur laqueo suspendi vel decapitari, quam illi quos ad supplicium judicant et condemnant, iisque namque temporibus ut plurimum, licet causa pauperis sit clara, non tamen expeditur nisi manus judicum auro vel argento inungantur.»

Tampoco desacreditó la jurisprudencia ni a sus profesores Melchor Cano en lo que dijo tomando las palabras de Luis Vives, lib. 10, cap. IX: «Aliud est autem, leges civiles, praesertim in republica bene instituta, longo usu probatas reprehendere, aliud errorem interpretum increpare. Quamquam Ludovicus quod ad jurisperitos attinet, eadem nobiscum sensit. Ait enim: ac juris civilis veteres interpretes summo olim in honore fuere, jure quidem merito magnisque rationibus... Postea vero quam facultas haec in eorum manu esse coepit; qui nulla philosophia, nulla gravi disciplina ante instructi, ad eam et ornati accesserant, scientiae hujus splendor omnis deletus est; nec ejus professores habentur in pretio nisi a vulgo, quod litibus plenum est omne... cum lites innundatione sua orbis cristiani fines pervaserint, miscuerint, confunderint, necesse est eos honore summo affici qui jurgiorum componendorum dicuntur esse periti. Componant necne ipsi viderint, hoc nos certe videmus minus est hujus generis literatorum... Nec enim mihi jureconsultus ibi esse litium ubi minus est legulejus quispiam, formularum, auceps syllabarum, injustitiae aeque ut justitiae cautus et acutus, captor patronus.» Últimamente, para poner término a esta sección, suplico a los censores tengan la paciencia de leer por lo menos lo que sobre los abusos de los abogados, y peligros del foro, escribe el citado D. Francisco de Castro, lib. 3º, Discurso 4. Y con esto paso a la última parte de la presente defensa.







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