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Del falogocentrismo a la escritura ginocéntrica: «Cambio de armas» de Luisa Valenzuela

Willy O. Muñoz

La crítica feminista ha demostrado de modo concluyente que el lenguaje ha sido propiedad exclusiva del varón; este ha asumido el papel de principio ordenador, función que lo ha facultado para dictaminar el valor y el alcance del orden simbólico, de la ley del padre, y así dar significado a las cosas en virtud de su posesión del falo. Lacan define el falo como «el significante destinado a designar en su conjunto los efectos del significado, en cuanto el significante los condiciona por su presencia de significante»1. El psicoanalista francés clarifica que no se trata de la posesión de un objeto, ni mucho menos de un órgano, sino de la relación del individuo con el significante. Desde que el orden simbólico está relacionado con el falo, se dice que la mujer, al no participar de esta relación, no tiene acceso al discurso, razón por la cual el lenguaje mismo se convierte en otro mecanismo que expulsa, confina y oprime a la mujer2. En estas condiciones, la mujer no puede establecerse como una alteridad, no puede articular su propio lenguaje, y por lo tanto se halla marginada de la cultura.

El lenguaje es aquel sistema, verbal o de otra naturaleza, que define el significado, que organiza las prácticas sociales; por su intermedio una persona representa y entiende el mundo, comprende quién es él/ella y cómo se relaciona con los/as demás. En otras palabras, el lenguaje es un artefacto jerarquizante. Lotman y Uspensky concluyen que la cultura, como el lenguaje, es asimismo un sistema de signos, y debido a esta característica en común, cada lenguaje es inseparable de la cultura donde se conjuga; o sea que ningún lenguaje puede existir independientemente del contexto de la cultura que lo concibe3.

Lo que se lega discursivamente nunca contiene la totalidad de una cultura, sino que lo que se pasa de una generación a otra es ya el resultado de un proceso de selección. Lo incluido llega a formar parte de la cultura, y lo excluido es descartado como la no-cultura. La cultura, entonces, es el registro de la memoria de las experiencias vividas por un pueblo, al mismo tiempo que es el producto de un proceso de olvido selectivo. Para preservar y comunicar una determinada economía de valores, la cultura recurre al lenguaje como el mecanismo de estructuración capaz de ordenar y jerarquizar el espacio social con arreglo a un sistema de restricciones y prescripciones4.

Hélène Cixous sostiene que la sociedad en la que vivimos ha sido jerarquizada de acuerdo a una serie de oposiciones binarias -como superior/inferior, actividad/pasividad, cultura/naturaleza, padre/madre- las que provienen de la oposición binaria inicial, hombre/mujer, que ha sido a su vez evaluada como positiva/negativa, perteneciendo el término positivo al varón5. Como se puede ver, tal jerarquización de la sociedad responde íntegramente a los intereses del hombre, el que ha creado un sistema de normas destinado a mantener y prolongar su hegemonía por medio de mecanismos discursivos y códigos que tradicionalmente han marginado a la mujer.

En «Cambio de armas» Luisa Valenzuela representa simbólicamente a una mujer que ha sido marginada, excluida de la cultura6. Laura sufre de amnesia y vive encerrada bajo llave en su dormitorio donde hay espejos que le devuelven el reflejo de su imagen. La falta de recuerdos de Laura la priva de su pasado, de sus experiencias, del sistema de referencias que hace posible la formación de una identidad; como el personaje carece de lenguaje, ella no puede formar relaciones ni definir su posición dentro de la sociedad. El único vestigio de su pasado lo constituye la fotografía del día de su boda, donde la cara de ella tiene una «expresión difusa» tras el velo que la cubre, mientras que la cara de él «tiene el aspecto triunfal de los que creen que han llegado» (p. 116). Lo que ella no recuerda es que Roque, el hombre de la fotografía, es en realidad el militar que ella había tratado de matar durante un golpe de estado. Como consecuencia de su fallido intento, ella es hecha prisionera y torturada por el mismo militar que luego se casa con Laura para reducirla a la nada. El matrimonio de este hombre y mujer, por lo tanto, deviene metáfora de la relación carcelero/prisionera.

A estas alturas, la conciencia de Laura es como una tabula rasa por no contener impresión alguna. Limitada como está, ella solo puede experimentar el mundo exterior por medio de su carcelero, ya que este puede transitar libremente por los espacios interiores y exteriores. Desde esta posición de poder, Roque pretende que su mujer internalice las relaciones asimétricas del espacio semiótico patriarcal. Dadas estas condiciones, la posición de Laura en la cultura patriarcal es la de subordinada ya que su comportamiento se ajusta a las exigencias de un sistema de relaciones y de significado ya establecidos. Esto es debido a que los signos que tiene que internalizar contienen en sí una estructura regulativa que refuerza la sistematicidad del aparato social. Toda sistematicidad responde a determinada orientación, la que es siempre partidista, excluyente y en consonancia con los intereses, estructuras y posiciones de cierto agregado social; en el caso que analizamos, se reifica la hegemonía del varón.

Laura inicia su proceso de internalización aprendiendo del producto social el lenguaje falogocéntrico, dando «el nombre exacto a cada cosa» (p. 113). Al unir cada significante con su respectivo significado el personaje va descubriendo la función que cada objeto signado cumple. Sin embargo, pronto se da cuenta de la duplicidad del significado del signo. Por ejemplo, la puerta es la entrada que permite al marido militar el acceso a la habitación de Laura, pero para ella la puerta es la barrera erigida precisamente para excluirla del círculo público, para mantenerla prisionera en el espacio doméstico. Sharon Magnarelli sostiene que al reconocer la naturaleza arbitraria de las relaciones entre el significante y su significado, Laura (inconscientemente) espera el momento de imponer su propio sistema semiótico7.

Laura también aprende que por medio del acto ilocutorio o performativo del lenguaje, ella puede hacer que otra persona lleve a cabo una acción designada, que Martina le dé una taza de té cuando dice «quiero una taza de té» (p. 113)8. El lenguaje, entonces, es un mecanismo con el que uno/a puede imponer su voluntad, así como ordenar la realidad de acuerdo con las necesidades del hablante. Sin embargo, en su presente situación, Laura no tiene pleno acceso al poder performativo del lenguaje, razón por la cual cuando ella pide una planta, la respuesta al «quiero» no es inmediata. Al parecer, pedir una planta «era salirse de los carriles habituales» (pp. 120-21, el énfasis es mío). Antes de satisfacer este deseo, Martina, la mujer que la atiende, tiene que consultar con Roque. En otras palabras, este hombre delimita el alcance del poder performativo del lenguaje de Laura y así determina qué experiencias puede tener ella y qué memorias puede atesorar. Así, el tren de vida de Laura es controlado de acuerdo al texto prescriptivo androcéntrico que el marido militar determina.

En este sentido, Roque contribuye a perpetuar la amnesia de Laura, a que ella no recuerde su actividad política, su incursión en el campo público, por ser este considerado como propiedad del varón. Como en un palimpsesto, Roque borra el pasado histórico/político de Laura para inscribir en la mente de ella el contenido de la escritura falogocéntrica, la que codifica a la mujer como el objeto del placer sexual del varón. Cuando Roque hace el amor a Laura, la obliga a mirarlo en el gran espejo que hay sobre la cama. Dice la voz narrativa: «con la lengua empieza a trepársele por la pierna izquierda, la va dibujando y ella allá arriba se va reconociendo... [él] dejándola verse en el espejo del techo, y ella va descubriendo el despertar de sus propios pezones...» (pp. 122-23). Y cuando ella cierra los ojos ante el inminente estallido de su orgasmo, él le grita: «¡Abrí los ojos, puta» (p. 123, el énfasis es mío). En otra ocasión, en un pasaje de obvia violencia sexual, el marido le hace el amor en el living, después de haber levantado la mirilla para que sus guardias vean el cruel apareo (p. 135). Una vez más, Roque la califica de «perra -y ella entiende que es alrededor de este epíteto que le quiere tejer la densa telaraña de las miradas» (p. 136, el énfasis es mío).

En el primer pasaje Laura ve su cuerpo reflejado en el espejo y en el segundo caso experimenta la situación de verse reflejada en la mirada de otros. El reflejo provee a esta mujer con la primera imagen de su propio cuerpo, con la cual se identifica. Su imagen especular es formada en la etapa que Lacan llama el estado del espejo, el estado primordial por el que pasa el niño «antes de objetivarse en la dialéctica de la identificación con el otro y antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto»9.Cuando Laura está internalizando eso que es ella, el marido militar la signa como «puta» o «perra». Roque trata de inscribir en la conciencia de Laura que ella es exclusivamente el objeto de su placer, que ella no es más que sexo para él.

Roque ordena su realidad de acuerdo a los dictámenes de la cultura falogocéntrica gracias a su relación con el falo, el significante de significantes. Debido a que Roque actúa dentro del orden simbólico, al que se entra por medio de la adquisición del lenguaje, él escribe el texto - Laura - con arreglo a sus intereses personales. Laura, al ser el objeto de la escritura falogocéntrica de Roque, se percibe como una «borrada... un ser maleable... Ella se siente de barro, dúctil bajo las caricias de él y no quisiera, no quiere para nada ser dúctil y cambiante, y sus voces internas aúllan de rabia y golpean las paredes de su cuerpo» (pp. 138-39, el énfasis es mío).

Laura quiere escapar de este proceso de significación que la victimiza, pero no puede hacerlo si permanece inscrita dentro de las jerarquías impuestas por la falocracia. Sin embargo, ella no puede reescribir su propia imagen puesto que Laura se halla atrapada en la etapa de lo imaginario, en la etapa anterior al deseo y al lenguaje, o sea que ella no ha alcanzado todavía el orden simbólico y su componente, el logos. La falta de lenguaje del personaje femenino se hace evidente cuando Laura es vejada sexualmente por Roque. En esta situación «un gemido largo se le escapa a pesar suyo y él duplica sus arremetidas para que el gemido de ella se transforme en aullido» (p. 136, el énfasis es mío). Para expresar esta experiencia, ella recurre al «gemido», al «aullido», a un código no-representacional. Este código nace de la necesidad de recurrir a otro lenguaje capaz de aprehender la experiencia femenina, puesto que dicha experiencia no cuenta con significantes apropiados en los registros del lenguaje falogocéntrico para codificarla. Margaret Homans considera que la insuficiencia del lenguaje masculino para representar la experiencia de la mujer justifica la invención y el uso de un nuevo lenguaje no-representacional que exprese el sentir de la mujer10. La ausencia de tales signos en el discurso falogocéntrico indica que el patriarcado intenta borrar, negar la existencia de tales experiencias.

Si la mujer va a denunciar la historia falocrática que la ha oprimido y exiliado de la cultura, ella debe trascender el sistema especular, el que le ha servido al varón para reducir lo fenoménico al reflejo narcisista de su propio yo. Para romper con el logos opresor algunas feministas como Irigaray y Cixous consideran necesario la práctica de un lenguaje femenino que se origine en el cuerpo de la mujer, en su genitalia misma, locus que la diferencia del hombre. Lo que Cixous llama la «afirmación de la diferencia»11 constituye el primer paso en una aventura discursiva que tiene por objeto explorar las energías de la mujer, su poder y potencia localizadas en las regiones de su femineidad, cuya representación será codificada en un cuerpo textual femenino que contendrá la economía libidinal de la mujer.

«Cambio de armas» contiene las teorías feministas francesas que sostienen que para liberarse de la práctica de significación falogocéntrica, la escritura de la mujer debe partir de la autoconciencia que resulta del conocimiento de su propio cuerpo, del jouissance femenino, de su placer sexual12. Valenzuela misma en una entrevista reconoce que «real strides will be made when we [women] become more conscious of our true sexuality and write from the womb»13. Para llegar a esta meta escritural, en el relato se deconstruye primero el proceso por medio del cual la mujer asimila el sistema de significación falogocéntrico. Inicialmente Laura aprende el lenguaje patriarcal, el mecanismo del orden simbólico que jerarquiza la sociedad de acuerdo a los intereses del varón. Al aprender el nombre de las cosas que la rodean (p. 114), Laura empieza a caminar por el único camino históricamente asignado a la mujer, que es el de la imitación, el remedo del logos masculino14. Pero Laura pronto abandona este camino por ser enajenante para formarse en vez una conciencia basada en el conocimiento de su propio cuerpo.

Cuando Laura ve la imagen que le devuelve el espejo, la que va signada por el significante «puta», ella rechaza esta jerarquía falogocéntrica con un intenso «no» que parece hacer estallar el espejo del techo (pp. 123-24, el énfasis es de Valenzuela). Con esta negativa el personaje femenino rechaza ser el reflejo patriarcal para identificarse con el placer que siente dentro de sí. Vale decir, Laura deconstruye la representación escritural falogocéntrica de su cuerpo para dar lugar a otra escritura últimamente vinculada al placer sexual y a su percepción de su cuerpo de mujer. Así, su orgasmo, estremecimiento deleitoso que parte de ella sin que ella lo ordene, es como una cadena de significantes que comienza con el conocimiento de la presencia de sus pechos, piernas, boca y culmina en su «centro del placer» (p. 123)15. De esta manera se deconstruye el sistema falogocéntrico para sustituirlo por el sentir ginocéntrico. Sus sentidos, entonces, darán sentido a su vida y contribuirán al proceso escritural con el que Laura va a codificar su propia conciencia.

De esta realización Laura intuye que «la verdad nada tiene que ver con él [Roque], que sólo dice lo que quiere decir y lo que quiere decir nunca es lo que a ella le interesa» (p. 125). En su ensayo «Truth and Power», Foucault señala que toda sociedad establece un conglomerado de discursos que son sancionados por el poder hegemónico y que funcionan y son aceptados como verdaderos. No se trata de verdades ontológicas, sino de fabricaciones discursivas destinadas a perpetuar el bienestar de los que ostentan el poder16. Como la verdad no tiene nada que ver con los intereses de su marido militar, ella busca la verdad en sí misma, en las inexploradas cavidades de su cuerpo -cavidades que Laura denomina «zona oscura de su memoria», «pozo negro de la memoria» (p. 126)- y en la experiencia del placer, que ella siente como «su única forma de saberse viva» (p. 125).

Metafóricamente Laura localiza su falta de memoria, la oscuridad de esta ausencia en su genitalia, en su útero, espacio(s) que contienen la memoria, la sabiduría femenina que el sistema falocrático ha reprimido. En la narración se especifica que las paredes de su útero resuenan, vibran (p. 130), hablan un mensaje femenino que contiene toda la tradición de la mujer, tradición que ella sabe sin saberla. Este «lenguaje hémbrico»17 surge del «aquí-lugar», de un espacio infinito cuyo fondo es «inalcanzable». Asimismo, dicho lenguaje es eterno por haber sido articulado desde siempre, desde «ese pozo oscuro donde no existe el tiempo» (p. 138). La infinitud y eternidad de este lenguaje ginocéntrico adquiere una dimensión mítica, la que contribuye a formar una especie de subconsciente femenino, que como en el caso del lenguaje falogocéntrico, también en la mujer y por la mujer «ello» debe hablar. Sin embargo, en su presente condición esta alteridad del lenguaje parece no haber sido codificada todavía, de ahí la insistencia en la oscuridad, en lo amorfo de este lenguaje. En este sentido, la visión del lenguaje hémbrico de Luisa Valenzuela se suscribe a las teorías feministas que prescriben que en un principio el lenguaje de la mujer no debe ser contenido en límites estrechos.

En sus ensayos teóricos, Luisa Valenzuela nos advierte que si bien el lenguaje se origina en el inconsciente, al ser articulado debe pasar por el filtro de la conciencia, a la que caracteriza como un «laberinto contaminado de hormonas sexuales [que] coloran las palabras y pueden llegar a cambiarles la carga»18. En la narración que nos ocupa, el lenguaje contaminado de hormonas sexuales es hablado por otros labios, por la «boca de abismo» (p. 130) que se abre sobre el pozo negro. Al sustituir el significante vientre por el de boca, Valenzuela, por medio de «metáforas mezcladas»19, otorga las funciones de un término al otro, es decir que tanto la boca como el vientre aparecen como dadores de vida. La palabra, entonces, ha sido siempre otra hija más del poder fecundador de la mujer, de ahí que su acceso al logos no es más que la recuperación de un derecho largamente negado.

Pero cuando Laura oye las palabras articuladas desde su interioridad, ella se niega a escuchar esta sabiduría visceral porque teme este saber que metafóricamente es representado como un animal que existe en ella, que está dentro del pozo, que es el pozo mismo (p. 129). Laura no quiere azuzar al animal «por temor al zarpazo» (p. 130), porque el mensaje que escucha «es demasiado fuerte para poder soportarlo» (p. 130). El miedo se debe a que ella desconoce a su animal interior, puesto que ella todavía no sabe leer el discurso de su animal interior, el que articula la verdad femenina que contiene el cuerpo de Laura. Como Laura tiene miedo a lo desconocido, ella no se atreve a bucear en su universo interior, el cual permanece un misterio inclusive para ella misma (p. 242). La concepción que Luisa Valenzuela tiene de este animal metafórico nos recuerda lo que Adrienne Rich califica como la presencia de algo amorfo en la mujer, «of something unnamed within her»20. Este algo sin nombre representa la concretización de los sentimientos de rabia y frustración que la mujer experimenta cuando se da cuenta de la exclusión de la que sido objeto. Puesto que Laura no sabe quién es ella, difícilmente puede saber qué es lo que necesita, lo que quiere. En otras palabras, ella no puede desear, ya que desear implica estar consciente de lo que le falta.

Para Lacan el deseo equivale a llegar a ser humano en el momento del nacimiento del lenguaje. Este, en su sentido específicamente humano, emerge por primera vez durante la experiencia inicial del «yo quiero». El deseo (el yo-quiero-ser), está predicado en una falta, en una ausencia que para ser satisfecha debe ser requerida por medio de una cadena de significantes a un/a alocutor/a, el/la que posee el objeto deseado21. Como Laura se encuentra en una situación ambigua, balanceándose entre un «[q]uerer saber y no querer. Querer estar y no querer estar, al mismo tiempo» (p. 134), su querer no es realizable puesto que ella no escucha el discurso visceral de su pozo, y como carece de lenguaje no puede articular su demanda ni recibir satisfacción.

Posteriormente Laura explora su universo interior, su pozo, el que metafóricamente toma la forma del caño de un rifle a través del cual Laura ve a Roque como en el fondo de una mira (p. 130). Este evento inquieta a Laura puesto que ella no sabe qué motiva el hecho de apuntar a Roque con un arma de fuego. En los fragmentos titulados «El secreto (los secretos)» y en «La revelación», Roque mismo le revela el porqué de este deseo inconsciente cuando le descubre la verdad de su pasado, que ella había sido torturada por haber intentado matarlo durante el golpe de estado contra el régimen militar del que él era parte (pp. 140-45). Roque, que se casa con la revolucionaria que ahora ha perdido la memoria como consecuencia de la tortura, cree que Laura le pertenece por haber atentado contra su vida: «eres mía, toda mía porque habías intentado matarme» (p. 144), le recuerda. Cuando el marido militar le confiesa el plan con el que la había oprimido, le dice: «te iba a obligar yo a quererme, a depender de mí como una recién nacida, [y concluye] yo también tengo mis armas» (pp. 144-45, los énfasis son míos). Las armas de este militar están destinadas a privar a Laura de su libertad, a despojarla de su historia, de su capacidad de ser y mantenerla como una prisionera dentro del matrimonio. Las armas de Roque pertenecen a una economía que considera a la mujer como una posesión, estado que limita a Laura política y ontológicamente. El ansia de posesión de Roque corresponde a lo que Hélène Cixous llama «el reino de lo propio», sistema en el que la supremacía del hombre es considerada como apropiada y la cultura como su propiedad22.

Para que recuerde cómo se encontraron por primera vez y para vencer la obstinación de Laura de no querer saber, Roque pone en manos de Laura el revólver con el que ella había intentado matarlo. Después de esta revelación, cuando Roque se dispone a partir, Laura «empieza a entender algunas cosas», levanta el revólver y apunta a Roque, incidente con el que termina la narración (p. 146). Como puede advertirse, la posesión del revólver es transferida de Roque a Laura de manera que hay un traspaso de armas. El revólver que ella recibe representa la culminación de la cadena de significantes, genitalia-boca-pozo-rifle-revólver, que metafóricamente delinea el proceso por el cual Laura renueva su relación con el falo, el significante de significantes. El restablecimiento de esta relación, que estaba como adormecida en el cuerpo de Laura, faculta al personaje con la capacidad de desear. Según Muller, para Lacan la función esencial del falo es la de ser el significante del deseo23. Cuando Laura alcanza la plenitud del falo, adquiere la capacidad de articular sus deseos, de obtener lo que le falta, de satisfacer sus necesidades. Discursivamente ella puede imaginarse e inscribirse en una sociedad que está consciente de la diferencia sexual, la que debe dar lugar a un nuevo sistema de significación. Cuando Laura apunta a Roque, ella desea eliminar la manera cómo él la escribe. El arma adquirida por Laura -el lenguaje corporal femenino- le sirve para reescribir el contrato social de acuerdo a otros principios, los que le permitirán rescatar su pasado revolucionario y de esta manera subvertir el orden jerárquico falogocéntrico existente.

Dicho discurso visceral no tiene que ser necesariamente un lenguaje nuevo, sino que también puede ser una reconstrucción, una modificación del discurso existente. Lo que Valenzuela intenta en su texto es colorear las palabras desde la perspectiva de la mujer para cambiar el valor semántico de la palabra, de manera que estas expresen exactamente el deseo que la mujer siente pero que hasta ahora no ha podido expresar discursivamente24. Esta posición concuerda con la de Irigaray, quien también señala que no se trata de inventar un lenguaje nuevo, sino de cuestionar la economía del logos masculino25. Tal lenguaje debe ser sometido a una repetición/interpretación para sopesar el sistema de significación vigente y responder a preguntas como por qué lo femenino es definido como una falta, como una deficiencia o imitación, o como la imagen negativa del sujeto. Esto se ve ejemplificado en «Cambio de armas», donde no se articula un lenguaje nuevo, sino que se cambia el valor del signo para darle una orientación ginocéntrica. Por ejemplo, la genitalia femenina no es solo el centro del placer sexual, sino que además se constituye en la fuente del lenguaje ginocéntrico. Dicho lenguaje visceral, al cambiar el valor semántico del discurso, da lugar a un nuevo sistema de significación que tiene a la mujer como su centro. Para Laura la posesión del lenguaje le ofrece la posibilidad de reconstituirse en una presencia política por medio de un renovado sistema de simbolización.

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