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Del periodismo al costumbrismo1

Salvador García Castañeda





Pereda dedicó al periodismo los primeros años de su actividad literaria, desarrollada principalmente en El Tío Cayetano, La Abeja Montañesa y otras publicaciones locales. Tocó gran diversidad de géneros literarios: el teatro, la crítica teatral, la poesía, las crónicas del veraneo, las gacetillas relacionadas con asuntos municipales y urbanísticos y los artículos de carácter costumbrista. Bastantes de estos últimos pasaron después a formar parte de Escenas montañesas y de Tipos y paisajes, y han sido estudiados cumplidamente por la crítica. Sin embargo, no creo que nos hayamos preguntado por qué escogió Pereda los temas de sus artículos de costumbres, relacionados buena parte de ellos con el diario vivir ciudadano. Como veremos, bastantes están inspirados en noticias de interés local, que aparecían en la prensa diaria y que eran conocidas de todos. Y así, los lectores de aquellos artículos hallaban incorporados al relato ficcional, elementos con los que ya estaban familiarizados, a veces por medio de gacetillas escritas por el mismo Pereda.

Aunque este afirmaba que no corregía sus escritos, solamente el examen de su obra costumbrista temprana muestra lo contrario e incluso que, en ocasiones, los redactaba de nuevo. En la introducción a la segunda edición de sus Escenas montañesas, advertía que «El lector que conozca mi primera edición, echará de menos en esta tal cual disertación inocente en más de un cuadro, y acaso note cierta sobriedad de pormenores que antes no había, en lo accesorio de muchos de ellos. Escritos todos con la espontaneidad irreflexiva de la primera juventud, eran de esperar estos arrepentimientos en la edad de los primeros...» (Escenas montañesas, 1877, XII).

He cotejado los borradores autógrafos de los artículos que conozco con el texto que apareció por primera vez en la prensa para denunciar o comentar un suceso de actualidad, y con las versiones recogidas después en sus libros. Al hacerlo, advertí que estas correcciones se debían en gran parte al propósito de transformar un artículo periodístico sobre un asunto de actualidad en otro de índole costumbrista. Pereda omite así muchas reflexiones originales, pone al día la información, si el artículo hace referencia a circunstancias que habían cambiado desde entonces, y prescinde de técnicas y procedimientos periodísticos2.

Valiéndome de algunos ejemplos, me propongo aquí documentar la influencia que tuvieron los asuntos de actualidad local sobre la composición y la temática de algunos artículos destinados a la prensa; mostrar cómo y, dentro de lo posible, por qué, tuvieron lugar estas transformaciones; y estudiar la evolución formal de esos textos. Me ha parecido oportuno agruparlos de la siguiente manera: 1) Relacionados con la sociedad santanderina del tiempo («Las visitas»); 2) De protesta contra males de índole social, política o económica que afectan directamente a Cantabria como las levas o la emigración; 3) De corrección moral de costumbres («La buena gloria» o «Ir por lana»); 4) Relativos al urbanismo y al orden público ciudadano («Los chicos de la calle»); 5) Sucesos de actualidad, crónicas sociales del verano santanderino y propaganda del paisaje y de las bellezas naturales de Cantabria («Pasacalle» o «Los baños del Sardinero»). En la evolución de estos artículos se advierte: a) la reducción de la prédica moralizadora, en ocasiones, de modo considerable; b) la supresión de los ataques al Ayuntamiento o al Gobierno, así como de las solicitudes para que aquellos resuelvan un problema; c) la desaparición o reducción de los elementos de carácter emocional que sirvieron en su momento para conmover el ánimo de los lectores; y d) de carácter estilístico son el cambio de subtítulos y de citas del texto, la supresión de referencias a las revistas y periódicos en que se publicó el artículo por primera vez, el nuevo orden sintáctico de las frases, y la disminución o desaparición de palabras subrayadas en la primera redacción del texto.

Añadiré que Pereda incorporó frecuentemente en sus artículos referencias a personas, cosas o sucesos locales, seguro como estaba de que sus lectores los reconocerían. Según José Antonio del Río, «los personajes de sus sobresalientes cuadros se ven, se oyen, se palpan; son retratos tan acabados en el parecido que los que conocimos a los retratados, recordamos enseguida quiénes fueron y a veces podemos decir: ese que asoma la cabeza es fulano; aquel que comienza a hablar es zutano; el otro que bosteza, ríe o llora es mengano»3.


1) Relacionados con tipos característicos de la sociedad santanderina del tiempo


«Las visitas»

«Las visitas» apareció en El Tío Cayetano los días 2, 12, 19 y 26 de diciembre de 1858 y 2 y 16 de enero de 1859. Se publicó de nuevo formando parte de Escenas montañesas (1864) y desde entonces, por deseo de su autor, pasó a formar parte definitivamente de Esbozos y rasguños (1887). Entre las ediciones de 1858 y 1864, por un lado, y la de 1887, por otro, se advierten escasas variantes. Sin embargo, la que a continuación transcribo, tiene importancia pues en ella Pereda compara los usos de los tiempos de antaño con los de los nuevos y concluye, como haría en otras ocasiones, declarando su preferencia por los primeros. En el año 58, la evocada época fernandina «de nuestros reverendos abuelos», no estaba aún muy lejana; en 1887 pertenecía a un pasado que ninguno de los presentes había llegado a conocer y carecía de sentido compararla con la presente.

¿Y no habrá también quien se ría de nosotros? Juzgando piadosamente creo que sí; porque el siglo XIX tan pródigo en invenciones, tan fecundo en prodigios, tan engreído en su sabiduría, tiene, mal que le pese, su lado, y aún lados, tan risibles como pudieran serlo de su predecesor las risibles caras, que eran tantas como las de una coqueta.

La empolvada peluca de nuestros reverendos abuelos, el sombrero, la chupa y los calzones, son objetos de mofa para un elegante de hoy en una soirée; pero mirando el asunto con imparcialidad, no sabemos qué tal efecto causaría su caprichosa librea habiéndose colado de rondón en una de aquellas honestísimas tertulias.

Ríense a boca llena las hembras de ogaño porque las de antaño no adoptaron sus engrudos y sus pleitas para dar más volumen y pujanza a su corta y escurrida faldamenta; y, no obstante, siendo las unas el viceversa de las otras, es muy cuestionable el mejor gusto de ambos extremos.

La brillante juventud de hoy, haciendo alarde de su precocidad, se burla del lamentable atraso de la de ayer. A la edad en que estos pollos se emancipan hasta de la férula paterna, aquellos motilones estudiaban de memoria las fábulas de Esopo, y se quedaban sin postres por haber echado tres puntos en dos páginas del P. Astete... Quince años de ahora son veinticinco de entonces... Y si me dan a escoger me quedo con los de antaño.

El libre ciudadano de nuevo cuño mira con ojos de lástima al esclavo realista de aquellos tiempos, como si los pantalones del uno estuviesen menos raídos que los calzones del otro, o su condición hubiese mejorado, o sus rentas crecido.

El despreocupado de nuestros luminosos días no comprende las tenebrosas noches de aquellos fanáticos creyentes, a pesar de hallarnos en la materia tan a oscuras como ellos.

Hasta para la pobre fámula de ayer tiene epigramas la culta fregatriz de hoy, porque aquella bailaba al uso del país, mientras ésta walsea como una señora.

Regla general: todo lo que acaba es objeto de risa para lo que aparece.

Corolario: nuestros nietos se reirán de nosotros, como nosotros nos reímos de nuestros abuelos que a la vez se rieron de los suyos.

Y retrocediendo de risa en risa sacaremos la siguiente:

Consecuencia: las generaciones, desde Adán, se vienen riendo las unas de las otras.

De todo lo cual se deduce, en conclusión, que hasta la consumación de los siglos han de sucederse las risas; y entonces, como dijo el otro (ese otro era francés) reirá mejor quien ría el último.

Pero hay un proverbio muy antiguo que dice: «El que ríe primero, ríe dos veces»; por lo cual el autor de estas líneas se ríe a buena cuenta de la filosofía de los párrafos que anteceden.

Aplícate el cuento, lector; y si te decides por reír, suspéndelo por unos momentos, porque vamos a entrar de lleno en el asunto; y el asunto es muy serio; tan serio que la menor sonrisa le desfigura.


(«Las visitas», Escenas montañesas, 1864, pp. 270-272.)                







2) De protesta contra males de índole social, política o económica que afectaban directamente a Cantabria


El asunto de las levas

Tanto en «La leva» y en «El fin de una raza» como al final de Sotileza está presente el tema del reclutamiento forzoso a la armada que, en la primera de estas narraciones, tiene papel de protagonista. Además de los peligros de la mar, amenazaban a los pescadores las levas que periódicamente se hacían para la marina de guerra. Duraba el servicio cuatro años y alcanzaba a solteros y a casados, a jóvenes y a hombres maduros los cuales podían ser llamados a filas más de una vez. En los barcos del rey servían los miembros de los cabildos de pescadores quienes, a cambio, tenían el privilegio de ser los únicos que podían dedicarse a la navegación, a la pesca y a las industrias marítimas.

Como pintó magistralmente Pereda, las levas eran acogidas siempre con desesperación y con llantos por las familias de aquellos destinados a ausentarse por varios años y a perecer quizás en lejanas tierras. Pero su vívida descripción de «La leva» no tenía tan sólo el propósito de enternecer; «el verdadero asunto de mi cuadro», escribía Pereda, era concienciar a sus lectores sobre los desastrosos efectos de la leva, de protestar contra una situación que consideraba injusta, y de solicitar auxilio, aunque sin esperanza alguna, «en las altas regiones donde se elabora la felicidad de los nietos del Cid».

Tanto la despedida del Tuerto en casa como su embarque están descritos con patetismo y verdadera compasión y con un realismo que rebasa la frialdad daguerreotípica y la objetividad propia del costumbrista. Es más, el narrador se permite unas consideraciones harto sentimentales sobre las lágrimas que costó aquella despedida:

Por eso las palabras padre, madre, hijo, amigo, formaban un solo grito entre aquella multitud, grito sofocado por una armonía terrible de sus gritos y sollozos. Porque ya no lloraban solamente las personas que allí perdían alguna prenda de su corazón; lloraban hasta los curiosos en cuyos pechos hacían profunda mella las lágrimas de tantos inocentes huerfanitos, las de las desamparadas mujeres, y sobre todo las que surcaban tanto semblante curtido y arrugado por las borrascas del mar. Ver llorar a las mujeres y a los niños es triste, ver llorar a un hombre afecta; pero cuando el hombre es rudo y vigoroso, su llanto desgarra el alma de quien le contempla, porque revela un pesar terrible. ¡Terrible debía ser el que hacía se humedeciesen aquellos ojos acostumbrados a contemplar serenos todos los días la muerte entre los abismos del enfurecido mar!



«La leva» está sin fechar y apareció formando parte de Escenas montañesas, que se publicó entre junio y julio de 1864. Muy poco más tarde, el 24 de agosto de 1864, un periódico santanderino comentaba una leva que había tenido lugar poco antes y, entre otras cosas, decía:

Ayer tarde hemos vuelto a presenciar una de esas escenas desgarradoras de que tantas veces hemos sido testigos, como todo el vecindario, en el Muelle.

Sesenta hombres de mar de esta matrícula y de la de Castro-Urdiales fueron embarcados para el servicio de la Armada entre lágrimas y gritos desgarradores de sus desamparadas familias.



Simón Cabarga reprodujo esta noticia en su edición de Sotileza y, aparte de no citar su fuente de información, que es La Abeja Montañesa (n.º 1.783, «Gacetillas. Leva», 25 de agosto de 1864) omitió también otros párrafos del texto perediano, que son de capital importancia. Éstos no sólo acentúan el tono dolorido, la candente actualidad y el amplio consenso que alcanzaba la protesta sino que constituían una indignada diatriba contra los vecinos vascongados quienes, amparados por sus fueros, quedaban exentos de levas:

¡Magnífico cuadro para justificar más y más el espíritu filantrópico, noble y generoso de nuestros vecinos los patriarcas vascongados, que a la sombra del árbol de sus privilegios duermen tranquilamente a costa del sueño y del dolor de estos pobres desheredados!4



Como se recordará, «La leva» está dividido en tres partes y la última cuenta el regreso de las familias a sus hogares en compañía del veterano Tremontorio, que las consuela. En la primera edición de Escenas montañesas (1864) esta parte era bastante más extensa pues comenzaba con estas consideraciones del narrador sobre las diferencias entre el servicio de mar y el de tierra:

Reparando cómo nuestros quintos van al ejército de tierra, animados y hasta joviales, sin dar al público el triste espectáculo de sus lágrimas y las de sus familias, algunos han querido atribuir ese sello especial y terrible de las levas de mar a la funesta solemnidad que se les da en los momentos más críticos por las mismas víctimas de ellos. Esta creencia es absurda a todas luces, y basta para demostrarlo hacer un ligero paralelo entre las condiciones del soldado del ejército y las del marinero de guerra. El primero sale de casa en el vigor de su juventud; el segundo no siempre es joven cuando la patria le reclama; aquél va a cumplir un deber, penoso sí, pero que le deja horas, días de expansión, de completa libertad entre sus camaradas; éste sufre tanto cuando descansa en su destino, como aquél cuando trabaja en el suyo; el uno tiene un pueblo entero para gozar de la libertad que a menudo se le concede; cuando el otro huelga más a sus anchas, lo hace en un recinto tan limitado que en tierra se llamaría estrecha cárcel; el soldado corre el riesgo de morir en una batalla contra el enemigo, pero si ésta no tiene lugar durante el tiempo de su servicio, su vida es alegre, entretenida, hasta cómoda. El marinero corre en el mar el mismo riesgo y en más terribles proporciones; y cuando la metralla enemiga no le inquieta, y ve libres todos sus miembros del estrago de un abordaje, le persigue la implacable furia de la mar que amenaza incesantemente su vida; el buque mismo que es su enemigo sempiterno, a la vez que seguro refugio para los demás. Una brisa que apenas refresca la cara y agita los cabellos del que pasea descuidado sobre cubierta, hincha una vela, ésta sacude la gavia haciéndola crujir, y la gavia, en un irresistible impulso, lanza a los abismos del mar al infeliz gaviero.

El soldado rara vez sale de su patria; donde quiera que se halla oye su propio idioma, ve sus costumbres, sus amigos, sus parientes; y el clima en que vive no le ofende, porque siempre le es conocido.

El pobre marinero recorre mares, cada mar tiene nuevos peligros y distinto clima, cada clima distintas enfermedades, cada enfermedad distintas y siempre fatales consecuencias, si la de todas ellas no es la muerte; y al verse enfermo y desorientado entre razas e idiomas que no conoce, el recuerdo de su familia, de la que le separan miles de leguas, le atormenta más y más con la duda de la existencia de sus hijos, de su esposa, de su madre. A veces, el que en el ejército entra soldado raso, vuelve al seno de su familia con las doradas insignias de mando.

El marinero, por más que sea un héroe en los combates y en las borrascas, no mejora su triste condición jamás; y al paso que aquél, respetado por las balas enemigas vuelve libre para siempre a su hogar, sano y tal vez más robusto que nunca, él, aún sin la metralla de los combates, torna a su casa débil, achacoso, destruido por los padecimientos, y sobre todo expuesto a que en un día no muy lejano le vuelvan a reclamar para el servicio de la armada. Por último, al partir el soldado para el ejército no deja detrás de sí hijos, mujeres ni ancianos que le pidan el pan de cada día, pues la patria, respetando tan sagradas obligaciones, exime de su servicio, en tierra, al hombre que las tiene.

El marinero abandona estos mismos deberes cuando la patria le llama, porque la patria entonces no se compadece de los que quedan desamparados. Es verdad que este hombre, cuando es joven, deja voluntariamente su nombre, con el número que le corresponda, en la lista de matriculados, comprometiéndose a acudir al puesto a que se le destine cuando la patria le llame, y que, por lo tanto, si alguna de las obligaciones contraídas después legalmente no deben atenuar el derecho con que más tarde sea llamado a cumplir su primer compromiso; pero como también es cierto que esa misma patria prohíbe, aunque con la mejor intención, ser pescador y marinero mercante a todo aquel que no sea matriculado, resulta al fin... que es peor meneallo.

Cotéjese, pues, en vista de estos ligeros apuntes, la misión del soldado en el ejército con la del marinero en la armada, y dígase si la diferencia que hay entre ellas no justifica ese arroyo de lágrimas que deja una leva en pos de sí, y cuya profundidad no conocen los que sólo han visto con justa pena, legiones de imberbes quintos. Enciérrense los huérfanos, los ancianos y las mujeres mientras los padres, los hijos y los maridos desaparecen del pueblo donde quedan las prendas de su corazón, sin amparo, sin pan, sin consuelo; ¿porque sus lamentos no se oigan será menos horrible su situación? ¿Serán menos los riesgos de los que se van?

¿Dejarán éstos de llevar, fija en la mente, el hambre y la desnudez de sus familias?

Estoy por asegurarte, amigo lector, que lo mejor de una leva es el cuadro de despedidas.

¡Figúrate como será lo demás!

Pero ya es tiempo de que volvamos a nuestra historia.



En la segunda edición de las Escenas (1877) quedaron omitidos el pasaje citado anteriormente («Por eso las palabras padre, madre, hijo, amigo, formaban un solo grito...»), y éste que acabo de transcribir. El sistema de levas había dejado de existir hacía años (en 1872) y por consiguiente no tenían ya lugar la concienciación ni la protesta, muy apropiadas antes en un artículo sobre un tema de actualidad candente.

A partir de la Real Orden de Carlos IV de 1809 que disolvía las cofradías y mantenía la matrícula, hubo frecuentes cambios de legislación durante todo el siglo que culminaron con la abolición de los gremios en 1864. Al fin, el gobierno de la Primera República en 1873 acabó con la matrícula de mar, suprimió los cabildos, e hizo de ellos un gremio, y creó en su lugar la inscripción marítima. Los pescadores recibieron siempre muy mal estas novedades pues, en primer lugar, sentían gran desprecio por la gente de tierra; luego, existía gran inquina entre los dos cabildos; y, finalmente, quienes pescaban mar afuera consideraban gente inferior y de poco pelo a marisqueros y pescadores de bahía.

Tal situación se refleja muy bien en «Menudencias», un suelto de Pereda en El Tío Cayetano (n.º 13 de diciembre de 1868), que no creo que se haya reimpreso ni comentado. Apareció poco después del pronunciamiento de la escuadra en Cádiz y del triunfo de la Septembrina, y lo considero un antecedente directo de «El fin de una raza», pues consiste en un diálogo semejante que contrasta con el que mantendrían años después Tremontorio y sus compañeros5:

-¡Ay, tío Cayetano, qué pesada es esta carga!

-¿Cuál, hijo?

-Esta de las convocatorias de los matriculados. Yo estaba en grande con mi pinaza y mi lancha: hoy a las faenas de la badía, mañana a la mar... Vamos, que vivía tan guapamente. Pero la condená de la leva que me saca hoy de casa y me lleva al servicio...

-Tienes razón: es terrible carga, y yo la deploro amargamente.

-Pues por eso sólo me he hecho yo de los prenunciaos últimamente.

-¿Por eso?

-Sí, señor; porque dicen que ellos nos van a quitar las matrículas; y atento a eso podré yo seguir ganando la basallona sin miedo a las convocatorias del menisterio de arriba.

-Es la verdad. Sólo que entonces tocará a menos la ganancia, porque habrá muchos más pescadores y pinaceros.

-¿Cuántos?

-Todos los que quieran serlo.

-¡Eso no puede ser, tío Cayetano!... Ni lo consentiremos nosotros tampoco.

-¿Con qué derecho, hijo?

-Con el de matriculados.

-Si ya no lo seréis.

-¡Paño, es verdad! ... Pues mié V., ya no había arreparao la cosa más que por una cara.

-Ya se conoce. Pues debes estudiarla por las dos, y de paso verás que en este mundo no hay una cuesta abajo sin una cuesta arriba, y que se acabaron los primos que en Jauja daban un pan por el trabajo de comer otro.

-Se le dirá.

-Salud te se vuelva.



Quien defendió la abolición de las levas en 1864, por razones humanitarias, modificó su opinión tras el pronunciamiento y consiguiente indisciplina de la escuadra y los propósitos del nuevo régimen de acabar con las instituciones del antiguo. Y tanto en estas «Menudencias» como en «El fin de una raza» advertía a las crédulas masas populares (en esta ocasión, a los pescadores), que la desaparición de las levas llevaba consigo la de un trabajo hasta entonces monopolizado por ellos.




El problema de la emigración

«A las Indias» es un apasionado alegato en contra de la emigración, asunto que dividió hasta bien entrado el siglo XIX a la prensa y a las minorías pensantes de aquellas regiones que daban un elevado porcentaje de emigrantes. Pereda fue contrario a la emigración desde sus primeros escritos de juventud hasta concluir Pachín González, y ya en 1859 publicó en La Abeja Montañesa (20 de septiembre de 1859), el artículo «Santander, 20 de septiembre», en el que clamaba contra «ese torrente asolador que empuja a la juventud de esta provincia en pos de soñados fantasmas, sin reparar en los grandes riesgos que va a correr, en los perjuicios que se le irrogan al país y a los hogares que abandonan».

«Los hechos nos están probando hoy, -aseguraba, que la provincia de Santander podía mantener a sus hijos con su riqueza agrícola, industrial y minera, que los montañeses se debían a su tierra, que estaba todavía poco desarrollada y que tenían que desterrar falsas ilusiones, pues por un emigrante que volvía rico tras muchos años de penalidades, eran muchos los que fracasaban, volvían enfermos o morían allá-, sin una mano querida que cerrara sus ojos».



«A las Indias» se publicó también en La Abeja Montañesa (25 de abril de 1864). Es una escena de costumbres cercana al cuento que muestra cómo su autor seguía pensando lo mismo que en 1859 y que su propósito inicial fue concienciar a sus lectores, es decir, a un público local, sobre un grave problema, muy discutido por entonces en la prensa de las provincias del norte de España, y que tanto afectaba a la de Santander6.

Escenas montañesas se publicó muy poco después, en el mismo año, y el texto de «A las Indias» apareció allí sin enmiendas notables. En cambio, en la segunda edición de 1877, el texto había sufrido cortes de importancia que rebajan considerablemente tanto el tono sentimental como la diatriba contra la emigración que tenía el texto de La Abeja. Entre estas omisiones destaco un pasaje, con ecos románticos, en el que la madre, «horrorizada con lo que iba a decir, sepultó su cara entre las manos como si temiera despertar con sus palabras el adverso destino de su hijo», y una exhortación del narrador:

Lector, te aconsejo, si eres algo sensible, que no contemples nunca cuadros como este, el alma se hiela de espanto al considerar tanta juventud arrojada al capricho de un destino casi siempre funesto.



Pocas líneas más abajo, tras conjeturar que quizá ni uno solo de aquellos muchachos volvería a su tierra, escribía:

Esto es horrible, y sin embargo es cierto, o miente la historia de la juventud de esta provincia. Pero el barco en el que se va Andrés no es el solo que conduce montañeses; a los quince días saldrá otro, y después otro, y después otro, y acaso más, y todos van llenos, repitiéndose otra vez en el año este espantoso lujo de víctimas, verdaderas hecatombes que tantos desdichados pueblos sacrifican a ¡una esperanza de fortuna!



Tras el embarque regresan los padres a casa pensando que Andrés se marchó porque su patria no podía mantenerle, mientras en la lejanía se oye la tonada:


A las indias van los hombres,
a las Indias por ganar.
Las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.



que encabeza el artículo y que expresa muy adecuadamente el sentir del autor. La conclusión era mucho más extensa que en La Abeja y que en la primera edición de Escenas, pues incluía esta larga diatriba contra «el cáncer de la emigración»:

¡Que este suelo es estéril!

Entre América, Andalucía, Madrid, Santander y el ejército se llevan todos los años las cuatro quintas partes de la juventud montañesa; la restante se dedica, casi en su totalidad, a jornales o a la industria carretera. ¿Qué ha de producir un país cultivado por ancianos y por mujeres? ¡Que el de la Montaña no puede satisfacer las aspiraciones de sus hijos!

¿Y quién tiene la culpa de sus insensatas ambiciones, de que aspiren todos a grandes señoríos, a fabulosas riquezas? ¿En qué títulos fundan sus esperanzas? ¿Está el dinero en América al alcance del primero que lo solicita? ¿Basta a un rudo e ignorante labriego querer ser rico para conseguirlo? No, ciertamente. ¿Puede, entre tanto, el suelo montañés, proporcionar a sus hijos una posición desahogada e independiente y feliz?... Sí y mil veces sí. ¿Cómo? Con los brazos de esos mismos hijos que, ingratos, lo abandonan hoy como lo han abandonado siempre, y desterrando de su agricultura las perniciosas rutinas a que se la viene condenando ab initio. Que el campo de la Montaña es feroz como ninguno para toda clase de pastos y forrajes, no puede negarse al verlo hecho espontáneamente un pintoresco jardín todo el año; que el arbolado crece en él con una rapidez y profusión fabulosas, está bien a la vista. ¿Por qué no se explotan estos dos fabulosos elementos de riqueza? ¿Por qué en lugar de fomentar ésta real, tangible, digámoslo así, se corre en pos de otra imaginaria que no se consigue o que la consigue uno solo a costa de la existencia de otros ciento que también fueron tras ella? Por la más estúpida de las preocupaciones... Bosques de cajigas, cabañas, quesos, manteca, legumbres... ¡valiente riqueza! oiréis decir aquí, con el mayor desdén, a un holgazán que por no cavar un huerto no come cosa cocida en todo el año, de otra cosa se ocupa que de cultivar un poco de borona que le alimenta mal seis meses «¿y me sacará todo ello de pobre?».

Adviértase que no ser pobre se llama entre estos infelices ser millonario. Por eso se queman impunemente bosques enteros bajo el pretexto de que algunas reses se extravían en la maleza; por eso, lejos de plantar arbolado, se tala cuanto crece a l alcance del hacha asoladora de estos paisanos; por eso están las mieses la mitad del año mal cultivadas y la otra mitad abiertas merced a esa bárbara costumbre de las derrotas que no permiten a un labrador aplicado mejorar sus terrenos ni sembrarlos durante el invierno porque están al arbitrio del ganado de todos sus convecinos, que pace hasta las raíces, y los huella hasta convertirlos en inaccesibles charcas; por eso brotan el escajo y el brezo en las tres cuartas partes del suelo de la Montaña en lugar de la patata, del maíz o del roble, mientras atribuye un labriego su pobreza a la falta de terrenos; y por eso al volver la primavera están otra vez pobres las mieses, ralos los montes, incultas las inmensas sierras y hambrientos y desnudos muchos infelices. De aquí la aparente necesidad de la emigración.

Mas si, por el contrario se fomentara el arbolado, se sembrasen sabia y oportunamente las mieses, garantizando al labrador la seguridad de sus frutos con el establecimiento de los indispensables guardas rurales, si se dedicase a la ganadería una parte no más de las atenciones que se consagran al cultivo del maíz, que no basta, que no puede bastar nunca al sustento de la población montañesa, esta provincia se vería regenerada, porque ya no habría en ella una sola, si bien gran de fortuna, vinculada en una sola familia en medio de un millar de otras menesterosas, resultado indispensable de la emigración, sino muchas pequeñas distribuidas en proporción del trabajo y de la propiedad, en lo cual consiste la verdadera riqueza de un país.



Y no por eso se entienda que combatimos la emigración en absoluto: el que por su inteligencia, por su educación o por otra circunstancia especial, no halle bastante para sus aspiraciones en los elementos de su patria, busque fuera de ella cuanto ambiciona, que nunca va solo y desvalido quien se acompaña de la razón y del saber. Que tras este se lancen ciento sin experiencia, sin saber, sin protección, es lo que combatimos, porque lo juzgamos la mayor calamidad, como origen de cuantas pesan sobre este bello país.

Afortunadamente para él, de poco tiempo a esta parte, comienzan a germinar entre sus antiguas preocupaciones proyectos de saludables reformas basadas en los principios que he indicado, y, que a juzgar por el noble empeño con que se sostienen a despecho de aquéllas, es de creer que den muy pronto brillantes resultados. Confiemos en que éstos, arrollando en su propagación los obstáculos que han de ofrecerles la apatía y la ignorancia, extirparán al fin ese cáncer que viene cebándose en el corazón de tantos pueblos, merced al desdichado criterio de sus habitantes, a la ineptitud de las autoridades locales y a la poca o ninguna consideración que ha merecido al gobierno de S. M. un asunto de tan incalculable trascendencia. Mas no nos salgamos del plan que me he propuesto en este artículo entrando en consideraciones que ya he tenido el honor de hacer más de una vez: dispense el lector esta corta digresión y volvamos a nuestros dos personajes, siquiera para decirles adiós.

A mi parecer, el párrafo final de esta cita indicaría el carácter didáctico del «plan que me he propuesto en este artículo», que insistía sobre un tema al que se había referido Pereda «más de una vez». En la segunda edición de Escenas esta frase daría lugar a «ciertas reflexiones más propias del periodista que del pintor». En 1877, el problema de la emigración no había desaparecido, ni mucho menos, pero «A las Indias» no tenía ya la función divulgadora y polémica del artículo de periódico sino la de pintar una escena de costumbres propia de la Montaña.

Al cabo de muchos años Pereda cerraría el ciclo con Pachín González, cuyo protagonista, un aldeanito que está a punto de embarcar para La Habana, se salva milagrosamente de la explosión del vapor Cabo Machichaco, y sufre las angustias de buscar a su madre entre los vivos y los muertos. Escarmentado, lo considera un favor de la Providencia: «¿Qué mayor suerte? ¿Qué mayor aviso, madre? Y si no lo fuere, yo por tal le tengo y a él me agarro... y al pobre rinconuco de nuestro lugar quiero volverme». El protagonista de «A las Indias» encarna las esperanzas de tantos jóvenes aldeanos ilusos; Pachín representa la moraleja.






3) De corrección moral de costumbres


«La buena gloria»

Cuando se escribió «La buena gloria» en 1864 todavía perduraba entre los pescadores santanderinos la vieja costumbre de reunirse para beber «a la buena gloria» de un difunto. Tales reuniones eran escandalosas y para redactar aquel artículo, Pereda se valió tanto de un entremés dieciochesco7 como del conocimiento directo de la costumbre todavía en vigor, para condenar la intemperancia y los usos atávicos de aquellos pescadores. El artículo concluía con una veintena de líneas condenatorias y una llamada a las autoridades para intervenir. «La buena gloria» es una espléndida escena costumbrista, en la que predomina el diálogo, y que cuando apareció en Escenas montañesas (1864), concluía así:

Aquí existe hoy en todo el vigor de sus inconcebibles prácticas, como lo demuestran las páginas anteriores; aquí vive como una escandalosa provocación a la moral pública, al sentido común, a la sociedad entera, esperando descuidada a la primera autoridad que tenga la humorada de proponerse exterminarla para siempre, en obsequio, cuando menos, del decoro de las modernas costumbres, en cuyo seno vive y a cuyo abrigo crece. Entre tanto, si algún lector de allende la Montaña pone todavía en duda la verdad de las referidas escenas, yo me comprometo a hacerle presenciar otras idénticas a ellas, o más dramáticas quizá, si un día tiene el capricho de venir a respirar aquí las brisas del mar de Cantabria; pues, desgraciadamente, no son aún ni siquiera casos raros entre estas gentes marineras, tras de la fúnebre solemnidad de un entierro, las profanas y chocarreras prácticas de la Buena Gloria.



En la segunda edición de Escenas montañesas (1876) una nota advertía que la costumbre había desaparecido o era ya muy rara. En consecuencia, este pasaje condenatorio fue omitido y el artículo quedó primordialmente como un cuadro de costumbres.




«Ir por lana... »

A juzgar por la versión manuscrita8, es muy posible que Pereda hubiese escrito «Ir por lana... » para difundirlo primero en la prensa e incluirlo después en una colección de artículos de costumbres.

Quizá sea esta una de las narraciones breves más despiadadamente didácticas y moralistas que escribió Pereda en su fervorosa cruzada contra el abandono del campo por los nacidos en él y en pro de las buenas costumbres. En ella cuenta la historia de Fonsa, una muchacha tan inocente como ambiciosa, que va a Santander a servir y allí, engañada por las malas compañías, acude a bailes de mala fama, se vende y al fin muere abandonada en Madrid. La ficción está inspirada aquí en la realidad de aquellas jóvenes aldeanas que llegaban a servir a la capital, perdían la honra y acababan en un prostíbulo. Parece que el problema era tan evidente que fue denunciado en la prensa:

Anda días ha por esas plazas de Dios una adivinadora diciendo la buenaventura a las criadas de servir y otros muchos tontos de igual calibre...Ya que el pueblo es incorregible en sus estúpidas supersticiones, bueno es que alguno vele para que no les exploten cuatro tunos 9.

(La Abeja Montañesa, 3 de junio de 1866)                




Aunque la narración existe en función del didacticismo que la anima, tanto el texto autógrafo como el de la primera edición de Tipos y paisajes (1871) contienen algunos pasajes muy propios de un artículo de actualidad, que desaparecen luego en la segunda (en Obras completas, 1887). Así, como Fonsa y otras sirvientas gustaban de frecuentar algunas salas de baile populares como las de El Relajo, El Crimen o El Infierno, se lamentaba Pereda:

Lástima que nunca hayan querido o sabido interpretarlos las pocas personas que pueden y están en el deber, por su carácter oficial, de destruir esos y otros focos de escandalosa inmoralidad.



El texto definitivo (1877) de «Ir por lana...» concluye con la muerte de Fonsa, relatada de manera melodramática y cruel, para ejemplo de ilusas. En las versiones anteriores, el relato añadía un capitulo breve más a los cinco en que está dividido, para insistir sobre un problema social que, al parecer, estaba muy presente por aquellos días. Pereda lo achaca a las ideas revolucionarias y a las costumbres que trajo la Gloriosa (de ahí la mención a «la sociedad explotadora») y evoca, como en otras ocasiones, los tiempos patriarcales. Decía así:

V

Ni la «adivina», ni doña Rosaura, ni la afectuosa amiga son otras tantas invenciones mías; los tres personajes u otros idénticos en la propia alianza en que los hemos visto, existen aquí desde tiempo inmemorial, consagrados al ejercicio de la misma infame industria. La historia, pues, de Fonsa es, con ligeras variantes, la de muchas inocentes jóvenes aldeanas que, con el mismo propósito que ella, se trasladan a la ciudad.

En aquellos tiempos en que las criadas eran una parte integrante en la familia a que servían, y aunque ganando menos salario y trabajando más que hoy, tomaban cariño a lo del amo y murmuraban de él rara vez, y por toda gala se permitía una buena moza una saya de percal, o cuando mucho, de alepín de la reina, unos zapatos de panilla y un jubón de cúbica, y por todo recreo, cada ocho días algunos centenares de brincos a la luz del sol, en el Reganche; en aquellos tiempos, repito, la sociedad explotadora, con más ojos que Argos y más vigilancia que la araña tras su tela, y aguzando el ingenio incesantemente para inventar lazos y estratagemas, sudaba la gota gorda para dar cima feliz a la más clara y fácil de sus empresas; pero desde que la fámula apetece charol y tafetanes y sabe lo que es ambregú, y tiene salones de ivierno y de verano donde baile la polka éntima y valsea, y se le da una higa por echar al diablo a unos amos si la riñen porque descuida sus deberes, y a sus amos un comino por plantarla en la calle, las pobres moscas se van ellas solitas a la tela, y es el oficio de las arañas de lo más regalón y productivo que se conoce.

Nada esto sabía el bueno del tío Celigonio, y es seguro que otros muchos paisanos suyos, y padres como lo fue él, lo ignoran también.

Por si acaso llega a manos de alguno de ellos la antecedente narración, he querido añadirla este apéndice. El cual, por infecundo que sea su resultado, nunca me parecerá aquí fuera de su sitio, pues, cuando menos, la intención que lleva siempre sirve para ofrecérsela al lector escrupuloso como moral del cuento.








4) Relativos al urbanismo y al orden público ciudadano


«Los chicos de la calle» y los raqueros

Quiero destacar la constante campaña en pro de la moralidad, del orden público y de las mejoras urbanas que ejerció La Abeja Montañesa a lo largo de su existencia. Lo hizo de modo persistente y ameno, mezclando las bromas con las veras, principalmente en la sección titulada «Gacetillas», que iba sin firmar y que reflejaba el sentir de la redacción acerca de las novedades y problemas del día. Gracias a los textos coleccionados por Vial sabemos que al menos algunas de estas gacetillas fueron obra de Pereda. De hecho, sus preocupaciones coinciden y se confunden con las del periódico por lo que resulta tan tentador como arriesgado atribuir al autor de Escenas montañesas gacetillas anónimas sobre temas que él mismo trataría en otras ocasiones.

A juzgar por un bando del alcalde don Juan de la Pedraja, del 13 de marzo de 1844 (Alcaldes de Santander...), Santander se veía invadida por enjambres de chiquillos que en vez de asistir a las escuelas públicas, que eran gratuitas, deambulaban por las calles «estorbando el tránsito, incomodando, pordioseando y adquiriendo unas costumbres perjudiciales». El bando se referiría más a los chicos de clase obrera y menestral que a los raqueros, quienes preferían corretear por los muelles, pues los pescadores del cabildo de abajo vivían entonces en las calles del Arrabal y de la Mar, en pleno centro10. El bando responsabilizaba a los padres, quienes serían multados severamente y en cantidad proporcional a la reincidencia de sus hijos.

No sé si bajo el mandato del alcalde Pedraja se conseguiría algo pero muchos años después continuaba el problema y en grado cada vez más agudo. Para ilustrarlo, bastarán varias noticias recogidas en La Abeja Montañesa entre 1860 y 1868. Así, el mismo Pereda («Desearíamos saber...», 20 de abril de 1860) denunciaba que los raqueros organizaban «grandes partidas de chapas y canés» en la zona de Cañadio; en el 64, el desesperado redactor de la gacetilla «¡Duro con ellos!» (14 de junio de 1864) denuncia la ineficiencia de los municipales para acabar con el problema de los golfillos y pide autorización al alcalde para «pescarlos a lazo». Señala la plaza de las Escuelas como otro lugar predilecto de sus «diabólicas asambleas para comprender todo lo que molestan, alborotan, trituran, desorganizan e irritan, todo lo reprensible que es el abandono en que sus familias los dejan, y toda la moralidad que vierten sus labios entre espesas columnas de humo de las colillas que apuran con el mayor descaro». Y concluye su artículo con una desesperada invocación: «¡Oh Herodes, quién supiera donde habitas para dirigirte un memorial!».

La queja debió surtir efecto temporalmente pues al cabo de pocas semanas otra gacetilla titulada también «¡Duro con ellos!» alaba a la guardia municipal por haber sometido «a chuchazos» a la «carcoma insufrible infantil» y denuncia la plaza de Botín como otro lugar donde se reúne aquella (19 de julio de 1864). El mismo tono belicoso tienen las gacetillas «¡Duro con ellos!» (12 de septiembre de 1864, diversa de la anterior) y «¡Guerra a ellos!» (24 de noviembre de 1865), dedicada esta última a los raqueros que invadían los portales del Muelle y que «con sus juegos de chapas, pelota y canicas; sus desacompasadas voces y asqueroso lenguaje, ofenden la moral y molestan al vecindario».

La cosa parecía tener mal arreglo pues las quejas y denuncias de la Abeja se repiten («Gacetillas» del 30 de abril, del 11 de mayo, del 11 de agosto [molestias a la puerta de los teatros]), o del 13 de septiembre de 1866. En esta misma fecha, la Abeja publica otra gacetilla dedicada «A los de la varita»:

Ocúrresenos, así entre paréntesis, preguntar lo siguiente a quienes pueden respondernos con la mayor exactitud. ¿Para qué sirve la varita que los guardias municipales suelen ostentar en sus cotidianos paseos, haciendo el coco a los chicuelos? Lo que era de presumir, acaso, y así lo comprenden algunas personas sencillas, es que la varita debería servir de correctivo a fin de evitar los frecuentes escándalos que a cada paso se ofrecen en las calles más públicas, y las escenas, algunas repugnantes, por el cinismo que revelan, en que son actores esos apreciables y monísimos rapazuelos, que más que hijos de un pueblo culto parecen proceder de tribus nómadas semi-salvajes.

Conque quedamos en que, para evitar todo eso en el centro de una capital, la varita consabida es como la carabina de Ambrosio, y los Ambrosios que la llevan sirven poco más o menos lo que la varita. ¡Pues estamos frescos! Dos años más tarde, el periodista daba por establecidos e irremediables «la desfachatez, el descaro y hasta en algunos casos el cinismo que distingue a esa turba de chicuelos abandonados y vapuleados que pululan por las plazuelas y calles de esta capital («Gacetillas. Gracias infantiles», La Abeja Montañesa, 15 de abril de 1868).



Por sus fechorías, «Los chicos de la calle» eran una molestia para la gente de Santander, que de ordinario reaccionaba hostilmente contra ellos. Una vez más, el artículo de costumbres denunciaba un problema de actualidad que era tanto de orden público como de índole social. Apareció en el Almanaque de Las Dos Asturias, en 1865, iba dividido en tres partes que describían el tipo (I), su comportamiento y sus penalidades (II) y, con un apriorismo justificado por el triste destino de pasadas generaciones de chicos, el autor predecía el futuro que les aguardaba, convertidos en seres inútiles, enfermizos y pobres (III). Al final de la parte II, una «Nota importante» advertía como entre ellos había no pocos representantes del sexo que «cuando se educa bien, proporciona a la sociedad virtuosas hijas, excelentes esposas y ejemplares madres». Y el artículo terminaba así:

Una pregunta para concluir, caritativo lector. ¿No crees tú, que si existiesen municipios de tal rectitud y fuerza de voluntad que consiguiesen hacer, con sensibles y duros castigos, responsables de las faltas de los niños vagabundos a sus padres, se secaría para siempre ese funesto semillero de «chicos de la calle»; es decir, de niños sin hogar, sin freno ni tutela, podrida, débil planta de que más tarde se forman los padres abandonados y los ciudadanos viciosos? Si opinas como yo, lector amigo, y eres persona influyente o, como si dijéramos, de arraigo, hazme el favor de repetir y encarecer mi pregunta a cuantos alcaldes conozcas. Yo te prometo en cambio de tan pequeña molestia, la gratitud de todos los hombres de bien.



El texto reapareció formando parte de Tipos y paisajes en 1871 y la urgencia moralizadora propia del tema de circunstancias había pasado a segundo término. El pasaje en el que se dirigía al lector y solicitaba la colaboración de las autoridades había desaparecido y en su lugar estaba la «Nota importante» que antes daba fin a la parte II11.






5) Sucesos de actualidad, crónicas sociales del verano santanderino y propaganda del paisaje y de los atractivos de Cantabria


«El arte de mentir»

El 31 de enero de 1859 el Boletín de Comercio daba la siguiente noticia:

Ayer por la tarde ocurrió un suceso notable, que tuvo por un largo espacio de tiempo en estado de ansiedad a una gran parte del pueblo. Una compañía ecuestre había anunciado quedaría una variada función de ejercicios gimnásticos en un pequeño circo formado en las inmediaciones del paseo de la Alameda vieja, terminando aquella con la ascensión de un globo en el cual subiría uno de los de la compañía trabajando en el trapecio. Llegada su hora de verificarlo, y vista la variedad e inconstancia del tiempo, así como el mal aspecto de los celajes, parece ser que se convino en que se elevase el globo a cierta altura, teniéndole sujeto con una cuerda, y que en esta forma trabajase en el trapecio uno de los gimnastas, joven de 20 a 21 años.

Hecho así, ascendió el globo a la altura de unos cuarenta o cincuenta pies, los que tenían la cuerda para sujetarlo parece ser que no pudieron resistir su empuje y temerosos de que los arrastrase consigo dejaron ir aquélla de las manos. Una vez el globo libre se lanzó con rapidez por el aire, sin dar tiempo al infortunado joven para llegar al suelo por la misma cuerda, según lo intentaba. Al cruzar por encima del arbolado de la alameda, pudo tener alguna esperanza de librarse del peligro de la impensada y expuesta ascensión, pues la cuerda se enredó entre las quimas de los árboles, pero pronto se perdió esta esperanza porque el globo siguió su marcha llevando consigo la rama a que se había prendido.

Sin estorbos ya, prosiguió rápido hendiendo los aires en dirección del NO al SE con admiración y sorpresa de cuantos lo veían e ignoraban el sensible descuido que se acababa de cometer. Así es que la mucha gente que había en el muelle de Maliaño entreteniéndose con la llegada del tren, y los que venían en éste, al ver cruzar el globo hacia la bahía, y los movimientos de un hombre asido a la cuerda que pendía de aquel, manifestaban con confusas exclamaciones los diversos sentimientos que les causaba un espectáculo tan impensado y tan sorprendente.

Todos seguían con la vista fija al aeronauta pensando a donde iría a parar, cuando así que traspuso el canal de la bahía, se le vio descender con bastante rapidez, cayendo al agua a buena distancia todavía de la tierra. A poco de la caída salieron varios botes y lanchas en busca del infortunado joven, reinando entre la numerosa concurrencia que afluyó a los muelles una grande ansiedad, hasta tanto no se vio llegar una lancha al globo que navegaba arrastrado por la marea, y que aquélla volvió con el joven gimnasta, sano y salvo. La gente recibió con grande alegría la noticia de haberse salvado aquel del grande peligro que corrió de haber sido víctima de un descuido, que se ignoraba por la generalidad hasta el momento de caer en el agua.


(Boletín de Comercio, n.º 19, 31 de enero de 1859, p. 2).                


Transcurridas dos semanas, «con un hermoso día y una numerosa concurrencia» el mismo circo de Mr. Juany ofreció una función ecuestre y de gimnasia que terminó con una nueva ascensión del globo aerostático. El intrépido aeronauta volvía a lanzarse por los aires sentado en un cañón pendiente del Montgolfier, pero a poco de elevarse, «se desprendió una rueda de la cureña, que cayó en un tejado».

Este percance nada influyó en la majestuosa marcha de la máquina aérea, la cual, impulsada por una suave brisa del norte, cruzó por encima de la alameda nueva y del cementerio, yendo a descender enfrente de éste, en el terreno robado al mar por el muelle de Maliaño, en cuyo sitio, si bien había algunos pies de agua, no se presentaban los inconvenientes y peligros, que en la bahía con las corrientes.

Momentos antes del descenso del globo se vio aparecer entre las pequeñas colinas de Maliaño la blanca columna del humo de la locomotora, que arrastraba un largo tren de coches y vagones, cuyo espectáculo vino a causar nueva sorpresa y admiración al numeroso gentío que ocupaba la colina que corre desde la peña de los Cuervos hasta la calle Alta. Y en verdad que era bello y grandioso el golpe de vista que en aquel momento se disfrutaba desde la referida colina. La marcha del Montgolfier por el aire, la del tren por la tierra, lo apacible y serena que estaba la bahía semejándose a un limpio espejo, en que se reflejaban los cascos y aparejos de los buques, todo esto iluminado por un sol brillante, ofrecía a los espectadores el panorama más variado y hermoso que puede imaginarse


(Boletín de Comercio, n.º 30, 14 de febrero de 1859, 2.)                


Seis días después de esta última noticia, se publicó en El Tío Cayetano «El arte de mentir», un artículo de costumbres que incorporaba ambas noticias como parte destacada de la narración. Los protagonistas don Pedro y don Plácido observan desde un prado de la Atalaya, la segunda ascensión del globo hinchado ya de humo balanceándose sobre «el reducido circo de la Alameda» y cómo se eleva entre «silbidos, aplausos y vítores [...] arrastrando al joven aeronauta vestido de artillero de pie sobre un cañón». El globo desaparece detrás del cementerio y, según unos, se ha hundido en la canal, según otros, el tren que entraba en aquel momento ha matado al aeronauta y a muchos curiosos, pero éste desembarca en tierra firme, sano y salvo (El Tío Cayetano, 12, 20 de febrero de 1859)

Cinco años después apareció en Escenas montañesas (1864), «¡Cómo se miente!», que era una nueva versión ampliada de «El arte de mentir». En ella contaba con detalle las peripecias de la primera ascensión en globo de Mr. Juany, en términos sombríos que contrastan con los tan positivos del Boletín de Comercio. Según Pereda,

Mr. Juany era un muchacho, casi imberbe, director de una desmantelada compañía ecuestre que trabajaba los domingos en Santander, en un lóbrego corral, ante un escaso público de criadas, soldados y raqueros.

La primera ascensión, por cierto en una tarde fría y lluviosa de abril, tuvo para el valeroso aeronauta el éxito más desgraciado.

Henchida la remendada mongolfiera en medio del circo, y sujeta al suelo, del que distaba más de veinte pies, por dos delgadas e inseguras cuerdas... [La cursiva es mía]


(Escenas montañesas, 1864, p. 307)                


Si Pereda no fue testigo presencial de aquel suceso se lo habría contado con pelos y señales más de uno de aquellos santanderinos que lo presenciaron, atraídos por su novedad. Relata cómo la mongolfiera era muy vieja y cayó en la bahía donde quedó flotando «como una enorme boya», destaca la angustia del joven y las lágrimas de su familia, y el afortunado final. Y concluye: «Hecha esta ligera digresión, que bien la merece el asunto por su histórica terrible gravedad, volvamos a nuestros conocidos»12.




«El reo de P... »

«No hago comentarios, lector pío y justiciero: hazlos tú si gustas y eres de esos ya citados linces que se pasan la vida aquilatando cerebros y corazones, para distinguir entre cuerdos, imbéciles y desequilibrados; en la seguridad de que todo lo referido en estas cuartillas es exacto y rigurosamente cierto y de fecha no remota...», escribía Pereda en «El reo de E..», fechado en enero de 1898. Como es sabido, trata del asesinato de un convecino por un joven campesino de Potes, del juicio, de la sentencia a muerte y del traslado de este último a su pueblo para ser ajusticiado allí. Su encuentro con Pereda en la estación de ferrocarril de Santander da ocasión a consideraciones de carácter humanitario y moral, entre las que destaca la compasión que siente el autor por el padre del reo, al que imagina avergonzado e inconsolable. Conseguida la conmutación de la pena por la de cadena perpetua, el autor se indigna con la reacción del reo al saberlo, y con el comportamiento del padre de éste, quien va llamando a las puertas de los santanderinos, entre ellas, a la suya, aprovechándose de la compasión ajena, para convertir en fuente de ingresos el crimen del hijo («El reo de P...», Hispania, n.º 1, enero 1899, pp. 1-9).

Como en el caso de la caída del globo en «El arte de mentir», imaginé que este relato podría estar basado en un hecho real y comencé una amplia búsqueda en la prensa local. En efecto, en El Atlántico de los días 17, 18 y 19 abril de 1890, se publicaron tres sesiones del juicio oral abierto en la causa instruida en el juzgado de Potes contra Ángel Cabo Gómez, por robo con homicidio de Luciano Parra, sucedidos ambos el día 6 de septiembre de 1889. El crimen había conmovido a la opinión pública, especialmente a los vecinos de Liébana, muchos de los cuales vinieron a presenciar los debates. Según El Atlántico,

el día citado arriba, yendo el Luciano Parra de Acevaña a Cervera por la carretera de Tinamayor a Palencia, conduciendo una carreta en que llevaba trigo para vender en Cervera, donde iba a comprar una pareja de bueyes, le salió al camino el Cabo, que se le había adelantado con objeto de robarle, le dio un fuerte palo en la cabeza, le arrastró unos quince metros, le asestó dos puñaladas, le machacó con una piedra, robándole 50 duros, comiéndole la merienda que el muerto llevaba y despeñándole la carreta.

El fiscal solicita le pena de muerte [...] Mientras se leía esta relación y las conclusiones [...] nos entretuvimos en observar al procesado, el cual es un joven robusto cuya fisonomía no dice nada, y, si algo revela, revela más brutalidad que instintos criminales.



Y Pereda relata el crimen así:

Cierto día un convecino suyo, hombre ya muy entrado en años y padre de varios hijos, fue a vender no sé qué frutos en su carro de bueyes a una feria que se celebraba en otro pueblo de la misma comarca. Un camino solitario y muy asomado con frecuencia a grandes precipicios, separaba a los dos pueblos. De vuelta de la feria, este hombre, al anochecer y con el carro vacío, le salió al encuentro, en uno de los parajes más desamparados del camino, el mocetón de mi historia, su amigo y convecino, nunca sospechoso a nadie, y muy a menudo objeto de las zumbas de muchos, porque, si pecaba de algo, era de bobalicón y de zángano. El caso fue que los dos convecinos se saludaron a su modo, y hasta empezaron a entrar en conversación a carro parado. De pronto el mozallón descarga un tremendo garrotazo en la cabeza del feriante y le tiende en el suelo, donde acaba su labor machacándole el cráneo con dos piedras. Después le registra los bolsillos; encuentra en uno de ellos el puñado de dinero que le había valido «su pobreza», y, por último, arroja el cadáver, sangriento, palpitante aún, al precipicio inmediato. Enseguida se encarama en la pértiga del carro, husmea y rebusca con los ojos y las manos entre la hierba esparcida sobre el tablero, y no halla otra cosa que los restos de la merienda de su víctima: unos míseros fiambres y unos mendrugos de pan envueltos en un pañuelo; apodérase también de éstos relieves mezquinos y se los come tranquilamente sentado, a su comodidad, en la rabera de la pértiga13.



Asistió gran cantidad de público a las tres sesiones, que se desarrollaron con gran expectación. El periódico da los nombres de los representantes de la ley que intervinieron en aquel juicio, entre ellos, el del abogado defensor, don Manuel Rodríguez Parets, entonces muy joven, quien «se ha ganado ya un buen nombre en este foro» ( «La causa de Potes», El Atlántico, 17, 18 y 19 de abril de 1890).

En «El reo de P...», escrito en primera persona, Pereda figura como narrador y como personaje, y el lector hallará allí estos datos, recogidos de modo harto circunstanciado y fidedigno. Hasta la fecha, no me ha sido posible hallar información en la prensa acerca del indulto de Ángel Cabo Gómez y de los hechos a los que este indulto dio lugar, entre ellos, el de la bárbara indiferencia del hijo y las peticiones de dinero de su padre. Llevado de la indignación, Pereda escribió este artículo para condenar la insensibilidad y la falta de cariz moral a la que podían llegar los seres humanos. Va fechado casi ocho años después de cometido el crimen pero tiene las características de un relato de actualidad. Es posible que la conmutación de la pena no se hubiera conseguido hasta entonces y que al producirse ésta y publicarse en los periódicos las reacciones del padre y del hijo, se decidiese Pereda a redactar este artículo.







*  *  *



Como ya vimos, el artículo periodístico y, después, el de costumbres se basan con frecuencia en sucesos contemporáneos locales conocidos de todos a través de la prensa diaria santanderina. Quienes leían los artículos peredianos encontraban de nuevo, bajo una envoltura literaria, aquellos temas que había conocido anteriormente en forma de noticia.

Aparecieron principalmente en El Tío Cayetano y en La Abeja Montañesa y, más adelante, en La Tertulia y en la Revista Cántabro Asturiana, se publicaron algunas veces en la sección de «gacetillas» o en la de «folletín» y cuando su autor decidió recogerlos en un libro formado por artículos de costumbres, omitió las reflexiones y la moralización originales, propias de los periodísticos, y puso su información al día, como en el caso de «Las visitas», «La leva», «La buena gloria», «Ir por lana», «Los chicos de la calle» o «Los baños del Sardinero».

Con relativa frecuencia le atrajeron un asunto, una situación o un personaje y los trató como artículo periodístico o como elemento principal o secundario de narraciones costumbristas y, más adelante, de novelas. José Antonio del Río aseguraba que Pereda incorporó en sus artículos personajes reales conocidos de todos, y según Cossío, que «sorprendía en la realidad, o creaba en la imaginación, un tipo, y morosamente, a veces en años, iba afirmando las líneas de su carácter, desentrañando toda su riqueza psicológica, hasta incorporarlo a una de sus novelas» (III, 127).

Así se referirá por primera vez al popular tipo de la costurera en «Novena. Chismografía», (El Tío Cayetano, 23 de enero de 1859), en «La Costurera (pintada por sí misma)» y en «Pasacalle»; Tremontorio aparecerá en «La leva» y en «El fin de una raza», el tío Mocejón en «La leva» y en Sotileza, el cura loco, tío del joven pescador Colo, en «Más reminiscencias» y en Sotileza. Pereda se burló de aquellos liberales de antaño que pertenecieron a la Milicia Nacional y fueron devotos de Espartero y, tanto en «Arqueología» (El Tío Cayetano, 6 de diciembre de 1868) como en «Monografias, I» (La Monarquía Tradicional, 20 de marzo de 1870) comentó su ideología y su anticuado uniforme y, cariñosamente convertido después en personaje quijotesco, cobró vida en el de don Valentín de El sabor de la tierruca.

Me parece que en varios de los tipos trashumantes está el germen de otros tipos o de personajes novelescos: el Marqués de la Mansedumbre lo sería del hidalgo don Plácido (De tal palo, tal astilla), pues ambos son seres anodinos, entregado s a sus inocentes manías de la pesca y del cruce de gallinas; el marqués de Casa-Gutiérrez y su familia tienen algo de «El Excmo. Señor» y «Las de Cascajares»; el periodista que protagoniza «Luz radiante» serviría de modelo al de «Palique XIII» en Nubes de Estío, «Las interesantísimas señoras» reaparecerán en «Un despreocupado»; y en «Manías» hay una referencia al falso agente de una conspiración que tima a los incautos, presente antes en «Brumas densas»; y aunque no se les menciona en «El buen paño», Pereda afirma que las protagonistas madrileñas de «Las del año pasado» eran íntimas de la familia Guerrilla en los meses de verano.

Algo semejante ocurre con algunos temas y situaciones que utiliza en más de una obra, como la escena de la lectura de periódicos en «Gabinete de lectura» (El Tío Cayetano, 30 de enero de 1859) que tiene una variante en «Ubinam gentium sumus?» (La Abeja Montañesa, 7 de junio de 1862), cuando el protagonista se refugia en el Café Suizo, y «La llegada del correo» (La Tertulia, 15 de mayo de 1877) es una segunda versión de «Gabinete de lectura». El tema de la joven perteneciente a la burguesía que tiene un novio joven, educado y sin posibles, pero que termina casándose con un indiano por su dinero, aparece repetidamente en la obra perediana («Las dulzuras de Himeneo», «Las visitas», «Dos sistemas», «Oros son triunfos»). Las bromas de los socios de «La Unión Soltera» y de la «Sociedad Sin Nombre» hallarán eco en «Un marino», en «El primer sombrero» y en Sotileza. Y en el artículo titulado «Folletín. Correspondencia privada» (La Abeja Montañesa, 18 de julio de 1864), anónimo, pero recogido por Vial (VI, 262-282), hay una descripción de la romería del Carmen de Revilla, que tiene algunos elementos en común, como la descripción del atuendo de los romeros y de sus libaciones y meriendas, con otros de «La romería del Carmen», publicado en el mismo periódico los días 12, 13 y 14 de junio de 1866 (Obras completas, I, 330, 337).

En fin, las andanzas de los indianos y de los comerciantes del Muelle, de los hidalgos y de los aldeanos de varios pelajes, de los pescadores y de otra gente de mar, estuvieron presentes desde los primeros tiempos en la obra de Pereda y cobraron luego vida en sus novelas.



 
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