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Del Perú a Europa: relación de un viaje

Víctor Roselló



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  —III→  

ArribaAbajoDedicatoria a mis queridas, inolvidables y difuntas hermanas Dolores y Mariana

A vosotras, que habéis pasado rápidamente por este océano de tribulaciones y amarguras; a vosotras, inocentes criaturas, que sólo habéis bajado a esta lóbrega cárcel para hacernos admirar el candor de vuestros corazones y sentir el indecible encanto de vuestros fraternales afectos; a vosotras, que cual bellos ángeles apenas habéis rozado la superficie de la tierra con vuestras finas y nevadas alas; a vosotras, pues, dedico la primera de mis obras; a vosotras ofrezco las primicias de mi entendimiento.

¿Qué importa que no os tenga en este momento a mi lado para demostraros toda la extensión e intensidad de mi cariño? ¿Qué importa que viváis en un mundo mejor que el mío? ¿Qué importa que forméis parte de ese innumerable cortejo de vírgenes que rodean y siguen siempre al Cordero sin mancilla? ¿No veo acaso vuestros queridos nombres esculpidos en mi memoria? ¿No pienso a menudo en vosotras? ¿No me basta el que recuerde las angelicales virtudes que reflejaban vuestros juveniles y simpáticos rostros? ¿No se inunda mi espíritu de gozo al creeros felices, infinitamente felices? ¿No late en este instante mi corazón por vosotras como cuando estabais conmigo? ¿No existe un lazo de íntimo indisoluble afecto entre vuestras almas y la mía? ¿No puedo hacer subir hasta vuestra incomparable morada las plegarias de mi pecho dolorido? ¿No me es dado todavía alcanzar por vuestra intercesión las gracias espirituales del divino Sol que os alumbra e inflama en llamas de purísima e inextinguible luz? ¿No espero, por ultimo, de vosotras que a mi salida de este mundo, bajéis, como palomas, a posaros sobre la cabecera de mi lecho de agonía, y me prestéis vuestro vuelo para remontarnos juntos hacia la patria de inefables   —IV→   delicias, hacia el eterno Edén que nos fue abierto y prometido por Jesucristo?

¡Pues si tantos y tan inmensos favores espero de vosotras, justo, justísima es que os pague este pequeño e insignificante tributo, que arroje siquiera un ramillete de marchitas y descoloridas flores sobre la losa fría de vuestra tumba!...

¡Ah! Bien sé que sois acreedoras a mucho más; bien sé que he contraído otras obligaciones más elevadas para con vosotras; bien sé que no hay ni puede haber paridad de correspondencia entre vuestras dádivas y las mías!... No se me oculta que los sufragios que mis labios articulan para vuestras almas adolecen de la debilidad y miseria inherentes a mi ser y suben penosamente hacia lo alto; ¡mientras que los vuestros, partiendo de las gradas del trono del Omnipotente, caen sobre mi pobre y desgarrado pecho como manso y benéfico rocío, cual hermosos rayos de sol sobre las inmundas y cenagosas aguas de los pantanos! ¡Oh! ¡Bien sé que vuestras voces puras, frescas y virginales son más melodiosas que el gorjeo de los pintados pajarillos, que vuestros ropajes son más blancos que el lirio de los valles, que vuestro cuerpo resplandece con más mágica poesía que las estrellas del firmamento, que las diademas que orlan vuestras castas frentes ofrecen más hermosos cambiantes que las mariposas en sus alas, y que su riqueza es mucho mayor que las que ciñen las emperatrices de la tierra!

Pero aunque conozca mi inferioridad respecto de vosotras; con todo permitidme, queridas hermanas, que haya entretejido a vuestra memoria y obsequio una modestísima guirnalda literaria, para que la aceptéis con ojos propicios desde vuestra celeste mansión, y os acordéis que en esta tierra de dolor y lamentos habéis dejado un hermano que llama a vuestro socorro en sus amarguras, cuyo afecto ha robustecido vuestra separación, y que, mecido en la firme y hermosa nave de ha esperanza católica, flota aún sobre el mar tempestuoso de esta vida, pero abriga la indestructible confianza de que algún día ha de participar de vuestra gloria, ¡y disfrutar eternamente de vuestra amabilísima compañía!...



  —V→  

ArribaAbajoCensura

Por encargo del M. I. Sr. D. Juan de Palau y Soler, presbítero, Doctor en ambos derechos, Abogado de los Tribunales del reino, Canónigo de esta santa Iglesia, Vicario General de la diócesis de Barcelona por el excelentísimo e Ilmo Sr. D. D. Pantaleón Monserrat y Navarro, Obispo de la misma, he leído el libro que tiene por titulo: Del Perú a Europa, escrito por D. V. M. R.

Estragado como se halla hoy día el gusto del vulgo insaciablemente ávido de novedades y ficciones, gracias a las innumerables novelas con que algunos mercenarios e inmorales escritores lo corrompen y explotan en provecho propio, pero en detrimento de la Religión y de la sociedad misma, es altamente consolador para aquella y esta el ver que no faltan tampoco escritores cuya pluma no se prostituye dejándose arrebatar por la devastadora corriente del siglo. De este número es el autor de la presente novela, con la cual lejos de propinar, como tantos otros, a sus lectores un veneno corrosivo y mortal, les ofrece un pasto verdaderamente moral, agradable y nutritivo. No brilla en ella aquel estilo artificial y estudiadamente novelesco que tanto halaga a las inteligencias corrompidas, pero en cambio se halla en la misma un estilo natural, correcto, suave y nada empalagoso para las inteligencias sinceramente cristianas. Y como, por otra parte, está exenta de todo error dogmático y moral, no tan sólo la juzgo digna de ser publicada, sino también muy útil a cuantos la lean.

Barcelona 6 de abril de 1865.

Fr. JAIME ROIG, Pbro., Lector en Filosofía, de la Orden de Carmelitas calzados, exclaustrado.




ArribaAbajoAprobación

Barcelona veinte de abril de mil ochocientos sesenta y cinco. Vista la anterior censura, damos nuestra aprobación para que se imprima el libro de que hace mérito.

JUAN DE PALAU y SOLER, Vicario General Gobernador.



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ArribaAbajoA mis lectores

Ha transcurrido un año desde que di la última plumada a la obrita que tengo el gasto de ofreceros.

Los doce meses transcurridos, lejos de mejorar el tristísimo estado social y político de nuestra amada patria, han ennegrecido, por el contrario, más y más las sombras del cuadro desolador que por doquier conturba y aterra nuestra vista. Entonces, como ahora, ideas anárquicas y desgarradoras infestaban la atmósfera de los espíritus; entonces, como ahora, la sociedad se sobresaltaba de espanto al oír las profundas y recias sacudidas del cráter revolucionario.

He aquí por qué si entonces eran de suma necesidad las obras que tendieran a corregir las extraviadas inteligencias, y sanar los emponzoñados corazones, con las verdades católicas, son mucho más necesarias hoy en que parece que nuestros pies van a deslizarse en el pavoroso derrumbadero; hoy en que el edificio   —VIII→   social, socavado en todos sentidos por la zampa demagógica, bambolea con más fuerza que nunca, amenazando desplomarse y envolvernos bajo sus escombros.

La cortedad de mis conocimientos, lo escaso de mis fuerzas, y las circunstancias especiales en que escribí mi novela, no me darían por cierto derecho a que yo pretendiese llamar la atención pública hacia sus páginas, si no fuera porque al través de su escasísimo mérito literario y científico resalta en ellas una cualidad que las hace recomendables a mi ver, y es que su primordial y exclusivo objeto consiste en el bien de la humanidad; pero no en un bien egoísta, quimérico o utópico, como el que en nuestros días suelen proclamar a son de trompeta algunos pseudo-Hipócrates del mundo intelectual y moral, sino en un bien real, positivo y único capaz de endulzar las amarguras de nuestro mísero, mortal y fugaz pasaje en el bajel de nuestro planeta.

Es verdad que en ciertas regiones ilustradas y despreocupadas se corre el riesgo de hacerse impopular, y aun de caer en ridículo, sustentando en pleno siglo XIX las bellezas y armonía del dogma católico, y demostrando hasta la evidencia que es el solo verdadero, el solo digno   —IX→   de la adoración y sumisión del hombre, el solo dique que puede contener los desbordamientos populares, haciendo, en cuanto cabe en este mísero suelo, la felicidad y dicha de pobres y ricos, sabios e ignorantes.

Mi vida ha sido una larga y no interrumpida cadena de sufrimientos físicos y morales; y aunque mis creencias religiosas germinaron en mi espíritu desde mi más tierna niñez, con todo, mi penosísima existencia y las escenas que he presenciado sobre el teatro del mundo han robustecido mi fe en la Religión de mis padres; de modo que así como la verde hiedra, a causa de su debilidad e impotencia, se enrosca en el nudoso tronco de la secular y pomposa encina, así también la adversidad y la experiencia me han hecho adherir siempre más al frondosísimo y eterno árbol del Catolicismo.

Dadas las precedentes explicaciones, creo que el lector erudito y desapasionado se persuadirá de las rectísimas intenciones que han movido mi pluma al confeccionar mi novela: de ahí que confíe en su indulgencia acerca los lunares que pueda encontrar en mi primer trabajo literario; puesto que lo desaliñado y ampuloso del estilo, la pobreza de ideas y conceptos, y lo frío y descolorido de algunas escenas que entretejo   —X→   en mi obra son excusables, hasta cierto punto, ante la grandeza y sublimidad del objeto a que aspira.

Y sin embargo, a pesar de consignar de un modo tan franco y explícito el blanco a que apunta mi designio, y vehemente deseo, al pisar por primera vez el palenque literario, siempre temo que alguien, ofuscado por los errores predominantes de la época, dé una interpretación torcida y diametralmente opuesta a mi laudable propósito; temo que si llega el caso de que el engendro de mi entendimiento sea sometido al crisol de la crítica filosófico racionalista; de esa crítica que de la razón parte, con la razón camina, y a la razón aspira, tilde mi obra de fanática e incompatible con los adelantos intelectuales del siglo.

Pero si por fanático y retrógrado entienden los apóstoles del falso progreso (como de ello estoy íntimamente convencido) todo hombre que forma parte del antiguo, inmenso, numeroso y selecto rebaño católico, en vez de darme por ofendido por los epítetos más o menos retumbantes y gastados que me prodiguen, les doy sinceramente las gracias por engalanarme con la librea de fanático, porque veré desde luego que reconocen tácitamente en mí un   —XI→   miembro de una universal asamblea que abraza todos los tiempos, cautiva todas las inteligencias, y atrae, embelesa y alienta a todos los corazones. Con lo cual quedará sentado que mis principios y creencias no flotan en la nebulosa atmósfera de las cavilaciones humanas, sino que tienen un firmísimo, eterno, indestructible y consolador punto de apoyo.

Quizá alguno de esos filósofos de que voy hablando, al recorrer las páginas de mi producción literaria diga en sus adentros: «Ya se ve; ese escritor no habrá leído los sublimes partos de esos colosales genios alemanes, franceses e ingleses: ese escritor no ha saboreado las bellas y profundas elucubraciones de los príncipes de la filosofía moderna; no se ha embriagado con el néctar de la ciencia...». Y si bien es verdad que me confieso bastante lego en la materia, con todo, acérrimo partidario de las doctrinas y teorías practicas y concretas, los hechos me demuestran tan claro como la luz del mediodía que todos los sistemas filosóficos del mundo no contienen en su esencia un germen bastante vigoroso para avasallar todos los entendimientos, y satisfacer e identificar todos los corazones; pues ello es que la razón pura no ha logrado resolver hasta ahora de un   —XII→   modo preciso y satisfactorio el origen y destino del hombre en la tierra; y siendo este cabalmente el asunto más vital e importante, y el que ataja nuestros pasos al alborear la razón, de ahí que siempre haya mirado al soslayo todas las obras que se desvían de la senda de la revelación divina para divagar por el intrincado laberinto de las teorías humanas. Porque, ¿quién es el que en el decurso de su vida no se ha planteado y buscado la solución, no digo una sino mil veces, del siguiente problema?: ¿de dónde vengo? ¿dónde estoy? ¿y a dónde voy a parar?...

He aquí, pues, por qué convencido de la insuficiencia de los conocimientos humanos para aclararnos tan terribles enigmas, prefiero vivir y morir en la comunión católica, que alumbra, guía y fortifica mis pasos desde la cuna al sepulcro. No es culpa mía si el más pequeño rayo de sol hace palidecer todas las luces de artificio. No es culpa mía si los encantadores y animados cuadros que nos ofrece la naturaleza exuberante de poesía, colorido, frescura y belleza, desmerecen notabilísimamente al ser trasladados al lienzo por el pincel del más aventajado artista.

Infinitas son hoy las novelas que andan en   —XIII→   manos de todos con honores de más o menos aceptación y popularidad; pero también es preciso convenir en que sólo un corto número de ellas se encamina derechamente a la moralización de la sociedad. En general, los novelistas contemporáneos sólo parece que aspiran a hacer gala de una narración peregrina salpicada de escenas palpitantes o inesperadas, de rasgos poéticos y fascinadores, y esmaltada de una riqueza asiática de fantasía; y si bien aparentan, o quizás intentan, cicatrizar las llagas sociales con los desenlaces, con todo antes de llegar al término suelen entretener al lector en medio de charcos cenagosos y mefíticos, y basta diríase que afectan cierta complacencia en introducirle en lo más profundo de las horribles y asfixiantes cavernas del vicio y del crimen, con lo cual en vez de depurar el corazón humano de todos los afectos viles y rastreros, sólo consiguen con frecuencia un fin radicalmente opuesto. Esto sin contar que no faltan escritores que explotan el grosero materialismo, que en la actualidad supedita, por desgracia, no sólo a las masas incultas, sino aun a inteligencias perspicaces y privilegiadas.

Enhorabuena que se me acuse de pesado, de insulso, de haberme echado a cuestas una   —XIV→   tarea muy superior a mis fuerzas; pero abrigo la profunda convicción de que nadie que proceda de buena fe podrá echarme en cara que en las páginas que he trazado se note siquiera un átomo de inmoralidad. Dejo a otros la innoble y criminal tarea de esparcir el cieno en sus deslumbradores escritos: ¡dejo a plumas ajenas el escanciar en dorada copa el veneno de falsas y demoledoras doctrinas, el manchar la riquísima alfombra de la virtud, el enlodar el níveo manto de la pureza!...

Podría extenderme todavía en otras importantes consideraciones; pero la natural impaciencia del lector, para pasar a la novela por una parte, y la demasiada extensión que ha tomado mi prólogo por otra, me inducen a ponerle término. Por lo tanto sólo me permitiré añadir que me daré por muy satisfecho, y tributaré infinitas gracias al Altísimo si mi producción literaria, lanzada al océano de la publicidad en estos momentos en que reina la mayor zozobra por el porvenir de la sociedad, y el indiferentismo religioso invade millares de espíritus, logra devolver la calma a los conturbados ánimos, la pureza a las conciencias y la luz a los ofuscados entendimientos.





  —15→  

ArribaAbajo- I -

Era a primeros de febrero de 1854: en aquella estación del año que en la parte occidental del continente americano equivale en Europa al mes de agosto. Por consiguiente, el calor que a la sazón se experimentaba en la grande y hermosa ciudad de Lima (capital del Perú) era insoportable; pues el aire que allí se respiraba estaba tan caldeado, que parecía haber sido elaborado en un ardiente horno.

Para colmo de males, el horrible avechucho de la fiebre amarilla -cerniéndose sobre aquella desventurada ciudad- batía sus negras y mortíferas alas, ahogando entre sus afiladas garras a gran número de sus habitantes.

El cuadro que en la época precitada ofrecía la populosa capital de la república peruana era sumamente aflictivo; una sombría gasa cenicienta circuía la emponzoñada atmósfera; el pánico estaba retratado en todos los semblantes: en   —16→   los trajes así como en los corazones reinaba el más rigoroso y melancólico luto. Un enjambre de familias abandonaron la ciudad; de modo que cesó de repente la animación y movimiento que en tiempo normal se advertía en el inferior de la misma: las tiendas, cafés y demás establecimientos públicos se cerraron en su mayor parte. En las calles apenas se veía un alma viviente.

La triste monotonía del silencio sepulcral que reinaba en el interior de Lima, sólo era interrumpida de vez en cuando por las ligeras pisadas de algunos pequeños grupos que se distinguían, de trecho en trecho, en toda la larga extensión de las espaciosas y bien delineadas calles, los cuales podían considerarse como otras tantas procesiones fúnebres que se deslizaban misteriosamente, conduciendo a su última morada a las numerosas victimas del azote epidémico.

La muerte (como suele decirse en lenguaje mercantil) hacía operaciones en grande escala, acaparando en su vasta bolsa necrológica fabulosas cantidades de papel de la vida humana; pues sin parar mientes en que el fruto estuviera o no sazonado, devoraba con un hambre canina centenares de personas, sin distinción de sexos, edades ni categorías.

El tinte sombrío del cielo y de la vegetación; el canto lúgubre de las compactas nubes de aves que revoloteaban por los aires, y el quejumbroso murmullo de las aguas, daban inequívocos indicios de que la naturaleza entera, lamentándose   —17→   de la presencia de la exterminadora plaga, se asociaba al universal llanto y consternación.

Es tan contingente y efímera la felicidad en este valle de lágrimas, que a menudo basta el más leve soplo de la veleidosa fortuna para crearla o disiparla como si fuese una burbuja de aire. He aquí por qué la ciudad de Lima, ayer todavía tan sonriente y bulliciosa, se había trocado ¡ay!, ¡en una vasta y solitaria necrópoli!

Es muy cierto que si durante la epidemia un aeronauta procedente de remotos países hubiese caído con su globo de improviso sobre Lima, su estupefacción le hubiera sugerido la creencia de que era una ciudad encantada, y que su construcción debió de encomendarse forzosamente a las hadas.

La fiebre amarilla obra sobre el cuerpo humano con una actividad incomparablemente mayor a la del cólera; pues a lo menos, este invisible y misterioso agente suele otorgar al hombre, comúnmente, algunas horas de tregua entre el mundo y la eternidad; mientras que aquella, hiriendo como el rayo, causa la muerte casi instantáneamente.

Entre la infinidad de emigrantes de la capital de la república peruana que volvieron la espalda al terrible contagio, debemos contar al héroe de esta historia, con la salvedad de que muchos de aquellos prófugos creyeron haber evitado el peligro trasladando sus reales a algunas leguas de la infecta capital, al paso que el último, impulsado   —18→   acaso por una dosis regular de instinto de la conservación, quiso interponer grandes moles de agua entre su persona y la desastrosa plaga. De modo, que al tener noticia de que un buque inglés aparejaba para zarpar del puerto del Callao con rumbo a Europa -y sin otro preliminar- resolvió tomar pasaje en él.

Despejemos ya la incógnita, es decir, trabemos conocimiento con el protagonista de nuestro relato. Al efecto, introduzcámonos en uno de los vagones arrastrado por el tren que salió de Lima en una tarde de principios de febrero, en dirección al puerto del Callao, que dista tres leguas escasas de aquella capital, y recorriendo dicho intervalo en media hora, veremos apearse del coche a un joven de veinte años, de moreno y agraciado rostro, de gallarda figura y distinguidos ademanes. Su traje, aunque despojado de ridículas pretensiones, le daba un aire de verdadero dandy. Sin embargo, la palidez que esmaltaba el semblante de nuestro héroe, y la inquietud que relejaban sus grandes, brillantes y expresivos ojos de azabache, al girar en sus órbitas con inusitada viveza, hubieran dado a entender al fisiólogo más miope, que nuestro personaje hacía impotentes esfuerzos para sofocar la pena que atormentaba su corazón y desvanecer las negras ideas que rebullían en su mente.

Llegar al Callao, saltar en una lancha y deslizarse en la cubierta del buque inglés, fue obra   —19→   de pocos minutos para nuestro pensativo y apresurado joven, el cual se llamaba simplemente Eduardo P..., y era español y natural de un pueblo del reino de Aragón.

Para internarnos con más seguridad en el laberinto de los sucesos que vamos a describir, no podemos dispensarnos de decir en este lugar cuatro palabras acerca la familia de Eduardo.

Los padres de éste eran unos honradísimos y modestos hacendados, de edad bastante avanzada, y cuya fortuna había sufrido rudos golpes y quebrantos en los terribles y sangrientos azares de la guerra civil. Así y todo, no perdonaron medio alguno para que el primogénito de sus hijos recibiera una brillante instrucción; por manera, que siendo aún muy niño le mandaron al colegio, donde su talento precoz secundado por su asidua aplicación le valió algunas notas de sobresaliente. Posteriormente Eduardo estudió en la universidad la carrera de jurisprudencia, hasta el cuarto año inclusive, con lisonjero éxito. Mas, en resumen: sabiendo el padre de nuestro joven que en todas las ciudades de la Península ibérica hormigueaban los abogados en ciernes, y que a muchos de los que se hallaban en pleno ejercicio de la facultad, ésta les reportaba poco o ninguno provecho positivo, pensaron que la carrera mercantil, si no tan honorífica, sería acaso más lucrativa para su idolatrado hijo.

Cuando éste supo la intención de su padre, y a pesar de sentir vivamente el tener que abandonar   —20→   la república de las letras en la cual cifraba su sueño dorado, accedió con la mayor sumisión y respeto a los deseos del autor de sus días. Empero, como Eduardo partía del vulgar adagio, de que en su propia patria nadie es profeta; arrastrado por otra parte por su acendrada afición al conocimiento práctico del mundo, su ardiente imaginación le estaba indicando sin cesar que necesitaba regiones más vastas y desconocidas donde campear libremente.

-Padre, dijo a este un día Eduardo; ya que os parece más útil que abandone mi carrera literaria para dedicarme al comercio, ¿no creéis que sería muy acertado el proyecto que abrigo en mi pecho?

-¿Y cuál es tu proyecto, Eduardo?, preguntó el anciano con sorpresa y examinando de pies a cabeza a su hijo.

-Mi proyecto consiste, amado padre, repuso el joven con cariñoso acento, en que con vuestro beneplácito iría a explotar el rico suelo peruano, donde es probable que en pocos años adquiera cuando menos un pequeño capital, como acaba de verificarlo Juan A..., nuestro pariente de Zaragoza que hoy está hecho un pigmeo capitalista.

El bondadoso padre de Eduardo se contristó en gran manera al oír la atrevida e inesperada resolución de su hijo, y derramó abundantes lágrimas al pensar que aquel hijo modelo, que nunca le había causado la menor pesadumbre y   —21→   en quien vislumbraba el báculo de su vejez, quisiese exponer su vida en una larga y peligrosa navegación. Así sucedió, que como si hubiese asaltado a la mente del buen anciano algún fatal presentimiento, exclamó exhalando un profundo suspiro y echando sus trémulos y descarnados brazos al cuello de Eduardo:

-¡No te vayas, hijo de mi alma! ¡El Perú está demasiado lejos, y... quizás... (tiemblo al pensarlo) te perderíamos para siempre!

Esa idea angustiaba mortalmente el atribulado corazón del buen anciano.

-Nada temáis, querido padre, se apresuró a responder Eduardo; Dios me asistirá. ¿No recordáis que en mi niñez, tanto vos como mi cariñosa madre me enseñasteis a ponerme de rodillas delante este Crucifijo (prosiguió el joven, designando a su padre la imagen del Redentor que había encima la mesa), haciéndome repetir una y mil veces, con mis balbucientes labios y en lenguaje sencillo, aquellas sublimes máximas cristianas que conservaré eternamente grabadas en mi memoria? ¿Habéis por ventura olvidado (añadió Eduardo, dirigiendo con modestia sus llorosos ojos al rostro de su padre) que una de aquellas máximas dice que Dios bendice y remunera en la vida presente y en la venidera los sudores y afanes del buen hijo cuando se encaminan a alcanzar el sustento y consuelo de aquellos que le dieran el ser? Sí; padre de mi corazón, añadió Eduardo con entusiasmo, besando con frenesí   —22→   la arrugada y huesosa mano de su padre regándosela con lágrimas, Dios que ve la pureza de mi amor filial, ¡no me desamparará, no!..., antes bien protegerá mi santa empresa.

El padre de Eduardo estuvo un minuto indeciso y como agobiado bajo el peso del dolor; mas por último, haciendo un heroico esfuerzo para dominarse y lanzando una mirada de dulzura a su hijo, dijo con voz trémula y profundamente conmovida:

-¡Pues, bien!, ya que te impulsa un fin tan santo y laudable, ¡parte, Eduardo, parte!... Tu madre, tu hermana y yo rogaremos a Dios por ti durante tu ausencia; y si a tu regreso de América, prosiguió entre sollozos, la muerte hubiese helado ya mis miembros y los de tu madre, y en lugar de volvernos a encontrar en esta morada, nuestras almas hubiesen volado al cielo y nuestros cuerpos estuviesen sepultados en la triste mansión del olvido... ¡ah! Al pasar por delante de la cruz del cementerio del pueblo, detente y ruega a tu vez por nosotros... ¡Dios te lo premiará!

-¡No! ¡No!, se apresuró a contestar Eduardo con tono de indecible angustia y con ademán de rechazar la fatídica suposición de su interlocutor; no, padre mío. El Omnipotente conservará vuestra interesante vida y la de mi buena madre, para que a mi regreso del Nuevo Mundo pueda endulzar con mi presencia y consuelos los achaques o enfermedades que la divina Providencia   —23→   tenga a bien enviaros en vuestra ancianidad.

Pocos días después del tierno y patético coloquio con su padre, Eduardo emprendió su viaje al Perú.

Es imponderable el sentimiento que causó la partida de Eduardo a la madre y hermana de este, en cuyo momento ambas estaban anegadas en llanto.

-Querido Eduardo, dijo el venerable anciano, echando su bendición paternal sobre su hijo que estaba humildemente postrado a sus plantas; al alejarte del techo paterno, ten siempre presentes nuestros cristianos y saludables consejos. Sobre todo pon toda tu confianza en la radiante estrella de la fe: ella será tu mejor guía y consuelo en todas tus aflicciones.

-¡Adiós, padres y hermana de mi alma!, exclamó nuestro joven, estrechando entre sus brazos a los tres individuos que constituían su familia, con una voz entrecortada por los sollozos que destrozaban su corazón, y que en vano trató de sofocar hasta que perdió en lontananza el campanario de su pueblo.

Eduardo permaneció dos años en el Perú, en una respetable casa de comercio de Lima, donde se granjeó el aprecio de todo el mundo con su afable trato, su profunda erudición y ejemplar comportamiento.

Reanudemos ya el roto hilo de los sucesos referentes al regreso de Eduardo a Europa, y volveremos a encontrarle en el acto de pisar nuestro   —24→   héroe el puente de la fragata bajo la presión de tétricos pensamientos según se desprende del lastimero monólogo que vamos a escuchar:

-¡Ah!, exclamaba el infortunado joven, mis pobres padres se impusieron grandes sacrificios pecuniarios a fin de reunir la cantidad necesaria para que viniera a este país a labrar mi bienestar y el de mi familia. Mas, ¡oh desdicha! Cuando la veleidosa fortuna empezaba a sonreírme; cuando alboreaba para mí una era de posteridad, la maldita fiebre amarilla infundiendo en mi pecho un miedo pueril, me rechaza de esta tierra de promisión donde he contraído ya tantas amistades. ¡Soy un cobarde e ingrato!, proseguía con tono de desesperación ¿qué dirán mis amados y ancianos padres cuando vuelva a abrazarles más pobre que al salir de mi pueblo? ¡Ah! Llorarán sí; pero sus lágrimas no serán de ternura y alborozo, sino... ¡de pesadumbre! Y como si no hubiese apurado hasta las heces el cáliz de amargura que corroe mis entrañas, el fatal destino me obliga a cobijarme en este momento bajo el odioso pabellón británico que tan funesto ha sido siempre a mi amada patria. Además de esto, poseo superficialmente el áspero y difícil idioma inglés, y tanto conozco al capitán y a la tripulación de esta fragata, continuó paseando una mirada extraviada en torno suyo, como al mismísimo sultán de Marruecos.

Infiera el juicioso lector por el precedente soliloquio de nuestro joven, cuán embelesadora era   —25→   la perspectiva del largo y arriesgado itinerario marítimo que éste iba a empezar.

Si Eduardo hubiese sido escéptico en materias de religión, era más que probable que, atendida su fogosa imaginación, hubiera resuelto el triste y complicado problema que se presentaba ante su vista levantándose la tapa de los sesos de un pistoletazo. Mas nuestro héroe era cristiano de corazón, y si bien la índole de su monólogo parece estar en contraposición con nuestro aserto, diremos que a veces acontece, aun a las personas más virtuosas, que la fuerza de la desgracia les arranca alguna momentánea expresión de orgullo o de impaciencia (como si no se conformaran con los males y tribulaciones que la divina Providencia les envía para que su virtud sea más acrisolada y su fe más viva); empero ese estado anómalo y fugaz del alma verdaderamente cristiana (que no se explica más que por nuestra fragilidad) nos impone el estricto y saludable deber de vigilarnos continuamente, para estar prevenidos contra cualquier ataque del enemigo; y si por desgracia éste consigue alguna vez abrir una pequeña brecha en la ciudadela de nuestra alma, imploremos enseguida con fervor el perdón y auxilio de lo alto, para que a la marea fétida de las pasiones suceda pronto el benéfico reflujo de los pensamientos y afectos cristianos.

Esto fue lo que experimentó Eduardo, quien, a poco de haber desahogado su pecho con expresiones de embozada rebeldía contra los designios   —26→   de la divina Providencia, se acordó que era cristiano, y pidió perdón a Dios del fondo de su alma suplicándole que le inspirara y le asistiera en su angustiosa situación.

Dejemos a nuestro joven por un momento entregado a sus cristianas reflexiones.

La fragata inglesa que debía conducir a Eduardo a Europa era un buque de colosales dimensiones. Por poco que se fijara en ella la atención, se adivinaba que su partida de bautismo debía de haber pasado al estado fósil. La oxidada capa de cobre que envolvía su casco, como cansada ya de su dilatado servicio, se caía a pedazos; su proa al revés de las modernas que casi terminan en ángulo agudo, era muy achatada; su quilla obtusa; debajo de su beauprés sólo se veían restos de cariátide. Agréguese a esta suma de imperfecciones una arboladura nada esbelta, y obtendremos un conjunto que rayará en lo diforme: en resumen la silueta de nuestro buque destacándose sobre el lienzo plomizo del horizonte, tenía alguna analogía con las antiguas galeras romanas.

El repulsivo aspecto de aquella gran masa flotante no era ciertamente el más a propósito para tentar a ningún armador a fletarla por su cuenta, y mucho menos halagar a nadie para lanzarse con ella a una larga y arriesgada navegación. Así fue que la mala catadura de aquella vetusta y antiestética embarcación anubarró más y más la frente del meditabundo joven que, como llovido   —27→   del cielo, acababa de poner en ella sus pies.

Réstanos hacer ahora una minuciosa descripción del interior de la fragata, que iba cargada de guano desde el fondo de su cala hasta la línea de flotación. Debajo del puente no quedaba más que un pequeño vacío en la obra muerta.

En el extremo de proa se tropezaba con una cámara baja de techo, sucia, nauseabunda y de tan mezquinas dimensiones, que sin tener la más ligera noción de geometría se comprendía desde luego que los veinte marineros que debían de albergarse en ella estarían poco menos que en prensa.

Continuando nuestro paseo por el puente de la fragata inglesa, hallaremos el palo de mesana, y pegada a este mástil, mirando a popa, una pequeña cocina. Desde allí no se veían en medio del puente más que cuatro grandes pipas de agua colocadas en sentido longitudinal y formando una doble hilera. En la mitad del intervalo que separaba el palo mayor del de popa, se levantaba un segundo puente a unos diez palmos de altura sobre el primero, al cual se subía por dos angostas y simétricas escaleras adheridas a ambos costados del buque. Cada escalera tenía a su lado, y a cosa de un metro más adentro de su respectiva base, una puerta que conducía al comedor. En el centro de éste se destacaba una mesa en cuyo torno cabían holgadamente diez personas. Esta mesa estaba sujeta al tercer mástil por medio de una muesca semicircular practicada en su   —28→   extremo transversal y que se amoldaba exactamente a la semicircunferencia del árbol: un banco enclavado en el suelo en ambos lados de la mesa completaba el mueblaje del comedor, en cuya pieza había cuatro grandes camarotes; dos a babor y otros dos a estribor. En ellos dormía la plana mayor de la tripulación, esto es, los dos pilotos, el contramaestre, el carpintero, y aun el despensero; porque aunque parezca que este personaje excede nuestro cálculo, en la hipótesis de que cada camarote estuviese ocupado por un solo individuo, con todo creemos que podremos justificarnos de nuestra inconsecuencia numérica a los ojos del lector, cuando le digamos que en cada uno de los cuatro camarotes había dos camas.

En el ángulo izquierdo del fondo del comedor se encontraba una puerta de comunicación con una escalera secreta encajonada entre el tabique del comedor y el de la espaciosa cámara del capitán. Enfrente de la antedicha escalera había un pequeño gabinete que servía a un tiempo de despensa y de depósito de vajilla.

En la cámara del capitán había igual número de camarotes que en el comedor: los dos de estribor estaban destinados exclusivamente al capitán, y los otros dos a los pasajeros. La puerta de la cámara era frontera a la del comedor, teniendo a su lado una estufa rodeada de una pequeña y elegante barandilla de hierro con pasamano de reluciente latón. Enfrente del calorífero   —29→   se levantaba una mesa con un tapete de charol floreado; y detrás de ella, y adosado al testero de la cámara, se veía un mullido, y cómodo sofá forrado de cuero negro: la cámara del capitán recibía la luz, perpendicularmente por una escotilla o abertura cuadrada que se cerraba con una precisión hermética.

Subiendo por la mencionada escalera interior, nos hallaremos en el puente rodeado de una barandilla de hierro embadurnada de amarillo, con la rueda del timón junto al extremo de popa; en la parte opuesta, o sea en el remate de la fachada del comedor y sobre la cara de proa, hubiéramos podido observar el escudo de armas de Inglaterra que figuraba apoyarse en una cornisa que se extendía en forma de ancha y ondulante cinta, en cuyas caprichosas sinuosidades se leía con letras doradas de relieve: «Lord Efingham». Éste era el nombre de la fragata.

Hemos dejado a Eduardo ensimismado e inmóvil en los umbrales del buque. La inesperada visita y enigmática actitud de aquel ente tan singular excitaron vivamente la curiosidad de las pocas personas que se hallaban a bordo en aquel acto, hasta que el misterioso, y al parecer petrificado desconocido, fue desencantado por un rubio marino que se acercó a nuestro joven, al cual demostró la potencia de su garganta con la siguiente frase que a los oídos de Eduardo hizo el mismo efecto que un rebuzno:

-¿What's the matter with you, sir?, que   —30→   equivale en español a: «¿Qué se os ofrece, caballero?»

La ininteligible, ruda y sonora interpelación del marino, proferida a boca de jarro, recordó a Eduardo que se hallaba a bordo de un buque inglés; de modo que haciendo un supremo esfuerzo para coordinar sus inconexas ideas, contestó casi maquinalmente y mirando a su interlocutor:

-I don't understand you sir, «No os entiendo, caballero?»

Pero el marino tampoco dio señales de haber entendido a Eduardo.

Entonces ambos personajes mirándose de hito en hito, y como quien ve visiones, repitieron cada uno a las barbas del otro su pregunta y respuesta respectivas, hasta la saciedad, sin dar tregua a la lengua y robusteciendo gradualmente la voz; en términos, que recorrieron toda la escala musical hasta llegar al do de pecho.

Sin embargo, después de su largo, empeñado y recíproco tiroteo de palabras en proporción ascendente, ambos interlocutores quedaron tan a oscuras como al principiar la lucha.

Quiso la mala estrella de Eduardo, que el marino que le interpeló (único visible en el puente a la sazón) era sueco, y hablaba mal y pronunciaba peor el idioma británico; y nuestro héroe tampoco descollaba en esta parte, como sabe ya el lector.

Es un principio inconcuso en mecánica, que dos fuerzas de iguales masas y densidades, actuando   —31→   en dirección encontrada, y con idéntica velocidad, al entrechocarse se destruyen recíproca y proporcionalmente, dando por resultado el reposo. Pues bien, si este axioma de mecánica lo aplicamos al fenómeno ideológico que nos ocupa, quizás daremos con la clave de su explicación.

Eduardo y el marino sueco poseían cada uno en su cerebro una pequeña dosis de inglés que expresaban ambos defectuosamente. De modo, que sin proponemos herir el amor propio de ninguno de nuestros dos personajes, podemos establecer que las fuerzas se equilibraban, resultando de ahí el quietismo intelectual.

Por fin, Eduardo viendo que con el pedernal de su lengua no podía sacar una chispa de mutua inteligencia, apeló a la mímica de persuasión universal, y extendiendo su brazo señalaba enérgicamente con una mano hacia el mar, mientras que con la otra sacó su portamonedas del bolsillo, y abriéndolo, deslumbró con algunas monedas de oro la vista de su interlocutor, quien, fascinado por el brillo del precioso metal, comprendió al momento que Eduardo quería dar oro para atravesar el mar con la fragata que iba a darse a la vela.

Entonces el marino hizo ademán de dirigirse hacia el interior del buque, y murmuró:

-¡Well! ¡Well! I shall say it to the captain, «¡Bien! ¡Bien! Voy a decirselo al capitán».

-¡Yes! ¡Yes!, «¡Sí! ¡Sí!», contestó Eduardo cruzando una mirada con su interlocutor, por cuyo   —32→   ademán, ya que no por sus incomprensibles palabras, traslució la intención de éste, que luego desapareció de la vista de Eduardo, internándose en el comedor.

Aunque Eduardo no había jamas hablado el inglés con los hijos de Albión, y sabía cuánto cuesta entender por primera vez la verdadera pronunciación inglesa a los que están poco versados en el idioma; con todo comprendió desde luego que su interlocutor no había nacido en la patria de John Bull.




ArribaAbajo- II -

A pesar de su precipitada marcha de Lima, Eduardo no olvidó comprar al paso un diccionario de bolsillo, español-inglés, para que le sirviera de intérprete en los pugilatos lingüísticos que pudiera verse obligado a sostener durante su largo viaje marítimo. Desde los primeros días de navegación nuestro joven hojeaba incesantemente las páginas de su bibliográfico e inanimado cicerone, y con su asidua aplicación y talento consiguió comprender y hablar muy regularmente en tres meses el difícil idioma británico.

Cuando nuestro héroe llegó al buque, la tripulación estaba en cuadro, es decir, que a bordo sólo había los dos pilotos, los tres individuos restantes que ocupaban los camarotes de popa, y el marinero sueco que interpeló a Eduardo.

  —33→  

Al terminar la cómica escena entre éste y su interlocutor, habían transcurrido diez minutos desde que Eduardo penetró en el buque: durante la primera mitad de este intervalo, nuestro joven estuvo hecho una estatua, y bien lejos de acordarse que se hallaba a bordo de una fragata inglesa, y aunque el desagradable aspecto de ésta había añadido una negra pincelada al sombrío cuadro de su imaginación; sin embargo esta idea quedó luego sumergida en el mar de tristes cavilaciones que ahogaban en aquel instante el pecho de nuestro joven.

La presencia de Eduardo en la fragata fue observada casi desde su aparición por los dos pilotos que saboreaban el humo de sus pipas en el extremo de proa (e indolentemente apoyados contra la cámara de los marineros), y por el contramaestre que estaba en el comedor, desde donde acechaba los movimientos y oía las palabras de nuestro joven, asomando su cabeza con frecuencia y cautela a la puerta de babor.

La inesperada visita y misteriosa actitud de Eduardo, y más que todo, su conversación con el marinero sueco, divirtieron en extremo a los dos pilotos, que examinaban impunemente, y a su sabor, la cómica escena que cerca de ellos se representaba. Empero no produjo el mismo efecto en el ánimo del contramaestre o boatswain, que era un hombre de cincuenta años y de complexión atlética, pero cuya superstición rayaba en lo increíble.

  —34→  

-¡Mister Mac-Kievet!, (así se llamaba el capitán), gritó en tono de alarma el contramaestre despues de haber hecho un detenido y minucioso examen de nuestro joven, y en tanto que éste abría su portamonedas ante el marino sueco.

-¿Qué hay de nuevo?, preguntó fríamente el capitán desde el fondo de su cámara, donde miraba los derroteros trazados en un mapa extendido sobre la mesa, a la cual cubría como un tapete.

-Que a bordo tenemos un joven misterioso, que a primera vista creí que era mudo, sordo y paralítico, repuso el contramaestre.

-¿Qué decís?, replicó el capitán.

-¡Que ha caído sobre el puente un mochuelo de mal agüero, que quizás nos trae alguna calamidad!, dijo el supersticioso contramaestre con acento triste.

El contramaestre no vio a Eduardo precisamente en el acto de penetrar éste en el buque, sino que nuestro joven se ofreció a sus ojos como una aparición maravillosa cuando estaba entregado a sus sombrías reflexiones; añádase a esta circunstancia agravante la fiebre amarilla que hacía estragos en las tripulaciones de los buques surtos en las aguas del Callao, y no nos sorprenderá que estos móviles fueran capaces de exaltar la imaginación del sencillo contramaestre de suyo propensa a la nigromancia, hasta el punto de creer que la magia había intervenido en la presencia de nuestro héroe a bordo.

  —35→  

Pero ¿qué mucho que el rudo y sencillo contramaestre se dejara arrastrar por el vuelo de su imaginación, impregnada de ideas supersticiosas, cuando vemos con asombro que en nuestros tiempos, hombres que blasonan de despreocupados y de apasionados amantes de la cultura, del progreso y de la civilización, creen en las evocaciones de espíritus, en los estupendos efectos del sonambulismo, de los mediums, de las mesas giratorias, y en toda esa interminable retahíla de cuentos de vieja, de fábulas, de delirios y de aberraciones fraguados por la impiedad con infernal malicia e hipocresía para descaminar las inteligencias y pervertir los corazones?

Pues ¡qué!, (podría objetárseles a esos hombres incrédulos en las verdades positivas del Catolicismo, y crédulos en demasía en abominables fantasmas). ¿Tan gastado está ya el paladar de vuestro espíritu para que desechéis los manjares sabrosos y nutritivos con que os brinda la religión católica, posponiéndolos al insípido, indigesto y pestilente pasto que os ofrecen en vajilla de oro vuestros falsos apóstoles? Que, ¿tan debilitado está el órgano de vuestra visión para que os deslumbre el sol de verdad y justicia que reside en el seno del Catolicismo, y da vida, alegría y esperanza a cuantos abren sus ojos para recibir en ellos sus benéficos rayos?

Esperamos que la benevolencia del lector nos dispensara esta pequeña digresión, en gracia de la oportunidad e importancia del asunto, y que   —36→   han arrancado involuntariamente de nuestra pluma esas ideas erróneas y perniciosas que vemos flotar con tristeza en la superficie del océano intelectual de nuestra época.

El capitán, que estaba dotado de un temple varonil a toda prueba, sonriéndose y despreciando la fanática suposición del contramaestre, se levantó tranquilamente de su silla, despidió una espesa bocanada de humo que acababa de aspirar de su pipa, y fue al encuentro del inopinado intruso.

En aquel momento, el rubio y rollizo marino sueco que había ido a avisar al capitán, tropezando con éste en la puerta de su cámara, le enteraba del objeto que trajo a bordo al desconocido extranjero.

Al apersonarse nuestro héroe con el capitán, y como si ambos hubiesen estado en contacto con la batería eléctrica, experimentaron una misma sacudida, es decir, el mismo sentimiento de benevolencia y satisfacción estereotipado en el cruzamiento de sus afectuosas miradas; aquellos dos nobles corazones que la casualidad había juntado, habían nacido evidentemente para identificar sus destinos.

La primera duda que tuvo el alma cristiana de Eduardo al ver al capitán, fue la siguiente: ¿Será protestante? La afirmativa le desconsolaba.

Mister Mac-Kievet era un robusto y consumado marino, de baja estatura y de rubicundo y simpático rostro (que representaba de cuarenta   —37→   y cinco a cincuenta años), adornado con las tradicionales patillas, características de los hijos de Albión: en los ojos del capitán se leía una gran firmeza de carácter y dominio de sí mismo.

No tiene nada de particular, antes bien es muy natural, que atendido el calor sofocante que hacía en la época en que empieza esta historia, el capitán saliese en mangas de camisa; pero no sabemos si el lector dará crédito a nuestras palabras, cuando le digamos que nuestro personaje mandaba algunas veces la maniobra en el cabo de Hornos con tan sencillo traje, en una temperatura de veinte y cinco a treinta grados centígrados bajo cero.

A pesar de que el diario de su larga carrera náutica consignaba algunos viajes a los puertos hispanoamericanos del Pacífico, la dosis de español que poseía el capitán era tan microscópica y antiacadémica, que hubiera podido estremecer en su tumba al inmortal autor del Quijote.

-Sois limeño, ¿no es verdad?, preguntó cariñosamente el capitán en español al encararse con Eduardo.

-Soy español, respondió éste.

-Y queréis tomar pasaje en mi fragata para volver a vuestra patria, ¿no es así?, prosiguió mister Mac-Kievet, examinando al joven de pies a cabeza.

Eduardo hizo un ademán afirmativo. Pero viendo éste cuán grande era el embarazo que experimentaba   —38→   el capitán al hablar el idioma de Castilla, le dirigió tímidamente la siguiente pregunta en inglés:

-¿When shall we set sail for England? «¿Cuándo saldremos para Inglaterra?»

-¿You speak english, then? I am very glad of it. «¿Habláis, pues, inglés, caballero? ¡Cuánto me alegro!», dijo el capitán estrechando la mano del joven español. We shall go away tomorrow evening. «Saldremos mañana por la tarde», continuó.

Entonces el capitán, creyendo sin duda que Eduardo poseía perfectamente el inglés, empezó a hablarle con tono familiar de varias cosas relativas al viaje que iban a emprender. Pero mister Mac-Kievet se convenció luego de que la mayor parte de sus tiros no daban en el blanco, pues nuestro héroe entendió tan pocas palabras de la conversación del capitán, que se quedó poco menos que en ayunas, y miraba a este con un palmo de ojos.

-¿Cómo os llamáis, caballero? preguntó el capitán a su interlocutor despues de una corta pausa.

-Eduardo P...

-Pues bien, venid conmigo, mister Eduardo, dijo el capitán tirando blandamente a éste por el brazo e introduciéndole en su cámara. Aquí tenéis vuestro camarote, prosiguió designándole el camarote más próximo a popa de los dos que, como llevamos dicho, había a babor.

  —39→  

Enseguida mister Mac-Kievet, con extremada amabilidad, hizo sentar a Eduardo en el sofá de la cámara, y al mismo tiempo vociferó:

-¡Steward!

Acudió al llamamiento del capitán un hombre de cuarenta años, en cuyas facciones estaba pintada la astucia, y cuyas anchas espaldas hubieran podido causar celos al mismo Hércules; en uno de sus musculosos brazos, que llevaba arremangados hasta el codo, se veía un mamarracho formado en la epidermis; tal era el steward o despensero de a bordo.

-¿Qué se os ofrece, sir?, preguntó el despensero con tono respetuoso y mirando al capitán.

-Este caballero viene a tomar pasaje en la fragata, repuso el capitán designándole a Eduardo. Prepárale una cama en este camarote, añadió tocando con la mano el camarote que hemos mencionado.

-Está bien, sir, contestó el despensero lanzando una furtiva mirada a Eduardo, que parecía significar: «Cumpliré esmeradamente mi obligación para con vos; pero cuento para ello, con el auxilio de vuestro bolsillo.»

Mientras que el despensero se disponía a obedecer la orden del capitán, Eduardo satisfizo a éste el importe de su pasaje.

Había algún tiempo que el buque inglés, procedente de California, se hallaba fondeado en las aguas del Callao, y, como sucede comúnmente   —40→   en todos los puertos de América, los marineros europeos suelen dispersarse y rescindir sus contratas al llegar a ellos, por varios motivos.

La fiebre amarilla, cebándose en la gente de mar, había diezmado atrozmente las tripulaciones de los buques anclados en el puerto del Callao. Así aconteció que en la época que nos sirve de piedra cronológica fundamental para levantar el edificio de nuestra historia, los capitanes, sin reparar en la mayor o menor brillante de la hoja de servicios de los nuevos individuos que debían llenar las bajas de sus mermados equipajes, solicitaban por el contrario con avidez los pocos marineros cosmopolitas que podían reclutar hasta reunir el número indispensable para emprender el viaje.

Apenas nuestro héroe hubo satisfecho su pasaje al capitán, cuando se asomó a la cámara del último un joven marino de agradable figura, y cuyo cuerpo adornaba una chaqueta encarnada y de lana muy fina: este nuevo individuo era el primer piloto.

-Y bien, mister Benson, preguntó el capitán al divisar el piloto; ¿han llegado ya esos perros?

-Están izándolos a bordo, repuso el interpelado, creyendo que la pregunta del capitán era alusiva a la llegada de los marineros a bordo.

En efecto, la operación que se practicaba en la fragata en aquel momento, era la más repugnante que imaginarse cabe.

  —41→  

Junto al costado de babor, y cerca del castillo de proa, había dos hombres que arrojaron un cable a los remeros peruanos que acababan de conducir en dos botes a la nueva tripulación, compuesta de veinte hombres, que, en aquel instante, representaban otros tantos borrachos. Los remeros daban una vuelta de cable en derredor de aquellos cuerpos, ebrios hasta la inercia, y los dos hombres de a bordo iban izándolos uno a uno, por medio de una polea sujeta a una gruesa barra.

Eduardo, que acababa de salir de la cámara del capitán, presenciaba aquel innoble espectáculo con amargura.

-¿Por qué se embriagan tan bestialmente?, preguntó nuestro joven a uno de los remeros peruanos que estaba sentado sobre la baranda del buque designándole los marineros que roncaban tendidos sobre el puente en diversas y no muy decorosas actitudes, y apartando la vista con asco y compasión de aquellos embrutecidos rostros que revelaban el más estúpido idiotismo.

-¡Bah!, exclamó el remero, ¿qué cosa más natural que los pobres marineros se diviertan al saltar en tierra después de tantos meses de sufrimientos y privaciones?... Sí, sí; conviene que los muchachos se diviertan, añadió.

-¡Ah!, contestó Eduardo escandalizado, ¡llamar diversión a una de las más feas y asquerosas llagas del cuerpo social! No, no es posible que haya almas tan viles que a sangre fría hagan   —42→   la apoteosis de un vicio tan abominable dijo para sí.

-¿No sabéis acaso, repuso su interlocutor admirado de la estricta moral de Eduardo que mientras el buque navega, les está formalmente prohibido el probar siquiera una gota de vino? Justo es, pues, que los muchachos menudeen los tragos cuando la ocasión les brinda. Por otra parte, es mil veces preferible que les dé la borrachera estando en tierra, que no, como sucedía antes, que se les veía beodos en lo más recio de una tempestad, lo cual ocasionaba no pocos naufragios.

-De todos modos, replicó Eduardo, es atentatorio a la salud y a la sana moral el que se beba hasta perder el juicio, que es la más bella joya que adorna el entendimiento humano; pues la embriaguez transforma al hombre en un inmundo animal, haciéndolo odioso a Dios y a sus semejantes.

-¡Medrados estamos! ¡Querer enmendar los radicales e incurables vicios de los marineros! ¡Ah! ¡Eso es ladrar a la luna!, dijo el remero con ironía. Si vos hubieseis tratado más de cerca a esos hombres como yo, añadió con el mismo tono y señalando con la mano a los marineros borrachos, de seguro que no se os hubiera ocurrido semejante disparate: ¡qué cándido sois!

Dichas estas palabras, el remero peruano miró estúpidamente a Eduardo, y se separó de éste prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada.

  —43→  

-¡Imbécil!, pensó nuestro héroe viendo alejarse a su interlocutor.

Aquella noche, que fue la primera que Eduardo pasó a bordo de la fragata Lord Efingham, nuestro joven no pudo conciliar el sueño por el ruido infernal que hacían los marineros, quienes, al cabo de algunas horas de estar tendidos sobre el puente, empezaron a despertar de su profundo letargo, y, a medida que los vapores alcohólicos iban disipándose de sus cabezas, corrían como unos locos de un extremo al otro del buque, derribándose mutuamente, revolcándose por el suelo, y aullando como tigres rabiosos.

Al día siguiente cambió la decoración: aquellos marineros eran ya otros hombres; y si sus corazones no hubieran estado tan encallecidos en el vicio, acaso les asomara el rubor a las mejillas al pensar en su vergonzosa orgía de la víspera... mas no: aquellos seres desventurados habían alcanzado el último grado de inmoralidad, y no debían sonrojarse, ni mucho menos arrepentirse, de sus báquicos y torpes festines.

Eduardo, en su corazón de ángel, no podía comprender que existiese en el mundo tanta degradación: esta desconsoladora idea embargó su mente por completo durante aquella noche.

La fragata inglesa debía zarpar del puerto en la tarde de aquel mismo día; en consecuencia, así que amaneció, Eduardo quiso volver al Callao para enterar de su marcha a Europa y despedirse de dos virtuosos y simpáticos religiosos   —44→   franciscanos españoles, a quienes nuestro héroe trató muy familiarmente en Lima.

-¡Buenos días!, dijo Eduardo al entrar en la casa de los dos eclesiásticos.

-¿Cómo va, Eduardo?, preguntaron ambos a un tiempo con interés.

-Mejor de lo que yo podía esperar; pues parece que Dios se complace en colmarme de inmerecidos beneficios. Figuraos que ayer, prosiguió Eduardo fijando la vista en sus dos interlocutores, que como no ignoráis fue uno de los más funestos días que consignan los anales necrológicos de la epidemia que aflige la ciudad de Lima, alimenté el fatal presentimiento de que permaneciendo en ella un día más hubiera sido víctima de la fiebre amarilla. Resolví, pues, regresar a Europa con el primer buque mercante que saliera para dicho punto, y luego supe que iba a hacerse a la vela una fragata inglesa. Pero mi situación es sumamente angustiosa, continuó el joven con voz entrecortada, y necesito todos los auxilios de la gracia para sobrellevar con resignación el pesar que ahoga mi pecho.

Entonces Eduardo, con triste acento, hizo a los religiosos una detallada relación, interrumpiéndola a menudo con lágrimas y sollozos, de todos los temores que exaltaban su imaginación, como hemos visto en su patético monólogo.

Las palabras de Eduardo interesaron y enternecieron vivamente a los dos religiosos, quienes a porfía se esforzaron en consolar al joven con   —45→   todas las reflexiones que les sugirió en aquel acto su mente cristiana.

-¡Cuánto sentimos vuestra marcha, Eduardo!, dijo uno de los religiosos. Pero no queremos desbaratar vuestro proyecto: ¿quién sabe si prolongaréis la existencia de vuestros ancianos padres estando a su lado, y rodeándolos de vuestro amor filial?

Después de una corta pausa, en que Eduardo dio expansión al llanto que le excitaron las palabras pronunciadas por uno de los religiosos, Eduardo habló a estos de la simpática fisonomía y afable trato del capitán.

-¿Sabéis si es protestante, Eduardo?, inquirió uno de los hijos de san Francisco.

-Lo ignoro positivamente, repuso el interpelado; pero si el capitán es protestante, será de seguro de los más devotos; pues como mi camarote está enfrente del suyo, anoche pude observar desde mi cama, que estuvo largo rato de rodillas, con los codos apoyados en una silla, y teniendo su cabeza oculta entre ambas manos: era evidente, añadió Eduardo, que el capitán ejecutaba algún acto religioso, lo que me sorprendió; porque según yo tengo entendido, los sectarios de Lutero y de Calvino no suelen cumplir en una actitud tan humilde sus prácticas religiosas.

-¡Así es! ¡Así es! Eduardo, respondió uno de sus interlocutores. Lo que nos acabáis de decir me hace sospechar que el capitán es irlandés, ¡y por lo tanto profundamente católico!

  —46→  

-En este caso, dijo Eduardo, será una de las mayores dichas que Dios me habrá concedido; pues sentiría en el alma que una persona adornada con tan recomendables prendas como el capitán, estuviera sumergida en ese insondable y tenebroso piélago de absurdos, inconsecuencias vacilaciones a que dan el nombre de Protestantismo.

-¡Bravo, Eduardo!, exclamaron a coro sus dos interlocutores. Un teólogo no hubiera hablado con más propiedad que vos, añadió uno de ellos. Dios os premiará por vuestro ardiente celo en favor de nuestra Religión.

-¡Única verdadera!, observó su compañero con santo entusiasmo.

-Eduardo, dijo el otro hijo de san Francisco con gravedad; sois muy joven. Por Fortuna, vuestros religiosos padres han cifrado toda su felicidad en formaros cristianamente el corazón: las tiernas y fervorosas palabras que acaban de salir de vuestra boca son un argumento irrecusable de que la semilla cristiana está honda y sólidamente arraigada en vuestro pecho; pero a pesar de esta dichosísima circunstancia, debo advertiros que os halláis en una edad crítica rodeada de peligros; en una edad (prosiguió el religioso mirando con dulzura a nuestro joven) en que esas punzantes espinas que envuelven la delicada y bella flor del corazón proclaman despóticamente su imperio. ¡Ay de los que en el deshecho temporal de sus pasiones no se agarran   —47→   fuertemente a la única áncora de salvación, es decir, a la divina tabla de nuestra augusta Religión!...

Eduardo escuchaba, profundamente conmovido, las frases de elocuencia cristiana que brotaban de los labios de aquel venerable sacerdote, y se preguntaba a sí mismo: «si era posible que la sublime moral cristiana que inspiraba tan magnánimos sentimientos, estuviese casi relegada al olvido, y que muchos hombres despreciaran en sus tribulaciones el único lenitivo que podía hacérselas llevaderas».

-El prolongado ejercicio de mi sagrado ministerio, continuó el hijo de san Francisco, me ha familiarizado con todos los graves males y miserias que afligen a la humanidad. El gran teatro del mundo ha desplegado ante mis ojos muchas tragedias. Al abrir el voluminoso libro de mi vida religiosa, hallo una página para los moribundos en su lecho de dolor; otra, para los malvados en su horrible desesperación; otra, para los reos en su cadalso; otra, para los pecadores en el arrepentimiento de sus crímenes; otra, para los miserables en su hambre, orfandad y desnudez, y otra, finalmente, para los virtuosos perseguidos por las enfermedades, la pobreza y la calumnia. ¡Y en la actualidad!... ¡Ah!, continuó el buen religioso con lastimero acento, en tanto que acompaño con la caridad cristiana hasta los umbrales de la eternidad a muchas víctimas de esa gran hecatombe que esta haciendo ese   —48→   ángel exterminador invisible, ¡cuántas desgarradoras escenas no he presenciado! Ciñéndome sólo al día de ayer, que fue uno de los más aciagos de la epidemia, mi ministerio me hizo penetrar en un hogar doméstico: mas ¿cómo pintar al vivo las emociones que sentí?... Penetré, pues, en una reducida habitación, donde todos los objetos reflejaban la más espantosa miseria; allí vi tendido y agonizando sobre un humilde jergón a un hombre que con su módico salario sustentaba a su enferma mujer, y sus tres pequeños, escuálidos y medio desnudos niños, los cuales rodeaban el haraposo lecho del moribundo, alargando sus demacradas manecitas, y gritando cuanto les permitían sus infantiles voces: «¡Pan! ¡Pan! Tenemos hambre, papá!» Pero los lastimeros clamores de aquellos angelitos se perdían en el vacío. ¡Oh! Querido Eduardo, ¡si hubieseis visto las satánicas contorsiones del rostro de aquella infortunada mujer, o mejor dicho, de aquel esqueleto viviente, que, en el vértigo de su delirio, parecía una hiena; pues sus dientes rechinaban terriblemente, de su boca salían espumarajos, y sus ojos hundidos parecían dos globos de fuego fulgurando siniestramente en el fondo de dos cavernas! ¡Inocentes criaturitas, pensaba yo echando una mirada de compasión sobre aquellos infelices niños, es en vano que llaméis a vuestro padre, el calor de vuestras débiles voces es impotente para reanimar a sus heladas cenizas! Empero, no desconfiéis... su alma, que   —49→   está gozando ya de las delicias de un opíparo y perpetúo festín, dejará caer, sí, ¡algunos restos sobre vuestras inmancilladas cabecitas!

¡Qué cuadro tan horroroso! ¡Dios mío!, exclamó Eduardo enjugando con su pañuelo las lágrimas que asomaron a sus pupilas.

-¿Qué nos enseñan, pues, esas tremendas catástrofes que inundan el mundo de miseria, de sangre y de dolor?, prosiguió el religioso. ¿Qué nos patentizan, sino que las terribles consecuencias del pecado original gravitan sobre el corazón humano como la marmórea losa del sepulcro sobre los cadáveres?... ¡Por más que se diga y por más que se haga, las huellas del primer delito no se borrarán jamás!

No faltan en nuestros días, por desgracia, aduladores que con sus escritos tan pomposos como huecos embaucan al pueblo, haciéndole creer que van a desvanecerse los celajes de color de rosa que le ocultan todavía el esplendoroso horizonte del porvenir.

El pueblo está tan obcecado, Eduardo, que no advierte que con la más refinada hipocresía le están robando su sangre, su dinero, y... lo que es peor, sus creencias religiosas; y que esas aromáticas flores con que se pretende alfombrar las escarpadas veredas de la vida humana, son barridas, cual liviana paja, por los irresistibles huracanes de la adversidad, y que en su lugar ¡ay!, sólo quedan espinas y abrojos.

¡Miserables!, prosiguió el religioso con tono   —50→   de indignación; basta ya de farsa; ¡caiga de una vez vuestro pérfido antifaz! Y, antes que manchéis el papel con la ponzoñosa baba de vuestros escritos que infiltran la hiel en los corazones de las masas... ¡ah! como si sintierais en vuestra mano la picadura de una víbora, ¡arrojad vuestra pluma a un inmundo muladar!

-¡Qué fotografía tan exacta acabáis de sacar del mundo social!, dijo Eduardo con ternura y clavando los ojos en el orador y apretándole la mano con efusión. ¡Gracias! ¡Gracias! (añadió el joven) por los excelentes consejos que me habéis dado con el más cristiano desinterés. Nunca olvidaré la interesante conversación que acabamos de tener.

Al decir esto, y con los ojos anegados en llanto, nuestro héroe, abrazó cordialmente a sus dos interlocutores.

-Eduardo, dijo el religioso que había exhortado al joven así que este traspasaba los umbrales de la casa del primero, ¡alerta, hijo! Hay muchos lobos con piel de oveja que ceban principalmente su voracidad en el tierno redil de la juventud. Traed continuamente a vuestra memoria las saludables máximas evangélicas que os han inculcado vuestros cristianos padres desde vuestra más tierna infancia. Con estos poderosos auxilios podréis bogar siempre sereno por el azaroso mar de la vida: en la bonanza, para no ensoberbeceros; en el infortunio, para no desalentaros.

  —51→  

-¡Adiós, Eduardo!, exclamaron ambos religiosos. Dirigiremos nuestras humildes preces al Todopoderoso para que os conceda un feliz viaje.

Cuando el joven español regresó a bordo de la fragata inglesa, los marineros estaban cantando, o mejor aullando la cosmopolita canción acostumbrada al levar el ancla, acompasándola con los tirones que daban a la cadena a medida que amontonaban sus eslabones con estruendo sobre el puente.

Después que los marineros hubieron terminado su vocinglera y estrepitosa cantinela, la fragata Lord Efingham, desprendida de las ataduras de hierro que la aprisionaban en las aguas del Callao, desplegó majestuosamente las velas que luego impulsó la brisa.

En aquel momento el sol, sepultando su radiante disco de oro en la anchurosa y azulada tumba del océano, doraba con sus oblicuos rayos las puntas de los mástiles del buque y las cimas de las montañas, y la excelente música de una fragata de guerra norteamericana, fondeada en la embocadura del puerto, henchía los aires con las melodiosas notas del patético final de la Norma.

Eduardo contemplaba, mudo de asombro, aquel grandioso y sublime espectáculo, pensando en sus amados padres, en los amigos que había dejado en Lima, y echaba una última y tierna mirada a aquellas hermosas playas que un día   —52→   pertenecieron a su patria, y en donde la peste hacía tantos estragos.

Dejemos que la incansable aguja del tiempo recorra todavía algunos minutos de su cuadrante de seis mil años, y el negro telón de la noche caerá sobre el magnífico panorama que arrobaba el espíritu de Eduardo: la tenue luz crepuscular se extinguirá; un vasto paño mortuorio envolverá en sus millones de sinuosos pliegues a las hermosas y fértiles costas del Perú, ¡y los sentimentales y ya amortiguados ecos de la inspirada composición de Bellini espirarán en la inmensidad del espacio!




ArribaAbajo- III -

La fragata Lord Efingham andaba tanto como era compatible con su chabacana estructura, abriéndose paso trabajosamente al través de la superficie líquida del océano.

En la primera noche de navegación el capitán y Eduardo estaban sentados en el sofá de la cámara, y el primero enseñó su libro de devoción al último, alargándoselo y diciéndole:

-Aquí tenéis mi libro de devoción, Eduardo.

-¡Es católico!, exclamó éste en sus adentros abriendo el libro y mirando afectuosamente al capitán.

Entonces Eduardo experimentó un gozo indecible viendo realizada la opinión de los dos buenos   —53→   religiosos del Callao, y se arrojó en los brazos del capitán; quien participando de la alegría de su compañero, rodeó con los suyos el cuerpo de este: ambos permanecieron un buen rato en aquella posición, derramando copiosas lágrimas de ternura al ver que sus corazones estaban unidos con los indisolubles vínculos de nuestra augusta Religión.

-¡Cuánto siento no poder en este momento expresar al capitán con frases tiernas toda la alegría que rebosa mi pecho!, pensó el joven. Empero la elocuencia muda y persuasiva que reflejan mis ojos suplirá la falta de mis palabras.

El camarote de babor contiguo al de Eduardo fue ocupado por un pasajero a quien aquejaba aquella noche una ligera indisposición, por cuyo motivo tuvo que acostarse temprano.

El predicho pasajero, que llamó vivamente la atención de nuestro héroe, era de talla elevada, enjuto de carnes, y, en contra del rasgo peculiar de la raza anglosajona, tenía el cabello y los ojos de color de azabache: su frente espaciosa, su nariz prominente y afilada, y su traje negro, le daban el aire de un hombre pensador y de una gravedad estoica. No obstante, las miradas de este personaje (cuya edad frisaba en los cincuenta abriles) tenían una dulzura que cautivaba.

-¿Quién es aquel pasajero?, preguntó Eduardo al capitán, sucumbiendo a su viva curiosidad   —54→   designándole el camarote donde dormía el desconocido.

-Es un ministro protestante, contestó mister Mac-Kievet en voz baja.

-¿Qué objeto le habrá llevado a América?, dijo el joven para sí.

Al día siguiente Eduardo se levantó al rayar el alba y subió al puente, donde encontró ya al capitán paseándose de un extremo a otro en mangas de camisa y ostentando las hercúleas formas de sus espaldas y brazos. Mister Mac-Kievet era muy madrugador, en cuya higiénica costumbre le imitó también Eduardo, quien desde aquel día continuó acompañando al primero en su paseo matinal por el castillo de popa, excepto cuando el frío intenso del cabo de Hornos retenía en la cama, a pesar suyo, a nuestro héroe.

Así que éste llegó al puente la primera mañana de navegación, no pudo menos de alarmarse al observar la palidez mortal que esmaltaba el simpático rostro del timonero: joven de dieciocho años, ¡parecía un espectro!

-¿Estás enfermo, Cooper?, preguntó el capitán al joven que gobernaba la rueda del timón al reparar en sus cadavéricas facciones.

-Me duele un poco la cabeza y el pecho, sir, respondió el interpelado con melancólico acento.

-¡Contramaestre! Dad un campanillazo, gritó el capitán.

  —55→  

-¿Qué se os ofrece, sir?, dijo un marino que acudió al llamamiento del capitán.

-Releva a Cooper; y tú vete corriendo a la cama, añadió volviéndose al timonero.

Hubiéramos suprimido este pequeño incidente en este lugar de nuestra narración, si no estuviera relacionado con alguna página fúnebre que nos suministrarán los sucesos ulteriores.

He aquí el orden que se siguió en las horas de comida a bordo de la fragata inglesa:

A las ocho de la mañana, mister Mac-Kievet almorzaba en su cámara, con Eduardo y el ministro protestante. A las dos de la tarde nuestro triunvirato comía en el comedor con los pilotos, el contramaestre y el carpintero; y a eso de las ocho y media de la noche, volvían a reunirse todos en el comedor para tomar el té.

Cuando el despensero llamó al capitán para el almuerzo, en la primera mañana de navegación, el último tiró ligeramente del brazo a nuestro joven, y ambos se deslizaron por la escalera interior del buque.

-¿Os gustan los huevos con manteca?, preguntó el capitán a Eduardo así que estuvieron ambos sentados a la mesa, y mientras que con la punta de su cuchillo embutía un huevo con manteca.

-¡Yes! ¡Yes!, repuso Eduardo después de haber recurrido a su diccionario para buscar en él la palabra «manteca».

-¿Y el té, la hoja de ese precioso arbusto   —56→   oriundo del celeste imperio?, continuó el capitán con su vista fija en el rostro del joven español.

-¡Oh! Very good, contestó éste creyendo que su interlocutor le hablaba del té.

Terminado el desayuno, mister Mac-Kievet encendió su pipa de barro blanqueado, provista de un largo y delgado tubo curvilíneo.

-Fumad, Eduardo, dijo el capitán con voz gangosa por el humo que obstruía su garganta.

Al propio tiempo el capitán alargó a su compañero una pipa henchida de tabaco.

Eduardo no había fumado nunca en pipa; con todo la tomó de la mano del capitán, y luego mirando a éste y metiéndose el tubo en la boca pensó:

-Lo probaré por complaceros.

Empero, a poco de estar aspirando el humo de la pipa, Eduardo sintió removérsele toda la bilis de su cuerpo; de modo, que soltando la pipa sobre la mesa, salió precipitadamente de la cámara, trepo por la escalera que conducía al puente, y allí, introdujo en sus pulmones el aire atmosférico puro que en poco tiempo restableció en su estado normal el mecanismo interior de su cuerpo.

-¿Qué os sucede, Eduardo?, preguntó el capitán sonriéndose al adivinar la causa del brusco movimiento del joven; pero éste, en su precipitada fuga de la cámara, ni siquiera oyó la interpelación de mister Mac-Kievet.

-Vamos; es preciso que Eduardo pague su aprendizaje: ya se irá acostumbrando poco a   —57→   poco al delicioso aroma del tabaco, pensó el capitán.

Cuando nuestro héroe bajó del puente, el ministro protestante acababa de salir de su camarote.

-¿How1 do you do? ¿Cómo os encontráis?, preguntó Eduardo al ministro con acento de solicitud.

-Bastante mejor que ayer, gracias, contestó el interpelado lanzando una cariñosa mirada a su interlocutor.

-El aire marítimo es muy saludable, observó Eduardo consultando el diccionario.

-¿Habláis el francés?, dijo el ministro en aquel idioma, viendo el embarazo de su compañero de viaje para expresarse en inglés.

La pregunta del ministro causó un vivísimo placer a Eduardo, supuesto que, poseyendo perfectamente el francés, podía trabar desde luego conversación con el discípulo de Lutero. Así fue que Eduardo se apresuró a responder:

-¡Oh! ¡Cuánto me alegro de que podamos comunicarnos nuestras ideas en un idioma que me es bastante conocido!

-Vos sois italiano o español, ¿no es verdad?, dijo el ministro dirigiendo una penetrante mirada a Eduardo y juzgando por el acento meridional de este.

-Español, contestó Eduardo con altivez.

-¡Qué país tan hermoso y desgraciado es el vuestro!, exclamó el ministro. Puedo aseguraros   —58→   que nunca he mirado con indiferencia la espantosa anarquía que por tanto tiempo ha corroído las entrañas de aquella Península. ¡Cuánto desearía que se inaugurara para vuestra patria una era de paz y prosperidad!

Eduardo, recordando en aquella ocasión los irrecusables datos históricos que censuran acerbamente la ambigua conducta de Inglaterra interviniendo en los asuntos políticos de España, se quedó con tanta boca al oír el lenguaje del ministro, y desde luego dudó de la sinceridad de sus palabras.

-Deseo tan de veras como vos la regeneración de mi amada patria, contestó nuestro joven con ironía, devolviendo la que él creyó pulla a su contrincante.

-¿Sabéis lo que ha producido principalmente la decadencia de la monarquía española?, dijo el ministro en tono enfático.

-¿Cuál ha sido el motivo? Explicaos, replicó Eduardo con viveza en su impaciencia por saber la opinión de su interlocutor.

-El fanatismo religioso, dijo el ministro, ha sido sin duda una de las mayores rémoras que han entorpecido en España la rueda del progreso; y si no (continuó mirando de hito en hito a su compañero y como si tratara de leer en la expresión de sus ojos el efecto que producían sus palabras en su ánimo) ¿qué significan ese gran número de conventos diseminados sobre la faz de vuestra nación, más que otros tantos edificios   —59→   erigidos a la vagancia, a la superstición y al oscurantismo? ¿Cómo queréis que un pueblo sumido en la más supina ignorancia sagazmente explotada por ese preponderante elemento teocrático, sea jamás un pueblo grande, un pueblo ilustrado? ¿Por qué la Inglaterra cubre hoy todos los mares con sus numerosas escuadras? ¿Por qué su comercio, industria y agricultura son tan florecientes? Porque en mi país no hay presión clerical: allí el pensamiento es absolutamente libre, y nadie tiene la osadía de entrometerse en el fuero interno y sagrado de vuestra conciencia para pediros cuenta de vuestras ideas.

-Amigo mío, replicó Eduardo estupefacto, no deis vuestro fallo tan a la ligera, sobre los lamentables cuanto trascendentales acontecimientos de mi país; ante todo debo advertiros que habéis incurrido en un grave anacronismo al decir que el pueblo español se hallaba bajo la presión clerical; pues conviene que sepáis que en 1835 la hidra revolucionaria invadió el sagrado recinto del claustro, apagando allí su sacrílega sed de sangre, y con la tea incendiaria redujo a pavesas a muchos de los magníficos edificios, hijos del acendrado Catolicismo de mis ilustres antepasados.

Además, prosiguió el joven, los irrefutables hechos históricos dan un solemne mentís a vuestra aseveración. Guiado por el resplandeciente faro de nuestra epopeya, veo que el Catolicismo expulsó de su último baluarte el estandarte de la   —60→   media luna que ondeó en la Península Ibérica por espacio de siete siglos, que a la influencia del Catolicismo se debió en gran parte el descubrimiento de América, cuya portentosa hazaña dio inmarcesible brillo a los reinados de Carlos V y de Felipe II; y finalmente, ¿quién derribó al coloso del siglo? ¿Quién hizo trasmontar a las águilas francesas que clavaron un instante sus afiladas garras en el corazón de mi patria? ¡Ah!, fuerza es confesarlo... ¡un alarido exhalado del católico pecho de la nación española!

El ministro, que no esperaba por cierto aquella réplica de su imberbe compañero, se quedó mirándole con tanto asombro, como si Eduardo que poco ha se ofrecía a sus ojos como un enano se hubiese transformado de repente en un gigante.

-España debe, por lo tanto, al Catolicismo las gloriosas páginas de su tradición, continuó el joven; y si hoy mi país es presa de un profundo malestar moral y político, no son ajenos a ello los metíficos miasmas filosóficos que nos han traído los helados vientos del Norte de Europa.

-Pues yo he leído algunas obras contradictorias a vuestro aserto, repuso el ministro con frialdad.

-¡Oh! Eso no me maravilla, se apresuró a responder su interlocutor; porque no fallan escritores que, conociendo el flanco vulnerable de la sociedad contemporánea y espoleados por su odio encarnizado al Catolicismo, han agotado los   —61→   más ricos filones del venero de su imaginación, para pintar con sombrío colorido muchos hechos esencialmente frívolos e inofensivos, con cuyo oropel han deslumbrado a un sinnúmero de ilusos. De esta suerte los hipócritas y farsantes del mundo literario han logrado vender sendos ejemplares de sus envenenadas obras. Ésta es la amarga verdad, añadió Eduardo con un acento de irresistible convicción.

A estas palabras, el ministro movió la cabeza en ademán de incredulidad, y tras una corta pausa dijo, evadiendo la contestación y lanzando unta escudriñadora mirada a Eduardo:

-Me alegro en el alma de haber encontrado a bordo una persona tan erudita como vos. La navegación será muy larga, continuó, y tendremos tiempo de sobra para abordar algunas interesantes materias.

-No podíais darme una noticia más agradable, murmuró Eduardo; sí, sí, no faltarán interesantes polémicas que amenicen el tedio y monotonía de nuestro viaje. ¿De qué ciudad de Inglaterra sois?, añadió.

-Nací en Edimburgo; pero ahora resido con mi familia en un pueblo de Escocia de cuyo templo soy el pastor.

En aquel momento el capitán bajando del puente interrumpió el coloquio de Eduardo con el ministro, diciendo a éste:

-¡Hola, mister Brooke! ¿Cómo está vuestra salud?

  —62→  

-Me encuentro algo más aliviado que anoche; gracias, capitán.

Entonces el capitán y mister Brooke saliendo de la cámara penetraron en el comedor, sentándose en uno de los bancos que flanqueaban la mesa. Eduardo, pensando que podría comprender pocas palabras de la conversación de sus dos compañeros, se separó de estos retirándose a su camarote.

-¿Cómo se llama ese joven tan simpático?, preguntó mister Brooke al capitán así que estuvieron solos.

-Eduardo.

-¿Y por qué se ha marchado de Lima embarcándose en un buque inglés?

-Lo ignoro positivamente, contestó mister Mac-Kievet; pues como habréis podido conocer, Eduardo entiende muy poco el inglés; pero presumo que al tener noticia ese joven de que la fragata volvía a Europa, habrá dicho para su sayo: «huyamos de la fiebre amarilla».

-Acabo de tener con Eduardo una interesante conversación en francés, que me ha dejado pasmado. ¡Si oyerais, capitán, con qué calor y elocuencia defiende la causa del Catolicismo!

Ese español es una alhaja, murmuró entre dientes.

-¿Conque Eduardo posee el francés? Siendo así podréis hablar los dos largamente (dijo mister Mac-Kievet mirando al ministro), y el pobre muchacho no se fastidiará tanto; aunque   —63→   teniendo talento como vos decís, y siendo estudioso como parece, -pues desde que entró a bordo no ha cesado de hojear su diccionario-, en poco tiempo aprenderá nuestro idioma, del cual ya comprende bastantes vocablos. ¡Cuánto deseo poder conversar con ese joven de tan finos modales!

El elogio que el capitán hizo del joven español no cayó en saco roto para el boatswain o contramaestre, que poco tiempo antes penetró en el comedor.

-Pues yo preferiría mil veces que ese pasajero no hubiese entrado en el buque, murmuró el contramaestre mirando al capitán y a mister Brooke.

-¡Callad, supersticioso!, contestó el primero con serenidad. ¡Habrase visto otro igual!

-Figuraos, mister Brooke, repuso el contramaestre con un acento que revelaba su alarma, que ese joven se ha colado misteriosamente en el buque; y a mí nadie me convence de que la magia no ha jugado un gran papel en la aparición de ese extranjero.

-¡Cerrad el pico mentecato!, vociferó el segundo piloto saliendo de su camarote y lanzando una desdeñosa mirada al contramaestre. ¿No os he dicho ya que yo había visto con mis propios ojos la lancha que condujo al pasajero a bordo?

El capitán y mister Brooke se desternillaron de risa al oír los fantásticos temores del sencillo contramaestre, a quien dijo entonces el ministro:

  —64→  

-El joven español que tenemos a bordo es de carne y hueso como nosotros; y ¿qué tiene de particular que se haya marchado de Lima por miedo de la fiebre amarilla refugiándose en una fragata inglesa para volver a su país? ¿No hemos visto por ventura que en la dispersión general de los despavoridos limeños, algunos buques fondeados en las aguas del Callao eran tomados por asalto? Tranquilizaos, pues, buen hombre.

-Tal vez sea como vos decís, refunfuñó el contramaestre meneando la cabeza con aire de duda.

Cuando todos los circunstantes se hubieron reído hasta la saciedad de la candidez del contramaestre, el capitán se acordó del marinero enfermo.

-¿Cómo sigue el joven Cooper a quien esta mañana he mandado relevar del timón? preguntó el capitán al segundo piloto.

-Se está paseando cerca del castillo de proa, sir; pero está tan pálido y melancólico, que apostaría doble contra sencillo, que dentro de pocos días su cuerpo va a servir de pasto a los tiburones.

-Allá veremos, allá veremos, dijo el capitán: en mi botiquín no faltan excelentes medicamentos, y acaso sea posible salvar la vida de ese joven.

Eduardo, salió entonces de su camarote y fue a dar una vuelta por el puente de la fragata. Al   —65→   llegar delante de la cámara de los marineros, vio al joven enfermo que, sentado sobre la pared de estribor, acababa de pescar con el anzuelo dos pescados de matizadas y deslumbrantes escamas.

-¡Señor! ¡Señor!, exclamó el joven marino en español con una melancólica sonrisa, al divisar a Eduardo, señalándole con la mano los pescados que, conservando aún gran parte de fluido vital, azotaban el puente con sus plateadas colas.

-¡Pobre joven!, pensó Eduardo dando una mirada de compasión al marinero, ¡cuán presto la desapiadada parca tronchará con su negra guadaña el tallo de la tierna y ya marchita flor de tu vidal! ¡Cuánto más te valiera no haber salido del Puerto! Pues allí, al menos no te hubieran faltado la asistencia y medicamentos necesarios; pero aquí... ¡Infeliz!... ¿Qué suerte te espera?... ¡Ah! Una enfermedad larga y horrorosa, y por último... ¡una sepultura en el insondable lecho de las olas!




ArribaAbajo- IV -

A los tres días de navegación entró el despensero muy azorado en la cámara del capitán.

-¿Qué sucede?, preguntó éste leyendo algo de aciago en el semblante del despensero.

-Que Cooper, el marino enfermo, ha caído desmayado sobre el puente, y al parecer le quedan pocos minutos de vida.

  —66→  

Esta noticia produjo una impresión muy triste en los ánimos de nuestros tres personajes.

-Anda; trae volando el botiquín, dijo el capitán clavando los ojos en el despensero.

-Aquí está, sir, repuso éste poniendo el botiquín encima la mesa.

Entonces el capitán sacó un pomito de éter, y lo entregó al despensero diciéndole:

-Destápalo, y aplícalo un buen rato a las narices de Cooper: verás cuán pronto recobra los sentidos.

El despensero salió corriendo de la cámara para obedecer la orden del capitán; y transcurridos algunos minutos volvía a penetrar en ella, agitando el pomito de éter con aire de triunfo diciendo:

-Gracias al cielo, Cooper ha recobrado el conocimiento.

-Aunque no tengamos médico a bordo, dijo el capitán volviéndose a sus dos compañeros que estaban sentados enfrente de él, en mi botiquín hay remedios excelentes, y (no lo digo por jactancia) más de una vez he curado enfermedades que quizás los hombres de la ciencia hubieran calificado de incurables, añadió mister Mac-Kievet con acento socarrón.

-Pero ¿cómo os arregláis, capitán, para formular con acierto el diagnóstico de las enfermedades?, preguntó mister Brooke.

-¡Oh! En cuanto a eso, apelo a mi precioso opúsculo de medicina, y en él encuentro admirablemente   —67→   definidos los síntomas que caracterizan las enfermedades. Por lo demás, mi larga práctica me ha hecho adelantar mucho en el arte de Hipócrates.

-Según estoy viendo, se os podría conferir, sin previo examen, el grado de doctor en medicina, dijo mister Brooke con tono de chanza.

-¡Ah!, mister Brooke, ¡cuántos discípulos de Esculapio han recibido en plena academia el diploma de la facultad, sin tener más conocimientos médicos que yo!

-Es dolorosamente cierto, capitán, repuso el hijo de Escocia; y por eso vemos tan desacreditada una ciencia utilísima para la humanidad; pues buen número de facultativos ejercen su profesión, no tanto por amor a la medicina (añadió el ministro acercando su cabeza al oído del capitán), sino por el lucro que puede reportarles. De modo, que metalizando la carrera, no se curan poco ni mucho de llevar su grano de trigo a los exiguos graneros de la ciencia.

¡Pobre humanidad doliente!, prosiguió el ministro. El campo de la medicina está hoy, más que nunca, dividido en dos distintos y encontrados grupos: según unos, la piedra filosofal de la ciencia estriba en el principio de contraria contrariis curantur; y según otros, radica en el axioma diametralmente opuesto de similia similibus curantur. Entre tanto, el paciente fluctúa perplejo entre esos dos formidables escollos: si opta por el primer sistema, se expone a que se   —68→   extinga la llama de la vida por falta de pábulo, y en consecuencia muere de inanición: si elige el sistema opuesto, corre inminente riesgo de que la máquina de su cuerpo haga explosión por exceso de calórico como una caldera de vapor, muere de ahíto.

-Yo entiendo poco de latín, ministro, contestó el capitán; pero tengo una vaga reminiscencia de que cuando (in illo tempore) estaba en el colegio de Dublín, al estudiar la historia antigua, se nos decía que en el mar de Sicilia había dos famosas y escarpadas rocas que se llamaban Scila y Caribdis, las cuales eran muy temidas por los navegantes; pues era sabido que cuando los buques, tomando inauditas precauciones, evitaban el chocar contra uno de aquellos dos peñascos, iban a estrellarse irremisiblemente contra el otro.

-Perfectísimamente, capitán, contestó el ministro aplaudiendo con estrépito las palabras del primero.

-Pues bien, prosiguió mister Mac-Kievet; en el mar de la medicina, el desgraciado enfermo está condenado con frecuencia a naufragar entre Scila y Caribdis: esto es, que cuando logra milagrosamente escapar de la diamantina roca de la alopatía, va a estrellarse sin remedio contra el granítico peñasco de la homeopatía.

-¡Soberbio!, exclamó el ministro palmoteando con frenesí.

Eduardo había escuchado con una atención   —69→   superlativa el diálogo entre sus compañeros, y pudo sacar en claro que se increpaba a los médicos de lo lindo. Así sucedió, que dirigiendo su mirada a mister Brooke, nuestro joven exclamó en francés:

-¡Cómo os estáis burlando de los pobres médicos!

-¿Con qué habéis comprendido el tema de nuestra conversación, Eduardo? (¿No dije yo que era un niño muy precoz?) pensó el ministro mirando al joven con estupefacción.

-¡Toma!, repuso éste. ¡Pues si habéis hablado hasta en latín! Y me parece que en la anatomía que con el escapelo de vuestras lenguas acabáis de hacer del cuerpo de medicina, no habéis dejado hueso sano a los discípulos de Esculapio, ¿no es verdad?

El hijo de Escocia soltó una carcajada.

-¿Qué os ha dicho Eduardo para que os riáis tanto, ministro? preguntó a éste el capitán con una sonrisa en los labios.

-Nada; que ese joven con su perspicaz talento, respondió el ministro designándole a Eduardo, ha logrado atar los principales cabos de la, para él, enmarañada madeja de nuestra conversación.

-¡Parece mentira! ¡Esto es asombroso!, exclamó el capitán; y después de una corta pausa, durante la cual hubiérase dicho que devoraba con la vista al joven español, añadió: ¿Creéis del   —70→   caso, ministro, que brindemos por la prosperidad de la medicina?

-Sí, sí: acepto de muy buena gana vuestra proposición, capitán, contestó el interpelado chanceándose.

En la pared del fondo de la cámara del capitán, y a cosa de dos palmos sobre el respaldo del sofá, había un armario con botellas de cerveza brandy y otros licores.

-¿Queréis cerveza o brandy?, preguntó mister Mac-Kievet abriendo el armario y mirando al ministro.

-Me es indiferente, repuso este.

-¡Ea! Eduardo, bebamos, dijo el capitán con tono alegre y alargando al joven un vaso de espumante cerveza.

Pocos segundos después nuestro triunvirato se puso en pié, e hizo entrechocar sus respectivos vasos can fraternal alborozo.

Al cabo de algunos días la enfermedad de Cooper fue empeorándose, y temiendo el capitán que resultara algún daño a los demás marineros de dormir, por decirlo así, revueltos con el enfermo, dispuso que le sacaran de la cámara de proa.

El capitán mandó entonces suspender una hamaca entre el palo de mesana y el mayor, y en ella se colocó al enfermo. Al efecto se ató una cruz entre los antedichos palos, a unos doce palmos de altura sobre cubierta, y desde allí bajaba una vela en forma de pabellón cobijando la hamaca   —71→   que se columpiaba a un metro del suelo.

Dos horas después de practicada esta operación, el pobre Cooper fue instalado en su nueva cama aérea.

Mientras la fragata se internaba lentamente en el fondo del Pacífico, nuestro héroe, siempre ávido de hacer progresos en el idioma inglés, no cesaba de dirigir preguntas con el auxilio del diccionario a sus dos compañeros.

Al cabo de un mes de haber zarpado del puerto del Callao de Lima, la fragata se hallaba a los 36 grados de latitud sur, o sea a la altura de las costas de Chile; por lo tanto la navegación no había sido muy rápida que digamos.

En aquella época Eduardo ya empezaba a terciar en las conversaciones entre mister Brooke y el capitán, lo cual dio margen a que un día éste dijera a nuestro joven:

-Vuestra cabeza adelanta más en el estudio de nuestro idioma que el buque en su carrera.

-Hago cuanto puedo, contestó el joven español con modestia a la lisonjera frase del capitán.

Una tarde Eduardo se paseaba solo y cabizbajo por el castillo de popa. Al poco tiempo fue sorprendido en su cavilosa actitud por mister Benson el primero, quien, saludando al joven español, le dirigió la siguiente pregunta:

-¿Cómo os prueba el viaje, mister Eduardo?

-Muy bien, gracias, repuso éste con amabilidad.

-Pues yo creo que dentro de pocos días no   —72→   podréis decir otro tanto, dijo el primer piloto con acento triste.

-¿Por qué?, preguntó Eduardo lanzando una mirada de ansiedad a su interlocutor.

-¿Por qué? ¿Por qué?... repitió mister Benson meneando la cabeza con melancolía. Ese por qué es tan horripilante, mister Eduardo, que no me atrevo a revelároslo.

-¡En nombre de Dios, mister Benson, disipad la duda que tortura mi corazón! Decidme francamente lo que hay, repuso Eduardo con acento y ademán suplicantes.

-Ya que insistís con tanto empeño en saber mi triste noticia, voy, pues, a participaros que dentro de quince días, lo más tarde, estaremos todos sepultados en las profundísimas entrañas del océano, dijo el primer piloto con voz baja, lúgubre y palideciendo.

Eduardo fijó entonces sus espantados ojos con persistencia en los de su interlocutor (como si hubiese querido leer en el corazón de éste la sinceridad de las pavorosas palabras que acababan de salir de su boca), y exclamó enseguida horrorizado:

-¡Dios de mi alma, apiadaos de mí! Enviadme cualquier castigo por terrible que sea; pero no permitáis que muera en medio del mar y sin que mis ancianos padres sepan lo que ha sido de mí... ¡No, no: Vos que veis la rectitud y pureza de mis intenciones, no consentiréis que mi cuerpo sea tragado por las olas!

  —73→  

Al apercibirse de la impresión que sus palabras habían causado en el ánimo de nuestro héroe, mister Benson, como asustado de su terrible confidencia, miró con inquietud a éste diciéndole:

-Cuento con vuestro sigilo, mister Eduardo.

-Y ¿en qué fundáis vuestro funesto vaticinio?, preguntó Eduardo con terrorífico acento y como si no hubiese oído las palabras de su interlocutor.

-¡En qué lo fundo!, repitió éste aplicando sus labios casi al oído de Eduardo. ¿No veis que el buque no puede navegar de puro viejo? ¿Que por poco que se arrugue la superficie del mar, el agua entra por los embornales, y que la bomba debe funcionar casi sin interrupción? ¿Cómo queréis, pues, añadió, que la fragata luche contra las embravecidas olas del cabo de Hornos cuando hace tanta agua en la bonanza?

Eduardo escuchaba temblando como un azogado las, al parecer, invencibles pruebas que mister Benson alegaba en pro de su siniestra predicción; la cual adquiría tantos más visos de verosimilitud y hacía tanta más mella en el ánimo de Eduardo, por cuanto, como llevamos dicho, la fragata, por su aspecto inferior y externo, parecía más a propósito para figurar en un museo como un raro objeto arqueológico, que para desafiar las tormentas del ceñudo e irascible cabo de Hornos.

Cuando el fatal mensajero se hubo separado   —74→   de Eduardo, éste, en el paroxismo de su terror tenía momentáneamente trastornado el juicio, y corría por el castillo de popa como un endemoniado.

-¡Se habrá vuelto loco!, dijo en sus adentros el marinero que gobernaba el timón al observar con sorpresa los movimientos y ademanes de nuestro joven.

El corazón humano (he leído en alguna parte) puede compararse, en sus grandes crisis, con una esponja; dado que se empapa de dolor o alegría hasta que no cabe en él una gota más, después... retrocede gradualmente a su estado normal.

Este fue por lo menos el caso con Eduardo; quien así que hubo llegado al colmo de su amargura, empezó a serenarse insensiblemente, y a la hora de acostarse estaba ya bastante más tranquilo. Sin embargo, aquella noche tuvo nuestro joven atroces pesadillas; y su exaltada imaginación combinaba en el embotamiento de los sentidos, ideas incoherentes, ora risueñas, ora horrorosas: tan pronto le parecía que la fragata se hundía lentamente en el fondo del mar, y que una colosal ballena, abriendo su monstruosa boca, iba a engullirle como si fuera un bizcocho; como que la Virgen, adornada con un manto de púrpura salpicado de relucientes estrellas, mandaba a la nube de Ángeles que le servía de pedestal, que, batiendo sus alas de armiño, desprendieran una finísima lluvia de oro sobre su   —75→   cabeza; como, por último, que había llegado a su pueblo trayendo toda la riqueza del Perú, y que sus ancianos padres, estrechándole entre sus brazos, derramaban raudales de lágrimas de alegría.

El día siguiente, el primer pensamiento que cruzó por la mente de Eduardo al despertar de su pesado sueño, fue que, atendidos el carácter y religiosidad del capitán, era imposible que quisiese inmolarse con tantas víctimas en aras de un bárbaro e incalificable capricho. Impelido por tan sensato raciocinio, se vistió deprisa, y luego subió al puente por donde se paseaban el capitán y mister Brooke.

-¡Hola! Eduardo ¡Buenos días!, exclamaron ambos al divisar al joven dándole un apretón de mano. ¿Habéis padecido acaso de insomnio?, añadió el ministro apercibiéndose de las ojeras y del semblante descompuesto de Eduardo.

-No por cierto, repuso Eduardo; he dormido más de lo que podía esperar, continuó exhalando un profundo suspiro.

-Pues en vuestro rostro descubro alguna desazón, repuso el hijo de Escocia; ¿qué es lo que os acongoja? Yo a vuestra edad no tuve ni un segundo de real humor; y aún ahora que mi persona frisa ya en los cincuenta abriles, no doy nunca cuartel en mi corazón a ese enemigo moral que se llama melancolía.

-Seguid, pues, el saludable consejo de mister Brooke, Eduardo, murmuró el capitán.

  —76→  

-¡Ah!, señores, repuso el joven. Hay ocasiones en que el corazón más varonil sucumbe aplastado por el enorme peso de la desgracia... y entonces... continuó con amarguísimo acento; ¡todos los esfuerzos humanos, aun los más heroicos, son impotentes para contrarrestar el golpe! Lo único que le resta al hombre en semejantes casos, es levantar al cielo sus ojos bañados de lágrimas e implorar en su favor la divina misericordia.

-Es muy cierto, Eduardo, replicó el capitán; pero Dios nos manda que nos amemos a nosotros mismos; y este precepto implica que no exageremos en demasía nuestros orales, haciéndonos por lo tanto más desgraciados de lo que somos en realidad.

Mister Mac-Kievet fue interrumpido por la voz del despensero diciendo que el almuerzo estaba encima la mesa.

-Bajemos, pues, a la cámara, señores, dijo el capitán volviéndose a sus dos compañeros.

-¿En cuánto tiempo pensáis que haremos la travesía, capitán?, preguntó el ministro así que estuvieron los tres sentados a la mesa.

-Dios mediante, cuento que llegaremos a Inglaterra en cuatro meses y medio de navegación. Aunque todas las conjeturas que puedo hacer, serán muy problemáticas hasta que habremos doblado al cabo de Hornos. Empero bastante hemos andado ya (atendidas las condiciones de la fragata) en los cuarenta y cinco días que llevamos   —77→   de navegación desde nuestra salida, del Callao; pues hoy hemos ganado el 50º paralelo sur, y por consiguiente no tardaremos en llegar al cabo de Hornos.

En tanto que el capitán hablaba con mister Brooke, a Eduardo se le anudaban los bocados en la garganta, y de vez en cuando llevaba con disimulo el pañuelo a su boca para sofocar sus sollozos y enjugar las lágrimas que se deslizaban ardientes y silenciosas por sus descoloridas mejillas.

-Por Dios, Eduardo, sepamos que tenéis, dijo mister Brooke tratando de sondear el corazón del joven.

-Tengo... tengo... balbuceó este.

-Querido Eduardo, dijo el capitán con acento de paternal solicitud, os suplicamos que nos participéis la causa de vuestra aflicción. Quizás mis pobres consejos lograrán apaciguar el estado de agitación que os consume. ¿Estaríais por ventura resentido de mi conducta para con vos? ¿Pensáis tal vez en vuestra familia?, añadió el capitán esforzándose por sonsacar a Eduardo alguna frase aclaratoria.

-¡Ah! ¡Mister Mac-Kievet!, exclamó el joven español anegado en llanto y arrojándose a sus pies; ¿cómo es posible que esté quejoso de vos, cuando me felicitaré toda mi vida de haberos conocido, y os quedaré eternamente agradecido por los inmerecidos beneficios que me prodigáis sin cesar? No; no es esta la causa de mi angustia, ni   —78→   tampoco estoy bajo la presión de la nostalgia.

-Pues desahogad vuestro pecho en nosotros, dijo mister Brooke con dulzura. No hay nada peor en el mundo que el sepultar un triste secreto en el corazón, cuando puede divulgarse a amigos verdaderos que compartirán con vos (no lo dudéis, Eduardo) el pesar que os acosa.

-¡Pues bien!, exclamó el joven levantándose, y cediendo a la persuasiva y amistosa elocuencia del ministro, reveló a sus dos compañeros la confidencia de mister Benson.

-¡Infame impostor!, gritó entonces el capitán con acento de ira y descargando fuertes puñetazos sobre la mesa. ¡Ya caerá todo el peso de mi autoridad sobre tu criminal cabeza!... ¡Engañar tan villanamente a ese joven!, continuó clavando sus centelleantes ojos en Eduardo. No, no; tu nefando delito no quedará impune.

-¡Perdonadle capitán, perdonadle!, gritaron la vez Eduardo y el ministro, tratando de aplacar el enojo de mister Mac-Kievet.

-¡Steward!, vociferó éste como un energúmeno.

Sir!, contestó el despensero asomándose tímidamente a la cámara.

-Di a mister Benson que venga al momento, ¿lo entiendes?, continuó el capitán con el mismo tono.

Cuando mister Benson penetró en la cámara y vio la terrible expresión del rostro del capitán, adivinando el motivo, retrocedió hasta el   —79→   umbral de la puerta aterrado y lleno de confusión. Entonces mister Mac-Kievet, que estaba de pie detrás de la mesa, hizo un furibundo ademán de querer arrojarse como una fiera sobre el cuerpo del primero.

-¡Deteneos!, gritaron a la vez Eduardo y mister Brooke levantándose y sujetando con todas sus fuerzas los hercúleos movimientos del cuerpo del capitán.

-¡Dejad que acabe con ese canalla!, vociferó éste lanzando una mirada de reto al piloto y forcejando de rabia por desasirse de los brazos de sus dos compañeros.

-¡Salid, mister Benson, o sois cadáver!, aulló el ministro viendo que apenas él y Eduardo podían contener los furiosos movimientos del capitán.

Mister Benson salió de la cámara maquinalmente; pues estaba sobrecogido de terror hasta el punto de que las choquezuelas de sus rodillas entrechocaban fuertemente. El semblante lívido del piloto traslucía el terrible pensamiento de que el capitán podía fulminar la sentencia de muerte sobre su cabeza.

-¡Pronto! ¡Pronto! ¡Cerrad la puerta con llave, Eduardo!, gritó mister Brooke viendo salir al piloto y haciendo un supremo esfuerzo para contener sólo la impetuosidad del capitán.

En un abrir y cerrar de ojos, Eduardo dio una vuelta a la llave de la puerta de la cámara, volviendo a sujetar el cuerpo del capitán, quien,   —80→   ebrio de cólera, descargaba sendos puñetazos a diestro y a siniestro: era evidente que si mister Benson hubiese caído bajo las formidables garras del capitán, no escapara vivo de ellas.

Por fin, Eduardo y mister Brooke, tras diez minutos de gigantesca lucha y rendidos de cansancio, pudieron lograr que su compañero volviera a sentarse en su blando sofá.

-¡Decir a ese pobre joven que el buque se iría a pique!, exclamaba mister Mac-Kievet, haciendo sobre su asiento movimientos convulsivos de cólera. ¿Creía ese malvado que yo quería suicidarme sacrificando más de veinte inocentes víctimas?, añadió con sardónica sonrisa. ¡Sí, sí! Es preciso que ese miserable expíe su crimen con un severo castigo.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas entre dientes, y apenas pudieron entenderlas los compañeros del capitán.

Boatswain!, aulló éste enseguida.

-¿Qué se os ofrece, sir?, dijo el contramaestre con tono respetuoso al entrar en la cámara.

-¿Hay esposas a bordo?, preguntó el capitán al recién llegado dando una rabiosa patada contra el suelo.

-Creo que sí, respondió atónito el contramaestre.

-Pues tú y el carpintero, dijo el capitán mirando a su interlocutor con ceñudo entrecejo, atad sólidamente las muñecas de ese infame perro de mister Benson. Después metedle en su camarote,   —81→   y decid al despensero que no le dé otro alimento que agua y galleta.

Apenas hubo desaparecido el contramaestre de la cámara, cuando Eduardo y mister Brooke exclamaron:

-¡Perdonadle, capitán, perdonadle!

-No, no, replicó el capitán con severidad. A bordo la disciplina debe ser inflexible, y sobre todo tratándose de una calumnia tan vil, continuó encendido de cólera.

Cuando el contramaestre oyó las palabras suplicantes de los dos pasajeros, retrocedió hasta el umbral de la puerta de la cámara esperando recibir una contraorden del capitán; pero no obtuvo de éste otras palabras que las siguientes pronunciadas con voz terrible e imperiosa:

-¡Haced enseguida lo que os he mandado, contramaestre!

Aquella semitrágica escena impresionó vivamente el sensible corazón de Eduardo, quien sacó de la refriega con el capitán el rostro ensangrentado y un chichón en la frente.

El joven español, pensando que por su causa el piloto se hallaba en una situación tan lastimosa, se acusaba a sí mismo de haberle delatado al capitán.

Pronto la tripulación hizo mil absurdos comentarios acerca el arresto de mister Benson; pero no tardó en saber la verdadera causa por el ministro, quien salió al puente y fue interpelado de esta manera por un marinero:

  —82→  

-¿Qué ocurre, mister Brooke?

-Que el primer piloto ha jugado una indigna farsa al pasajero español, repuso con severidad el ministro refiriendo el caso a los marineros.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, exclamaron estos a coro.

-¡Qué modo de burlarse de la candidez de ese pobre español!, dijo un marinero. Ahora comprendo por qué ayer corría como un loco por el puente.

-¿Qué te parece, Freeman, de la maliciosa broma de mister Benson?, preguntó un mofletudo marinero haciendo una contorsión grotesca con su rostro. ¿Qué mueca pondríamos tú y yo, tomando un baño de agua helada en las cercanías del cabo de Hornos, eh?

-Ese pícaro de mister Benson bien merecería ¡voto al diablo!, que le hiciéramos morir de una hidropesía de agua salada, murmuró otro marinero.

-¡Silencio, muchachos, silencio!, exclamó mister Brooke, viendo que la conversación de los marineros tomaba un sesgo inconveniente. El capitán es quien debe castigar al culpable; y a fe que no anda en contemplaciones como sabéis.

-¡Es verdad! ¡Es verdad!, prorrumpieron a un tiempo los marineros.

-Sí, sí; dejemos que el pobre diablo, teniendo las muñecas atadas con esposas, ayune algunos días a pan y agua.

Transcurridos ocho días de encarcelamiento y rigurosa abstinencia, el capitán, cediendo a los   —83→   reiterados ruegos de sus dos compañeros, puso en libertad al piloto.

Aquel mismo día el capitán aprovechó la coyuntura de estar en su cámara con Eduardo, para decir a éste:

-Puesto que poseéis ya bastante bien el inglés, desearía que me enteraseis del motivo de vuestro regreso a Europa.

-Con mucho gusto, capitán, repuso el joven español refiriéndole todo lo que sabe ya el lector.

Durante el relato, más de una vez las lágrimas asomaron a los ojos de mister Mac-Kievet.

-¿De qué ciudad de Irlanda sois, capitán?, preguntó después el joven español con afabilidad.

-De Belfast, Eduardo, contestó el interpelado. Allí viven mi esposa y mi hija, quienes acostumbran acompañarme en mis viajes a América; pero como esta vez debía ir a San Francisco de California (pues hace dos años que salí de Inglaterra), les aconsejé que se quedaran en casa. ¡Pobrecitas! ¡Cuántas lágrimas habréis derramado durante mi larga ausencia!, continuó mister Mac-Kievet con enternecimiento.

-¿Qué edad tiene vuestra hija, capitán?, interrogó Eduardo con interés.

-Mi idolatrada Mary tiene dieciocho años. Cuando Dios quiera que lleguemos a Inglaterra, tendré el honor de presentaros a mi familia, Eduardo.

-Os aseguro, capitán, que tendré en ello una   —84→   especial2 satisfacción, repuso el joven. ¿Dónde estará ahora mister Brooke?, añadió.

-Supongo que se estará paseando por el puente.

-¿Sabéis por qué el ministro ha ido a América?

-¡Ah!, contestó mister Mac-Kievet, el objeto de su viaje es muy triste para los que somos verdaderos católicos, Eduardo.

-¡Cómo!, exclamó éste con sorpresa.

-El ministro es uno de las más furibundos propagandistas de la Reforma, y ahora vuelve de California donde ha sembrado con abundancia la mala semilla protestante. Pues (como acaso vos no ignoráis, Eduardo) en Londres hay una famosa asociación bíblica que cuenta con celosos e interesados emisarios en todos los puntos del globo: es increíble lo que trabajan esos hombres para propagar sus errores.

-¡Oh!, repuso Eduardo con acento de tristeza, ¡cuánto más les valiera a esos hombres dedicarse a cualquier otra tarea más noble, que esforzarse en propagar una secta, o mejor, un monstruoso conjunto de sectas que están heridas de muerte, y que si vegetan todavía, es porque, como las plantas parásitas, absorben la savia de frondoso árbol del Estado!

-¡Cuán cierto es lo que estáis diciendo Eduardo!, repuso el capitán. Pues si el protestantismo hubiese sufrido en Inglaterra los rudos golpes que el Catolicismo está sufriendo desde muchos   —85→   años en Irlanda, se encontrarían en el Reino Unido, en la actualidad, tantos adeptos de Lutero y Calvino como secuaces del Alcorán.

No podéis formaros una idea, Eduardo, prosiguió el capitán, de los medios que la diabólica astucia ha sugerido a los hijos de la pérfida Albión para arrancar de cuajo, en mi país, la semilla católica; pero todas las tramas urdidas con la más infernal hipocresía han sido de todo punto estériles para desarraigar las creencias religiosas de los corazones de los hijos de san Patricio: el fuego, el acero, el hambre, los encarcelamientos, en una palabra, ¡todos los instrumentos más bárbaros de suplicio han sido inicuamente empleados para exterminar la fe del suelo de mi amada patria!... ¡Pero quizás no esté lejano el día que la Irlanda (esa nación mártir), expulsando de su seno a sus tiranos opresores, verá brillar la aurora de su independencia! Sí, sí, Eduardo, añadió el capitán con un acento de convicción y entusiasmo profundos: ¡el gran día de la emancipación irlandesa es un problema que se encargará de resolver el tiempo!

-¡Ah!, exclamó Eduardo, no dudéis, capitán, que Jesucristo, compadeciéndose de los males que aquejan a la desventurada cuanto virtuosa Irlanda, dará su merecido galardón al pueblo que ha arrostrado impávido las más terribles calamidades y persecuciones para conservar incólume en su seno el sagrado depósito de la fe católica.

  —86→  

Aquella noche Eduardo se acostó preocupado con la idea de entablar algunas discusiones filosóficas y religiosas con el ministro protestante, cuyo entendimiento y corazón se proponía conquistar con las armas de la religión católica.

-¡Cuán dichoso sería yo, pensaba Eduardo, si pudiese atraer al sendero de la verdad a ese hombre que la divina Providencia me ha colocado al paso, para que, tendiéndole una mano caritativa, saque a su alma del lodazal de errores en que está sumergida!

Esa idea de sublimidad evangélica hizo palpitar de esperanza el corazón de nuestro héroe hasta que el sueño vino a cerrar sus párpados y embotar sus sentidas.




ArribaAbajo- V -

Desde su salida del puerto del Callao, la fragata no había experimentado ninguna tormenta. Empero, hallándose a la sazón a 66° 15' grados de latitud sur, y a los 63° 20' de longitud oeste, o sea, ocho o diez grados al sur del cabo de Hornos; el buque Lord Efingham vio su existencia seriamente comprometida, conforme vamos a explicar más tarde.

-¡Cáspita! ¡Qué frío tan horroroso!, exclamó mister Brooke una tarde tiritando y soplándose sus ateridos dedos, mientras se paseaba aceleradamente de uno a otro extremo del puente de popa.

  —87→  

-¡Bah! Eso es una friolera, ministro, respondió el capitán riéndose de las precauciones que tomaba el ministro para reaccionarse.

-No sé cómo podéis resistirlo, repuso mister Brooke pasmándose de la insensibilidad de su compañero. ¿No veis por ventura sobrenadando aquí cerca aquellos témpanos desgajados de aquel inmenso anfiteatro de bancos de hielo que se dice allá abajo?, añadió designando al capitán aquel punto del horizonte.

-¿Y Eduardo, preguntó el capitán evadiendo su contestación al ministro, dónde está? Apostaría que se está calentando junto a la estufa, añadió sonriéndose.

-Así lo creo, replicó mister Brooke, pues cuando el termómetro (ese juez infalible de la temperatura) da su terrible fallo con veinticinco grados centígrados bajo cero, es muy excusable y hasta natural que Eduardo tenga apego al calorcillo de la estufa; y para que no se fastidie estando allí solo, voy a hacerle compañía, añadió poniendo los pies en la escalera que conducía a la cámara.

-¡Qué hombres más flojos!, pensó el capitán no bien hubo desaparecido su compañero.

El continuo roce había engendrado la mayor familiaridad entre Eduardo y el ministro escocés, cuyo carácter era muy jovial. Así fue que cuando Eduardo vio entrar a mister Brooke medio helado en la cámara, le alargó una silla diciéndole con el mayor desparpajo:

  —88→  

-¡Hola, flor y nata de la Iglesia anglicana! ¿Conque habéis vuelto también la espalda al frío?

-¡Sí, es tan intenso!, repuso el hijo de Escocia tiritando y sentándose al lado del joven. Dejemos que el capitán y su gente expongan sus curtidos cutis a la acción de esa temperatura glacial que cierra herméticamente los poros y entumece los miembros del cuerpo, mientras que nosotros gozamos viendo chisporrotear la vivificadora llama de ese calorífero. ¿Qué tal, Eduardo, tengo un gusto delicado?

-¡Magnífico!, exclamó éste inclinando ligeramente la cabeza en señal de aquiescencia.

-Ahora comprendo por qué la campaña de Rusia fue tan desastrosa para el ejército francés, dijo para sí el hijo de Escocia.

-¿Sabéis en qué estaba pensando antes que vos bajarais aquí?, dijo Eduardo.

-¡Qué sé yo!, respondió su compañero. En el inmenso bazar del entendimiento humano hay hacinados tantos millones de ideas, que cuando no se tiene ningún antecedente, el querer adivinar un pensamiento es tarea más ardua que el empeñarse en quitar todas las cruces de un pajar.

-Pues bien, sí; tenéis razón, contestó Eduardo riéndose de la extravagante comparación metafórica del ministro. Voy a comunicaros mi pensamiento. Pero antes encendamos nuestras pipas; porque he observado que el delicioso aroma   —89→   del tabaco influye notablemente en la lucidez de los raciocinios.

Y al decir esto, nuestro héroe prendió fuego a un pedazo de papel en la llama de la estufa y lo aplicó sobre el orificio de su pipa, cuyo tabaco no tardó en entrar en combustión y en desprender arabescos de humo, merced a la enérgica aspiración del joven.

El ministro contestó con un «¡bravo!» a las palabras de éste, a quien dio una palmadita en el hombro; en tanto que con la otra mano se metía en la boca el tubo de su pipa.

-Mi pensamiento estaba concentrado en un culminante hecho del siglo XVI, dijo Eduardo atizando a un tiempo el fuego de la estufa y el de la conversación.

El ministro sacó maquinalmente la pipa de su boca, y fijó con asombro la vista en su interlocutor diciendo:

-¿Pensaríais, acaso, en el origen de la Reforma?

-Cabalmente.

-¡Qué idea tan sublime y humanitaria fue la que realizaron los primeros reformadores!, exclamó el ministro con entusiasmo. El clero había cometido muchos abusos y cohibía con su brazo de hierro la expansión indefinida de la inteligencia humana. Se necesitaba, pues, absolutamente una mano vigorosa que arrollara todos los obstáculos que se oponían al libre vuelo del pensamiento en su perenne gravitación hacia lo infinito.   —90→   Loor, pues, a Lutero y Calvino que emanciparon el entendimiento humano de la ominosa tutela teocrática.

-¡Qué aberración!, replicó Eduardo atónito. ¿Dónde estaba el protestantismo (ese hijo espurio del Catolicismo) cuando éste infiltraba su sana moral en las corrompidas costumbres del decrépito imperio romano? ¿Cuando vertía a torrentes la sangre de sus millones de mártires? ¿Cuando sin otras armas que la cruz y el Evangelio, resistía el formidable choque de la irrupción de los bárbaros? ¿Cuando abolía esclavitud y rehabilitaba a la mujer? ¿Y cuando, por último, en la edad media, escudaba al pueblo contra la tiranía del feudalismo?

A estas palabras, el ministro quedó tan perplejo y desconcertado, como aquel ejército que va a dar el asalto a una fortaleza creyendo hallar poca o ninguna resistencia, cuando de repente el enemigo descubre una terrible batería que ametrallando a los invasores siembra entre ellos el pánico, la confusión y la muerte.

Esta fue al menos la idea que hirvió en aquel momento en el puchero intelectual de Eduardo al observar el rostro de su compañero, quien esforzándose en disimular su perturbación dijo:

-Es innegable que el Catolicismo ha reportado bienes inmensos a la sociedad; pero en el siglo XVI había degenerado tanto de su primitiva pureza, que fue absolutamente necesario que se introdujera en él una reforma saludable; que   —91→   se pusiera un apremiante y eficaz correctivo a los deplorables abusos que se cometan a todas horas en nombre de la Religión.

-Pero, querido mister Brooke, se apresuró a responder el joven; ¿qué tiene que ver la Religión con los abusos que hayan podido cometerse a su sombra? La religión católica no puede ser nunca solidaria de los desacatos que ella anatematiza. Y por otra parte ¿quiénes son esos apóstoles de la nueva idea? Abro las páginas de la historia y leo en ellas: «Martín Lutero, fraile apóstata, que violando sacrílegamente los umbrales del claustro, sedujo a una religiosa con quien se amancebó; que entregó la sagrada Biblia a la interpretación del espíritu privado; y que, arrastrado por su voluptuosidad y por su satánico orgullo, se indispuso por un pretexto fútil con la Santa Sede, la cual fulminó su excomunión contra los execrables actos del falso apóstol». Omito hablar del fogoso Calvino, porque ab uno disce omnes. ¿Y tales hombres tienen la osadía de arrogarse el pomposo título de regeneradores del humano linaje?... ¡Qué desvarío!

Hubo una corta pausa entre nuestros dos personajes, durante la cual el ministro miraba a su compañero con una expresión mezclada de disgusto y estupor, que un fisonomista hubiera traducido en estos términos: «No es posible que estas palabras hayan salido de su boca: es un sueño».

  —92→  

-Veo que el fanatismo religioso está hondamente arraigado en España (replicó, por fin mister Brooke con severidad), y será muy difícil que nos entendamos, Eduardo. En nuestras discusiones debemos prescindir de algunos deslices (inherentes a la naturaleza humana) en que hayan podido incurrir los primeros reformadores; pues no son más que pequeños lunares cuando se tocan con el dedo de la razón, sólo que se abultan y desnaturalizan, mirados al través del prisma del papismo, y además, quedan enteramente eclipsados por el resplandor de la nueva idea, germen de la civilización y progreso de la sociedad.

-¡Jesús! ¡Cuánto incienso quemáis en aras del protestantismo y de sus corifeos, ministro!, exclamó Eduardo. ¿Con qué calificáis de insignificantes los indelebles borrones que afean la conducta de los primeros reformadores, juzgándolos ante el tribunal de la razón humana? Pues sabed, señor ministro, que el paganismo, a pesar de sus mil absurdos y barbaridades, divinizó la virginidad en sus sacerdotisas de Ceres y en sus vestales, castigando con la hoguera a las que mancillaban su pureza. Y en cuanto a la nueva idea, no concibo que pueda haber hombres tan miopes que sostengan, a despecho de lo que enseña la sana razón, acorde, en este punto, con la conciencia (ese sentimiento íntimo, árbitro con todas nuestras dudas), que dejando la interpretación de la sagrada Escritura al libre albedrío,   —93→   es abrir la puerta a todos los errores, lo que equivale a destruir la Religión en todos los corazones.

¿Qué sucede hoy en el mundo político?, continuó. Que todos hablan de libertad: sin embargo cada cual la entiende a su manera. Por lo tanto, no es raro encontrar dos hombres (sedicentes amantes apasionados, y aun mártires de la libertad) dirigirse mutuamente amargos reproches porque la definición individual que dan de la libertad conduce por vía recta a la más cruel tiranía.

-¿Adónde vais a parar con vuestro circunloquio?, preguntó el ministro con admiración.

-Lo que pretendo demostraros es, que sin un robusto núcleo, sin una autoridad infalible e inatacable que sirva de norte a la debilidad del entendimiento humano en materias de religión, el hombre no hará más que extraviarse lastimosamente en el intrincado laberinto de las pasiones, y lejos de encontrar en él la verdad, sólo tropezará con los más monstruosos errores.

-No, no, Eduardo, replicó con energía el hijo de Escocia; los derechos de la razón han de ser imprescriptibles, so pena de transformar al hombre en un irracional que no abstrae ni deduce luminosas consecuencias de los hechos, sino que se concreta al simple conocimiento de los objetos tal como se los presentan sus groseros sentidos. Además vemos que el ave hiende los aires con sus alas; que el pez desciende a las mayores   —94→   profundidades submarinas con su maravilloso organismo; que el vegetal oxigena y embalsama la atmósfera con sus verdes y lustrosas hojas; en una palabra, todos los seres de la naturaleza ejercen estricta e invariablemente la función que les señalara el dedo del Omnipotente con el fiat de la creación: y ¿sólo el hombre, la obra maestra de las maravillas salidas de la mano de Dios, debería verse proscrito de la esfera de las sabias e inmutables leyes que constituyen la asombrosa economía del universo?... Esa hipótesis, Eduardo, repugna al sentido común, y ultraja a la dignidad y nobleza humana.

Esta última frase fue pronunciada con tanta prosopopeya por mister Brooke, que involuntariamente hizo sonreír a su joven contrincante.

-Por Dios, ministro, no seáis tan susceptible, repuso Eduardo; puesto que mi aserto no entraña nada de ofensivo y espeluznante para la dignidad humana. Porque, al consignar que en materias de religión (y especialmente en las dogmáticas) el hombre, como dice san Pablo, debe abdicar su razón en obsequio de los misterios que están a una inmensa altura del alcance de su entendimiento, en cuya impenetrable oscuridad estriba precisamente su autenticidad; no pretendo de ningún modo que en lo demás deba esclavizarse la razón humana; puesto que ésta puede explorar y recorrer con la antorcha de la fe todas las regiones científicas: y sino, ved qué hombres tan eminentes en todos los ramos del saber   —95→   han brotado en todos los siglos del seno del Catolicismo. Y sin embargo, a medida que esos hombres ilustraban sus entendimientos, ardía más viva la llama de la fe en sus corazones.

-Convengo en que la religión católica ha producido hombres muy sabios; pero en esta parte nada tiene que envidiarle el protestantismo que también ha inundado el mundo de grandes e inmortales genios, y entre ellos descuella Leibnitz, cuyo solo nombre bien vale una falange de vuestras eminencias, Eduardo.

-No diré que la ciencia sea una planta exótica en el terreno del protestantismo, replicó el joven español. Pero ved qué cisma tan espantoso desgarra a los sectarios de la Reforma; la cual, desde su fundación, ha sufrido tantas modificaciones que si Lutero y Calvino pudiesen levantarse de su sepulcro, no reconocerían la hechura de sus manos. ¿Qué son, en efecto, ese gran número de sectas o jirones del desgarrado manto del protestantismo, que se disputan recíprocamente la verdad y la supremacía, más que una consecuencia lógica e ineludible del libre examen? ¿No veis que con vuestros principios, basta el que un hombre audaz o ambicioso logre fascinar al pueblo, para erigirse en jefe de secta y arrastrar hacia sí una parte de prosélitos? ¿Quién es capaz de enumerar las fracciones protestantes? ¿Qué prueba este desquiciamiento, ministro?..., añadió el joven fijando la vista en su compañero.

  —96→  

-¿Qué prueba, Eduardo?, repitió mister Brooke con interés.

-Que en el firmamento de la Reforma falta un astro inmóvil alderredor del cual deben girar los demás planetas.

-¡Bah! Eduardo, no seáis tan severo para con la Reforma; porque si bien es cierto que entre nosotros existen diversas creencias; ¿qué son estas, mas que otros tantos rayos convergentes hacia un mismo foco? Esto es, que animándonos a todos un fin recto, partimos del inconcuso principio de que la buena intención basta y sobra para santificar nuestras acciones y pensamientos. Por lo tanto, creemos fundadamente que todos llegaremos al cielo aunque por distintos caminos.

-No puedo absolutamente participar de vuestra opinión, repuso Eduardo; puesto que las divergencias que se observan entre las infinitas religiones que se profesan en el mundo son tan radicales y heterogéneas entre sí, que por poco que el hombre fije su atención en la esencia de cada una de ellas, ve intuitivamente que es imposible que todas se enderecen hacia el mismo fin: toda vez que hay religiones que fomentan el odio contra los enemigos; otras que admiten la poligamia; otras quo prescriben el infanticidio y los sacrificios humanos, etc. Y aunque las discrepancias de las diversas sectas protestantes entre sí no sean de tanto bulto, con todo no dejan de ser muy esenciales.

-Efectivamente, Eduardo; reconozco que hay   —97→   diferencias harto tangibles entre las religiones, y sería acaso preferible que no hubiese más que una creencia universal. Pero ¿cómo encadenar todos los entendimientos en una misma idea? ¿Cómo hacer gravitar todos los corazones hacia un mismo centro?

-La bellísima teoría de la unidad la tenéis, pues, practicada en el Catolicismo. En la iglesia católica no hay más que un solo Pastor apacentando doscientos millones de ovejas esparcidas por toda la superficie del globo. ¡Qué espectáculo más sublime podéis crear con vuestra fantasía, que el que ofrece ese anciano pontífice sentado en la silla de san Pedro y rodeado de todas las virtudes, desde cuyo punto domina y dirige por espacio de dieciocho siglos y medio a todo el orbe católico! ¿No es admirable esa fuerza magnética, esa unión mística que enlaza al Vicario de Jesucristo en la tierra con sus ministros, y estos con todos los fieles del universo? ¿Que a despecho de esos grandes trastornos que han conmovido el mundo social hasta en sus más hondos cimientos, la Iglesia, sin ejércitos, sin riquezas, sin títulos de nobleza y sin otras armas que la cruz, y el Evangelio, ha triunfado siempre de las innumerables legiones de sus poderosos enemigos? ¿No veis como se han hundido uno tras otro esos grandes imperios árbitros de los destinos del mundo, del cual excitaron a la vez el asombro, el terror y la envidia? Y sin embargo, la religión fundada por Jesucristo y predicada luego por sus   —98→   doce discípulos, hombres sencillos, pobres, de baja esfera y sin ninguna clase de prestigio mundano, ensancha de cada día sus ya inmensos dominios, y avanza siempre impulsada por el potente soplo de los siglos y derribando impetuosamente todas las barreras que se oponen a su victorioso paso.

-¡Alto! Eduardo, exclamó el hijo de Escocia. No digáis que la Iglesia católica siempre ha sido pobre; porque la edad media con sus suntuosos monasterios y abadías, con sus numerosas comunidades y con su lujo asiático de ornamentos, se levantaría para desmentir irrefutablemente vuestro aserto; pues todos los datos históricos de aquella época están contestes en afirmar que el clero nadaba en la opulencia.

En cuanto a la unidad y cohesión del Catolicismo, no cabe duda que sería admirable si fuese tal como vos aseveráis. Pero tengo para mí, que entre el episcopado católico no hay la homogeneidad de creencias y de miras que vos suponéis.

-No objetaré que el clero fuese pobre en la edad media, ministro, repuso Eduardo; pero lo era, y mucho, en los primeros siglos del Cristianismo, cuando precisamente más necesidad hubiera tenido de riquezas, si la inestimable joya de la doctrina cristiana no le hubiese abierto de par en par, así las puertas de las más humildes chozas como las de los más regios alcázares. Y en la actualidad el clero tampoco es rico, toda vez que la revolución europea (cuya cuna fue   —99→   la Francia de fines del siglo pasado) lo ha despojado de la mayor parte de sus legítimos bienes; y esto no obsta para que los obreros del Evangelio se multipliquen sin cesar y ejerzan su sagrado ministerio con la más rara abnegación y desprendimiento.

Los que sostienen que el Catolicismo carece de unión entre sus principales miembros, continuó el joven, o ignoran por completo la historia y economía eclesiásticas, o usan maliciosamente un lenguaje paradójico. Para hallar la verdad en este caso, léanse las obras que han escrito varios prelados de todos los tiempos en defensa de la religión católica, y analícense imparcialmente las doctrinas que exponen con un celo, ingenuidad y elocuencia verdaderamente apostólicos. ¿Tenéis noticia, ministro, añadió, de una obra de fecha reciente, y de un mérito imponderable, que traza un exacto paralelo entre el Catolicismo y el protestantismo?

-¿Y quién es el autor de esa obra, Eduardo? replicó el ministro con curiosidad.

-Un simple sacerdote español, cuyo perspicaz talento abarcó con una ojeada todas las ciencias que constituyen el patrimonio del saber humano: gran teólogo, eminente filósofo, consumado político, contundente dialéctico, en resumen, un fenómeno intelectual fecundado y desarrollado por el fuego del Catolicismo, cuyo nombre era Balmes.

-¡Balmes! ¡Balmes!, exclamó el ministro con   —100→   aire meditabundo y dándose una palmadita en la frente como para evocar un recuerdo. He oído hablar de ese hombre, añadió enseguida. Me parece que ha muerto, ¿es verdad, Eduardo?

-Sí, ministro; ha muerto, pero vivirá eternamente en sus preciosas obras, replicó Eduardo con orgullo.

-Para que os persuadáis de que no tengo ninguna idea preconcebida en contra del Catolicismo, os prometo, Eduardo, que cuando haya regresado a Escocia, he de leer la obra de ese insigne sacerdote español.

-Pues si la leéis sin ninguna prevención, y colocándoos en un punto de vista elevado y ajeno a todas las mezquinas y rastreras afecciones que enturbian la pureza de los sentimientos y ofuscan la luz del entendimiento, no dudo que sacaréis gran provecho de su lectura, y que, en el artículo de la muerte, cuando veréis prácticamente lo que en esta vida nos oculta el denso velo de la fe, me habéis de dar las gracias por haberos guiado por el camino de la verdad.

En aquel momento entró el capitán en la cámara.

-¡Hola señores! ¿Qué discusión tan animada es la que estáis dilucidando? Hablad en inglés, y quizás podré dar también mi voto, dijo mister Mac-Kievet con tono de broma y sentándose al lado de Eduardo.

-Figuraos, capitán, dijo el ministro sonriéndose y llenando su pipa de tabaco, que nos hemos   —101→   engolfado en una seria controversia religiosa, y que Eduardo con su artificiosa argumentación pretende nada menos que arrastrarme al seno de vuestra religión.

-Eduardo hace lo que debe, pensó el capitán dando una afectuosa mirada al joven español.

-Cuando acabo de visitar una buena porción de puertos del continente occidental americano, vendiendo en ellos un buen número de Biblias, estaría sumamente gracioso que yo abjurara el protestantismo. No; eso sería haber ido por lana y volver trasquilado: eso no puede ser. No obstante, confieso ingenuamente que la polémica que teníamos ahora mismo con Eduardo me ha dejado un invencible deseo de leer alguna obra en pro del Catolicismo.

-Bueno es que la conversación que habéis tenido con Eduardo, observó el capitán clavando3 sus ojos en el ministro, haya despertado en vuestro ánimo ese comezón de enteraros de los escritos en favor del Catolicismo; pues allí encontraréis cuantas noticias apetezcáis acerca mi Religión. Y cuando el divino Pastor os llame hacia el camino de la verdad, no cejéis en vuestra santa resolución por respetos humanos; sino que, a imitación de algunos distinguidos miembros de la célebre y antiquísima universidad de Oxford, entréis resueltamente en el redil de la Iglesia.

-¿Qué os parece de la ortodoxia del capitán?, preguntó Eduardo lanzando una significativa mirada al ministro.

  —102→  

-¡Cuántas peripecias presenta la vida humana!, dijo el ministro disimulando una ligera sonrisa provocada sin duda por la frase de Eduardo. Hace cinco años fui a América en un vapor de los Estados Unidos, el cual llevaba cuatrocientos pasajeros, entre cuyo número había solamente dos católicos: eran dos Hermanas de la Caridad francesas que iban a la Martinica. Un día cayó un marinero desde las vergas al puente rompiéndose un brazo. La abnegación y solicitud maternal de aquellas dos buenas mujeres hacia el pobre marinero raya en lo increíble, y superfluo es añadir que enterneció a todos los circunstantes.

-¡Yo os saludo, virtuosas hijas de san Vicente de Paúl!, dijo para sí Eduardo.

-Lord B..., que se hallaba a bordo, prosiguió mister Brooke, prometió un sueldo de seis chelines diarios a cada hermana, si se obligaban a cuidar de los enfermos de un famoso hospital de Inglaterra; pero ellas desecharon la oferta del noble Lord, alegando por todo pretexto, que su superiora las mandaba a la Martinica, y que a trueque de todos los tesoros del mundo no podían faltar a la obediencia.

¡Bravo!, exclamaron sus dos interlocutores.

-Pues bien, prosiguió su compañero; hasta al cabo de un mes de haber salido de Inglaterra, la vista de un templo católico de Filadelfia me recordó la existencia del gobierno espiritual de Roma; y he aquí que ahora vuelvo a Europa en   —103→   un buque de vela, dentro de cuyas cuatro tablas se respira una densa atmósfera de papismo que me indemniza ampliamente del tiempo en que me veía siempre rodeado de mis correligionarios. Eduardo me acosa con su fascinadora argumentación calurosamente secundada por vos, añadió el ministro sonriéndose y mirando al capitán. ¿Quién resiste, señores, a ese doble y vigoroso impulso?

-Por manera que según vos decís, ministro, os halláis expuesto al fuego de dos terribles baterías, repuso Eduardo reventándose de risa lo propio que el capitán. Vamos, vamos: ya me apercibo de que entre el capitán y yo hemos de abrir una ancha brecha en la fortaleza de vuestra alma con el potente ariete de la doctrina católica, añadió el joven mirando de reojo al hijo de Escocia.

-Eduardo, cuando hayáis concluido los trabajos de zapa y creáis conveniente dar el asalto, contad con mi cooperación en caso necesario, dijo mister Mac-Kievet con ironía.

-Siendo así, ya puede darse por tomada la plaza, se apresuró a responder el joven con el mismo tono.

-¡Despacio, señores!, gritó mister Brooke con acento y ademán cómicos y mirando alternativamente a sus dos compañeros. Antes de rendirme, quiero quemar hasta el último cartucho: preparaos, pues, para sostener una lucha muy reñida y con todas las reglas y formalidades que prescribe   —104→   la táctica militar. No faltan por cierto a la Reforma bien templadas armas y abundantes pertrechos de guerra, para tener en jaque a sus adversarios.

Eduardo y el capitán se rieron un momento de las baladronadas del ministro, y enseguida dijo a éste el joven español continuando la metáfora:

-Os prometo que el capitán y yo hemos de disputaros el terreno palmo a palmo, hasta que logremos desalojaros de vuestras últimas trincheras; y entonces... ¡forzoso será, que capituléis y os rindáis a discreción!

-¡Es verdad!, murmuró el capitán con tono de chanza.

-Entre tanto, recojo el guante, y allá veremos, repuso el ministro con altivez y volviendo el rostro a sus interlocutores.

-Señores, os propongo un armisticio para el combate, dijo Eduardo chanceándose.

-¡Sí, sí, aplacémoslo!, respondió el ministro; ¿aceptáis la tregua, capitán?

-Convenido, repuso mister Mac-Kievet sonriéndose.

-Capitán, sacad una botella de vuestro exquisito porter, dijo mister Brooke. Pues creo que tanto a Eduardo como a mí nos conviene refrescar el tubo de la garganta; de lo contrario, se nos enronquecería la voz; ¿es cierto, Eduardo?, añadió con acento socarrón.

-No me parece mal que bebamos, y propongo que sea a la salud del capitán.

  —105→  

El ministro hizo un risueño ademán afirmativo que demostraba su tácita aprobación a la propuesta de su joven compañero.

Por mi parte voy a brindar por vuestra salud dijo mister Mac-Kievet lanzando una cariñosa mirada a sus dos interlocutores, en tanto que sacaba una botella de cerveza de su armario. ¡Quiera Dios que mañana a estas horas podamos repetir este toast! añadió con acento lúgubre y llevando el vaso a sus labios.

-¿Cómo? ¿Cómo?, prorrumpieron a coro mister Brooke y Eduardo.

-Las observaciones barométricas me están indicando que se nos viene encima una tremenda tempestad, repuso el capitán; y voy a dar inmediatamente las órdenes necesarias para que la fragata pueda contrarrestar hasta donde sea posible el empuje de las olas.

-¡Diantre!, exclamó el ministro con voz de alarma. Siempre temí que el cabo de Hornos hiciera de las suyas, y ya empezaba a extrañar que no nos obsequiase con una tormenta.

-Demasiado conozco las diabluras del cabo de Hornos, pensó Eduardo.

-Subamos al puente, dijo el capitán levantándose de su asiento, y desde allí podremos inspeccionar a nuestro sabor el estado de la atmósfera.

Cuando nuestros tres personajes llegaron al puente, eran sólo las tres de la tarde; pero en la alta latitud glacial en que se hallaba la fragata   —106→   Lord Efingham a últimos de marzo, había casi anochecido.

Diríase que el sol no se atreve a asomar (en otoño y en invierno) su pálido disco por aquellas inhospitalarias regiones; puesto que sólo las ilumina breves instantes con sus oblicuos y tibios rayos. El astro rey tiene indudablemente horror a los hielos del polo, y para preservar su rubia y refulgente cabellera de los rigores del frío, la envuelve en un triste y vaporoso ropaje de color de plomo.

-¡Qué cerrazón tan espantosa!, exclamó el ministro al pisar el puente con sus dos compañeros, viendo el cariz de mal agüero que presentaba la atmósfera.

-No estemos parados, señores, dijo el capitán poniendo término a las observaciones atmosféricas que hacían sus dos compañeros. La inacción podría helarnos, añadió.

Entonces nuestros tres individuos empezaron a ir y venir por el puente con tanta agilidad, como pudiera hacerlo una ardilla dentro de su jaula.

-Si me diesen a escoger entre el clima de estos países y el infierno, dijo el ministro agitando sus brazos como un par de remos, es probable que optaría por el segundo lugar.

Así que el ministro hubo hablado, se oyó un rumor sordo a pocas brazas de distancia del buque, en cuyo punto la superficie del mar se agitó trazando un vasto, ondulante y espumoso círculo;   —107→   y enseguida apareció una enorme ballena que, al sacar su monstruosa cabeza a flor de agua, abrió desmesuradamente la boca lanzando, al propio tiempo, una mirada tan aterradora hacia la popa de la fragata, donde se hallaba nuestro triunvirato, que cualquiera hubiera dicho que aquel cetáceo no se había levantado del fondo del océano más que para protestar severamente contra las palabras semiheréticas del ministro.

-¡Si la habrá disgustado mi apología de estas zonas!, pensó el hijo de Escocia al ver la imponente actitud del rey de los mares.

-Esos gigantescos animales suelen ser los precursores de violentas borrascas, dijo el capitán designando a sus dos compañeros la ballena al zambullirse está en el mar.

-¡Cuán diferente es este clima del de Escocia!, dijo mister Brooke tratando de dar otro giro a la conversación.

-Por Dios, ministro, no nos habléis del nebuloso clima de vuestro país, repuso Eduardo. Si vierais el hermoso cielo de España, quedaríais mudo de admiración. No en balde los más famosos pintores y poetas de todos los siglos han agotado todo su ingenio para reproducirlo sobre el lienzo o sobre el papel: pero ni la maravillosa paleta de los unos, ni la mágica pluma de los otros, ha logrado arrebatar a la naturaleza su inimitable color de zafir.

-Tenéis razón, Eduardo; he visto con mis   —108→   propios ojos el cielo de las costas de España que baña el Mediterráneo, y en efecto tiene mucho de encantador para el extranjero capitán.

-Es decir, ¡que habéis estado en mi país!, dijo Eduardo con aire jovial y estrechando con efusión la mano del capitán.

-Sí, repuso éste. Corría el año de 1834: en aquella época me hallaba de segundo piloto en un buque que salió de Liverpool, con orden de ir a tomar a Tarragona un cargamento de vino para Buenos Aires. Pero al arribar al puerto español, tuvimos que largarnos de grado o por fuerza regresando a Inglaterra con lastre.

-¿Por qué motivo?, preguntó Eduardo con interés.

-A la sazón el cólera hacía estragos en la Península Ibérica, y a la Junta de sanidad de Tarragona, se le antojó decir que nuestra patente era sucia.

-¿Y no os permitieran desembarcar, capitán?, preguntó mister Brooke.

-Sí, respondió el interpelado; nos dejaron pisar algunos minutos la punta del muelle cuyo sitio (si no estoy trascordado) había una barra o cadena de hierro que cogía todo lo ancho de la escollera. Allí, pues, el médico español (de quien nos separaba lo grueso de la barra), hizo sacar un palmo de lengua a toda la tripulación.

Eduardo y el ministro se sonrieron de las palabras   —109→   del capitán, quien prosiguió su relato diciendo:

-En honor de la verdad, debo declarar que este interesante miembro del cuerpo humano (y al decir esto tocaba su lengua con el dedo) no dejaba nada que desear respecto a la inmejorable salud de nuestras personas. Pero el facultativo tenía seguramente por único consejero al miedo (que es el peor en tales casos), y nos rehusó rotundamente la entrada en el puerto.

-De modo, que después de la inspección lingüística tendríais que reembarcaros para Inglaterra; ¿fue así, capitán?, dijo el ministro con tono de chanza.

-Ni más ni menos, ministro, repuso mister Mac-Kievet con el mismo tono.

-¡Cuánto siento que os llevarais tamaño chasco!, dijo Eduardo mirando a mister Mac-Kievet. ¡Ya procuraré endulzarle el recuerdo de mi patria!, se dijo a sí mismo el joven español.

-En efecto, fue un lance desagradable; pero está ya demasiado lejos para que guarde de él el menor resentimiento: muy al revés; pues, siempre que lo traigo a la memoria, me excita la hilaridad, dijo el capitán mirando a nuestro héroe con una sonrisa en los labios.

Al decir estas palabras, las sombras de la noche iban a completar su periódica victoria sobre la luz del día; y el viento robustecía sensiblemente su soplo, que era además tan sutilmente frío, que burlándose de los recios abrigos que le   —110→   oponían el ministro y Eduardo para preservar sus cuerpos de tan incómodo huésped, éste les taladraba hasta la médula de los huesos, según lo atestiguaban los amoratados rostros de nuestros dos personajes.

-Eduardo, el viento refresca y arrecia, dijo entonces el ministro. Volvámonos a nuestra estufa o si no me hielo. Allí estaremos como dos tortugas en su concha.

-Me habéis robado el pensamiento, ministro, repuso el joven; pues ahora iba a haceros la misma proposición, porque este viento es capaz de cuajarnos la sangre en las venas; y por otra parte, el mar está tan alborotado, que apenas puede uno resistir el balanceo del buque.

-¿No bajáis, capitán?, preguntó a este mister Brooke viendo que se quedaba en el puente.

-¿Yo bajar en momentos tan críticos?, repuso mister Mac-Kievet. No, ministro, no; es probable que no pueda moverme de aquí en toda la noche. ¡Cuán poco iniciado estáis en la arrastrada vida del marino! El capitán de un buque debe obrar durante un temporal deshecho, como un bizarro general en el campo de batalla; éste dirige las evoluciones militares desde su caballo; y si es menester, muere honrosamente en lo más empeñado del combate con todos sus soldados; aquél debe dirigir impertérrito la maniobra desde el puente, y cuando no queda otro recurso, sucumbe gloriosamente con toda su gente.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas   —111→   con fuego por el capitán, quien en aquella ocasión rebosaba entusiasmo por todos los poros de su cuerpo; y a pesar de haber llegado medio heladas por la temperatura a los oídos de Eduardo y el ministro, con todo pudieron arrancar a estos la siguiente exclamación:

-¡Muy bien!

Y al mismo tiempo ambos se deslizaban por la escalera.

-Antes que marino, prefiere mil veces ser ministro protestante, pensó mister Brooke al entrar en la cámara.

Así que estuvieron sentados en torno del calorífero, Eduardo interpeló a su compañero diciéndole:

-La comparación que acaba de hacernos el capitán, es adecuada en cuanto a la heroicidad de la muerte. Pero... ¿y en cuánto a la fama póstuma?...

-Es verdad, repuso el ministro admirando la juiciosa observación del joven. ¡Ah! ¡Cuántos Aquiles desconocidos encierra el océano en sus profundísimas entrañas!

-La gloria póstuma de un general, continuó Eduardo, no sólo trasciende a su familia, sino que su eco retumba, por los cuatro ángulos del mundo: y para que la más remota posteridad no lo ignore y lo admire, aquella heroica hazaña queda archivada en el imperecedero panteón de las efemérides de la humanidad, cuya primera piedra colocó nuestro primer padre en el paraíso.   —112→   Más... ¿quién sabe y ensalza la muerte del bravo marino?... ¿Quién?... ¡Oh! ¡Sí!... No faltan en un microscópico punto de la superficie de la tierra cinco o seis personas que visten de riguroso luto: es una desconsolada esposa que llora a lágrima viva la irreparable pérdida de su idolatrada marido: son tres o cuatro niños que, en su orfandad y miseria, mezclan su llanto con el de su desventurada madre. En resumen; ¡el bravo marino muere como esos fugaces meteoros nocturnos que brillan y espiran, sin ser vistos, en la inmensidad del espacio; al paso que la muerte del general deja en pos de sí un rastro de luz deslumbrante e inextinguible!

-¡Soberbio y patético parangón!, exclamó mister Brooke electrizado por las palabras de Eduardo.

-Quizás mi elegía no hubiera disgustado al capitán, dijo Eduardo.

-No lo dudo: pero por otra parte, casi me felicito de que mister Mac-Kievet no haya oído nuestra conversación: pues a no engañarme; al través de su rudeza de marino, se le observa un corazón sensible, y vuestras palabras, añadió el ministro fijando la vista en su interlocutor, le hubieran herido en la fibra más delicada.

-Es cierto; contestó el joven; tal vez mi oración fúnebre hubiera causado al capitán una emoción demasiado viva; pues yo creo que siente mucho y noblemente: a lo menos éste es el concepto que he formado del carácter de mister Mac-Kievet.

  —113→  

-No andáis equivocado, Eduardo, respondió el hijo de Escocia despidiendo una larga espiral de humo por el ángulo de su boca. Hace ocho meses que conozco al capitán, y en todo este tiempo no se me ha desvanecido la ilusión de que es una persona de prendas altamente recomendables.

Al decir esto, una tremenda cabezada del buque (el cual hundió toda su proa en un espantoso torbellino de espuma) hizo crujir fuertemente todo su maderamen, y al mismo tiempo se oía, desde la cámara, la voz atronadora del capitán diciendo:

-¡Muchachos, a tomar rizos!

Al instante toda la tripulación se encaramó a las vergas, con tanta simultaneidad, que parecía haber sido impulsada por un mágico resorte.

-¡Qué noche tan cruda vamos a tener!, pensó el capitán paseándose con presteza por el puente. ¡Pobre Eduardo y mister Brooke: calentaos entre tanto; ya participaréis también de la terrible catástrofe marítima que se cierne sobre nuestras cabezas!



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