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ArribaAbajoInquietudes éticas de los escritores de fin del siglo diecinueve

Gilberto PAOLINI


Tulane University

En la obra de Pérez Galdós, Echegaray, Palacio Valdés, Pardo Bazán y otros, desde sus primeros tanteos literarios, se vislumbra la aspiración y el esfuerzo a crear un ambiente en que se va sugiriendo un mejoramiento moral y social que, sin embargo, en muchas circunstancias pasa inobservado. Al darnos cuenta de esta actitud en una etapa ya muy avanzada, la definimos, entonces, una crisis espiritual, religiosa o una fase de espiritualismo y de regeneración o un acercamiento ético a la vida y aún una fase de naturalismo espiritualista. Sin ir más allá, este es el famoso caso de Tolstoy, de Pérez Galdós, de Pardo Bazán y de Palacio Valdés. A mi parecer, la definición de tales etapas tanto más se desdibuja cuanto más nos acercamos a ella, ya que más que dar una definición hay que seguir cuidadosamente la evolución que en cada uno de ellos se iba verificando al salir de la concepción del mundo anclado en el ambiente antropológico, patológico, psicológico, enredado en la polémica paradoja de las leyes de herencia, ambiente y del libre albedrío. Consecuentemente notamos que, concurrente con este proceso, la presentación del personaje, en una novela, ha progresado guardando relación con el desarrollo filosófico, científico y social. Por supuesto, este proceso lo hicieron posible las aportaciones del Naturalismo. El Naturalismo proclamó una directa relación entre la obra literaria y la realidad y una correlación entre la literatura y la ciencia, es decir, la sociología, la psicopatología, la antropología criminal y, más tarde, la psicología.

Vale aquí, entonces, echar una mirada retrospectiva hacia la década de los ochenta del siglo XIX para que se nos haga relevante lo esencial para esclarecer nuestro punto de vista. A modo de ilustración, vamos a comentar brevemente sobre la actitud y el pensamiento de Alejandro Sawa, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Echegaray y concluiremos con Palacio Valdés. En este breve ensayo nos proponemos presentar unas preocupaciones éticas que se revelan en los susodichos escritores y que concurren en unas sugerencias para la evolución moral de la especie humana en general y el mejoramiento moral, político y social de la sociedad española en particular. Situándonos, entonces, in medias res, afirmamos que el escritor naturalista observa la realidad no como una realidad exterior en forma estereotipada, sino que, al contrario, aspira a explorar la realidad de dentro de la sociedad, de dentro del hombre mismo, condicionado por los factores religiosos, fisiológicos, sociológicos, psicológicos, económicos y políticos. Por supuesto, era un severo cambio de perspectiva. Ya no era cuestión de adaptación, como en el pasado, a una nueva escuela artística. El proceso de creación que era tan importante en el arte fue sustituido por la investigación científica y por el razonamiento experimental. La imaginación venía a ser desplazada por la observación. La novela naturalista no causaba simplemente un cambio; causaba una convulsión. El objeto de la novela naturalista es estudiar, examinar, observar, analizar, mientras los nuevos escritores se identifican como moralistas experimentadores. Sin embargo, los términos moral y moralidad no hay que interpretarlos aquí en un sentido religioso, sino en un sentido social, con el conocimiento de que el hombre debe ser útil a la sociedad. El novelista experimental se dedica a la ciencia y a las reformas sociales. Su fin es mejorar la condición del ser humano, buscar, documentar, comprender y tratar de controlar las causas materiales que determinan las condiciones humanas. Los personajes luchan para satisfacer sus deseos. Por consiguiente, en la dramatización del conflicto entre las fuerzas que favorecen y las que se oponen al deseo de los personajes consiste la acción de la novela experimental. De este campo de acción surgen y se revelan las diversas crisis y los varios dilemas religiosos y sociales que el alma española experimenta y trata de resolver y, con este proceso, se encamina la sociedad hacia la perfección.

La inmediata asociación, que se quiso hacer, del Naturalismo con el concepto materialista filosófico junto con el determinismo genético causó un conflicto con los conceptos morales, éticos y metafísicos y por consiguiente con los defensores de la ortodoxia católica. Surgió, entonces, en España, la polémica más feroz alrededor del determinismo, que se percibió como una negación del libre albedrío, principio básico del Catolicismo. Por consiguiente, en el argumento de una novela naturalista española se dramatizaba constantemente la antinomia entre el determinismo y el libre albedrío, entre las fuerzas determinantes y la voluntad de los caracteres, quienes luchaban en contra de ellas. Por esto es posible encontrar en España, pero no en Francia, expresiones como «Naturalismo espiritualista» ya que desde cierto punto de vista «espiritualismo» representa un componente característico de lo que en España llamamos Naturalismo.211 Por lo tanto, es pertinente e imprescindible que el Naturalismo español se evalúe en las muchas formas en que se manifestó en los distintos escritores y en su evolución, a través de los años, en el ambiente científico, filosófico, ético, religioso y literario de España.

El Naturalismo español, por consiguiente, consiste en la aplicación del método experimental, es decir, el método científico que proclama la libertad de pensamiento, el estudio de la naturaleza y del hombre por medio de la observación y del análisis con el propósito de obtener para la humanidad las mejores condiciones o los mejores efectos morales y sociales. La producción novelística de varios autores naturalistas de las últimas dos décadas del siglo XIX refleja diversos aspectos de la patología así como de la psicología del cuerpo social. Sienten ellos el deber, la obligación moral de examinar y reproducir los ambientes que dañan, que siguen debilitando la fibra moral y física de la sociedad española con la esperanza de que se remedien.

Sawa, en Declaración de un vencido (1887), nos presenta un caso de patología social. Las páginas de la novela son un documento humano, resultado de estudios de observación d'après nature. Éste es el caso con que se documenta el sufrimiento de los inteligentes jóvenes, quienes, venidos de la provincia a Madrid, son arrebatados en el vórtice de esta sociedad azotada por la ambición y el vicio. El mundo de ensueños que cada uno de ellos atesora y guarda, se desvanece bruscamente, y la cara de la desilusión y del dolor, de la desintegración moral y física, se le establece constante compañera de la mísera y triste existencia. Es un ambiente raquítico en que se han venido criando desde tiempo las generaciones españolas. Por consiguiente, el estado patológico de la España de entonces, y más en particular de Madrid, se debe a la herencia histórica que presenta un caso evidente del determinismo hereditario histórico. Carlos, el protagonista, pertenece a la malaventurada generación que ha venido al mundo después de la guerra de África (1859-60). Los padres, llenos de orgullo nacional, se creían ungidos por la Providencia por sólo ser españoles.

El protagonista protesta contra la vida miserable a que la sociedad le condena y, al fin, se suicida. Por eludir la ignominia, el suicidio resulta ser un acto honorable, una acción altruista: es un grito de angustia que incita a la acción depurativa de la sociedad. Carlos ofrece su vida, como sacrificio, al altar del porvenir social.

Pardo Bazán, en «Despedida» a Nuevo Teatro Crítico (1895), hace eco a Sawa al reanudar el pesimismo español a la sofocada cuestión de África (1859-60) que ha dejado «en el alma un sentimiento de humillante amargura... Abatido el espíritu, no puede gallardearse mucho la vida del entendimiento y la prosperidad artística de una nación». Añade doña Emilia que España ha quedado «escéptica y desalentada, sin fe política, sin cimientos para el orgullo patrio...» Luego amargamente concluye: «El expresivo síntoma de que no aparezca aún la generación que ha de continuar nuestras tareas, basta para prueba de que no son aprensiones de cansado veterano las que nublan nuestros ojos y pagan nuestro entusiasmo, precisamente cuando necesitaríamos valor y estímulo para luchar con esta postración y regenerarlo todo» (cit. en Bravo Villasante, p. 204). Dos años más tarde (1897), doña Emilia también revela su intento de destruir la leyenda dorada, creación colectiva de los españoles, basada en la apoteosis del pasado y alega la desorganización del ejército, la indiferencia religiosa, la holgazanería, la empleomanía y el antifeminismo, al tiempo que censura la ineficacia del sistema de enseñanza y la política asfixiante. Sin embargo, hace vislumbrar un rayo de esperanza al añadir: «una exigua minoría llena de celo, arrastrada la general indiferencia, aspira a despertar las energías españolas, exponiendo sin temor la extensión del daño, y a reemplazar al ideal leyendista por el ideal de la renovación, del trabajo, del esfuerzo» (La España de ayer... ). Los tres autores, Pérez Galdós, Echegaray y Palacio Valdés, sin duda forman parte de esta exigua minoría.

Galdós que ya en las «Novelas de la Primera Época» se había propuesto la renovación de España dirigiéndose a la renovación de la instituciones, se da cuenta de que las reformas sociales no pueden realizarse mediante cambios de instituciones, sino mediante una reorientación, un proceso de renovación de los valores morales y espirituales de los individuos. Para conseguir esto y para triunfar de la falta de voluntad, se necesita una actitud nueva, revolucionaria. Hay que destronar el falso positivismo que reina en la sociedad española. Hay que enderezar la perversión del sentido de los valores, reducir, con justicia y lógica, la distancia entre la percepción y el estado de las cosas. Por esto, al escribir La desheredada (1881), concentra sus energías en la observación directa de la sociedad contemporánea. Se propone, entonces, desenmascarar las dolencias sociales que desde la niñez sufren los españoles. Dolencias estas que, según nuestro autor, son fruto «del poco uso que se viene haciendo de los beneficios reconstituyentes llamados Aritmética, Lógica, Moral, y Sentido común» (O. C., t. 4, p. 965). Es la falta del efecto calmante de estos beneficios la que da origen a la omnipresente y polivalente rebeldía cuyo enervante efecto educe la desintegración de la sociedad española. La actitud de insatisfacción, de quiero y no puedo, de aparentar, de querer remontarse a las alturas con las alas postizas, de envidia, indocilidad, desobediencia, desenfreno y perturbación es una manifestación patente de una enfermedad psíquica de larga vida. Si hay la esperanza de una regeneración de España, ésta se llevará a cabo mediante un proceso muy lento, y la clave de esta regeneración no reside en la labor de los filósofos ni de los políticos, sino en la de los maestros de escuela, cuya responsabilidad es la de inculcar en el ánimo de los niños la paciencia, el trabajo y la modestia.

En 1895, en Voluntad, Galdós revela un plan aún más específico para el futuro de España, para la regeneración de su patria, el cual consiste en el silencioso proceso de la renovación de valores morales y espirituales, del lento y constante cambio que ha de verificarse dentro de la célula más pequeña del organismo social: el individuo. En él está el origen del bien y del mal de la vida nacional. Del individuo, entonces, la rehabilitación procederá más gradualmente a la familia, a la comunidad y a las instituciones. En esta obra, observamos el triunfo de la voluntad pero también notamos el triunfo del amor. No es, sin embargo, superación de una fuerza por la otra, sino la coexistencia, la síntesis de lo material y lo ideal, de la realidad y de la fantasía, de la razón y del sentimiento. En esta fusión de lo antitético, en esta armonía consiste el sueño ideal del autor. La voluntad en Galdós no es la fuerza ciega e irracional schopenhaueriana, ni es la voluntad nietzscheana del poder, sino una voluntad más equilibrada, más conciliadora, más cercana al nexo de unión en la unidad cristiana de materia y espíritu que existe en el hombre y que por toda la vida se resuelve en una lucha continua e incesante pero necesaria y vital. La tríade de la voluntad, el trabajo y el amor ayudándose mutuamente engendrarán el dinamismo hacia la actividad sana y productiva.

El filósofo de la evolución, Herbert Spencer, quien en Los primeros principios se había revelado profundamente individualista y consideraba la sociedad como un producto del hombre y no el hombre como producto de la sociedad, en las postrimerías del siglo y de su vida, en una carta dirigida a Otto Gaupp al respecto, expone muy claramente sus ideas:

«Entre las ideas que quisiera ver puestas más de relieve, quizá la de mayor importancia práctica sea una a que he dado expresión de tiempo en tiempo, a saber: que el mejoramiento duradero de una sociedad es imposible sin un mejoramiento de los individuos: que los tipos de sociedades y sus formas de actividad están determinados necesariamente por el carácter de sus componentes; que a pesar de todas las transformaciones superficiales, su naturaleza no puede variar con rapidez mayor que los individuos...»


(Cit. en Iraizoz, p. 72)                


Echegaray, que también comparte esta actitud, en 1898, precisamente el año de la catástrofe, en el discurso en el Ateneo, la pone en forma de interrogación, «¿Qué es lo que constituye la fuerza de una nación? ¿Qué hay que hacer para que una nación sea poderosa, para que si cayó, se levante...?» (p. 8). Luego, al contestarse a sí mismo admite que la verdadera fuerza no es la fuerza material sino que la que dura en el individuo como en las sociedades «es la que resulta del equilibrio armónico entre todas las partes del organismo humano o del organismo social» (p. 11). Luego añade que «en esa fuerza de armonía y de equilibrio está la verdadera regeneración de los pueblos» (ibid.). Es decir que la nación tiene que ser fuerte por dentro y en todos sus organismos, porque si no, al fin caerá vencida (p. 13). La regeneración de un pueblo ha de buscarse en la regeneración de cada individuo, ya que «la verdadera regeneración de un pueblo la realizan sus individuos regenerándose a sí propios» (p. 34).

Los escritores de fin de siglo XIX, y más claramente de la última década, se esfuerzan en separarse de la moral tradicional, es decir de la moral que se define como «ciencia que trata de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia» y que, por consiguiente, se manifiesta en forma de mandamientos, prescripciones, prohibiciones, normas de conducta, amenazas, infierno, paraíso, y la reemplazan con una moral que origina con el individuo, que consiste en el acercamiento de un individuo hacia los otros individuos, que se alimenta del amor y que sólo puede seguir existiendo si el amor sigue renovándose. Además, la Ética que normalmente se define como «parte de la filosofía, que trata de la moral y de las obligaciones del hombre» recibe una afinación prescribiendo el bien de los demás. La dignidad humana vuelve a adquirir esa idea base del Renacimiento, expuesta por Pico della Mirandola, que consiste en que el ser humano puede escoger ser quien quiere ser. Se viene a reconocer que en la naturaleza humana hay una tendencia a mejorarse. El ser humano, insatisfecho de sus límites, siempre imagina poder superarlos y, muchas veces, lo consigue. En este proceso el ser humano se construye, se autorrealiza.

Surge, entonces, la pregunta fundamental: ¿Cuál es el verdadero propósito de todos los que vivimos en el mundo? En la antigüedad, el filósofo griego Epicteto asevera que «la naturaleza ha hecho a los hombres los unos para los otros... Juntos es preciso que sean felices, y cuando se separan deben entristecerse» (citado en Guyau, La educación, p. 369). La fraternidad de los hombres sin duda es la ley moral que hay que reconocer como la fase más importante en el progreso humano. Sólo los progresos morales pueden llamarse verdaderas conquistas de la civilización. El fin del hombre, de sus acciones y de sus deseos es la felicidad, todo informado por el sentido moral. Sin embargo, también podemos afirmar que es esta obligación moral la que a su vez, en la aspiración a conseguir su propia felicidad, propende a hacer posible la felicidad en otros. El filósofo francés Guyau explica que la vida tiene dos aspectos: el uno es nutrición y asimilación, y el otro producción y fecundidad, y, deteniéndose en este segundo aspecto, define el trabajo como «el fenómeno a la vez económico y moral en que mejor se concilian el egoísmo y el altruismo» (Esbozo, p. 76). A esto añade la necesidad de trabajar no sólo para sí mismo sino también para los demás, sacrificarse en una cierta medida a partir con los demás ya que el individuo no puede bastarse a sí mismo. Por consiguiente, el organismo más perfecto es el más sociable y el ideal de la vida será la vida en común (ibid. ). El egoísmo que aísla los seres unos de otros, y que, por consiguiente, hace imposible la percepción y mediación de los intersticios entre los seres humanos, controlado por este sentido moral, evoluciona hasta convertirse en abnegación y aun en sacrificio. De este proceso de búsqueda y atracción, entonces, brota una comunidad de afectos que podríamos identificar como «simpatía», que en su significado etimológico significa «sentir juntos», que nos obliga a unimos, a coexistir, a cooperar, a vibrar al unísono, con la resonancia armónica de un arpa eolia.212 Esta simpatía o fraternidad o llamémosla amor, hace asequible, según Gonzalo Serrano en Psicología del amor, «la experiencia íntima, directa, de la comunicación de dos seres, término medio que sirve de nexo al pensamiento y a la realidad, a la idea y a la vida» (p. 27).

El que ama verdaderamente está dispuesto, por el beneficio del ser amado, al sacrificio, a la abnegación mientras, como premio, consigue galardón esa tranquilidad que le penetra en el alma con esa felicidad y alegría que le hace vivir en un estado paradisíaco. En El abuelo (1904) de Pérez Galdós, el viejo conde de Albrit rechaza la ley de la herencia aplicable al mundo fisiológico para hacerse dirigir por la ley moral del amor. Albrit, dejando aparte las raíces de la tradición, viene a hacerse fundador, capostípite del nuevo mundo futuro que se rige por la verdad eterna del amor.

El propósito de Palacio Valdés, también, es primeramente el de mejorar la conducta del hombre; enfoca su propósito hacia un mejoramiento de la raza latina y, por consiguiente, de los españoles para abrirles un porvenir brillante que los saque del nebuloso y aun pantanoso estado de fin de siglo. Es consciente de que la fuerza de las naciones se basa en la fuerza moral y no en la fuerza material.

Palacio Valdés comparte esta actitud y a la vez entra más adentro en su visión de la constitución misma del alma. En la realización del carácter del protagonista Ribot, en la novela La alegría del capitán Ribot (1899), acertamos el proceso ejemplar para conseguir una renovación y un mejoramiento del ser humano. En él observamos al hombre que vela en la vida diaria para mejorarse no solamente a sí mismo sino también en relación a los demás que le rodean y no por la preocupación de lo que será o debería ser en la vida futura, lo que resultaría ser una actitud egoísta, sino por su valor intrínseco, por la tranquilidad de su conciencia, por la satisfacción interior de cumplir con el deber de dar sentido alegre y armónico a su vida y a sus circunstancias. Por esto, Ribot, seguro y contento de sí mismo, al fin, haciéndonos pensar en la conclusión de las Coplas de Jorge Manrique, puede decir:

«Y cuando la muerte inexorable llame a mi puerta, no tendrá que llamar dos veces. Con pie firme y corazón tranquilo saldré a su encuentro y le diré, entregándole mi mano: 'He cumplido con mi deber y he vivido feliz. A nadie he hecho daño. Ora me invites a un sueño dulce y eterno, ora a una nueva encarnación de la fuerza impalpable que me anima, nada temo. Aquí me tienes'»


(La alegría, O., t. 1, p. 919)                


Lo que resalta de esto no es una moraleja sino una norma de conducta, un mostrar, con el ejemplo, las fibras de su contextura moral y la satisfacción última de su ser. Lo docente de esta novela no consiste en predicar sino en enseñar en su sentido etimológico, en preceder, tocando la flauta, sirviendo de ejemplo para que los demás lo tomen de guía. La renovación humana sólo puede conseguirse mediante el esfuerzo humano, la misión de cada individuo que, en unísono, empuja el barco hacia el futuro. Ribot se nos presenta de ejemplo, de guía, de ser superior y por eso es quien más emprende y más arriesga por lo que piensa y por lo que hace. Posee un tesoro más grande de fuerza interior y por eso tiene un deber superior. Si esta idea del deber se instila en los demás de tal modo que cada uno procure hacerlo en la medida de sus fuerzas, entonces cada uno se regenera, ya que la idea del deber es la fuente de todas las energías. Además, esta renovación no se limitaría a la presente generación, ya que entra en juego la memoria, la cual, siendo parte del carácter humano, hace que las actividades, caracterizadas por la intensidad de las impresiones y por la repetición, pasen gradualmente a convertirse en costumbre y eventualmente, por el automatismo, hasta trasmitirse como actitud, como tendencia innata en la herencia (Pilo, p. 375).213

Ribot constituye el vértice del fin del siglo en cuanto sede de las aspiraciones y por eso, en conclusión, podemos afirmar que el ejemplo del capitán Ribot, imitado y repetido por generaciones, resultaría un factor importantísimo no solamente en el desarrollo moral del individuo, sino también, mediante la herencia de la experiencia, en la evolución moral de la especie humana, causando eventualmente, así, el mejoramiento de la sociedad.

Bibliografía citada

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