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ArribaAbajoEl modo irónico y la literatura romántica española

Ricardo NAVAS RUIZ


University of Massachusetts

Afirma D. C. Muecke [1969] en un libro de cita obligada en todo estudio sobre el tema que es la ironía como la niebla: huye de las manos cuando se la cree mejor sujeta. Previene así contra tomas fáciles de posición ante su naturaleza y contra afirmaciones tajantes sobre su presencia o ausencia en un texto. Su condición escurridiza burla inesperadamente al que piensa haber dado con ella o, por el contrario, le permite manifestarse sorpresivamente cuando se niega su existencia. Como ilustración de la tesis, pero sobre todo en cuanto puedan servir de introducción a los objetivos de este trabajo, quizá resulte oportuno comenzar con tres opiniones sobre la ironía romántica relativas a la literatura hispánica del siglo XIX.

Hace ya muchos años decía J. T. Reid [1934] que en el romanticismo español no había existido la ironía romántica según la define Friedrich Schlegel, salvo quizá en Espronceda. Ciertas digresiones de El diablo mundo en las que el autor juzga su obra o se parodia a sí mismo y algunos comentarios del mismo sobre don Félix de Montemar en El Estudiante de Salamanca caerían dentro de esa zona irónica que acota el distanciamiento consciente de creador y obra o la objetivización crítica. Lo predominante en España, concluía Reid, fue la sátira tal como la ejemplifica, entre otros, Manuel Bretón de los Herreros.

Octavio Paz [1965], bastante más tarde, escribía en referencia al mismo movimiento: «Entre nosotros falta también la ironía, algo muy distinto al sarcasmo o a la invectiva: disgregación del objeto por la inserción del yo; desengaño de la conciencia, incapaz de anular la distancia que la separa del mundo exterior; diálogo insensato entre el yo finito y el espacio infinito o entre el hombre mortal y el universo inmortal. Tampoco aparece la alianza entre sueño y vigilia; ni el presentimiento de que la realidad es una constelación de símbolos; ni la creencia en la imaginación creadora como la facultad más alta del entendimiento. En suma, falta la conciencia del ser dividido y la aspiración hacia la unidad.» Evidentemente, aunque no lo especifica, Paz se refiere a la ironía romántica.

Hay algo en estas dos afirmaciones que no deja de producir cierto desasosiego. Reid y Paz coinciden en mantener que en España, -y por supuesto Hispanoamérica-, no existió la ironía romántica. Cabe preguntarse: ¿no existió realmente o se ignora su existencia? ¿Se molestaron ambos críticos en explorarla, aplicando rigurosos criterios de identificación? Resulta un tanto sospechoso en el caso de Reid decir que, si se excluye a Espronceda, no la hubo. Ello equivale a que, si se lo incluye, la hubo. Paz ha ocultado astutamente la raíz alemana de su definición de ironía, quizá por imperativos del género ensayístico, y se ha lanzado a una generalización sin fundamento.

Implicando, por el contrario, la existencia de tal ironía en el romanticismo español, Iris Zavala [1994] sostenía recientemente: «Carecemos de un estudio de la ironía romántica y sus formas y funciones [véase el sugerente de Finlay (1988) y el número especial de Poétique (1978)...]. La ironía romántica, ligada a la gramática, la lógica y la retórica, nos abre el camino a los aspectos cognitivos de la ficción, alejándonos además del peligro siempre presente de la paráfrasis.» Esta actitud representa un evidente progreso, si bien necesita algunas matizaciones. Zavala está en lo cierto en cuanto a la carencia de un estudio sobre la ironía romántica en España, si alude a un estudio teórico de la misma o a un estudio de sus manifestaciones en conjunto; pero no, si alude a estudios aplicados específicos, por muy limitados que sean. Baste recordar el de Pallady [1990]. Las recomendaciones iniciáticas [Finlay y Poétique] son más bien restrictivas y suponen un extenso conocimiento previo de otros trabajos esenciales. Por lo demás, la ironía romántica, más que a lógica, se liga a la epistemología y aun la metafísica, abriendo en efecto un camino a aspectos cognitivos, pero no sólo de la ficción, sino de toda la producción artística.

Hablar de ironía en general y de ironía romántica en particular requiere, pues, andar con tiento. Cada afirmación sobre ella necesita ser cuidadosamente sopesada y contrastada. La bibliografía es abrumadora. Más de doscientos títulos de libros registran las bases informáticas de la biblioteca Widener de la Universidad de Harvard. El número de artículos de los veinte últimos años supera los dos millares. Y es que, como reconoce Behler [1990], la importancia de una de ellas, la romántica, es extraordinaria porque de un modo u otro «es inseparable de la evolución de la conciencia moderna.» Ante tan complejo panorama, un trabajo de las proporciones del presente sólo podría aspirar a algo sumamente modesto, como así es; pero, paradójica o irónicamente, eso tan modesto es a la vez sumamente ambicioso en sí mismo: establecer unos límites teóricos del concepto e intentar probar la existencia de la ironía romántica en el romanticismo español con atención preferente a la poesía.

1. Límites teóricos del concepto.

Dice Dane [1991] que la palabra ironía no aparece con una definición rigurosa y unívoca. Es más bien un término variable, un arma crítica que se aplica a diversos fenómenos literarios, el producto de las interpretaciones dadas por diferentes escuelas separadas en el tiempo y el espacio. Definir la ironía no puede ser otra cosa que describir su historia y, a la inversa, trazar su historia supone acotar sus definiciones. La crítica literaria en su intento por abarcarla suele perseguir su desarrollo desde los orígenes griegos hasta el presente, aislando momentos particularmente significativos. Existen estudios modélicos para ciertas épocas y países: Ribbeck [1876] y Thompson[1926] para el mundo clásico; Strohschneider-Kohrs [1960] para la Alemania romántica; Knox [1961] para Inglaterra de 1500 a 1755. El libro de Dane [1991], a su vez, representa un meritorio esfuerzo por trazar las líneas maestras de lo que podría ser una historia comprensiva o general de la ironía en Occidente.

Una historia ideal y un tanto simplificadora de la ironía distinguiría dos momentos fundamentales en la cristalización del concepto: de Grecia al siglo XVIII y desde el siglo XIX al presente. En el primero se perfila y concretiza la llamada ironía retórica; en el segundo, la ironía romántica. Pero debe quedar claro que no hay ruptura entre los dos, sino que se enriquecen y complementan. La ironía retórica se halla, aunque se niegue ocasionalmente, en la base de la romántica y ésta, a su vez, aporta una profundidad desconocida a algunos aspectos de aquélla.

No cabe aquí ni siquiera insinuar los complejos problemas que plantea la ironía retórica en cuanto a su definición, clasificación, funcionamiento lingüístico o comportamiento social. Baste decir solamente a modo de resumen histórico que, desde su aparición en algunos diálogos de Platón para designar la táctica argumentativa asociada con Sócrates, la palabra fue adquiriendo connotaciones más amplias gracias a los comentarios e intentos de ordenamiento realizados por filósofos, gramáticos y retóricos. Entre ellos han de recordarse por su importancia primordial en la materia Aristóteles, Anaxímanes, Cicerón, Quintiliano, Donato, Isidoro de Sevilla. Al fin del largo período, en las postrimerías del siglo XVIII, el concepto se halla bien delimitado y descrito como un mecanismo esencialmente retórico que subsume estos componentes:

a] como figura de lenguaje, consiste en engaño [en latín «dissimulatio»], esto es, un proceso verbal por el que se significa algo distinto a lo que se dice;

b] como tropo, implica cambio de sentido. Se asimila a la alegoría, de la que pasa a ser una clase. Concepto muy popular en la Edad Media y el Renacimiento, aplicado a la interpretación de textos: lectura superficial frente a lectura profunda;

c] como estilo de vida y razonamiento, se encarna Sócrates. Este posee la sabiduría bajo una apariencia tosca [imagen del sileno] y argumenta fingiendo ignorancia para minar astutamente la seguridad del adversario;

d] como forma de ingenio, se acerca a la broma, el gracejo, el humor, la sátira. Identificación frecuente en los siglos XVII y XVIII.

Conviene enfatizar lo que todas estas vertientes, salvo quizá la última, tienen en común: la oposición entre la apariencia y la realidad. Porque es partiendo de aquí como Friedrich Schlegel iba a sentar las bases para transformar un mecanismo retórico en algo transcendental, en un instrumento epistemológico y una técnica artística. Sus observaciones fundacionales sobre la ironía, contenidas en los «Fragmentos» del Liceo [1897] y el Ateneo [1898], el «Diálogo sobre la poesía» [1800] y el polémico ensayo «Sobre la incomprensibilidad» [1800], llevadas a la práctica en su novela Lucinda [1799], dieron origen a una serie de comentarios favorables y desfavorables que precisaron y añadieron profundidad al nuevo concepto. La ironía se puso de moda dentro de ese contexto excepcional que representa la cultura alemana desde fines del siglo XVIII hasta bien mediado el XIX. Tieck, Solger, Mülller, Hegel, Heine y, desde fuera, Kierkegaard, entre otros, debatieron el tema. Y desde entonces hasta el presente otros muchos han enriquecido lo que Schlegel bautizó como ironía romántica.

No es tarea fácil resumir la complejidad de pensamiento que se esconde tras este término. Intentémoslo conscientes del riesgo de toda simplificación y de toda síntesis. La ironía romántica aparece en un momento en que hace crisis el viejo orden, sustentado en el clasicismo, la monarquía y la religión. Aparece justamente como resultado de nuevos valores que proclaman una ideología abierta, basada en la libertad individual, la pluralidad del universo y la problematicidad de la realidad. Muecke [1969] concluye adecuadamente que la ironía romántica es la respuesta del artista a la constatación de las contradicciones implícitas en la nueva visión del mundo instaurada a lo largo del siglo XVIII. Kierkegaard [1841] había ya avanzado la tesis de que la ironía, tal como Schlegel la entendía y él veía personificada en Sócrates, surge siempre en épocas críticas para denunciar y destruir el orden vigente: Atenas socrática, renacimiento, romanticismo. De algún modo, según él, cumple un papel semejante al de las fiestas carnavalescas que permitían contemplar el otro lado de las cosas.

Su fundamento, con todas las matizaciones o limitaciones que sea preciso establecer, se halla en la dramática posición a que se vieron abocados algunos pensadores alemanes ante las tesis expuestas por Fichte en Wissenschaftsleher [1794], según ha tratado de probar con respecto a los orígenes del romanticismo en general Eichner [1982]. De un lado, les seducía la prepotencia de un yo ilimitado, originador de la realidad y garante de la libertad; pero de otro, les perturbaba la negación de la existencia del no-yo con la inherente aniquilación de naturaleza e historia. Fue Schelling quien, en su System der Naturphilosophie [1798/1799], dio expresión a esfuerzos aislados de otros varios, entre ellos Friedrich Schlegel, para proclamar el poder de la naturaleza y su condición imperfecta, orgánica y evolutiva. En este sentido ha dicho bien Bourgeois [1974] que la ironía romántica «no es otra cosa que una actitud del espíritu ante el problema de la existencia, una toma de posición filosófica en la cuestión fundamental de las relaciones entre el yo y el mundo.»

Leyendo, en efecto, los «Fragmentos» de Schlegel o su «Diálogo sobre la poesía,» se descubren términos como paradoja, contradicción, ambigüedad, síntesis de antítesis, libertad del yo creador, combinación de contrarios, en relación con la ironía romántica, y otros como progresivo, universal, espejos múltiples, juego, parábasis, caos, en relación con la poesía del presente, en los que cabe reconocer respuestas a los dos supuestos recién señalados. Sobre ese fondo, comentado y enriquecido, se ha elaborado la teoría de la ironía romántica en cuanto técnica artística e instrumento de análisis estético.

Mediante la ironía, con su juego de seriedad y broma, de verdad y mentira, de unión momentánea de contrarios, el artista refleja la naturaleza múltiple y contradictoria de la realidad. Con ella puede descubrir, como un rayo fugaz e iluminador, el entramado inextricable de bien y mal, realidad e idealidad, apariencia y consistencia que forma la tela misma del universo. Con ella, en palabras del mismo Schlegel, se posibilita «una reflexión poética multiplicada como en una serie de espejos,» cada uno de los cuales ofrece un fragmento de la realidad en una sucesión infinita de perspectivas. En otros términos, la ironía romántica permite romper la solidez impenetrable de la materia o del espíritu, - que son lo mismo -, y reducirla a pedazos sueltos y frágiles.

Pero, al hacerlo, el artista se convierte automáticamente en juez y señor de esa materia, de la realidad. Su yo se sitúa en el centro del proceso artístico. Como señala Muecke [1969], proclamado el yo fichteano como realidad suprema, se transforma en un infinito creador en lucha contra el no-yo finito y limitador al que puede manipular. El poeta se hace Dios, según había anticipado Shaftesbury. Bourgeois [1974] aclara: la ironía romántica niega la seriedad del mundo exterior y afirma el poder creador del sujeto pensante, es la borrachera de la subjetividad transcendental. De este modo, la ironía romántica se extiende dentro del campo de acción de uno de los principios esenciales de la modernidad, la preeminencia del sujeto.

Las consecuencias de tales asertos son incalculables. Se produce una agudización de la conciencia pensante. El artista se distancia de su propio yo, sometiéndolo a un exhaustivo autoanálisis, buscándose en la contradicción entre su imagen ideal y su realización empírica. Se exacerba como nunca el sentimiento del abismo entre lo concebido y lo creado, dando origen a la aparición de lo que Hyppolite [1946] llama isotopía de la conciencia infeliz. La búsqueda implacable de ese yo puede llevar al desdoblamiento del mismo en espejos que lo reflejen diversamente. Es así como comienza a popularizarse la figura del otro, el doble o los dobles, que asumen más de una vez su propio nombre en el pseudónimo.

Pero esa lucidez que el artista ejerce sobre sí mismo se aplica asimismo al no-yo, a la materia recreable. Bien es verdad que, en pura aplicación de la doctrina fichteana, esa materia o no existiría o sería inalcanzable. No se llega, sin embargo, a tal extremo. De algún modo, el artista cuenta con el mundo exterior cuya naturaleza desea también conocer como su propio yo. Y sobre él ejerce la reflexión. El ironista, como un «ojo vivo,» trata de sorprender la autenticidad de las cosas por detrás de sus apariencias. El motivo de la máscara cobra singular importancia: hay que quitarla para saber lo que esconde.

Ese examen implacable se realiza finalmente con igual severidad sobre la obra creada. La ironía se interpone entre ella y el creador para permitir a éste el enfriamiento del entusiasmo inspirador, en palabras del mismo Schlegel, y consecuentemente el necesario distanciamiento que facilita el control y la reflexión sobre lo que se está haciendo. El autor, dueño en todo momento de su producto, puede juzgarlo, comentarlo, problematizarlo, o puede igualmente manipularlo, interviniendo en él, destacando su condición de ficción y juego, estableciendo diferentes niveles de realidad, permitiendo finales abiertos. Con ello se rompe la llamada falacia artística, esto es, la idea de autonomía y autoexistencia de la creación, enfatizando su total dependencia de la voluntad creadora. Se acaba asimismo con el ideal de obra cerrada, compacta, coherente con unas normas rígidas. Schlegel observa que muchos de estos procedimientos son tan antiguos como la literatura misma y se dan en grandes genios, Aristófanes, Cervantes, Shakespeare.

Estos principios, nuevos en su formulación, viejos en la práctica, son los que Schlegel propugna como el fundamento del arte romántico, de la literatura de su tiempo. Con ellos, como ha analizado muy sagazmente Finlay [1988], se rompen una serie de códigos semióticos que habían presidido hasta entonces el quehacer artístico. Precisamente esa ruptura inhabilita a la semiótica tradicional para describir el fenómeno de la ironía romántica. Hecho fundamental que acarrea los otros es la negación de la existencia de una norma absoluta que los justificaba, remplazada por una serie de normas relativas y variables, ligadas a una relación autor / texto / contexto / intérprete, no fáciles de identificar y definir.

Frente al concepto tradicional de representación artística que implicaba la existencia de un algo exterior contra el que aquélla podía medirse, la ironía romántica proclama la autorreferencialidad. El yo refleja al yo. Nada hay fuera de él. Hegel y Kierkegaard lo vieron muy bien: aquél se irritó contra Schlegel por tal actitud. Desde el punto de vista de la expresión, la palabra vale en sí misma, no por su capacidad de evocar un referido. En el discurso sólo hay cadenas de significantes sin significados fijos: no es posible definirlos, sino a lo más remplazarlos por otros en una sucesión infinita. El lenguaje, tal es la consecuencia más dolorosa, es incapaz de representar la realidad. El arte, como Adorno asume en su Asthetische Theorie [1970], es igual a sí mismo, es una reflexión autónoma, nada tiene que ver con lo que hay fuera de él.

Frente al absoluto y la totalidad, la ironía romántica enfatiza la asistematicidad, el flujo, aunque dentro de ciertos cauces. Schlegel había afirmado que «igualmente fatal para la mente es tener un sistema o no tener ninguno. Hay que decidir combinar los dos.» Por eso hace suyos el fragmento y el diálogo como géneros ideales para lo que se propone. Su estructura abierta le permite plasmar sin rigidez sus reflexiones o sus intuiciones y saltar de tema a tema sin conexiones constreñidoras. En nombre de la asistematicidad Schlegel propone también el fin de los límites genéricos y tonales: en una obra cabe mezclar risas y lágrimas, comedia y tragedia, lírica y costumbrismo, diálogos, cartas, narraciones, monólogos. El polimorfismo y la politonía reemplazan a la unicidad.

En otro nivel que afecta a la constitución misma de la materia, la ironía romántica sustituye el principio encadenante de causalidad por el flexible de concurrencia espacio-temporal y suprime el concepto de cronología. No hay que buscar cuidadosamente el establecimiento de causas en el discurso porque las cosas suceden casualmente o simplemente suceden sin que nada las relacione. No hay acciones encadenadas, sino puro devenir. Esto es, al menos, lo que percibe la mente y debe reflejar en la obra. Por otro lado, en la mente no existe una linealidad temporal, sino saltos que llevan del pasado al presente, del presente al pasado sin respetar fechas precisas. El discurso, en consecuencia, debe proceder de la misma manera.

2. La ironía romántica y la literatura romántica española.

Mientras en Alemania se llevaba a cabo tan profunda reflexión sobre el fenómeno artístico, nada semejante ocurría en España. La sátira literaria a lo Moratín fustigaba a los malos escritores, a los pedantes, ciertas maneras de estilo, en tanto que la crítica operaba dentro de parámetros neoclásicos con los criterios del buen gusto y las reglas. La penetración paulatina de las ideas de Augusto Schlegel desde las traducciones y comentarios de Böhl de Faber en 1814 abrió el camino a nuevas orientaciones que poco a poco se hicieron eco de las nuevas medidas del juicio estético, algunas de las cuales ya implican la labor de zapa de la ironía romántica: la relatividad de las reglas, la especificidad nacional del arte, la justificación de géneros mixtos como el drama. Pero en nadie parece reflejarse el conocimiento directo y exacto de algo llamado ironía romántica. En este sentido, aunque no en otros, Friedrich Schlegel era un desconocido.

Repasando los artículos y tratados de crítica española del siglo XIX, sólo un modesto trabajo de Gustavo Adolfo Bécquer parece querer aproximarse tímidamente al concepto, si bien con otro nombre y sin ninguna intención programática: «La ridiculez» [Gaceta Literaria, 14 marzo 1863]. Bécquer, seguramente sin tener conciencia de ello, califica la ridiculez con una serie de notas que fueron aplicadas a la ironía romántica por adversarios y amigos: es «una cosa horrible que hace reír. Es algo que mata y regocija... Es Mefistófeles, con peor intención y menos profundidad, que se burla de todo lo santo... Es un monstruo que nos tiene tendida una red inmensa y oculta.» Nadie, dice, conoce su código. Afecta a la literatura, a la vida social, al comportamiento de las personas. Pero el escritor español se queda ahí, no va más lejos.

Ante tal situación, sería fácil caer en la tentación de Octavio Paz y concluir que en España no existió la ironía romántica durante el romanticismo. Y de este modo añadir una carencia más a las muchas que se le suponen al movimiento en su vertiente española. De una manera u otra no deja de acechar siempre la propuesta de Edmund King [1962] sobre su superficialidad, su vacuidad, su retoricismo: aquí no hubo romanticismo verdadero porque no se sufrió la crisis que llevó a él; simplemente se lo adaptó por ser una moda. Pero, contradiciendo todas las expectativas, lo cierto es que la ironía romántica, aunque no se la nombre, impregna fuertemente la práctica de la literatura romántica en España, si no su fundamento teórico. Cómo llegó hasta ella, es algo que en este momento no parece posible dilucidar. No cabe duda de que algunos españoles vivieron la crisis espiritual del momento contra lo que avanzó King. Por lo demás, el ejemplo de otras literaturas es el camino más probable de acceso. Lo que sigue es apenas un esbozo o rastreo superficial de formas de ironía romántica en el romanticismo español cuyo desarrollo exigiría muchas más páginas que las presentes.

Si algún escritor encarna en el romanticismo español la ironía romántica en su vida y en su obra, ese escritor es Mariano José de Larra. En su temprano «El café» [1828] establece ya algunas postulados inconfundibles de la misma, sin mencionarla, por supuesto: el escritor se define como un observador distanciado de su objeto. Lo ve, lo busca, lo examina; pero en todo momento se siente fuera de él, sin pertenecer, espectador y no actor. Ello le permite la búsqueda sin compromisos de la verdad, aun a sabiendas de que el resultado último es el desengaño. Este distanciamiento puede ser documentado a lo largo de casi todos sus artículos. En «El día de difuntos de l836» [1836], por ejemplo, Larra camina exactamente en la dirección opuesta a la de los otros, no hacia fuera, sino hacia dentro. Por eso puede ver desapasionadamente lo que ellos no ven: la ruina de España, su propia ruina.

La búsqueda de la verdad, por su parte, lleva a Larra a escoger entre sus imágenes favoritas para la caracterización de la existencia la del carnaval o la máscara. En «El mundo todo es máscaras» [1833], el baile de disfraces proporciona ocasión al escritor para una reflexión filosófica sobre las varias caretas que adopta la gente en tanto que el fingido viaje con Asmodeo por Madrid le descubre otras muchas mentiras. Todo es máscaras, concluye, el carnaval es una constante social, un estado permanente de ocultación e hipocresía, no un mecanismo liberador, como se supone. Esta duplicidad esencial de la vida en todas sus formas constituye el fondo de sus mejores ensayos. Así en «La nochebuena de l836» [1836], basado precisamente en la costumbre de las saturnales de permitir decir la verdad a un criado, contrasta amargamente apariencias y realidades: la fiesta de espiritualidad que debía ser la Noche Buena con la pura orgía en que se ha convertido, el espíritu con la materia a través de la cual se expresa, la felicidad externa con el desasosiego íntimo.

Lo que Larra descubre en definitiva es la maldad radical y las contradicciones del ser humano. «La vida en Madrid» [1834] ofrece en esta dirección una visión que cualquier ironista romántico suscribiría como propia no sólo por su contenido, sino por la asombrosa capacidad irónica que revela. Porque no es tanto la denuncia del sin sentido metafísico de la vida, de sus paradojas, de las incoherencias de la civilización y del aburrimiento de la sociedad madrileña, lo que importan, cuanto esa sutil sonrisa con que se van dejando al descubierto los absurdos de Dios y de los hombres, la inconsistencia de sus supuestos órdenes. Si la ironía nace en épocas de crisis, Larra representa en España la crisis general de valores de Occidente y la crisis específica del país en su circunstancia político-social.

La ironía romántica ofrece en Larra otras representaciones. No escasa importancia tiene el desdoblamiento del yo mediante una serie de pseudónimos, cada uno de los cuales lo identifica bajo una luz determinada a la vez que le permite observar la realidad bajo condiciones específicas. No es lo mismo ser Duende, o explorador curioso, que Pobrecito Hablador, o denunciante habilidoso de la censura, ni mucho menos Fígaro, dueño del oficio y consciente de una obligación histórica. Con alguna reserva, dada la larga tradición, podría entrar también en la técnica su predilección por la carta, género abierto y capaz de acoger las más diversas materias.

Pero, incuestionablemente, es la actitud de Larra ante el código lingüístico lo que lo sitúa mucho más decididamente dentro de las preocupaciones de los ironistas románticos. En «Las palabras» [1834], «Por ahora» [1835] y «Cuasi» [1835] denuncia la ambigüedad del signo lingüístico y su incapacidad para reflejar inequívocamente la realidad. Larra reduce a lenguaje la condición humana: el hombre es fundamentalmente palabras; pero no las usa para su función primaria que es la comunicación, sino que las manipula a su capricho. Ello es posible porque no existe un código inalterable, las palabras carecen de referido fijo e identificable, pueden significar las cosas más diversas, contribuyen a la ceremonia de la confusión. En otros términos, tras la palabra no hay otra referencialidad que la que le asigna el sujeto o lo que es lo mismo, no hay un objeto. Ello equivale a admitir la autorreferencialidad: ante el hombre, que es palabras, ante las palabras que emplea, se abre el vacío, un mundo modelado por su propia conciencia.

Nadie esperaría encontrar ironía romántica en escritor tan reiterada y falsamente acusado de superficial como José Zorrilla. Y, sin embargo, en él aparecen varios de sus recursos. No me detendré en ciertas actitudes del poeta ante la vida que revelan la contradicción y el absurdo de que está hecha, como cabe analizar en su poema simbólico «El niño y la maga- [Poesías, 1839]. Tampoco en la imagen de la máscara, presente en su ambiciosa meditación, «A una calavera» [Poesías, 1838], que se emplea en Don Juan Tenorio [1844] con una interesante función, diversamente interpretada por la crítica. Ni siquiera en la aspiración a la obra total con la mezcla de todos los tonos y registros tan evidente en las leyendas con sus saltos de lo descriptivo a lo narrativo, de lo lírico a lo dramático.

Zorrilla fue particularmente sensible a la función del poeta, como he puesto de relieve en La poesía de José Zorrilla [1995]. Ello le llevó a encarar ciertos fenómenos integrables dentro de los postulados de la ironía romántica acerca de la reflexión del artista sobre sí mismo y su obra. De los escritores románticos españoles, él es el único que ha identificado al artista con Dios: «Quien por ser como Dios, como Dios crea,» sostiene en «A los individuos artistas del Liceo» [Poesías, 1838]. Bien es cierto que posteriormente restringe un tanto tan atrevida afirmación y se inclina más al papel de representante y traductor de la divinidad. Pero ello no obsta para ver en él al introductor, o mejor, anticipador en España de una idea de largas consecuencias: la asimilación de las creaciones mentales del hombre a las de Dios. Zorrilla, por supuesto, no llegó a las conclusiones extremas de los idealistas alemanes ni a las que, en la línea de éstos, deduciría brillantemente Unamuno.

La capacidad de autorreflexión de este ser excepcional que, como Dios, puede examinarse y examinar su obra, se documenta en Zorrilla de tres maneras. En «La noche y la inspiración» y en «La noche inquieta» [Poesías, 1838], presenta el vallisoletano al poeta en vela intelectiva. Frente al misterio de la noche, mientras el mundo reposa, permanece él en un estado de duerme-vela que le permite ver lo que nadie ve, su propia conciencia que flota libre sobre el cuerpo, sus terrores subconscientes, la verdad de la nada que el día esconde, un mundo fantástico, informe, de seres grotescos. Es esa vela intelectiva la que propicia el momento creador, cuando el genio plasma en su obra las intuiciones, quizá concretizaciones, de su propio espíritu, analizando su conciencia y las visiones que le suministra. Ambos poemas bastarían para anular la afirmación de Paz, anotada anteriormente, sobre la falta de estados de duerme-vela en la poesía romántica española.

Si en este procedimiento Zorrilla desdobla su yo con la inmersión en lo que podría llamarse el mundo del subconsciente para analizar el lado oscuro del mismo, más tarde acudió a otro de clara raíz irracional igualmente. En Una historia de locos [1852] el escritor se inventa un doble loco que corresponde exactamente al autor: pálido como él, ha vivido su misma vida, ha escrito las mismas obras. Si hay una diferencia, es el triunfo del real frente a la locura y el fracaso del sosia. Pero esto es irrelevante. Lo importante es que mediante este personaje de ficción logra proyectarse en él quizá como otro ente de realidad dudosa, juzgarse al juzgarlo y enjuiciar su propia obra a través de los juicios de aquél. Descubierta la estrategia, Zorrilla volverá a emplearla para distanciarse convenientemente de sí mismo en diversas ocasiones.

Para reflexionar sobre su producción y aun sobre sí mismo, Zorrilla ha recurrido finalmente al método más tosco y directo de hablar de ella o de sí. No me refiero a las numerosas notas y observaciones que acompañan algunas ediciones de su obra ni tampoco a sus opiniones en Recuerdos del tiempo viejo [1879]. Aludo a su inmersión deliberada como autor en su creación para orientar su interpretación, justificar sus opciones o dar una imagen propia. Los ejemplos son numerosísimos. Baste uno muy simple. En «El capitán Montoya» [Poesías, 1840] interviene para subrayar la insuficiencia del poeta en su intento por describir la fiesta de bodas o, en el fin, para indicar que ha escogido uno determinado entre los posibles de la tradición.

Este tipo reflexión abre la puerta a la ruptura de la falacia artística, que es su consecuencia inmediata, si no lo mismo. Dos rosas y dos rosales [1859] la encama de modo sobresaliente. Zorrilla proclama su derecho a encauzar la historia según le parezca. Él ha creado el género leyenda y puede, libre, sin sujeciones a preceptos inexistentes, caminar a su capricho, situar la acción donde le plazca, no dar explicaciones de los actos de sus personajes, caer en «excesos excéntricos,» o en un momento dado, proclamar la monotonía del estilo narrativo frente a la viveza del diálogo y remplazar la forma típica de la leyenda por la del drama. El autor interviene en muchos otros momentos, mostrando al lector que él es el constructor, el dueño de los hilos ocultos. La obra es su frágil criatura, sin autonomía y sin más coherencia que la que quiera darle.

Con ser tan evidente la ironía romántica en Espronceda, insinuada ya por Reid [1934], sólo recientemente ha merecido un análisis detallado [Pallady, 1990], si bien se trata más de catalogación de formas que de discusión interpretativa. Ha ocurrido con este escritor un fenómeno interesante. La crítica ha descrito exhaustivamente todas sus estrategias operativas y su visión del mundo. Se conoce en sus mínimos detalles su concepción contradictoria de la existencia, el contraste entre ideal y realidad, entre ilusión y desengaño, entre deseo insaciable y satisfacción imposible, las antítesis para las que no hay más síntesis que la muerte. Se han señalado sus intentos de obra total o universal, como diría Schlegel, en El estudiante de Salamanca, con su mezcla de estrofas y versos, su fusión de lo narrativo, lo lírico, lo descriptivo, lo dramático, lo epistolar, lo sublime, lo costumbrista. Pero no se ha dicho, según creo, que todo eso responde a lo que se llama ironía romántica.

El uso del término, sin embargo, podría abrir un camino a una exégesis unitaria que no parece existir en la crítica tradicional y sus categorías habituales, sobre todo, en relación con El diablo mundo [1840]. ¿Cómo dar coherencia a creación tan dispar, de tonos tan distintos, llena de interrupciones impertinentes, que aun pasa por modelo de fragmentación y falta de objetivo? El propio poeta confesó [I, v. 1356 ss.], en una declaración típica de manipulación irónica, que se proponía ofrecer un poema emblema de nuestro mundo y sociedad, de revuelto asunto, varias formas, diverso estilo, diferentes géneros, subordinados a su propio humor y gusto. Su primer crítico, Ros de Olano, reforzando la intención del escritor, destacó en el prólogo a la primera edición de la obra esa coexistencia de tonos, esa variedad comparable a la de la superficie de la tierra. Desde entonces se ha reiterado la impresión de hallarse ante un conjunto monstruoso, como dijo Juan Valera [1854], con partes aisladas admirables. Sólo Martinengo [1862] llegó cerca de una clave para tanta contradicción al aplicar el concepto de polimorfismo a su interpretación.

El polimorfismo es precisamente lo que para Schlegel debe definir la literatura romántica. Si El diablo mundo había de ser emblema del mundo en el siglo XIX, Espronceda no podía concebir su poema como un conjunto cerrado y armónico, sino como un espejo roto cuyos fragmentos reflejarían las caras múltiples de la realidad como muecas inconexas de un todo quebrado, que no era posible recomponer: Dios y el diablo, lo sobrenatural y lo cotidiano, el blando sueño y la dura vigilia, el amor con sus goces y tormentos, la cárcel y el palacio, los ricos y los pobres, la política y el baile callejero, la inocencia y el crimen tenían que caminar abrazados en la obra literaria como abrazados van por la vida. Y ello forzaba técnicamente a la mezcla de tonos, registros, géneros, dialectos en un abigarrado mosaico colorista. Empeñarse en explicar El diablo mundo con categorías tradicionales sólo conduce a su anulación, a su degradación, a su incomprensión.

En el contexto de la ironía romántica resulta innecesario debatir si «A Teresa» se integra o no en la estructura del poema. Cierto es que existe en éste una línea argumental que le da cierta unidad narrativa, la que cuenta las aventuras de un protagonista imaginado como real, Adán. En relación a ella, ese canto queda fuera. Pero también queda fuera la introducción: no se sabe muy bien qué tienen que ver los diablos y sus disquisiciones filosóficas con el rejuvenecimiento y posteriores andanzas del protagonista. Ambos episodios son indudablemente autónomos con respecto a una determinada historia; pero, ¿lo son con respecto a la economía del conjunto? ¿No sería imposible sin ellos la inmersión en otra realidad no alcanzable en el transcurso del discurso dominante: lo sobrenatural y el amor idealizado? Su justificación no está en si se insertan o no en un punto específico del desarrollo de otro proceso, sino en si se insertan o no en la totalidad intencional del autor, en su capacidad para potenciar algo de lo que son a la vez independientes y complementarios.

Espronceda, como Zorrilla, muy dentro de los postulados de la ironía romántica, se proclama dueño de su obra a la que puede ordenar, dirigir, manipular, según su propio gusto, conforme un tanto arrogantemente dejó claro en el texto citado previamente. Lo que él decidió hacer como tal dueño fue romper por completo un código literario vigente, el de la obra compacta y uniforme. La estructura de El diablo mundo es no tener ninguna, si se atiende al código transgredido. Numerosas digresiones, ampliamente descritas por la crítica en cuanto a su contenido, rompen a cada momento la falacia artística, dejando evidente al lector el juego autorial, su mando sobre la materia literaria. El yo del poeta salta inquieto a la menor oportunidad dentro de la obra imponiendo su presencia suprema hasta en la trivialidad.

Ese yo, que en la «Introducción» emerge en vela intelectiva sorprendiendo los misterios de la noche, es el «ojo vivo,» el que se enfoca igualmente en las cosas minúsculas, en una supuesta historia real, en los secretos de los diablos o en su propio de dolor de amante traicionado. Ese yo es la unidad, el que conjunta dentro de las categorías de la ironía romántica los distintos niveles de realidad, porque eso es lo que hay en El diablo mundo que hace imposible su explicación conforme a un código literario tradicional. Sólo en la conciencia del yo supremo se funden realidad literaria, que sería la historia de Adán, realidad vital con el canto «A Teresa» como centro, realidad fantástica con el mundo demoníaco en primer plano, como formas inextricablemente revueltas de la existencia. En El diablo mundo Espronceda, como otros ironistas, confunde y mezcla las aristas del universo y obliga al lector a reflexionar sobre la fragilidad de los límites de las cosas: ¿es más real la literatura o la vida, las experiencias o las visiones, Espronceda o Adán, los diablos o Teresa? ¿No es todo proyección de los delirios del yo? ¿No es inevitable su coexistencia?

El licenciado Torralba [1888] de Ramón de Campoamor, último objetivo de este rápido cuanto incompleto análisis, implica un salto en el tiempo y salir de la época romántica. Elegir esta obra tiene, sin embargo, una justificación: en ninguna otra dentro de la literatura española decimonónica se muestra quizá con tanta lucidez y habilidad el poder corrosivo de la ironía romántica. En los umbrales del siglo XX El licenciado Torralba avanza un moderno y desolador mensaje de nihilismo. Por lo demás, el escritor asturiano en muchas maneras permaneció fiel a sus raíces románticas dentro de su larga carrera de escritor. De hecho, cuando la critica califica El licenciado Torralba y El drama universal [1869] de poemas metafísico-simbólicos, no hace otra cosa que apuntar a un género nacido, como el autor, a comienzos del siglo XIX.

Campoamor tenía una ventaja, si se lo quiere ver así, frente a Larra, Zorrilla y Espronceda, para internarse en el territorio de la ironía romántica: poseía una amplia formación filosófica. Como todavía se tiende en general a pasar como sobre ascuas en el tema, no estará de más invocar la autoridad de Juan Valera, quien se ocupó por extenso de la filosofía campoamoriana en «Cartas al señor don Ramón de Campoamor sobre su libro Lo absoluto» [1865] y en «Metafísica a la ligera» [1883]. Llegó a decir que entre los pocos pensadores originales de España destacaban Campoamor y Balmes. Hay que aceptar las palabras sin ironía, pese a las reticencias de generaciones posteriores. Esa formación, aparte lo que pudiera haber de temperamento, le permitió intelectualizar los problemas, objetivizarlos, encararlos con una actitud reflexiva más que visceral. A Espronceda en El diablo mundo se le siente gritar de protesta; Larra llora de impotencia; Campoamor sonríe comprensivo y distante en control del dolor de la existencia.

La historia de Eugenio Torralba no ofrecía en sí más interés para un lector de fines del siglo XIX que lo que en ella pudiera haber de pintoresco o documental. Contarla llanamente no suponía ningún desafío para un escritor inteligente; transformarla en algo significativo, en una experiencia metafísica, en una indagación sobre temas candentes era cuestión más complicada. ¿Cómo logró Campoamor esa transformación? Hubo de efectuar una serie de operaciones, la mayor parte de las cuales caen dentro de los procedimientos de la ironía romántica. El paso más elemental y sencillo fue alejarse de la anécdota y enfatizar el análisis, reducir a un mínimo lo episódico y centrarse en unas pocas incidencias, algunas posiblemente inventadas, que le permitieran encarar el funcionamiento interior del extravagante médico y nigromante del siglo XVI: los amores con Catalina, la creación de muliércula, el proceso inquisitorial.

Hecho esto, a Campoamor se le planteó cómo dar credibilidad a un personaje histórico excéntrico, dotado de facultades tan negativamente connotadas como la de volar, más loco que malvado en la opinión de algunos de los inquisidores que lo juzgaron en Cuenca. Recurrió para ello al único medio posible: invertir el juicio heredado. Convierte a Torralba en filósofo y lo equipara al maestro de la ironía, Sócrates. Como éste, posee aquél un demonio familiar, aunque aquí sea ángel, Zaquiel, y somete a exploración la naturaleza de la realidad. Tal inversión, inocente en apariencia, implica consecuencias importantes. Porque equiparar a Sócrates y Torralba supone igualar entidades culturales de distinto orden y consecuentemente destruir categorías bien establecidas: se ponen al mismo nivel un sabio ilustre y una especie de alquimista desconocido, una filosofía consagrada y unos experimentos esotéricos. En el fondo responden al mismo anhelo humano de encontrar la verdad y, consecuentemente, a la misma categoría de inutilidad.

Con ello Campoamor entraba de lleno en uno de los mecanismos epistemológicos de la ironía romántica, la negación de ciertas jerarquías. Mediante tal estrategia se mina un principio fundamental del pensamiento occidental en el que se ha basado su propio progreso, el de la selección cualitativa, abriendo una ventana nueva a la crítica de los sistemas. ¿Por qué son unos aceptados y otros excluidos? ¿Cuál es la marca de la superioridad, si hay alguna? ¿Por qué Sócrates y no Torralba? Preguntas así no asombran a nadie familiarizado con la retórica de la modernidad y la postmodernidad, aunque todavía inquietan e irritan a muchos. En la España de Campoamor conferir validez a las indagaciones de Torralba por la misma razón que la tienen las de Sócrates resultaba atrevido, por lo menos.

El autor dignificó, pues, al personaje a costa de rebajar valoraciones consagradas. El camino a la crítica e incluso ridiculización de tales valoraciones quedaba despejado. No me detendré en la audacia de llamar tonto a Platón, de destacar lo mofletudo o rechoncho de los ángeles, de reducir la ciencia a saber que en invierno hace frío, u otras muchas burlas conscientes y sistemáticas de entidades consideradas importantes. Allí están, es cierto, punteando el tono dominante de El licenciado Torralba; pero el propósito de Campoamor era más ambicioso que dar muestra de observaciones ingeniosas o chocantes y sólo de la mano de la ironía romántica podía lograrlo.

Sócrates, que según Kierkegaard [1841] simboliza admirablemente al ironista romántico, atacó el orden social de Atenas representado por los sofistas con una doctrina marginal, la del no sé nada. Campoamor hace que Torralba someta a juicio los valores de su tiempo desde actitudes no menos marginadas: el escepticismo pirronista, el goce vital del hedonismo, la nigromancia. Uno y otro ven el mundo en que viven desde fuera, distanciados. Con su proceso de experiencias y observaciones, Torralba desmonta uno a uno todos los códigos éticos y filosóficos vigentes. El amor se derrumba en sexo y aburrimiento. Materia y espíritu, en lucha permanente, no bastan a explicar la existencia. La religión yace reducida a bien de museo: en el cielo hasta los ángeles se aburren; el infierno, vacío, ha sido trasladado de lugar. El orden moral no interesa a nadie. La ciencia, el arte, la historia son productos reemplazables de consumo. Pero, a pesar de la inanidad de todo ese tinglado moral de la civilización, el hombre es cruel y brutal: mata en nombre de ciertos principios. Ante el espectáculo trágico de los procesos y ejecuciones inquisitoriales, Torralba sufre finalmente la náusea existencial, el asco absoluto de la vida, y se abraza a la gran Nada como respuesta final de su búsqueda, como solución a tanto absurdo, a tanta pesadilla.

Pero Torralba es un ser mediatizado. A otra altura, desde otro afuera, desde otra distancia, Campoamor, el autor, está observando y comentando su aventura existencial y se ve obligado a intervenir, no para corregir lo que es experiencia intransferible del personaje, sino lo que pueden ser sus conclusiones. En primer lugar, el protagonista queda transferido a otra época: lo que dice sólo parcialmente corresponde al siglo XVI, es más bien ideología decimonónica. El anacronismo sirve en este caso para anular la historia: la condición humana es invariable. Seguidamente, frente a sus intentos inquisitivos, se impone como única verdad la fuerza del instinto y la naturaleza: todo lo demás es cultura reemplazable. Y finalmente, la conclusión nihilista queda relativizada mediante la ambigüedad irónica. Cuando muere Torralba, cree oír la voz de Catalina que lo llama. ¿Verdad? ¿Alucinación? La sonrisa del ironista acentúa la contradicción última del ser: nada y esperanza, negación y búsqueda.

Bibliografía citada

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