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ArribaAbajoDon García Almorabid, de Arturo Campión, y la novela histórica de fin de siglo630

Enrique MIRALLES


Universitat de Barcelona

De anacrónico le parecía en las postrimerías del siglo a doña Emilia Pardo Bazán el cultivo de la novela histórica, con ocasión de la obra que acababa de publicar Arturo Campión, Don García Almorabid. Crónica del siglo XIII,631 y la verdad es que no le faltaba razón a la ilustre escritora,632 si la lectura había de atenerse al modelo walterscottiano, prácticamente agotado después de una larga y fructífera existencia. Ceñido el juicio a la valoración del curso de unas aventuras, hay que decir que el libro del fuerista navarro, con su ambientación medieval, donde los personajes apelan al código del honor, presumen de rebeldes, hacen ostentación de heroísmo y furor patriótico, y se desahogan en largos parlamentos, quedaba muy lejos de los gustos burgueses que venían gozando desde hacía tiempo de las excelencias del realismo y naturalismo. Algo tan evidente, pues, apenas merecía ser subrayado por la autora de Los pazos de Ulloa, a quien le bastaba con indicar «que ya están mandados retirar a la guardarropía los birretes, cotas, dalmáticas, sobrevestas, capuces y demás arreos propios de la Edad Media».633

¿Por qué, entonces, el escritor navarro se decidió a favor de un género trasnochado? ¿Acaso porque era el que mejor se avenía a su condición de historiador? ¿O bien, porque era el más propio para la exaltación de unos ideales conservadores, como los que él propugnaba? Las dos razones resultan igual de válidas, pues de lo que no tenemos dudas es de su aversión a la estética imperante, hija de un positivismo, aunque también ambas pueden englobarse en una explicación más general, un deseo, por parte del novelista, de que su creación literaria estuviera al servicio de una causa a su entender más noble, de orden político: la lucha por la autonomía regional del pueblo vasco-navarro. Hacia esa instancia, que trasciende cualquier valor artístico, habremos de dirigir el análisis que dé explicación del texto y extraiga las conclusiones pertinentes. Así, entre otras varias, entender el fenómeno de una pervivencia de la narrativa histórica en el último tercio del siglo XIX, dado que el ejemplo de Campión no parece excepcional. Juan Ignacio Ferreras, por ejemplo, en su conocido estudio sobre la evolución del género hasta 1870, no puede obviar que la novela histórica siga aún vigente en lo que resta de centuria, con un centenar de autores que todavía se entregan a su cultivo; pero el crítico se desinteresa de ellos, porque «estudiar la novela histórica aparecida con posterioridad a 1868, o a 1870, sólo puede obedecer a un deseo de perfeccionamiento A partir de 1870, la novela española es resueltamente realista, o lo que es lo mismo, a partir de 1870 la novela histórica no puede ya ser española».634

En mi opinión esta tesis posee escaso fundamento, pues se basa en los conceptos lukacsianos de la desaparición del héroe y del universo románticos, fruto de la asunción al poder de una burguesía que reclama otros modelos narrativos para sus aspiraciones culturales. En la visión de la dinámica histórica de la pasada centuria no creo que se deba reducir el movimiento burgués a un mero triunfo de clase, ya que esto implicaría un comportamiento homogéneo dentro de la escala social y geográfica de un sector que hubiera conseguido implantar un aparato político hecho a su medida. Si hubiera ocurrido así, se entendería, en efecto, que los ideales románticos no tuvieran cabida en la Restauración, pero entonces, ¿cómo se explica que en este mismo seno social, al menos en lo que se refiere a Cataluña y el País Vasco donde el proceso de industrialización era el más avanzado, fuera cobrando todo su vigor la corriente mitográfica del pre-nacionalismo romántico, sustentada en el rechazo a algunos principios del liberalismo, como eran el librecambismo en materia económica, el parlamentarismo en el terreno político y el centralismo en el judicial y administrativo? Trazar una frontera abismal entre Romanticismo y Realismo simplifica en exceso un panorama de por sí mucho más complejo y sólo se justifica por el deseo de atajar entre espacios y tiempos literarios híbridos, marginales o periféricos. Piénsese, si no, en el desarrollo y evolución de unas formas narrativas, como son las leyendas, tradiciones, romances y novelas, todas ellas de carácter histórico bajo un cuño romántico, que proliferaron en las páginas de numerosas revistas y diarios del último cuarto de siglo. Centrándonos únicamente en el ámbito literario vasco-navarro, el del círculo de Campión, cabría citar, entre otros títulos y autores, novelas como Amaya o los vascos en el siglo VIII (1879) de Navarro Villoslada, la obra, quizá, más sobresaliente del género; El Baso Jaun de Etumeta (Tolosa, 1882), de Juan Venancio Araquistain; Jaun Zuría o el caudillo blanco (Bilbao, 1887) de Vicente de Arana; El castillo de Arteaga y la Emperatriz de los franceses (Bilbao, 1890) de Juan E. Delmás. Leyendas y tradiciones, como las contenidas en Oro y Oropel (Bilbao, 1876), Los últimos iberos (Madrid,1882) y Leyendas del Norte (Vitoria, 1890), de Vicente de Arana; Tradiciones vascongadas. Segunda Parte (Bilbao, 1890), de Araquistarin; El paladín de las Navas (Pamplona, 1891) de Arturo Cayuela; la Colección de leyendas (Bilbao, 1880), de Juan E. Delmas; las Leyendas alavesas (Zaragoza, 1897-1898), de Díaz de Arcaya; Tradiciones vascongadas. Segunda parte (Bilbao, 1899) de José María Goizueta; Tradiciones y leyendas navarras (ed. Pamplona, 1916, pero publicadas en revistas vascas en los años ochenta), de Juan Iturralde; Los primeros cristianos de Pompeyópolis. Leyenda de San Fermín (Pamplona, 1882) de Nicasio Landa; Ecos de mi patria (Pamplona, 1900) de Hermilio de Olóriz; y La Dama de Amboto (Vitoria, 1872) de Sotero Manteli. Y de los romances, aparte de los numerosos sueltos, escritos buena parte de ellos para concurrir en los Juegos Florales, las siguientes colecciones: Romancero alabes (Vitoria, 1885) de Ricardo Becerro de Bengoa; El romancero de Navarra (Pamplona, 1876) de Olóriz; o los Cantos, romances y leyendas (1889) de Arturo Cayuela. El mismo Campión fue autor también de diversas leyendas, publicadas en los medios periodísticos, que posteriormente fueron reunidas en tres de las doce series de que consta su Euskariana.635

A la vista de este rápido recuento, se me antoja aventurado recluir el postromanticismo a una fase meramente epigonal y de escaso interés para la historia literaria. La vitalidad que poseían estos géneros citados, habida cuenta de su proliferación, invita a pensar que no sólo persistían por la fidelidad que les podía prestar un público urbano más o menos residual, sino por la razón bien clara de su instrumentalización a favor de la causa regionalista, en tanto vehículo propagador de mitos.636 La novelización de la vida de García Almorabid, cabecilla de uno de los bandos enfrentados en la guerra civil de Pamplona del siglo XIII, por parte del historiador navarro, se justifica por este designio político de recrear un episodio crucial en la crónica de su ciudad, a fin de que el conocimiento de los hechos pasados avivara en el ánimo de sus lectores afines su espíritu patriótico y les sirviera de lección para los tiempos presentes.

Fue Arturo Campión un hombre polifacético y de amplia cultura, que sobresalió, más que por su labor literaria, por sus estudios históricos, políticos y filológicos en torno a cuestiones referentes al País Vasco y a su lengua.637 De él hizo el mejor elogio otro compatriota suyo, Carmelo de Echegaray, en esta sencilla declaración: «Arturo Campión ha consagrado siempre su inteligencia y su pluma a la defensa de los ideales que constituyen, en su sentir, el alma del pueblo vasco».638 Había nacido en Pamplona en 1853 (¿1854?) y, aunque en sus años juveniles mostró inclinaciones por la causa republicano federal, a partir de la caída de la República su ideología se tomó conservadora y desde esa óptica desarrolló todo su pensamiento regionalista. El fuerte acento de este último provino de la desafortunada aprobación de la ley del 21 de julio de 1876, que reprimió los fueros vascos, excitando los sentimientos de muchos ciudadanos como el de nuestro novelista, quien a partir de entonces iba a empeñar todos sus esfuerzos en la reivindicación de los derechos históricos de su pueblo, las cuatro provincias que conformaban el Laurac-bat (Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra). Director del periódico madrileño La Paz, desde sus columnas promovió la creación de la Asociación Euskara de Navarra, de la que, una vez fundada, llegó a ser Secretario en 1878. Colaboró asimismo en la mayor parte de las revistas y diarios vascos, como El Arga, El Eco de Navarra, la Revista del Reino de Navarra, Lau Buru, la Ilustración Navarra, y Euskal-Erria, entre otros, desde donde difundió sin tregua su ideario político; dirigió la Sociedad de Estudios Vascos y la Academia de la Lengua Vasca, y formó parte de numerosas entidades locales y nacionales de carácter cultural. Al final de su vida abandonó la actividad pública y se dedicó exclusivamente a la labor investigadora. Su obra comprende 15 volúmenes y casi toda ella, como ya se ha indicado, está consagrada a la exaltación de los valores del pueblo vasco, a revisar su historia y a defender su autonomía frente a la política centralista de los gobiernos de la Restauración. En el terreno novelístico, además de la novela que nos ocupa, dio a luz Blancos y negros (Guerra en la paz), en 1898, y La bella Easo, en 1909. Murió este escritor en 1937.

El tema que inspira a Don García Almorabid procede de un poema del trovador provenzal Guillermo Anelier (Annelier, en la novela) en tomo a las guerras civiles de Pamplona que se prolongaron varios años y alcanzaron su culminación con los sangrientos sucesos de 1276. El texto639 había sido descubierto en la biblioteca del monasterio de Fitero (al que se referiría Bécquer en su leyenda El Miserere) en 1844 por el benemérito navarro Pablo Ilaguerri Alonso, el cual lo editó tres años después, añadiéndole un prólogo explicativo y diversas notas eruditas (G. Anelier, La guerra civil de Pamplona. Poema escrito en versos provenzales por Guillermo Aneliers de Tolosa de Francia e ilustrado con un prólogo y notas por Don Pablo Ilarregui, Pamplona, Impr. de Longas y Ripa, 1847, 183 pp.). Apenas tuvo difusión, hasta que el gobierno francés, interesado en el hallazgo, encargó una traducción a Francisque Michel.640 Esta sí alcanzó mayor resonancia desde la misma fecha de publicación, en 1856.641 Dentro de nuestras fronteras tardaría aún en divulgarse. Lo fue gracias al detallado resumen que hizo de su contenido Juan Iturralde y Suit, mentor y amigo de Campión, en las páginas de la Revista Euskara (1882-1883).642 La afinidad ideológica que unía a los dos historiadores navarros y la índole del tema despertaron el interés del último por trasladar a la ficción el episodio histórico, imaginando los lances, de acuerdo con el testimonio del poeta provenzal y los datos suministrados por los estudiosos del texto.

La trama da comienzo en los días inmediatos al estallido bélico, con la llegada del nuevo gobernador, Eustaquio de Beaumarché (Bellamarca), y concluye con el saqueo de la ciudad a cargo de las tropas francesas a finales del año 1276. Esta guerra civil venía larvándose desde hacía más de un siglo, a partir de que los francos se asentaran en la capital navarra en 1129, poblando el Burgo de San Saturnino de Iruña o San Cernín y siendo gratificados por Alfonso del Batallador con unos privilegios, el llamado Fuero de Jaca; entre otros, el que allí no residiera «ningún Navarro, clérigo, soldado ni infanzón». A partir de entonces la convivencia de estos advenedizos con los habitantes de los demás concejos de la vieja Navarrería, cada uno con su jurisdicción propia, se vio alterada con relativa frecuencia. En las fechas próximas a los lamentables episodios de que nos va a dar cuenta el relato, eran cuatro los barrios de Pamplona: la ciudad de la Navarrería, ocupada por la población más indígena; el barrio de San Nicolás y los burgos de San Miguel y de San Cernín.643 En 1276 ocupaba el trono la princesa doña Juana, niña a la sazón de cuatro años, que se había refugiado en París con su madre doña Blanca, reina regente, bajo el amparo del monarca francés, D. Felipe, dado los peligros que amenazaban al Reino, sumido en revueltas interiores y fácil presa de los deseos anexionistas de las coronas de Aragón y de Castilla. Dos años antes, y tras la muerte del rey don Enrique I (22 de julio de 1274), había sido nombrado gobernador D. Pedro Sánchez (Sanchiz), en las cortes celebradas el 27 de agosto en Olite, con la oposición de D. García Almorabid. La rivalidad entre ambos caudillos provocó al cabo la destitución de Pedro Sánchez de su cargo y el nombramiento, en la primavera de 1276, de un nuevo gobernador, Eustaquio de Beaumarché, militar francés de prestigio, pero las tensiones no desaparecieron, sino que se agravaron, debido a que las poblaciones de los concejos de San Miguel y de la Navarrería no acataron su autoridad por su condición de extranjero, en tanto que los residentes de San Nicolás y del Burgo de San Cernín se le mostraron adictos. Los primeros comenzaron entonces a levantar fortificaciones y colocar máquinas de guerra en la parte fronteriza del burgo de San Cernín, y ante el principio de asedio, el gobernador no tuvo más remedio que solicitar ayuda armada al monarca francés para defender a sus leales.

Sobre este telón de fondo inventa Campión una historia particular, cuyo personaje central es el que da título a la novela, don García Almorabid, Almoravit en el poema, un rico-hombre que lideraba el sector de la población de la Montaña, descontenta con los advenedizos burgueses. Dotado de una fuerte personalidad, el autor nos lo presenta con rasgos donde se acentúa un presunto patriotismo, a la par que una mala catadura moral de hombre cruel, violento y cobarde en las situaciones extremas, tachas todas ellas conciliadas con su acción política de procurar alianzas con el rey de Castilla. Junto a este personaje, desempeñan asimismo un papel en la rebelión, aunque menos destacado, otros nobles navarros, como don Pedro Sánchiz de Montagut, señor de Cascante, el antiguo Gobernador arriba citado, adicto a la Corona de Aragón; Gonzalo Ibáñez de Baztán; Jimeno de Oarritz, y Pascual Gomitz. En otra escala social, de fuerzas al margen de la ley, figura Pedro Martíniz de Oyan-Ederra, de sobrenombre Azeari Sumakilla, cabeza de una cuadrilla de bandidos saqueadores de la región, exponentes además del lado más violento de una etnia indígena. En el otro bando, el de los sitiados, la figura más destacada es la de Aymar Cruzat, hombre adinerado y deseoso de una paz que redundara en la prosperidad futura del reino.

Paralelamente a la acción épica, el autor inventa una historia amorosa entre Blanca, hija de D. García, y Raúl, primogénito de Aymar. Herido este en un lance junto a la mansión de la doncella, es recogido y cuidado de sus heridas por la hermosa joven, lo que da lugar a que brote el amor entre ambos. Las rivalidades familiares les obligan, sin embargo, a llevarlo en secreto, hasta que deciden casarse sin el consentimiento de sus progenitores. Cuando don García se entera de esta unión toma venganza contra su huésped, ordenando su asesinato. Encomienda la acción al bandido Pedro Martíniz, pero cuando este iba a ejecutarla, descubre que el ricohombre había sido el causante de la desgracia que le había arrastrado a la vida delictiva, por lo que opta por dar muerte a los dos enamorados. De esta forma, se frustra la esperanza de una feliz solución política, en cuanto la unión de esta nueva pareja de Romeo y Julieta encamaba una posible reconciliación entre los dos bandos.

Tras este lance, la guerra civil termina por estallar. Al principio, la suerte parece inclinarse a favor de los ruanos, los pobladores de la Navarrería, que inician el asedio sobre el burgo de San Cernín, pero sus habitantes consiguen resistir a la espera del auxilio militar francés demandado por el gobernador. El rey castellano, por el contrario, aliado de don García prefiere quedar al margen del conflicto, de modo que los sitiadores, una vez avistan las tropas enemigas, muy superiores en número a ellos, ven ya su causa totalmente perdida. Antes de que las tropas extranjeras entren a saco en la ciudad, Almorabid y el resto de los cabecillas emprenden la huida en secreto, abandonando a los suyos a su malhadada suerte, pero el ricohombre no consigue escapar, pues en su fuga se encuentra con el bandido Pedro Martíniz, quien acaba con su vida en un arrebato de odio por haber mancillado su honor.

Este es, en breves palabras, el argumento de la obra. Desde un punto de vista estrictamente literario, adolece, principalmente en su curso narrativo de graves defectos, debido a la torpe ilación de los episodios y a la tosca factura de la voz autorial, pero también posee algunos aciertos, ya en la caracterización de don García, en la cuidada ambientación histórica, en las pinceladas paisajísticas que magnifican una naturaleza salvaje y violenta, o en la plasticidad de determinados cuadros, a la manera de la novela gótica, como el del comienzo, ambientado en el interior de la catedral; el del macabro asesinato de los dos jóvenes (cap. XV), o el del saqueo de Pamplona (cap. XXII). Sobresale asimismo el lenguaje narrativo en el esfuerzo de Campión por remedar unos moldes lingüísticos medievales, en los discursos y fraseología sentenciosa que pone en boca de sus personajes. En todo caso, aun teniendo en cuenta tales méritos, la obra no reclamaría un mayor interés, si no fuera, como ya indicamos anteriormente, por su tardía adscripción a un género periclitado, del cual se pretende hacer uso como complemento historiográfico en aras de un objetivo regionalista.

Los dos motivos principales que articulan la trama épica son, de una parte, el enfrentamiento civil que asola la ciudad y que será causa de la pérdida de la autonomía del reino navarro, y de otra, la responsabilidad de don García en estos hechos, fruto de sus ambiciones personales. La fragilidad de la corona convertía al territorio en un preciado botín que se disputaban las monarquías de uno y otro lado de los Pirineos, cada una de las cuales contaba con sus partidarios dentro de cada bandería. Nadie, salvo D. Gonzalo Ibáñez de Baztán, va a erigirse en defensor de los derechos ancestrales y de la independencia de su pueblo frente al acoso de los reinos vecinos. Desde la autoridad moral que le confiere su patriotismo, el noble navarro puede proclamar con orgullo el grito unificador de «¡Nabarra!», así como de increpar a los otros dos adalides, D. Pedro Sánchiz de Montagut, señor de la Ribera, y don García, merino de las montañas, con la acusación de que «estáis tocados de extranjerismo» (p. 30), por sus alianzas con los poderes vecinos y porque ambos habían cometido la traición de casarse con sendas champañesas. Él, por el contrario, puede enorgullecerse de su parentesco: «Yo soy nabarro todo de una pieza, por mi linaje, por mi enlace y por mis aficiones» (ibid. ). Para mayor abundamiento en su fervor patriótico, don Gonzalo tenía depositadas todas sus esperanzas en la Reina-niña, la auténtica heredera de la corona y única legitimada para el trono. Con este sentir, aparece clara la significación del personaje como prototipo del buen navarro, cuyo ejemplo habría de ganar la estima de la Historia, pero no sucederá así, en los planes del autor, razón por la que este no le concederá el papel esperado, ya que de lo contrario el rumbo de los acontecimientos hubiera sido otro menos catastrófico. En su carácter le impone una tacha que merma las demás virtudes y es su falta de astucia e inteligencia política; de ahí que aparezca incapaz de imponerse a sus iguales y de lograr que estos dejen a un lado sus viejos enfrentamientos en bien de una causa común: «Era D. Gonzalo guerrero esforzado, pero desprovisto de dotes políticas [...] franco y sencillo en extremo y débil de carácter, juzgaba de la lealtad ajena por la suya propia» (p. 132).

Todo lo contrario de los otros dos caudillos, D. Pedro y D. García, de tan ilustre prosapia como aquél, pero más hábiles y decididos en su resolución de alcanzar el poder, sin reparar en medios. En ellos han depositado su confianza los ruanos, gente sencilla de la Navarrería, como la nodriza de Blanca, Jordana de Oyan-Ederra, «mujer franca, ingenua e infanzona» (p. 117), perteneciente a uno de los más limpios linajes de las tierras de Aranaz y Burunda, quien «compartía el odio de sus coterráneos contra lo extranjero y procuró infiltrárselo en el corazón a Blanca, a quien meció en su niñez con canciones euskaras, y entretuvo, más tarde, con historias y leyendas euskaras, y habló siempre en lengua euskara» (p. 117); o como el venerable pastor que acoge a don García en su huida, prototipo del hombre rústico exaltado por los legendistas vascos, que vive feliz en medio de su pobreza, contemplativo de una Naturaleza a la que juzga la obra bella de Dios» (p. 253) y de talante pacífico y generoso.

Aunque no todos los villanos cifran tan altas virtudes. Los hay que representan con su salvajismo y violencia las fuerzas desatadas de una raza ancestral sin civilizar. Tal el grupo de bandidos,644 comandados por el Azeari Sumakilla, Martíniz, gente feroz y sanguinaria. El novelista nos ofrece sumariamente la semblanza de cada uno y las fechorías de que blasonan. El cabecilla encarna la figura mítica en el folklore vasco del Rey de los montes, así como su concubina, Domenga de Aresso, semeja a la legendaria Baso-andere, la señora de los bosques del Pirineo, igual de indomesticada, si cabe, que él. El novelista nos describe a uno y a la otra de la siguiente forma: él, anciano, «pero muy verde aún y fornido, alto y recio de cuerpo, venerable por su barba, del todo cana, que le caía hasta la mitad del pecho y sus largas guedejas de plata ensortijadas sobre los hombros» (p. 43); ella, «una mujer de unos treinta años, de ojos oscuros y grandísimos, carnes blancas y apretadas de marmóreos reflejos, alta, robusta, especie de faunesa cuyos gruesos labios, rojos y húmedos, opulento pecho y abultada nuca, guarnecida de espesa mata de cabellos negros, denotaban sensualidad y fuerza» (p. 40). Ambos aparecen, en definitiva, con su grado de animalización, como «reminiscencia de las primitivas emigraciones euskaras» (p. 42).

La idea que se desprende de esta galería de tipos es que el pueblo vasco-navarro resulta una raza de caracteres heterogéneos,645 pues en el seno de una población pacífica y de sobrias costumbres, anida una minoría donde aún se hacen visibles las huellas de un antiguo primitivismo.646 Una comunidad vasca, en la que se juntan dos poblaciones, la autóctona y la foránea, esta última representada por los habitantes del Burgo de San Cernín, de origen francés, aparte de un pequeño núcleo de judíos. De igual forma que Navarro Villoslada nos lanza en su Amaya el mensaje de que vascos y godos habían de hacer causa común frente al enemigo exterior, en este caso los sarracenos invasores de la Península, Campión apuesta también por la integración de todos los que residen en mismo territorio y constituyen un solo pueblo, que debe mantener a toda costa su independencia frente a sus vecinos, más poderosos.647 Por otra parte, los burgueses de San Cernín procedían del Midi francés, de lugares como Cahors, Carcasona, Tolosa y Beziers, condados independientes antes de ser absorbidos por la monarquía expansionista francesa. El ejemplo de Aymar de Cruzat y de su hijo resulta muy revelador a este respecto. El mancebo es un joven de espíritu «llano y afable» que procura integrarse en la Vasconia, su nuevo país, mostrándose sensible a sus encantos, tal como se le relata a Blanca: «de su regreso de Francia y de la impresión que causaron en su alma los agrestes paisajes de los valles del Pirineo [...] comprendió por qué las canciones euskaras manifestaban un júbilo tan loco y una melancolía tan honda» (p. 119). Admite, por lo tanto, el novelista navarro, desde su óptica burguesa, que estos advenedizos no han pretendido imponerse a los naturales, sino todo lo contrario, procuraban la integración con ellos, aportando riqueza y cultura (la personalidad del propio trovador, Guillermo de Annelier, crecido, según el autor, en el burgo, lo confirma), de forma que hubiera sido viable construir un futuro único con ellos, de progreso y bienestar, pero el fatal destino del pueblo navarro frustró esta feliz solución.

La amenaza que se cierne sobre este espacio racial, político y lingüístico proviene de la ambición de las fuerzas territoriales colindantes, en la novela representadas por la intromisión castellana, aragonesa y francesa, al margen del sector apátrida judío. Campión nos presenta un conflicto histórico nacionalista, que, por su índole, no puedo por menos de poner en relación con el planteado en la tragedia de Víctor Balaguer, Los Pirineos648, cuyos dos primeros actos, El conde de Foix y Rayo de Luna en forma de poemas dramáticos, datan de 1879649. El ámbito de Don García Almorabid es Pamplona, en tanto que el de la obra catalana es el de las tierras de la antigua Provenza, durante la primera mitad del s. XIII, en plena cruzada contra los albigenses, a punto de ser estos derrotados por las huestes de Simón de Montfort. En este otro texto se pone también el acento en la política expansionista de la monarquía francesa contra los territorios del sur, cuna de trovadores y de gentes pacíficas y de cultura refinada. Para Balaguer y los lemosinos provenzales, la rememoración de aquel capítulo histórico se interpretaba como el final de una esperanza política, donde hubieran quedado hermanadas Cataluña, Aragón y Provenza,650 en tanto que para Campión, la guerra civil en la capital navarra entrañó la imposibilidad de que se forjase un reino independiente: «Quiero evitar que Nabarra se convierta en un feudo del Rey de Francia y que vengan a regirnos Gobernadores que ignoran nuestra lengua nativa, nuestros fueros y costumbres. [...] Vosotros, provenzales, mejor que ninguno sabéis cuán dura es la mano de los hombres del Norte» (p. 76), le confiesa don García, movido por el patriotismo, a Guillermo de Annelier, el trovador. Frente a esta vindicación común de los dos escritores, se alzan, no obstante, profundas diferencias en su norte político. Así, si Balaguer mira hacia un futuro utópico con la idea de una federación de países mediterráneos, el escritor vasco-navarro prefiere anclarse en el pasado, conformándose con la recuperación de un régimen foral y gremialista para su país.651 Esto explica, entre otras cosas, el punto de vista tan opuesto que ambos mantienen sobre el fondo histórico que sacan a luz: para el autor de Los Pirineos la resistencia de los albigenses cifra la defensa desesperada de una sociedad culta y pacifista que se opone al yugo de otra más fuerte y violenta, sin que el factor religioso sea un elemento preponderante en este conflicto; es más, en el drama se nos aparecen los adoctrinados como personas tolerantes. Por el contrario, Arturo Campión distorsiona los hechos y desde su mentalidad conservadora presenta a los «herejes» como gente despiadada y sacrílega, haciéndolos responsables de los desmanes impíos en el saqueo de la ciudad. La lectura del pasaje habla por sí sola:

«El asilo de la Iglesia continuaba inviolado, pero lo rondaban, como lobos al aprisco, las compañías de los Condes de Foix y de Armagnac. Contaminadas por la herejía albigense, el culto y el templo católicos les eran execrables. Su imaginación, enardecida por la fama, soñaba con las riquezas de la Catedral. El odio sectario y la codicia formaban, en ellos, un solo cuerpo. Las enconadas invectivas de los trovadores provenzales contra la Iglesia, repicaban a somatén en sus oídos. ¿Y habrían de refrenarse? ¿Ante quién y por qué? ¿No eran testigos de la violación de todo derecho, de los fueros mismos de la humanidad? ¿Qué privilegio podía invocar lo que condenaba su conciencia? Beziers y Carcasona aún lloraban, sin consuelo, sus negras hecatombes. ¿Se libraría el antro de la sierpe coronada de la destrucción que sufrieron los humildes templos de los puros? A lo menos, en una ciudad, interrumpirían los ritos supersticiosos y las ceremonias gentílicas, destrozarían los ídolos y aplacarían la sed de la loba romana con la sangre de sus sacerdotes lúbricos y avarientos. ¡Y para que la mano de Dios apareciese en aquellos sucesos, el primer desquite contra la obra de Simón de Montfort, lo tomarían bajo el pendón flordelisado del Rey Cristianísimo!»


(p. 245)                


No son los albigenses los únicos en constituirse en blanco de la censura del autor; igual de malparados salen los judíos, a quienes se les distingue, al igual que en Amaya, con los tópicos de avaros, malévolos, instigadores, falsos y glotones.652 En la novela aparecen representados en la figura de Salomón Asayuel, cuyo retrato se convierte en paradigma de su catadura interior, «un viejo muy escuálido, de piel morena y ojillos negros, semejantes a dos agujeros abiertos a punzón, barba gris-blanquiza, erizada como los pelos de un animal huraño, color macilento y labios delgados y pálidos» (p. 78). Personaje siniestro, carece de escrúpulos para sacar provecho personal de la dramática situación. Y con ellos, finalmente, los castellanos de la corte de Alfonso X, acechantes en este mundo novelístico, aunque no hagan acto de aparición pero siempre a la vera de don García, su aliado secreto e instrumento de la traición contra su pueblo. Las palabras que ponen fin a la novela resultan suficientemente reveladoras de la hostilidad del novelista contra el centralismo español: «De esta manera murió en Arritzulueta de Andia, el Rico-hombre Almorabid, primer nabarro que quiso para su patria el poder de Castilla» (p. 261).

Como se ve, Don García Almorabid no es una mera novela histórica de aventuras que aprovechara las excelencias de un género ya en decadencia para entretener a un público poco exigente, sino una obra con miras nacionalistas. El imperativo estético queda preservado a su prosa selecta, de léxico rico y esmerado con sabor de antigüedad, y a una construcción narrativa que tiende a un equilibrio, aunque sin lograrlo, entre una acción amena, sazonada con unos diálogos de intenso dramatismo, y unas prolijas descripciones y largos parlamentos que le restan la agilidad deseable, todo ello al margen de un contenido que sólo podía despertar el interés de un reducido número de lectores sensibles al fervor patriótico y localista. En las postrimerías de la pasada centuria los caminos de la literatura se bifurcaban, por un lado, hacia el extremo de un horizonte cosmopolita, sin fronteras, en busca del goce artístico, y por otro, hacia un entorno inmediato que reclamaba del arte remedios que este sólo alcanzaba a poner en evidencia.