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ArribaAbajoDel Romanticismo al Realismo, un paso tardío en la literatura hispanoamericana: 'Cecilia Valdés o La Loma de Ángel' (1882) de Cirilo Villaverde

Dunia GRAS


Universidad de Barcelona

La aparición de la novela romántica en Hispanoamérica acusa un cierto retraso respecto a España, por no decir ya respecto a Europa. Para tener un punto de referencia, cabe decir que la primera novela que se ha dado en considerar romántica, Xicoténcatl, de temática histórica y antecedente del indigenismo, aparece publicada en 1826 de forma anónima, para reimprimirse más tarde, en 1831, con el nombre del autor, Salvador García Bahamonte. Aunque este es sólo un caso aislado dentro del proceso discontinuo narrativo hispanoamericano decimonónico, con frecuentes espacios vacíos hasta bien entrada la década de 1840-50,752 momento en que, por fin, la novela romántica logra aclimatarse de forma definitiva en el subcontinente. En cambio, el prolongado asentamiento del romanticismo en la novela de Hispanoamérica a partir de ese instante llega a superar las fronteras cronológicas habitualmente estimadas para la clausura de la novela romántica en España y el resto de Europa, hasta bordear incluso los años finales del siglo con obras como Sofía (1891), del cubano Martín Morúa Delgado, y Angelina (1895), de R. Delgado. Cabe notar que, por otra parte, también se produce con retraso la llegada del realismo, a pesar de algunos esporádicos casos atípicos como el de El matadero (1838), del argentino Esteban Echeverría, o de los convencionales cuadros de costumbres, herederos de Mesonero Romanos, de Estébanez Calderón o de Larra. Aunque se reconozcan pinceladas aisladas realistas, consideradas casi siempre como costumbristas, en novelas como Martín Rivas (1862) del chileno Blest Gana, de hecho, no es hasta la aparición de novelas como las del «grupo del 80» argentino, o como Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner, o de Todo un pueblo (1899), del venezolano Miguel Eduardo Pardo; es decir, no es hasta esa década final del siglo, cuando comienza a hablarse de novelas plenamente realistas, confundiendo a menudo el término con posturas estéticas más avanzadas, propias incluso del naturalismo literario, que se hallaría representado de forma más acabada en la narrativa del argentino Cambaceres, entre otros.

Como razón para dar cuenta de este desfase en la incorporación del realismo a la narrativa hispanoamericana, cabría la posibilidad de pensar que el mismo retraso en el afianzamiento del romanticismo en Hispanoamérica, lógica y sencillamente, podría haber tenido como resultado un desarrollo asimismo asincrónico, es decir, más tardío, que habría trascendido los límites temporales románticos observados en Europa, y que habría dado lugar, como consecuencia última, a una aún más tardía -de nuevo respecto a los parámetros europeos- recepción y producción de novela realista en el subcontinente. No obstante, la lectura de un buen número de novelas de este extenso período (desde aproximadamente 1840 hasta el fin de siglo), clasificadas tradicionalmente por buena parte de la crítica como románticas -pertenecientes, eso sí, a diversos subgéneros según la temática tratada: histórico, sentimental, abolicionista, indianista... y sus posibles intersecciones- revela la presencia en casi todas ellas de una buena dosis de elementos que podemos calificar de realistas, puesto que pretenden representar de forma objetiva la realidad social del medio, y no sólo añadir color local.

Este hecho aporta una mayor complejidad a la hora de situar cronológicamente de forma precisa la asimilación de los códigos narrativos del realismo, que se muestra desigual -dependiendo del caso concreto de cada país- y constata una vacilación estética durante un largo período de tiempo, como han señalado en diversas ocasiones críticos como John S. Brushwood.753 Nos hallamos ante un proceso de basculación estética en el que se observa, pues, una confluencia de procedimientos narrativos, una conjunción de signos estéticos aparentemente disímiles y un desfase de vacilación electiva entre éstos. Una tendencia ecléctica, en suma, que se mantiene, como ya hemos mencionado, hasta finales de siglo.

Esa persistencia del romanticismo en las novelas que aparecen a lo largo de todo el siglo XIX se constata en cuestiones como la de los propios títulos de estas novelas que, generalmente, continúan repitiendo un nombre propio femenino, a la manera francesa, siguiendo el modelo de la novela sentimental a partir de La Nouvelle Heloïse (1776), de Rousseau, así como los de Atala, de Chateaubriand, o Graziella (1849), de Lamartine. Tal es el caso, entre muchos otros,754 de la poco conocida Adela y Matilde (1843), del español Ramón Soler, de Amalia (1851), del argentino José Mármol, de María (1867), del colombiano Jorge Isaacs, de Cumandá (1871), del ecuatoriano Juan León de Mera, hasta incluso Lucía Jerez (1885), del cubano José Martí, pasando por la versión definitiva de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel (1882), del también cubano Cirilo Villaverde, de la que hablaremos de forma más detallada a lo largo de estas páginas puesto que es la obra que tomaremos como referencia para desarrollar esta comunicación.

La continuidad respecto al romanticismo no se circunscribe únicamente a la evidencia y el simple detalle de la elaboración de títulos de novela, sino que suele mostrarse de forma patente en otros muchos aspectos, como puede ser, por ejemplo, en la propia constitución e idealización de los personajes protagónicos, tanto en los femeninos -sobre todo- como en los masculinos -quizás de un modo algo menos marcado-. Esta concepción romántica de los protagonistas suele formarse, en buena parte, a partir de descripciones, tanto físicas como morales, que de algún modo repiten los tópicos etopéyicos como recurso habitual para la caracterización de los personajes, dechados de virtudes, aunque más adelante podrá observarse, en los ejemplos extraídos de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, cómo esos tópicos descriptivos, que llegan a emplearse de forma estereotipada, comienzan a resquebrajarse, sobre todo en lo tocante a sus virtudes morales. Por otro lado, esto conlleva asimismo, lógicamente, un tipo de relaciones específicas que se establecen entre los diversos personajes novelescos y que dan lugar al dinamismo de la trama argumental, que se sirve de los golpes de efecto folletinescos de fuerte intensidad dramática.

Sin embargo, a pesar de que la mayoría de estas novelas decimonónicas tiene como hilo vertebrador una trama amorosa o sentimental que muestra la impronta del romanticismo, esto no quiere decir que no se encuentren a la vez, conjuntamente, como hemos indicado, elementos que apunten ya hacia la nueva estética realista, atemperada y costumbrista en algunos casos y más crítica y denunciatoria en otros, llegando incluso a detalles escabrosos descritos en toda su crudeza que indicarían la presencia puntual de un cierto naturalismo. Esta convivencia de elementos románticos y realistas que caracteriza buena parte de la novela decimonónica hispanoamericana, presente, sobre todo, a partir de obras como las citadas Amalia (1851) de Mármol y María (1867) de Jorge Isaacs, consideradas como modelos consagrados de la novela romántica, atestiguaría la peculiaridad de este extenso período literario titubeante, vacilante, en la evolución novelística de Hispanoamérica. Como muestra de esta vacilación constante pasaremos a considerar a continuación el caso específico de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel (1882)755 de Cirilo Villaverde.

Tradicionalmente la crítica ha situado a Cecilia Valdés o La loma del Ángel, entre un grupo de obras pertenecientes al subgénero romántico de la novela abolicionista756 cubana, entre las que cabría destacar también a Petrona y Rosalía (1838), del colombiano, residente en Cuba, Félix Tanco Bosmeniel, y Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda.757 El nexo común entre estas obras estaría constituido, por una parte, por la temática antiesclavista manifiesta en sus páginas -de forma más o menos velada- y, por otra, por la trama sentimental o amorosa que las vertebra. No obstante, a pesar de que sea cierta esta coincidencia en los asuntos tratados y existan argumentos a favor de una cierta e innegable filiación romántica, no se puede decir que estos sean concluyentes a la hora de una clasificación de este tipo. Que aparezcan elementos o tendencias propias del romanticismo no es razón suficiente para etiquetar a una obra como pura y sencillamente romántica sin evaluar otras cuestiones de peso. En lo que respecta a esta novela, es necesario considerar los diversos elementos constituyentes paso a paso, versión a versión, para poder hacer una evaluación apropiada.

Cirilo Villaverde publica en 1839 un cuento que lleva por título Cecilia Valdés en la revista literaria La Siempreviva de La Habana. Este cuento, que puede considerarse el germen de la novela que se publicará posteriormente, en una primera versión de ese mismo año, no es más que un relato de unas veinticinco páginas, que se halla constituido por dos escenas. En la primera, se narran los andares por La Habana de una bella y joven mulata clara, Cecilia, más conocida como la «virgencita de bronce». Ésta, tras visitar a unas muchachas pertenecientes a una familia acomodada, regresa a su humilde hogar donde su abuela, preocupada ante su tardanza, le cuenta una fábula fantástica con la intención de escarmentarla. Esta fábula narra la desgracia de una niña que andaba siempre sola, como ella, hasta que el demonio, transmutado en joven galanteador, se la lleva para siempre. Por otra parte, antes de iniciar la segunda escena que cierra el cuento de Cecilia Valdés, curiosamente, el «redactor» («R. R.») anuncia al público lector su voluntad de volver más adelante sobre el mismo tema, es decir, su intención de insistir de forma más extensa recreando la misma trama con, esencialmente, los mismos personajes aunque esta vez en un marco más amplio, en una novela, por lo que el cuento aquí narrado sería una especie de esquema argumental o «boceto» para ese otro proyecto. En esta segunda escena de Cecilia Valdés, como era de esperar, asistimos a la seducción de la «niña» Cecilia por el hermano de aquellas mismas jóvenes acomodadas a quienes había visitado, con la desgracia añadida de que, finalmente, la joven mulata descubre que es una hermana bastarda de todos ellos. Es decir, la protagonista resulta ser hermana de su amante (Leocadio) con el escándalo y la desesperación consiguientes que esta revelación implica: la consumación del incesto. Finalmente, se cumple el presagio del cuento fantástico narrado en la primera secuencia. Como puede observarse, en esta primera aparición de Cecilia Valdés, nos encontramos ante una trama puramente amorosa y un desenlace sin duda folletinesco, de clara raigambre romántica (no sólo por la trama argumental y la estilización de los personajes, sino también por la función de ese cuento fantástico inserto en la narración principal).

El autor cumple la palabra dada de retomar la historia al poco tiempo, publicando en ese mismo año de 1839 la primera versión como novela de Cecilia Valdés, que a partir de este momento ya lleva el característico y significativo subtítulo, geográfico y disyuntivo, de «o La Loma del Ángel» (Imprenta Literaria, La Habana, 1839). De todos modos, nos encontramos todavía ante una obra incompleta, a pesar de sus 246 páginas y sus ocho capítulos, reconocida como tal por la indicación de «Tomo primero» que sería, finalmente, el único publicado. Evidentemente, en esta primera versión de la novela se producen algunas variantes respecto al cuento que apuntan ya hacia la construcción de la versión definitiva de la novela. Por ejemplo, el hermano y amante pasa a llamarse Leonardo (y no Leocadio) y hacen su aparición personajes nuevos como el comisario Cantalapiedra y su amante; Aguedo Falcón (antecedente del José Dolores Pimienta), hermano de Nemesia; Isabel Rojas (más tarde, Ilincheta) o Dolores Santa Cruz. Por otra parte, comparando el cuento y la novela se observa que la primera escena del cuento coincidiría prácticamente con el primer capítulo de la novela, mientras que la segunda serviría asimismo de base del segundo capítulo de ésta, a pesar de las variantes. De todos modos, estos cambios no son lo más importante que cabe reseñar de esta primera versión de la novela, sino la recreación costumbrista que se realiza de todo un barrio habanero, el de la Loma del Ángel, en vísperas de las fiestas de San Rafael, dando vida al ambiente festivo de unas fechas tan señaladas, con sus bailes, con sus comidas, a la vez que se muestra un inventario de las gentes que las celebran, desde las más modestas a las más encumbradas, mezcladas todas ellas, por unos días, en el festejo. De ahí precisamente ese título doble que se emplea a partir de esta versión, puesto que se trata a la vez de la novela que narra la historia de una mujer y la historia de un barrio de La Habana. De ahí también que este único «tomo primero» lleve asimismo aun un segundo subtítulo, el de «novela cubana», es decir, novela que muestra la forma de ser de Cuba, de los cubanos.

Es cierto que aquí todavía no aparece la cuestión antiesclavista que distinguirá a la versión definitiva de la novela, pero sí vemos su proceso de gestación. Es decir, aquí ya no nos encontrarnos ante una simple historia sentimental y romántica, sino que el costumbrismo que baña, que recubre y da forma a la novela muestra el camino a seguir, la búsqueda de la realidad. Esta versión constituye un paso intermedio hacia esa realidad cubana que trata de captar Cirilo Villaverde. Podrían, por otro lado, encontrarse razones para explicar esa ausencia del tema abolicionista en esta primera versión de la novela. Una de ellas sería, sin duda, la fuerte represión intelectual en la Cuba de aquellos años, llevada a cabo de forma inflexible por el Censor Regio de Imprenta, que no duda en retirar del mercado las obras que atacan los fundamentos de la sociedad cubana colonial. Esa es precisamente la suerte que corre Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda por condenar la esclavitud. O bien son perseguidos los autores, prohibida la impresión de sus escritos y sancionados los posibles editores, condenando a diversas obras durante mucho tiempo a correr de mano en mano como manuscrito, como sucede con la Autobiografía del esclavo Juan Francisco Manzano. Entre todas las razones posibles, quizás la más probable sea que el autor necesitara todavía cierta experiencia y cierto tiempo para poder reflexionar sobre el sistema colonial y poner en orden sus ideas al respecto. Sólo después de la persecución, el encarcelamiento y años de exilio, sólo después de haber experimentado una profunda evolución interna, tanto en lo que respecta a sus ideas socio-políticas (desde unos tibios inicios reformistas hasta llegar a la actividad abiertamente separatista), como a sus ideales estético-literarios (que también han madurado con el tiempo y la distancia),758 era posible enfrentarse de forma efectiva a la realidad, a la denuncia de un sistema colonial insostenible. Y aún así, debe publicar esta nueva Cecilia... fuera de Cuba, en Nueva York.

No será, pues, hasta cuarenta años después de la publicación de esa primera versión de la novela, en 1879,759 cuando volverá a retomar la historia para dar forma a la versión definitiva de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel y a la declaración de principios, al prólogo que acompaña su final publicación, en 1882. Es ahí, en ese prólogo, donde revela el autor, finalmente, su voluntad de realismo, como lo demuestran las siguientes y esclarecedoras palabras:

«Me precio de ser, antes que otra cosa, escritor realista, tomando esta palabra en el sentido artístico que se le da modernamente. [...] Reconozco que habría sido mejor para mi obra que yo hubiese escrito un idilio, un romance pastoril [...], pero esto, aunque más entretenido y moral, no hubiera sido el retrato de ningún personaje viviente, ni la descripción de las costumbres y pasiones de un pueblo de carne y hueso, sometido a especiales leyes políticas y civiles, imbuido en cierto orden de ideas y rodeado de influencias reales y positivas. Lejos de inventar o de fingir caracteres y escenas fantasiosas, e inverosímiles, he llevado el realismo, según lo entiendo, hasta el punto de presentar los principales personajes de la novela con todos sus pelos y señales [...], vestidos con el traje que llevaron en vida, la mayor parte bajo su nombre y apellido verdaderos, hablando el mismo lenguaje que usaron en las escenas históricas en que figuraron, copiando, en lo que cabía «d'après nature», su fisonomía física y moral [...].»760



Es decir, como podemos constatar, esta manifestación clara de la voluntad del autor de trazar un retrato vivo de la sociedad y de sus personajes, servida por sí sola para poner en duda la filiación exclusivamente romántica de la novela. Debido al momento en que publica la última y definitiva versión de ésta, se puede considerar que, de algún modo, resume todas las inquietudes propias del autor, a menudo ya exploradas a través de otros relatos suyos anteriores, reutilizándolas y profundizando en ellas, porque se trata de una obra de madurez donde se observa el resultado de la acumulación y estratificación de elementos románticos y realistas en convivencia, tal y como podemos observar a continuación.

Entre los primeros, entre los elementos románticos, ya en la portada de esta última versión de la novela que, de hecho, es la que llega finalmente al mayor público lector, cabe destacar el marbete de «novela de costumbres cubanas». Por otra parte, cada uno de los capítulos que constituyen las cuatro partes en que se halla dividida la novela va encabezado por un epígrafe entre los que se cuentan un buen número de versos de románticos españoles desde Zorrilla («Malditas viejas, / que a las mozas malamente / Enloquecen con consejas» -cap. III, 1a. parte-), a Espronceda («¡Para hacer bien por el alma / Del que van a ajusticiar», de El reo de muerte -cap. VIII, 1a. parte-; «¿Qué es la vida? / Por perdida / Ya la di / Cuando el yugo / Del esclavo / Como un bravo / Sacudí»-cap. III, 4a. parte-), pasando por el duque de Rivas («... Esta es la justicia que facer el Rey ordena ...», de D. Álvaro de Luna, cap. IX, 1a. parte-; «Por sorda y ciega haber sido / aquellos breves instantes, / la mitad diera gustosa / de sus días miserables» -cap. IX, 3a. parte-; «Del contrario el pecho roto / Lanza ya de sangre un río» -cap. I, 4a. parte-), entre otras referencias más o menos directamente relacionadas con el gusto romántico. Desde las primeras páginas de la novela asistimos asimismo a una ambientación de las escenas narrativas en nocturnos, esa visión repetida de la ciudad de La Habana de noche, envuelta con un aire festivo en ese mundo de callejuelas, tabernas y bailes, poblado por gentes de todo tipo, de buena posición y de mal vivir. Además, como ya se había comentado al inicio, una característica típicamente romántica es la observada en la descripción física de los protagonistas, sobre todo en la de Cecilia, en la que resulta evidente la idealización y estilización, convertida hasta la exasperación en la «virgencita de bronce», aunque se le encuentren grietas en cuanto a las virtudes morales, debidas a la hibridez de su naturaleza, como mulata sensual que no puede refrenar sus pasiones. Leonardo tampoco resultará un espejo de virtudes, a pesar de encajar al menos en el estereotipo físico del protagonista romántico, en el fondo no es más que el ejemplo aborrecible del joven veleidoso y malcriado, fruto de una de las principales familias de La Habana, una muestra del héroe crápula romántico. El resto de personajes no sufre, en cambio, ese proceso de idealización (con la excepción de Adela, medio hermana de Cecilia, a la que se parece como una gota de agua), sino más bien se ve recreado en un retrato fiel de sus supuestos modelos reales, como el propio autor había subrayado en el prólogo que era su voluntad. La madre de Cecilia, la mulata Charito, también encajaría dentro del tópico del personaje romántico que es incapaz de controlar sus pasiones, que sufre un desequilibrio mental que la inutiliza para la acción desde los primeros momentos de la novela, desde los primeros días de vida de la protagonista, hasta el final de la misma. Lógicamente, como ya habíamos mencionado también en un principio, la trama argumental se ve plagada de motivos efectistas de clara funcionalidad dramática, típicos del romanticismo, como es la amenaza ominosa del incesto, en el que caen los protagonistas, debido en buena parte al origen misterioso de Cecilia, desvelado finalmente en un proceso de anagnórisis (a partir de una señal, una media luna, tatuada en el hombro de la muchacha) cuyo efecto es, no obstante, bastante desaprovechado y que, a pesar de todo, precipita el trágico final: la venganza de la joven mulata traducida en el asesinato de Leonardo, su hermano y amante.

Por otra parte, entre los elementos realistas , claramente presentes en esta versión definitiva de la novela, nos encontraríamos, de entrada, con la voluntad realista del autor, ya comentada, demostrada en el propio prólogo. Se observa asimismo el constante interés por llevar a cabo, de la forma más fidedigna, la descripción total de la sociedad cubana, de sus costumbres, personajes, ambientes y paisajes, tomando como ejemplo localizaciones espaciales muy concretas, como puede ser el ambiente urbano del barrio habanero de La Loma del Ángel o el ambiente rural de los ingenios azucareros y de los cafetales de la isla, llevadas a cabo siempre con un detallismo acumulativo y moroso que trata de mostrarse a través de un objetivismo moderado. Esta tendencia objetivista lleva, no obstante, a la construcción forzada de los personajes, que se ven normalmente caracterizados por sus actos externos que poco dejan translucir de su psicología interior, técnica atribuible a la omnipresencia de ese autor atalaya, omnisciente que sólo abandona, muy puntualmente, la voz narrativa para mostrar, en algunas escenas, el discurso directo de los personajes. Entre éstos, hay que recordar, además, como señalaba el propio autor en su prólogo, la procedencia histórica de algunos de ellos, como es el caso de los profesores universitarios citados con sus nombres y apellidos reales, o la presencia de músicos reconocidos y reconocibles también en los bailes, o la mención directa de figuras importantes de la intelectualidad cubana que también hacen aparición en estas páginas.761 La búsqueda de la realidad se traduce asimismo en la búsqueda de un lenguaje que pueda apresarla, como se observa en el manejo de variedades diastráticas del castellano, que llega a mostrarse en el texto a través de la reconstrucción fonética, por ejemplo, del lenguaje coloquial tal y como lo hablaban los esclavos de origen africano, desconocedores de la gramática y de la correcta pronunciación de las palabras, por una parte, así como creadores de nuevos vocablos a partir de la adaptación al castellano de palabras africanas. Curiosamente, en ese intento de mostrar esa realidad social estratificada a través del empleo diverso del lenguaje, se encuentra también el testimonio de la presencia catalana en la isla, en la figura de un tabernero que continúa hablando su idioma en Cuba, mezclándolo de forma arbitraria con el castellano. Finalmente, en esta versión definitiva de la novela se hallará ya trabado y desarrollado adecuadamente el discurso antiesclavista762 y la denuncia abolicionista, que se había obviado en las redacciones anteriores de la obra, en sus diversos estadios, tanto por los problemas políticos de la isla como por las propias dudas del autor, que acaba manifestando, valientemente, una postura más arriesgada e implicada en la realidad circundante cubana, hecho que lleva consigo, asimismo, un cambio en lo que concierne a sus posiciones no sólo políticas militantes sino también literarias, como hemos observado al considerar el esclarecedor prólogo de Villaverde.

Para terminar este somero recuento de los elementos realistas que pueden encontrarse en esta última Cecilia Valdés, y que no nos detenemos a enumerar exhaustivamente, cabe destacar, además, la presencia de ciertos detalles escabrosos, como los bocabajos o castigos del ingenio de los Gamboa o, sobre todo, el suicidio (tragándose la lengua) del esclavo Pedro en la finca azucarera, que podrían apuntar incluso hacia un cierto naturalismo ya inminente, que se vería remarcado por un principio de determinismo presente a lo largo de toda la novela, manifestado de forma más clara en el destino fatal al que se halla abocada la protagonista, quien no tiene, no obstante, ninguna otra alternativa que obedecer a los impulsos de la naturaleza y seguir, exactamente, los mismos pasos de su madre, de su abuela y de las mujeres de su familia por cuatro generaciones, al buscar la mejora de la especie a través de los cruces con blancos, es decir, a través de ese intento desesperado por «emblanquecerse» (o desnaturalizarse) para poder escalar socialmente. Aquí nos encontraríamos de nuevo con el doble plano de la historia individual (la de Cecilia) y social (la de esa clase emergente de mulatos libres que tratan de buscar el respeto y su lugar en la sociedad cubana del siglo XIX). Por todos estos motivos, la novela sería un retrato fiel, un testimonio de la evolución de Cuba, ya que, como hemos dicho, describe los cambios que experimenta la vida cotidiana en La Habana, desde los bailes, a los vehículos pasando por los mercados, etc... a la vez que revisa los diversos estamentos sociales, sujetos al color de la piel, mientras muestra la emergencia de ese nuevo grupo, el de los mulatos de clase media, que van haciéndose un lugar en la clasista sociedad habanera de su tiempo.

Para concluir, hay que insistir en que estas diferencias entre las diversas versiones, en cierto modo, no son más que una muestra de la evolución experimentada por el autor (y sus circunstancias). En un principio, como escritor plenamente romántico, muestra su admiración por las tramas folletinescas, aunque con cierta atracción por el realismo, en su forma más costumbrista. En un segundo momento se observa, en cambio, una voluntad realista consciente que arrastra una intriga romántica folletinesca. Esta evolución muestra un argumento a favor del no enfrentamiento entre el romanticismo y el realismo, que abogaría por el replanteamiento de la cuestión y que se expresa de un modo más contundente y convincente en la convivencia pacífica, armónica, de elementos románticos y realistas en la versión definitiva de 1882.

Este hecho, que aquí hemos comprobado a partir de Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, podría encontrarse repetidamente en muchas otras novelas de este amplio período tentativo y vacilante, que pondría en duda, a fin de cuentas, la tradición crítica del enfrentamiento frontal entre ambas escuelas literarias. Sin embargo, ese es ya el inicio de una investigación mas amplia.