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ArribaAbajo- VI -

Era de mañana.

Otra vez caminaba Sigüenza.

En la pasada noche había entendido del jefe de la ronda el anuncio de que ojearían el Carrascal al día siguiente.

Pues él, Sigüenza, también subía al Carrascal. ¡Un día de monte, de silencio augusto y deleitoso! Vería trepar aquellas hormiguitas de los hombres; trepar y descender; hundirse en fondos y asomar por collados -brotes o vástagos de la sierra- buscando las plantas del tabaco.

Sigüenza no las cultiva; tampoco deudo suyo las tiene. No siente enemiga por Compañías; no entiende de monopolios ni achaques económicos, pero considera muy miserable que arranquen esas plantas por codicia de unos cuantos hombres. Dejémoslo.

La sierra, tan suave de contornos que desde lejos imita la silueta de un buen señor, gordo, vestido de gris, tumbado, panza en alto, la sierra tiene hondonadas hoscas; rodales tupidos de encinas arbusteñas; láminas de roca muy juntas, espesas y agudas, como hojas de inmensos libros fosilizados por los siglos; lisuras de color de sangre. Y hay peñones que se amontonan y amenazan desgajarse y hundirse en las umbrías de las cañadas donde el viento tañe su canción en los pinos; y hay vocecitas misteriosas, apresuradas, de algún manantial delgado que se arrastra bajo los enebrales. Tras un escarpe calvo se tiende un bancal conquistado al monte por la azada; en él se abraza la vid medrosa de la altitud; y los algarrobos mueven sus frondas muy despacio, serios, recelosos. En turgencias suaves y graciosas del peñascal lornasolea el oro de bojas secas, tostadas y resbaladizas; en parajes umbrosos se espesa la hierba corta, tierna. Y vuelve el monte a abrirse en barrancos, a despedazarse en masas de peñas, a presentar suavidades doradas, tersuras sangrientas, verdes alcatifas, desolaciones grises y cantosas... Rueda un guijarro; su chocar aumenta; empuja a otras piedras que eran dichosas en su inmovilidad y altura; y se van hundiendo, se van sepultando. Muchas veces se oye desde muy hondo así como el quejido de la piedra caída. Y todo, a lo lejos, parece un buen señor rollizo, panza en alto, vestido de gris, con manchas verdinegras, aterciopeladas, de pinos y carrascas.

-Este pobre asno, ¡cómo resuella! -pensaba Sigüenza al subir la montaña.

Y dejó esta aflicción para atender a la que infundía el arriero, fatigoso, sudoriento.

Pero no, no le cedió su asiento de enjalmas.

Necesitaba amordazar la conciencia, que continuaba gritándole: «Mira al hombre, mira al asno, mírate a ti...». «¡Oh, basta, basta ya, voz implacable!».

Y para divertirla le dijo al rústico admirándose mucho:

-¡Cuidado si es usted fuerte! Eso, eso es subir, eso... ¿Y cómo puede resistir tanto? La verdad... Yo, estaría acabando y, en cambio, usted..., usted...

-Está uno puesto -contestó jadeante el peón. Y gallardeose.

Cerca erguíase una peña tajada, alta, cenizosa. Los fuertes troncos de viejas hiedras han subido por las grises asperezas sin hoja, desnudos, violentos, retorcidos, trenzándose con saña; pero arriba han coronado la piedra de hojarasca rozagante; colgaban ramitas tiernas, gayas, nuevas; ondeaban mugrones con atavío de hojas negrales y acorazonadas.

A la dulce sombra de esta tocada roca echose Sigüenza; cerca y supino, el guía, con el sombrero sobre la frente y las manos cruzadas bajo la nuca. Apartado, el jumento, pastando entre mirada y mirada al hondo. Allí pardean Murla, Alcalalí, Parcent, Jalón... Sus casitas hacinadas recuerdan esas pequeñas piezas de barro tierno que se secan en la solana de los tejares.

La rambla rasga dos veces el llano.

Miraba Sigüenza esas blancas máculas -dos trozos de papel caídos sobre el viñal-. Y la rambla se le antojó un ser apesarado con la condenación eterna de arrastrarse, seca en estío, cubierta de aguas gruesas, sucias, en días invernales, por la campaña solitaria.

Cosas, lugares, paisajes, miran, expresan grandemente. Acaso ese mirar y esa expresión irradian del alma que los contempla... Mas no; tienen la suya. Los paisajes, aunque sean pomposos, espléndidos, muestran siempre así... como una mueca -mueca, no-, un gesto, un suavísimo gesto de tristeza... ¡Campos y serranía, tan poderosos, tan inmensos, y la mano del labriego los desune, los cambia, los sujeta; y el arado los desgarra con herida lenta y sutilísima; el azadón los despedaza; los rompe el barreno...! Y ellos, sin voluntad, generosos, resignados... Los oscurece la noche y quedan quietísimos: las frondas en sus abrazos, las aguas en su correr forzado por el abierto suelo... Y los alumbra la mañana y continúan pasivos, con los mismos enlaces de ramas, con la misma distribución de verdores, iguales cruzamientos de arroyos y sequedades pedregosas... Viven bellamente la calma. Lluvias o recios vientos los rompen, los asuelan. Y ellos grandes, quietos, resignados, esperando, esperando siempre. No se ven amados del hombre; no es comprendida su soledad... ¿Cómo las almas no se dejan inundar de las dulzuras de los campos y serranía?

La pompa infinita de la viña llamó la mirada de Sigüenza. Viéndola representose el agrio paisaje ya pelado, raído de lampazos por el frío. Los leprosos, solos, siempre solos, miraban la inmensidad gris, parda, rojiza, aguardando con ansia la gemación primaveral de las plantas dormidas. Ellas son el alivio de sus ojos, el único que reciben.

Sigüenza volviose a su acompañante para que le ayudase a trazar con sus noticias la vida de los hombres del mal. El guía roncaba, mugía; su boca torcida y babeante le idiotizaba.

Allá, roznaba el jumento, mirando al valle inundado de sol.

Hacia oriente, detrás de las últimas sierras, esfumadas, picudas y ondulantes, que linden arrugas del cielo, cuelga una lisa cortina azul: es el Mediterráneo.



-¿Y nos vamos a pasar todo el día aquí? -dijo somnoliento el rústico, sin subir los párpados.

Sí, lo pasarán, que por eso llevan matalotaje -le manifestó Sigüenza, con aquello de que comería en su mismo plato y bebería por donde él bebiere-. Y coma, coma usted antes -es fama que le contestó este otro Sancho-, que yo con más holgura comeré después, solo y sin miramientos.

Hablando, hablando, preguntó el caballero al lugareño el precio de sus servicios en tan extraordinario día.

-Por eso no habrá riña, no, señor, no habrá riña -repuso aquél sin mirarle.

Bajo, en la ladera, se movían hombrecitos.

-¿Serán éstos los de la Tabacalera?

-Pues..., por eso del precio no hemos de reñir, no, señor -repitió el indígena pensando que el caballero se distraía con docilidad y presteza odiosas.

Leyó Sigüenza en aquel ánimo y conservó un avieso silencio.

El arriero, ya con la comezón de la desconfianza, añadió atropellándose:

-¿Será mucho, será mucho pedir dos pesetas?

Pausa cruel del otro, que después murmuró:

-Bueno; eso es el jornal de usted; lo que se paga por un hombre; pero, ¿y el burro?

-El burro -repuso el guía-, el burro lo mismo que un hombre.

De nuevo conversaron. Ahora de aquellas manchitas que se ocultaban y asomaban por las haldas cenicientas y pedregosas.

No atendía el lugareño. El enojo turbaba su ánimo.

Cuatro pesetas pedidas, cuatro pesetas otorgadas, sin un asomo de duda ni protesta. Luego bien pudo exigir seis, y aun ocho..., y se hubieran acordado tan prontamente.

¿Qué, no era nada subir hasta renquear por aquella sierra quemante, resbaladiza?

Y el guía dedicó una mirada torcida a Sigüenza, mientras pensó: -¡Miren que para lo que está haciendo!

Sigüenza estuvo muy cerca de ser odiado.

Pero esta malquerencia se desvió para caer en un alacrán enorme, fiero, rubio como el bálago, que apareció al rodar una monda piedra impulsada por un pie del sórdido.

Brillaba el escorpión como un primoroso broche de oro; su cola irguiose comba y amenazadora.

Gozoso y rápido se había separado el rústico, e inclinándose y alzándose andaba por las peñas; hundía sus bastas manos en grietas y huecos matosos, dando indicio de que buscaba cosa de menester y provecho.

Este hombre aborrecía feroz y fríamente a los alacranes. Lo infirió Sigüenza, más tarde, del linaje de suplicio que aplicó al que fue descubierto en la regaladora sombra de la piedra pelada.

Ni le aplastó con guijarro, ni le atravesó con la seca vara que empuñaba, ni acudió a la invención de rodearlo de brasas para que el mismo alacrán, enloquecido, se diera la muerte pasándose con su saeta ponzoñosa.

¿Qué pensaba, qué apercibía aquel arriero?, se interrogó Sigüenza, ganoso de conocer el tormento, bien que prometiéndose enternecerse cuando se llegara su cumplimiento y hasta interceder piadosamente por la víctima.

Desapareció el guía por un breñal.

Sigüenza quedó solo. No, solo no, que allí estaba el áureo armazón de zancas inquietándole, ocupándole toda su alma.

¿Cómo no corría a obligarle que huyese? Sí; ¿cómo no lo salvaba? ¿Qué sequedad y dureza de pecho eran aquéllas?

Y apeteciendo un motivo que le distrajese de su discurso (ya punzador), miró al jumento. El jumento estaba, como si fuera hecho de argamasa, inmóvil; lánguido el cuello; abatidas las orejas. ¿A qué santo esa aflicción? -protestó Sigüenza con los nervios crispados-. ¿Qué remordimientos le atenazaban? ¿Qué lucha interna le consumía? ¡Ah, hipócrita, indigno de ser asno, porque el asno es animal muy serio que jamás usa de falacias y ficciones! ¡Mustiarse! ¡Mirar con amargor el valle! ¿De quién se dolía?

La bestia dobló su largo cuello, le apuntó con las orejas y estuvo contemplándole calmosamente.

...¡Y el otro sin volver! Y la mitad del alma clamaba: «¡Sálvalo, sálvalo!». «¡Señor, ya habrá tiempo!» -replicaba la otra media-. Y aquélla insistía: «¡Sálvalo, sálvalo!».

Una piedrecita que tirase a la víctima haríala huir.

¡Precisaba tirar la piedra!

Y la tiró; pero tan desmayadamente que no alcanzó al animalito.

Sintió alivio, pero momentáneo. ¡Cómo! «¿Otra piedra debo arrojarle, otra?».

¡Y ese guía aborrecible, cómo tardaba tanto!

¡Qué sufrimiento tan agudo y necio! Y todo venía de ennoblecer los seres y cosas más ínfimos y humildes y concederles consideraciones de humanos, o lo que tal vez era más cierto y aflictivo, de bastardearse él, de envilecerse, no sofocando esos chispazos de crueldad que en todas las almas se producen. Crueldad. ¿Qué importa el motivo? ¿Mueve, excita el deseo del daño por el placer del daño? Pues aunque la víctima sea un gusano, el que lo hiere es un miserable.

Así se decía Sigüenza, sin que por esto acorriese, avisase al amenazado escorpión.

Gritó el rústico, oculto entre rocas.

¡Al fin!... Pero..., aun podía salvarlo.

...El guía reapareció, gozoso, diabólico, corcovante como un dios montaraz.

Sigüenza llevose la diestra al pecho para arrancarse otro alacrán que le bullía, con una uña venenosa en cada zanca.

¡Ya no podía hacer nada por él!

El verdugo estaba delante.

Además, bicho más sandio y cachazudo no vio en su vida. Pudo escapar perfectamente. Debió escapar. Había quedado sin sombra de refugio de piedra; habría advertido los gritos y cabriolas del hombre-enemigo... Y sin embargo, permaneció en su indolencia de soñador. Ni moverse. Tan sólo, de cuando en cuando, había levantado alguna de aquellas patas angulosas, como si cambiase de postura o montara una pierna sobre otra para aguardar los acontecimientos con más comodidad y regalo.

Bueno; ahora veríamos. Allí estaba su enemigo descortezando nerviosamente unas raíces esféricas, blancas y jugosas.

-Parecen cebollas -murmuró Sigüenza.

-Pues cebollas, cebollas son; cebollas albarranas.

-Ha podido escapar y ni se ha movido.

Los bulbos crujían blandamente y manaban.

-Ahora verá si se mueve.

Y el guía dio a probar a la víctima un copo de aquella carne blanca.

Levantose agresivo el astil del alacrán y bravíamente hincose en la cebolla. Pero de pronto, se apartó y se retrajo con torsión de atormentado.

El arriero sonreía; en cada arruga de su cara se hacía una sonrisa de deleite. Sus ojos, de mantenerlos fijos en el escorpión, lagrimeaban.

Tenazmente iba acercando el fruto blanco al broche vivo de oro, que lo acometía con fortaleza y se replegaba de dolor.

Y el hombre le aplicaba la raíz, y el animal la pinchaba y huía.

Al fin, no pudo desclavarse de la carne zumosa.

-Parece que se estira, que se pone de pie, como una persona, ¿verdad? -gritó regocijadamente el verdugo- ¡pues lo hace del sufrir!

Sigüenza se despreciaba, se baldonaba, sin apartar los ojos del suplicio.

Y el alacrán fue azuleándose; simuló una madeja de venas. Se amorató; se oscureció; se puso pavonado. Después, negro; más negro; hinchose; murió.

-Con esto pasa más que con nada del mundo -dijo el guía mirándolo colgante de la cebolla borde-. Le dura la vida hasta ponerse negro, y ya ve si echa colores y tarda en echarlos; ¡entre tanto, piense lo que sentirá!

Después de un instante de silencio, siguió:

-Si yo pudiera, no quedaría raza de ellos. Uno me picó aquí -y señaló el calcañar izquierdo-. ¡Granuja!

-Debe de ser su picada mala -dijo llanamente Sigüenza.

-Su picada es mala, pero peor que lo que me desbarató.

Contempló un momento a su víctima y la aplastó contra una peña.

-Peor fue lo que me desbarató -repitió exaltándose-. Yo no soy ladrón, pero yo robaba en una viña de mi hermano, y robaba porque aquella tierra debía ser mía, y muy mía, que yo no soy ladrón. Y yo pisoteaba y arrancaba cepas; y nadie sabía quién era el que lo quitaba y aplastaba todo. ¡Qué habían de cogerme a mí! Pero una tarde, junto a un margen, sentí que me pasaba el pie un agujón de fuego. Yo rabié de dolor; grité, sin saber que gritaba. Me vieron. Vinieron a mí. En la heredad siempre estaban mirando y mirando... Yo ahora, ya ha visto lo que les hago. Ese veneno de la cebolla albarrana es peor para ellos que si los tostasen vivos; ¡yo lo sé!, llevo mataos muchos.

Y aquel hombre rió fuertemente. Dañaba y mataba por venganza. ¡Sigüenza, ni aun por venganza había permitido el suplicio!



Nada; no habían visto ni una mata de tabaco.

Y el aseado viejo, en tanto que hablaba con Sigüenza quitose el sombrero y se acarició blandamente su cabello copioso y ondeante.

Un almendro les daba sombra.

-¡Pero si por aquí no debe de haber ni una hoja de esa planta! -aventuró Sigüenza.

El viejo hizo una sonrisa pequeñita; las arrugas de sus ojos, que le pasaban de los pómulos, se oscurecieron y complicaron; y misterioso y dulzón, dijo:

-Hay confidencias...

¡Qué bien pronunció esta frase! Mejor no la dijera el más desvanecido diplomático.

Sigüenza contempló a los de la ronda. Estaban abrasados, extenuados por buscar unas matas. Lo hacían forzados de un jornal miserable. ¡Los pobres! Pero, los pobres, ¿por qué mostraban encendida la mirada, deseosa de la planta, y al verla se regocijaban y la arrancaban hasta brutalmente?

¿No era esto malquerer, perjudicar, con voluntad inmensa, con voluntad horra de toda fuerza del hambre, libre de todo mandato odioso?

...En la altura, un hombre voceó.

¡La confidencia resultaba infalible!

Fueron a una cañada. Hacíase una gradería humilde de bancales de viñas. Remataba en un escarpe.

Bajaba un hombre arrastrándose.

-¿Qué, qué...? -pidiéronle todos.

Se oía con miedo el latido de su corazón; le llovía el sudor por la frente y le cegaba.

-Sí que hay. Las he visto asomándome desde lo más alto. Sí que hay..., pero las guarda uno que debe ser el dueño; está echado entre aquello negro -e indicó las manchas de un enebral frondoso.

Manifestaba fiereza, vanidad. Le placía su hallazgo... Y a Sigüenza... también. ¡Si para ver a esos nombres buscando las pobres plantas, subió a la sierra!

...El último escalón de viña, el más encumbrado, entrábase en una garganta del peñascal, y en este abrigaño, entre almendros nuevos, lisos como varas, vivían recatadamente plantas anchas, amarillentas, enfermas; eran pocas; no llegarían a seis.

Anduvieron algunos pasos los de la ronda.

Repentinamente quedaron inmóviles.

Un cuerpo horrible había surgido de los enebros.

-¡Es Batiste, el leproso! -exclamó Sigüenza.

El sol aparentaba fundir costras y llagas. Una desgarradura de la pringosa camisa enseñaba un trozo del perno: blando, cretáceo, hinchado, parecía carne quitada a un cadáver.

Batiste sonrió.

Y el limpio viejo le invitó a separarse, porque necesitaban desenterrar las matas.

-Son mías; son mías -dijo el silbo de la destrozada laringe. Y el leproso echose en la tierra tranquilo ya, confiado en que los hombres sus hermanos no le dañarían, porque estaba leproso y vivía en amargor perdurable.

-¡Son mías; son mías!

Todos callaron.

Pero se impacientaban. En sus almas se encontraban la lástima y la rabia.

Un pájaro cantó primorosamente.

-Sí; ya sé que son suyas; pero yo he de cumplir -Era el jefe; necesitaba ejemplarizar; era responsable... Arriesgaba el pan de sus hijos... Eso, eso, el pan de sus hijos... Pues antes era el pan de sus hijos que el tabaco, que el vicio de aquel monstruo.

Y alzó la voz:

-Apártese. Vosotros: despachad.

Se grifó Batiste. Espantoso, amenazador, púsose delante de sus plantas.

Pronto cayó su furia. Sonreía de nuevo. Su boca era otra llaga.

-Esto es mío; estas matas son mías -repitió en lengua valentina-. Yo planto tabaco para fumarlo yo solo. Yo paso mirando el humo como si tuviese compaña. Y no puedo mercarlo. ¡Dejadme; mirad cómo estoy!...

Y otra vez iba a recostarse en la tierra, porque no esperaba más que la paz y el amor de los hombres.

Pero el viejo rollizo y atildado no pudo otorgarle la paz.

No podía; el ejemplo; la responsabilidad; el pan, el pan de sus hijos.

Y dos hombres se adelantaron... Revolviose el leproso; sus pies golpearon el bancal; avanzó con fiereza; siniestros los ojos, temblorosos, colgantes los labios. Y su voz, silbo y bramido a un tiempo, rodó por la sierra:

-¡¡Lladres, lladres... Al que venga le escupo!!

Su boca hervía en saliva.




ArribaAbajo- VII -

Paseaba Sigüenza por el camino. Veía, hacia la diestra, amontonarse el pueblo trepando por el peñascal. Al sur se tiende el paisaje en vastedad severa que limita la ancha sierra.

Entonces, atardecía.

No cantaba una voz en el campo; no salía tampoco del pueblo que semejaba desierto, en abandono: un brazado de casucas arrancadas a otra ciudad y vertidas allí como cascote.

Todo en silencio.

Un altillo rocalloso, que parecía la espalda de algún monstruo dormido, se presentó a los ojos de Sigüenza.

Apenaba la enferma vida de un viñalico agarrado a las peñas. Algunos pámpanos pajizos y crispados se asomaban a la tierra de abajo, roja, pingüe, ataviada de pámpanos oscuros, jugosos y opulentos.

Golpes lentos, isócronos, de hierro contra roca, salían del altillo. Y Sigüenza vio dos hombres haciendo un barreno.

Despedazaban la piedra para la carretera que se construía; franja polvorienta que serpeando por el valle, subiendo el Carrascal, precipitándose por las otras haldas, se arrastraría entre pueblecitos humildes, tan bellos ahora en su soledad y apartamiento.

Y Sigüenza creyó que el paisaje le miraba entristecido, como quejándose por anticipado de los rumores plebeyos, de las voces brutales, del chirriar de los viejos carros, del estruendo de la diligencia, crujiente, loca, cubierta con el descomunal sombrero de la baca... Sí, el paisaje mirábale pesaroso; iban a quitarle su calma, su distinción, su sueño.

...Los hombres, apoyados en la barra con que horadaban la peña, observaban curiosamente a Sigüenza. El cual les preguntó -tan sólo por justificar su parada ante ellos- hacia dónde estaba la masía de una leprosa joven y horrenda, de la que habíanle ya hablado en el lugar.

Los trabajadores no supieron decirle palabra, porque no eran de Parcent; llegaron días antes para arrancar piedra.

...Apartose Sigüenza.

Tornaron a oírse los golpes lentos, iguales, de hierro contra roca. Luego cesaron. El caminante volviose; los hombres le miraban seriamente. Sigüenza prosiguió. Los golpes resonaron hondos y pausados... Y callaron. Sigüenza se volvió; los jornaleros le miraban sonriendo. Y así, así, hasta que traspuso Sigüenza una vuelta del camino.



La casa es blanca y su puerta se techa con la parra perezosa, con la parra levantina, grande, jocunda, amiga.

El riu-rau está encalado. Cerca, rezonga una noria. Un olmo sube torcido y entre el negro encaje de su hojarasca parece más azul el cielo.

Ante la casa se plegaba primorosamente la tierra en rectos caballones de hortalizas (allí estaban las coles ampulosas y veñudas; el apio, en otro tiempo glorioso; las garridas y verdigayas lechugas). Seguía un bancal pardo y arenoso, manchadlo por los rastreros lampazos del melón perfumante; naranjos redondos, tupidos y oscuros, como bolas de hiedra, eran el aledaño de un maizal alto, de cuyas mazorcas colgaban azafranadas vedijas. Arriba, se estremecía mansamente el oro de los penachos.

Al norte, el viñedo se puebla con casitas emparradas; se hacinan las arcadas de los sequeros. En septiembre, Parcent y todos los lugares de esa comarca quedan desiertos. La gente se trasiega a las masías para curar las uvas...



A Sigüenza le dijeron que en esa casa blanca vivía una lazarina joven más llagosa que Batiste. Tal vez no consiguiera verla. En hablarla no había ni que pensar.

«Ocultábase hasta de los perros; aun no columbraba un hombre ya se había escondido o se velaba la cara como una mora». Así decían de la mujer joven y horrible.

...La vio Sigüenza desde lejos. Representose su fealdad, que distinguirla no podía, desde los primeros bancales de la lozana huerta.

«Si yo me acercase, si yo me acercase..., ¡cuánto no me diría de su vida de inmunda! Los males desbastan el espíritu, lo agrandan y hermosean... Y esta mujer al mostrarme la hondura de su pena recibiría consuelo... ¡Si yo me acercase...!».

Sigüenza no se movía. Mirose por dentro puntualmente, y supo que no avanzaba porque... sentía miedo, ¡miedo! ¿Al contagio de la lepra? No, no era a eso... ¿Entonces?... Aun se preguntó: ¿Será lástima, respeto? No; miedo, un miedo inefable.

¡Qué pequeñito este Sigüenza!

Estaba sentada la leprosa junto al estoposo y desgarbado tronco de la parra.

Díjose Sigüenza: «Yo no me acercaré demasiado, pero al menos hasta esa tierra sombría. Desde aquí nada se ve». Avanzó; y fue a los naranjos redondos. La leprosa cubriose la cara con un lenzuelo y apoyó los codos en las rodillas y la barba en las manos. Sigüenza pasó al bancal arenoso. La leprosa se alzó. Anduvo más Sigüenza. Ella entrose en la masía. Después, lenta y salmodiante se cerró la puerta.

Y el crepúsculo terminaba. El cielo blanquecino, allá, sobre las sierras del ocaso, se teñía de violeta que suavizándose acababa en color de carne; de rosas de té muy pálidas...

Sigüenza regresó al camino.

El maizal era ya una espesura quietísima, callada. Enfrente azadonaba un hombre. Otro pasó copleando sobre un jumento grande. Su canturreo tembloreaba por el portantillo de la bestia.

Fresca y doliente cantó una voz femenil. No era canción de las que entona, para darse compaña, zagaleja que retorna sola y medrosica por los campos a su casería; no era canción de hastiada, sino de amante que del querer sufre y se estremece.

La canción, en la tarde tranquila, melancolizaba como campanita de humilladero oída en la soledad de una colina cuando tramonta el sol.

Sigüenza acercose otra vez a los naranjos. Andaba recatándose y arrastrándose.

La leprosa, sentada fuera del emparrado, creyéndose sola, dejaba patente su fealdad, y cantaba.

A Sigüenza le bañó una ola del sentimiento que inundaría a un alma hidalga y casta al sorprender una mujer desnuda. Pero, triste, despechado, comprendió pronto que su delicadeza le abandonaba.

¡Iba a mirarla, iba a mirarla! Aunque ella no lo supiese, la ofendería villanamente. Ella era la Diana de la fealdad. Contemplarla era sacrílego.

¡Fuera sacrílego infame, rufián, él quería mirarla, Señor!

¡Oh, si ella lo supiese! ¡La pobre doncella que cantaba dulzuras de amor! ¡La pobre doncella llagosa de lepra, mirada por hombre!... ¡Si ella lo supiese!



En el vestíbulo del hostal, la gente zumbaba.

Sabrosa reunión de lugareños, todos grandes políticos. Escasa o bullente, la había muchas noches. Pero los sábados era segura y duradera la junta. Más que sahumar la política propia, se dentelleaba la contraria, y más que la política, a los hombres. Pero esto es rancio.

Cuando entró Sigüenza, barbullaba un labriego descomunal, un gigante en mangas de camisa y afeitado, de cuya diestra colgaba una cayada de almez, así de grande como un tronco.

Sigüenza no comprendía nada. Los demás, sí, que uno replicaba, otro interrumpía, cuál chanceaba de lo Labiado por ese labriegazo que tenía la facultad estupenda de decir a un tiempo manojos de palabras. Sonaba despejada y lisa la primera, proseguía un rumor como de tinaja que se llena y ya todo confusión, espesura, basta el último vocablo.

Y Sigüenza admiraba a aquellos hombres que presta y seguramente lo entendían.

Es que Sigüenza se pasma del sabio y delgadísimo oído de la gente campesina. Veis un campo donde trabaja un rústico. Distante, asoma otro que dispara una voz. El que faena, sin dejar el azadón, se desarca levemente y envía otro grito: es maravilla; ya se han entendido. ¿Será que estas gentes se saben las palabras de todos los del pueblo o las emplean iguales, y del sonido y tonada de la frase infieren la intención?...

Ya le acedaba la verbosidad del gigante afeitado. ¿Por qué este satanás de hombre no había de permitir la vez a lengua más expedita? Encarado con Sigüenza, mostraba hacerle honor, explicándole, él -el más corpulento y forzudo-, todo el asunto de la noche. Sigüenza, que es apocado, mirábale, fingiendo entender y complacerse. Yo sé que en su interior tildábase de sandio y se desesperaba.

Barruntó que no era político el discurso. Y al fin, se enteró; se enteró, sí; pero costole agobios y esfuerzos.

Hablaban de la bravura de un hombre; de un licenciado de presidio famoso por sus desmanes. Y era este hombre alcalde de un pueblo no muy lejano a Parcent. Fue impuesto por un diputado que le debía muchedumbre de votos en aquel lugar.

Todos referían hazañas y hazañas; y sin saberlo, vertían ungüentos sobre la cabeza de aquel héroe. Todos al hablar ponían gesto de admiración.

Mentábanse sus andanzas de tan universal manera, porque había llegado la nueva de que, aquella tarde, enemigos del bravo habíanle acometido en plena calle; y él, postrado, manando sangre de mortales heridas, aun mató a un contrario y ahuyentó a otro.

¡Era grande, era admirable este corazón!

Parcent, tierra árida de leyendas, nutría con esa ajena figura las naturales y españolas ansias de ficciones y consejas en que tanto abundan otros lugares.

Apagábase la vida del hombre a quien debían entusiasmos, temores, enternecimientos, por sus hechos, recontados muchas tardes, después de la faena. Y Parcent, agradecido, pagaba ensanchando la talla del héroe.

Quién decía que lo viera cuando descolgose por el muro de cierta casa después de descabezar al señor vicario del pueblo. Otro, que hablara con él en días que iba asendereado por ejércitos de guardias; otro, que presenciara la feroz venganza hecha en su hembra. Y así todos fueron ensartando aventuras. Y nombrándose a sí junto al hazañoso, creían participar de su valor y sentir la voluptuosidad, el beso de la lisonja.

El sereno, echado sobre una hoja de la puerta del hostal, sorbía con avidez aquel copioso decir, aquel alimento imaginativo que después rumiaría vagando por la soledad de las calles negras.

Habían sonado horas en la torre; pero a la sazón, un pollastre rojo y chato pintaba al hombre incomparable imponiendo su antojo con sólo una monda rama de olivera en furioso grupo de adversarios. Y el sereno, con la fiebre que debió abrasar la sangre del hidalgo Quijana cuando leyera fazañas como la de Esplandián quitando el león de sobre la cámara de vidrio, ni más ni menos que si se tratara de un palomo o de una liviana granza; el sereno, digo, olvidose de dar su canto.

Un chancero, mal intencionado, se lo advirtió ya cuando el deber había sido lesionado. Y el otro corrió acucioso al centro de la calle y allí arrojó la hora, como quien desembaraza la boca de un buche de agua.

Uno de la junta deslizó que mal suceso habría el sereno si su afición a esa tertulia fuese sospechada de cierto sujeto de jurisdicción, contrario a ellos.

¡Oh, tornadizo natural humano!

La atención de los reunidos apartose del glorioso héroe.

Bramó el enorme labriego, haciendo un terrible aspar de brazos.

Dirigiose a Sigüenza preguntándole algo. Sigüenza trasudó. El gigante le repitió la interrogadora y vertiginosa masa de vocablos.

Nada; Sigüenza no lo comprendía, no lo comprendía.

-¡Valenciano! -gritó el huésped riendo-. ¡Pero si le está hablando en castellano!

-¡Santo Dios! -dijo Sigüenza, y no dijo más.

Enmudeció el gigante. Era de enojo y amargura su gesto.

Todos callaban.

A hurtadillas miraba Sigüenza al labriego. Lastimábase de él, pues mostraba dolor. Mudo, inmóvil, grande, trágico. Figuraos un viejo molino con las aspas quietas, inservibles.

El posadero, aun con risa, exclamó:

-Le desía éste que usted que viene a ver leprosos podía ver y hablar a... -y aquí repitió el nombre de no sé qué autoridad enemiga a ellos en política.

-¿Está leproso? -preguntó Sigüenza.

-Leproso está, leproso.

Y un joven gordo, en cuyo labio brillaba el rubio esparto de un bigote lacio, mostró solemnemente un portaplumas. Era escribiente del funcionario dañado; pero llevaba su pluma; «ya comprenderá usted por qué, señor Sigüenza» (y pronunció la zeda muy bien).

El señor Sigüenza no comprendió.

-¿Cómo quiere usted -dijeron en coro los reunidos- que éste toque lo que toca el otro?

-¡Ah, es verdad!

Y el joven, muy seriecito, movía dulcemente la cabeza.

-Pero, aunque sea leproso -murmuró el forastero-, no vivirá con los que tienen ese mal.

Entonces, una vocecita helada, incisiva, con sonecillo de risa, la voz de un viejo que estaba sepultado en la penumbra, dijo tardamente:

-Ahora, sí que vive entre nosotros; pero apenas deje vara y mando..., ¡ya verá, ya!...

Y todos rieron en silencio.

Una brisa de recuerdos de la leprosa tocó el alma de Sigüenza. Y la nombró.

Claro es que la conocían. Vivía con su padre y un hermanito ya sospechoso. Su hermana, joven, gallarda, sana, habitaba en el pueblo. Algunas tardes iba a la huerta del olmo negro y torcido, y, distanciadas, se hablaban la gentil y la horrenda.

Después celebró el huésped el poder y lozanía de la voz de la mísera.

Casi todos guardaban ya silencio de cansancio, de agotamiento. Algunos, distraídos, fumaban; otros dormían.

El humo del tabaco se espesaba en niebla. Levantose el posadero; sacó de la cuadra un macho; púsole los cántaros en las argueñas, y:

-Voy a la fuente -dijo.

Era la frase disolutoria.

Quedaron revueltas las sillas; flotaba el humo. Alguien, al salir, movió el lampión, pendiente de un alambre enlutado de moscas. Y en la pared danzaron sombras de sillas, de mesas, de copas, de un jarro figurando un gallo.

Sigüenza se fue con el huésped.

Negra, calmosa estaba la noche. Posaba el aire.

Lejos, por donde vivía la leprosa, llameaba el cielo con relámpagos blancos.

El recuerdo de la moza horrenda impresionaba a Sigüenza más tiernamente que el de Batiste, hundido en la zahúrda, defendiendo con salivazos sus plantas enfermas.

La leprosa canta en la soledad de su huerto. Su voz se embalsama entre los naranjos tupidos..., llega al camino... ¿Lo cruzará algún caminante joven, solo, sin amores?... ¡Oh, que lo cruce, y... para él su canción, para este solitario!... Que lo envuelva con la delicia que dan los jardines en noches primaverales... Que lo enamore siquiera hasta que se aleje y se pierda... Habrá sido un momento; pero un momento dichoso, de gloria de mujer bella; no ha horrorizado, no ha atribulado... Él pensará en ella sin asco ni lástima...

Acaso ahora la sacudía el mandato al goce de la noche ardorosa, sensual, tocada con terciopelo prendido de diamantes de estrellas.

¡Y el goce se alejaba como otro caminante muy cruel que sólo oía la risa y la voz de los cuerpos bellos, fuertes, sin lepra!

Las tapias enramadas de las alquerías, las huertas, la tierra, respiraban olores acres.

La dulce sonata de la fauna se elevaba hacia el cielo.

El agua de la fuente caía turbulenta, gruesa, estrepitosa.




ArribaAbajo- VIII -

El huésped dijo:

-Mire: ahí, en esa casa conosco bien. Podemos sentarnos, y me creo que verá pasar algún leproso. Frente por frente vive una de esas del mal.

Asintió Sigüenza y entraron. Y vieron una mujer joven que pesaba harina, fiscalizada groseramente por una vieja cenceña.

Rapaces con delantales de luto manchados de blanco subían y se arrastraban por muros de sacos henchidos.

En un arcón mostrábase abundosamente el trigo y el maíz. Medio hincados en esos montones brillaban los cogedores o uñas de lata.

Rica fragancia de salvado y harinas llenaba la limpia tienda y hacía pensar en blancos hornos campesinos y en tiernos panes tibios y sabrosos.

Por una vidriera sin vidrios pasábase a un aposentillo de cuyas paredes colgaban, como presentallas en altar de santo milagroso, racimos de hormas, patrones de cartón para calzares, trenzas de cordones negros y datilados.

Un hombre anguloso, extenso de cuello y enorme de manos, encogido en la femenil postura zapatera, cosía un remiendo a una bota negra, vieja, hinchada; semejaba de ahogado.

-A todo se da -gritó alegre el posadero-; hase sapatos, vende harina, trata en granos... ¡Qué sabe, qué sabe usted!

-Sí; pero que cuente el señor -exclamó riendo el aludido-. Siete hijos; la mujer, ocho; su madre, nueve; la casa, diez; la contribución..., ¡ah!, y lo que vendrá...

Esto decíalo por su mujer, cuyo talle era más ancho de lo que conviniera.

-¿De modo que siete y éste ocho? -preguntó Sigüenza; e inconscientemente buscó con la vista a la que vendía harina.

Y el zapatero, que era trascendido, murmuró:

-No, no crea que fue ella sola; ésta hace la tercera. ¡Y mire: sin mujer no hay pasar!

Palpitáronle los labios y los gruesos cartílagos de su nariz, que pendía temeraria en busca de la barba, aguda y saliente. Lo maravilloso en aquella cabeza era la frente: grande, lustrosa, fina, descarnada, y arrugábase pronto y de sutil manera; debía plegarse el hueso, que piel parecía no haberla.

Mordiose el bigote y dijo breve y rudo:

-¡Fuera!

Y los rapaces, que habían rodeado a Sigüenza mirándole como a barraca de feria, huyeron despavoridos a las hacinas de gruesas sacas.

El bienaventurado huésped, riendo y señalando la copia de muchachos, explicó:

-Esas ropicas negras son por la última, y ésta, ya lo ha oído, ya tiene lo suyo... Qué, ¿qué le parese, señor de Sigüensa?

-¡Qué quiere! Yo, sin mujer..., no puedo, no puedo... -replicaba el de la tienda.

Después preguntó al forastero:

-¿Y usted, qué, por los leprosos? Ya lo sé, ya. Todo el pueblo lo sabe. Vienen muchos a verlos, pero hacer, nadie hace nada. Los miran, los miran y se van...

Hablaba inquietamente. Se retorcía, se plegaba sobre su escabel, mientras sus largas manos trabajaban en la bota negra, de blandos elásticos, hinchada, de náufrago.

-Un médico -prosiguió-, no sé si ruso o qué, vino y trajo unos pomos de un unto que, según decía, ponérselo era curarse de toda lepra, pero curarse, curarse. Pues tres o cuatro que se pintaron o dieron con esa medicina, los mismos se curaron..., que a poco tiempo murieron.

Hablaban en la tienda la mujer joven y la vieja de mirar codicioso.

Mentaban repetidamente «un medio real, un medio real».

Continuó el zapatero:

-Ahí, en un paraje que no está muy lejos, sano y apañado de árboles, quieren poner el lazareto, el hospital de leprosos. Ya va tiempo que esto suena..., pero hasta ahora no hay más que el terreno..., y porque lo da Dios.

Esto, el huésped lo tuvo por colmado de sales, y rió de modo estrepitoso. Motilón o distraído, él rara vez conseguía la intención de una frase aderezada de dicacidad o donaire; pero si la alcanzaba, o siendo roma la diputaba de aguda, entonces reía, reía largamente.

Y el tendero añadió:

-No todos los que tienen la lepra quieren el hospital. Algunos hay que dicen: «¡Siquiera vivir libres, y no que campanada para dormir, campanada para comer!». Que curen y socorran, pero sin encierro.

En la calle gimió una puerta.

El zapatero dejó con rapidez en la mesita los trebejos, y asomose a la reja del cuarto.

-Ahí enfrente vive una leprosa que apenas si le quedan manos. Yo pensaba que era ella la que abría o cerraba y es el marido que habrá entrado.

Sigüenza acercose y vio una pared enjalbegada, una puerta baja; encima, un ventanuco, donde una cazuela desbocada nutría una albahaca pomposa.

-El marido está limpio como el ojo de un pez, ¿no maravilla esto?

Y el zapatero se restituyó a su pequeño asiento.

Complicáronsele las estupendas arrugas de su frente en sus ojillos negros se encendieron luminarias y habló de tiempos felices y amorosos de la leprosa, antes de serlo.

Fue apetecida con furia de mozos y viejos.

-...Yo no he visto mejores carnes que las de ella. ¡Qué macizas, qué redondas! Al andar se movían de modo natural y decente. Aquello... ¡Fuera! -tiritó con sana, interrumpiéndose.

Y la sarta de chiquillos, que, tácitos y cautelosos, habían invadido el estrecho taller, salió deshaciéndose como espantado grupo de gorriones.

-...¡Aquello -prosiguió el rijoso-, aquello era una hembra! ¡Plato de reyes! Yo me recuerdo bastantemente. Ella, así que se vio con el mal, se agarró a cualquiera. Ahora pasan por su costado sin mirarla. Y yo no la miro como no sea para decirme: ¡Señor, Señor!

Martilleó suela. Después dijo:

-¿Y a usted qué le parece esto? No le agradará, ¿verdad? ¿Qué hay que ver?

Aquí, Sigüenza le enteró de haber subido al Carrascal y bajado a una admirable y caprichosa cueva, descubierta en el mismo pueblo; de haber recorrido las huertas más grandes y frondosas y los vinales más ubérrimos.

-¡Más que yo, más que yo, y en tan poco tiempo! -exclamó el zapatero-. Y yo vivo en Parcent ya para veinte años... ¡Pero si no puedo ni salir!... De tarde me siento a la puerta y fumo durante un rato. Un amigo me dice adiós. Pasa un leproso y otro. La de ahí enfrente, sin mirarme, arrimada a la pared, se entra en su casa. Y yo, vuelta al trabajo... ¿Es esto vida?

En la tienda seguía la vieja que mercaba harina.

Estaba verdosa, hosca, terrible. Su afilada laringe amenazaba rasgar su cuello plegoso.

Decía -y miraba sesgadamente a la tendera- que la cuenta la entregara justa y muy justa.

Aquélla, extendiendo un brazo, señalaba el montón de panizo del arcaz y afirmaba que allí había puesto los dineros; nadie entrara; no alcanzaban los chicos... y los dineros veíalos faltos.

Porfiaba la vieja que los trajera cabales.

La joven, que menguados estaban.

-No es por el medio real.

-¿Que yo lo digo por el medio real?



-¡Ya sabemos adónde va medio real!

La calle baja, estrechada por rojizas tapias de corrales. Sigue el campo. Los primeros bancales erizaban las rotas y blancas cañas de los rastrojos, Alguna piedra brilla, algún trozo de vidrio o un retal de lata centellea. De la tierra seca, resquebrajada, del ambiente encendido, de todo, brotaba como un hervor enorme, agobioso que ensordecía; no era cantar, era un universal rugir de cigarras.

Por una esquina de aquellos tapiales apareció un hombre enlutado. A la espalda le colgaba un haz de hierba goteada con la grana de las amapolas.

Súbitamente el hombre retrocedió. Huía atravesando el ancho solejar de una tierra calma, cuando lo distinguió el posadero.

-Ese es el leproso que baja por las tardes al puente. Ahora verá.

Pero notando que aquél se alejaba, pisándose, cayendo del ansia de correr, le voceó desaforadamente.

-¡Si es un médico el señor -gritaba-; que es un médico! ¡Para, paraaa...!

Se detuvo el lazarino, vuelta la cabeza a la sierra para no mirar a los hombres.

Su cara era brillante, blanda, tumefacta; entre postemas y carúnculas amoratadas salían pelos lacios.

Le habló Sigüenza.

-Estoy así siete años, siete años... ¡Lo que el Señor quiera!

Y sonrió su boca llagada, pero sus ojos humildes mostraban recelos y se abatía su frente.

Le habló más Sigüenza.

Y el mísero, siempre en habla valenciana, decía:

-¡Lo que el Señor quiera! ¿Qué hay que hacer sino lo que el Señor quiera?

Y alzaba la cabeza y miraba al cielo, como si ofreciese su dolor y exclamase con Epicteto: «¡Oh Dios, llueve sobre mí calamidades!».

...Se fue agobiado de vergüenza, cayendo, pisoteándose, puesta una mano hinchada sobre su ruda frente melancólica.

-¿Y lo ha dejao ir tan pronto? ¿Qué ha sabido, pues? -dijo el hostelero.

Era crueldad mirarle y hablarle. Además, su alma estaba patente: mansa, resignada, lo había puesto todo en manos divinas. No, él no bramaba, no se enfurecía, no se rebelaba por su vivir de fiera.

Siete años de lepra... Y pensaba en los enfermos que conociera. Uno había durado catorce años; otro, doce; otro, nueve... Él, cumplía los siete; pero no había la fortaleza de sus hermanos. Su mal se precipitaba; lo acabaría pronto. Sus pies, sus manos le pesaban como peñas. Una fiebre continua, sutil, le dejaba en la piel podrida un diminuto rocío de sudor. Él esperaba el fin como un místico.

«Por mí han dejado los mortales de mirar con terror la muerte» -dice Prometeo encadenado.

Las Oceánidas exclaman:

«¿Y qué remedio hallaste contra ese fiero mal?».

El dios mártir responde:

«Hice habitar entre ellos la ciega esperanza».

Por la tarde salió Sigüenza.

En un mas cercano al pueblo bebió agua fría de pozo y se sentó.

El masero, hombre flemático, insignificante de labios y hundido de ojos, calmosamente le hablaba de que conociera a su padre, al de Sigüenza, cuando aun no era tal padre.

Era cuento el suyo de muy memorioso.

Sigüenza miraba la hondonada viciosa de higueras, de olivos y manzanos, donde fluye la fuente. Detrás, los rius-raus, amontonados, fingen ruinas, pórticos viejos y rotos de un pueblo antiguo.

El labriego estaba satisfecho del faenar del día; veíasele en lo suave del discurso, en su general reposo. Fumaba y quería conversar. Sigüenza prefería el silencio. Pensó: «Yo puedo endichecer a este hombre con narrar o nutrir sus glosas a la vida». Pero Sigüenza estaba dominado aquella tarde de un feroz egoísmo. Y no hablaba. Ahora, sus ojos recorrían el campo, que iba apagándose dulcemente.

Junto a la casa se hace un sombrajo de cañizo mal tejado y de paredes de adobes. Sucede la era gredosa, ancha como una charca quieta de fango; a una orilla, restos de un almiar y otro largo, entero, tumbado.

Llegó una mujer gruesa, tuerta, pañosa. Trabado de su diestra, colgaba un gallo grande, de recortada y encendida cresta; su casaca amarilla y negra daba tornasoles verdes y morados.

Pidió que se lo comprasen. Lo había menester para remediar a su hombre que estaba consumido de dolores. Sólo en tal trance podía vender su pollo, sacado por palomos y criado con sus manos. Y la mujer jesuseó y vertió lágrimas.

Lo compró el labriego.

Quedó el gallardo animal en la era, empinándose sobre sus zancas poderosas, estirando el fastuoso cuello, volviendo a todo paraje su cabeza de hidalgo de corva nariz y ladeado chambergo.

Todo lo miraba con pasmo; después, altaneramente.

Frontera a la casa, una bardilla de polvorientas pitas ceñía, a trechos, llana tierra segada.

Por allí se movía, muy pausado, un grupo de gallinas presididas por su macho.

Más lejos, negreaban los pavos.

Todos vieron al advenedizo. Y se acercaron. Perdió aquél su altivez, pensó en la fuga. Mas luego embraveciose.

Sus pupilas negras y anaranjadas y su cresta puntosa se inundaron de sangre; erizosele la fina plumajería de su elegante cuello y pisando bizarramente avanzó hacia el enemigo.

Dos desgarbados pavos, hundidas las cabezas en la negra sotana de sus plumas, llegaban cojeando y empujándose.

Sigüenza los miró con enojo, con rabia.

Necesitaba que algo se la inspirase para no sentirla por sí mismo.

Dos seres iban a acometerse; los dos eran briosos y fuertes. Y él, Sigüenza, esperaba la riza con deseos y comezón remordedora. ¿No era esto una baja mixtura, un vergonzoso cruce de sentimientos? Sí, mil veces sí. Sigüenza era incierto, indefinido. O totalmente cruel o indiferente o piadoso. Alas participar de los tres naturales, eso era de almas plebeyas.

Necesariamente Sigüenza había de salirse de sí mismo y odiar a los pavos para no vituperarse por sus flaquezas, para evitar interior lucha, como la sufrida en la sierra ante el suplicio del alacrán.

Afición resuelta tenía por el pollo recién comprado. El émulo era alto, grueso, blanco, rubio; con grandes barbas purpúreas; con largos dedos aristocráticos y agudos espolones que pedían exterminio. Su cresta en cambio era femenina, pequeña; semejaba un gran señor, bien vestido y que no usara nada en la cabeza por dentro de casa.

Los rivales caracolearon uno junto al otro, diciéndose tremendas injurias con voz entrecortada, trémula de ira.

Sumisas, frías, cobardes, las gallinas picoteaban por la era. Algunas murmuraban hipócritamente con el pico cerrado y una pata en alto.

Una hembra rolliza, moñuda y calzada, se detuvo junto a los machos. Quizás era la favorita del de la masía y dábale ánimo y pujanza, mostrándosele con todos sus mimos adorables y lascivos; tal vez romántica, generosa, placida de la gentileza del nuevo, lastimada de su soledad, le acorría mirándole y alentaba con promesa enardecedora de caricias en bancales soleados...

Los pavos se hinchaban, se erizaban. Dejaron caer las rodelas de sus alas; desplegaron la cola. Las carnosidades de sus cuellos reventaban de sangre; sus fieros ojos tenían cercos azules.

Aquellas cabezas repulsivas tornábanse amarillas, blancas, bermejas, lívidas, verdosas, cual si un cristal prismático les fuera prestando el iris.

¡Oh! Estaban amenazadores, imponentes como locomotoras de plumas. Y pasaban y repasaban estruendosos cerca de los adversarios, vomitando las baladronadas de su canto semejante a un ladrido.

Hubo lucha cruenta.

El advenedizo sucumbió. Huyó a las pitas.

Rodearon las gallinas a su macho, que envió al cielo su grito regocijante de victoria. En la paja caída de los almiares escarbaron afanosamente. Y el vencedor gozó de una manceba opulenta en plumaje prieto y sedeño. Cantó otra vez. Ahora hizo dulce sonar de zampoña.

¡Venció, gozó y cantó en la tarde bella!

Olvidaban generosamente al nuevo.

Los pavos, no; los ruines lo echaron de su refugio, lo persiguieron azotándole con sus firmes alas. Tenían en su saña gesto aborrecible. La masera sacó una colodra bien mediada de oloroso salvado.

El gallo corneteó avisando a sus hembras.

Acudieron también los perseguidores pisándose, atropellándose.

El vencido mirabel, desde lejos, el espeso averío que rodeaba la vasija, entre cacareos jubilosos y picotazos de envidia.

Dio un paso tímido, indeciso, otro largo, temerario. Se arrepintió. Tendió el cuello. ¡Quizás no le advirtieran!

Tenía hambre. Y el pobre hidalgo, con la calza izquierda de plumas caída; acribillado el mustio sombrero de su cresta, en otro tiempo airosa, se fue acercando medroso y humilde a los alegres.

Cometió la torpeza de tropezar con una gallina bajita, atrabiliaria. «¡Ay! Usted perdone», pareció decirle el menesteroso. Ella le contestó con acritud y le arrancó y se llevó en su pico un copo del más suave plumón.

Pidió un lugarcito a otra, flaca, gris, descolorida, que le arañó con una pata escamosa.

Al fin, bajo los cálidos corpezuelos de otras hembras, pudo gustar la blanda y regaladora masa pisoteada, de cuando en cuando, por el triunfador. Pero una pava blanca, alta, enjuta, remilgada, que recordaba la figura de un aya inglesa, lo denunció con frialdad aterradora. Y otra vez los pavos lo acometieron con sus picos costrosos de salvado.

El mísero comió solo, servido en una teja forrada de verdín que Sigüenza arrancó del sombrajo.

Y al acabar el crepúsculo, cuando toda la bandada disputábase, entre las paredes de adobes, rama o travesaño para pasar la noche, el labriego acomodó al hidalgo en lo más discreto del cobertizo. Pero apenas hubo salido el hombre, moviose tumultuario aleteo; prodújose confusión de quejas, protestas, amenazas, zumbas, risas, gritos..., y el advenedizo apareció, huido, espantado, lastimoso, entreabierto el pico, colgantes las alas, rotas sus plumas más lujosas...

Desde la era, solo, transido, mirando a la noche, clamó al recuerdo de la mujer tuerta y pañosa.

...Y a la entrada del sombrajo se apostaron los pavos, inmóviles, inexorables, siniestros como enlutados hombres y como hombres tenaces en su aborrecer, hasta sacrificar su descanso por dañar a sus hermanos...




ArribaAbajo- IX -

Sigüenza se prometió muy buena tarde.

El médico le había dicho:

-¿Quiere usted venir conmigo? Iremos a...

-Voy donde usted vaya, donde usted me diga -cuentan que le interrumpió Sigüenza. El otro sostuvo inmutable la palabrería del forastero, y mirándole quietamente reanudó:

-Iremos a Benichembla, lugar cercano. También verá leprosos.

Cabalgaron en sendos machos de piel fina, joyante.

Pasa el camino entre vinares encrespados, baldíos almágrenos, rozagantes acequias y setos de zarzal.

Cuestas livianas o pinas le fuerzan a descender lento o precipitoso por arroyadas y barrancos de grava. En algunos se arrastra el agua panda y lamosa. Tristes, solitarias florecen las adelfas. Chispea el sol en las piedras; cruza un pájaro dejando caer su trino al desolado hondo. Acaba la tarde. La franja de cielo que pasa por encima se blanquea; después, se va apagando. Bullen los coros de las ranas. Salen sombras de los senos y cuevas de grava y se tienden junto a las adelfas... Las adelfas se ennegrecen y quedan solitarias, sin conocer más que un desgarrón de la noche estrellada o de la noche blanca de luna...

Arriba, el camino se entolda con ramas de añosos algarrobos y verdores de almendro.

-¡Benichembla! -dijo el médico, y señaló el tejadillo rojo de un campanario que salía sobre una ensambladura de bancales oscuros, verdicanos y bañados otros de cruda lumbre, caída oblicuamente entre árboles lujuriantes.

Benichembla, fue la única palabra que sonó en el camino entre el médico y Sigüenza.

Iba éste zaguero, fijándose en su acompañante, cuyo cuerpo enjuto blandeábase según el reposado andar de la lustrosa bestia. Una sien del caballero cegaba como reflejo de lámina de plata.

«¿No es insinuante este hombre? -pensaba Sigüenza-. Yo no sé si su silencio, su frialdad, el ensueño de su quieta mirada azul, el blancor de su cabello..., componen una sencilla modalidad fisiológica o si reflejan un sufrimiento devorador que no se vierte nunca en otra alma para mitigarse.

«Vive solo, en un cuarto apaisado del hostal. Entra a casas que huelen a humo, a ropa andrajosa, a miseria. Vuelve a hundirse en la paz de su aposento; y de ella le arrancan labriegos que arriban de lueñes caserías y de otros pueblos del valle, y este hombre, sin que el enojo ni la protesta muden su gesto amargo, camina por senderos interminables, por eriazos abrasantes. Llega a otro lugar; las casas también huelen a humo, a pobreza. Le hablan del padecer del enfermo; luego, la queja es de la miseria que les acaba... Y de nuevo, el camino y campos soledosos...».

-En la primera calle y a la derecha, verá un caso de lepra -dijo a Sigüenza.

Desde el margen de un bancal de esquilmeños frutales nimbados por sol, les vio pasar un hombre en cuyo sombrero refulgía la chapa dorada de los guardas.

Saludoles una moza que majaba esparto cerca de su masía. Volviose a la casa y gritó. A poco, se asomó una vieja.

Lejos, un labriego que cavaba dejó hincado el azadón en la tierra, y pantalleando sus ojos con las manos miroles largamente. Entraron en Benichembla.

La calle, al principio con sol, quedaba pronto en sombra azulosa. Y como en todos los pueblos comarcanos, vio el forastero mujeres junto a los portales, haciendo media, tejiendo lía, peinando a rapazas.

Estaba el leproso sentado en una puerta negra de moscas. Era largo y seco y su lepra un albarazo sutilísimo que iba royéndole la carne.

Pero no podía quejarse; habitaba en paraje céntrico y cruzaba su palabra entre el hablar de los vecinos, como un sano.

Algunos, al pasar cerca de él, trazaban una curva.

Enfrente hacíase un ruedo de viejos; hablaban poco; apenas se movían; fumaban y lo miraban todo, como si todo fuera siempre nuevo para ellos.

Observábalos el leproso con gran curiosidad y reverencia.

La frase calmosa de alguno, dicha entre chupadas tacañas al cigarro, obligábale a tender y adelantar el cuerpo. Y la aspiraba con fruición comparable a la de los serios y solemnes viejos cuando extraían el humo deleitoso.

Sigüenza y el médico dejaron las caballerías en una casa donde hombres y mujeres hacían cañizos para los secaderos de uvas.

-Vamos al ribazo -dijo uno de los lugareños que estaban en el zaguán.

Al ribazo habían de ir ganosa o forzadamente cuantos pasaban por el pueblo.

Llegábase entre ruinas de casas. De los montones de cascote y piedra salían vigas rotas, negras, podridas. Una higuera decrépita sacaba por los escombros una mano seca y gris. Ropas humildes recién lavadas pendían del ramaje.

La rambla presentábase de improviso honda y atemorizante; caía el ribazo en escarpe grietoso.

En invierno avanzaban las aguas socavándolo. Y los trogloditas de la escombra y los que habitaban en las casas cercanas al río, no dormían las noches de lluvia.

La hermosa lluvia, que desciende fecundante como el oro de Zeus, traía para ellos angustias y amenazas.

«¡Que no bastaba hambre y trabajo!».

«También el temer, el no sosegar nunca?».

Y los ojos secos, incisivos de los lugareños traspasaban los del forastero, ansioso por salir de aquel lugar y conmovido de turbación y vergüenza por no ser miserable y amenazado de peligro.

«Il y a une espèce de honte d'être heureux à la vue de certaines misères» -ha dicho La Bruyère.

-Mire, mire la iglesia.

La iglesia tiene el hastial y algunos trozos de muro enyesados de rojo. Una albañilería modesta ha simulado con rayas de palustre ringlas vacilantes de ladrillos.

-Todo eso lo pagaba el pueblo, y no lo acaba porque ya se ve dónde queda el río: a dos pasos. La iglesia caerá.

Entonces un viejo alto y descalzo, de mirada ascética, levantó su brazo leñoso, y clamó trágica y ominosamente:

-¡Caer, caerá todo! ¡Y ha de venir día que no quedará piedra en Benichembla!

-¡Quéjense, grítenlo! -murmuró candorosamente Sigüenza.

Algunos rieron, pero con pesar. Se miraban; movían las cabezas; cruzaban los brazos sobre el pecho.

-¡Si nos hemos quejado! Pero de Madrid dicen que no hay dinero para más obras.

Una mujer bizca, andrajosa, saliose del grupo voceando:

-¡Todos gandules! ¡Todos ladrones! ¡Que vengan, que pasen aquí una noche de tormenta!... ¡Que vengan y se dejen las señoronas!...

-Mire, no haga caso... es que ella es así... a lo escandalosa... -intercedió con Sigüenza una vecina arrugada, que hacía risita de trotaconventos.

-¡Pero, si no es por él, tía! -rugió un mozo.

-¡Claro que no, si yo ni siquiera vivo en Madrid!

-¿Al señor quién le dise nada? -añadió el fatídico.

Y la bizca, desde lejos, continuaba aullando:

-¡Todos gandules, todos ladrones!



El médico había entrado en una casa pequeña.

Sigüenza esperábalo en la calle, que era estrecha, húmeda, agobiosa.

No había nadie.

Las paredes rezuman verdín. Por los tejados se asoma la torre de la iglesia. Un pájaro negro volaba rodeándola calmosamente.

Bajaban, de rato en rato, estridores de hierro oxidado, sonidos lamentosos que arranca un alambre, una cuerda, al ludir con alguna campana...

¿No sentís piedad por los que allí viven ofendo el chillido de un pájaro negro anidado en la torre, ruidos de hierros viejos trabados a maderas podridas, quejumbres de campanas que duermen? Sí, se siente piedad angustiosa...

¡Si nosotros viviésemos en esta callecita tan húmeda como un patio hondo! -decimos. Y luego nos entristecemos y nos oprime recio temor.

¡No, no; nosotros no podríamos vivir allí!... ¡Oh, esos pobres que pueden vivir allí, Señor!

Y decimos ¡esos pobres! fuertemente... Lo oímos como si otro lo pronunciase a nuestro lado. ¿Quién lo habrá dicho? ¿Nosotros? ¡Si nosotros sólo pensamos que moriríamos de tristeza en esa callecita húmeda, agobiosa, con fachadas terreras a los extremos que ocultan los campos!

...Penetró, envolviendo la calle, olor intenso a leña quemada.

Sigüenza lo aspiró gustoso. Es un olor honrado, sencillo que le regala y suaviza el alma, que le deja en ella deseos de bien, amor a todos. Y es olor que le hace imaginar siempre: un campo abierto; chopos altos, muy verdes, orillando ancha acequia de aguas limpias y bullidoras. Frontera hay una casa grande y morena; después, el horno blanco, rechoncho, y cerca se hacinan gavillas de sarmiento. Dos mozas, casi igualicas, faenan en la lumbre, cuidan de la hornada. La madre es fuerte, grande, tostada como las paredes de la casa, y las cortezas del pan. Entra y sale, y ya tiende ropa en la rasa era, ya friega cazuelas y barreños en la acequia. Humo blanco brota del horno y de una chimenea encalada y sube y niebla los chopos, y se aleja sobre sembrados verdes y llanos, donde trabaja el padre de las mozas y el hijo mayor. Un muchacho apacienta una cordera, que mira hacia el casal y bala suplicante. El cielo sedeño, luminoso, sonríe al campo, y allá, sobre los montes lejanos, sobre los bellos montes azules, nubes albas, resplandecientes, imitan espumas, fingen glorias de diosas, de corceles, de monstruos, de ángeles, con las blancas alas tendidas.

...Y este paisaje huele a leña de sarmiento quemada.

Así de simple, imagina Sigüenza cuando percibe ese olor.

Salió el médico. Anduvieron poco, porque entro en otra casa de la misma calle.

Una procesión de hormigas ondulaba por el suelo jironado de hierba corta, tiernecita y espesa como terciopelo.

En el arroyo hervía más aquel senderito vivo y formaba un nudo negro.

Hormigas cabezudas, charoladas, espaciosas; hormigas menudas, traviesas y rojizas, empujaban el cuerpo seco de un escarabajo muerto.

Y Sigüenza seguía con los ojos este penoso arrastre cuando advirtió a un hombre asomado medrosamente a un portal, y que le miraba con ahínco.

Sigüenza le miró con fijeza inconsciente. Tenía este hombre la cabeza grande, rasa y bermeja, con azules cambiantes de lustre de pez.

El forastero le miraba, le miraba..., y el otro se hundió en el zaguán.

Entonces, de modo repentino, se avergonzó, se apesadumbró Sigüenza, porque aquel hombre... era leproso, era leproso, ¿cómo no lo comprendió antes?

El médico, al salir, se lo confirmó.

Se alejaron. Abandonaban la calleja, musgosa y solitaria.

Muy baja y rápida, pasó una golondrina.

Un grito lastimero bajaba de la torre.

Miró Sigüenza hacia atrás; la enorme cabeza del lazarino se asomaba temerosa, inmóvil y acechadora.



Dejaron Benichembla cuando el sol se hundía. Nubes de grana, de oro y cárdenas, reuníanse en el ocaso y figuraban una gruta de magia, con estalactitas de fuego.

Estaban solos en la tarde tranquila. Y pasaron arrobadas y barrancos pedregosos, donde se arrastran aguas verdes entre los adelfales, que parecen esconder vírgenes encantadas, suspirantes de tedio, llenas de amargura, como nutridas del zumo de su arbusto.

Asomó un rebaño.

Sonaba bronco el cencerro del morueco. Alguna vez sobresalía la risa de una esquila.

Quedaron de nuevo solos los dos hombres en la tarde que moría suave y melancólica.

Un algarrobo, de abierto, de acuchillado tronco, anticipaba la noche bajo el encaje negro de su fronda misteriosa. De la desenterrada raigambre crecían renuevos valientes y lozanos.

En el camino copleó un mozo. Cruzó; se alejo golpeando con fino escamujo la verde orla de las acequias.

Mirole el médico, y dijo:

-Aquí, un padre asesinó a su hijo, mozo como aquél; pasaba cantando; el padre le celaba subido a este algarrobo. Dejole caer una piedra, el hijo levantó la cabeza y recibió el tiro en los ojos.

Sigüenza contempló de nuevo el árbol ya negro y siniestro.

El médico murmuró:

-Dicen unos que el padre apetecía la novia del chico; otros afirman que mediaba el dinero.

Distante, distante rojeaban las llamas retorcidas y bulliciosas de una rastrojera que ardía.

Estaban junto a una majada en ruinas; dentro negreaban espesuras de matas; cardos y ortigas salían entre las piedras. Volaba un murciélago: tembloroso, rápido, parecía equivocarse siempre en su vuelo.

Allí descansaron Sigüenza y el médico.

Este habló del vivir de una leprosa.

«...Era en tarde de Pascua. Iban todos a la fuente y al ejido, donde se hacían juegos y danzas. De las más garridas doncellas, reunidas por la fiesta, fue una jovencita que la llevaban sus padres. Mirábanla éstos, mirábanla placenteros. Ella estrenaba vestido y delantal con randas. Y estaba la hija apuesta.

Después se miraban, y a socapa decíanse que aquello empezado a sufrir por la moza no era el mal. ¡Qué había de ser el mal!

Que viera, que viera todo el pueblo ahora si no estaba la hija hermosa.

¡El mal! ¡Si a julio cumplió los dieciocho!... Ellos sí envejecieron en los meses eternos y horribles de las sospechas... ¡Ellos sí que enfermaron, ellos! Pero la hija estaba sana y limpia... ¡Cómo podía ser el mal!

Y la veían ufanarse de su vestido nuevo y delantal randado.

Al primer ruedo de bailadoras que se acercó no pudo asirse. «Estaban ya todas... Que fuese al de enfrente, que Labia menos...».

Sí, había menos, pero ya se bastaban.

Replicó, instó. Y una del corro, enjuta, alta, carcomida de viruela, hízole tal visaje, que ella se apartó. Las otras se distrajeron y no notaron nada.

Llegose a un grupo, donde discreteaban con juegos de donaire y agudezas. La miraron, pero sin hablarla. Ella sintiose medrosa, desconocida, nueva, siendo amiga de todas.

...Él, su galán, pasó sin verla, chanceando con otras mujeres.

Lloró de pena y de ira. Buscó a sus padres.

¿Qué tenía? ¡Que hablara, que hablara! ¡Qué llorar aquél, Señor!

Dentro del pecho de la hija sonaba algo como un llanto muy débil, unos quejidos, unos quejidos... ¿Sería el corazón que lloraba fuerte?... ¡Oh, que hablara! ¡Señor, que hablara!

Y habló. Ellos se espantaron; la madre rugió.

-¡Mujer, mujer! ¡Qué podemos! -sollozó el viejo.

Y un calificado vecino se les acercó y les dijo descubiertamente «que era lepra y muy lepra lo de la chica. ¿Que no lo sabían? Empezaba entonces... pero ya la tenía... ¡Ei, conformidad!

Se fueron de la fiesta. Su casa era pequeña; tenía una ventana diminuta cruzada con travesaños grises. Enfrente, por unas bardas erizadas de pedazos de vidrios, salían las verdes y pomposas ramas de un moral.

La calle era estrecha, retorcida y herbosa...

En el cuarto de la ventana vivió la doncellita quince años más, sola, siempre sola.

...Del cuartico a la fosa; nadie entró a verla. Ella, al morir, lo pidió.

«¡Madre, que me tape, que me tape bien!... ¡Que él no me vea!».

«¡Pero si él se había casado y era dichoso!».

La rastrojera humeaba blanca y espesamente.

Ya marcharon en silencio el médico y Sigüenza.

Cerca de Parcent, rapaces jubilosos y gritadores saltaban una hoguera alta y crepitante... Del haz de fuego y del humo que subía retorciéndose brotaba desgranado el oro de las chispas.




Arriba- X -

Estaba Sigüenza a la ventana de su desván-alcoba.

En la calle, el guía acomodaba aquel asno de paso prudentísimo, de orejas grises, remedadoras de hojas de pitas.

Pronto Sigüenza dejaría Parcent. El médico entró.

Este hombre callado, pesaroso, y el viajero, habían hablado parcamente durante la estada del último en el pueblo. Pero sus almas se acompañaron, y ahora, al separarse, dolíase Sigüenza de la soledad que amenazaba a su amigo. ¿Era éste un singular temperamento humilde, desconfiado, triste, o un corazón colmado de aflicciones adorables, sagradas, que no se atrevía a declarar?

Marchábase Sigüenza, sin saber un momento de aquella vida recatada siempre con nieblas tranquilas.

Descendieron al vestíbulo.

La mesonera, la moza y la abuela del niño que padeciera hambre les rodearon.

El huésped, echado sobre una jamba del portal, reía sosegadamente.

¡Oh, la mañana es dorada y azul; desde allí se alcanza un trozo de verdes campos! Es día para amarse. El huésped habrá gozado de copioso almuerzo; tal vez de su mujer, limpia, apetitosa como fruto primerizo.

Son solos, los dos para los dos. Gozarse y vivir...

Y el forastero se le acercó diciéndole:

-¡Qué bien ríe usted, qué bien!

El otro, parpadeando picarescamente, exclamó:

-¿Y a que no sabe, a que no sabe de qué me río?

Sí que lo adivinaba Sigüenza. Y a la llana comienza el comento de la influencia del día sereno, azul, regocijante; de la mujer moza, del vientre satisfecho. Pero el huésped embazó su decir y, apartándose con él, solemne y enigmático, hablole de un hombre que estaba fuera, mezcla de campesino y lugareño. La cara teníala arada y morena, pero sus blancas patillas señoriles autorizábanle en aquella tierra de rasurados; las toscas alpargatas menoscababan su ecuestre porte; mas un bastón fino, liso, acaramelado, de puño de hueso y alta contera metálica, asido con suavidad, le restituía parte de su distinción perdida.

-Mírelo, mírelo.

Ya lo hacía Sigüenza cabalmente sin comprender palabra.

-Es hombre de riñón cubierto, con dinero, más que ninguno -explicaba el otro-, y quiso ser el jefe de los conservadores, de nosotros. ¡Cómo había de serlo! ¿Verdad?

Sigüenza dijo que ¡claro!

-¡Cómo había de serlo, si nosotros tenemos al que tenemos de siempre! Se fue con los liberales y lo nombraron jefe. Y mandón y todo, bien rabia cuando viene alguien al lugar y va con nosotros, sea por lo que sea. Ahora está ahí, y se despulsa porque usted le salude y se pare a hablarle para darnos después que sentir..., y usted ni le ha mirao tan siquiera. Yo lo he visto, y yo sé cómo estará por dentro... ¡Pues no me he de reír!

Y el huésped se golpeaba gozoso los muslos.

He aquí -pensó Sigüenza, contemplándole- hombre que puede, que debe amar y nada más que amar a sus hermanos, a los brutos, a las cosas, a todo, a todo... Y ved, que cría y anida odios bellacos.

Prontamente encontró sencillo que tal aconteciera.

Mujer y vientre, mujer y vientre. ¡Cómo sentir otro amor que no fuera el propio grosero, el de su vientre, y a su hembra!

«El amor -ha escrito Kant-, como inclinación, no se ordena; pero amar por deber, aun cuando no nos induzca a ello ninguna inclinación o aunque nos aleje del objeto una repugnancia natural e insuperable, es un amor práctico y no un amor patológico, un amor que reside en la voluntad y no en la inclinación de la sensibilidad, en los principios que deben dirigir la conducta y no en una tierna simpatía; y este amor es el único que puede ordenarse».

Mas, ¿iba a curarse el huésped de querer artificialmente, ya que de modo natural no podía?

Un pensamiento trivial, pueril, invadió a Sigüenza, deslizándose entre la metafísica del filósofo de Koenigsberg. ¿Le hablaría o no al lugareño de patillas blancas, de alpargatas rudas y bastón cogido delicadamente?

Si el mesonero había dicho verdad, de Sigüenza dependía la ventura de aquel cuitado corazón.

Maravillas del destino: ¡Sigüenza inquietar a un cacique!

«Me acercaré. Pero, y el otro, ¿no sufriría las espinas y acometidas de los más bravíos celos?».

Y Sigüenza, que, como llevo apuntado en estas páginas, se apoca fácilmente, cabalgó para libertarse, huyendo de tamaña duda.

Despidiose. Vocearon en el hostal.

...Ya pasaba junto al jefe de los liberales. ¿Le saludaría, Señor, le saludaría?

Fuera ilusión de Sigüenza, efecto de la suave luz de la mañana o amargura verdadera y honda, aquel hombre ostentaba un noble gesto de atribulado.

Gritó el huésped otro adiós.

...Bajaban por calles solitarias, llenas de sol. En la última cimbreábase la leprosa flaca, larga, retorcida.

En la tienda de harina hablaban mujeres, bullían chicuelos, golpeaba un martillo. Desde fuera veíase la cabeza estirada y cetrina del tendero caída sobre la mesita zapateril.

...Otra vez silencio; casas cerradas, tapias rojizas y... el paisaje bañado de oro, el paisaje opulento, rumoroso, bello, entristecido, como alma a quien no se comprende...

...Quedaba atrás el cobrizo montón del pueblo. Allí, los que padecen el mal espantable y ven la vida de los sanos sin saber de sus deleites y se abajan y huyen como envilecidos... Solos, solos. Sus almas están solas.

Así pensaba Sigüenza gustando como un melancólico contento, porque él hablara con los míseros y sintiera hondas lástimas. Pero mirose a sí mismo justamente. ¿Por qué fue él a esos pueblos levantinos? Amor no le llevó, sino la sed de ver.

Entonces contempló la campiña muda, reposada, y como si le trajese la visión de toda la tierra, se dijo bruscamente: «Falta amor, falta amor... Los hombres no se alivian, no se amparan... Un día cálido y jocundo; el júbilo por la salud y el goce de la carne; la unción de ternura que la belleza nos regala; momentos deleitosos del espíritu hacen amar inmensamente de natural manera. Amor, entonces, place, conmueve, regocija..., pero luego se apaga, se torna en la acritud y sequedad de un deber.

Amor es amar solamente por amor; et este amor nunca se pierde nin mengua... más dígovos: que este amor yo nunca lo vi fasta hoy». Ha dicho el infante don Juan Manuel, señor de Escalona (De las maneras del amor).

«...Y si este mandamiento (el del Amor) -declara la Santa de Ávila- se guardase en el mundo, como se ha de guardar, creo a todos los otros sería gran ayuda de guardarse; mas u más u menos nunca acabamos de guardarle con perfección» (Camino de Perfección, VI).

Salía al camino de un bancal labrado una olivera añosa y desgarrada; y las mitades de sus troncos con sendas frondas remedaban dos viejos luchadores, acometiéndose ferozmente, dadas al viento sus cabelleras blancas, intonsas.

El viajero miró de nuevo el pueblo.

A un extremo, apartado, alzábase el casal donde bebiera agua iría de pozo y descansara en la tarde apacible que riñeron el gallo-hidalgo y el gallo-gran señor, de cresta femenina.

La era centelleaba cubierta de paja. Rodaba, trillándola, una bestia. Alas lejos movíanse dos manchas negras y alargadas. Hacíanlas los pavos, los pavos que odiaban y perseguían como los hombres.

El guía aplastó sañudo con su enorme pie un espeso hormiguero.

-¡Ladronas! -dijo.

Rasó la mejilla de Sigüenza una furiosa moscarda que le dejó en el oído el bordonazo de su zumbar.

Sonaba la fuente. El agua era de luz. Abejitas la probaban y entrábanse por la verde felpa de la hierba nacida en la pila.

«Esos seres, modelos de sociables, también se acaban, se aniquilan en guerras estupendas...».

¡Falta amor; en todo falta amor!

Nosotros démonos nuestro alivio, aunque amor no invada y enternezca nuestra alma. No aguardemos a que ese patológica y universal amor nos lleve a hacer el bien. Acaso no lo sintamos nunca.


El paisaje ha respirado la fragancia de sus entrañas generosas. Está quieto bajo la inundación de oro.

Entre el limpio follaje de los árboles aparece la seda lujosa del cielo.

Una alondra ha cantado su quejumbre en la lluvia de sol.

...Sigüenza besa el ambiente para besar la bella mañana campesina...

Julio, 1902.




Arriba

Lector: esto que sigue ahora no es epílogo ni apéndice ni nada. Aquí lo escribo porque son cosas que supe cuando ya estaban escritas las anteriores páginas. Nómbralo o titúlalo como te plazca, que no hallo razón para encabezarlo con letra alguna.

Un año después de aquellos días estivales que Sigüenza pasara en Parcent, ya terminando agosto del 903, a nuestro conocido viandante, sin saber cómo, se le presenta coyuntura de tornar a la región leprosa. Sigüenza tiende cariñosamente su mirada por el paisaje trazado en este libro. Mas Sigüenza no siente predisposición de hablar de la lujuria de aquellos viñedos, de la suavidad y gracia de sus colinas, del reposo y soledad de los caseríos. Y no es porque vea lo mismo que ya vio: el paisaje no se repite nunca a los ojos.

En Ondara, Sigüenza se hospeda en acomodada casa; el edificio es flamante, pintado todo; su menaje muy curioso, reluciente, distribuido con inflexible simetría, abunda en frescas mecedoras y orondos sillones de curada espadaña; pero el comedor es chiquitín, angustioso. Una casa grande, nueva, ¿por qué ha de tener este comedor pequeño? Sigüenza carece de tenacidad para seguir la misma idea o imaginación largo tiempo; se contenta con la corteza y forma de las cosas; pero como se halla en el exiguo aposento y la noche es seca, calmosa y ardiente, le acompaña, soliviantándole, una obsesión menuda: la de la pequeñez del comedor. Por fortuna, le divierte la entrada del alcalde, del notario de Ondara y del jefe político o cacique, sujeto acreditado de poderío y vasta hacienda.

El notario no es rechoncho, no va rapado, tampoco lleva gruesos anteojos, bigote gris de cepillo, ni viste ropas negras anticuadas con orilla de seda en el pantalón, mangas y solapas. Este notario rompe la tradición de la figura del escriba lugareño. Es mozo, casi melenudo, pálido, y su traje tiene bizarro corte de ciudad. Es lástima que así sea.

Estos señores han sabido que Sigüenza visitó Parcent, no porque el forastero baya escrito el más leve artículo ni porque luzca personalidad; sábenlo, sencillamente, porque lo ha dicho el dueño de la casa.

-Pues estamos ahora en toda la comarca tratando una cuestión importantísima con referencia a la lepra -explica el jefe.

-Sí, señor, sí -afirma rotundo el que aloja a Sigüenza.

Y el cacique prosigue:

-De si se debe o no levantar el lazareto o sanatorio ahí en Laguart. ¿A usted le parece que eso puede tener efecto?

-¡Claro es que puede tenerlo! -exclama Sigüenza.

Pero el notario añade:

-Pues no debe ser; no debe tolerarse.

-No, señor, no -niega conciso el amo de la casa.

El alcalde no dice nada. Generalmente, los alcaldes dicen todos lo mismo.

Sigüenza no se atreve a pensar si ese silencio es majestuoso, si entraña hondura filosófica.

-Nosotros hemos ido a Valencia, y nuestro médico ha discutido allí con todo el mundo y no cejaremos un punto. Yo le aseguro que no cejaremos. Nuestros enemigos han de verse negros para emplazar el sanatorio. Se lo aseguro.

Y la energía, la fiereza atropella al arrentado cacique; le encrespa la palabra.

-¿Usted se ha fijado en estas huertas, en los naranjos y viñas, tan cuidado y hermoso todo... en tantos rius-raus?...

El interesante notario interrumpe:

-Pues puede darlo por perdido, si hacen el hospital donde quieren...

-¡Oh, sí, señor, sí! -ratifica el que todos sabemos, diciendo lo mismo que el alcalde. El cual prosigue silencioso.

¿Habrá leído a Maeterlinck? No, no lo ha leído; y esta pregunta es poco seria, casi indigna de Sigüenza.

-¿No comprende -reanuda el jefe- que todo el país sería ya centro leproso? Aquí acudirían enfermos de todas partes. Las aguas que nacen, que vienen todas, se puede decir, de Laguart, llevarían un peligro, una amenaza constante para la comarca. La noticia se derramaría en el extranjero, alarmaría a los ingleses, y ¡adiós nuestras cosechas de pasas y naranja! ¡El pan de todos, la riqueza de este marquesado! ¡Como no nos las comiéramos nosotros!

-Eso, sí, señor -dice riendo el lacónico, y mira al alcalde, que ha sonreído correctamente.

-Vamos a ver -continúa el jefe-. ¿No es preferible buscar un sitio solitario, de poco cultivo, para que el perjuicio fuera menor? En él bien podían levantar un hospital y cien si quisieran. Nosotros no evadimos la parte que nos corresponda pagar. Seríamos los primeros en contribuir. O si no, otra cosa: que no hagan ninguno; cada pueblo, que cuide de sus enfermos, de sus leprosos. Aun esto es mejor, porque pueden hallarse más atendidos..., ¿no le parece?

Sigüenza queda convencido. Aquel hombre habla como higienista, como filántropo, como repúblico. Tiene razón sobrada.

Después, los visitantes se marchan. Irán a la farmacia, al casino, a otra casa donde el cacique disertará igualmente, repitiendo con fuego su oración; y mañana volverá a recitarla, y pasado; siempre lo mismo, sin cansancio. La visión pavorosa de montañas de naranjas y pasas pudriéndose en silos y almacenes no le deja. ¡La pobre riqueza de todo el marquesado!



...La rambla está seca, blanca y muda. Acabada la puente, tan gallarda, tan flamante, no faenan braceros; dejaron de quejumbrar en la hondonada los ejes de carretas, de golpear los picos, de coplear los muchachos que acercan piedra, cemento, y amasan en las lechadas de humeante cal. La puente está hecha; el camino, liso, nuevecito, se desliza por la roja tierra. Todo está callado; el sol lo envuelve, y la piedra nueva chispea y brillan las cristalizaciones del yeso.

¡Cómo apesadumbra la transformación en los lugares que se vieron mucho y amaron! Esto impresiona tristemente como el hallar de nuevo a quien se quiere, entre gente advenediza y extraña que detiene nuestra palabra y nuestros ojos.

...Las viejas oliveras siguen agarradas a la cobriza basa de Parcent. Fluye la fuente con suave rumor que adormece. En la pila musgosa, el agua borbotea, tiembla, ondula, haciendo facetas cegadoras de lumbre.

Bajo, se copia el sol en un aguazal limpio. Posa serenamente en su orilla un gentil caballito del diablo, ataviado de rojo, firmes e irisadoras sus alitas de tul. Sus ojazos, repletos de malicias, descubren a un muchacho que, retraído en la fuente, le cela quietísimo y fragua cogerle.

Atraviesa Sigüenza la calzada, y el elegante insecto brilla en el azul y se pierde.

El muchacho mira con rabia al viajero; pero no le arroja injuria, ni pella de barro, ni fruta de higuera que cerca, entre espeso pámpano, se parece, muy turgente, halagando con la promesa de sus ricas mieles cuando la sazón le ponga blancas pinceladas.

Dios, sólo Dios, conoce el generoso sacrificio del chico.

...En el vestíbulo del hostal, el médico joven y canoso oye atento a un señor de ojitos dorados y movedizos, de encendidos pómulos y barba negra y aguda. Los posaderos, de pie, escuchan callados, como don Ramón.

-¡Sigüenza! ¡Señor de Sigüensa! -alborotan.

Pronto las gaseosas de botica hierven en los recios vasos. Y todos refrigeran.

-Aquí, don Hermenegildo -dice el huésped indicando a este nuevo personaje-, nos estaba hablando de lo del hospital.

-¡Pero en la comarca únicamente se habla de este asunto!

-¡Y qué remedio! -replica don Hermenegildo-. ¿Que usted cree que puede quedar como está?

-Según.

-¡Cómo según! El hospital se hará por encima de todo. ¿Vamos a plegarnos de brazos tranquilamente ante la desgracia? Se hará; yo lo garantizo.

Y nervioso, con mirada de iluminado, de apóstol, pinta el emplazamiento del edificio; el camino, ancho y cómodo, está acabado; aguas delgadas y dulces regocijan y lozanean el paisaje, dejándole su música traviesa y la frescura fecunda.

Allí, los leprosos vivirán acompañándose, juntos, asociados, aunque compadeciéndose esto con la separación escrupulosa, regular, higiénica; cuidarán, por recreo, de hortalizas y flores; plantarán viveros de álamos y olmos para después hacer deliciosas alamedas; en fui: trabajarán descansadamente; su vivir ya no será receloso y de huida...

Y como Sigüenza quiere simpatizar con este esforzado varón, se apresura a explicarle que si él ha dicho antes «según», fue por lo que oyera en un pueblo vecino. No era nada cruel y contrario a sus levantados deseos, lo de trasladar la Leprosería a paraje más raso, solitario e inculto para que el daño material no fuera tanto. Y más sabio y hasta más humanitario considera aquello de atender cada pueblo a sus enfermos.

Don Hermenegildo queda perplejo, cortado, parpadeante.

Luego, con voz sumisa, expone: que parcialmente no se conseguiría extirpar el mal; es preciso la unión, la suma de esfuerzos y elementos. El cuidado particular podría aminorar los casos de lepra, pero ésta quedaría endémica.

-¿Y dónde, dónde ha oído usted esto? ¿Se puede saber?

-¡Oh! Sí; en Ondara.

Don Hermenegildo sonríe, en silencio; por último, serio y altivo, dice:

-En Ondara no tienen ahora ni un caso de lepra.

Una plática larga y sugestiva hace don Hermenegildo del temperamento y de las costumbres de los leprosos. Conoce, como nadie, las llagas y contracciones de su carne y el dolor de sus almas.

El señor don Hermenegildo Poquet no es figura de artificio, colocada aquí por antojo; no lo finjo. Existe en Parcent; hijo de un antiguo médico del lugar, que trató cariñosamente a los afligidos de lepra, aprendió de este hombre generoso a serlo, a despreciar los peligros del fiero mal pegadizo, a penetrar en esas vidas miserables. Los leprosos, que al enfermar parecen adquirir también recelos y vergüenzas de infamados, sólo con el señor Poquet hablan y se muestran confiadamente. Reciben su visita y depositan en él sus ansias y quejas. Son santas confesiones. Y cuando la lepra les acaba, en su agonía le llaman. Y don Hermenegildo y el sacerdote, o don Hermenegildo y los hermanos de mal del moribundo le ayudan, le acompañan y consuelan, diciéndole de un vivir eterno en la sociedad de almas amorosas; allí, todo resplandece de hermosura; y los que sufrieron males asquerosos que espantaron, son llenos de gloria y majestad; los ángeles les dedican alabanzas, los santos les besan admirándoles, y el Señor les prefiere...

Entonces, la mirada del que expira pasa fugaz por la de los leprosos que le rodean, húmeda y piadosa, porque no mueren; y luego sube, queda en alto, dichosa, al fin. Y en este momento se estremece el mísero y coincide con el sabio, invocando a la muerte:

«¡Oh, muerte... tú eres el único rayo de esperanza que nos alumbra en la vida! ¡Libertadora y salvadora nuestra, ven y rompe, de una vez para siempre, para siempre, los hierros de mi espíritu!» (P. Mariana).



El señor Poquet muestra a Sigüenza un libro lujoso donde se historia la lepra regional; cómo apareció en Parcent y va brotando; cuántos y quiénes la padecieron y tienen; sus retratos; entre éstos el de un párroco del pueblo, varón excelso y abnegado y heroico que contagiose entregándose a los enfermos, dando alivio a la desolación de sus espíritus; el de Severo; el de Batiste... Sigüenza les reconoce, aunque los lazarinos visten ropas domingueras, las cuales parécenle estrechas, menguadas; acaso porque son las mismas que lucieron cuando estaban sanos, limpios y alegres y galanteaban en la plaza y junto a las fenestras de las mozas... Y ahora están hinchados...

Se duele el viajero de que cuando estuvo en Parcent, hace un año, no pudiera lograr un acompañante tan precioso y útil como don Hermenegildo.

Aquellas rápidas visitas con los dañados hubieran sido entretenidas. En vez de atisbos y leves impresiones de sus aliñas, hubiera alcanzado cumplida noticia de su vivir.

-Yo he de dejarles muy pronto; quizás antes de una hora. Pero si usted quiere -solicita del señor Poquet- podríamos ver a esa leprosa joven, que canta tan bella y amargamente; esa que habita en una masía, en las afueras.

-Ya no puede cantar -replica don Hermenegildo-. Es un caso de leonitis; su cabeza es de monstruo, de león horrendo; además, no se dejaría ver; hasta de mí se oculta; la única que hace eso.

Y después añade:

-Aprovecharemos este tiempo que nos concede, viendo a otro, a Batiste.

Y seguidamente pide al hostelero que avise al lazarino la visita de ellos.

Luego, Poquet y Sigüenza salen; y llegan ante la vieja puertecita de la manida del inmundo. Pasan a un zaguán estrecho y hondo como un corredor.

En las tinieblas se mueve vacilante un bulto.

-Sal más, Batiste; sal aquí, a la luz. Enséñanos el pie y la pierna que prefieras, ¿quieres?

La voz sibilante contesta muy opaca:

-Da igual. ¡Los dos están buenos! -Debe haber sonreído.

Avanza Batiste, y Sigüenza se pega al muro húmedo que se desconcha y cae el yeso, fino como harina, apenas un dedo lo huella levemente.

Batiste se afana, se retuerce, para que su ropa y su carroña no toquen a Sigüenza. La idea del peligro atemoriza, de pronto, al viajero. Entonces se comprende todo lo grandioso y extraordinario que es el ánimo de don Hermenegildo. Y, momentáneamente, Sigüenza desconfía, acometido de un pensamiento ruin:

¿Este señor Poquet será también leproso y por eso, libre ya de la amenaza del contagio, hace lo que hace? No, Poquet está sano.

Y el forastero se avergüenza y se arrepiente de su mezquindad.

Los pies de Batiste están horadados por úlceras secas. Se le ve más hueso que carne. Sus piernas costrosas se descarnan como astilladas por golpes de hacha basta, de filo mellado y roto. Hay en los muladares miembros de brutos a medio devorar con menos horridez que los de Batiste.

-¿Siente usted los dolores muy fuertes, muy fuertes?

-Eso antes. A lo primero del mal se sufre más que ahora. También se me pusieron las llagas en las ancas, y no podía sentarme ni acostarme; pasaba los meses, de día y de noche, contra una pared.

Sigüenza anhela salir a la calle; bañarse de luz y orearse; no quiere, no puede mirar más a Batiste; le fatiga su miseria, le enferma, le espanta.

Batiste vuelve a sus tinieblas. Él no puede fatigarse.

Entran en una casa muy limpia. Es de una leprosa; mujer de treinta años; alta, gruesa; padece gafedad.

Don Hermenegildo le habla en valenciano; y ella se desata y quita los vendajes de las manos. Sus pobres manos son cuadradas; apenas le quedan dedos.

Es bella la mirada de sus ojos oblicuos, estirados por el mal. Lenta, torpe, penosa de habla, como si sus mandíbulas se le encajasen, cuenta que olla es la única de siete hermanos que fueron. Todos murieron leprosos. Es sola en el mundo.

-¡Sola! ¿Que yo no soy nadie? -dice el señor Poquet con humanidad y tristeza.

-¡Don Hermenegildo!

Y la leprosa vuelve la espalda, porque está llorando.



Regresan a la posada. Y cuando el viajero comienza a estrechar la diestra de sus amigos, entra sonriente, iniciando descubrirse, el señor vicario. Es muy joven, enjuto, descolorido; se muestran crecidas y azuladas las pinchitas de su barba y labio.

-Vengo, doctor, a darle muy felices vísperas. ¿No son mañana sus días?

Y enjuga su frente y su cuello con un vasto pañuelo listado de verde y morado.

El médico ensancha sus ojos zarcos, y modestamente manifiesta no acordarse del santo de su nombre.

1903.