Deseo y represión, mujer y necrofilia en
Ramón López Velarde
Alfonso García Morales
Más
allá de su controvertible mitificación oficial como
poeta nacional, como el descubridor del México de la
Revolución, lo que realmente ha mantenido vivo a
Ramón López Velarde para generaciones de lectores y
justifica su lugar de fundador de la poesía mexicana
contemporánea, es -como nos enseñó Xavier
Villaurrutia, su primer verdadero crítico- la irreductible
complejidad de su obra, que es invención de un lenguaje,
exploración espiritual y creación de sí
mismo1.
Pero ya desde su época se ha repetido que esta obra breve e
irrepetible es también limitada: prácticamente toda
tiene como tema el amor. En realidad sería más exacto
decir, tal como hizo el propio López Velarde en uno de sus
papeles póstumos, que tiene como referencia constante a la
mujer: «Yo sé que han de
sonreír cuantos me han censurado no tener otro tema que el
femenino. Pero es que nada puedo entender ni sentir sino a
través de la mujer [...]. De aquí que a las mismas
cuestiones abstractas me llegué con temperamento
erótico»2.
No es extraño que buena parte de la crítica se haya
ocupado de las distintas figuras femeninas que aparecen en sus
libros de poemas y textos dispersos, tratando de reconstruir y, en
el mejor de los casos, entender el sentido de la biografía
sentimental que allí se cuenta.
En el poema
«Ánima adoratriz», escrito en 1919 e incluido
ese mismo año en Zozobra, López Velarde
trazó, con la mezcla de seriedad e ironía que le
caracteriza, su autorretrato: como hombre y como poeta no era
más que un enamorado, un adorador del misterio del mundo.
«Una sola cosa sabemos
-escribió en una prosa del mismo año-: que el mundo es mágico»3.
Y para él el misterio estaba encarnado primordialmente en la
mujer, a la que veía más como un mito que como una
realidad. Su vida entera se reducía en el fondo a la
pasión por la mujer, por la imagen de la mujer. «El
camino de la pasión (Ramón López
Velarde)», tituló adecuadamente Octavio Paz su
brillante ensayo de interpretación. En el mismo poema
López Velarde indicó de dónde venía ese
camino simbólico:
No puede perderse
de vista este punto de partida si se quiere explicar su conflictivo
mundo. López Velarde nació en 1888, en pleno
porfiriato, en Jerez, un pueblo del Estado de Zacatecas. Era el
primogénito de una familia numerosísima, de clase
media, arraigadas costumbres tradicionales y profundas convicciones
católicas, de la que heredó su oposición
inicial a la «laica era», a la modernidad materialista
y secularizada y, más directamente, al Estado mexicano
enfrentado con la Iglesia desde la Independencia. Fue bautizado por
su tío paterno, un sacerdote que murió más
tarde a manos de las tropas villistas; comenzó a estudiar en
un colegio católico regentado por su padre, que tuvo que
cerrar por las presiones de un gobernador anticlerical; y entre
1900 y 1905 estuvo interno en los Seminarios de Zacatecas y
Aguascalientes. Después de dejar el Seminario, y con ello
una previsible vida como sacerdote, ingresó en el Instituto
de Ciencias de Aguascalientes y en 1908 se fue a San Luis
Potosí a estudiar Leyes. Su progresivo alejamiento de su
Jerez natal o, lo que es lo mismo, de la niñez, y su paso
por centros de educación laica estuvieron marcados por sus
primeras dudas religiosas y conflictos morales, por su
descubrimiento paralelo del sexo y la poesía, por todo
aquello que el tiempo, en vez de resolver o diluir, iría
haciendo más complejo y profundo.
En sus primeros
escritos publicados en la prensa confesional de provincias se
declaró abiertamente en contra el «modernismo»,
que apenas había leído, pero que identificaba
confusamente con el decadentismo de la capital, incluso con la
herejía del modernismo teológico condenada por la
Iglesia. Fue durante sus años de estudiante en San Luis
cuando empezó realmente a leer literatura modernista y a
verla como el medio adecuado para expresar la sensibilidad de los
nuevos tiempos, la suya propia. Es significativo que desde este
momento y hasta 1915 sus dos influencias mayores fueran dos
modernistas de orígenes provincianos y católicos,
formados también en seminarios y muy sensibles a los
conflictos de la modernidad con la fe y las costumbres
tradicionales: el hoy olvidado mexicano Amado Nervo, por quien
López Velarde entró en el ámbito del
modernismo, y cuyo dilema -ya convertido en fórmula por
Verlaine, por Darío-
entre erotismo y religiosidad él sintió como propio;
y el español, todavía más olvidado,
Andrés González Blanco, en cuyos Poemas de
provincia (1910) vio un camino de salida del modernismo
exotista y preciosista, un camino concreto por el que podía
avanzar, un ejemplo de cómo transformar literariamente su
propia realidad provinciana, incluso la historia sentimental que
estaba viviendo.
Durante sus
años de seminarista había seguido pasando las
vacaciones en Jerez y había conocido a una de las personas
más decisivas para su literatura y su vida, para la forma
literaria de vivir su vida que inconscientemente estaba empezando a
asumir: Josefa de los Ríos, una pariente lejana -era
cuñada de un tío materno-, una muchacha de
educación estrictamente tradicional, externamente poco
llamativa, a juzgar por su única fotografía
conservada y por los testimonios de quienes la conocieron,
delicadísima de salud y ocho años mayor que
él, de la que se enamoró. El padre de López
Velarde se opuso a la relación, pero él empezó
a dedicarle versos y pronto a llamarla con el nombre poético
de «Fuensanta» y terminó convirtiéndola
en un verdadero mito personal, el primero y el último, el
más simple y el más enigmático de sus amores,
la principal protagonista de su historia.
Aunque los
primeros poemas dispersos de López Velarde tienen
escasísimo valor literario, es inevitable comenzar por ellos
si se quiere comprender la historia completa, su interna
coherencia. Ya en sus dos primeros poemas conocidos se refiere a
una «novia imposible» y habla de su sueño
frustrado de matrimonio: «guardaré
los marchitos azahares / entre los pliegues del nupcial
vestido»5;
«hoy que se apaga, con la dicha
mía, / el altar que soñé para mis
bodas»6.
Aunque las experiencias de las que habla López Velarde
puedan tener validez universal, hay que insistir en que fueron
sentidas y expresadas por él desde el mundo y la
simbología católica. No se suele tener en cuenta, tal
vez no se tome lo suficientemente en serio que, como dice Martha L.
Canfield, en López Velarde «la
meta no alcanzada es siempre una Citeres, pero legitimada en el
cuadro de las instituciones cristianas. La meta no alcanzada es el
matrimonio»7.
En ese primer momento la imposibilidad parece deberse a un
impedimento externo, que cabría explicar
biográficamente por el parentesco y la diferencia de edad
con Josefa de los Ríos, la enfermedad e incluso el
desdén de ésta, la separación y la
prohibición del padre. Pero inmediatamente la amada pasa a
ser un símbolo de «Pureza», título de su
tercer poema, de finales de 1906: el poeta se refiere a sí
mismo como un ser caído, manchado por el pecado y la duda, y
empieza de alguna manera a reconocer que el impedimento
verdaderamente insalvable viene del carácter imposible de su
amor, por ser éste un amor ideal en pugna con su propia
naturaleza, con el pecado original de su corporeidad e
imperfección y con lo que llama entonces su
«pesimismo», algo después «dolor de
inquietud» y más tarde «zozobra», y por
ser un amor muerto, perteneciente a un puro y tal vez inexistente
pasado. Es entonces cuando «Fuensanta» aparece y
adquiere sus valores esenciales, cuando López Velarde
introduce en su poesía la confusión entre el amor y
la religiosidad y entre el amor y la muerte que le caracteriza,
cuando empieza a dar rienda suelta tanto a la sacralización
como a la necrofilia profunda que le inspiraba Fuensanta, en la que
siempre vio una figura sagrada pero también una muerta.
Que se sepa,
López Velarde utilizó por primera vez este nombre
poético en el poema «Elogio a Fuensanta» de
1908. Los estudiosos del poeta han ido acumulando hipótesis
sobre su procedencia y casi existe una bibliografía
específica al respecto8.
Por ejemplo, Alfonso Méndez Plancarte pensaba que
podía provenir de un cuento del mexicano Rubén M.
Campos publicado en Revista Moderna en 1902 o de algunos
poemas del español Antonio Fernández Grilo. Por su
parte, Luis Noyola Vázquez descubrió que durante los
años de estudiante de López Velarde, se
representó en San Luis el drama de Echegaray El loco
Dios, cuya heroína se llamaba Fuensanta. Además,
encontró un poema titulado «Epístola a
Fuensanta», firmado por un tal Guillermo Eduardo Symonds,
publicado en 1904 en uno de los periódicos en los que
después trabajó López Velarde; lo que le hizo
suponer que Symonds podía ser uno de sus pseudónimos.
Pero Allen W. Phillips demostró que el olvidado Symonds
existió realmente... Como se ve, es difícil dar con
una procedencia segura, pero las coincidencias se multiplican. En
«El camino de la pasión» Octavio Paz
señaló una representación que López
Velarde pudo tener en cuenta en su creación literaria de
Fuensanta: «Damiana», la mujer religiosa y provinciana
que Amado Nervo evocó en Los jardines interiores
(1905), bajo un significativo epígrafe del prerrafaelita
Dante Gabriel Rosseti: «My
name is might have been...»9.
Años después Paz descubrió otra posible
fuente, esta vez gráfica: el cuadro del popular simbolista
cordobés Julio Romero de Torres «Ángeles y
Fuensanta», donde se representa a dos mujeres, una de ellas
enlutada, con una carta abierta en las manos, y cuyo ambiente
provinciano, erótico y recatado, le hicieron pensar en los
poemas de López Velarde. Pero comprobada la fecha del
cuadro, 1909, hubo que descartar una influencia directa. Paz
terminó apuntando a lo fundamental, a lo que explica tantas
coincidencias:
Más cuerdo
que seguir a los críticos en sus hipótesis es aceptar
que ese nombre femenino dormía en el fondo del idioma y que,
al comenzar este siglo, los poetas y los artistas lo redescubrieron
[...]; el hecho de que López Velarde y Romero de Torres
hayan escogido el mismo nombre de mujer para el mismo tipo femenino
revela que estamos ante un verdadero motivo de
época. Ese nombre, como otros parecidos, era un
talismán y un símbolo estético, sexual y
espiritual10.
Lo cierto es que
«Fuensanta» es, para intentar decirlo de una manera
precisa, un antropónimo femenino basado en un
hagiónimo, concretamente en una advocación mariana,
cuyo origen es, a su vez, un topónimo correspondiente a un
lugar sagrado. En éste suelen coincidir un manantial y un
santuario dedicado a la Virgen que, según la
tradición popular, se apareció allí: Nuestra
Señora de la Fuensanta. En España, especialmente en
el sur, donde el agua es un bien precioso, es un
hagiotopónimo bastante frecuente, y durante siglos de
cultura agraria y católica ha sido un nombre de pila de
difusión local en diversas poblaciones11.
De ahí que el andaluz Romero de Torres pintara no una, sino
varias Fuensantas, posiblemente reales. Pero a diferencia de otros
nombres, su motivación semántica inicial sigue siendo
reconocible para cualquier hispanohablante; y lo tomase de donde lo
tomase, López Velarde lo hizo por su evidente simbolismo
religioso. Al aplicarlo a Josefa de los Ríos, ésta se
transformó en una imagen, lo único que realmente
conocemos de ella y tal vez lo único que verdaderamente
amó el poeta: la imagen de la mujer espiritual, cuyo primer
modelo es la Virgen -«la Mujer
simbólica del catolicismo», como él mismo
dijo12-,
que ha tenido innumerables versiones a lo largo de la historia de
Occidente, y que, junto a su complementaria y opuesta, la mujer
fatal, la igualmente simbólica Eva y sus descendientes,
popularizó el arte y la literatura finisecular. Una
consecuencia del imaginario masculino marcado por la distancia y la
mitificación, las ansias de dominación y los miedos
respecto a la mujer13.
En el citado
«Elogio a Fuensanta», ésta pertenece al pasado y
el poeta dice haberla amado como hermana, madre, incluso Virgen:
«Humilde te ha rezado mi tristeza/ como
en los pobres templos parroquiales/ el campesino ante la Virgen
reza»14.
Así pues, desde el momento en que aparece, Fuensanta encarna
el amor puro y la niñez, la fe inocente y los valores
tradicionales, el catolicismo y la virginidad; y se identifica con
la provincia y las provincianas, con el pueblo y la casa, la madre
y las hermanas, el Santuario y la Patrona misma de Jerez.
López Velarde vivió los ultrajes del tiempo y de la
historia, la destrucción de la provincia durante la guerra,
el envejecimiento, la larga agonía y la muerte de Josefa de
los Ríos, otros amores; y nunca dejó de oscilar:
deseó y por momentos consiguió asumir la vida adulta,
aventurarse, alejarse y profanar, asesinar simbólicamente la
imagen de Fuensanta, sustituirla por otras u olvidarla, pero sus
miedos y fracasos, sus sentimientos de culpa y nostalgias, su
profunda fidelidad a su primer amor, a su primera identidad, le
hicieron no romper nunca del todo, seguir soñando con un
regreso imposible al pueblo y con una boda perpetuamente aplazada,
hasta el momento mismo de la muerte, incluso más
allá. Fuensanta y la provincia forman un mundo
mítico, perdido, pero también esperado, siempre
anterior o futuro, nunca presente. Octavio Paz dedicó
páginas imprescindibles a explicar su significado
espiritual, el vaivén y la confusión de sentimientos
en la que se mantuvo -para él intencionadamente-
López Velarde. Entresaco algunas citas:
Paraíso
infantil o reino de la pasión adolescente, la provincia no
es tanto un punto en el espacio como la nostalgia de un bien
irrecuperable [...] Símbolo de la lejanía
física y de la inocencia perdida, la provincia pertenece al
antes y al después. Es una
dimensión temporal: encarna el pasado pero igualmente
prefigura lo que volverá a ser. Ese futuro se identifica con
la muerte: el edén sólo se abrirá para el
agonizante. La relación entre López Velarde y la
provincia es la misma que lo une a Fuensanta. Son una distancia que
sólo la muerte puede abolir [...] La ambigüedad no
reside sólo en el objeto de su adoración sino en sus
sentimientos: amar a Fuensanta como mujer es traicionar la
devoción que le profesa; venerarla como espíritu es
olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo. Para que
ese amor dure necesita preservar su confusión y,
simultáneamente, ponerlo a salvo de su contradicción
[...] No se enfrenta a un amor imposible; su amor es imposible
porque su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad
[...]; al evadir la alternativa, consumación o
desengaño, sacrificaba a la Fuensanta real y a la amada a
una suerte de limbo perpetuo, errante entre el antes y el
después. Es lo que pudo ser y de ahí que aparezca
siempre como una criatura remota, en otro tiempo y en otro espacio
[...]; ella es la imagen de la lejanía. Es la desaparecida,
el ánima en pena, la ausente con la que se sostiene un
infinito diálogo imaginario. Es aquello que está a
punto de dejarnos y que todavía, por un instante, retenemos
[...]; una interminable despedida [...] En toda despedida late,
implícita, la esperanza de un nuevo encuentro15.
Si hay un mito que
pueda iluminar de manera global la obra de López Velarde es
el del «hijo pródigo», el protagonista de la
parábola evangélica que, detrás del Ulises de
la literatura clásica, es una de las imágenes
más difundidas del símbolo eterno de la vida como
viaje. Su historia ha sido objeto de innumerables interpretaciones
y elaboraciones que llegan hasta la edad moderna, cuando suele
perder mucho de su sentido cristiano original (el hombre que se
aleja para volver finalmente a Dios, el pecador arrepentido y
perdonado, perdido y hallado, muerto y resucitado), a favor de
interpretaciones secularizadas, como simple ejemplo del viaje
circular, del alejamiento y el retorno a los orígenes. A lo
largo de su obra, López Velarde hizo un uso muy personal de
este mito, como representación de su propia aventura vital,
pero sin perder nunca el sentido religioso, que en su caso es
fundamental. Para él la provincia es la casa del padre, del
catolicismo, pero esta casa es fundamentalmente un gineceo, un
lugar habitado por mujeres, las principales sostenedoras de los
valores tradicionales, que en su papel de madres y esposas,
hermanas y novias, permanecen allí siempre, aun cuando el
varón se ausente. Y en su literatura, como en parte de la
tradición cristiana, el «regreso del hijo» se
asocia a la también metáfora bíblica de la
«boda del prometido y la esposa», para aludir al viaje
desde la dispersión y el mal a la unidad y el bien, a la
unión del hombre con Dios, un retorno y una boda -en su caso
a Jerez y con Fuensanta- que sólo se cumplen plenamente tras
la muerte16.
Cabe aceptar que
su primer libro La sangre devota, de 1916, es en conjunto
un homenaje a la mitificada Fuensanta-provincia. Sabemos que en
1910 López Velarde tenía ya preparado para la
imprenta un manuscrito del mismo, que sin embargo no se
publicó hasta seis años después, muy
modificado. La Revolución había estallado y, como
otros muchos, López Velarde fue arrastrado por la tormenta.
Vivió cinco años de pasión y
frustración política, muy comprometidos y
difíciles, en que la literatura pasó a un segundo
plano, y que hoy vamos comprendiendo mejor, a medida que se estudia
con mayor distancia y profundidad el papel jugado por la Iglesia y
por el fracasado Partido Católico Nacional, en el que
él militó, durante la revolución de Francisco
I. Madero y la contrarrevolución de Victoriano Huerta. En
1915, tras el triunfo militar y político de Venustiano
Carranza, todo volvió a comenzar para López Velarde.
Se instaló definitivamente en la ciudad de México
(nunca más volvió físicamente a Jerez, aunque,
como veremos, siguió regresando imaginariamente una y otra
vez), buscó un difícil acomodo en el nuevo
régimen, probó lo que en la retórica de la
época se llamó «las flores del pecado»,
conoció a otra mujer, Margarita Quijano, la «dama de
la capital» de sus escritos, un nuevo e intenso amor que
terminó en fracaso; y vivió, en fin, las experiencias
de la modernidad que lo alejaron y al mismo tiempo le hicieron
añorar aún más su siempre lejano mundo
infantil, su siempre agonizante Fuensanta. También
volvió a escribir en serio, pero de una manera diferente a
como lo había hecho hasta entonces, algo a lo que
contribuyeron amistades literarias como la de José Juan
Tablada y lecturas como la decisiva de Leopoldo Lugones. Y
acabó convirtiéndose en el escritor mexicano
más original del periodo, en la alternativa a Enrique
González Martínez, el poeta entonces consagrado. Todo
este proceso explica que los poemas de La sangre devota
presenten notables diferencias de sensibilidad y calidad entre unos
y otros, debido a los distintos momentos en que fueron
compuestos.
En los poemas
más antiguos, los que sabemos que escribió antes de
1915, no logró expresar convincentemente la confusión
de sentimientos que le inspiraba Fuensanta, aun así son muy
reveladores. La primera poesía del libro, «En el
reinado de la primavera», parece arrancar como una
invitación amorosa («Amada, es Primavera»), en
la que resuenan los ecos paganos de «Primaveral» de
Rubén Darío («Oh amada
mía! Es el dulce/ tiempo de la primavera»), pero
enseguida la sangre se confunde con el espíritu, el amor con
la devoción, la primavera con la Cuaresma, y todo termina en
una melancólica ofrenda destinada a aliviar a Fuensanta, la
«amadísima lejana», la
«santa», la «novia perpetua», la «enferma» (113). López Velarde
encarna en Fuensanta lo que Bram Dijkstra llama el culto a la
«monja doméstica» y a la
«tísica
sublime»17.
Como el resto de las mujeres provincianas que ella representa, su
lugar es la casa, de donde sólo sale para ir a misa.
Allí cose, toca el piano y espera asomada a las rejas de las
ventanas y balcones adornadas de plantas y pájaros. Ella
misma es vista como un pájaro enjaulado y es calificada
reiteradamente como «flor» (flor del bien, flor del
terruño, flor de claustro, lirio, rosa mística...),
metáforas nada originales, pero muy ilustrativas de la
visión estática y dependiente,
«vegetativa» de la mujer frágil. En el titulado
«Las ventanas», éstas aparecen adornadas de
caracolas y Fuensanta escuchando en ellas «el fragor de las marinas tempestades»
(148), símbolo de la vida, de la vida lejana. La
inmovilización o el encierro se une a la postración y
a la invalidez, a la ingravidez y al sueño, y todo ello
aproxima a Fuensanta a la muerte. Uno de los poemas en los que
más claramente se observan estos elementos es el titulado
«Pobrecilla sonámbula...», donde Fuensanta
aparece como una virgen sin apenas asidero material, una
incorpórea novicia, un alma sufriente y benefactora:
Con planta imponderable
cruzas el mundo y cruzas mi
conciencia,
y es tu sufrido rostro como un
éxtasis
que se dilata en una
transparencia
[...]
Así cruzas el mundo
con ingrávidos pies, y en
transparencia
de éxtasis se adelgaza tu
perfil.
(20)
La serie de poemas
galantes construidos a partir de imágenes idealizadoras y
religiosas («Ofrenda romántica», «Para tus
pies», «Para tus dedos ágiles y finos»),
culmina en «Canonización», en el que el poeta
reza a la ausente Fuensanta, a «Nuestra Señora de las
Ilusiones», y a cambio de la imposible boda manifiesta un
sueño de apariencia religiosa, pero de trasfondo claramente
necrófilo: venerar su imagen dentro de un fanal, «en un rincón de la nativa casa»
(142). Dije que en la imaginación de López Velarde la
provincia está asociada constantemente al sueño del
regreso, también del regreso temporal, de la
regresión a la niñez, y éste suele ir unido
-como en «Ser una casta pequeñez»- al de la
inmovilización, miniaturización, fosilización,
gulliverización o embalsamamiento. Hay en ello, junto a un
deseo de control de la mujer, el intento de preservarla del pecado,
de la contaminación física y mental, y asegurarse
así un refugio para los peligros a que, como varón,
está expuesto. El poema «A la gracia primitiva de las
aldeanas» empieza con esta confesión:
Hambre y sed padezco: Siempre me he
negado
a satisfacerlas en los
turbadores
gozos de ciudades -flores de
pecado.
Esta hambre de amores y esta sed de
ensueño
que se satisfagan en el
ignorado
grupo de muchachas de un lugar
pequeño.
(123)
El hambre y la sed
como sinónimos del apetito tanto espiritual como sexual y la
imagen del cuerpo femenino como alimento o recipiente en que
saciarlo tiene múltiples variaciones en su obra. Aquí
los cuerpos de las provincianas son «Vasos de devoción, arcas piadosas / en
que el amor jamás se contamina; / Jarras cuyas paredes
olorosas / dan al agua frescura campesina...» (123), no
son las copas de licor o veneno que aparecerán más
tarde. Ya asoma el miedo no sólo al cuerpo, sino
concretamente a la contaminación venérea, sobre el
que volveremos. «Cuaresmal» es una oración en la
que el amante vuelve a pedir la imposible paz de un matrimonio con
Fuensanta y rechaza el amor aventurero «de cálidas mujeres, azafatas /
súbditas de la carne [...]» (127). «Viaje al
terruño», la (in)versión católica y
provinciana del modernista viaje a Citeres, acaba con los amantes
castamente abrazados «en el materno
regazo» de la tierra (119): «en
el centro de Jerez -escribe Sheridan- hay
una tumba donde viven abrazados Fuensanta y el
idólatra»18.
«Poema de vejez y de amor» es otro poema de regreso. El
poeta, cuya vida está «enferma de
fastidio», se refugia en la casa familiar y junto a la
buena Fuensanta va exhumando cosas viejas, recuerdos de amor de sus
abuelos, hasta que ambos llegan al lecho, al tálamo que se
convierte en túmulo: «Dos
fantasmas dolientes / en él seremos en tranquilo amor, / en
connubio sin mácula yacentes; / una pareja fallecida en flor
[...] / dos sombras adormidas / en el tálamo estéril
de una santa» (137). En el poema «El
campanero» el protagonista poético aparece ya como el
prometido de la muerte.
Esto respecto a
los poemas más tempranos. Los más tardíos, los
escritos después de 1915, inmediatamente antes de la
publicación de La sangre devota, aunque siguen
centrados en Fuensanta y la provincia, se asoman al nuevo escenario
de la ciudad, introducen otras figuras femeninas y revelan una
nueva conciencia artística. «En
estos años -dice José Luis Martínez-
al arrobo sentimental y a la devoción
por las cosas de su pueblo y su mundo religioso,
añadió una sensualidad más ávida,
rasgos de humor e ironía, sensibilidad plástica y
conocimiento poético»19.
En «Tenías un rebozo de seda...» el
sentimentalismo y el costumbrismo con el que el poeta vuelve a
alabar a la lejana Fuensanta son súbitamente desplazados por
la sensualidad, antes de ser definitivamente rotos por la
ironía, cuando mediante un inciso entre paréntesis el
poeta dice:
(En abono de mi sinceridad
séame permitido un
alegato:
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin
olfato).
(114)
Versos en los que
la crítica ha visto una cifra de su evolución, cuando
descubre los placeres de los sentidos y el estremecimiento de la
nueva literatura20.
Idéntico autodesdoblamiento, la misma distancia entre el
ayer y el hoy se encuentra en otros poemas y artículos
contemporáneos, en los que se refiere a su antigua
«buena fe» provinciana, «mi
niñez lírica y boba»; «era yo estudiantillo de latín, aturdido y
quimerista, en un seminario del Norte»; «por aquellos años, crecía yo como
un cachorrillo sentimental, ingenuo y
entusiasta»21.
Y es entonces, al situarse con lucidez en el cruce del ayer y del
hoy, al mirar con desconfianza tanto a su interior como al
lenguaje, al fingir no tomarse muy en serio como hombre pero
exigirse más como artista, al tomar verdadera conciencia de
su conflicto espiritual, cuando empieza a escribir versos, poemas
nuevos, intensos y sorprendentes. Es el caso de «En las
tinieblas húmedas...», cuando en medio de la noche de
la muda ciudad, por donde pasea su lujuria, el poeta se encuentra
con el recuerdo de Fuensanta: «En las
alas oscuras de la racha cortante / me das, al mismo tiempo, una
pena y un goce [...] / algo en que se confunden el cordial
refrigerio / y el glacial desamparo de un lecho de
doncella» (129). «Por este sobrio estilo...»,
en que va definiendo, entre sensaciones y símbolos
enfrentados, el significado de Fuensanta («Esta manera de esparcir su aroma / de azahar
silencioso en mi tiniebla») y de sus propios sentimientos
hacia ella («como que sabe que mi interno
drama / es, a la vez, sentimental y cómico» 151).
«Mi prima Águeda», tal vez la composición
más perfecta del libro, por su capacidad para recrear con
sutil ironía y plástica sensualidad su yo adolescente
y la figura de la prima, el deseo y la prohibición:
El poeta aparece
cada vez más desgarrado entre la devoción a la
única y la multiplicidad de presencias femeninas («¿Será este afán perenne,
franciscano o polígamo?» 158). Fuensanta es cada
vez más una culpa y un enigma («Me
estás vedada tú...», «¿Qué
será lo que espero?»), un recuerdo amenazado por
la tentación de otras mujeres, un alma en pena a punto de
desaparecer. Ya en La sangre devota hay un poema,
«Boca flexible, ávida...», inspirado en la
«dama de la capital» («peligro armonioso para mi filosofía
petulante» 155), que ocupará un lugar central en
Zozobra. Ya apunta el sistema de imágenes duales
que se desplegará en el libro siguiente para objetivar su
drama interior; preferentemente, como señaló Xavier
Villaurrutia, imágenes que oponen el mundo católico
al mundo musulmán (junto al casto, pudibundo edén de
las provincianas, el harén de las odaliscas y el
paraíso de las huríes), e imágenes de
suspensión y de oscilación, de vuelo y caída,
y de salida y regreso.
En el poema
penúltimo de La sangre devota, «A la patrona
de mi pueblo», el poeta, fracasado, arrepentido como el hijo
pródigo, parece volver al santuario de Jerez, a la fe del
bautismo y al primer amor, a Nuestra Señora de la Soledad y
a Fuensanta. «Señora: llego a Ti /
desde las tenebrosas anarquías / del pensamiento y la
conducta». Pero se trata sólo de una visita, de un
nuevo adiós; el poeta se despide no sin antes hacer un
ruego: volver en el momento de la muerte, a la misma iglesia donde
debió celebrarse su boda, «en
aquella mañana en que soñé / prender a un
blanco pecho / una fecunda rama de azahar» (164-165). El
poema final, en realidad el epílogo, «Y pensar que
pudimos» es una fantasía sobre lo que hubiera sido la
vida de Fuensanta y el «idólatra» de haberse
celebrado esa boda ya imposible, de haber fundado juntos un hogar.
Leído desde el conocimiento de la trayectoria completa, en
el final de La sangre devota López Velarde parece
prefigurar, como vamos a ver, no sólo su siguiente libro,
Zozobra, sino también sus poemas póstumos,
como «El sueño de los guantes negros», esto es,
adelanta el alejamiento y muerte de Fuensanta, no ya una muerte
simbólica sino real, el presentimiento de su propia muerte y
-superando la vida no vivida- el sueño de la boda en el
más allá.
Zozobra,
publicado a finales de 1919, es el poemario central y más
maduro de López Velarde. No presenta las desigualdades del
libro anterior, de hecho y en conjunto no hace sino continuar y
ahondar aquella parte de La sangre devota posterior a
1915. «Lo que sí hay -dice
Allen W. Phillips-, al lado de un gran progreso
artístico, es un marcado cambio de intensidad: el dolor,
romántico y melancólico, si se quiere, pasa ahora a
ser angustia; la sentimentalidad se tiñe de franca
sensualidad; y las dudas se convierten en afirmaciones de dualidad
que desgarran violentamente el alma del poeta»23.
Su título es una cifra perfecta de su contenido: la
exploración de sus conflictos, conscientemente asumidos,
pero nunca resueltos, entre el espíritu y la carne, la
religiosidad y el erotismo, la formación tradicional y la
inquietud contemporánea, así como el testimonio,
aunque sea indirecto, de los tiempos históricos que le
tocó sufrir, los de la Revolución en México e
incluso los de la Primera Guerra del mundo o del siglo. Sus poemas
están ordenados según una tenue pero clara
configuración simbólica, mediante la que el poeta da
sentido a su propia trayectoria vital y sentimental.
Empieza con
«Hoy como nunca», una nueva, aunque parece que
definitiva despedida a Fuensanta. Hay que saber que hacia 1916
Josefa de los Ríos, verdaderamente agonizante, se
había trasladado a México, donde murió en mayo
del año siguiente. Prácticamente todos los
críticos han dado por supuesto que el poema se
escribió después de su muerte. Puede probarse que en
realidad es algo anterior, y aunque tiene un sentido elegiaco, se
trata de una despedida en plena agonía de Josefa, un proceso
que, como deja traslucir el poema, López Velarde tuvo que
seguir muy de cerca, pues también sabemos que el
médico que atendió a la enferma fue el hermano del
poeta, su inseparable Jesús. El poema comienza:
Hoy, como nunca, me enamoras y me
entristeces;
si queda en mí una
lágrima, yo la excito a que lave
nuestras dos lobregueces.
Hoy, como nunca, urge que tu paz me
presida;
pero ya tu garganta sólo es
una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses
y toses,
y toda tú una
epístola de rasgos moribundos
colmada de dramáticos
adioses.
(173)
Octavio Paz
comenta: «Estas líneas, aunque no
son del mejor López Velarde, expresan muy bien lo que fue
ese amor: una interminable despedida»24.
Efectivamente, desde sus primeros textos López Velarde
estuvo escribiendo esta despedida y es posible encontrar en ellos
antecedentes directos a prácticamente todas las
imágenes por las que se va sosteniendo y creciendo en
calidad el poema: el vaso quebradizo del cuerpo, el reloj y su tic
tac que son el corazón y su latido, el río sordo y la
barca de la muerte, la tarde de ventisca y el sonido de las
esquilas; incluso la segunda parte, en la que el poeta, ya
definitivamente solo, se centra en su alma, en la ruina y
desolación perpetua de su alma mediante imágenes
litúrgicas y bíblicas cada vez más amplias e
intensas, desde el paño a la parroquia, desde la lluvia al
diluvio final.
Mi espíritu es un
paño de ánimas, un paño
de ánimas de iglesia siempre
menesterosa;
es un paño de ánimas
goteado de cera,
hollado y roto por la grey
astrosa.
No soy más que una nave de
parroquia en penuria,
nave en que se celebran eternos
funerales,
porque una lluvia terca no
permite
sacar el ataúd a las calles
rurales.
(173)
Es significativo
que inmediatamente después de este poema, comience, con el
titulado «Trasmútase mi alma», la serie dedicada
a la dama de la capital. Ésta aparece como una
«creatura solar» (luz cenital, verano, antorcha, lava
repentina, ave fúlgida, bólido...), como la portadora
de una copa llena de un licor iluminador y al mismo tiempo
embriagador, que sustituye a la copa eucarística y al agua
lustral de Fuensanta, como un ser «mortífero y vital», dotada de
poderes y peligros, que da vida y muerte simultáneamente y
ante la que el protagonista poético siente tanta
ilusión como miedo. Ella es la posibilidad de la definitiva
transformación y liberación, del amor pleno, del
pleno reconocimiento, del abandono de la niñez y del acceso
a la madurez:
Fuensanta
-dice Octavio Paz- había sido una figura pasiva, más
un ídolo que una realidad; la segunda mujer es,
simultáneamente, un cuerpo y un espíritu. Un cuerpo
intocable que lo hechiza; un espíritu que lo espanta y le
abre mundos desconocidos. Es una «vehemencia
pálida» y, para acentuar aún más la
contradicción de esa figura agrega: «¿Hiciste
penitencia revolcándote encima de un
desierto?». Por primera y última vez López
Velarde reconoce en una mujer una complejidad espiritual semejante
a la suya. Por un instante, la mujer deja de ser un objeto de
veneración o de placer: «en tu rostro se ha posado el
incendio y ha corrido la lava». A ella le debe la
revelación de su «propio zodiaco: el León y la
Virgen». El descubrimiento de sí mismo es
también el de una mujer que es todas las mujeres,
«total y parcial, periférica y central», es
decir, una mujer que puede ser una amante sin abdicar a su
albedrío. Una libertad25.
Pero la
posibilidad no se cumple. La serie sobre el amor capitalino se
cierra -un círculo dentro de otro círculo- con
«La lágrima», nuevo poema del fracaso y del no
tan frecuente tema de la soltería masculina, que junto con
el de la esterilidad va a hacerse cada vez más acuciante en
su literatura. El sueño del matrimonio, presente desde los
primeros poemas a Fuensanta, vuelve a frustrarse, acaso de manera
más concreta y dolorosa. El poeta se presenta solo e
insomne, en la cama, que es como una tumba, oyendo los ruidos de
los gatos noctámbulos, símbolos de lujuria y de
muerte, mirando la cal de la habitación, llorando,
definitivamente encerrado, después del fracasado intento de
apertura, en sí mismo, en su propio dolor. Lo hace con gran
patetismo, pero al mismo tiempo con gran pudor, con intensidad de
sentimiento e imaginación:
lágrima en que navegan sin
pendones
los mástiles de las
consternaciones;
lágrima con que quiso
mi gratitud salar el
Paraíso;
lágrima mía, en ti me
encerraría,
debajo de un deleite
sepulcral,
como un vigía en su salobre
y mórbido fanal.
(227)
El resto de los
poemas tocan distintas facetas o momentos de la zozobra.
Generalmente vuelven a estructurarse sobre los contrastes y
conflictos que se establecen entre el yo del pasado y el yo del
presente. Unos son celebraciones paganas
(«Idolatría») o momentos de renuncia y
contrición cristiana («El minuto cobarde»,
«Como en la salve»); simples panegíricos, ya
«A las jerezanas» («buenas
mujeres y buenas cristianas...»), ya a las bailarinas de
la capital, en las que -Salomé siempre al fondo- ve
encarnado el poder sexual de la mujer sobre el hombre. Pero los
mejores son aquellos en los que López Velarde supera
cualquier planteamiento previsible o retórico y trasciende
la mera oposición moral o la anécdota sentimental,
lleva la exploración verbal de sus conflictos a una
tensión insostenible y apunta hacia una indagación
más profunda de la corporeidad, la identidad y el yo. Son
poemas de concentrada violencia, de deseo y represión,
voracidad y abstinencia, ímpetu de liberación y
encierro, espera e impaciencia, placer y dolor, plenitud y muerte,
en los que las imágenes, sobre todo somáticas,
adquieren sorprendente vigor y sutileza. En ellos López
Velarde logró descubrir relaciones insospechadas y decir
versos nunca dichos, o, como dijo en algunos de sus escasos textos
teóricos, «tomarse el pulso a
sí mismo», auscultar «el
sistema arterial del vocabulario» y producir la «combustión de mis huesos». El
lenguaje modernista llega aquí a sus propios límites:
«El sistema poético hase
convertido en un sistema crítico»26.
Sus complejidades, que muchos han visto como audacias de
tímido y que el escritor Bernardo Ortiz de Montellano
atribuía al pudor, han provocado frecuentes discusiones
entre los críticos27.
Me limito a escoger varios y a señalar algún
detalle.
En el titulado
«A las vírgenes», mujeres en las que ahora el
poeta reconoce su propio drama interior, hecho de rebeldía y
sumisión, dice: «y las que en la
renuncia llana y lisa / de la tarde, salís a los balcones /
a que beban la brisa / los sexos, cual sañudos
escorpiones» (215). Estos versos llamaron la
atención de Octavio Paz, a quien le recordaron los grabados
crueles y exactos de Julio Ruelas, el ilustrador de la Revista
Moderna de México, de gran influencia en los
modernistas mexicanos, y efectivamente una de las representaciones
de la «mujer fatal» en Ruelas era una mujer monstruo
con cuerpo de escorpión. Este estímulo habría
que sumarlo a lo que me parece un origen probablemente lugoniano de
la imagen. En el «Himno a la Luna» Lugones habla de una
rentista solterona y oronda que «al amor
de los céfiros sobre el balcón se inclina; / y del
corpiño harto estrecho, / desborda sobre el antepecho / la
esférica arroba de gelatina»28.
López Velarde transmutó así elementos ajenos
de época en un lenguaje propio y nuevo. Es posible que,
cuando su obra se difundió algo en la Argentina a comienzos
de los veinte, estos versos estimularan al vanguardista Oliverio
Girondo, quien en el poema «Exvoto. A las chicas de
Flores», de Veinte poemas para ser leídos en el
tranvía (1922), al tratar el tema de la
represión sexual, desarrolló la imagen, aunque con
una desinhibición que en el mexicano no se da: «Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos
sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus
vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a
remolque de sus mamás -empavesadas como fragatas- van a
pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras
al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se
apaguen como luciérnagas»29.
En «Mi
corazón se amerita...» el apremio del deseo se
confunde con la incontenible impaciencia por vivir una vida
plena:
Mi corazón leal, se amerita
en la sombra.
Yo lo sacara al día, como
lengua de fuego
que se saca de un ínfimo
purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su
cárcel, yo me anego
y me hundo en la ternura remordida
de un padre
que siente, entre sus brazos, latir
un hijo ciego.
Poema
análogo a la turbadora prosa poética «Obra
maestra», que arranca con la figura del tigre, cuya cola
golpea y sangra contra los barrotes, imágenes del eros
enjaulado y de la masturbación, y acaba en una
reflexión sobre la esterilidad, sobre el cultivo del propio
yo como obra de arte y como sustituto a la falta de
descendencia:
El tigre
medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de
un metro cuadrado. La fiera no se da un punto de reposo.
Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del
infinito con tal maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de
golpear en los barrotes, sangra de un solo sitio.
El soltero es el
tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni
avanza [...] Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de
furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es
mi verdadera obra maestra31.
En «El
mendigo», que comienza «Soy el
mendigo cósmico y mi inopia es la suma / de todos los
voraces ayunos pordioseros...» (217), López
Velarde habla de lo que llamó en otro lugar «el cuerpo famélico y la
pordiosería del alma»32,
del torturante sentimiento de exclusión de la plenitud.
Aunque el mendigo es una imagen de la marginación con la que
se identificaron numerosos artistas durante el romanticismo y el
modernismo, él le da una dimensión
«cósmica», lo que más tarde se
llamó existencial, referida a la condición siempre
indigente, menesterosa del hombre concebido como un desterrado del
paraíso. Y aunque en determinados momentos el hambre y la
sed de este mendigo recuerdan el suplicio de Tántalo,
López Velarde vuelve a encauzar el poema a través de
la imaginería cristiana y acude al recuerdo de los
anacoretas que, en los primeros siglos del cristianismo, llevaron
en el desierto de la Tebaida vida de retiro y penitencia, no exenta
de tentaciones. Hasta se podría decir que en la
poesía hispanoamericana este poema es un eslabón
entre Darío («y somos los
mendigos de nuestras pobres almas») y César
Vallejo, en el que culmina el motivo del hambriento, del invitado
al falso festín de la vida.
En el citado
«Anima adoratrix»
López Velarde habla de la pasión, el pasmo y la
postración final ante el misterio de la vida, encarnado
fundamentalmente en la mujer. Comienza con una serie de
imágenes difíciles, plurisignificativas, que la
crítica ha discutido, pero en las que hay un sentido
indudablemente genital, fálico, alusivo a la
erección:
La urgencia del
deseo, a partir de la sensación corporal del
«hormigueo», es el tema de «Hormigas»,
(«responde, en la embriaguez de la
encantada hora, / un encono de hormigas en mis venas
voraces» 220); la congoja ante los límites de su
ser, pero también el temor concreto ante la impotencia
sexual está en «La última odalisca»
(«si la eficaz y viva rosa / queda
superflua y estorbosa» 233). «Tierra
mojada...», que recrea el estado de ánimo de una tarde
de lluvia y encierro, llena de sutiles sensaciones e imaginaciones
eróticas, en la que el presente en la ciudad se mezcla con
el recuerdo de la provincia, y las prostitutas -las consabidas
náyades arteras que balbucean húmedos y
anhelantes monosílabos-, sirven de contrapunto a las
señoritas y doncellas, termina con una nueva alusión
irónica a la erección:
ardes en que el chubasco
me induce a enardecer a cada
una
de las doncellas frígidas
con la brasa oportuna;
tardes en que, oxidada la
voluntad,
me siento acólito del
alcanfor,
un poco pez espada
y un poco San Isidro
Labrador...
(207)
Zozobra,
el libro de la «zozobra» termina con
«Humildemente...», un poema de sabia sencillez, de
irónica ingenuidad, verdaderamente «naif»; un
poema de ida y vuelta, resumen del aprendizaje vital y literario
del escritor y de su reiterado tratamiento del motivo del viaje
circular. Está dedicado «A mi
madre y a mis hermanas». El poeta imagina que, antes de
morir, vuelve a Jerez, un día radiante del Corpus Cristi,
para arrodillarse en la plaza, ante el Santísimo que pasa en
procesión:
Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi
pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los
tápalos.
(248)
El rito religioso
lo reintegra a la comunidad y suspende el tiempo. El sueño
de la inmovilización asociado al del regreso tiene
aquí su mejor expresión. Se da al mismo tiempo la
intensidad y la anulación de los sentidos. Todo se para, los
afanes diarios, los remordimientos y las tentaciones; afuera queda
la historia, con sus cambios, amenazas y conflictos:
«Te conozco,
Señor,
aunque viajas de
incógnito,
y a tu paso de aromas
me quedo sordomudo,
paralítico y ciego,
por gozar tu balsámica
presencia.
«Tu carroza sonora
apaga repentina
el breve movimiento,
cual si fuesen las calles
una juguetería
que se quedó sin
cuerda.
«Mi prima, con la aguja
en alto, tras sus vidrios,
está inmóvil con un
gesto de estatua.
«El cartero aldeano
que trae nuevas del mundo,
se ha hincado en su valija.
«El húmedo
corpiño
de Genoveva, puesto
a secar, ya no baila
arriba del tejado.
(248-249)
El hijo
pródigo vuelve a la casa del padre y proclama su voluntad de
renuncia al mundo, a la mitad de su alma. La «hibris»
pagana es vencida por la virtud cristiana de la humildad y el
Edén subvertido se restablece.
«Señor, mi
temerario
corazón que buscaba
arrogantes quimeras,
se anonada y te grita
que soy tu juguete agradecido
[...]
«Todo está de
rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de tus
ruedas».
(250)
Zozobra,
el libro de la transformación, del desasosiego espiritual e
histórico y de sus correspondientes búsquedas
artísticas, termina así, con el sueño de la
vuelta, en realidad imposible, siempre pospuesta, a los
orígenes, al orden y la paz; un sueño de vuelta a los
orígenes que va a presidir la producción final del
escritor.
Todo parece
indicar que los dos últimos años de vida de
López Velarde fueron difíciles, casi desastrosos. No
acabó de superar sus fracasos sentimentales. Su literatura
era abiertamente cuestionada por el sector más poderoso de
la crítica mexicana, apegada a los modelos
gonzalezmartinianos. En 1920 el presidente Carranza, al que se
había aproximado y del que esperaba mucho, fue derrocado
violentamente por Álvaro Obregón. Y el 19 de junio de
1921-días antes de que se publicase su poema «La Suave
Patria», del que la cultura revolucionaria hizo
inmediatamente, mediante una interpretación bastante
parcial, un símbolo del nuevo México, y comenzase su
glorificación oficial-, López Velarde murió,
rodeado de su familia y amigos, tras recibir los últimos
sacramentos. Acababa de cumplir treinta y tres años. Su
más íntimo amigo, al que debemos muchos datos y
también leyendas sobre el escritor, el médico Pedro
de Alba certificó oficialmente una
«bronconeumonía»34.
Extraoficialmente nunca dejó de correr un rumor: una
enfermedad venérea, acaso la sífilis,
contraída en sus frecuentes contactos con prostitutas,
había contribuido, incluso provocado la muerte del joven y
en apariencia fuerte escritor. Sólo recientemente se ha
tratado abierta y seriamente el tema, incluso ha provocado una
polémica entre sus biógrafos Guillermo Sheridan y
Gabriel Zaid, partidarios de tener en cuenta respectivamente la
sífilis o la depresión como coadyuvantes de su
muerte35.
Éste aludió al contagio en varios textos. A veces de
manera muy escondida, al menos así nos lo parece hoy, como
en estos retorcidos versos de «Ánima adoratrix»:
«Espiritual al prójimo, mi
corazón se inmola / para hacer un empréstito sin
usuras aciagas / a la clorosis virgen y azul de los Gonzaga / y a
la cárdena quiebra del Marqués de Priola»
(229), nueva expresión de la «dualidad funesta»
entre el cuerpo y el espíritu. La «clorosis» con
la que se caracteriza la, por otra parte, violenta familia del
santo jesuita Luis Gonzaga, es una enfermedad que en la
época se relacionaba con la virginidad o abstinencia sexual;
Le Marquis de
Priola es -como anota Sheridan- un dramón escrito en
1901 por Henri Leon Lavedan y estrenado en México en 1910,
sobre un libertino que muere, envenenada su sangre por el mal de la
sífilis36.
Otras veces de forma más abierta, como en la prosa «La
flor punitiva», sobre los señalados por la diosa
Venus, sobre la complacencia (católica) en el pecado y la
expiación: «Una y otra vez
envenenado en el jardín de los deleites, no asomaron ni la
desesperación, ni la venganza, ni siquiera un inicial
disgusto. Antes bien, germinó la solemne complacencia de los
señalados por la diosa»37.
En cualquier caso,
y sin tratar de solucionar misterios biográficos a
través de la poesía, sí cabe decir que sus
poemas póstumos destinados al libro en preparación
El son del corazón, además de prolongar
básicamente las preocupaciones de Zozobra,
presentan un nuevo e inquietante presentimiento de muerte, que a
veces se formula directamente: «Señor, Dios mío: no vayas / a
querer desfigurar / mi pobre cuerpo...» (270); «me parece que por amar tanto / voy bebiendo una
copa de espanto» (272). Y una insistencia casi obsesiva
en la vuelta a los orígenes: reaparece Jerez y de nuevo
Fuensanta, no ya la enferma y espiritual, sino la muerta y
resucitada, el esqueleto o el fantasma mismo de Fuensanta.
Según Pedro de Alba, «quienes
asistimos al alumbramiento de los poemas de El son del
corazón, sabemos cómo se fue dibujando de nuevo
el íntimo retorno a Fuensanta; cómo su recuerdo y su
figura se volvieron obsesión del poeta. Era el triunfo
póstumo del primer amor y era también el llamado de
una sombra misteriosa»38.
Con estos poemas el círculo se cierra, la trayectoria vital
y literaria del escritor adquiere finalmente una extraordinaria
coherencia, de la que sin duda él fue consciente. En el
titulado «¡Qué adorable manía!»
alude a su cansancio de la carne y a su renacido amor por Fuensanta
la Muerta:
Cuando se cansa de probar amor
mi carne, en torno de la carne
viva,
y cuando me aniquilo de
estupor
al ver el surco que dejó en
la arena
mi sexo, en su perenne
rogativa:
de pronto convertirse al mundo
veo
en un enamorado mausoleo...
Y mi alma en pena bebe un negro
vino,
y un sonoro esqueleto
peregrino
anda cual un laúd por el
camino...
(279)
Ese esqueleto es
el de Fuensanta, en cuyo «cráneo
vacío y aromático», el poeta toma «un eterno viático», esto es,
el sacramento de la Eucaristía, que se administra a los
enfermos que están en peligro de muerte. En «La
ascensión y la asunción» López Velarde
hace una de sus utilizaciones poéticas más audaces
del mundo católico, cuando juntando los dogmas de la
Ascensión de Cristo y de la Asunción de la Virgen,
los aplica a sí mismo y a Fuensanta, que aparecen juntos, en
«comunión», volando y alejándose del
mundo:
Vive conmigo no sé
qué mujer
invisible y perfecta, que me
encumbra
en cada anochecer y amanecer.
Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el
suyo,
suben al cielo como dos
custodias...
Dogma recíproco del
corazón:
¡ser, por virtud ajena y
virtud propia,
a un tiempo la Ascensión y
la Asunción!
Su corazón de niebla y
teología,
abrochado a mi rojo
corazón,
traslada, en una música
estelar,
el Sacramento de la
Eucaristía.
Vuela de incógnito el
fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin de la
atmósfera
me da medio perfil para su
diálogo
y un cuarto de perfil para su
beso...
(273)
Pero el poema en
que se cifra este reencuentro, en realidad toda su poesía,
es el enigmático, tal vez inacabado «El sueño
de los guantes negros», que apareció entre los papeles
póstumos del poeta con varias palabras ilegibles. Es un
poema paralelo, y no sólo por el título y el
comienzo, al también póstumo «El sueño
de la inocencia». En éste el poeta habla de una
visión que enlaza «mis
Últimos óleos con mi Bautismo» y que tiene
como escenario el Santuario de la Virgen de Jerez:
Soñé que comulgaba,
que brumas espectrales
envolvían mi pueblo, y que
Nuestra Señora
me miraba llorar y anegar su
Santuario
[...]
y yo era ante la Virgen, cabizbaja
y benévola,
el lago de las lágrimas y el
río del respeto...
(286)
«El
sueño de los guantes negros» transcurre en una capilla
que está en la ciudad de México y al mismo tiempo en
el más allá, donde se va a celebrar otro encuentro,
otro sacramento:
Soñé que la ciudad
estaba dentro
del más bien muerto de los
mares muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de
silencio.
No más señal viviente
que los ecos
de una llamada a misa, en el
misterio
de una capilla oceánica, a
lo lejos.
De súbito me sales al
encuentro,
resucitada y con tus guantes
negros.
(284)
Lo que sigue es
una boda entre Fuensanta («la prisionera
del Valle de México») y el poeta también
muerto: la «novia perpetua» y el
«idólatra» se reúnen finalmente en una
imaginaria resurrección. Y los discutidos «guantes
negros» corresponden a un fúnebre vestido de novia,
también de viuda, y son una prenda de fetichismo funerario.
La necrofilia -acaso el término que mejor designa esa
confusión de sentimientos que Fuensanta inspiró a
López Velarde- nunca se manifestó tan violentamente
como en este verso: «¿Conservabas
tu carne en cada hueso?» (284). Con estas nupcias del
más allá López Velarde se inscribe en una
tradición que habían recorrido antes Swedenborg o
Poe, Novalis o Nerval. La mezcla de religiosidad, amor y muerte,
presente desde sus primeros poemas, se expresa con un lenguaje
visionario que, sin dejar de ser absolutamente personal, puede
conectar con cierto Lugones, incluso con una discípula de
éste y de Baudelaire, Delmira Agustini,
quien en sus mejores momentos también llegó hasta los
límites mismos del modernismo. No deja de ser significativo
que esta turbadora visión de los guantes negros -la boda con
la muerte en la que siempre estuvo soñando, el poema que
estuvo escribiendo siempre-, quedase al final trunco, abierto.