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Deseo y represión, mujer y necrofilia en Ramón López Velarde

Alfonso García Morales





Más allá de su controvertible mitificación oficial como poeta nacional, como el descubridor del México de la Revolución, lo que realmente ha mantenido vivo a Ramón López Velarde para generaciones de lectores y justifica su lugar de fundador de la poesía mexicana contemporánea, es -como nos enseñó Xavier Villaurrutia, su primer verdadero crítico- la irreductible complejidad de su obra, que es invención de un lenguaje, exploración espiritual y creación de sí mismo1. Pero ya desde su época se ha repetido que esta obra breve e irrepetible es también limitada: prácticamente toda tiene como tema el amor. En realidad sería más exacto decir, tal como hizo el propio López Velarde en uno de sus papeles póstumos, que tiene como referencia constante a la mujer: «Yo sé que han de sonreír cuantos me han censurado no tener otro tema que el femenino. Pero es que nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer [...]. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegué con temperamento erótico»2. No es extraño que buena parte de la crítica se haya ocupado de las distintas figuras femeninas que aparecen en sus libros de poemas y textos dispersos, tratando de reconstruir y, en el mejor de los casos, entender el sentido de la biografía sentimental que allí se cuenta.

En el poema «Ánima adoratriz», escrito en 1919 e incluido ese mismo año en Zozobra, López Velarde trazó, con la mezcla de seriedad e ironía que le caracteriza, su autorretrato: como hombre y como poeta no era más que un enamorado, un adorador del misterio del mundo. «Una sola cosa sabemos -escribió en una prosa del mismo año-: que el mundo es mágico»3. Y para él el misterio estaba encarnado primordialmente en la mujer, a la que veía más como un mito que como una realidad. Su vida entera se reducía en el fondo a la pasión por la mujer, por la imagen de la mujer. «El camino de la pasión (Ramón López Velarde)», tituló adecuadamente Octavio Paz su brillante ensayo de interpretación. En el mismo poema López Velarde indicó de dónde venía ese camino simbólico:


Como aquel que fue herido en la noche agorera
y denunció su paso goteando la acera,
yo puedo desandar mi camino rubí,
hasta el minuto y hasta la casa en que nací,
místicamente armado contra la laica era4.


No puede perderse de vista este punto de partida si se quiere explicar su conflictivo mundo. López Velarde nació en 1888, en pleno porfiriato, en Jerez, un pueblo del Estado de Zacatecas. Era el primogénito de una familia numerosísima, de clase media, arraigadas costumbres tradicionales y profundas convicciones católicas, de la que heredó su oposición inicial a la «laica era», a la modernidad materialista y secularizada y, más directamente, al Estado mexicano enfrentado con la Iglesia desde la Independencia. Fue bautizado por su tío paterno, un sacerdote que murió más tarde a manos de las tropas villistas; comenzó a estudiar en un colegio católico regentado por su padre, que tuvo que cerrar por las presiones de un gobernador anticlerical; y entre 1900 y 1905 estuvo interno en los Seminarios de Zacatecas y Aguascalientes. Después de dejar el Seminario, y con ello una previsible vida como sacerdote, ingresó en el Instituto de Ciencias de Aguascalientes y en 1908 se fue a San Luis Potosí a estudiar Leyes. Su progresivo alejamiento de su Jerez natal o, lo que es lo mismo, de la niñez, y su paso por centros de educación laica estuvieron marcados por sus primeras dudas religiosas y conflictos morales, por su descubrimiento paralelo del sexo y la poesía, por todo aquello que el tiempo, en vez de resolver o diluir, iría haciendo más complejo y profundo.

En sus primeros escritos publicados en la prensa confesional de provincias se declaró abiertamente en contra el «modernismo», que apenas había leído, pero que identificaba confusamente con el decadentismo de la capital, incluso con la herejía del modernismo teológico condenada por la Iglesia. Fue durante sus años de estudiante en San Luis cuando empezó realmente a leer literatura modernista y a verla como el medio adecuado para expresar la sensibilidad de los nuevos tiempos, la suya propia. Es significativo que desde este momento y hasta 1915 sus dos influencias mayores fueran dos modernistas de orígenes provincianos y católicos, formados también en seminarios y muy sensibles a los conflictos de la modernidad con la fe y las costumbres tradicionales: el hoy olvidado mexicano Amado Nervo, por quien López Velarde entró en el ámbito del modernismo, y cuyo dilema -ya convertido en fórmula por Verlaine, por Darío- entre erotismo y religiosidad él sintió como propio; y el español, todavía más olvidado, Andrés González Blanco, en cuyos Poemas de provincia (1910) vio un camino de salida del modernismo exotista y preciosista, un camino concreto por el que podía avanzar, un ejemplo de cómo transformar literariamente su propia realidad provinciana, incluso la historia sentimental que estaba viviendo.

Durante sus años de seminarista había seguido pasando las vacaciones en Jerez y había conocido a una de las personas más decisivas para su literatura y su vida, para la forma literaria de vivir su vida que inconscientemente estaba empezando a asumir: Josefa de los Ríos, una pariente lejana -era cuñada de un tío materno-, una muchacha de educación estrictamente tradicional, externamente poco llamativa, a juzgar por su única fotografía conservada y por los testimonios de quienes la conocieron, delicadísima de salud y ocho años mayor que él, de la que se enamoró. El padre de López Velarde se opuso a la relación, pero él empezó a dedicarle versos y pronto a llamarla con el nombre poético de «Fuensanta» y terminó convirtiéndola en un verdadero mito personal, el primero y el último, el más simple y el más enigmático de sus amores, la principal protagonista de su historia.

Aunque los primeros poemas dispersos de López Velarde tienen escasísimo valor literario, es inevitable comenzar por ellos si se quiere comprender la historia completa, su interna coherencia. Ya en sus dos primeros poemas conocidos se refiere a una «novia imposible» y habla de su sueño frustrado de matrimonio: «guardaré los marchitos azahares / entre los pliegues del nupcial vestido»5; «hoy que se apaga, con la dicha mía, / el altar que soñé para mis bodas»6. Aunque las experiencias de las que habla López Velarde puedan tener validez universal, hay que insistir en que fueron sentidas y expresadas por él desde el mundo y la simbología católica. No se suele tener en cuenta, tal vez no se tome lo suficientemente en serio que, como dice Martha L. Canfield, en López Velarde «la meta no alcanzada es siempre una Citeres, pero legitimada en el cuadro de las instituciones cristianas. La meta no alcanzada es el matrimonio»7. En ese primer momento la imposibilidad parece deberse a un impedimento externo, que cabría explicar biográficamente por el parentesco y la diferencia de edad con Josefa de los Ríos, la enfermedad e incluso el desdén de ésta, la separación y la prohibición del padre. Pero inmediatamente la amada pasa a ser un símbolo de «Pureza», título de su tercer poema, de finales de 1906: el poeta se refiere a sí mismo como un ser caído, manchado por el pecado y la duda, y empieza de alguna manera a reconocer que el impedimento verdaderamente insalvable viene del carácter imposible de su amor, por ser éste un amor ideal en pugna con su propia naturaleza, con el pecado original de su corporeidad e imperfección y con lo que llama entonces su «pesimismo», algo después «dolor de inquietud» y más tarde «zozobra», y por ser un amor muerto, perteneciente a un puro y tal vez inexistente pasado. Es entonces cuando «Fuensanta» aparece y adquiere sus valores esenciales, cuando López Velarde introduce en su poesía la confusión entre el amor y la religiosidad y entre el amor y la muerte que le caracteriza, cuando empieza a dar rienda suelta tanto a la sacralización como a la necrofilia profunda que le inspiraba Fuensanta, en la que siempre vio una figura sagrada pero también una muerta.

Que se sepa, López Velarde utilizó por primera vez este nombre poético en el poema «Elogio a Fuensanta» de 1908. Los estudiosos del poeta han ido acumulando hipótesis sobre su procedencia y casi existe una bibliografía específica al respecto8. Por ejemplo, Alfonso Méndez Plancarte pensaba que podía provenir de un cuento del mexicano Rubén M. Campos publicado en Revista Moderna en 1902 o de algunos poemas del español Antonio Fernández Grilo. Por su parte, Luis Noyola Vázquez descubrió que durante los años de estudiante de López Velarde, se representó en San Luis el drama de Echegaray El loco Dios, cuya heroína se llamaba Fuensanta. Además, encontró un poema titulado «Epístola a Fuensanta», firmado por un tal Guillermo Eduardo Symonds, publicado en 1904 en uno de los periódicos en los que después trabajó López Velarde; lo que le hizo suponer que Symonds podía ser uno de sus pseudónimos. Pero Allen W. Phillips demostró que el olvidado Symonds existió realmente... Como se ve, es difícil dar con una procedencia segura, pero las coincidencias se multiplican. En «El camino de la pasión» Octavio Paz señaló una representación que López Velarde pudo tener en cuenta en su creación literaria de Fuensanta: «Damiana», la mujer religiosa y provinciana que Amado Nervo evocó en Los jardines interiores (1905), bajo un significativo epígrafe del prerrafaelita Dante Gabriel Rosseti: «My name is might have been...»9. Años después Paz descubrió otra posible fuente, esta vez gráfica: el cuadro del popular simbolista cordobés Julio Romero de Torres «Ángeles y Fuensanta», donde se representa a dos mujeres, una de ellas enlutada, con una carta abierta en las manos, y cuyo ambiente provinciano, erótico y recatado, le hicieron pensar en los poemas de López Velarde. Pero comprobada la fecha del cuadro, 1909, hubo que descartar una influencia directa. Paz terminó apuntando a lo fundamental, a lo que explica tantas coincidencias:

Más cuerdo que seguir a los críticos en sus hipótesis es aceptar que ese nombre femenino dormía en el fondo del idioma y que, al comenzar este siglo, los poetas y los artistas lo redescubrieron [...]; el hecho de que López Velarde y Romero de Torres hayan escogido el mismo nombre de mujer para el mismo tipo femenino revela que estamos ante un verdadero motivo de época. Ese nombre, como otros parecidos, era un talismán y un símbolo estético, sexual y espiritual10.


Lo cierto es que «Fuensanta» es, para intentar decirlo de una manera precisa, un antropónimo femenino basado en un hagiónimo, concretamente en una advocación mariana, cuyo origen es, a su vez, un topónimo correspondiente a un lugar sagrado. En éste suelen coincidir un manantial y un santuario dedicado a la Virgen que, según la tradición popular, se apareció allí: Nuestra Señora de la Fuensanta. En España, especialmente en el sur, donde el agua es un bien precioso, es un hagiotopónimo bastante frecuente, y durante siglos de cultura agraria y católica ha sido un nombre de pila de difusión local en diversas poblaciones11. De ahí que el andaluz Romero de Torres pintara no una, sino varias Fuensantas, posiblemente reales. Pero a diferencia de otros nombres, su motivación semántica inicial sigue siendo reconocible para cualquier hispanohablante; y lo tomase de donde lo tomase, López Velarde lo hizo por su evidente simbolismo religioso. Al aplicarlo a Josefa de los Ríos, ésta se transformó en una imagen, lo único que realmente conocemos de ella y tal vez lo único que verdaderamente amó el poeta: la imagen de la mujer espiritual, cuyo primer modelo es la Virgen -«la Mujer simbólica del catolicismo», como él mismo dijo12-, que ha tenido innumerables versiones a lo largo de la historia de Occidente, y que, junto a su complementaria y opuesta, la mujer fatal, la igualmente simbólica Eva y sus descendientes, popularizó el arte y la literatura finisecular. Una consecuencia del imaginario masculino marcado por la distancia y la mitificación, las ansias de dominación y los miedos respecto a la mujer13.

En el citado «Elogio a Fuensanta», ésta pertenece al pasado y el poeta dice haberla amado como hermana, madre, incluso Virgen: «Humilde te ha rezado mi tristeza/ como en los pobres templos parroquiales/ el campesino ante la Virgen reza»14. Así pues, desde el momento en que aparece, Fuensanta encarna el amor puro y la niñez, la fe inocente y los valores tradicionales, el catolicismo y la virginidad; y se identifica con la provincia y las provincianas, con el pueblo y la casa, la madre y las hermanas, el Santuario y la Patrona misma de Jerez. López Velarde vivió los ultrajes del tiempo y de la historia, la destrucción de la provincia durante la guerra, el envejecimiento, la larga agonía y la muerte de Josefa de los Ríos, otros amores; y nunca dejó de oscilar: deseó y por momentos consiguió asumir la vida adulta, aventurarse, alejarse y profanar, asesinar simbólicamente la imagen de Fuensanta, sustituirla por otras u olvidarla, pero sus miedos y fracasos, sus sentimientos de culpa y nostalgias, su profunda fidelidad a su primer amor, a su primera identidad, le hicieron no romper nunca del todo, seguir soñando con un regreso imposible al pueblo y con una boda perpetuamente aplazada, hasta el momento mismo de la muerte, incluso más allá. Fuensanta y la provincia forman un mundo mítico, perdido, pero también esperado, siempre anterior o futuro, nunca presente. Octavio Paz dedicó páginas imprescindibles a explicar su significado espiritual, el vaivén y la confusión de sentimientos en la que se mantuvo -para él intencionadamente- López Velarde. Entresaco algunas citas:

Paraíso infantil o reino de la pasión adolescente, la provincia no es tanto un punto en el espacio como la nostalgia de un bien irrecuperable [...] Símbolo de la lejanía física y de la inocencia perdida, la provincia pertenece al antes y al después. Es una dimensión temporal: encarna el pasado pero igualmente prefigura lo que volverá a ser. Ese futuro se identifica con la muerte: el edén sólo se abrirá para el agonizante. La relación entre López Velarde y la provincia es la misma que lo une a Fuensanta. Son una distancia que sólo la muerte puede abolir [...] La ambigüedad no reside sólo en el objeto de su adoración sino en sus sentimientos: amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo. Para que ese amor dure necesita preservar su confusión y, simultáneamente, ponerlo a salvo de su contradicción [...] No se enfrenta a un amor imposible; su amor es imposible porque su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad [...]; al evadir la alternativa, consumación o desengaño, sacrificaba a la Fuensanta real y a la amada a una suerte de limbo perpetuo, errante entre el antes y el después. Es lo que pudo ser y de ahí que aparezca siempre como una criatura remota, en otro tiempo y en otro espacio [...]; ella es la imagen de la lejanía. Es la desaparecida, el ánima en pena, la ausente con la que se sostiene un infinito diálogo imaginario. Es aquello que está a punto de dejarnos y que todavía, por un instante, retenemos [...]; una interminable despedida [...] En toda despedida late, implícita, la esperanza de un nuevo encuentro15.


Si hay un mito que pueda iluminar de manera global la obra de López Velarde es el del «hijo pródigo», el protagonista de la parábola evangélica que, detrás del Ulises de la literatura clásica, es una de las imágenes más difundidas del símbolo eterno de la vida como viaje. Su historia ha sido objeto de innumerables interpretaciones y elaboraciones que llegan hasta la edad moderna, cuando suele perder mucho de su sentido cristiano original (el hombre que se aleja para volver finalmente a Dios, el pecador arrepentido y perdonado, perdido y hallado, muerto y resucitado), a favor de interpretaciones secularizadas, como simple ejemplo del viaje circular, del alejamiento y el retorno a los orígenes. A lo largo de su obra, López Velarde hizo un uso muy personal de este mito, como representación de su propia aventura vital, pero sin perder nunca el sentido religioso, que en su caso es fundamental. Para él la provincia es la casa del padre, del catolicismo, pero esta casa es fundamentalmente un gineceo, un lugar habitado por mujeres, las principales sostenedoras de los valores tradicionales, que en su papel de madres y esposas, hermanas y novias, permanecen allí siempre, aun cuando el varón se ausente. Y en su literatura, como en parte de la tradición cristiana, el «regreso del hijo» se asocia a la también metáfora bíblica de la «boda del prometido y la esposa», para aludir al viaje desde la dispersión y el mal a la unidad y el bien, a la unión del hombre con Dios, un retorno y una boda -en su caso a Jerez y con Fuensanta- que sólo se cumplen plenamente tras la muerte16.

Cabe aceptar que su primer libro La sangre devota, de 1916, es en conjunto un homenaje a la mitificada Fuensanta-provincia. Sabemos que en 1910 López Velarde tenía ya preparado para la imprenta un manuscrito del mismo, que sin embargo no se publicó hasta seis años después, muy modificado. La Revolución había estallado y, como otros muchos, López Velarde fue arrastrado por la tormenta. Vivió cinco años de pasión y frustración política, muy comprometidos y difíciles, en que la literatura pasó a un segundo plano, y que hoy vamos comprendiendo mejor, a medida que se estudia con mayor distancia y profundidad el papel jugado por la Iglesia y por el fracasado Partido Católico Nacional, en el que él militó, durante la revolución de Francisco I. Madero y la contrarrevolución de Victoriano Huerta. En 1915, tras el triunfo militar y político de Venustiano Carranza, todo volvió a comenzar para López Velarde. Se instaló definitivamente en la ciudad de México (nunca más volvió físicamente a Jerez, aunque, como veremos, siguió regresando imaginariamente una y otra vez), buscó un difícil acomodo en el nuevo régimen, probó lo que en la retórica de la época se llamó «las flores del pecado», conoció a otra mujer, Margarita Quijano, la «dama de la capital» de sus escritos, un nuevo e intenso amor que terminó en fracaso; y vivió, en fin, las experiencias de la modernidad que lo alejaron y al mismo tiempo le hicieron añorar aún más su siempre lejano mundo infantil, su siempre agonizante Fuensanta. También volvió a escribir en serio, pero de una manera diferente a como lo había hecho hasta entonces, algo a lo que contribuyeron amistades literarias como la de José Juan Tablada y lecturas como la decisiva de Leopoldo Lugones. Y acabó convirtiéndose en el escritor mexicano más original del periodo, en la alternativa a Enrique González Martínez, el poeta entonces consagrado. Todo este proceso explica que los poemas de La sangre devota presenten notables diferencias de sensibilidad y calidad entre unos y otros, debido a los distintos momentos en que fueron compuestos.

En los poemas más antiguos, los que sabemos que escribió antes de 1915, no logró expresar convincentemente la confusión de sentimientos que le inspiraba Fuensanta, aun así son muy reveladores. La primera poesía del libro, «En el reinado de la primavera», parece arrancar como una invitación amorosa («Amada, es Primavera»), en la que resuenan los ecos paganos de «Primaveral» de Rubén Darío («Oh amada mía! Es el dulce/ tiempo de la primavera»), pero enseguida la sangre se confunde con el espíritu, el amor con la devoción, la primavera con la Cuaresma, y todo termina en una melancólica ofrenda destinada a aliviar a Fuensanta, la «amadísima lejana», la «santa», la «novia perpetua», la «enferma» (113). López Velarde encarna en Fuensanta lo que Bram Dijkstra llama el culto a la «monja doméstica» y a la «tísica sublime»17. Como el resto de las mujeres provincianas que ella representa, su lugar es la casa, de donde sólo sale para ir a misa. Allí cose, toca el piano y espera asomada a las rejas de las ventanas y balcones adornadas de plantas y pájaros. Ella misma es vista como un pájaro enjaulado y es calificada reiteradamente como «flor» (flor del bien, flor del terruño, flor de claustro, lirio, rosa mística...), metáforas nada originales, pero muy ilustrativas de la visión estática y dependiente, «vegetativa» de la mujer frágil. En el titulado «Las ventanas», éstas aparecen adornadas de caracolas y Fuensanta escuchando en ellas «el fragor de las marinas tempestades» (148), símbolo de la vida, de la vida lejana. La inmovilización o el encierro se une a la postración y a la invalidez, a la ingravidez y al sueño, y todo ello aproxima a Fuensanta a la muerte. Uno de los poemas en los que más claramente se observan estos elementos es el titulado «Pobrecilla sonámbula...», donde Fuensanta aparece como una virgen sin apenas asidero material, una incorpórea novicia, un alma sufriente y benefactora:


Con planta imponderable
cruzas el mundo y cruzas mi conciencia,
y es tu sufrido rostro como un éxtasis
que se dilata en una transparencia
[...]
Así cruzas el mundo
con ingrávidos pies, y en transparencia
de éxtasis se adelgaza tu perfil.


(20)                


La serie de poemas galantes construidos a partir de imágenes idealizadoras y religiosas («Ofrenda romántica», «Para tus pies», «Para tus dedos ágiles y finos»), culmina en «Canonización», en el que el poeta reza a la ausente Fuensanta, a «Nuestra Señora de las Ilusiones», y a cambio de la imposible boda manifiesta un sueño de apariencia religiosa, pero de trasfondo claramente necrófilo: venerar su imagen dentro de un fanal, «en un rincón de la nativa casa» (142). Dije que en la imaginación de López Velarde la provincia está asociada constantemente al sueño del regreso, también del regreso temporal, de la regresión a la niñez, y éste suele ir unido -como en «Ser una casta pequeñez»- al de la inmovilización, miniaturización, fosilización, gulliverización o embalsamamiento. Hay en ello, junto a un deseo de control de la mujer, el intento de preservarla del pecado, de la contaminación física y mental, y asegurarse así un refugio para los peligros a que, como varón, está expuesto. El poema «A la gracia primitiva de las aldeanas» empieza con esta confesión:


Hambre y sed padezco: Siempre me he negado
a satisfacerlas en los turbadores
gozos de ciudades -flores de pecado.
Esta hambre de amores y esta sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de muchachas de un lugar pequeño.


(123)                


El hambre y la sed como sinónimos del apetito tanto espiritual como sexual y la imagen del cuerpo femenino como alimento o recipiente en que saciarlo tiene múltiples variaciones en su obra. Aquí los cuerpos de las provincianas son «Vasos de devoción, arcas piadosas / en que el amor jamás se contamina; / Jarras cuyas paredes olorosas / dan al agua frescura campesina...» (123), no son las copas de licor o veneno que aparecerán más tarde. Ya asoma el miedo no sólo al cuerpo, sino concretamente a la contaminación venérea, sobre el que volveremos. «Cuaresmal» es una oración en la que el amante vuelve a pedir la imposible paz de un matrimonio con Fuensanta y rechaza el amor aventurero «de cálidas mujeres, azafatas / súbditas de la carne [...]» (127). «Viaje al terruño», la (in)versión católica y provinciana del modernista viaje a Citeres, acaba con los amantes castamente abrazados «en el materno regazo» de la tierra (119): «en el centro de Jerez -escribe Sheridan- hay una tumba donde viven abrazados Fuensanta y el idólatra»18. «Poema de vejez y de amor» es otro poema de regreso. El poeta, cuya vida está «enferma de fastidio», se refugia en la casa familiar y junto a la buena Fuensanta va exhumando cosas viejas, recuerdos de amor de sus abuelos, hasta que ambos llegan al lecho, al tálamo que se convierte en túmulo: «Dos fantasmas dolientes / en él seremos en tranquilo amor, / en connubio sin mácula yacentes; / una pareja fallecida en flor [...] / dos sombras adormidas / en el tálamo estéril de una santa» (137). En el poema «El campanero» el protagonista poético aparece ya como el prometido de la muerte.

Esto respecto a los poemas más tempranos. Los más tardíos, los escritos después de 1915, inmediatamente antes de la publicación de La sangre devota, aunque siguen centrados en Fuensanta y la provincia, se asoman al nuevo escenario de la ciudad, introducen otras figuras femeninas y revelan una nueva conciencia artística. «En estos años -dice José Luis Martínez- al arrobo sentimental y a la devoción por las cosas de su pueblo y su mundo religioso, añadió una sensualidad más ávida, rasgos de humor e ironía, sensibilidad plástica y conocimiento poético»19. En «Tenías un rebozo de seda...» el sentimentalismo y el costumbrismo con el que el poeta vuelve a alabar a la lejana Fuensanta son súbitamente desplazados por la sensualidad, antes de ser definitivamente rotos por la ironía, cuando mediante un inciso entre paréntesis el poeta dice:


(En abono de mi sinceridad
séame permitido un alegato:
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato).


(114)                


Versos en los que la crítica ha visto una cifra de su evolución, cuando descubre los placeres de los sentidos y el estremecimiento de la nueva literatura20. Idéntico autodesdoblamiento, la misma distancia entre el ayer y el hoy se encuentra en otros poemas y artículos contemporáneos, en los que se refiere a su antigua «buena fe» provinciana, «mi niñez lírica y boba»; «era yo estudiantillo de latín, aturdido y quimerista, en un seminario del Norte»; «por aquellos años, crecía yo como un cachorrillo sentimental, ingenuo y entusiasta»21. Y es entonces, al situarse con lucidez en el cruce del ayer y del hoy, al mirar con desconfianza tanto a su interior como al lenguaje, al fingir no tomarse muy en serio como hombre pero exigirse más como artista, al tomar verdadera conciencia de su conflicto espiritual, cuando empieza a escribir versos, poemas nuevos, intensos y sorprendentes. Es el caso de «En las tinieblas húmedas...», cuando en medio de la noche de la muda ciudad, por donde pasea su lujuria, el poeta se encuentra con el recuerdo de Fuensanta: «En las alas oscuras de la racha cortante / me das, al mismo tiempo, una pena y un goce [...] / algo en que se confunden el cordial refrigerio / y el glacial desamparo de un lecho de doncella» (129). «Por este sobrio estilo...», en que va definiendo, entre sensaciones y símbolos enfrentados, el significado de Fuensanta («Esta manera de esparcir su aroma / de azahar silencioso en mi tiniebla») y de sus propios sentimientos hacia ella («como que sabe que mi interno drama / es, a la vez, sentimental y cómico» 151). «Mi prima Águeda», tal vez la composición más perfecta del libro, por su capacidad para recrear con sutil ironía y plástica sensualidad su yo adolescente y la figura de la prima, el deseo y la prohibición:


[...]
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.


(122)22                


El poeta aparece cada vez más desgarrado entre la devoción a la única y la multiplicidad de presencias femeninas («¿Será este afán perenne, franciscano o polígamo?» 158). Fuensanta es cada vez más una culpa y un enigma («Me estás vedada tú...», «¿Qué será lo que espero?»), un recuerdo amenazado por la tentación de otras mujeres, un alma en pena a punto de desaparecer. Ya en La sangre devota hay un poema, «Boca flexible, ávida...», inspirado en la «dama de la capital» («peligro armonioso para mi filosofía petulante» 155), que ocupará un lugar central en Zozobra. Ya apunta el sistema de imágenes duales que se desplegará en el libro siguiente para objetivar su drama interior; preferentemente, como señaló Xavier Villaurrutia, imágenes que oponen el mundo católico al mundo musulmán (junto al casto, pudibundo edén de las provincianas, el harén de las odaliscas y el paraíso de las huríes), e imágenes de suspensión y de oscilación, de vuelo y caída, y de salida y regreso.

En el poema penúltimo de La sangre devota, «A la patrona de mi pueblo», el poeta, fracasado, arrepentido como el hijo pródigo, parece volver al santuario de Jerez, a la fe del bautismo y al primer amor, a Nuestra Señora de la Soledad y a Fuensanta. «Señora: llego a Ti / desde las tenebrosas anarquías / del pensamiento y la conducta». Pero se trata sólo de una visita, de un nuevo adiós; el poeta se despide no sin antes hacer un ruego: volver en el momento de la muerte, a la misma iglesia donde debió celebrarse su boda, «en aquella mañana en que soñé / prender a un blanco pecho / una fecunda rama de azahar» (164-165). El poema final, en realidad el epílogo, «Y pensar que pudimos» es una fantasía sobre lo que hubiera sido la vida de Fuensanta y el «idólatra» de haberse celebrado esa boda ya imposible, de haber fundado juntos un hogar. Leído desde el conocimiento de la trayectoria completa, en el final de La sangre devota López Velarde parece prefigurar, como vamos a ver, no sólo su siguiente libro, Zozobra, sino también sus poemas póstumos, como «El sueño de los guantes negros», esto es, adelanta el alejamiento y muerte de Fuensanta, no ya una muerte simbólica sino real, el presentimiento de su propia muerte y -superando la vida no vivida- el sueño de la boda en el más allá.

Zozobra, publicado a finales de 1919, es el poemario central y más maduro de López Velarde. No presenta las desigualdades del libro anterior, de hecho y en conjunto no hace sino continuar y ahondar aquella parte de La sangre devota posterior a 1915. «Lo que sí hay -dice Allen W. Phillips-, al lado de un gran progreso artístico, es un marcado cambio de intensidad: el dolor, romántico y melancólico, si se quiere, pasa ahora a ser angustia; la sentimentalidad se tiñe de franca sensualidad; y las dudas se convierten en afirmaciones de dualidad que desgarran violentamente el alma del poeta»23. Su título es una cifra perfecta de su contenido: la exploración de sus conflictos, conscientemente asumidos, pero nunca resueltos, entre el espíritu y la carne, la religiosidad y el erotismo, la formación tradicional y la inquietud contemporánea, así como el testimonio, aunque sea indirecto, de los tiempos históricos que le tocó sufrir, los de la Revolución en México e incluso los de la Primera Guerra del mundo o del siglo. Sus poemas están ordenados según una tenue pero clara configuración simbólica, mediante la que el poeta da sentido a su propia trayectoria vital y sentimental.

Empieza con «Hoy como nunca», una nueva, aunque parece que definitiva despedida a Fuensanta. Hay que saber que hacia 1916 Josefa de los Ríos, verdaderamente agonizante, se había trasladado a México, donde murió en mayo del año siguiente. Prácticamente todos los críticos han dado por supuesto que el poema se escribió después de su muerte. Puede probarse que en realidad es algo anterior, y aunque tiene un sentido elegiaco, se trata de una despedida en plena agonía de Josefa, un proceso que, como deja traslucir el poema, López Velarde tuvo que seguir muy de cerca, pues también sabemos que el médico que atendió a la enferma fue el hermano del poeta, su inseparable Jesús. El poema comienza:



Hoy, como nunca, me enamoras y me entristeces;
si queda en mí una lágrima, yo la excito a que lave
nuestras dos lobregueces.

Hoy, como nunca, urge que tu paz me presida;
pero ya tu garganta sólo es una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses,
y toda tú una epístola de rasgos moribundos
colmada de dramáticos adioses.


(173)                


Octavio Paz comenta: «Estas líneas, aunque no son del mejor López Velarde, expresan muy bien lo que fue ese amor: una interminable despedida»24. Efectivamente, desde sus primeros textos López Velarde estuvo escribiendo esta despedida y es posible encontrar en ellos antecedentes directos a prácticamente todas las imágenes por las que se va sosteniendo y creciendo en calidad el poema: el vaso quebradizo del cuerpo, el reloj y su tic tac que son el corazón y su latido, el río sordo y la barca de la muerte, la tarde de ventisca y el sonido de las esquilas; incluso la segunda parte, en la que el poeta, ya definitivamente solo, se centra en su alma, en la ruina y desolación perpetua de su alma mediante imágenes litúrgicas y bíblicas cada vez más amplias e intensas, desde el paño a la parroquia, desde la lluvia al diluvio final.



Mi espíritu es un paño de ánimas, un paño
de ánimas de iglesia siempre menesterosa;
es un paño de ánimas goteado de cera,
hollado y roto por la grey astrosa.

No soy más que una nave de parroquia en penuria,
nave en que se celebran eternos funerales,
porque una lluvia terca no permite
sacar el ataúd a las calles rurales.


(173)                


Es significativo que inmediatamente después de este poema, comience, con el titulado «Trasmútase mi alma», la serie dedicada a la dama de la capital. Ésta aparece como una «creatura solar» (luz cenital, verano, antorcha, lava repentina, ave fúlgida, bólido...), como la portadora de una copa llena de un licor iluminador y al mismo tiempo embriagador, que sustituye a la copa eucarística y al agua lustral de Fuensanta, como un ser «mortífero y vital», dotada de poderes y peligros, que da vida y muerte simultáneamente y ante la que el protagonista poético siente tanta ilusión como miedo. Ella es la posibilidad de la definitiva transformación y liberación, del amor pleno, del pleno reconocimiento, del abandono de la niñez y del acceso a la madurez:

Fuensanta -dice Octavio Paz- había sido una figura pasiva, más un ídolo que una realidad; la segunda mujer es, simultáneamente, un cuerpo y un espíritu. Un cuerpo intocable que lo hechiza; un espíritu que lo espanta y le abre mundos desconocidos. Es una «vehemencia pálida» y, para acentuar aún más la contradicción de esa figura agrega: «¿Hiciste penitencia revolcándote encima de un desierto?». Por primera y última vez López Velarde reconoce en una mujer una complejidad espiritual semejante a la suya. Por un instante, la mujer deja de ser un objeto de veneración o de placer: «en tu rostro se ha posado el incendio y ha corrido la lava». A ella le debe la revelación de su «propio zodiaco: el León y la Virgen». El descubrimiento de sí mismo es también el de una mujer que es todas las mujeres, «total y parcial, periférica y central», es decir, una mujer que puede ser una amante sin abdicar a su albedrío. Una libertad25.


Pero la posibilidad no se cumple. La serie sobre el amor capitalino se cierra -un círculo dentro de otro círculo- con «La lágrima», nuevo poema del fracaso y del no tan frecuente tema de la soltería masculina, que junto con el de la esterilidad va a hacerse cada vez más acuciante en su literatura. El sueño del matrimonio, presente desde los primeros poemas a Fuensanta, vuelve a frustrarse, acaso de manera más concreta y dolorosa. El poeta se presenta solo e insomne, en la cama, que es como una tumba, oyendo los ruidos de los gatos noctámbulos, símbolos de lujuria y de muerte, mirando la cal de la habitación, llorando, definitivamente encerrado, después del fracasado intento de apertura, en sí mismo, en su propio dolor. Lo hace con gran patetismo, pero al mismo tiempo con gran pudor, con intensidad de sentimiento e imaginación:


lágrima en que navegan sin pendones
los mástiles de las consternaciones;
lágrima con que quiso
mi gratitud salar el Paraíso;
lágrima mía, en ti me encerraría,
debajo de un deleite sepulcral,
como un vigía en su salobre y mórbido fanal.


(227)                


El resto de los poemas tocan distintas facetas o momentos de la zozobra. Generalmente vuelven a estructurarse sobre los contrastes y conflictos que se establecen entre el yo del pasado y el yo del presente. Unos son celebraciones paganas («Idolatría») o momentos de renuncia y contrición cristiana («El minuto cobarde», «Como en la salve»); simples panegíricos, ya «A las jerezanas» («buenas mujeres y buenas cristianas...»), ya a las bailarinas de la capital, en las que -Salomé siempre al fondo- ve encarnado el poder sexual de la mujer sobre el hombre. Pero los mejores son aquellos en los que López Velarde supera cualquier planteamiento previsible o retórico y trasciende la mera oposición moral o la anécdota sentimental, lleva la exploración verbal de sus conflictos a una tensión insostenible y apunta hacia una indagación más profunda de la corporeidad, la identidad y el yo. Son poemas de concentrada violencia, de deseo y represión, voracidad y abstinencia, ímpetu de liberación y encierro, espera e impaciencia, placer y dolor, plenitud y muerte, en los que las imágenes, sobre todo somáticas, adquieren sorprendente vigor y sutileza. En ellos López Velarde logró descubrir relaciones insospechadas y decir versos nunca dichos, o, como dijo en algunos de sus escasos textos teóricos, «tomarse el pulso a sí mismo», auscultar «el sistema arterial del vocabulario» y producir la «combustión de mis huesos». El lenguaje modernista llega aquí a sus propios límites: «El sistema poético hase convertido en un sistema crítico»26. Sus complejidades, que muchos han visto como audacias de tímido y que el escritor Bernardo Ortiz de Montellano atribuía al pudor, han provocado frecuentes discusiones entre los críticos27. Me limito a escoger varios y a señalar algún detalle.

En el titulado «A las vírgenes», mujeres en las que ahora el poeta reconoce su propio drama interior, hecho de rebeldía y sumisión, dice: «y las que en la renuncia llana y lisa / de la tarde, salís a los balcones / a que beban la brisa / los sexos, cual sañudos escorpiones» (215). Estos versos llamaron la atención de Octavio Paz, a quien le recordaron los grabados crueles y exactos de Julio Ruelas, el ilustrador de la Revista Moderna de México, de gran influencia en los modernistas mexicanos, y efectivamente una de las representaciones de la «mujer fatal» en Ruelas era una mujer monstruo con cuerpo de escorpión. Este estímulo habría que sumarlo a lo que me parece un origen probablemente lugoniano de la imagen. En el «Himno a la Luna» Lugones habla de una rentista solterona y oronda que «al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina; / y del corpiño harto estrecho, / desborda sobre el antepecho / la esférica arroba de gelatina»28. López Velarde transmutó así elementos ajenos de época en un lenguaje propio y nuevo. Es posible que, cuando su obra se difundió algo en la Argentina a comienzos de los veinte, estos versos estimularan al vanguardista Oliverio Girondo, quien en el poema «Exvoto. A las chicas de Flores», de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), al tratar el tema de la represión sexual, desarrolló la imagen, aunque con una desinhibición que en el mexicano no se da: «Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás -empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas»29.

En «Mi corazón se amerita...» el apremio del deseo se confunde con la incontenible impaciencia por vivir una vida plena:



Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en la ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.

Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor, dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica,
sus ávidas mareas y su eterno oleaje30.


(198)                


Poema análogo a la turbadora prosa poética «Obra maestra», que arranca con la figura del tigre, cuya cola golpea y sangra contra los barrotes, imágenes del eros enjaulado y de la masturbación, y acaba en una reflexión sobre la esterilidad, sobre el cultivo del propio yo como obra de arte y como sustituto a la falta de descendencia:

El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da un punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tal maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear en los barrotes, sangra de un solo sitio.

El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza [...] Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra31.


En «El mendigo», que comienza «Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma / de todos los voraces ayunos pordioseros...» (217), López Velarde habla de lo que llamó en otro lugar «el cuerpo famélico y la pordiosería del alma»32, del torturante sentimiento de exclusión de la plenitud. Aunque el mendigo es una imagen de la marginación con la que se identificaron numerosos artistas durante el romanticismo y el modernismo, él le da una dimensión «cósmica», lo que más tarde se llamó existencial, referida a la condición siempre indigente, menesterosa del hombre concebido como un desterrado del paraíso. Y aunque en determinados momentos el hambre y la sed de este mendigo recuerdan el suplicio de Tántalo, López Velarde vuelve a encauzar el poema a través de la imaginería cristiana y acude al recuerdo de los anacoretas que, en los primeros siglos del cristianismo, llevaron en el desierto de la Tebaida vida de retiro y penitencia, no exenta de tentaciones. Hasta se podría decir que en la poesía hispanoamericana este poema es un eslabón entre Darío («y somos los mendigos de nuestras pobres almas») y César Vallejo, en el que culmina el motivo del hambriento, del invitado al falso festín de la vida.

En el citado «Anima adoratrix» López Velarde habla de la pasión, el pasmo y la postración final ante el misterio de la vida, encarnado fundamentalmente en la mujer. Comienza con una serie de imágenes difíciles, plurisignificativas, que la crítica ha discutido, pero en las que hay un sentido indudablemente genital, fálico, alusivo a la erección:



Mi virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico, que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa.

Mi única virtud es sentirme desollado
en el templo y la calle, en la alcoba y el prado.

Orean mi bautismo, en alma y carne vivas,
las ráfagas eternas entre las fugitivas.

Todo me pide sangre: la mujer y la estrella,
la congoja del trueno, la vejez con su báculo,
el grifo que vomita su hidráulica querella,
y la lámpara, parpadeo del tabernáculo.


(228)33                


La urgencia del deseo, a partir de la sensación corporal del «hormigueo», es el tema de «Hormigas», («responde, en la embriaguez de la encantada hora, / un encono de hormigas en mis venas voraces» 220); la congoja ante los límites de su ser, pero también el temor concreto ante la impotencia sexual está en «La última odalisca» («si la eficaz y viva rosa / queda superflua y estorbosa» 233). «Tierra mojada...», que recrea el estado de ánimo de una tarde de lluvia y encierro, llena de sutiles sensaciones e imaginaciones eróticas, en la que el presente en la ciudad se mezcla con el recuerdo de la provincia, y las prostitutas -las consabidas náyades arteras que balbucean húmedos y anhelantes monosílabos-, sirven de contrapunto a las señoritas y doncellas, termina con una nueva alusión irónica a la erección:


ardes en que el chubasco
me induce a enardecer a cada una
de las doncellas frígidas con la brasa oportuna;
tardes en que, oxidada la voluntad,
me siento acólito del alcanfor,
un poco pez espada
y un poco San Isidro Labrador...


(207)                


Zozobra, el libro de la «zozobra» termina con «Humildemente...», un poema de sabia sencillez, de irónica ingenuidad, verdaderamente «naif»; un poema de ida y vuelta, resumen del aprendizaje vital y literario del escritor y de su reiterado tratamiento del motivo del viaje circular. Está dedicado «A mi madre y a mis hermanas». El poeta imagina que, antes de morir, vuelve a Jerez, un día radiante del Corpus Cristi, para arrodillarse en la plaza, ante el Santísimo que pasa en procesión:


Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos.


(248)                


El rito religioso lo reintegra a la comunidad y suspende el tiempo. El sueño de la inmovilización asociado al del regreso tiene aquí su mejor expresión. Se da al mismo tiempo la intensidad y la anulación de los sentidos. Todo se para, los afanes diarios, los remordimientos y las tentaciones; afuera queda la historia, con sus cambios, amenazas y conflictos:



«Te conozco, Señor,
aunque viajas de incógnito,
y a tu paso de aromas
me quedo sordomudo,
paralítico y ciego,
por gozar tu balsámica presencia.

«Tu carroza sonora
apaga repentina
el breve movimiento,
cual si fuesen las calles
una juguetería
que se quedó sin cuerda.

«Mi prima, con la aguja
en alto, tras sus vidrios,
está inmóvil con un gesto de estatua.

«El cartero aldeano
que trae nuevas del mundo,
se ha hincado en su valija.

«El húmedo corpiño
de Genoveva, puesto
a secar, ya no baila
arriba del tejado.


(248-249)                


El hijo pródigo vuelve a la casa del padre y proclama su voluntad de renuncia al mundo, a la mitad de su alma. La «hibris» pagana es vencida por la virtud cristiana de la humildad y el Edén subvertido se restablece.



«Señor, mi temerario
corazón que buscaba
arrogantes quimeras,
se anonada y te grita
que soy tu juguete agradecido
[...]

«Todo está de rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de tus ruedas».


(250)                


Zozobra, el libro de la transformación, del desasosiego espiritual e histórico y de sus correspondientes búsquedas artísticas, termina así, con el sueño de la vuelta, en realidad imposible, siempre pospuesta, a los orígenes, al orden y la paz; un sueño de vuelta a los orígenes que va a presidir la producción final del escritor.

Todo parece indicar que los dos últimos años de vida de López Velarde fueron difíciles, casi desastrosos. No acabó de superar sus fracasos sentimentales. Su literatura era abiertamente cuestionada por el sector más poderoso de la crítica mexicana, apegada a los modelos gonzalezmartinianos. En 1920 el presidente Carranza, al que se había aproximado y del que esperaba mucho, fue derrocado violentamente por Álvaro Obregón. Y el 19 de junio de 1921-días antes de que se publicase su poema «La Suave Patria», del que la cultura revolucionaria hizo inmediatamente, mediante una interpretación bastante parcial, un símbolo del nuevo México, y comenzase su glorificación oficial-, López Velarde murió, rodeado de su familia y amigos, tras recibir los últimos sacramentos. Acababa de cumplir treinta y tres años. Su más íntimo amigo, al que debemos muchos datos y también leyendas sobre el escritor, el médico Pedro de Alba certificó oficialmente una «bronconeumonía»34. Extraoficialmente nunca dejó de correr un rumor: una enfermedad venérea, acaso la sífilis, contraída en sus frecuentes contactos con prostitutas, había contribuido, incluso provocado la muerte del joven y en apariencia fuerte escritor. Sólo recientemente se ha tratado abierta y seriamente el tema, incluso ha provocado una polémica entre sus biógrafos Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid, partidarios de tener en cuenta respectivamente la sífilis o la depresión como coadyuvantes de su muerte35. Éste aludió al contagio en varios textos. A veces de manera muy escondida, al menos así nos lo parece hoy, como en estos retorcidos versos de «Ánima adoratrix»: «Espiritual al prójimo, mi corazón se inmola / para hacer un empréstito sin usuras aciagas / a la clorosis virgen y azul de los Gonzaga / y a la cárdena quiebra del Marqués de Priola» (229), nueva expresión de la «dualidad funesta» entre el cuerpo y el espíritu. La «clorosis» con la que se caracteriza la, por otra parte, violenta familia del santo jesuita Luis Gonzaga, es una enfermedad que en la época se relacionaba con la virginidad o abstinencia sexual; Le Marquis de Priola es -como anota Sheridan- un dramón escrito en 1901 por Henri Leon Lavedan y estrenado en México en 1910, sobre un libertino que muere, envenenada su sangre por el mal de la sífilis36. Otras veces de forma más abierta, como en la prosa «La flor punitiva», sobre los señalados por la diosa Venus, sobre la complacencia (católica) en el pecado y la expiación: «Una y otra vez envenenado en el jardín de los deleites, no asomaron ni la desesperación, ni la venganza, ni siquiera un inicial disgusto. Antes bien, germinó la solemne complacencia de los señalados por la diosa»37.

En cualquier caso, y sin tratar de solucionar misterios biográficos a través de la poesía, sí cabe decir que sus poemas póstumos destinados al libro en preparación El son del corazón, además de prolongar básicamente las preocupaciones de Zozobra, presentan un nuevo e inquietante presentimiento de muerte, que a veces se formula directamente: «Señor, Dios mío: no vayas / a querer desfigurar / mi pobre cuerpo...» (270); «me parece que por amar tanto / voy bebiendo una copa de espanto» (272). Y una insistencia casi obsesiva en la vuelta a los orígenes: reaparece Jerez y de nuevo Fuensanta, no ya la enferma y espiritual, sino la muerta y resucitada, el esqueleto o el fantasma mismo de Fuensanta. Según Pedro de Alba, «quienes asistimos al alumbramiento de los poemas de El son del corazón, sabemos cómo se fue dibujando de nuevo el íntimo retorno a Fuensanta; cómo su recuerdo y su figura se volvieron obsesión del poeta. Era el triunfo póstumo del primer amor y era también el llamado de una sombra misteriosa»38. Con estos poemas el círculo se cierra, la trayectoria vital y literaria del escritor adquiere finalmente una extraordinaria coherencia, de la que sin duda él fue consciente. En el titulado «¡Qué adorable manía!» alude a su cansancio de la carne y a su renacido amor por Fuensanta la Muerta:



Cuando se cansa de probar amor
mi carne, en torno de la carne viva,
y cuando me aniquilo de estupor
al ver el surco que dejó en la arena
mi sexo, en su perenne rogativa:
de pronto convertirse al mundo veo
en un enamorado mausoleo...

Y mi alma en pena bebe un negro vino,
y un sonoro esqueleto peregrino
anda cual un laúd por el camino...


(279)                


Ese esqueleto es el de Fuensanta, en cuyo «cráneo vacío y aromático», el poeta toma «un eterno viático», esto es, el sacramento de la Eucaristía, que se administra a los enfermos que están en peligro de muerte. En «La ascensión y la asunción» López Velarde hace una de sus utilizaciones poéticas más audaces del mundo católico, cuando juntando los dogmas de la Ascensión de Cristo y de la Asunción de la Virgen, los aplica a sí mismo y a Fuensanta, que aparecen juntos, en «comunión», volando y alejándose del mundo:



Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.

Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias...

Dogma recíproco del corazón:
¡ser, por virtud ajena y virtud propia,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!

Su corazón de niebla y teología,
abrochado a mi rojo corazón,
traslada, en una música estelar,
el Sacramento de la Eucaristía.

Vuela de incógnito el fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin de la atmósfera
me da medio perfil para su diálogo
y un cuarto de perfil para su beso...


(273)                


Pero el poema en que se cifra este reencuentro, en realidad toda su poesía, es el enigmático, tal vez inacabado «El sueño de los guantes negros», que apareció entre los papeles póstumos del poeta con varias palabras ilegibles. Es un poema paralelo, y no sólo por el título y el comienzo, al también póstumo «El sueño de la inocencia». En éste el poeta habla de una visión que enlaza «mis Últimos óleos con mi Bautismo» y que tiene como escenario el Santuario de la Virgen de Jerez:


Soñé que comulgaba, que brumas espectrales
envolvían mi pueblo, y que Nuestra Señora
me miraba llorar y anegar su Santuario
[...]
y yo era ante la Virgen, cabizbaja y benévola,
el lago de las lágrimas y el río del respeto...


(286)                


«El sueño de los guantes negros» transcurre en una capilla que está en la ciudad de México y al mismo tiempo en el más allá, donde se va a celebrar otro encuentro, otro sacramento:



Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de silencio.

No más señal viviente que los ecos
de una llamada a misa, en el misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.

De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes negros.


(284)                


Lo que sigue es una boda entre Fuensanta («la prisionera del Valle de México») y el poeta también muerto: la «novia perpetua» y el «idólatra» se reúnen finalmente en una imaginaria resurrección. Y los discutidos «guantes negros» corresponden a un fúnebre vestido de novia, también de viuda, y son una prenda de fetichismo funerario. La necrofilia -acaso el término que mejor designa esa confusión de sentimientos que Fuensanta inspiró a López Velarde- nunca se manifestó tan violentamente como en este verso: «¿Conservabas tu carne en cada hueso?» (284). Con estas nupcias del más allá López Velarde se inscribe en una tradición que habían recorrido antes Swedenborg o Poe, Novalis o Nerval. La mezcla de religiosidad, amor y muerte, presente desde sus primeros poemas, se expresa con un lenguaje visionario que, sin dejar de ser absolutamente personal, puede conectar con cierto Lugones, incluso con una discípula de éste y de Baudelaire, Delmira Agustini, quien en sus mejores momentos también llegó hasta los límites mismos del modernismo. No deja de ser significativo que esta turbadora visión de los guantes negros -la boda con la muerte en la que siempre estuvo soñando, el poema que estuvo escribiendo siempre-, quedase al final trunco, abierto.