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Segunda parte

     Pocos andan en el mundo, señor Franco, que hallen en la posada abundante pasto, y buen guisado para el cuerpo y para la honra y conciencia, como el que yo he hallado en la vuestra.
FR. No os extrañéis, señor Altamirano, de haber hallado aquí todo eso que decís, porque en Zaragoza abundan las buenas cosas.
AL. Tengo por cierto que hay pocos infieles convertidos a nuestra fe que al principio no sientan alguna duda o escrúpulo en la conciencia, ya sea porque les hayan formado poco en las Escrituras, ya sea porque no tengan el entendimiento abierto y capaz para recibirlas como deben. Digo esto porque, o por no haber entendido bien vuestros consejos y razones, o porque vos me las habéis dicho oscuras y cortas, no he quedado bien confirmado en vuestra opinión. Por ello, quiero preguntaros algunas dudas y escrúpulos que me han quedado, para que, quedando satisfecho, con ánimo sano y sincero vuelva a mi tierra a por remedio para mi fama, sin escándalo ni engaño, y pueda hacer a otros provecho con vuestras razones.
FR. Este buen deseo que tenéis, es ciertamente señal de la buena edificación que la justificación hará en vos, y por ello, pienso satisfaceros en todo.
AL. Poco trabajo tendréis. Según voy entendiendo, el desengaño y los tiempos modernos son muy distintos de los pasados, y hoy, las gentes van tras el juicio común y vulgar.
FR. ¿Por qué lo decís?
AL. Porque la mayor parte de los hombres de esta era andan tan ocupados sobre los puntillos de la honra, tan desapegados de la religión, tan desvergonzados con la justicia y tan sueltos de la caridad, que dudo de que haya alguno que se tenga por hombre de honra, que perdone sus injurias con aquella sinceridad de ánimo con que decís que se han de perdonar. ¡Oh siglo dorado!, tú fuiste un buen siglo porque los grandes hombres refrenaban con la magnanimidad de sus corazones el ímpetu y el furor de sus apasionados ánimos y tenían en más la victoria que recibían de la clemencia, de la que podían alcanzar por la venganza, porque se preciaban más de ser buenos filósofos y observadores de la religión, que temidos capitanes. Ahora, algunos príncipes, no solamente tienen estragado el gusto de la filosofía y el modo de vivir bien, sino también de su religión, que es lo peor, no parándose a considerar cuánto les va en ser buenos cristianos, y cuánto más lustre tomarían sus cosas si miraran sus conciencias. Los más de ellos no se precian de esto, ni tienen por cosa más principal que el ser altivos y presuntuosos con sus inferiores, y vivir retirados, no para ocuparse en virtuosos estudios y conversaciones, sino para jugar en sus haciendas y murmurar de las ajenas. Dejando a un lado a éstos y hablando de aquellos caballeros cuya principal profesión es vivir muy celosos de su honra, y velarla y guardarla, digo que, si uno de ellos fuera injuriado por otro y, disimulase valerosamente su injuria, y perdonase la ofensa sin recibir satisfacción, dudo que pudiera vivir en el mundo, avergonzado y corrido por otros. Considerando esto, yo deseo saber de qué manera podría un injuriado remediar su honra sin poner en peligro su conciencia, porque me parece que, tal como se juzgan hoy las cosas, si uno injuria a otro con obras, el injuriado no puede satisfacerse sino con obras y sangre, y llegando a esto, me parece que se ofende a la conciencia.
FR. Fijaos qué fuerza tiene la razón que, después de conocerla, sois un Cicerón o un San Pablo. Todas vuestras consideraciones me parecen buenas, y os informaré de lo que deseáis saber, aunque parezca difícil. Decís que si un injuriado con obras puede satisfacerse con palabras, os diré lo que me parece remitiéndome a un juicio más claro. Es opinión de muchos que la de obras no puede satisfacerse con palabras. Pero Justinopolitano dice que estas opiniones son falsas, y que esta materia tan delicada no se puede juzgar sencillamente, porque si sólo se oyen las palabras obras y palabras, las palabras no pueden llegar al punto y sujeto de las obras, ni tener su reputación y autoridad. Pero la consideración verdadera debe ser ponderar los grados de la vergüenza y fama de la siguiente manera: considerar la obra y el modo cómo se ha hecho la ofensa, que de la obra viene la injuria y de la manera de injuriar, el cargo; y considerar la sinceridad del ofendido y la malicia del ofensor; después de esto, quién queda más infame, si el que recibe la injuria o el que la hace. Y para que lo entendáis mejor, decidme: ¿a quién consideraréis más honrado o más desvergonzado, al caballero que será ofendido con engaño y traición, o al traidor alevoso que le engañó y ofendió?
AL. No hay duda, queda más avergonzado el caballero que engañosamente hizo alevosía que el que la recibió.
FR. Pues si este injuriante confiesa que la falta y villanía que entre los dos pasó la hizo él contra la ley de buen caballero, y si por su confesión declarando que el ofendido no ha faltado a su honra, sino que la falta ha sido suya al haberle hecho sinrazón, y cuenta cómo pasó el feo y mal caso, el ofendido es justificado y se ha de tener por satisfecho.
AL. Muchos dicen que, para que un injuriado de palabra no llegue a pelear en duelo, hace falta que su contrario se ponga en sus manos para que tome de él la satisfacción que le plazca.
FR. Esta manera de satisfacción no da reputación al que la recibe si, descortésmente, pone las manos encima de aquel que, con humildad y celo de satisfacerle, se ha puesto a su disposición. Esto aconteció en Roma a un gentilhombre que, poniéndose en manos de otro al que él había ofendido, recibió muchos palos o cañazos, no acordándose aquél de cuán noble cosa es perdonar al humilde, además de que tal manera de satisfacción es descortés, cruel y, villana, porque no es confirmación de paz, sitio nueva causa de guerra y enemistad. Pero la injuria de obras se podría satisfacer con palabras porque entendemos que, siendo uno ultrajado y retado por cosas feas, si este agraviado escribiese al otro diciendo que puede probarle que lo que con él hizo lo hizo malamente y, fuera de la ley, del caballero, y, el injuriante le responde que sabe y confiesa que ha sido como él dice, y que le pesa de haberle injuriado malamente, ciertamente no quedaría entre los dos querella ni obligación de honra.
AL. Buscad a quién sea capaz de decir eso en la actualidad.
FR. Llegan dos caballeros a la batalla y sus padrinos ordenan los capítulos. El padrino del provocante, que es el injuriado, consiente en la querella, pero confirma y confiesa que es verdad todo aquello que la parte del adversario dice, y cesa la querella. El combate cesa, porque ya el provocante injuriado ha probado su intención. Con las mismas palabras del cartel, por haberlas afirmado y consentido, el padrino del provocado ha satisfecho la honra del provocante, por lo que ha cesado el combate, ni más ni menos, y con más reputación quedaría satisfecho el provocador si el provocado, delante de algunos caballeros u hombres de honra, las dijese de palabra pidiéndole perdón, como en tales satisfacciones se acostumbra. Hay otra manera de satisfacerse con palabras: «Señor Fulano, me han dicho que habéis enviado un cartel por el que os quejáis de mí y decís que yo os di de palos, ruinmente y sin razón alguna, y que esto me daréis a conocer con las armas que yo elija. He estado deliberando sobre salir con vos al combate para dar a conocer al mundo cómo soy hombre que sabe hacer de lo malo, bueno, y mantenerlo bueno, y más, conociendo que la honra del buen soldado y caballero consiste en mantener la verdad y no tomar las armas contra ella, acepto vuestra querella y reconozco que es verdad todo aquello que dice vuestro cartel, que por la fuerza de las armas me haréis reconocer. Y así, confieso que os injurié malamente, y como hombre que por enojo estaba fuera del conocimiento de la verdad, que vos tenéis, os pido y ruego que me perdonéis y seáis mi amigo». Veis, entendemos que el que recibe una injuria, no recibe vergüenza, sino que la recibe el injuriante, porque en su mano estuvo el no hacerla, mientras que no estuvo en la del ofendido guardarse de recibirla, ni está en la mano de hombre alguno el poderse librar de las asechanzas del alevoso, ni preverlas, de manera que, para satisfacer a este engañado y agraviado, no queda sino que reconozca y confiese el que le agravió, que le injurió malamente, contra la razón y la verdad, y que está preparado para darle toda la satisfacción. Dicho esto, no sé que buscan ni quieren los gentiles caballeros que viven justificadamente, porque con éstos hablo y para éstos se dan los medios y satisfacciones que he dicho, y no para los ignorantes y bestiales, que dicen que la honra está fuera de la cristiandad, y ved qué honra puede haber sin cristiandad. Puede darse otra forma de satisfacción en el caso de que le haya dado uno a otro de palos malamente, con demasía o hallándole descuidado: «Señor Fulano, yo confieso que sin haberos avisado, como debía por ley de caballero, os injurié sin que vos lo mereciérais, que si me hubierais percibido y reconocido como enemigo, viéndoos como yo, me hubierais podido ofender como yo os ofendí, y reconociendo qué gran enemigo de mi honra fui al hacerlo, y el vil acto que realicé en vuestra persona, sabiendo que sois un buen caballero, os ruego que me perdonéis». Tal satisfacción y confesión, le quita las ganas de probar al ofendido y, cuanta más entera satisfacción del ofendido se pidiese, que el ofensor se alargue más. Podríais añadir esto: «Yo os ruego que de esta satisfacción quedéis contento, y si no lo estáis y os parece que, en vuestra opinión, no es suficiente, me ofrezco a daros toda aquella que, por honrado caballero sería juzgada como suficiente». Estas palabras que pueden satisfacer al ofendido, no ha de tener dificultad en decirlas el ofensor, porque debe decirlas y dar al ofendido lo que le corresponde, y si no las dijera, quedaría reputado de malvado y villano, pues confirmaría el mal ánimo que tuvo para ofenderle.
AL. ¿De forma que si el injuriante llega al injuriado y, espontáneamente, delante de hombres honrados, le dice lo que habría de decirle en el campo para satisfacción del injuriado, pueden honradamente los dos hacer las paces?
FR. Pueden cuando el injuriante da al injuriado todo lo que le toca y no más.
AL. Bien decís que no debería darse más de lo que es razonable, porque tornar más parecería venganza y no descargo, mas ¿qué decís de la costumbre que quiere que el injuriante deba dar tal satisfacción que quede injuriado, de manera que el ofendido no se contenta con la injusta satisfacción que le toca, sino que pide y quiere que se la den tal que el injuriante quede cargado? De esta manera, nunca tendrán fin las pendencias si siempre queda uno que pide.
FR. Toda la culpa la tienen los intermediarios que no saben repartir los términos de la satisfacción de manera que den a cada uno lo que por razón le toca. Y puesto que queréis saber la manera de las satisfacciones que se dan a injurias de palabras, os diré el parecer de algunos que han escrito sobre esto. Cuando uno ha puesto tacha en la honra de otro, ha de confesar que aquello que ha dicho no es así, tal como con enojo dijera. Después de esto, para su defensa también podrá decir que lo dijo porque creía que así era, o porque otro se lo dijo, o que se lo dijo con enojo. Y si dice que lo dijo porque creía que así era, que añada a esto que se engañó o que opinó equivocadamente, y que reconoce que verdaderamente es de otra manera. Si dice que se lo dijo otro, podría añadir que aquél que se lo dijo, no le dijo la verdad; si dice que lo dijo con enojo, dirá que ahora que es dueño de sí, reconoce que es otro modo y que está arrepentido y corrido por haberle injuriado sin razón. Así, tales palabras pueden servir a muchas injurias declarándolas por sentencias contrarias: os dije que erais traidor, confieso y reconozco que os tengo por leal y honrado caballero, digno de honra y de fe. De esta manera, siempre que el ofendido vea que con las palabras que decís se muestra la verdad en favor suyo, estará satisfecho. Y si alguno no quisiera repetir las palabras injuriosas que ha dicho, revocándolas solamente por la manera en que las dice con otras palabras de la misma fuerza, podría ser que el cargado se descargase. Y cuando uno hubiese desmentido a otro sobre palabras verdaderas, también debe revocar lo que ha dicho, diciendo así: «yo os he desmentido malamente y conozco que esto es la verdad, y arrepentido de mi error os ruego que me perdonéis». Y si a alguno le pareciere fuerte revocar lo dicho diciendo «yo os he desmentido malamente», puede utilizar otros términos más honestos diciendo; «yo confieso que son verdaderas las palabras que vos habéis dicho, sobre las cuales nació nuestra cuestión», y también puede declarar la cosa que fue la causa de llegar a tales palabras y confesar que fue verdadera.
AL. Me habéis dado la vida al abrirme camino para no verme con Belmar y para que sepa lo que tengo que hacer para mi satisfacción, pues el me convidó a ello.
FR. En este caso hay otra manera de hacer las paces. Decir al que me desmintió: «Yo tendría por bien saber por vos, señor Fulano, con qué intención y ánimo vinisteis a mí, o que os movió a decirme aquellas palabras injuriosas por las cuales yo os desmentí. Os ruego que me lo digáis». El otro responde: «por no encubrir la verdad, digo que yo las dije con enojo, sin que me moviese ninguna otra causa para decirlas». Dirá el que le desmintió: «ahora que comprendo que las palabras que me dijisteis las hizo decir el enojo y no la razón, yo confieso que mi intención no fue desmentiros, sino en caso de que me las hubierais dicho deliberadamente para injuriarme, y así, digo que os conozco por hombre de verdad, que merece ser honrado, por lo que os ruego que olvidéis las palabras de enojo que han pasado entre nosotros, y me tengáis por amigo». Responderá el otro: «yo os tengo por persona honrada y amigo». Veis, con estas maneras de satisfacción se pueden concertar mil casos semejantes que cada día acontecen.
AL. Tenéis la mayor razón del mundo, y pienso hacer, de esa manera, mucho beneficio a muchos, y decís bien al decir que no ha de mirarse sino la intención.
FR. Así es, que las palabras por sí mismas, no hacen bien ni mal, ni honran ni deshonran; ni la intención ni el ánimo deliberado por sí mismo, sin las palabras, tampoco valen. Es como si cargarais un arcabuz y echarais dos cargas de muy fina y excelente pólvora. Sólo con ella, que sería la intención, por muy buena que sea, no mataréis a un hombre, pero si a las dos cargas añadís una pelota, que es la mala palabra, ciertamente podréis con ella matar a un hombre; y si cargáis el arcabuz con una pelota o dos, sin pólvora, que son las palabras sin la mala intención, claro está que no podréis hacer con ellas mal a nadie; y si con la pólvora ponéis un papel, que es la simple palabra con mala intención, podréis matar a un hombre. Así son las injurias, que las palabras dichas con dañada voluntad y ánimo deliberado, injurian y ofenden aunque sean blandas y corteses. Así, si yo quisiera injuriaros, digo a otro: «Yo os digo que Altamirano es una buena pieza, y que se le puede confiar el tesoro de Venecia, qué cuerpo de verdades, es un santo, no sabe enturbiar el agua», y así, otras palabras simples y sin valor, mas irónicas, dichas con dañada voluntad y cierto sonsonete, que injurian mucho. Hay otras palabras feas, sucias y descorteses que, no solamente no injurian, sino loan. Hablamos de un hombre conocido y, tenido por persona pacífica, modesta, honesta, devota y virtuosa, yo que quiero loarle más que vos al decir esas palabras, digo: «a ése de quien me habláis le encuentro cada noche capeando por esos cantones y salteando por esos caminos. Todo cuanto tiene procede de la usura. No le oiréis sino difamar vidas de buenos. No os fiéis de él que es un desuella caras y jamás le oiréis decir una verdad». Mirad que palabras tan injuriosas, mas como las digo con ánimo noble y con sonsonete, demuestro que han de entenderse al contrario y, no solamente no injurio con ellas, sino que le loo mucho. Yendo un príncipe por un camino, le ven pasar unos escardadores o vendimiadores, le preguntan dónde va y le dicen: «mirad cuántos lleva detrás suyo, a la sombra de sus cuernos». «Él va a holgarse, pero su mujer se queda con el cura». Y así le dicen mil pullas, y feísimas y sucias palabras, pero como las dicen con ánimo sincero, por juego y burla, antes deleitan que enojan, así que no han de mirarse las palabras que aquél me dijo, sino el ánimo con que me las dijo. También suele pasar que uno se queja de otro porque ha hablado mal en su ausencia, y el otro lo niega y afirma que nunca lo ha dicho. Algunos piensan que este desdecirse y negar es suficiente satisfacción; otros, no contentos con esto, quieren que diga: «yo no lo he dicho, y si lo hubiera dicho, habría dicho falsedad y hecho cosas que no debía». Yo tendría esta satisfacción por buena y bastante. Después de esto digo que, si yo hubiese dicho mal de otro y llegáramos a las pruebas, por nada dejaría de decir la verdad y de darle satisfacción, porque el caballero, como os dije antes de comer, no debe encubrir la verdad y, así, no haría mal en decir: «siempre tuve intención de no injuriar a nadie, si acaso yo he hablado mal de vos, reconozco que os he ofendido y hecho lo que no debía, porque estuvo mal dicho, y confieso haber hecho mal en decirlo y os pido perdón por ello». Dicen los duelistas de Italia que, en todas las cosas donde ha habido ofensa, conviene pedir perdón, y que todo caballero debe guardarse de decir, en ausencia de otro, palabras en perjuicio suyo que no sean verdaderas, y tampoco ha de decir la verdad con intención de ofender.
AL. Gran tacha es la del caballero mentiroso, y es malo que muchos se precien de serio y por acertar con un donaire, deshonren a un hombre, y a veces, a muchos. Y para decir un buen dicho, no les da vergüenza mentir a veces en perjuicio suyo y ajeno, sin mirar los daños que nacen de las mentiras y los desmentidos, pues muchos tienen por cierto que por un desmentido se debe matar a un hombre y retarle al combate.
FR. Los ignorantes, vanos, vanagloriosos, desalmados, sin conciencia, sin caridad, inhumanos, desapegados del prójimo, confiados en sí mismos, desvergonzados para con las leyes, atrevidos a Dios, temerarios al mundo, tales monstruos, por eso y por menos que eso, hacen lo que decís. ¿Qué pena pensáis que mereció aquel que quemó el templo de Diana, o qué pena merecería el que quemase la iglesia de San Pedro de Roma, el Alcázar de Toledo, la Alhambra de Granada, la Aljafería o el templo de esta ciudad?
AL. Más de la que podría inventar el que inventó el toro de metal para atormentar a los hombres.
FR. ¿Pues no os parece que el edificio más suntuoso y delicado, y de más primor y artificio del mundo es el templo de Dios, y, así llaman al cuerpo del hombre?
AL. Sí.
FR. Pues entonces, mayor delito comete el que lo deshace que el que derribó el Coloso de Rodas o quemó el templo de Diana.
AL. Es verdad, pero se nos puede decir que consideremos cuánto se estima hoy la honra que, por conservarla, se expone el hombre a merecer tanta pena.
FR. Culpa tiene quien merece pena, y aunque no tuviesen las honras de los hombres otra reparación sino este homicidio, deben huir de él, cuánto más porque es cosa fuera de razón y mal entendida que por un desmentido corra a las armas un caballero.
AL. Mucho haríais si me probárais que el caballero desmentido no está obligado luego a correr a las armas, que es tino de los escrúpulos que yo tengo, porque veo a los modernos avergonzarse de tomar satisfacción si no es por la espada.
FR. Es una barbaridad no entender que en la prueba de las armas no hay certeza, porque es dudosa, y que el duelo sólo prueba quién ha tenido mejor fortuna, y la prueba civil es cierta, porque es juzgada con razón, ¿No se sabe quién es más honrado, si aquél que prueba su honra con cierta probanza o el que cree haberla satisfecho de manera incierta y dudosa? Aunque no hubiera en estas probanzas otra razón más que la batalla es prueba de fuerza y la civil prueba de razón, bastaría para que un desmentido no corriera a las armas, porque está clara la diferencia que va de lo cierto a lo incierto y de la razón a la fuerza. Porque la razón, ya os lo he dicho, es virtud propia del hombre y la fuerza lo es de los brutos animales, así que cuando el hombre deja la prueba que los hombres deben hacer y toma la de los brutos, no puede salir de ello nada que no sea bestial. Y si los caballeros quisieran considerar esto, verían que tanta deshonra es utilizar las armas injustamente y sin razón, como honra es ejercitarlas noblemente. Deberían, pues, aquellos que legítimamente fueron desmentidos, procurar buscar la verdad por la vía de la razón y no de la fuerza, y encaminarse por aquélla y no tomar el camino de las armas sino en caso de gran necesidad; y, los que, sin razón, fueran desmentidos, con más facilidad hallarán sus descargos porque la justicia les ayudará.
AL. Así tendría que ser. Lo que yo nunca pude entender, ni encontré quién me lo aclarase, son las diferencias entre los desmentidos, y quién desmiente con razón y quién sin ella, cuáles son las ligeras y cuáles las graves, y el valor de cada una.
FR. No deseáis saber poco, ni hará poco el que os dé la verdadera relación de la barbarie y confusión a la que aludís. Sabed que hay muchas diferencias entre los desmentidos: unos son generales, otros especiales, otros condicionales, otros ciertos y no legítimos, otros ciertos y legítimos, que son los que valen, y otros disparatados. Los generales son de dos clases, uno respecto de la persona y gene- otro respecto de la injuria. Los rales desmentidos respecto de la persona son aquellos en que no se nombra a aquél a quien se desmiente, como por ejemplo: «Quien haya dicho de mí que yo desamparé la batería de San Quintín, ha mentido». Esta clase de desmentido se podría disimular por ley de caballería, pero sólo cuando se diese de uno en uno. Pero si se da en presencia de quien oyó decir tales palabras, debe el que las dijo responder y mantener lo que dijo si dijo verdad, y si no, confesar la verdad y devolver a aquél su buena fama. El desmentido general respecto de la injuria es, al contrario que el anterior, de esta manera: «Luis, vos habéis hablado mal de mí y en perjuicio de mi honra, por lo que yo digo que habéis mentido». Ved aquí cómo se nombra a la persona y se la desmiente por cosas no sabidas ni declaradas encubriendo la injuria de un modo general. Porque de muchas maneras se puede hablar mal de otro, por tanto, es necesario declarar muy bien la cosa por la cual uno cree haber sido ofendido, para que el otro pueda decidir dar sus pruebas por vía civil, de las armas, o dar descargo y satisfacción bastantes sin llegar a luchar, y por estas razones, tales desmentidos no son legítimos, sino confusos y errados, y así, cumple al que desmintió escribir su cartel particularmente, declarando la causa que le ha movido a escribir. Y además de que esta manera de desmentir no es legítima, se corre el peligro de confundirla con otra de más valor, por la que vendría a ser el primero que desmintió, cargado y actor. La conclusión es ésta: Silvestre ha sabido que Rodrigo ha dicho que él es un ladrón, y sobre estas palabras determina escribirle. Le dice: «Rodrigo, vos habéis hablado mal de mí en mi ausencia, por lo que os digo que habéis mentido». Rodrigo sabe algunos delitos y males de Silvestre, que podría decir delante de los testigos que él trajese: «Silvestre, yo confieso haber dicho males de vos que, entre los que habéis hecho, son estos y estos», declarándolos delante de aquellos testigos, sin hacer mención del latrocinio, que es del que Silvestre se quiere sentir, y que no nombró. Tras estas palabras, Rodrigo responde: «Digo que mentís al decir que yo, diciendo males de vos, he mentido». Ved lo que es hablar en general, que aunque Silvestre volviera a escribir o dijera a Rodrigo que ha mentido al decir que es un ladrón, no por eso tendría valor su desmentido para poder quedar como reo por injuriarle, ni tampoco podría rechazar el desmentido que le dio Rodrigo. Y tras esto, cuando se supiera que el desmentido primero que dio a Rodrigo no fue cierto, se presumirá que el segundo tampoco lo fue, porque quien una vez peca maliciosamente en una cosa, es de suponer que volverá a hacerlo, y estando la razón contra Silvestre, vendrá a ser reo y actor, es decir, injuriado y obligado a probar lo que ha dicho, y perdería grandes preeminencias y ventajas, todo por efecto del primer desmentido sin valor que, en general, hizo de los males que Rodrigo dijo de él, sin declarar a cuál de aquellos males se refería. Y así, abrirá también la puerta para que Rodrigo le pruebe tales males y delitos, que le inhabilitarían para poder entrar en el campo del honor si quisiera probárselo por las armas. Por todo ello, por el poco valor que tiene un desmentido general, el que es reo se convierte en actor y se ve obligado a probar, perdiendo la elección de las armas si con ellas quiere probarlo. Los caballeros
AL. Puesto que los desmentidos generales tienen poco valor y creo que no obligan, sino que más bien son peligrosos para quien los da, habládme de las otras, aunque para entenderlas mejor querría que me informárais quién es el reo y quién el actor, y quienes son estas dos personas de las que he oído hablar muchas veces y que no entiendo bien.
FR. Me alegro de que me lo preguntéis, porque sin entender esa diferencia, mal podríais entender las demás cosas que sobre el duelo os dijera. Pero antes de informaros de nada, entended qué es la injuria y el cargo. Injuria es la ofensa de obras o injuria palabras que se hace sin razón o con demasía; el cargo es la obligación que uno echa sobre otro de probar su verdad, como hacer un desmentido, que obliga al que lo recibe, so pena de quedar deshonrado, a probar que es verdad. La injuria ofende y agravia; el cargo, obliga, por lo que cualquier caballero querrá ser ofendido antes que cargado. Porque, al no ser la ofensa otra cosa sino sinrazón, un agravio que deshonra a quien la hace y no obliga al que la recibe, es de ánimos magnánimos perdonarla y pasar por ella doliéndose de aquél que se quiso deshonrar agraviando, y perdonar estas insolencias es cosa muy loada y de nobles y fuertes ánimos, que saben y pueden refrenar su ira y no devolver mal por mal. Sin embargo, el cargo obliga al buen caballero que sigue la verdadera honra militar a sentirlo y a buscar con gran diligencia y valor su descargo, y no con cuadrillas y asechanzas, y voluntad de vengarse con sangre, o por soberbia, arrogancia o vanagloria, sino sólo por mostrar su verdad y que conozca el mundo su valor y fortaleza de ánimo, que sería el conformar de la honra con la conciencia y no tomar más de lo que le toca, porque en lugar de descargarse, perdería su honra.
AL. ¿No decís que nadie puede quitar a otro su honra?
FR. Sí.
AL. ¿Si yo cargo a uno y le doy más satisfacción de la que le corresponde, le deshonro?
FR. Si él no la toma aunque se la ofrezcáis, no le deshonraréis, y no hay nadie que quiera deshonrarse a sí mismo por deshonrar u honrar a otro, y si vos no tomáis más de lo que os corresponde, tened por cierto que aquél no os dará de lo suyo. ¿Veis lo que yo digo, que nadie puede quitar la honra a otro? Sólo puede quitarla uno a si mismo apartando de sí la virtud y usando el vicio, y el que toma más satisfacción de la que debe, se deshonra a sí mismo porque aparta de sí la virtud haciendo lo que no debe, y se trata a sí mismo viciosamente por la villanía y maldad que usa en deshonrar a un hombre espontáneamente.
AL. Para descargo de un cargado, ¿qué satisfacción debe darle el que le cargó?
FR. Hay muchas maneras de darla según las calidades de las personas: entre soldados privados u otras personas privadas se dicen más palabras y más largas; y entre caballeros se dicen palabras graves, llanas y comedidas, porque la mayor parte del cargo lo descarga un caballero presentándose ante quien malamente trató para darle legítima satisfacción y, por eso, las palabras no deben ser feas ni escandalosas para el que las dice, sino llanas y corteses, que sólo muestren la sinrazón que el que las dice ha hecho al que las recibe, y muestren humildad y arrepentimiento del que las dice. Esto es lo que debe hacer cualquier caballero que haya cargado a otro, porque es un noble acto devolver a aquél lo suyo y, por parte de éste, no tomar más que lo que le toca. Existen, por otro lado, sólo dos clases de injurias, y de estas dos cepas salen ramos y fruta con que el infierno se adorna y aumenta: son las palabras y las obras; el injuriante de palabras es actor, y en la injuria de obras, es actor el injuriado.
AL. Esto es confuso para mí.
FR. Las palabras tienen esto. Dice el coronel que ha rendido a Triunvila que Juan Gaetán se comportó flojamente durante su defensa, y que por su culpa se perdió la villa. Juan Gaetán le responde que miente. Ved cómo queda desmentido el coronel que había injuriado a Juan Gaetán, y obligado a probar lo que dijo de él, esto es, a ser actor. La injuria de obras es ésta. Don Pedro de Herrera dio de palos a Espejo y a éste le convino decir cómo don Pedro le había injuriado malamente y como traidor. Don Pedro le respondió que mentía, de manera que Espejo, injuriado y cargado, quedó actor, obligado a probar cómo don Pedro le dio malamente de palos, y como traidor. También son frecuentes otras clases de diferencias por las que el reo se convierte en actor obligado a probar, perdedor de las preeminencias que tiene.
AL. Ahora entiendo esto menos que al principio.
FR. Llegó un gentilhombre ante el virrey de Nápoles y le dijo que el alcaide de Beste había entregado el castillo a los turcos cuando hubiera podido defenderlo. Enterado de esto el alcalde, respondió que mentía y así quedó obligado a probar cómo el alcaide, estando en disposición de defender el castillo dos días por lo menos, durante los cuales podrían llegar socorros, lo rindió a los turcos. Y si el alcalde, cuando le respondió que mentía, hubiera pasado más adelante diciendo: «y yo os lo haré conocer», hubiera quedado actor habiendo sido reo, por el desmentido, y hubiera tenido que probar cómo el otro mentía.
AL. Si me habláis de esa manera, os entenderé, que no es menester sino decir que, de cualquier manera que uno quede obligado a provocar a otro a la batalla, es actor. Y sin hacerme el bachiller, huélgome de saber ese puntillo, para que de aquí en adelante nadie me tome en falso latín, y si desmiento a otro, no diré nada además del mentís para no convertirme en actor y perder la elección de las armas.
FR. Me gusta ver cómo voy haciendo fruto en vos.
AL. Gracias a mi inteligencia y no a vuestro romance aragonés, retórico y grosero.
FR. Pues os hago saber que no me habéis entendido bien, y aunque haga alguna digresión en los desmentidos, quiero acabar de aclararos esta cuestión que es la materia más delicada que tratamos. Y veréis cómo hay causas en las que el reo se convierte en actor y el actor en reo, como empecé a explicaros, y oiréis sobre dos clases de injurias de las que mucho se trata y que son muy mal entendidas, una es la injuria vuelta y la otra, la injuria revuelta.
AL. Me haréis dar tales vueltas y revueltas con el seso, que llegaré a perderlo.
FR. La injuria vuelta es cuando yo le digo a otro una palabra injuriosa, y el otro me la repite como respuesta, por ejemplo: «Vos sois un adúltero», y él me responde: «el adúltero lo seréis vos». Veis, en este caso, me devolvéis la injuria. La revuelta es que yo os digo una injuria y vos me la volvéis a decir con otra u otras, por ejemplo: «Yo digo que vos sois un ladrón», y vos respondeis: «Vos sois el ladrón, y además, traidor». Ahora, decidme, ¿cuál de los dos es el actor?
AL. Yo diré cuál es el necio salvando mi honor.
FR. Decid.
AL. Yo, que revolví la injuria porque, viéndome injuriar, me contenté de quedar en igualdad con vos, o un poco más aventajado.
FR. ¿Pues qué habíais de hacer?
AL. Desmentiros al oírme llamar ladrón, y no contentarme con volver a deciros poco más de lo que me dijisteis, y así haría dos cosas: os haría actor y os mostraría que no soy amigo de muchas palabras.
FR. Ya lo vais entendiendo mejor.
AL. Cuando entre dos ocurren tales injurias revueltas, ¿cómo se han de entender?
FR. Cuando uno me dijera «vos sois un falsario», y yo le respondiese «el falsario sois vos», y las palabras no pasasen más adelante, en tal caso no habría actor porque ninguno estaría obligado a probar, y aunque el otro volviera a replicar «yo no soy un falsario, pero vos lo sois», tal réplica no tiene fuerza, pues con ella no hay nueva injuria. Pero si yo, en lugar de devolverle la injuria, le dijera que miente al decir que soy un falsario, aquél quedaría actor, obligado a la prueba, y yo quedaría descargado con el desmentido, tras de lo cual, le retaría de falsario y, de esta manera, se revolvería la injuria que me hizo y él quedaría injuriado y actor. Y si replicase y dijese que yo miento y que yo soy el falsario, no se descargaría más por esto, solamente habría respondido al reto de falsario que yo le puse tras el desmentido. Y por haberle desmentido yo legítimamente y antes que él a mí, su desmentido no le haría quedar reo, sino que tendría la obligación de probar lo que dijo de mí. Pero si, habiéndome él llamado falsario, yo no le respondiera más que «falsario sois vos», y él me dijera a esto «mentís», yo quedaría actor, obligado a probar cómo aquel era falsario, ya que no se detuvo en la primera injuria, sino que respondió a la que yo le dije y, así, no podré hacerle actor habiéndolo podido hacer con desmentirle en lugar de llamarle falsario. Porque devolver la injuria es más una manera de injuriar que de rechazar, porque el rechazo está en la negación. Si la negación es simple y no tiene fuerza para desmentir, no carga, pero si al «falsario sois vos» se le responde con un «mentís», es legítima repulsa, lo que no es la injuria revuelta, que no tiene fuerza más que para injuriar a aquél de la manera en que él me injurió a mí. Pero con la repulsa, no le devuelvo la injuria que me ha hecho, sino que me libro de la injuria que me hizo, y le obligo a la prueba y, de esta manera, le hago actor.
AL. Yo os digo que el legítimo desmentido es una gran reparación de la honra.
FR. Hay más. Uno me dice: «sois un bellaco» y yo le respondo: «mentís». Esta injuria no se ha de llamar vuelta, sino rechazada. Si digo a otro: «vos sois un confeso», y me responde: «mentís», y le replico: «vos sois el que miente, porque sois confeso», a esta injuria se la llama revuelta y rechazada. Pero yo quedaré actor, puesto que le contesté el último, y no legítimamente, porque aquél me desmintió legítimamente el primero, sin darme después nueva causa para que, por ella, legítimamente le desmintiese.
AL. De manera que, en injurias de palabras, no el injuriado, sino el injuriante, es actor y está obligado a probar su dicho por la vía que le pareciere.
FR. Así es. Existe la opinión de que, si uno me dice: «vos sois usurero», bastaría con responderle: «el usurero sois vos, ladrón, cornudo y otras injurias semejantes».
AL. ¡Oh! Y si el otro os desmiente, ¿cómo quedáis? ¿No es mejor responderle con un desmentido que no convertirse en actor pudiendo ser reo?
FR. Desde luego entendéis ya la diferencia entre actor y reo, y no habiendo más que aclararos, volvamos a los desmentidos. Los desmentidos especiales son los que se dan a hombres especiales. Por ejemplo, Carvajal, quejándose de Aguilera, le dice: «Aguilera, vos habéis dicho que el día de la batalla del río Albis, pasando el estandarte de mi compañía con los siete que pasaron el río con el Duque de Alba, yo me quedé de este lado en mi tienda, y yo digo que mentís». Este desmentido es cierto, pero Carvajal, antes de decir o escribir esto, quiso tener pruebas de que Aguilera había dicho estas palabras, porque si no tuviera bastantes pruebas, Aguilera hubiera podido responderle que era él el que mentía porque nunca había dicho tales palabras, y en ese caso, Carvajal se hubiera convertido en actor, obligado a probar, no que hubiera dejado su estandarte el día de la batalla, sino cómo Aguilera le injurió. Y si Aguilera, no pudiéndolo negar, confesara haber dicho las palabras por las que Carvajal le retó, como cargado se convertiría en actor, obligado a probar cómo Carvajal dejo el estandarte. Y si Aguilera negara tales palabras, habiendo probado Carvajal que las había dicho, queriendo llevar adelante su porfía y tema, y probar por las armas cómo Carvajal se quedó el día de la batalla holgando en las tiendas, no habrían de darle campo. Porque negando las palabras que dijo, venía a desdecirse y a dar presunción de que, así como mintió en la negación, también mentiría en la causa y en la querella, y donde se conoce que hay falsedad, no ha de darse campo. Todas estas cosas deberían mirarlas bien los caballeros que dan campo (aunque no darlo, sería mejor), y examinar con gran prudencia la querella, y ver si es legítima y justa la petición y otras circunstancias de justicia. Que si ellos quisieran considerarlas bien, no darían campo sólo por el ruego de personas a quien, según ellos, no se lo pueden negar. Y ya que los campos se dan hoy tan inconsideradamente, los caballeros debían mirar bien cuánto les va en no entrar en tan inicuo juicio; y apartarse de dar motivos para que los lleven o para llevar ellos a otros a un trance tan horrendo y a un combate tan bestial; y procurar, como buenos caballeros, mantener la gentileza de la caballería y la verdadera honra del caballero, que consiste solamente en seguir lo honesto y honrar a todos y no menospreciar a ninguno, y en tomar empresas justas y combatir sin ambición ni vanagloria querellas justificadas y católicas y rehusar las injustas, y con todos los modos buenos que pudieren, arreglar sus pendencias sin llegar a las armas. Porque el caballero que ofende a otro, y quiere con orgullo y soberbia mantener la fealdad que ha usado con aquél, ya no es buen caballero, y ninguno debe combatir con él como con tal. Y el que saca a otro al campo, por no saber satisfacerse por otra vía, muestra poco discurso de razón y gran grosería de entendimiento.
AL. Hace tanto tiempo que se ordenaron y establecieron los capítulos del orden de caballería, que hoy casi nadie se acuerda de ellos ni sabe lo que hay que hacer para guardarlos bien.
FR. El desmentido condicional es éste: dice el capitán Juan Vázquez de Avilés al capitán Francisco Hurtado: «si vos habéis dicho en Roma que yo vendí malamente el fuerte de Ostia a los del Papa, habéis mentido. Y, habiendo dicho también que engañé a los soldados para que abandonaran la plaza sin pelear, habéis mentido, mentís y mentiréis cuantas veces lo dijerais». Este es el modo condicional de desmentir y trae confusión y disputa, por lo que tiene poco valor mientras no se hallen pruebas, qué palabras dijo el capitán Francisco Hurtado, y mientras tanto, pasa gran tiempo y se dicen muchas palabras. Y, además, suelen ser peligrosas estos desmentidos condicionales porque, al que desmiente, puede mudársele la querella y hacerse actor de esta manera: «Quien diga que yo he dicho en Roma que vos rendisteis el fuerte de Ostia a la gente del Papa y engañasteis a los soldados para que, sin pelear, desamparasen la plaza, miente, y si vos decís que yo he dicho tales palabras, mentís». Aquí es donde Juan Vázquez se convierte en actor, obligado a la prueba, y son términos tan largos que, trabándose el desmentido de uno con el de otro, la pendencia dura mucho y hay que estar sobre aviso en las respuestas, y más cuando la querella aún no está bien formada ni declarado quién es el actor o el reo. Los caballeros deben huir de estas disputas, procurando averiguar sus diferencias y no andar mil años averiguando palabras y buscando puntillos para no llegar a la prueba de las armas.
AL. Me dais la vida al ver que aún tenéis humillos de soldado, ya que aconsejáis a los caballeros que dejen las palabras y averigüen rápidamente sus pendencias.
FR. Estos humillos y presunción querría yo ver en todos los soldados, de modo que no anduviesen en niñerías y feas razones, poniendo, a cada pique, la mano en la espada, pasando la vida en escribir carteles llenos de palabras feas; y que se mueven por justas querellas, que si justa la toman, muy presto la concluirán, porque les ayudará la razón y la justicia. Los desmentidos ciertos y no legítimos son aquellos que se dan sobre palabras que, se afirma, otros han dicho, como si Blas dijera a Serrano: «Serrano, vos habéis hablado mucho contra mi honra, por lo que mentisteis». Ved cómo este desmentido es cierto, pero no legítimo, porque Blas no dice «me han dicho» ni «si vos lo habéis dicho» o «si vos lo decís», ni «he oído decir», sino que afirma «vos habéis hablado mucho contra mi honra», de manera que, por afirmar Blas que Serrano ha hablado mal de él, el desmentido es cierto, pero no legítimo sino general, por no haber declarado Blas la cosa o el mal, o la causa por la que desmintió a Serrano, y por esto no tiene valor, que sólo los legítimos lo tienen y son verdaderas repulsas. Para que sean legítimos, conviene declarar la causa y sobre qué se entiende que desmienten. Estos que declaran la causa y se dan sobre palabras sabidas, son las que hacen actor al desmentido, y le obligan a requerir cuando no puede negar haber dicho aquellas palabras por las que ha sido desmentido. Por ejemplo, dice don Alonso de Arellano: «Saavedra, vos habéis dicho a don Jerónimo, nuestro capitán, que en el fuerte que él hizo sobre Parma, no hice lo que debe hacer un buen soldado y caballero»; a esto responde «mentís» y le mata. Éste es un desmentido cierto y legítimo, porque declara don Alonso las palabras, la causa y el lugar para que Saavedra se desmienta. Ved cuántas trampas tiende el demonio entre nosotros. Por eso, el prudente que caiga en ellas, que las destruya con la razón, que si procura salir de ellas de otra manera, más se liará.
AL. Quedo satisfecho de estos desmentidos, y espantado de ver con cuanta ignorancia los tratamos.
FR. Aunque todos estos puntillos o puntales sobre los que los hombres de poco discurso asientan sus honras sean disparates y juegos de nuestro enemigo, quiero hablaros de otra suerte de desmentidos, los disparates, aunque también, en su género, son dañosos, aunque no puedan dañar más que a aquellos que los dan, que son unos hombres que tienen mucho de bestias. Entre algunos ignorantes que andan en Italia presumiendo de útiles, cuando alguno se enoja con otro, antes de que hable, le dice: «si vos decís que yo no soy tan hombre de bien como vos, mentís». El Mucio dice que esto es mudar el orden natural porque, no siendo el desmentido otra cosa más que la respuesta a la mentira, si se da antes de tiempo, viene a responder a lo que nunca se preguntó y, además, carece de valor por ser condicional. Otros son tan avisados que, oyendo que uno ha hablado mal de él, suele decir: «si vos decís que soy tal cosa, mentís». Fijaos qué simplísima forma de hablar, como si dijera: «mirad si queréis afirmar lo que habéis dicho porque, si lo afirmáis, me valdrá haberos desmentido» y, no respondiendo aquél ni mostrado sentimiento, no le carga ni le obliga a probar. Qué me decís de uno que sale a otro y le dice: «Si vos queréis decir que yo no soy tan bueno como vos, mentís». Ved si entraña necedad porque, no solamente responde antes que el otro le hable, sino que le desmiente la voluntad, como si por pensar en decir alguna cosa no verdadera, por haberla pensado, mintiera sin haberla dicho, sabiendo que la voluntad indeterminada está, ya en una deliberación, ya en otra. Pero aún os diré un desmentido más desconcertante que el anterior: viene Silvero y dice: «Moreno, si vos habéis hablado mal de mí, mentisteis, y si negáis haberlo dicho, mentís». Éste es un disparate maravilloso, porque si yo he hablado mal de vos, o podéis probarlo o no podéis. Si lo podéis probar, a vos os conviene decirme cómo he dicho yo que sois alevoso, y probar cómo lo he dicho, y desmentirme sobre la expresa y particular injuria. Y si no podéis probar que yo he dicho que sois alevoso, y queréis andar sobre ello en diferencias, os conviene retarme a vos sobre que yo he hablado mal de vos, y me toca a mi responderos, no a vos. Porque no es conveniente que, retándome vos, en lugar de mi respuesta queráis meter palabras para que no pueda responderos, y queráis ser reo haciendo oficio de actor. Este desmentido tan desordenado, tiene tan poco valor que se responde diciendo Moreno a Silvestre: «mentís en decir que, si niego haber hablado mal de vos, he mentido».
AL. Buena es ésa.
FR. Oíd otra mejor. Va uno por la calle y se encuentra a su enemigo, y en viéndole, le dice: «Echad mano, que yo os mostraré que sois un hombre muy ruin y sin verdad», queriendo decir, si vos ponéis mano a la espada, yo os probaré esto, y si no, no pruebo nada. El otro no mete mano, y así el desmentido viene a nada.
AL. ¡Oh, qué gentil floreo!
FR. Existen otros desmentidos como preguntas. Dice León: «¿No habéis dicho vos que yo sé ejercitar mejor la azada que la espada? Y decid ¿no fuisteis el domingo a la boda de Elvira y el sábado por la noche no disteis una alborada a Teresa?». León, que presume de práctico, responde «mentís». De esta clase de disparates se dicen cada día tantos, que no pueden contarse, pero oíd otro: un soldado que yo conozco perdió una bolsa, y como no la hallaba, se volvió muy enojado a sus amigos que allí estaban y les dijo «el que haya tomado mi bolsa, miente».
AL. En mi vida oí mejor cosa.
FR. Ahora oiréis otra no menos graciosa. Estaba jugando uno a los dados y perdiendo, y supo que algunos de los que estaban mirando el juego se alegraba de su pérdida. Enojado por esto, queriendo injuriar a alguno de ellos, levantó la cabeza muy furioso y dijo: «Quienquiera que desee que yo pierda, miente». Ved lo que pasa en el mundo, que algunos no se contentan con desmentir las palabras y quieren, también, injuriar la voluntad y el deseo. Esta clase de desmentidos son para reírse y burlarse de quien los da, más que para hacer caso de ellos, porque ningún valor tienen.
AL. Ya que me habéis dado a entender todas las maneras que hay para desmentir, decidme el mejor modo para responder a las injurias.
FR. Las injurias presencialmente hechas, deben responderse presencialmente; las que se hacen de lejos, se pueden responder; y las que se hacen por escrito, por escrito deben responderse, que me parece que no es legítimo desmentido el que se da con más o menos ventaja con que se dio la injuria. Porque si me injuriaron en presencia, sin respeto alguno, en presencia me conviene responder, a menos que el que me injurió no estuviera en lugar en que me llevara ventaja y si yo le respondiese, él pudiese hacer de mía a su voluntad. Cosa justa y honrada para el caballero es hacer sus cosas honradamente y según la ley. Y así, si uno me injuria por escrito, aunque sea lícito responderle por escrito, mejor sería responderle en presencia, porque hago un acto más noble.
AL. Así me parece, y puesto que habéis dicho que a la injuria dada con ventaja, es lícito responder con ventaja, deseo entender de qué manera se ha de comportar uno cuando otro le injuria en lugares preeminentes o en presencia de príncipes, y si es lícito responder delante de ellos.
FR. A mi parecer, donde quiera que un caballero fuera injuriado. Si, como he dicho, el injuriante no tiene gran ventaja, ha de responder delante de ellos y del príncipe delante de quienes se hace, pues si él consiente que se haga en su presencia, también debe consentir que yo me defienda delante de aquel que me ha ultrajado. Verdades que al príncipe se le debe acatamiento, y por respeto a él debe responderse lo más honesto y comedido que se pueda, y en términos de buena crianza. Y el príncipe no debe enojarse conmigo, que satisfago mi injuria, sino con el que me injurió porque el príncipe también queda injuriado. Y cuando pasasen tales insolencias en su presencia, ha de sufrir con mas paciencia el descargo que el cargo. Pero, como muchas veces os he dicho, todo buen caballero ha de procurar con todas sus fuerzas no injuriar a otro, ya que es muy fácil de hacer y difícil de deshacer, y de esta manera, ni menospreciarán a los príncipes, ni ganarán fama de maliciosos y mal acondicionados, y se olvidará la infernal costumbre del duelo.
AL. De manera que querríais que los caballeros fueran teatinos. De esta manera dejarían las espadas, pues no sería lícito que las utilizaran.
FR. ¿Pensáis que los caballeros no tienen obligación de ejercitar las armas y mostrar en el campo el valor de sus personas? Sabed que no me parece bien el caballero ocioso y descuidado en las cosas que al buen caballero convienen, sino el que se precia de su oficio, que es ser honrado y justo en sus cosas, y el que tiene el pundonor y moderación que debe y se ejercita en las armas y el caballo para que, cuando le fuere menester combatir, sepa pelear. Y no sea como aquellos que en su vida llevaron armas a cuestas, ni corrieron lanza, ni hicieron mal a caballo, ni saben otra cosa que sentarse a murmurar de unos y otros, a jugar y a glotonear.
AL. Así que está bien que el caballero se precie de la destreza de las armas, pero ¿cómo decís que le conviene procurar no pelear?
FR. Entended que las peleas que el caballero debe excusar son las vanas, apasionadas y crueles, y aquellas que se hacen, no por mantener la verdad y la Justicia, sino por odio y deseo de venganza, o por alguna otra particular pasión. Muchas veces acontece que, aunque el caballero que con dañada voluntad entra en campo, tenga de su parte todas las razones del mundo, pierde en él la honra y la vida, porque Dios, que sabe y ve los rincones de nuestras entrañas y los secretos de nuestros corazones, castiga por los malos pensamientos reservando el castigo para cuando su juicio sabe que es el tiempo oportuno, que un hombre no debe tener la presunción de castigar a otro por la confianza en sí mismo, que el poderoso no será librado en la grandeza de sus fuerzas. Así que, el buen caballero, en el juicio de las armas ha de presentarse como un instrumento de Dios, con el que la Divina Majestad ejecutará su sentencia y mostrará su Juicio justo; y no salir al campo ni sacar a otro por vengarse de una injuria o por vanagloria, sino por mostrar la justicia y castigar con ella al malhechor, y por amor y celo de la virtud y la gentileza de caballería, y por el bien y la utilidad de la Iglesia, del rey y de la patria. Éstas son las batallas legítimas que el caballero debe hacer, y también por defender a las doncellas, viudas, personas indefensas y casas de religión, y esto con orden de su rey o magistrado, y no por su propia autoridad, que de otra manera no podría combatir lícitamente, antes bien, sería gran presunción castigar a alguno no teniendo jurisdicción sobre él. Y el caballero que fuere muy inclinado a las armas y guerras, hallará justas en las que podrá mostrar su esfuerzo sin andar injuriando ni desafiando al pariente o al que le fue amigo o no enemigo, sin poner su alma y vida en poder del inicuo juicio del duelo. Y si, en campo cerrado, quisiera mostrar al mundo habilidad en las armas y destreza en la persona, puede hacerlo largamente en ejercicios honestos y nobles, como justas, torneos, juegos de cañas y otros pasos y hechos de armas, mucho mejor que en el duelo, sacando armas a su ventaja para matar al que villanamente y como mal caballero injurió; y no reñir a cada paso por una niñería, jugándose su hacienda o malgastándola en glotonear, murmurando de las vidas de otros, no teniendo en cuenta las honras ajenas ni la religión. Y, ya que los caballeros son, más que otra gente, el dechado del mundo, deberían ser religiosos, honestos, modestos y corteses, que de la cortesía nacen otras cien gentilezas, y es virtud propia y natural del caballero.
AL. Me alegro de oír que podré usar la espada sin cargo de conciencia, y ya que me habéis puesto casos de honra, deseo entenderlo. Si yo doy mi fe a un gentilhombre de ser en todo tiempo leal amigo suyo, y llega el tiempo en que este amigo hace a su rey un mal servicio o un desabrimiento, por el que el rey le quiere castigar físicamente, y me manda que se lo traiga o le mate, ¿qué debo hacer? Porque si le traigo o le mato, falto a la palabra que le di de serle leal y de no ir contra él, y si no hago lo que el rey me manda, caigo en pena de desobediente y mal vasallo. ¿Debo desobedecer al rey por salvar la vida de mi amigo?.
AL. Si hubierais nacido en Venecia, Génova o en otra república y hubieseis dado a un gentilhombre fe de ser su amigo verdadero, y después dejarais aquella tierra y os fueseis a vivir a tierra de un príncipe del que fuerais vasallo, parece que si vuestro señor os mandara prenderle o matarle, no deberíais obedecerle, por cuanto fue antes la fe y el juramento que hicisteis a vuestro amigo que el que hicisteis a vuestro señor, y la primera obligación se ha de cumplir primero. Y si nacisteis vasallo de un rey, y el rey os manda prender o matar a vuestro amigo, debéis obedecer al rey y prenderle o matarle, ya que nacisteis obligado al rey, y la obligación primera es la que primero debe cumplirse.
AL. Ya que me habéis dado satisfacción a muchas cosas, deseo que me la deis a algunos casos sobre los que se me había olvidado preguntar. El otro día ocurrió esto: entraron dos gentileshombres en una casa en la que había conversación de mujeres. Aunque se trataban más como amigos que como enemigos, tuvo celos uno de otro y, sin poner mala cara ni avisar de su intención, un día le aguardó con una gran cuadrilla y sorprendiéndole sólo, desapercibido y sin sospecha, le acuchilló. ¿Qué satisfacción habría de darle?
FR. Si son caballeros, el ofendedor satisface al ofendido confesando delante de caballeros y del ofendido, puntual y verdaderamente, la causa que le movió a actuar así. Y debe contarlo, ni más ni menos que como pasó, diciendo que fue la pasión y no la razón lo que le movió a afrentar a aquel caballero, que le pesa, y que le ruega le perdone y sea su amigo. Con esto, sin decir que lo ha hecho villanamente ni como mal caballero, satisface legítimamente al ofendido, quien puede responder: «puesto que habéis confesado la causa que os movió a afrentarme y la manera en que lo hicisteis, puesto que estos caballeros os conocen y conocerá el mundo la sinrazón que me hicisteis, y os veo arrepentido de ella, como buen caballero a quien le pesa hacer cosas feas, y que queréis que os perdone y sea vuestro amigo, yo os perdono y soy vuestro amigo».
AL. Ya que me habéis dicho muchas veces que una injuria de palos se puede satisfacer con palabras, decid: César desmiente a Franco, éste aguarda a que César esté sólo en una plaza, le envía un mozo acompañado de otros, que le da de palos, César se vuelve a él con la espada en la mano, el mozo huye y, por esto y porque otros se ponen en medio, Franco no pasa adelante. Decidme qué palabras pueden tener tanta fuerza que, sin rebatir al que las dice, se satisfaga el que fue injuriado.
FR. Si los hombres se contentan con lo justo y, desapasionadamente, no buscan sitio lo que les toca, si alguno es injuriado de la manera que decís, parece que le bastaría esta satisfacción: Franco, injuriado, viene a César y le dice: «señor César, ría de sintiéndome yo injuriado por vos por palos el desmentido que el otro día me hicisteis, y no habiendo yo mostrado por la espada allí el sentimiento que a mi honra convenía, ordené a un criado mío que, cuidando más de salvar su vida que mi fama, ofendiese vuestra persona y la acometiese cuando estuviereis sólo y desarmado. Y el fiel servidor, en su vil acto, hubiera sido muerto por vuestras manos si no fuera porque los que allí se hallaran, teniendo compasión de él, no os lo quitaran. Vengo a reconocer la fealdad, sinrazón y mal caso que hice, y el peligro en que está puesta mi persona si tiene a la vuestra por enemiga. Vengo a vos con toda aquella humildad y arrepentimiento que debo traer para merecer ser perdonado por vos, por la culpa que tengo en no haber tratado vuestra persona y mi honra como a ambos convenía. Humilde y arrepentidamente os pido perdón, y ruego me tengáis por amigo». Si César no es desalmado o ignorante, no debe pedirle más, sino sentirse muy satisfecho, respondiéndole de esta manera: «señor Franco, ya que voluntariamente venís a mí por haber reconocido vuestro error, y confesáis por vuestra boca la vil obra y acto que, contra mi persona, ordenasteis y, arrepentido de ello, humildemente me pedís perdón y paz para asegurar vuestra vida, yo os perdono y ofrezco lo que pedís, y quiero ser vuestro amigo».
AL. Me desafía un gentilhombre cuando yo estoy ocupado en un gran servicio de mi príncipe, quien me manda que, so pena de mi vida y de ser traidor, no deje su servicio ¿estoy obligado a obedecer a mi príncipe o a verme con aquél en el campo?
FR. Ninguna obligación tenéis de mataros con otro, especialmente habiéndole ofendido. La obligación que tenéis es darle su justa satisfacción y no hacerle tomar las armas para cobrar lo suyo. Y si sois injuriado, debéis contentaros con la satisfacción que os toca, pero si aquél no quisiera dárosla, no estaríais obligado más que a hacer las diligencias necesarias. Si queréis ser tan profano y soberbio que no os basta con haber cumplido, sino que queréis desafiar al que os injurió, no os debéis poner en sitio del que luego no podáis salir a tiempo; y si sois desafiado estando en servicio de vuestro rey o patria, no habéis de dejar el servicio para cumplir con vuestro actor, pero acabándole, debéis salir, según la costumbre de hoy, a ver qué os pide, y averiguar con él la pendencia y darle justa satisfacción. Antiguamente, y todavía hoy, se guarda en los ejércitos la costumbre que os diré, aunque sea distinta del combate en duelo. Es costumbre en la guerra que, si un soldado desafía a otro del lado enemigo, ya sea por una vieja pendencia que haya habido entre los dos, ya sea por un accidente nuevo o por mostrar a los ejércitos el valor y valentía de su persona, no está obligado a responder ni puede, so pena de su vida, tomar las armas para combatir con el desafiador sin licencia de su tribuno o capitán general. Tampoco debe el soldado salir sin orden a una escaramuza, hecho de armas o correría. Y si acaso un buen soldado, deseoso de ganar honra y subir, por su valor, a cargos principales de guerra pensando hacer servicio a su rey o capitán, saliese a reconocer el campo enemigo o la fortaleza que tuviesen cercada sin orden de su capitán, o, reconociéndola como un buen soldado, fuese herido de forma que ya no pudiese servir más para la guerra, no sólo su capitán o rey no estarían obligados a recompensarle y favorecerle porque, a su parecer, le hirieron sirviendo mejor que otros, sino que merecería castigo por haber pasado los guardias y centinelas sin licencia y porque el soldado tiene obligación de no dejar sin orden su bandera. Y si está cercada una ciudad o un castillo y, dentro de ellos, un soldado tuviera la intención que os he dicho y saliera de noche o de día sin licencia del castillo, aunque reconociera muy bien el asiento del campo enemigo, las trincheras, las entradas y las salidas, merecería mucho mayor castigo que el primero, porque es gravísimo delito que el soldado salga sin licencia del presidio, por el gran peligro que habría si los enemigos le capturaran, porque por él sabrían todo lo bueno y lo malo que dentro hubiera y sería causa de que se perdiera la fortaleza. Y si estos soldados son culpados por dejar su bandera o el presidio sin licencia, aunque la intención fuera buena, son culpables, no por lo que hacen, sino por lo que dejan de hacer, ya que su obligación es no disponer de sus personas sin licencia y orden de sus oficiales, y estar allí esperando lo que se les ordene. Así que, ni el soldado ha de salir sin licencia a pelear con el enemigo de su rey, o con el suyo, ni el que espera combatir en duelo debe dejar el servicio de su rey cuando esté en el campo de batalla o en una fortificación.
AL. Me parece que, como decís, el soldado no debe disponer de sí ni siquiera para pasarse de una compañía otra sin licencia de su superior, porque en fin, es mayor servicio a su rey servir bajo las leyes militares según su voluntad. Pero el gentilhombre, el soldado que es desafiado o ha espejo del mundo, en el que todos los hombres se miran. Y la honra que ellos tanto aprecian, no deberían perderla ni ganarla en partes oscuras, huyendo de los ojos de las gentes y de la justicia, como rufianes y malhechores. Ciertamente es digno de gran castigo el caballero que huye de la justicia, siendo protector de ella, porque es quien, con obras justas y virtuosas costumbres, ha de dar ejemplo para que, siguiendo los hombres su claro y verdadero camino, felicísimamente fenezcan el honrado curso de su vida sin andar desvaídos de la razón y apegados a su común opinión.
FR. Lo malo es que los caballeros de Aragón piensan que aciertan en acabar con sus antiguas y modernas pasiones de tal manera.
AL. Decidme, por vuestra vida, lo que sentís y no lo que sienten ellos, porque, estando obstinados en esa costumbre que tienen por ser tan de caballeros, no podrán ver bien las faltas que en ella hay.
FR. Estas faltas están asidas unas con otras y encadenadas por el uso y, la ceguera, de manera que es imposible despegarlas. ¿Qué más queréis saber sino que es tan bestial la costumbre de estos desafíos secretos, que su insolencia y temeridad hacen que parezca justísimo y lícito el juicio del duelo? Si un temerario caballero, decidido a perder cuanto pueda perder por satisfacer su deseo y apetito de ganar fama de bravo y valiente, saca a otro al campo por medio del duelo, aunque pierda el alma y la ponga en gran peligro yendo contra los mandamientos de la Iglesia; aunque entre los hombres buenos y justos tenga fama de rebelarse contra Dios y las leyes; aunque muestre poca caridad con los virtuosos, por lo menos gana reputación y fama de esforzado caballero entre el vulgo, y el pueblo le anda mirando y señalando con el dedo como a hombre animoso, que ha hecho una gran hazaña y alcanzado glorioso triunfo, y ha salido del campo con gran pompa y ceremonia, y en él ha sido visto por infinitas gentes, y mirado por príncipes, damas y caballeros, y por todos ha sido loado, y por muchos envidiado, y, en fin, celebra un espectáculo maravilloso de ver. También muestra venir con orden y licencia de alguna ley, y que viene a justificar su causa y a ponerla en manos de juez allí donde el mundo vea su razón. Sin embargo, en el desafío secreto no existen estas apariencias de orden: allí no hay juez que pueda juzgar nuevos casos que puedan suceder, allí van sin orden alguno, ellos son parte, ministros, jueces y, a la postre, no son nada sitio pasto de perros. Los toros, los osos, los lobos y otras fieras no ofenden jamás a ninguno de su género sino por alguna causa, pero, en esta tierra, sin sabéis por qué, podéis ver a un caballero salir al campo llamado por otro para matarse con él, no por nada, sino porque tiene fama de valiente y por cierta fantasía que le viene. Mira qué bien emplean el buen entendimiento y esfuerzo de que están dotados. Cuántas pasiones y querellas que les hacen salir a la muerte se arreglarían y tendrían buen fin si fueran discutidas y examinadas prudentemente y, con tiempo, vistas y ponderadas sin ir a los bosques a dejar entre la tierra las entrañas y las vidas. ¡Qué más bestial y horrendo, qué cosa más fuera de juicio humano podría hallarse que esta inhumana costumbre! Salen dos desafiados, llevando cada uno un padrino, y ocurre que éstos son hermanos o primos hermanos y, no pudiendo ponerles de acuerdo ni estorbarles el combate, cada uno de ellos acuerda tomar la cuadrilla de su ahijado y combatir como mortales enemigos, como fieros y bestiales salvajes. Y sucede que los principales, combatiendo, se ponen de acuerdo mientras que los padrinos quedan muertos.
AL. Líbreme Dios de tal barbarie y mala cristiandad. ¿No hay en esta tierra caballeros ancianos, de aquellos valerosos que tan honradamente mantuvieron la gentileza de la caballería, que aconsejen a los modernos lo que han de hacer para conservar su honra y fama sin ignorancia y crueldad tan grandes?
FR. Muchos hay de ésos, pero, sea porque en sus tiempos ya se usase tan mala costumbre, sea porque se les haya olvidado con el tiempo, sea porque piensen que es costumbre más honrada que la antigua, no solamente no les detienen sino que muchos padres, y aun madres, han incitado a sus hijos a que se vean con otros en el campo.
AL. ¿Cómo no lo remedia el rey aunque sólo sea por caridad?
FR. El rey lo disimula porque le dan a entender que, en estas tierras, es menos malo que haya estos desafíos secretos que no que existan bandos públicos, que nunca se acaban y destruyen muchas vidas y haciendas.
AL. Recia cosa es que no se halle remedio para tan horrendo abuso.
FR. ¿Cómo queréis que lo haya si entre ellos está admitido como la cosa del mundo que más honra y reputación da a los caballeros? ¿Queréis saber cómo lo entienden? Don Alfonso de Gurrea, caballero de esta tierra, tuvo un tiempo grandes diferencias con don Martín de Gurrea, señor de Argavieso, y señalaron día y campo para combatir. Don Alfonso tomó como padrino a un caballero amigo suyo y don Martín, a Francisco Cerdán, su primo. Don Alfonso y su padrino fueron en el día señalado a esperar en el campo a don Martín y su padrino. Pareciéndoles que tardaban y el día se pasaba, decidieron llamarle, porque la villa de Argavieso, donde don Martín vivía, estaba cerca. Y así, su padrino fue a llamarle. La madre de don Martín, que era una señora varonil y tan animosa como oiréis, sabiendo estas cosas, había enviado a su hijo la noche anterior a Zaragoza y había puesto en la villa guardia de gente a caballo y a pie. Cuando supo la venida de aquel caballero y la causa de ella, mandó que le abrieran las puertas y que, sin hacerle daño alguno, le permitieran buscar a don Martín por donde quisiera. Cuando él entraba por el castillo, se topó con la señora, que salía a recibirle muy brava y enojada, quejándose mucho de él porque favorecía a don Alfonso cuando el vizconde de Viota, padre del caballero, había favorecido a su marido en otras grandes diferencias. Por fin, satisfaciéndole el caballero a todo esto, le dio a entender que si su hijo don Martín no salía a verse en el campo con don Alfonso, faltaría mucho a su honra y a la gentileza de caballería. Oyendo Una esto, dijo: «¿Cómo es así? Nunca madre mande Dios que mi hijo falte un punto a la obligación de caballero, y os digo más, que si cien hijos tuviese, por la menor cosa que tocase a su honra, a cada uno de ellos le haría combatir cien veces». Y mandó llamar a don Martín para que se viera con don Alfonso en el campo, y escribió y envió un correo para que su hijo viniera a combatir, quien, como ya os he dicho, mandado por ella había partido de allí con su primo y padrino. Este padrino fue después tan desventurado que, combatiendo en el campo, teniendo a su contrario muy malherido, de una sola cuchillada que recibió de él, cayó degollado a sus pies. Don Martín no fue más afortunado que él, pues murió en otro desafío. Ahora, desterrad la costumbre en que las madres desean ver puestos a sus hijos y les provocan a seguirla.
AL. ¿Decís que esto es lo que pasa aquí? Pues yo os digo que el duelo, comparado con esto, es justo y santo.
FR. Son, ciertamente, dignos de castigo aquellos que no siguen ni se sirven de la razón, por la que habrían de guiarse, y tan a rienda suelta van tras su apetito y manifiesto error y engaño. Básicos esto por ahora, sírvaos de aviso de ahora en adelante y vamos a pasear por la ciudad. Veréis muchas y muy hermosas damas, y gentiles y elegantes caballeros, y otras cosas agradables cosas, insignes y magníficas.
AL. Para que me parezca mejor lo que veo, quiero salir de vuestra casa habiendo aprendido algunas cosas que deseo entender del arte militar y la costumbre de hoy. Que aunque por tantas y tan buenas razones la habéis condenado por vanidad, como bien sabéis, mientras dure el mundo durará la vanidad de los hombres y seguirán muchas cosas erradas como acertadas, no por nada, sino porque se usa. Durará también la ambición, la vanagloria de los linajes, la altivez de los títulos, la soberbia de los dones naturales, el deseo de fama, la estima de la persona, el amor de sí mismo y el desear ser más que otro. Y ya que esto será así, bien está que tanto desorden tenga algunas reglas y leyes que parezcan justificadas, para que no llegue a más. Y ya que estas vanaglorias y honras mundanas tienen su curso y camino, deseo entenderlo y ver cómo se fundamentan los afectados sus pasiones y qué orden siguen en el proceso de ellas. Pregunto por ahora sólo dos cosas: Cuál ha de ser la condición de los hombres que, según la costumbre de hoy, pueden combatir unos con otros y quiénes no pueden hacerlo, esta es una; la otra es por qué causas puede uno rechazar a otro.
FR. Me daría pena razonar sobre tal costumbre a menos que fuera para reprobarla, pero para que entendáis mejor su vanidad y gentilidad, os diré lo que deseáis saber. La principal cosa que pedís se encierra en dos puntos, en rechazar y en rehusar. El rechazar es por razón de caballería; el rehusar es, respecto a unos por ley y respecto a otros, por voluntad. Rechazar, que es desechar por menosprecio, debe usarse con infames, rendidos, cargados que no se han descargado ni hecho las diligencias para tener la satisfacción que les convenía; y con los que vienen de clara y noble sangre pero, por sus defectos, son echados de las honestas conversaciones; a esta clase de hombres se les debe rechazar y despreciar por razón de caballería. Porque los caballeros que siguen la verdadera honra militar, no han de entrar sino en batallas lícitas y permitidas por su rey o patria, y no por venganza, vanagloria y ambición, sino por administrar justicia con orden y decreto de su magistrado. Veis, esta manera de combate es el acto más noble y generoso de cuantos debe hacer en esta vida un caballero. Pero siendo este acto noble y de tanta reputación, la perdería el caballero que se igualase con los infames y se viera con ellos como igual en el campo. Y si acaso hubiera un caballero tan soberbio y sanguinolento que, sin mirar su reputación y honra de caballero, saliera a combatir con uno de la condición que he dicho, no debe concedérsele campo. Porque además de la injuria que haría a los caballeros, el señor del campo recibiría agravio y ofensa. El rehusar por ley con algunos y por voluntad con otros, ha de usarse con clérigos y religiosos, personas sagradas que, como personas que han dejado el mundo y sus presunciones, no deben ser requeridas ni ellos tienen por qué desafiar. También entran aquí los letrados, porque el hombre que hace profesión de letras renuncia a las armas y no está obligado a responder ni a llamar a ellas, sino es con las armas que él ejercita, que son más justificadas que las de los caballeros. Por esto, cuando por ventura desafiare un caballero a un letrado, puede éste como reo elegir las armas, pues como a tal le toca su elección, y decir que señala por armas con que defenderse la razón de las leyes, y ha de defenderse con ellas diciendo que la razón de las leyes ha de ser igual. Y así, el que no puede ser desafiado, no tiene por qué salir a combatir con quien le desafía. Igualmente, si un letrado desafiara a un caballero, éste podrá rehusar justamente por la misma ley que el letrado halló para no combatir, y puede responderle avisada y gentilmente diciendo: «vos, señor letrado, me provocáis a la batalla haciéndoos actor. Yo, como reo, elijo las armas para defenderme, pero a pesar de esto, quiero usar con vos de gentileza y no sacar armas desiguales, ni ventajosas para mí, sino que quiero que probéis vuestra intención con aquellas en que estáis más ejercitado, que son vuestras escrituras y leyes». De esta manera podrá un caballero rehusar gentilmente la batalla con un letrado, y un letrado la batalla con un caballero. Es tan inviolable el privilegio que tienen los letrados para no salir a trance de armas que, aunque ellos quisiesen renunciar a él, no se les consentiría, salvo que el letrado no fuese noble de naturaleza e hiciese profesión de armas y letras.
    Los que pueden rehusar por voluntad, son los mayores a los menores. Si un escudero desafiase a un señor, o un caballero privado a un Grande, está en su mano salir con el caballero o no. Puede no salir lícitamente, y si sale, no habrá perdido reputación, sino que habrá ilustrado más el ejercicio de las armas.
AL. Conténtame esta razón.
FR. Ya que habéis entendido el rechazo por razón de caballería y el rehusar por ley a algunos, y por voluntad a otros, escuchad ahora la igualdad y desigualdad de las personas, y quien puede provocar a la batalla a quien, y quien debe o no debe salir al campo.
AL. No hay nada que tanto desee saber como esto porque en la tierra del Duque del Infantado y del Condestable de Castilla hay pobrísimos hidalgos y vanísimos escuderos que en tanto se tienen que piensan que pueden desafiar a cualquier caballero, por principal que sea. Decidme, por vuestra vida, el comienzo de la hidalguía y el grado de hidalgo y escudero.
FR. Para explicaros esto tengo que romper el hilo de la materia que tratamos. Algunos hidalgos dicen que el hidalgo, en cuanto tal, no debe nada al rey, porque el rey es caballero y los caballeros descienden de los hidalgos. Parece que en cuanto a no poder ser caballero si no se es hijodalgo, se engañan los que tal dicen porque la ceremonia en la que el rey arma caballero al hijodalgo y el privilegio que le da, puede hacerlos igual con un villano. Si no fuera a sí, el rey perjudicaría la virtud, porque si un hombre ha nacido en parte oscura y baja, pero es virtuoso y se halla en él la gentileza de la caballería, no ha de negarle el rey ese orden y la confirmación de nobleza ganada por su propio valor. Y cuando los reyes rehúsan dar esta nobleza, no es porque no puedan ni deban darla, sino porque, si son pecheros de un barón, haciéndoles el rey caballeros, perdería el tributo el barón, de él y de sus descendientes; y si son vasallos del rey, igual pierde el patrimonio real. Pero, si a pesar de estos perjuicios, el rey nombra caballero a un villano, tal sería y sus hijos, hidalgos. De estos descienden las hidalguías, porque ninguno nació hidalgo, sino que alcanzó la nobleza por propia virtud, y los primeros nobles la dejaron a sus descendientes. Sin embargo, no penséis que es hidalgo aquel que por virtud de su patria es libre. Vemos provincias y ciudades cuyos ciudadanos, por servicios particulares que han hecho a sus príncipes supremos, son francos y libres de pechos y derechos, pero no son hidalgos. Bueno sería que el tabernero, el herrador y otros que viven de oficios y artes mecánicas, porque fueran de Vizcaya y de Jaca, provincia y ciudad francas, se hagan llamar y se tengan por hidalgos. A estos plebeyos se les llama hombres francos, por estar libres, por su patria, de pechos. Hidalgo es aquel que tiene solar conocido o tiene escudo de armas, cuyo blasón señala su antigüedad.
AL. Ahora, decidme que es esta secta que entre la nobleza anda, que llaman escuderos.
FR. Escudero es acompañante de otro mayor que él.
AL. ¿Y de dónde vienen esos que vemos en España solos?
FR. Dicen que descienden de pajes de lanza de los caballeros porque, antiguamente, cuando los caballeros seguían las guerras y las buscaban, sus criados mancebos más privados, les llevaban los escudos, como ahora llevan los pajes las lanzas, y del hecho de llevar el escudo, procede el nombre de escudero. A éste llamaron después escudero de lanza en puño, porque el señor le llevaba consigo en el camino y en la guerra, a caballo armado. Y por esta manera de servir a hombre noble, alcanzaron título de hidalgo y ahora viven en casas de caballeros, sirviendo honestamente y acompañando a su señor, teniendo el cuidado de sus hijos y autorizando con su presencia la casa.
AL. Ciertamente están bien estos escuderos en casa de señores cuando son ancianos si no fuera porque hablan tanto, porque, como decís, la mayor parte de ellos tienen buena presencia porque son limpios y tienen gran cuidado de peinarse y cuidarse la barba, de llevar limpios los pantuflos y los borceguíes, no se desciñen la espada corta y ancha que llevan, no hay un pelo en su capa. Pero todo lo bien que resultan acompañando a caballeros y niños, parecen mal acompañando a mujeres porque no se contentan con llevarlas del brazo, sino de la mano y de lo alto del brazo, tocando a su placer, caminando muy despacio dándoles a entender que así tienen mejor aire, y, encendidos y risueños, van tan vanos, mirando desdeñosamente a unos y a otros.
FR. Bien demostráis que no os gustan. Volviendo a nuestro propósito principal, que es si puede o no puede rehusar un caballero a otro, y la igualdad y la desigualdad de las personas, tened por cierto que es cuestión inútil y muy disputada, y no sé si habrá alguien que la haya averiguado. Pero os diré parte de lo que de ella sé, y para que no os parezca confusa mi respuesta, primero os diré qué es la nobleza, aunque ya os haya informado de ella, y después discurriré por sus grados.
    Platón, Aristóteles, Séneca y otros grandes filósofos han escrito mucho sobre tal materia y han resuelto que la verdadera nobleza que a los hombres ilustra y engrandece es la virtud. Y el fruto de la virtud es la honra, y el verdadero noble, ya sea de alto o de bajo linaje, es el virtuoso; y el que no lo es, no es noble; y el que lo es de linaje, si le falta la gentileza del caballero, es vil, pues injuria a sus antepasados, lo que no hace un hombre bajo. Porque si el hijo de un remendón, remienda, no injuria a los suyos; si el hijo de un porquerizo guarda cerdos, no ofende a su linaje ni es más vil que su padre, ya que sigue y se gana la vida en el mismo arte y oficio que sus antepasados. Así que estos hombres bajos no son viles. Es, sin embargo, muy vil aquel noble por naturaleza que no sigue las costumbres de sus antepasados, que con su virtud y valor hicieron que naciera noble. Porque ¿qué le vale la generación ilustre a aquel que se ensucia con vicios sucios y en qué le daña el bajo nacimiento a otro que está adornado por nobles virtudes? Ciertamente, aquél se muestra desnudo de todo bien, y, sólo se glorifica y se ufana con las obras de sus antepasados. Dice Séneca que para probar a un hombre y entender quién es y lo que vale, hay que considerarle desnudo, dejar aparte su patrimonio, desechar las honras y cosas mentirosas y vanas de la fortuna, y que se despoje también del propio cuerpo y, viéndole de esta manera, juzgar el ánimo que tiene, si es grande por sí mismo, y, así se conocerá la verdadera nobleza, porque el ánimo es su propia morada, y desde allí se muestra y lanza su fruto.
AL. ¡El buen cordobés!, y qué fina razón dio. De ella quedó en España el proverbio que dice: «el corazón manda a las carnes para ejecutar lo que el ánimo pide».
FR. Tan buena es la glosa como el texto.
AL. Gran don de la naturaleza es la nobleza, y el que nació noble, no debía ser ingrato con ella, sitio tratarla virtuosamente. Infinito deseo tengo de entender la causa por la que los nobles llevan escudos de armas y el primor de ellos, que no hay en mi tierra hombre que los entienda aunque los lleve.
FR. Existen diversas opiniones entre los historiadores antiguos y modernos sobre el principio de la armería y los blasones. Unos dicen que fue por casualidad, otros que por señal de nobleza y otros, que por otros fines. Los que dicen que el principio de los blasones y señales de armas fue casual, o con otro fin distinto al de ahora, dicen que Filipo Macedonio y su hijo Alejandro, deseando premiar y honrar a los caballeros que mejor se comportaran en las batallas, ordenaron que cada uno pusiera en su tarja, o sobre alguna parte, tina señal o fantasía que se le pareciere, para conocerle en los hechos de armas. Y con este fin ordenó Alejandro a sus nobles que llevaran señales en la guerra, aunque no pasó más adelante ni graduó tales señales. Y quiso que sólo los nobles las llevaran, entendiendo por nobles a aquellos a los que su padre y él habían escogido entre todos como merecedores de ir a caballo y llevar oro y joyas sobre sus personas. Y también las doce tribus de los hebreos tuvieron sus señales según el valor de cada una: los menos nobles llevaban figuras no vivas y los más nobles, vivas. La tribu de Neptalí llevaba un ciervo, la de Benjamín, un lobo, Isaac, un asno, y, los otros, figuras conforme a su nobleza, Los que dicen que estas señales se daban por nobleza, dicen que griegos y romanos tenían ciertas coronas de oro y guirnaldas de distintas clases y metales para darlas a aquellos que hacían una cosa muy señalada por medio de las armas, como entrar el primero en un fuerte o galera, vencer en lucha cuerpo a cuerpo a un enemigo por orden de su magistrado, y otras hazañas. Esto está más cerca del blasón de ahora, porque los lujos y los descendientes de los que habían recibido premios y coronas por sus hazañas, las usaban en vasos, tarjas, señales y cubiertas de caballos para mostrar al mundo que descendían de aquellos valerosos que, con tanta gloria, alcanzaron tan grandes victorias. Ved cómo parece que fueron éstos los que iniciaron y dieron luz al blasón de la armería, pero no alcanzó la perfección que hoy tiene porque no diferenciaban el color del metal ni el metal, ni graduaron las señales y las figuras según la nobleza de sus condiciones, ni dieron a los metales y colores los grados de sus calidades según los elementos, sino que las usaban confusamente para el fin que ya os he dicho.
AL. Por vuestra vida que me declaréis sus verdaderas reglas, porque veo a muchos hombres llevar grandes escudos de armas llenos de cien mil pinturas, adornados de orlas y timbres, como ellos los llaman, y habiéndoles preguntado qué significa cada una de aquellas cosas, no responden otra cosa sino que denota la nobleza de sus generosos antepasados. Mejor sería no llevarlos que llevar cosa que les hace ignorantes y sin nobleza, ya que no saben dar razón de ella. Podéis informarme largamente sobre esto, que no nos salimos de la materia de la honra y la nobleza.
FR. Larga digresión será, pero oíd. Dicen que los primeros heraldos o reyes de armas, que es como nosotros les llamamos, que son jueces de la armería y llevan los carteles, los desafíos y, las embajadas de un príncipe a otro con total seguridad, fueron creados por julio César. Él les dio las reglas por las que hoy se rigen los blasones de la armería, sacándola de la barbarie y la confusión, dando poder y, autoridad a los reyes de armas para castigar y penar a los que, no siendo nobles, o sin magistratura, las llevaran.
AL. Si los reyes de armas tienen este poder, mejor querría yo ser uno de ellos que rey de Frisia. ¡Oh, cuantos vecinos míos, a los que yo conocí como pobres labradores, que en su vida pusieron la vista en un escudo de armas ni casi ciñeron espada, llevan ahora un escudo con ellas! Lo trae Langrave sólo porque fue secretario del conde don Fernando de Andrade cuando fueron los gallegos a Italia, o porque el coronel Zamudio, su amo, le sacó de paje e hizo capitán de italianos, o porque fue contador del tercio de Barahona en el fuerte de los Gelves, o veedor de la fábrica de Civitela. ¿Cómo los reyes de armas, perdóneme su corona si la tienen, no examinan estas cosas que hoy tanto hinchan a los hombres y, en tanto precio están puestas? Que el verdadero noble goce de la gloria que la virtud de sus padres le concedió y sea conocido por tal, y salga de la baraja y tropel de tanta multitud. Pero me parece que es imposible refrenar estos abusos y corruptelas porque a los reyes no se les da nada. Entre toda la confusión, parece que los reyes de armas, que solían ser nobilísimos y facultosos, conocerían a los señores, pero hoy son los más pobres, tanto que, por dos reales, no solamente disimulan y se ciegan, sino que, si pudieran armar caballero a don Rabí, lo armarían. Pero dejémoslos hasta que venga algún rey ocioso que reforme este abuso. Entre nosotros, otros tampoco tienen remedio, que yo no oso decir a mi calcetero vos, so pena de que me tire las calzas por la ventana o no me las haga. Decidme las reglas de la armería para que sepa distinguir los blasones de armas de mis vecinos.
FR. Sabed que hay doce clases distintas de escudos. Lo principal de un perfecto escudo de armas es que está compuesto de dos metales, cinco colores principales y cuatro figuras: los metales, que son oro y plata, son de más nobleza que los colores porque participan más de los elementos y nobles planetas. Del oro podéis hacer el color amarillo, y de la plata, el blanco, pero los colores no pueden servir como metales. El oro es el principal metal y el más noble por participar más que ningún otro del sol, y así, en blasón de armas, se atribuye a la nobleza; la plata es el segundo metal, participa de la luna y se atribuye a la gentileza y la religión. El primero de los cinco colores después del amarillo y el blanco, es el colorado, atribuido en armas al elemento fuego y al planeta Marte, al derramamiento de sangre y a la bravura del corazón; el segundo es el azul, atribuido al elemento aire y al planeta Júpiter, y en armas, al bien obrar; el tercero es el púrpura, que es el morado oscuro, y no tiene significación por estar compuesto de muchos colores, se pone en pocos escudos, y éstos en armas reales, atribuido en armas a grandeza; el cuarto, que es el verde, en su calidad significa el agua, su planeta es Venus y se atribuye en armas a victoria. El negro no entra en esta cuenta, pero es en armas firmeza, su elemento es la tierra y su planeta Saturno. Estos colores mudan sus propiedades en las divisas, porque el amarillo, que en armas es nobleza, en divisa es desesperación; el blanco, que en armas significa gentileza, en divisa es lealtad; el colorado, que en armas es bravura, en divisa es alegría; el azul, que en armas significa el celo de bien obrar, en divisa son los celos, terrible pasión en los enamorados; el púrpura, que en armas se atribuye a grandeza, en divisa, al amor; el verde, que en armas significa victoria, en divisa, esperanza; el negro, que en armas significa firmeza, corno el león de Flandes, en divisa, tristeza y luto. Leonado y pardillo en armas, no se tienen por colores por estar hechos de mezcla. Las cuatro figuras se entienden de esta manera: la primera, de animal sentible, no racional; la segunda, cosa viva, no sentible; la tercera, cosa viva no estable; la cuarta, cosa no viva mudable. La primera figura sensitiva, no racional, son las aves, los animales terrestres y los peces; la segunda, viva no sentible, son los planetas, los árboles y las plantas; la tercera, que es cosa no viva estable, son villas, castillos, torres, montes y peñascos; la cuarta figura no viva mudable por sí, son los bastones, que son listas que se ponen de alto a bajo del escudo, como las armas de Aragón, bandas, que son listas puestas a través del escudo, como las armas de Borgoña, y fajas, que son las mismas bandas que ciñen el escudo, como las armas de Austria. Todas estas figuras se han de disponer de la siguiente manera: las aves de rapiña, con pico y uñas, que son sus armas de color o metal; las de ribera y otras que no son de rapiña, las piernas y pies de color o metal; las figuras sensibles no racionales tienen, sobre las otras, la ventaja de que sus miembros puestos en el escudo significan todo el animal; las cosas vivas que no sienten son más nobles que las no vivas, por estar más cerca de los elementos; y las no vivas estables, superiores a las no vivas mudables, porque son de más defensa.
AL. De manera que un hidalgo que llevase por armas un ratón o una zorra, por ser figura viva ¿sería blasón más noble que la faja de Austria?
FR. En cuanto al ser de la cosa, más noble es la que tiene espíritu que la no viva, pero ha de considerarse lo que quiere mostrar. Claro está que, por su naturaleza, más noble es un águila una planta, pero considerando lo que la planta o cosa quiere significar, más noble que un águila o un león sería una cruz, y así, en el blasón de armas existen tres noblezas: una, según la especie; otra, según el metal y otra, según el color.
AL. ¿Cómo se reconocen las más nobles?
FR. En los colores y posturas de las figuras. De esta manera, la primera figura, las cosas vivas sensitivas, se han de poner en la postura que más calidad las dé, de manera que estén en una postura que demuestren estar vivas. Las aves de rapiña se han de poner volando, y las otras, paseando. Los leones, de cuatro maneras: rampantes, combatiendo, paseando, saltando y sentados, representando majestad. El oso, forceando o paseando. El ciervo, corriendo o saltando. El perro, ladrando, saltando, corriendo y puesto de rodillas, humillado. Los pescados, hiriéndose el lomo. Y así, otros animales puestos en sus posturas naturales denotan nobleza. La segunda figura, las cosas vivas no sensibles, tales como planetas, árboles y plantas, son más nobles unas que otras, y también tienen sus posturas en su natural condición: los planetas son más nobles según su claridad y perfección, que nunca envejecen; los árboles son más nobles que las plantas por ser más fértiles y, de mejor forma. Esta segunda figura se pone de esta manera: los planetas, de metal sobre color; las lunas, en dos posturas, creciente y menguante, en creciente se ponen las puntas altas, y en menguante, bajas, que miren al pie del escudo. Los árboles y plantas, verdes, porque secos no denotarían ser cosas vivas ni serían armas, sino divisas. La tercera figura, que es cosa no viva estable, villas, castillos, torres, montes y peñas, se ponen en firme y sana postura, levantadas en defensa, La cuarta figura, no viva mudable, que son bastones, bandas, fajas, veros, losanges, cuadrillos, tormentos, compases, rastrillos, ondas, riberas, campanas, cruces, ríos, flores, roeles, paneles, calderas y otras de esta clase, también se ponen en la mayor fuerza de su ser. Las sensitivas significan dos cosas, viejas y nuevas, las viejas serán más nobles que las nuevas, un león viejo más noble que uno nuevo, un árbol nuevo más noble que el viejo, y la luna creciente más que la menguante, y así otras cosas.
AL. ¿Cómo se distinguen en armas las figuras nuevas de las viejas?
FR. De esta manera: el león madrigado viejo, ha de ser de púrpura, como el león de Castilla, y el nuevo, amarillo o de oro, como el de Brabante; la onza nueva, se pone de púrpura, y la vieja, negra; el ciervo nuevo se pone de púrpura, y el viejo, azul, y así se conocen otros animales. Los árboles nuevos y perfectos, se ponen verdes con hojas y fruto, y los viejos, negros, denotando no tener sustancia. Las villas, castillos y torres, blancas las nuevas y amarillas las viejas. Los montes nuevos son verdes, y los viejos, negros. Las campanas coloradas son nuevas, y las viejas, azules, y de esta manera se conocen las otras cosas.
AL. ¿Divisa, señal, empresa y timbre, son también armas?
FR. Los timbres son cimeras que adornan el yelmo, y son de dos clases: el timbre de la nobleza, que se compuso con las armas, ha de ser cosa viva o parte de ella, no se puede quitar o poner, se lleva en la guerra o en cuestiones de honra; los otros son fantásticos, y casi son divisas, que se ponen por invención aplicados a su fin, y, pueden ser a propósito y de la forma y metales que se quiera.
AL. ¿Los yelmos pueden ser todos iguales?
FR. No. El rey ha de llevar el yelmo sobre el escudo derecho, que se vea, y, un poco bajo; los titulados, no tan derecho como el rey, ni bajos; y los caballeros, inclinado a un lado, mirando a la parte derecha.
AL. Me habéis hecho recordar a algunos que llevan el yelmo sobre el escudo, con la vista derecha como titulados, y aun baja, como el rey.
FR. Esos llevan la infamia, porque se les juzga como temerarios, presuntuosos y necios.
AL. Gran luz me habéis dado sobre la armería. Decidme ahora qué cosa es la empresa, la señal y la divisa, que me parece que es todo uno con las figuras de las armas.
FR. Son muy diferentes, porque la señal sirve para fiestas, más caras, justas y, torneos, y se hace de colores pero sin metales. La divisa sirve para mostrar su intención encubiertamente, ha de ser de los colores y metales que queramos, distintos de los del escudo, y cada uno puede hacerla según su fantasía. Sin embargo, cuando es de cosa viva es más perfecta. Se mira la significación de la figura y los colores. Algunos le ponen letra, y ésta ha de ser breve, ni muy clara ni muy oscura, y ha de estar fuera del escudo de armas. La empresa difiere de la divisa en que sus colores no tienen significado. Las más de las veces se lleva sin armas, por honra, acompañando al escudo, tal como vemos el libro abierto del rey don Alfonso, que ganó Nápoles, el yugo del Rey Católico, las columnas del Emperador, la luna de Enrique, rey de Francia, la jarretera del rey de Inglaterra, y los pozales y tizones del duque de Milán. Antiguamente, los caballeros llevaban estas empresas colgadas al cuello, como se lleva el Toisón y San Miguel, y en las fiestas, en los pechos o en las mangas.
AL. ¿Quién inventó el orden de caballería?
FR. Muchos, en diversos tiempos, pero lo más importante que se guarda o se debería guardar es lo que ordenaron los nueve de la fama.
AL. ¿Quiénes fueron esos tan famosos?
FR. Tres hebreos, tres gentiles y tres cristianos. Los hebreos fueron Josué, David y judas Macabeo, quienes ordenaron que los príncipes no hicieran la guerra sino para defender sus cosas, sin tiranizar las ajenas. Los gentiles fueron Héctor, Alejandro y Julio César. Dicen que Héctor ordenó el primer tribunal de justicia entre la gente de guerra. Alejandro ordenó las cosas de armas, con sus figuras o señales, para sus caballeros fuesen conocidos en la guerra. Julio César ordenó los heraldos, sargentos y reyes de armas, para que cuidaran de que el arte de la armería estuviese en su debido estado. Los tres cristianos fueron Carlomagno, Arturo y Godofredo de Bouillón. Carlomagno graduó los siete honores del mundo. El rey Arturo ordenó su Tabla Redonda, en la que sólo se sentaban los que habían vencido los siete peligros del mundo, o hubiese alcanzado la victoria en alguno de ellos. Godofredo de Bouillón ordenó que la caballería se fundara sobre cuatro actos virtuosos, a saber, combatir por la fe, defender su patria, servir a su rey en la guerra a la que le llamara, y defender con todo su poder a viudas y personas miserables.
AL. ¿Por qué fundamentó Godofredo la caballería sólo sobre cuatro actos virtuosos?
FR. Porque esos cuatro comprenden a todos los demás: defender la fe es acto espiritual, defender su patria es mirar por la conservación humana, el linaje y la amistad. Servir a su rey es cumplir la natural obligación que a su mayor debe, y mirar por los miserables es acto noble, virtuoso y caritativo.
AL. ¿Tuvieron los nueve famosos blasón de armas y figuras?
FR. Los hebreos y gentiles tuvieron figuras en sus escudos, para señalarse más que para mostrar nobleza, que en aquellos tiempos no se había alcanzado el arte de la armería.
AL. Por vuestra fe, que me digáis las armas o señales que cada uno usaba y el fin por el que las llevaban.
FR. Josué, sucesor de Moisés en el pueblo judío, llevaba en su escudo tres garzas negras en campo de oro, puestas en triángulo, mirando a la parte derecha del escudo. El campo de oro significaba nobleza, por ser el primer capitán que tuvieron los hebreos, y las garzas, la prudencia que debía tener para gobernar a gente tan suelta. Le atribuyeron esta letra: ERIPE ME DOMINE DE INIMECIS MEIS. David llevaba en su escudo un harpa de oro en campo azul, significando lo uno y lo otro, divina contemplación. Con la siguiente letra: DEUS IN NOMINE TUO SALVUM ME FAC. Judas Macabeo llevaba una cabeza de víbora de oro en campo colorado, que significaban ardimiento y bravura de corazón, que para pueblo tan flaco, tal capitán era menester, con la siguiente letra: QUIS FORTIS SICUT DEUS NOSTER. Héctor, el primero de los gentiles, llevaba una silla de oro en campo colorado y, en ella, sentado en majestad, un león de púrpura con un hacha de armas en las manos. El campo y el león significaban su gran esfuerzo y el ser el primer capitán que se sentó en un tribunal para impartir justicia a la gente de guerra. Le atribuyeron esta letra: POTENTIA IN SAPIENTIA CONSISTIT. El gran Alejandro llevaba por armas dos leones negros combatiendo en campo de oro, denotando su nobleza y la oscuridad y terror en que puso su nombre el mundo, con la letra: NECESSE EST EXPERIMENTUM AD VIRTUTEM CONOSCENDAM. Julio César llevaba por armas un águila negra de dos cabezas en medio del escudo en campo de oro. El campo significaba su nobleza, y el águila, ser el más alto de los hombres, con la letra: STRIENYO ATQUE MAGNANIMO NIHIL MAGNUM VIDETUR. Carlomagno, el primer cristiano de los famosos, llevaba por armas media águila en la parte derecha del escudo y, en la izquierda, las flores de lis de Francia, significando su nobleza y estado. El rey Arturo llevaba por armas tres coronas de oro en campo colorado en la parte derecha, y tres leones pardos, tal como ahora los llevan los reyes de Inglaterra. Godofredo de Bouillón llevaba por armas una banda colorada atravesando el escudo en campo de oro, con tres águilas pequeñas negras en ella, cada una en pos de la otra volando hacia arriba, y en la parte de la derecha, la cruz de Jerusalén.
AL. ¿Por qué las mujeres llevan sus armas en un escudo? Me parece impropio.
FR. No deben llevarlas, pero las llevan por costumbre. Las armas de la mujer se deben poner en un cuadrángulo como un losange, y la doncella, si no es señora de estado, ha de partir con una línea el escudo o cuadrángulo por el medio, desde la punta alta hasta la baja, y, debe poner sus armas en la parte izquierda mientras que la derecha debe quedar libre esperando las del marido, que deben ponerse allí.
AL. Me habéis dicho que la orden de caballería está fundada sobre cuatro actos virtuosos, pero no me habéis dicho cuáles son los siete peligros del mundo de los que salen los siete grados de virtud que el rey Arturo tanto celebró.
FR. Los siete peligros que Arturo ilustró son estos: combate con otro en estacada a todo trance, correr puntas amoladas, ser el primero en subir una muralla al descubierto, entrar y salir el primero a una mina, ser el primero en saltar en la galera, conseguir un estandarte en batalla campal, y matar o prender en batalla campal con moros a un moro señalado.
AL. Confío en que si me veo con Belmar gane grado para poderme sentar en la Tabla Redonda. No quiero saber más de la armería, que a un hidalgo le basta con saber que sus armas han de ser de color sobre metal o de metal sobre color, y el timbre de las armas de cosa viva, y el yelmo, vuelto al lado derecho. Sobre el escudo del marqués, un cerco sin flores con piedras preciosas llamado coronel, y el coronel del duque, de flores más grandes, con piedras preciosas, aunque ahora lo hayan hecho corona igual a la de los reyes y por eso, los reyes ungidos han fortificado las suyas cerrándolas de manera que los duques no puedan entrar por ellas. Me basta entender esto que he oído de vos y de otros, lo demás es cosa de reyes de armas. Volvamos a hablar de las personas que deben rehusarse en el campo, que es cosa comprendida por muy pocos.
FR. Podrá tener mi caballero oficios reales, corno son el gobierno de provincias y, ciudades y otros que no tienen otros, por lo que, lícitamente, pueden rehusar a los caballeros privados que les requieran, y, así, cumple al privado esperar la salida del cargo de su adversario si lo tiene temporalmente. Aunque hay en esto una cuestión, que es si la querella y causa por la que el caballero privado requiere al oficial, es justa o no. Si no es justa, el oficial no tiene obligación de responderle por las armas; si es justa y le conviene combatir, y el combate es lícito, sin dilación, a menos que estuviere cercado de enemigos de su príncipe, ha de dejar el oficio y el beneficio, y todo cuanto tuviere en este mundo, y salir al campo sin intención de venganza ni ambición, sólo por descubrir por las armas, en caso de no hallarse prueba por otra vía, la verdad y la justicia. De manera que todo caballero privado, reputado por virtuoso, puede salir en combate justo con ilustres y grandes, y, aunque el titulado, por su preeminencia, puede rehusarle, si la querella y la causa es de gran importancia, debe combatir con él y no rehusarle. Porque el ejercicio y acto de las armas es tan noble que, muchas veces, como ya he dicho, se ha visto que un hombre de baja condición, por el ejercicio de las armas ha llegado a ser un noble ilustrísimo y coronado de imperial majestad. Y el hombre honrado que sin hacer vileza ejercita las armas y su profesión es ser soldado y hacer cosas notables en la guerra, al servicio de su rey y su patria, en conservación de su honra, se puede igualar con el caballero y tenerse por verdadero noble. Pero no piense cualquiera que por haber sido soldado muchos años y seguido siempre su bandera, y haberse hallado en muchas expediciones y guerras en servicio de su rey y patria, siempre en estado de arcabucero de tres escudos, sin hacer en las armas cosas más señaladas que otros, que puede tener la presunción de igualarse con el soldado generoso, que ha probado muy bien su intención. El caballero soldado, aunque pueda rehusar, no pierde su reputación por salir con él al campo, que su magnanimidad ilustrará más la nobleza de las armas. Y si por ventura, este caballero injuriase a aquel soldado, ya que se rebajó para injuriarle, bien está que no desdeñe ser su igual en prueba de armas. Así que, no todos los soldados, por el hecho de ser soldados, pueden requerir a batalla a cualquier soldado. Y aunque un soldado sea caballero más noble que su capitán, no le es lícito igualarse con él, ni desafiarle por castigo o injuria que le haya hecho por cuestiones de la guerra, y, si lo hiciera, tendría pena de muerte. Tampoco puede desafiar a su alférez o sargento, por ser oficiales y superiores suyos; y el capitán de caballería y de infantería que fuere desafiado por un soldado de otra compañía y nación, aunque militando todos bajo un mismo general, no está obligado a salir con él al campo durante la guerra, aunque si el soldado le retase por crímenes tan graves que fuera lícito y justo combatir por tal querella, deberá salir con licencia y descubrir la verdad, y, sin licencia no sería lícito hasta haber acabado aquel servicio y guerra. Como conclusión de esto diré que, si un ilustrísimo es retado por un señor menor y, caballero particular de buena fama por un caso de traición y alevosía, tan criminal que de poderse probar merecería la pena de muerte, debe el grande salir al campo y probar su verdad y limpieza, y aunque bien pudiera rehusar a tal señor o caballero que le reta, no debe hacerlo, ni poner en manos de un campeón peso tan grande, sino como magnánimo príncipe y esforzado caballero, salir al campo y mostrar con las armas y sus propias manos su verdad.
AL. Así ha de actuar el buen caballero y señor que fuera retado por grave infamia, y en tal caso, no rehusar a ninguno, sea de la condición que sea, a menos que la desigualdad con el provocador o el provocado fuera, como se dice, de león a ratón, que en tal caso es justo, aunque peligroso, darlo al campeón citando por las leyes civiles no pudiera descubrirse la verdad.
FR. Cuando un gran señor quisiera combatir por causa ajena, por desagraviar algún gran agravio, no ha de mirar en la persona del adversario si es privado, ha de bastarle saber que aquel adversario es un caballero o hijodalgo, o digno de ejercitar las armas, y tenerle, en caso de armas, por igual. Ejemplo de esta magnanimidad y gentileza, la dio el conde de Barcelona cuando un caballero alemán, maestresala del emperador de Alemania, Enrique V, se enamoró de la emperatriz Matilde, su señora, hija del rey de Inglaterra, y fue tan atrevido que le descubrió su voluntad. La emperatriz le maltrató de palabra y le amenazó para que se apartara de aquellas locas palabras y demandas. El caballero la dejó tan desabrido y desesperado que convirtió su amor en mala voluntad y su malvado corazón quiso vengarse. Un día en que estaba el emperador con muchos caballeros, se presentó ante él este alevoso y llamó a la emperatriz adúltera, y se obligó a mantenerlo por las armas ante el caballero que quisiera probar lo contrario. Este extraño caso se conoció en el mundo entero y también que nadie se atrevía a defender a la emperatriz porque el caballero que la había acusado era muy valiente con las armas. Llegando esto a oídos del conde de Barcelona, doliéndose de la emperatriz, resolvió ir encubierto a la corte del emperador. Dos días antes de la jornada preparó lo que le convenía y el día del combate por la mañana se vistió con hábito de fraile y, con un caballero que llevó consigo, vestido como él, fue a la torre donde la emperatriz estaba presa y desconsolada. Consiguió de la guardia que le dejaran hablar con ella y la oyó en penitencia para saber si era culpable de la acusación del caballero, y la halló castísima y, muy honrada. Se despidió de ella sin darse a conocer, fue a su posada y, armado y a caballo, salió a la plaza donde esperaba el caballero, y combatió con él, y por la fuerza de las armas le hizo confesar la verdad, por lo que la emperatriz fue liberada y devuelta su primera honra y fama, con gran gozo del anciano emperador. Y el conde, sin darse a conocer por más que le buscaron el emperador y la emperatriz, se volvió a Barcelona. Así que los grandes que se precian de mantener la gentileza de la caballería y la honra del caballero, no han de mirar en el acto de armas con menores que ellos la desigualdad de la dignidad y el grado, sino la calidad de la causa y la querella.
AL. De esta manera no son necesarios los campeones porque, si un mayor es retado por un menor de traición u otra alevosía semejante, o él reta a otro, debe probar por su propia persona su justicia en el campo.
FR. En caso de traición, si un grande fuera retado por un caballero particular, no hay que dudar, le conviene combatir con él. Pero si acaso el grande fuera viejo o estuviere enfermo o inhábil para las armas, en tal caso debe el grande poner un campeón igual al caballero.
AL. Cuando se pone un campeón, por las razones dichas, ¿qué seguridad tendrá el caballero que reta o es retado por el grande, de quedar satisfecho si vence legítimamente?
FR. Si el caballero vence al campeón del grande y le hace desdecirse de lo que ha sido la causa del reto, o confesar lo que él ha dicho del grande, el rendido, el desmentido y el deshonrado es el grande, y para cumplirlo, el señor del campo, si fuera posible, ha de tener allí presente y a buen recaudo al grande y, vencido su campeón, sacarle a él del campo con vituperio, como propio rendido del caballero que sacan con gran pompa.
AL. Es justo que sea así, pero decid, si ese campeón vencido y ese grande que le puso se presentan en otra causa, ¿les pueden rehusar?
FR. Al grande, cualquier persona le puede, no sólo rehusar, sino rechazar para vergüenza suya. El campeón que fuera vencido, no puede volver a combatir por otro, pero sí por si mismo, y si al campeón que combate en lugar de otro hombre, se le probara que se dejó vencer por soborno u otra intención, han de cortarle la mano derecha, y el combate no acaba por ello, sino que ha de repetirse con otro campeón.
AL. De manera que Ilustrísimos, Muy Ilustres e Ilustres, y, los caballeros particulares, cuando entre ellos, mayores y menores, haya querellas justas y lícitos desafíos, y no precisen campeones siendo aptos y hábiles para las armas, pueden defender por sus manos su derecho.
FR. Así es.
AL. ¿Pero por otros intereses menores que las injurias y los desmentidos, bien pueden rehusar los grandes a los menores y ponerles un campeón?
FR. Mala memoria tenéis de las razones que os he dicho acerca de que por ninguna de esas cosas se debe combatir, y de que el duelo es prohibido por todas las leyes. ¿Cómo queréis que el caballero tome las armas por venganza o por ambición, o por causa que pueda remediarse sin ellas? ¿No sabéis que el caballero que sale a combatir por tales causas está falto de fe y merece ser degradado de la dignidad de caballero, ya que ejercita injustamente las armas? Sabéis cuán pocas causas son legítimas y, hacen lícito el combate de uno con otro. Dice Gayetano que cuando uno es falsamente acusado y, por falta de pruebas, si no acepta el campo sería condenado a muerte o a que se le corte un miembro de su persona, puede combatir. Y dice más: que el que le consienta o le aconseje entrar en campo, peca mortalmente y si, por alguna causa, el rey, pudiera tolerar el duelo, no debe hacerlo, sino que debe suprimirlo. Ved, pues, qué pocos campeones hacen falta, y qué fuera de la verdad andan los que pretenden averiguar sus diferencias y pasiones con la espada. Y ya que, contra la corrupta opinión, no puede la razón tanto como para hacer conocer a los caballeros de hoy aquello que les conviene, los supremos príncipes, en cuya mano ha puesto Dios el cetro de la Justicia, están obligados a devolver al orden de caballería su primera razón con la autoridad de las leyes, y a no consentir que los señores tengan tan abiertos los campos, sin consideración, caridad ni cristiandad, y a castigar severamente a los injuriantes, pues no puede haber en esta vida causa para poder injuriar a otro ni para matarse, pues sólo Dios es señor de las vidas. Y los que rompen las leyes de amistad, deberían ser tenidos por infames, y ser castigados como por graves delitos, pues los amigos de venganzas deben considerar que, ofender a otros sin razón, es obrar contra la propiedad del hombre, pues a él, principalmente, conviene aprovechar al hombre y no dañarle ni injuriarle. Y si quiere ser honrado, no salga de lo honesto, pero vemos que es él el que le daña y ofende, sin guardar la ley, de amistad ni la obligación del parentesco. Cicerón, en su Tratado de la Amistad, dice, y lo hemos de guardar, que no se convierta la amistad en graves enemistades de las que salen cuestiones, rencillas, injurias y otras malas palabras, y, aun éstas, si son tolerables, se han de sufrir, atribuyendo toda esta honra a la antigua amistad, de suerte que se tenga por culpado, y lo sea, aquel que hace la injuria, y no el que la padece.
AL. Esa es buena sentencia, que justa cosa es que el ofendido no sea digno de infamia, y el malo que le ofende, lo sea de castigo. Me parece que así ha de juzgarse a un amigo mío que fue malamente injuriado, os contaré la historia y me diréis vuestro parecer. Sabed que Pasquier, gentilhombre de esta ciudad, al que vos debéis conocer bien, dio en Italia de palos a Parra y, una vez dados, le esperó allí cuatro años para ver si se quejaba de él. Viendo durante todo este tiempo que no respondía, y que a tal caso se le había puesto silencio, volvió a España y se casó aquí, en Zaragoza, donde ha vivido diez años, sin pensar que por tal pendencia pudiera venir desasosiego a su vida. Pero al cabo de catorce años, apareció aquí un día, como vos debéis saber, un cartel de Parra desafiándole por el caso que ocurrió hace tanto tiempo. ¿Qué pensáis del sufrimiento de Parra y del nuevo caso de Pasquier?
FR. Que habiendo Parra injuriado y provocado a Pasquier para que le diera de palos, y habiéndoselos dado Pasquier, y mantenido y esperado en aquel lugar por espacio de cuatro años, habiéndole requerido con cartas muchas veces para que si le debía algo, viniera a pedírselo, y al no haber aparecido en todo este tiempo ni Parra ni otro por él, razón por la que Pasquier se volvió a España y aquí se casó, y habiendo pasado diez años sin que nadie le trajera a la memoria el caso de Parra, y, al cabo de ellos le dieran un cartel de Parra desafiándole por aquello, parece que tal respuesta llega fuera de tiempo, y carece de fuerza o valor alguno. Ciertamente parece un caso extraño y fuera de la ley del caballero. ¡Haber estado un hombre sin honra tanto tiempo, sano de su persona y en toda su libertad, siendo esperado y convidado muchas veces por su enemigo con la satisfacción! Pasquier no debería salir en igualdad de campo con hombre que tanto tiempo estuvo combatiendo con el miedo y la vergüenza, dejando impresa en la memoria de las gentes tan larga infamia y gran descuido. Pero, ya que el caballero debe tratar su honra muy cumplidamente y mostrar al mundo valor y razón, digo, salvando otro juicio mejor, que haga Pasquier con Parra este cumplimiento: que le envíe a decir que, por las causas dichas, no debe entrar en campo en igualdad con él, pero que tampoco quiere tener nada suyo si pretende que él lo tiene, sino que quiere satisfacerle y darle lo que le toca, y que para ello promete darle toda la satisfacción que determinen dos o cuatro caballeros puestos por las dos partes. Y si Parra rehusare, Pasquier puede rehusar su desafío más justa y honradamente, como procedente de un hombre que durante tanto tiempo vivió viciosamente, descuidado de su honra y enemigo de lo justo. Y si, después de todo esto, Parra quisiera, obstinadamente, combatir y Pasquier quisiera salir al combate, mostrará éste al mundo gran cumplimiento y justicia, aunque yo le juzgaría más bien como caballero soberbio que justificado.
AL. Bien habéis ayudado a vuestro aragonés, y con razón. Veamos cómo pondríais paz entre dos italianos que, en mi presencia, tuvieron estas diferencias: Próspero Mónaco, gentilhombre de la ciudad de Lucera, ruega a Leonardo de Palma, gentilhombre de la misma ciudad, que le preste doscientos ducados. Leonardo responde que no tiene dinero, pero que si quiere trigo, se lo dará. Próspero acepta el trigo, conciertan la cantidad, el precio y el tiempo. Próspero se obliga, por acto público, a pagarle dentro de cierto tiempo doscientos ducados por cierta cantidad de trigo que de él ha recibido. Pasa el tiempo y Próspero no toma el trigo ni paga el dinero. Leonardo le acusa la obligación y, por decreto de corte, le cobra el dinero. Se presenta Próspero a Leonardo y le dice: «Leonardo ¿debías tener de mí los doscientos ducados?». Leonardo responde que sí, Próspero le dice «mientes» y los dos sacan sus espadas, pero, separados por los que allí estaban, cada uno se marcha a su casa. Próspero pretende probar que no le fue entregado el trigo y, que, no habiéndolo tenido, no debe pagarlo y que, por esta razón, la obligación no es válida, y que, aunque en ella dice haberlo recibido, en realidad no lo tuvo. Leonardo pretende que la obligación es válida, y que ha cobrado los doscientos ducados jurídicamente.
FR. Para arreglar estas diferencias, se debe, en primer lugar, saber si el desmentido de Próspero tiene fuerza. Si éste recibió el trigo, el desmentido carece de valor porque Leonardo habría cobrado el dinero justamente. Y si Próspero no lo recibió, el desmentido no vale por razón del instrumento por el que confiesa haber recibido el trigo que niega haber tenido y que si no ha tomado, no ha sido por falta de Leonardo. Y por esta razón, Leonardo no debe sentir el desmentido porque, si lo hace, le daría validez y, siéndolo, declararía falso el instrumento, y quedaría obligado a pedir satisfacción del desmentido y a restituir el dinero recibido. Para llegar a un acuerdo, yo creo que, por no haber entregado Leonardo el trigo a Próspero, ni haberlo éste recibido de aquél, debería confesar Leonardo que no lo entregó a Próspero, que es lo que éste pretende probar, y Próspero, a su vez, debe reconocer que es válida la obligación, que es lo que Leonardo pide, y de esta manera cada uno conseguiría lo que pretende, y pueden hacer las paces honradamente.
AL. ¡Oh, cuántas pasiones y diferencias se podrían apaciguar si quisieran dar a la razón su parte! Pero qué me diréis de dos soldados que tienen pendencias, sus amigos vienen a satisfacerlos y apaciguarlos honradamente con toda la razón del mundo, y no quieren ser amigos diciendo que más se ha de mirar a la costumbre del presente que a la razón. Ved cómo andan los cristianos y hombres de bien. Andan ahora los tiempos tan mal reformados y la amistad y caridad entre las gentes tan floja, que claramente conozco que el mundo se acaba.
FR. Con la fe se acaba la virtud y la verdad, que es peor, y crecen las malas costumbres.
AL. ¿A qué viene eso de los hombres de ahora y los pasados, no son todos de una cepa?
FR. Los hombres de ahora y los pasados son todos unos, pero la mayor parte de los príncipes de ahora son muy distintos de los pasados, porque estos miraban mucho por el bien público y los de ahora miran mucho por el bien propio. Y si para hacer esto y conseguir sus propósitos necesitan disimular algo ante sus súbditos, disimulan tanto que, de ahí viene que los hombres, con libertad, se atrevan y corran por donde quieran, y de la mucha soltura nacen los vicios y escándalos, y que la verdad huya de ellos, la caridad les esconda la cara y la justicia, la espada. Y por esto se toman ellos la suya para ofenderse unos a otros sin términos de razón tu respeto de amistad, como cada día vemos en los campos de Italia.
AL. Veamos ahora de qué manera se les podría reformar y cómo serían justificados.
FR. Teniéndoles los señores siempre encerrados, que no encuentro otra solución, aunque, como ya os he dicho, mucho podrían hacer los príncipes supremos. Esta maldita costumbre está tan apoderada de las opiniones de las gentes, que es imposible quitarla de una vez y por eso deberían reformar los abusos de la manera que el Mutio aconsejaba al emperador Carlos V. Sobre esta materia escribió algunos buenos artículos y en ellos decía: «Y porque muchos caballeros, soldados y gente noble no sean capaces de entender bien los casos de honra, y por cosas ligeras y de poco momento, pensando hacer cosa honrada y famosa, saca al combate uno al otro pareciéndoles que con ello hacen lo que conviene a sus honras, y que si siguiesen sus causas por vía civil no harían lo que debían, es cosa necesaria y de gran importancia que vuestra majestad haga, no solamente nueva constitución por la que haya de probarse civilmente sin combatir, sino que de la siguiente ordenación a los señores que dan campo. Que los príncipes y los señores que sean, súbditos de vuestra majestad y del Sacro Imperio Romano no concedan campo franco sin tomar antes juramento a quien se lo pida de que ha intentado hallar justificación por otra vía distinta, mostrando las escrituras de su diligencia y los indicios del delito, porque uno que reta a otro de manera que le convenga la prueba de armas, se entiende que es actor y está obligado a probar el reto, aunque el otro le haya desmentido. Porque es justo que la primera y la mayor injuria se satisfaga primero, y que no se abandone la querella mayor por la menor». Con esto se evitarían grandes daños, porque podría acontecer semejante pendencia: yo digo a Diego que es traidor, él me responde que miento. Hasta aquí el pleito y la querella es contestada. Yo, que he dado nombre de traidor a Diego, tengo que probar que es traidor, y él ha de defender lo contrario, de manera que nuestro combate ha de ser para saber si Diego es traidor o no. En este punto, no contento con haberle dado el nombre de traidor, le doy de palos. Se ha introducido tal costumbre, yo pretendo decargarme del desmentido que me hizo y él, cargado con los palos que le di, queda obligado a retarme y yo a defenderme, y la querella ha de ser sobre si yo hice mal o no en darle de palos. Esta costumbre, muy usada, es deshonesta y bárbara por encima de los abusos del duelo, porque por este medio se asegura y toma ánimo el que tiene intención de injuriar a otro, al que injuria con este desvío. Si, por ventura pensara perder la elección de las armas, no se atrevería a injuriar al otro, ni por vías torcidas huirían de probar lo que han dicho. Así que, habiendo yo infamado de traidor a Diego, cosa que debería probar por la razón, para huir de la prueba le doy de palos y con esto me desvío de la querella principal y primera, y hago que Diego tome la menor, de forma que aparto de mí aquella que merece inquisición por otra que no la merece y dejo de probar cómo aquél ha cometido traición. Yo le reto a probar lo que no hace al caso, que es si yo hice bien o mal en darle de palos. Así pues, la primera querella es de inquisición de verdad y la otra, de venganza. pero se deja aquella de la que se ha de buscar la sentencia con el juicio de Dios, y se toma la otra, que quita a Dios su oficio. Por todas estas razones habría de proveerse, y la provisión sería que cuando retase uno a otro por un crimen que mereciera prueba de armas, tal debería ser actor, sin que quepa excusa alguna, y que en la cuestión del actor y del reo, se procediera del modo en que se haría si la causa fuera tratada civilmente porque, como se ha dicho, muchos caballeros, soldados y hombres nobles no entienden bien los casos de honra ni conocen el valor de los desmentidos. Estaría bien proveer que no se diera campo a aquellos


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