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ArribaAbajoCapítulo X

Salgo de Santa Fe para Buenos Aires y me detengo en esta ciudad hasta el 5 de octubre. Derrotero o diario del viaje que hice de Buenos Aires para Córdoba


Muchas gracias di al Señor de verme en Santa Fe, fuera de los muchos peligros en que se hallaban los que navegan la carrera del Paraguay, ya por ser el temperamento poco sano, ya por los muchos indios infieles que tienen contaminada la costa; particularmente tuve grandes recelos estos quince días que navegué en el botecillo, porque venía indefenso y fueron muchos los indios que descubrimos en diversas ocasiones.

Siempre tuve ánimo de visitar toda la provincia de Tucumán, antes de bajar a Buenos Aires; mas yo   —220→   desconfié en Corrientes, porque allí recibí muchas cartas cuyo contenido me ponía en la mayor precisión de bajar a aquel puerto. Otras muchas hallé en Santa Fe que confirmaban más y más la necesidad de mi asistencia en aquella ciudad; porque ocurrían en los dos conventos de aquella ciudad ciertos negocios tan enconados, en que ya habían tomado la mano el obispo y gobernador, y no resultaba de todo poco escándalo.

El día que llegue a Santa Fe, mandé aprontar caballos para el primero de julio; y ese día, muy por la mañana, salí con el señor teniente de gobernador y el guardián, en su coche, hasta el río nombrado Santo Tomé, que pasamos en un bote, donde habiéndome despedido de éstos, tomé caballo con mi compañero y tres mulatos muy buenos mozos, y este día llegamos a un pueblo de indios nombrado Calchaquí, del cargo de nuestra religión, que dista de Santa Fe veinte y cinco leguas, y no me detuve a visitarlo porque la precisión de caminar era mucha.

El día siguiente, 2 de julio, salí muy de mañana de este pueblo, y al pasar el río Carcarañal, que está inmediato, hubo de sucederme una desgracia. Estaba a la sazón muy caudaloso; y habiéndolo vadeado todos los de mi comitiva, pasé yo el último, pero el caballo se inclinó demasiado a la izquierda y perdió el fondo, comenzó a nadar y lo sostuve algún tanto con las riendas, hasta que uno de los mulatos entró a caballo y se puso delante del mío, a quien sirvió   —221→   de guía para que tomase otra vez el vado. Hacía mucho frío y tuve que mudarme la ropa, y aun tuve la fortuna de llevar una túnica y hábito viejo en la maleta del compañero. Este día no paré a la siesta, porque el día estaba bueno, y vine a las Hermanas, a casa de don Santiago Ontiveros, que dista de Calchaquí otras veinte y cinco leguas.

Este día 2 de julio, fue el más tormentoso de viento que jamás he visto, aunque no fue molesto hasta la tarde en aquel paraje. Aquella noche derribó muchos ranchos, o casitas de las que hay por la campaña; arrancó innumerables árboles, y lo más deplorable fue que esta misma tarde se perdió a vista de Montevideo el navío «La Luz», que salió de Buenos Aires para España, y naufragó tan enteramente, que no se libró ni una sola persona de ciento treinta y tres que estaban en el navío, y también fue a pique un millón trescientos mil pesos, aunque después se buscaron con felicidad.

El día 3 continuó el viento tormentoso; no obstante que hice jornada de veinte leguas que hay hasta Areco. Este día cayeron por el paraje por donde yo caminaba algunas gotas de agua, que después me dijeron haber sido nieve en Buenos Aires, donde hacía treinta y siete años que no había nevado. El día 4 salí de Areco, después de medianoche, y a la una del día estaba en San Isidro, que dista cinco leguas de la ciudad de Buenos Aires, camino que ya es deliciosísimo, porque, sobre andarse por la playa del   —222→   gran Río de la Plata, está poblado de bellísimas casas de campo. Por la tarde hice este camino, y a dos leguas de la ciudad hallé un coche con dos pares de mulas, que me esperaba, en el que pasé al convento y entré en él a las cuatro de la tarde, sin que nadie supiese de mi llegada, porque todavía se me suponía en Corrientes, a excepción de un religioso a quien yo tenía libradas algunas providencias y avisado del paraje donde estaba y del día y hora en que llegaría.

Éste es el viaje que en mi vida he practicado con más diligencia, porque en cuatro días no cumplidos, y los más rigurosos del invierno, pasé las cien leguas que hay de Santa Fe a Buenos Aires, con mi compañero lego y tres mozos, y sin más conveniencia que la que permite la grupa y maleta.

Después que descansé, recibí y volví las visitas; y después que comuniqué con los señores obispo y gobernador, los graves negocios que ocurrían, pasé al convento de la Recolección a dar gracias a mi patrona y madre la Santísima Virgen del Pilar, con cuyo amparo tuve buena salud y felicísimo viaje en mi jornada al Paraguay, y lo que es más, compuse todas las cosas de Buenos Aires que me habían hecho apresurar el viaje, a satisfacción mía, mejor que yo podía pensar, y sin que nadie supiese el cómo ni cuándo. Visité los dos conventos de esta ciudad y descansé hasta el 5 de octubre. De todo sean dadas gracias al Señor y a su Santísima madre del Pilar,   —223→   mi abogada y patrona de todos mis oficios, peregrinaciones, navegaciones y trabajos. Amén.

En el tiempo que estuve en Buenos Aires, convoqué al capítulo provincial para la misma ciudad en el día 2 de febrero, en cuya atención ya no podía visitar los conventos de la gobernación de Tucumán. El capítulo no debía ser hasta 21 de marzo, pero por facultad que para ello tuve, lo adelanté cerca de dos meses, por lo que resolví no pasar de Córdoba, que dista de Buenos Aires ciento sesenta leguas, por el camino más derecho. Los caminos que hay son muchos, pero todos peligrosísimos, por ser parajes despoblados y tierras propias de los infieles.

Determiné salir para esta ciudad el 5 de octubre, como con efecto sucedió por la tarde, después de una larga visita con que me honró el señor obispo, llevándome juntamente el título de Examinador Sinodal, favor que también me hicieron los ilustrísimos ordinarios del Paraguay y Córdoba. Esta tarde, pues, del día 5, pasé a la calera del convento con sólo mi compañero lego. El día 6 pasé a la casa de campo del capitán Pesoa, donde me detuve los días 7, 8, 9, y hasta el 10 por la mañana en que llegó mi secretario con tres mozos y cuarenta caballos con algunas mulas, y fuimos esa tarde junto a la casa de don Pedro López, donde en un lindo prado pusimos el toldo o tienda de campaña, y pasamos la tarde alegremente, midiendo las jornadas que debíamos hacer hasta   —224→   Córdoba, regulando el viaje con la mejor comodidad y pausa posible.

El día 11 anduvimos seis leguas, hasta un pueblecito que llaman el Pilar, por ser la Santísima Virgen del Pilar titular de su iglesia, en la que dijimos misa el día siguiente, y después hicimos viaje de doce leguas, basta el río de Areco, y el siguiente, que fue el 13, caminamos diez leguas y llegamos a la estancia de San Martín, en el paso de las Piedras del río Arrecife. De aquí despachamos los mozos por el camino real, con orden de que esperasen en las Hermanas, entre tanto que nosotros pasábamos todo el día 14 en el nuevo convento del Rincón de San Pedro, que está dos leguas desviado del camino, donde descansamos todo el día, y el día 15 alcanzamos a mediodía a los mozos, en el paraje que les teníamos señalado, que dista de San Pedro ocho leguas, donde descansamos lo restante del día, atraídos del raro genio del dueño del rancho, en cuya puerta teníamos puesta la tienda de campaña. Era este hombre, a mi parecer, mestizo, o mulato, y de las mismas circunstancias me pareció su mujer, y ambos eran como de edad de cincuenta años, harto feos y con un vestido pobrísimo. Luego que nos apeamos le preguntó el prosecretario, cómo era su nombre, y respondió que se llamaba don Santiago Ontiveros, y sin cesar prosiguió diciendo que estimaba mucho la obsequiación que se le hacía con nuestro hospedaje, y que por elevación un pandem pandem et de veriguando lograba su rancho   —225→   estas fortunas, que lo estimaba mucho y que viéramos si podía servirnos en algo con su nada y luego mandó a la señora que saliese, diciendo: desaloje usted por un rato de ese camarín y venga a la conversa de los padres; y es de notar que toda su casa no era más que un ranchito compuesto de paja, y por el medio estaba dividido con dos cueros, y a la división que servía para dormir la llamaba camarín. Por oírle pues hablar todo el día en este tono, nos quedamos allí con mucho gusto, y él lo tuvo también, porque comió y bebió a satisfacción, y nos contó que un padre mercenario que había pasado por allí aquella tarde, había sido su contemporánimo en los estudios.

El día 16 anduvimos trece leguas, hasta la estancia de Pedro González, y el día siguiente, 17, habiendo comido en casa del doctor Cosío, cura del Rosario, pasamos al pueblo de Calchaquí, que es de indios y está al cargo de nuestra religión, como queda dicho, del cual salimos el día 18 y caminamos veinte leguas, hasta la estancia de don Manuel de Gaviola, y el siguiente por la mañana entramos en Santa Fe, donde queríamos detenernos hasta que lloviese, porque hay unas cincuenta leguas de travesía, en las cuales no se halla agua sino después de haber llovido. Detuvímonos en esta ciudad hasta el día 25, a la que el día 24 llegó un religioso de Córdoba a encontrarnos, con veinte caballos, y esa misma tarde hubo una lluvia copiosísima, y valiera más que no la hubiese, pues   —226→   pensando que había sido universal en toda la travesía, nos vimos después en el mayor aprieto.

El dicho día 25 fuimos de Santa Fe a las Saladas que distan de la ciudad ocho leguas, y en ellas, que son unas lagunas, encontramos agua, pero no bebimos porque pasamos a hacer noche dos leguas más adelante, donde pensábamos hallarla y no la hubo. El día siguiente salimos tarde de este paraje, con ánimo de no pasar de las Encadenadas, donde suponíamos cierta el agua en siete pozos cavados que hay en este sitio, y tampoco la encontramos, conque ya hacía dos días cabales que no la bebíamos. De aquí salimos el día 27, y el secretario y yo nos adelantamos para llegar a un montecillo que dista de las Encadenadas siete leguas, donde tampoco había agua; no obstante paramos dos horas hasta que los demás nos alcanzaron, admirándose todos de que hubiésemos reconocido todo el monte y estuviésemos vivos, porque todo él es una madriguera de tigres. En fin, todos descansamos un rato, y aquí me afligí algún tanto, porque ni los caballos comían, ni tampoco pude conseguir que el secretario, compañero y mozos, tomasen alguna cosa. Yo no me hallaba con notable necesidad, porque en medio de mi sed, hice calentar un pollo y lo comí todo con un pedazo de jamón y dos buenos tragos de vino; y aunque yo les asegurase que con sólo el vino podían pasar muy bien y que les mitigaría la sed, mas como acá lo usan poquísimo, aprendieron con tenacidad que dentro de poco rato se verían   —227→   dobladamente sofocados, añadiendo el calor del vino al del tiempo, que era ya verano y caluroso; no obstante a mí me iba muy bien con la contraria opinión, sin embargo que como ya había tres días que no bebía otra cosa, me hallaba sumamente necesitado, aunque disimulaba por alentarlos.

Las tres de la tarde serían, cuando salimos de aquí y mandamos los dos mozos se adelantasen al Pozo Redondo que dista del monte Quebracho seis leguas, y que en caso de que allí no hubiese agua, cavasen algún pocito, porque es la tierra muy húmeda en aquel paraje, y se halla pronto el agua; pero todo fue en vano, porque cuando llegamos, no obstante que habían practicado todas sus diligencias, no hallaron agua. Hacíase ya de noche y determinamos el padre Secretario y yo, adelantamos con un compañero y un mozo a caminar toda la noche a un paso mediano, porque ya los caballos no estaban para más, dejando orden de que los demás caminasen sin cesar hasta el presidio del Tío que distaba veinte leguas de allí, donde hay un río caudaloso, para donde nosotros íbamos también consentidos en no hallar agua hasta ese paraje; mas el Señor que no quiere la muerte del pecador, dispuso que la hallásemos donde menos pensábamos; porque sería como cosa de media noche, cuando el mozo que llevábamos, que iba en un caballo unos cuarenta pasos delante de nosotros, dio voces con grande alborozo, diciendo haber allí una laguna, como con efecto la había con agua suficiente   —228→   para toda la comitiva y caballos. Apeámonos y bebimos, aunque no mucha, porque no nos hiciese daño. Encendiose fuego; dispúsose luego un asado de ternera bueno y abundante, de modo que, cuando llegó la demás gente, hallaron la cena dispuesta, conque pasamos el resto de la noche muy alegres y casi sin dormir; y es cosa rara que siendo todas estas leguas un paraje peligrosísimo de indios infieles, a nadie ocurrió temor alguno, ocupados todos con el peligro que íbamos tocando: llámase este paraje donde hallamos agua, la Cabeza del Buey.

El día siguiente, que fue el 28, al amanecer, llegaron veinte soldados que el maestro de campo de Córdoba dispuso saliesen a encontrarnos, porque ya tenía noticia de que habíamos salido de Santa Fe, y quiso hacernos este obsequio; y después de haber almorzado muy bien, anduvimos cuatro leguas hasta mediodía y paramos en las Víboras, donde comimos y descansamos toda la siesta, y por la tarde llegamos a un presidio llamado el Tío, de donde salió a recibirnos el maestro de campo con todos los demás soldados que allí había, que serían por todos unos cuarenta. Nos hospedamos en el mismo fuerte, que está construido con muy buena idea y foso, que aunque todo él es de tapia, pero es competente para la defensa de los indios, cuyas armas no son proporcionadas para batir ningún género de muralla por débil que sea. Pasa por inmediato a la fortaleza el Río de Córdoba, que juntándose poco más abajo con   —229→   el de Santiago, se sumen ambos en un arenal, componiendo un gran pantano que llaman la Mar Chiquita.

Habiendo pues descansado a satisfacción, ya sin recelo ni cuidado de indios, continuamos la marcha por la mañana y anduvimos seis leguas, hasta mediodía, parando a comer en la margen de un pequeño arroyo de cuyo nombre no me acuerdo, y por la tarde fuimos en compañía al Río Segundo, que tiene una de las mejores aguas que he bebido en mi vida. El día 30 por la mañana fuimos a la Plaza de Armas, distante nueve leguas de dicha estancia, donde el maestro de campo tiene su ordinaria habitación. Descansamos aquí todo el día y el 31: hallamos por la mañana un coche que venía a encontrarnos y en él fuimos a una bellísima estancia de un vecino de Córdoba llamado Villamonte, con muchos cuartos y preciosa capilla y nos detuvimos en ella hasta después de haber dicho misa el día de finados, que luego salimos para Córdoba, donde entramos el día 3 por la mañana.

Es esta ciudad no muy grande, pero de bastante autoridad. Reside en ella el obispo del Tucumán y un teniente rey de esta provincia. Tiene muy buena iglesia catedral con prebendados; seis conventos, los cuatro de religiosos mercedarios, dominicos, jesuitas y franciscanos, y dos conventos de monjas dominicas y carmelitas. Hay Universidad, que está toda ella a cargo de la Compañía, cuyo colegio es el principal de la provincia. En él hallé cinco aragoneses; uno   —230→   acababa de ser catedrático de prima, que a la sazón era procurador general de provincia, llamado el padre Antonio Miranda, hombre doctísimo, muy religioso y de admirables circunstancias; los demás eran cuatro hermanos estudiantes, Verón, García, Ruiz y Durán, e hijos de Codos, Villalengua, la Cañada y Monterde. Los visité varias veces, y el padre Miranda me honró con notable familiaridad. Este padre es de tierra de Barbastro, pero no tengo presente su patria. Vi todo el colegio y noviciado, que es obra singularísima, y también la iglesia, cuya bóveda es de madera y lo más de ella está dorada.

La ciudad está en un vallecito pequeño y redondo, báñala un río que llaman de Córdoba, medianamente caudaloso. Está rodeada de montes, y a vista de ella hay unas sierras bastante elevadas, de donde nacen algunas fuentes y arroyos, y hay algunos peñascos y bastantes piedras, cosa que no se halla en todo el camino hasta Buenos Aires, ni tampoco en la carrera del Paraguay, que tiene cuatrocientas leguas.

El convento nuestro de esta ciudad es el más antiguo que tiene esta provincia, el de mejor formación y el más regular. A fines del siglo pasado vino una misión de Aragón, y probó muy bien: no he podido averiguar los nombres y apellidos de los sujetos; sólo se sabe el del padre fray Joseph Velilla, cuya memoria será perpetua por su distinguida opinión de santidad. Murió siendo guardián de Córdoba, y   —231→   sin que sujeto alguno le hubiese notado enfermedad. Llamó al vicario del convento el día 14 de agosto, a tiempo que tocaban a vísperas de la Asunción, y le dijo que no obstante ser la festividad tan clásica, que rezasen las vísperas, y concluidas mandase tocar a credo o agonía, y que viniesen a la celda, que había llegado ya la hora de su muerte. Todo sucedió así, porque habiendo ido la comunidad a su celda, le hallaron sentado en la silla, y pidiendo le cantasen el magnificat, expiró al acabarse el cántico.

Desde el día 3 de setiembre hasta el 9 de diciembre, me detuve en esta ciudad, ocupado ya en la visita del convento y ya en otras ocupaciones ocurridas, particularmente en la de dar expediente a varias consultas que a pedimento del señor Obispo trabajé, a quien debí especialísimas finezas, como a todos los más distinguidos de esta ciudad, que ciertamente son muy obsequiosos y muy afectos al hábito de San Francisco.

Llegado el día 9 de diciembre salimos para Buenos Aires y llegamos este primer día al Río Segundo, que nace en las sierras que están al oeste de Córdoba, y corre casi derechamente de sur a norte. Eran las nueve de la mañana, cuando llegamos a una ermita de Nuestra Señora del Pilar, que está en este paraje y es iglesia parroquial, fundada por unos zaragozanos, descendientes, según supe, de los condes de Sobradiel, que se avecindaron en Córdoba, y ahora mismo permanecen algunos de esta familia en demasiada   —232→   pobreza. En la costa, pues, de este río, que está vestida de muchos árboles y excelentes bosques, paramos todo lo restante del día 9 y hasta el día 11 por la mañana, esperando que llegasen los caballos que estaban en una estancia distante veinte leguas.

Veníamos ocho religiosos de comisión, agregados a una tropa de carretas y dos carretones de provincia, en que traíamos las providencias necesarias de víveres, etc. Lo pasábamos alegremente en cualquier paraje donde nos demorábamos, y más en este del Río Segundo, que está poblado de diversas casas de campo, donde hay ganados mayores y menores, aves y frutas con abundancia. Por la tarde nos bañábamos en el río, que tiene bellísima agua y la mejor que hay en esta jurisdicción de Córdoba. Aquí observé una cosa muy rara, que, aunque la había leído, ni la tenía presente ni experimentada. Redúcese a que hallamos una culebra demasiadamente grande, y haciendo la diligencia para matarla, nos dijo uno de los religiosos que no lo hiciésemos hasta experimentar en ella lo que en otras, que fue aplicarle una caña, y con sólo el contacto, se adormeció de modo que quedó sin movimiento y luego murió. Esto sucedió en mi presencia; no sé si con todas las culebras sucede lo mismo, ni si en todas las cañas hay una misma virtud, porque las especies que por acá he visto de cañas, son diversísimas, particularmente de las que llaman cañas de Castilla, son del todo diversas a las cañas que llaman bravas, que son de extraordinaria grandeza, en tal   —233→   manera que de dos de ellas se hace una escalera capaz de servir en la más elevada fábrica. Yo las he visto de cincuenta varas de largas y cinco palmos de gruesas, y hay crecidísimos bosques de ellas en las costas del Gran Paraná, y en muchas partes del Paraguay. La que sirvió para hacer la experiencia en la culebra, era de las que llaman de Castilla.

El día 11 por la mañana, pasamos el río, que a la sazón podía vadearse muy bien, y luego tuvimos que parar todo este día y el siguiente, porque, habiéndose descuidado el mozo que guardaba los bueyes, se le volvieron a Córdoba la noche del día 10, y fue necesario buscarlos, porque de otra manera no podían conducirse los carretones.

Estos carretones son a manera de los12 carros de España, pero sin comparación mayores, y la caja viene a ser un cuarto portátil de madera, con buena bóveda, con puerta y ventana y capacidad para poner un catre, quedando lugar para otras muchas providencias, de modo que en él se hace viaje con grandísima comodidad, se lee, se escribe y se hace todo cuanto es necesario, y muchos tienen su balcón en la popa, donde pueden ponerse dos, cada uno en su silla: sin embargo de que el movimiento es molesto, porque toda esta máquina descansa sobre el eje.

Llegó en fin el día 13, y caminamos cinco leguas hasta un paraje que llaman Empira, donde me halló un mozo que me conducía unos pliegos de Buenos   —234→   Aires, y para responder a ellos, fue necesario suspender la marcha todo este día y el 14, hasta la tarde, después de ponerse el sol, que hicimos viaje de siete leguas que dista de Empira la cañada que llaman del Gobernador, donde hallamos una tropa de cincuenta carretas que venía de Buenos Aires, y habiendo descansado un rato, pasamos el día 15 por la mañana, dos leguas que hay de la dicha cañada hasta el Totoralejo, de donde por la tarde nos adelantamos con el toldo al Río Tercero; y aunque los carretones llegaron el día 16 por la mañana, nos detuvimos no obstante todo el día, para componer una rueda que estaba descompuesta. Es éste un paraje deliciosísimo, por los bellísimos bosques de que está vestida la costa, y ahora veinte años estaba toda ella pobladísima de buenas estancias y creo que no tiene todo el reino del Perú mejor paraje para cría de ganados; mas hoy no se ven sino arruinados edificios, por las continuas y cruelísimas invasiones con que los indios han devastado estas campañas, sin embargo de que ya se ve una u otra estancia y creo que en breve tiempo volverá a poblarse, no obstante que el peligro es sumo, y deberán siempre vivir con grandísimo temor. Cinco leguas de este paso, hay una estancia que llaman de Roldán, adonde fuimos el día 16.

Día 17, fuimos al paraje que llaman el Fraile Muerto, donde también se veían muchos edificios destruidos por las invasiones de los infieles, y todavía están bastante altas las paredes de la iglesia, en   —235→   la que rezamos un responso, y pasamos a hacer noche a la estancia de don Jerónimo Quinteros, que dista cinco leguas de la de Roldán y una del Fraile Muerto.

El día 18 por la mañana, salimos algo tarde y paramos en un bosque sobre el mismo río en paraje bien peligroso de indios infieles. Aquí sucedió un bellísimo chiste. Venía en nuestra comitiva el custodio de la provincia, que cada instante se separaba de la tropa y quedaba atrás, otras veces se adelantaba, particularmente donde él tenía noticia que había algún rancho, aunque estuviese muy desviado del camino, no dejaba de reconocerlo, por lo que pasaban seis y siete horas sin que lo viésemos, y hubo noche que por no hallarnos estuvo solo por el campo y sobre el gravísimo peligro a que se exponía, seguíase el inconveniente de que para alcanzarnos maltrataba los caballos.

Habiendo pues, determinado escarmentarlo, después de haber pasado este día, se dispuso que se desnudasen algunos de los peones de la tropa, y tomando lanzas, bolas y macanas, que son las armas de que usan por este paraje, se pusiesen en lugar oculto y cerca del camino, por donde había de pasar dicho padre, que no sabía dónde nosotros habíamos parado a sestear, pues aunque estábamos cerca del camino, pero estábamos en la raya del río, cubiertos de un espesísimo bosque. Cuando ya los peones descubrieron al padre salieron de diversas partes y a gran distancia, como a cortarle el camino; iban con   —236→   exorbitante griterío, y tocaban unas cornetillas que usan los indios cuando dan sus asaltos. Todavía estaban muy lejos, cuando ya el padre comenzó a titubear y a asustarse. Iba a la sazón, montado en una mula blanca, y por consiguiente imposibilitado para la fuga, por ser la mula bestia improporcionada para carrera larga y precipitada, conque tuvo a bien de pararse a medio camino y ocuparse en hacer actos de contrición, y éstos mal formados, y que más parecían actos maquinales que humanos.

Cuando ya los mozos se acercaron a él, y los vio enteramente desnudos, pintado el cuerpo y embarrada la cara, como los indios usan, estuvo para caer de la mula por causa del temblor que lo ocupó, hasta que por fin los mozos le hablaron y los conoció, teniendo éstos la gran fortuna de hallarle enteramente desarmado, que de no, creo que después de conocidos, embiste con ellos. Finalmente, logrose el susto que se intentó y también el efecto que se pretendía; porque la consideración de que podía suceder de veras en aquellas campañas lo que acababa de experimentar de burlas, le dejó tan atemorizado, que en lo restante del camino jamás se apartó seis pasos de la comitiva. Este mismo día por la tarde, llegamos temprano al paraje que llaman las Barrancas; pusimos el toldo a la lengua del agua, y habiendo refrescado y descansado a satisfacción, nos bañamos en el río antes de cenar. Anduvimos este día ocho leguas.

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Día 19 por la mañana, anduvimos cuatro leguas hasta la estancia de Ruiz Díaz, que está en el paraje llamado el Salado y aquí se juntan el Río Tercero y Cuarto, y mudando el nombre componen el río nombrado el Carcarañal, que pasa por Calchaquí y entra en el Gran Paraná, a veinte leguas de distancia de Santa Fe. El Río Cuarto trae el agua salada, y viciando al Río Tercero, queda el Carcarañal inservible, de modo que no puede usarse para la bebida. Desde el Saladillo, ya es toda la costa del río muy pelada y desapacible, porque no tiene árbol ni multa alguna en sus márgenes. Sin duda que la cualidad de ser tan salada el agua, esteriliza toda la tierra que baña.

En lugar inmediato a dicha estancia, nos detuvimos toda la siesta, en cuyo tiempo llegó una tropa de tres mil mulas, sacadas de las estancias de Buenos Aires, para el Perú. Eran todas de dos años y habían costado a dos pesos y medio cada una. Para conducirlas, es necesario mucha peonada que las lleven o arreen en un medio círculo; porque, si por algún acontecimiento, dispara y se divide la tropa, se pierden todas o las más; porque como en estas vastísimas campañas hay muchos millares de yeguas y caballos cimarrones, alzados y sin dueño, una vez que se juntaron con estas manadas, ya no hay remedio para rodearlas y separarlas, porque es ganado que atropella a cuantos se presentan por delante, no obstante que habiendo porción de gente, suelen algunos utilizarse con la industria del lazo.

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A vista de nosotros, este día disparó y se desparramó la dicha tropa de tres mil mulas y salió dividida en más de veinte partes; pero tuvieron los conductores la fortuna de que eran las diez del día, y ocupando hasta ponerse el sol, pudieron unirlas en una manada como antes iban. Éste es el mayor peligro que tienen los mercaderes, de los cuales muchos se pierden en un instante. Es necesario que el cuidado de los peones sea excesivo, porque es ganado que de nada se espanta; y no se necesita menor cuidado de noche, no obstante que lo encierran con corral de cuerda. Esta conducción de tropas tan numerosas, causa mucha admiración cuando se refiere en España y otras partes, donde fuera imposible ejecutar lo mismo. Con efecto, refiriendo en conversación a uno estas cosas, dijo que sólo hallaba dificultad en los pesebres que necesitaban en las posadas, como si éstas las hubiesen ni fuesen necesarias para este fin; pues nacidas estas mulas en campaña y criadas en ella, no tienen jamás otro modo de mantenerse que con el continuo pasto que ofrecen los campos.

En este mismo paraje nos detuvimos todo el día 20, por ser lugar muy apacible y de bellísima agua, y por la noche nos adelantamos con el toldo unas cuatro leguas, y tuvimos el mayor susto que se nos presentó en todo el viaje. Porque serían las once de la noche, cuando a distancia de medio cuarto de legua, vimos fuego, y cuando sintieron en él el ruido de nuestros caballos, se ocultó dicho fuego repentinamente.

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Lo vimos desviado del camino y en lugar muy peligroso; y esto de haberse ocultado nos hizo consentir en que indefectiblemente eran indios infieles. Parámonos todos, y yo, sin que los demás de la comitiva lo entendiesen, porque la noche era oscurísima, mandé a un mozo de mi satisfacción que tomase una media vuelta y examinase lo que aquello podía ser, y me volviese la respuesta con todo secreto. Hízolo brevemente y me dijo que eran cinco carretas que bajaban a Buenos Aires, cargadas de suela y cueros. Asegurado yo del peligro, quise entrar a discurrir con los demás lo que debía hacerse en este gran riesgo. Mi secretario decía que era imposible huir, porque siendo indios como lo suponía yo, nos tendrían ganada la espalda, o perfectamente cercados. El guardián de Córdoba era de dictamen que huyésemos a rienda suelta hasta ganar la estancia de Ruiz Díaz, que distaba solas cuatro leguas, que la noche era oscura y que los indios jamás embisten de noche. El padre Custodio decía que los caballos habían de cansarse y ocuparíamos mucho tiempo en coger otros, etc. Otros decían que el río sólo distaba un cuarto de legua sobre la derecha, que podíamos ocultarnos secretamente hasta la mañana, etc.

A mí me pareció lance proporcionado para acreditarme de valiente, asegurado de que, no sólo no había riesgo, sino confiado en que eran las cinco carretas, y así les dije que antes de dar mi dictamen tomásemos todos un poco de vino; ya ellos extrañaron   —240→   la frescura, pero no se les fue el miedo. Habiendo bebido lindamente, les dije que el mayor peligro estaba en la fuga; porque en ella conocerían muy bien los indios nuestra cobardía; que ocultarnos en el río no era buen medio, porque no pudiendo ocultarse los caballos, era forzoso que al hacerse de día, fuésemos invadidos, y así que yo era de dictamen que continuásemos el camino, expuestos a todo riesgo, y que para ese fin se me entregase una sola escopeta que venía en la comitiva, y que con ella les haría tener a los indios un poco de respeto, y como por todos caminos estaba el cuento malo, convinieron por fin en lo que yo determiné. Púseme delante de todos; manifesté grandísimo valor; los animaba sin recelo alguno, y hacía burla de la pusilanimidad que los tenía medio muertos; y en verdad que, confesando lo que siento, creo que no había otro más cobarde que yo. En fin, cuando ya muy de cerca, divisamos el fogón medio apagado, y algunos bultos, se les habló y no respondieron, porque los carreteros tenían otro tanto miedo. A mí me decían que no me acercase tan aprisa, a lo que respondí que estaba deseoso de despedazar un millón de indios, y así dije con voz más esforzada, que respondieran cualesquiera que fuesen, porque si no destrozaría media docena del primer trabucazo. Luego los pobres hombres se explicaron y respiraron todos. Se hizo muy buena cena y en toda ella se celebró mi valentía y ánimo, y todavía están en la buena fe de que soy un hombre alentado.

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El día siguiente que fue el 21, estuvimos al mediodía en la Cruz Alta, paraje antes muy poblado, y en que todavía se descubren muchos arruinados edificios, desamparados por las continuas invasiones de los indios. Cantamos un responso en lo que fue iglesia, y pasamos esta misma tarde a la estancia de Vergara, donde nos recibieron con mucho afecto. Es la estancia perteneciente a la jurisdicción de Santa Fe, y está en el paraje que llaman los Desmochados, sobre el mismo Río Tercero, que aquí se llama ya el Carcarañal.

El día 22 vinimos a las estancias que están próximas a la capilla de Rosario, en los Arroyos, distantes de Buenos Aires sesenta leguas, de cuyo camino tengo ya hablado antecedentemente el cual pasamos muy despacio, y haciendo tiempo a que finalizasen las pascuas, por evitar aquellas formalidades y ceremonias políticas de la ciudad; por cuya causa no llegamos a Buenos Aires hasta el 6 de enero de 1751, al tiempo preciso de disponer las cosas capitulares, por ser el día destinado para la celebración el 2 de febrero siguiente, en el que con efecto se celebró con suma paz y concordia, de modo que, con todos los votos fue electo ministro provincial mi secretario el muy reverendísimo padre fray Antonio Mercadillo, lector jubilado y examinador sinodal del obispado de Córdoba.

NOTA.- De todo lo que de esta provincia queda dicho, se podrá inferir ser la más dilatada de toda   —242→   la orden; pues necesita un provincial de andar dos mil leguas para visitarla. Omito otras advertencias que aquí debiera hacer, porque lo escrito basta para hacer memoria de estos países, cuando el Señor me conceda el singular favor que le pido de retirarme cuanto antes a un rinconcito del Paraguay.

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Viaje a las Misiones de la Compañía de Jesús, en compañía del señor obispo del Paraguay, en ocasión de hallarse el excelentísimo señor don Pedro de Cevallos y el señor marqués de Valdelirios en los pueblos de San Borja y San Nicolás, para los efectos que han sido bien públicos en toda la Europa. El señor Obispo que lo es el excelentísimo señor don Manuel Antonio de Latorre, vino de la Corte con orden de pasar luego a visitar los pueblos de su jurisdicción en dichas misiones, que son trece, y a tener varias conferencias con dichos señores, las que por varias etiquetas no tuvo personalmente, y con la instrucción que convenía, pasé yo a tenerlas con los dichos jefes.

DIARIO
Julio:Salimos del Paraguay día 18 de julio de 1759, llegamos a las dos de la tarde a Ipané9
Día 19, a comer a Yaguarón y cenar a Paraguarí11
El 21 fuimos al Barrero7
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El 22 a comer a Tabapuí y cenar en Guiindí7
El 23 comimos en casa de Vera y cenamos en la estancia de Caballero8
El 24 comimos en Tebiqua y cenamos en San Miguel7
El 25 al primer pueblo de Santa María6
Agosto:En 1.º de agosto pasamos a San Ignacio Guazú, a comer3
El día 7 fuimos a Santa Rosa, a mediodía5
El 18 fuimos a Santiago, a comer8
El 25 a San Cosme, y comimos en el puesto de San Miguel12
El 30 nos embarcamos y el 31 llegamos a mediodía a Itapúa17
Setiembre:El 6 de setiembre fuimos a comer a la Candelaria5
El 12, a comer a Santa Ana3
El 18, a mediodía, a San Ignacio Mini3
El 23, a Loreto3
El 29, al Corpus2
Octubre:El 6 de octubre bajamos por el Paraná a la Trinidad5
El 12, al Jesús, y éste es el último pueblo de la visita3

Desde el cual regresó el señor Obispo a esperarme en Santa Rosa, mientras que yo pasaba a los pueblos del Uruguay, a responder a los negocios que habían traído don Diego de Salas,   —247→   mayor general de órdenes del señor Cevallos, que estuvo en la Candelaria tres días y don Blas Gascón, secretario del señor Marqués, para cuyo efecto me embarqué en la Trinidad el día 13 y llegué a las cuatro de la tarde a la Candelaria, habiendo comido en el Igarupá de San Ignacio con cierto amigo que me esperaba allí

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El día 14 pasé a San José 8
El día 15 a los Apóstoles4
El día 16 a la Concepción6
El 17 pasé el Uruguay y estuve a las cuatro de la tarde en San Nicolás8
El 21 a los Apóstoles7
El 22 a la estancia de los Mártires y comí en San Alonso10
El 23 comí en Santo Tomé y caminé esta mañana13
El 24 pasé tercera vez el Uruguay y entré en San Borja3
El 29, desocupado del señor Cevallos, volví a repasar el Uruguay para Santo Tomé3
El 30 a los Apóstoles23
El 31 a la Candelaria12
Noviembre:El 2 de noviembre, después de las tres misas, embarcado a San Cosme22
El día 3 a Santa Rosa17

Aquí encontré al señor Obispo que me esperaba, y se hizo chasque al Paraguay para pedir escolta.   —248→   Entre tanto hubo mucho que escribir, pero salimos de este pueblo el día 18, y vinimos a Santa María

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El 19 a la estancia de Cabañas pasado el Tebiquarí12
El 20 a la de Fulgencio de Yegros, comimos en la de Otazú7
El 21 a Tabapuí, estancia de los dominicos8
El 22 a Paraguarí, estancia de la Compañía8
El 24 a San Lorenzo, chacra de los Padres13
El 25 al Paraguay, a los cuatro meses y siete días 4
Suman todas las leguas de mi viaje332

El viaje lo hice con bastante comodidad, porque en toda la visita del señor Obispo, no desamparamos el coche, y el resto de mi camino lo hice en una litera, en que me mandaron conducir los padres. Yo llevaba un donado y un mozo, y el padre Superior de Misiones mandó que me acompañase un hermano coadjutor aragonés que fue el hermano Blas Gorría, natural de Santa Cruz de Nogueras.

En el pueblo de San Nicolás, me obsequió mucho el señor marqués; pero mucho más el señor Cevallos, quien en el paso del Uruguay, a dos leguas de distancia del cuartel general, me mandó recibir por dos oficiales y seis dragones, y me tuvo prevenido su caballo, en el que en efecto hice ese camino con todo el jaez de capitán general, etc. Salí en fin de esta   —249→   comisión a satisfacción de todos, y dejé muchos amigos en el lugar de la residencia de esos señores, quienes, como enviado del Obispo, me comunicaron lo más íntimo y reservado de toda la expedición, para que su Señoría Ilustrísima tomase las medidas convenientes en lo que le era encargado de la Corte. Sobre cuyos asuntos han estado, y todavía permanecen en gran discordia los ánimos de estos señores.

Lista de todos los jesuitas que hallé en los pueblos por donde pasé

En Santa María: Los padres Juan Bautista Marquesita, cura austríaco, Pedro Pablo Danesa, compañero, romano.

San Ignacio Guazú: El padre Joseph Rivarola, de Santa Fe, y el padre Manuel Olmedo, de Córdoba, compañero.

Santa Rosa: El padre Juan Manuel Gutiérrez, montañés, cura. El padre Mateo Cano, compañero, sardo. El padre Antonio Sosa, de Salta.

Santiago: El padre Rafael Campamar, mallorquín, cura. El padre Miguel Marimón, compañero, también mallorquín. El padre Sebastián Yegros, del Paraguay.

San Cosme: El padre Bartolomé Pizá, cura, mallorquín. El padre Tadeo Enis, húngaro, compañero. El padre Rafael Caballero, paraguayo.

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Itapúa: El padre Félix Urbina, cura, de Madrid. El padre Felipe Arias, compañero, de Madrid también. El padre Sebastián Toledano, castellano viejo. El padre Jerónimo Zacaraís, sardo.

Candelaria: El padre Jaime Pasino, superior de todas las Misiones, sardo. El padre Felipe Ferder, cura, alemán. El padre Antonio Estelles, compañero, valenciano. El hermano Francisco Leoni, ropero, italiano. El hermano Blas Gorría, segundo ropero. El hermano Ruperto Thahalamer, boticario, alemán.

Santa Ana: El padre Javier de Echagüe, cura, de Santa Fe. El padre Hermenegildo Aguirre, compañero, de Salta. El padre Inocencio Hérber, alemán.

San Ignacio Mini: El padre Andrés Fernández, cura, de Madrid. El padre Lorenzo Balda, compañero, castellano. El padre Francisco Ucedo, de Santa Fe.

Loreto: Padre Esteban Fina, cura, de Barcelona. El padre Ramón de Toledo, compañero, riojano. El padre Matías Strovel, alemán.

Corpus: El padre Pedro Sanna, cura, sardo. El padre Juan Fabrer, compañero, mallorquín.

Trinidad: El padre Juan Francisco Valdivieso, cura, de Baeza. El padre Juan Tomás, mallorquín.

Jesús: El padre Juan Antonio Ribero, cura, de Toro. El padre Santos Simoni, compañero, italiano. El hermano Antonio Forcada, de Zaragoza.

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San José: El padre Juan Carrió, cura, castellano viejo. El padre ..............

Apóstoles: el padre Domingo Perfeti, cura, italiano. El padre Carlos Tux, compañero, alemán. El padre Segismundo Asperger, médico viejo. El hermano Norberto Chuilok, boticario y médico alemán.

Concepción: El padre Jaime Mascaró, catalán, cura. El padre Manuel Boxer, compañero, mallorquín. El padre Conrado Arder, alemán.

Santo Tomé: El padre Ignacio Umeres, cura, de Santa Fe. El padre Félix Blanch, compañero, francés.

San Borja: Están de capellanes de los indios que allí trabajan en servicio de la tropa, el padre Diego de Horbegoso, vizcaíno, y el padre José Cardiel, riojano, y por ausencia de éste, hallé allí al padre Javier Lim, alemán.

Son por todos, los que conocí, cincuenta y tres.




 
 
FIN