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Diccionario histórico-biográfico del Perú

Tomo primero

Manuel de Mendiburu



portada



Foto del general Mendiburu



  —III→  

ArribaAbajoPrólogo

Al medio día de la Europa se había luchado durante algunos siglos contra el formidable poder de los agarenos, enseñoreados por la conquista de la rica y fértil tierra donde un tiempo reinó la dinastía de Rodrigo. En aquella sangrienta y tenaz contienda se dieron en abundancia clásicas lecciones de amor patrio, y fueron heroicas las proezas de la España para reconquistar nombre e independencia, sin embargo de que crímenes enormes mancharan a las veces glorias tan esclarecidas. Las naciones que allí se levantaron para alcanzar un mismo fin, formaban ya al concluir la memorable guerra de su libertad, una sola grande y soberbia, que tenía por soberanos a los católicos Fernando e Isabel.

Las armas españolas después de llegar al término definitivo de sus hazañas, y como si necesitaran de más fama, acometieron empresas gigantescas en que habían de relucir inauditos ejemplos de valor, y rasgos de constancia y sufrimiento alternados con injusticias y crueldades atroces.

La nación que fue invadida y conquistada por las huestes mahometanas, pasó al Nuevo Mundo a invadir y conquistar naciones inocentes y felices. España, cuyos reyes favorecieron el admirable proyecto de un náutico sabio y resuelto que en otras potencias no había merecido crédito, adquirió con   —IV→   el uso de la fuerza extendidos imperios que para resistir a la agresión extranjera, tenían derechos tan buenos o iguales los que asistieron a los españoles cuando arrojaban de su suelo las medias lunas usurpadoras.

La gloria de Dios y la propagación de la fe, al decir de los historiadores, fueron los estímulos que sirvieron para el descubrimiento de regiones remotas destinadas a realzar la brillantez del solio castellano. Nada se sabía de un vasto continente, de un mundo nuevo que entrañaba tesoros incalculables: ignorábase sin duda que habían de poseerse sin largas y porfiadas guerras, y que el oro y la plata en porciones inmensas sacarían a la extenuada España de la postración y penurias que la abrumaban.

La conquista y dominación de esos países ignotos eran lícitas en política, autorizadas por el mentido derecho que regía universalmente, aconsejadas y exigidas por un designio religioso cifrado en el hecho de someter a rigor de armas pueblos llamados infieles, bien que no teniendo la menor idea de la fe católica no habían podido ser desleales a ella. No fue España sola: diversas potencias europeas conquistaron cual ella lo hizo, subyugaron con actos de dureza y ferocidad, y establecieron su poderío en tierra de América; como han subyugado y oprimido en Asia y África disfrazando la detentación con denominaciones cabalísticas y simulados objetos, ya que no les convenía cubrirla con el manto de la conquista.

Estaba escrito en el libro del destino de las naciones el acabamiento del Imperio peruano. Colón anunció la existencia de regiones desconocidas, y luego dio las pruebas de la realidad de sus asertos. El territorio americano era pues imposible se ocultase de la vista de los europeos y se librase de sus investigaciones. Si Méjico y el Perú hubieran sido potencias capaces de defenderse de irrupciones violentas, es evidente que no habrían sido conquistados: si su civilización hubiese estado a la altura de la del Viejo Mundo, y si su saber en la guerra hubiera sido superior o igual al de la Europa, de nada habrían servido los descubrimientos, las exploraciones ni las tentativas que con las armas se hicieran para avasallarlos. Existirían ambos Imperios, sus pabellones ocuparían un lugar en el universo, y estarían enlazados con los de otras naciones por los vínculos del comercio y de la recíproca conveniencia. Los diligentes españoles habrían traficado en las costas indianas tomando con trabajo en cambio y a precio competente, los valiosos metales que de otra suerte no cayeran en sus manos.

  —V→  

Todo sucedió de otra manera: Méjico y el Perú eran lo que la incomprensible Providencia quiso que fuesen, y tuvieron que ser sojuzgados irremediablemente. Por lo demás, si la España no hubiera hecho la conquista, alguna otra potencia se habría apoderado de países que tenían contra sí la posesión de riquezas colosales, sin que sus dueños contasen con medios ni inteligencia para defenderlas. Los dos Imperios era pues indispensable sucumbiesen, y desaparecieron como tantos otros que desde lejana antigüedad quedaron extinguidos para siempre. La invasión española halló al Perú envuelto en las consecuencias de un trastorno espantoso y jamás visto. Desbaratado por la guerra civil, dividido, y sufriendo gran parte de la nación las feroces venganzas del partido vencedor, destronado el legítimo Soberano, sin unidad y entregado al abatimiento, no podía oponer a la agresión un ardoroso patriotismo que hiciese olvidar agravios y heridas frescas, para formar en un instante, sacrificadores y víctimas, una masa compacta que con fe inquebrantable obedeciese y luchase por su libertad.

Consumada la usurpación del territorio americano se establecieron extensas colonias a muy largas distancias de su metrópoli; la tributaron tesoros asombrosos, absorbidos luego en las guerras memorables del siglo XVI; y que circulando por la Europa obraron efectos extraordinarios e inesperados en la industria y el comercio de las naciones. Era consiguiente que después de avasallado el Perú por soldados valerosos, la ambición y la codicia los pusiera en desacuerdo; y que la anarquía y las discordias domésticas minasen los fundamentos del orden y de la paz. Por entonces la propagación de la fe católica lejos de adelantar, ocupó un lugar muy secundario. Entre esos hombres que vinieron a ser un verdadero estorbo para que pudiera crearse un sistema de gobierno equitativo y justo, ninguno tuvo capacidad ni genio para erigir una nación independiente. Lanzábanse a la guerra tumultuaria y sediciosa tomando el nombre del soberano, y alzando en sus bandos el estandarte real que nunca abandonaban, sin comprender que el cadalso sería su triste paradero. Se encontraban ricos, y no satisfechos querían que los indios fuesen sus esclavos. La lealtad que decían tener al rey, no era conciliable con la repulsa a sus leyes y ordenanzas: de manera que el monarca debía servirles de escudo para sus atentados, y ellos por favor enviarle oro y plata para contentarlo, y que les dejase destruir a los oprimidos indios. El rey atrayendo a los rebeldes con indultos y otros medios bien estudiados,   —VI→   los desconcertaba a poca costa, y sirviéndose de ellos mismos restablecía el poder que una y otra vez fluctuó entre horribles embates y riesgos. Sus representantes, casi siempre elegidos con singular tino, imponían sin misericordia crueles castigos; y fueron purgando el país de unos seres dañosos, que denominándose vencedores, ganadores de la tierra y pacificadores, no creyéndose nunca recompensados, pretendían imponer condiciones al soberano, y obligarle a que los considerara como dueños de la tierra conquistada.

Los monarcas, unas veces excitados por su propia conciencia, otras por los enérgicos consejos de hombres que contemplaban con horror la servidumbre de los indios, dictaron leyes declarándolos libres y exentos del servicio personal. Pero luego vacilaban, y volvían atrás suspendiendo lo bien mandado, porque los alzamientos de hecho, o las amenazas de los turbulentos, la influencia que tenían en la Corte por medio del oro y de la plata, hacían cejar al gobierno en el giro de cuestiones de justicia tan clara y evidente. Los mismos servicios hechos en la pacificación creaban nuevos títulos, y daban lugar a que continuasen los repartimientos, y la esclavitud de los peruanos condenados a sucumbir al rigor de los trabajos en las minas, en la agricultura, en el carguío de mercaderías, y en el acarreo de pertrechos militares. Estas fatigas y duras vejaciones a una con las epidemias, las mismas guerras, el uso de dañosos licores, y el abatimiento que consume a las razas subyugadas, produjeron la gran disminución de los indios que en breve se hizo harto notable.

Corriendo el tiempo, limitada la duración de las encomiendas, y compiladas muchas leyes justas y benignas expedidas sucesivamente por los reyes, se promulgó el Código de Indias complejo de preceptos benéficos y concesiones debidas declaración honrosa de principios sanos y provechosos. Pero el tiempo había mostrado que no se llenaban las intenciones de los monarcas, y que la distancia y la mala fe encubrían los excesos y desmanes de los que ejercían autoridad. Estos males arraigados ya, continuaron después de regularizada la legislación: y como la riqueza corrompía a los más de los funcionarios; la Corte oía sus informes los aceptaba y sostenía, porque allí penetró igual corrupción desde que los caudales de estas regiones servían en daño de ellas mismas, haciendo salir triunfantes la violación, el fraude y la injusticia.

Esas leyes conculcadas y pocas veces obedecidas a la sombra de la distancia, o de efugios y pretextos que la malicia   —VII→   inventaba, no todas se habían sancionado para el bien y adelanto de unos países que a la España interesaba tanto conservar. Muchas de ellas no eran más que feísimos lunares, y hacían patente el sistema colonial con sus mezquindades y restricciones temerarias. En vano se hirieran de muerte las conveniencias locales de América, el progreso de la industria se entrababa y detenía siempre que esta de alguna manera menguase la de la metrópoli, o lastimara los provechos del monopolio y del exclusivo comercio peninsular. De allí partían las prohibiciones, la carencia o el subido precio de los objetos más necesarios o estimados, y también el fomento del tráfico clandestino con mil otros abusos.

Así, por más concesiones de innegable aprecio, por más honores, preeminencias y mercedes, por más testimonios de justa atención que diera el gobierno español a sus posesiones en el Nuevo Mundo, unas costas solitarias y cerradas que encarcelaban vastos territorios, los tenían incomunicados con el universo, comprimiendo el desarrollo de las industrias, privándolos del bienestar y manteniéndolos estacionarios y sujetos a un centro único mercantil donde a pocos era dado penetrar. Ese centro peninsular necesitó de otro en el Pacífico, y de aquí nació la superioridad de Lima, cuya grandeza la elevó a figurar como segunda metrópoli en Sud América; y si por esto se hizo patria común de todos, también fue por lo mismo blanco de emulación y malquerencia: todo había que buscarlo y conseguirlo en la capital privilegiada: poder, justicia, ciencias, comercio, carreras públicas...

Natural, preciso e inevitable debía ser que pueblos cuyo género de vida no satisfacía las exigencias de su felicidad, de sus lícitas aspiraciones; de su porvenir en fin, concibieran esas ideas que no se enseñan, ni se sugieren, porque son innatas en las sociedades civilizadas, desde que se encaminan a su propia ventaja, a la libertad y a los goces que el Supremo Hacedor ha creado para todos. La instrucción por un lado vigorizaba el resplandor penetrante de la ilustración: por otro, los desafueros, las tropelías y los descarados hurtos de los que investían autoridad, y cuyos excesos eran ya intolerables, avivaron y dieron riego a aquellas tendencias que el tiempo, los agravios y las quejas tenían que desenvolver sin excusa, y hasta que tomasen crecidas dimensiones. Faltaba la oportunidad que, aunque muy esperada, vino a presentarse para obrar un cambio absoluto y terrible: los medios salieron de la misma revolución que explosionó y se propagó aprovechando de los sucesos que tenían trastornada la Europa a principios del   —VIII→   presente siglo, y en desgobierno y abatimiento a la España.

Sus intereses en general, sus producciones y tráfico mercantil antes de los grandes trastornos ocurridos en Francia, desvanecieron un pensamiento que puesto en obra habría librado a la América de los estragos inevitables de una larga contienda. El Soberano que en su política contra la Inglaterra procuró y dio fomento a la emancipación de los Estados Unidos, pudo ser consecuente con esa conducta, y crear monarquías independientes en sus colonias, poniendo en posesión de ellas a príncipes de su misma familia. La idea le fue trasmitida y no mereció su asentimiento; creía formidable y seguro su poder; no le agradó que se le aconsejase su menoscabo; no imaginó que la Europa sin tardar mucho se venía descompaginada, envuelta en guerras y causando en el Nuevo Mundo un incendio en que la metrópoli lo perdería todo. En el reinado de Carlos III fue la ocasión en que la filantropía, la gratitud y la voz de la conciencia de este Soberano, debieron operar en América un cambio saludable y aun benéfico para la misma España. Después ya no era tiempo: la libertad de las colonias tenía que efectuarse armonizando con los principios republicanos afirmados en el Norte, y difundidos desde la Revolución Francesa. No había ya posibilidad de inaugurar tronos, empresa desdeñada con más que razón en un siglo en que distintas razas se han aunado por convencimiento bajo el régimen democrático, bien que en otra época las diferentes condiciones de ellas mismas, pudieran haber dado ser al sistema que adoptó el Brasil.

Consumada la obra de la emancipación, planteadas las instituciones más conformes con el voto popular, la esclavitud y el tributo personal abolidos, aniquilado el espíritu de discordia que predomina en la infancia de los Estados, y casi al desaparecer los malos hábitos que han servido de obstáculo a un apropiado régimen, se comprenderán por entero los beneficios de la paz, a cuya sombra sólo pueden imperar las leyes y prevalecer la ilustración. La paz y la justicia dan impulso a las letras, y el cultivo de estas obra grandes trasformaciones en desarrollo de la inteligencia y del progreso.

La instrucción que facilita la práctica de las virtudes cívicas, es la esperanza vivificadora que promete un porvenir de luz y de engrandecimiento social. Propagándola, se esparcen las ciencias y las artes, conocen los hombres sus verdaderos derechos, e imprimen en sus corazones los deberes a que están ligados. Con la instrucción no serán ineficaces los esfuerzos de la voluntad; y como una parte preferente de ella es el estudio   —IX→   de la historia, hay que dedicarle una particular consagración. No de otro modo se obtienen noticias seguras de lo pasado, que sirven de doctrina para regularizar las acciones humanas, y discernir de cuáles recibirá bienes la República; y cuáles son las que han de evitarse en guarda de lo futuro. Inmensa es la utilidad de saber la serie de acontecimientos, las costumbres, los crímenes o errores que han antecedido a nuestra época de vida, y qué causas los han producido: consideraciones que movieron al célebre orador romano a decir que «ignorar lo que ha sucedido antes de nuestro nacimiento, es permanecer siempre en el estado de la niñez».

Las investigaciones sobre lo pasado merecen en los países más ilustrados una constante predilección, como que hacer perceptibles las sendas del bien y del mal. «La historia es el testigo de los tiempos, la luz de la verdad, la vida de la memoria, la maestra de la vida, y la mensajera de la antigüedad»1.

Tan autorizadas palabras han dado ánimo al autor de la presente obra para dedicarla a la juventud peruana, prometiéndose que la acogerá con benevolencia por ser un testimonio de su amor sincero y cordial.



La lectura de crónicas y de documentos relativos al Perú, me estimuló a hacer indagaciones históricas en que fui empeñándome llevado de mi predilección por este género de estudios. Penetrando más y más en ellos, se despertó en mí el deseo de emprender una obra formal en obsequio y utilidad de mi país. Tardé en decidirme, porque era muy atrevida la empresa de escribir una historia general y dilatada para quien poniéndose a ello, tenía que verse humillado a cada paso por diversos inconvenientes, entre los que el más serio nacía de mi insuficiencia: Cuanto más medité acerca de las condiciones que se requieren para dar forma y orden a un trabajo de tanto bulto, más reconocí la poquedad de mis fuerzas, y que carecía de las dotes que necesita un historiador para dar claridad y elegancia   —X→   a narraciones que demandan brillantez de estilo; y crítica ajustada al buen sentido y a la índole de los sucesos. No fue permitido en la antigüedad, ni lo es en los modernos tiempos, sino a muy privilegiados ingenios, consignar para los siglos historias cuyo alto mérito fuese de todos confesado y aplaudido, ofreciéndoles una fama imperecedera. Sirve de poco la lectura de los grandes maestros por aprovechada que sea, si falta al que los estudia capacidad, luces y disposición, para tratar de imitarlos: estas reflexiones bastaban por sí solas para hacerme desistir de una aspiración que habría merecido calificarse de vana. Encontré entre otras dificultades la que hay para llevar limpio y visible el hilo de lo que se intenta referir; y la no menos ardua de atender a precisas digresiones, simplificándolas para recoger oportunamente el cabo que necesita anudarse luego con habilidad, para continuar sin haber confundido al solícito lector. Hallé aparte de esto pesada la tarea del que tiene que separarse de lo sustancial; aglomerando notas que perturban y distraen; y reparé en fin, que no puede quedar cumplido el deber de un autor que cita crecido número de personas, si no da acerca de ellas noticias, más o menos copiosas, de sus antecedentes y de sus acciones buenas o malas, disculpables o dignas de censura. Esta exigencia histórica indispensable para conocer el origen de los hechos y ligarlos al carácter y proceder de los individuos, no puede satisfacerse sino cortando con frecuencia relatos prolijos que reciben daño con las interrupciones.

Me resolví por último a remover tantos tropiezos que me impedían el paso, adoptando un medio que entendí era adecuado, y acaso el único que podía suplir a mis cortos alcances, para acometer una labor tan escabrosa como delicada. Tal fue el de formar un Diccionario en el cual distribuyera entre las personas los sucesos que han pasado en el Perú, aplicándolas aquellos en que tuvieron parte, y además las noticias biográficas que de cada cual pudieran obtenerse. De este modo se hizo más fácil mi propósito, consiguiendo también evitar las notas que de otra manera habrían sido numerosas. No por esto he creído que mi trabajo sea cabal y merezca absoluta aprobación: pero me ha dado ánimo para realizarlo un pensamiento que nunca he apartado de mí, y que sin duda me hará acreedor a que sean mirarlos con generosa indulgencia los defectos y omisiones en que sin duda habré incurrido. Ese pensamiento fue el de mencionar a todos los peruanos que durante la dominación española se hicieron memorables en el foro, en la milicia, en lo eclesiástico y como literatos,   —XI→   a cuyos talentos se debieron producciones de diferentes clases. Sus nombres, sus estudios y sus obras, honran al país en que vieron la luz primera, y la justicia reclamaba no quedasen en la oscuridad del olvido. Al escribir lo tocante a ellos, he experimentado una cordial emoción de contento que me basta para recompensa de fatigas penosísimas que he tenido que soportar por largos años a fin de reunir datos muy dispersos. Sólo he podido hallarlos leyendo multitud de crónicas y escritos antiguos difusos y a veces indigestos, para formar apuntes con exclusión de lo inútil, ridículo o inverosímil que amontonó la sencilla credulidad que dominaba en épocas distantes.

No ha sido inferior el trabajo que he arrostrado al inquirir y recoger de libros que apenas se encuentran, y que dictaron los primitivos historiadores, infinitas noticias correspondientes a cada uno de los hombres que emprendieron, llevaron a efecto la conquista; y que en ella, como en las guerras civiles posteriores, figuraron cometiendo atentados enormes que prueban las malas pasiones de esos tiempos; al paso que por otra parte dieron admirables ejemplos de valentía y si se quiere de heroísmo. En esa labor he tropezado con relatos fabulosos, con aseveraciones falsas o exageradas, con asertos contradictorios que no pocas veces me han detenido. Estos inconvenientes he necesitado salvarlos guiándome según los usos por los autores menos parciales, algunas veces por lo que me ha parecido más probable o aproximado a la razón, y otras dejando los fallos que merezcan, a los lectores juiciosos y bien intencionados. No he olvidado por esto que el escritor debe hacer de cuenta que lo hace en el siglo y en las circunstancias a que se refiere, y nunca discurriendo sobre los hechos como si estuvieran pasando a nuestra vista: lógica indispensable para juzgar a nuestros antepasados, que será provechosa en períodos venideros.

El Diccionario servirá en Europa para que se rectifiquen muchos errores, y se forme concepto de la civilización peruana al conocer los servicios que a los hijos de esta República deben las letras, y los que han prestado en las diferentes carreras desde época bien lejana. Se verá en él que nunca desmayó aquí el amor a la sabiduría, a la patria y a la sociedad en general, y que no sólo los hombres distinguidos de otros países y tiempos han cooperado al desarrollo de las luces, sino que los peruanos comprendieron lo que vale la instrucción, y la cultivaron con ahínco superior a todo elogio.

Sin temor de equivocarme pienso que a todos mis compatriotas   —XII→   será muy grato ver reunidos 90 prelados entre arzobispos y obispos, 134 ministros en las Audiencias y los Supremos Consejos, y número no menor de militares entre los cuales hubo hombres afamados por su inteligencia y bizarría en altos hechos de armas. Esto es enumerando los nacidos en el territorio que forma hoy la República peruana, aparte de los hijos de otros puntos de América que pertenecieron al virreinato.

Cualquiera que sea la denominación, el carácter y las peculiaridades de esa época, mientras más se hayan señalado en ella la mezquindad, las restricciones, y la tirantez gubernativa para con los americanos, mayor se ostenta el mérito que los sobrepuso a los impedimentos, y los hizo subir a ocupar puestos prominentes: conque, podrá decirse que sus talentos hicieron callar hasta las leyes que les eran hostiles. Sólo así puede explicarse que a pesar de una prohibición expresa hubiese tenido la Audiencia de Lima 35 Oidores nacidos en esta capital, y que cuatro de ellos, Orrantia, Paredes, Olavide y Querejazu, sin contar 25 años de edad, obtuvieran tal categoría a un mismo tiempo y a mediados del siglo XVIII.

No es de menor valía el timbre de honor con que enorgullece a la ciudad de Lima el recuerdo de hijos suyos cuyo saber y hazañas los elevaron a las primeras jerarquías de la milicia. Allí están Acuña, Avellaneda, y Corvete, ocupando la dignidad de capitanes generales de Ejército los dos primeros, y el último de Marina: éste triunfante en combates navales, el primero mandando los ejércitos aliados al terminar la guerra de sucesión, y el segundo de virrey de Méjico, durante diez años después de sesenta de distinguidos servicios. Las proezas que dieron celebridad a otros limeños como Generales en jefe, exigen conmemorar aquí los nombres del conde de la Unión muerto en el campo de batalla, de Vallejo conde de Viruega, sitiador de Siracusa, y después virrey de Mallorca; de Pérez de los Ríos como guerrero en Flandes y como embajador en Francia; y también los de Figueroa marqués del Surco, ayo de Luis I y del infante Duque de Parma, de Alvarado marqués de Tabalosos, cubierto de gloria en las guerras de Italia, de Carvajal duque de San Carlos, miembro de la Orden del Toisón de Oro, Ministro de Estado y Embajador en varias Cortes, todos Tenientes generales; y tantos otros entre Mariscales y Brigadieres, bastando citar por último a Peralta hijo de Arequipa, marqués de Casares, jefe de Escuadra, y Virrey nombrado del Nuevo Reyno.

Honra es del Perú en la larga lista de la carrera eclesiástica   —XIII→   seguida por sus hijos, contemplar entre tantos merecimientos a los arzobispos Vega, Almanza, Arguinao, Durán, Peralta, Molleda, Pardo de Figueroa, Arbiza, Herboso, Moscoso, Lezo y Palomeque, y Rodríguez Olmedo. Y deteniendo la consideración entre tantos dignísimos obispos, ¿cómo no venerar las calificadas virtudes de don Juan de la Roca, don fray Luis de Ore, y don Pedro Ortega; ni admirar la profunda ciencia de don Álvaro de Ibarra y de don Juan de Otárola: el mérito de Corni fundando a su costa el Colegio de Trujillo; el desprendimiento de Cavero de Toledo y de Bravo del Rivero gastando su crecida fortuna en obras públicas y humanitarias, y en levantar templos y claustros? El clero peruano leerá con dulce satisfacción los hechos de tantos prelados ornamentos lucientes de su patria, y hará justicia al que se ha desvelado por trasmitirlos a la posteridad para esplendor de la historia eclesiástica nacional que está todavía por formarse.

El orden alfabético individual me ha franqueado espacio para tributar un homenaje de respeto a esa fuerte columna de amigos de las letras que el Benedictino Feijoo aplaudió en su Teatro crítico, colocando muy alto los talentos y el saber de los americanos. Los que favorezcan el Diccionario Histórico Biográfico encontrarán eminentes literatos que nacieron en el Perú en tiempo de la dominación española; lo mismo que 152 autores de obras de jurisprudencia, materias eclesiásticas, historia, poesía etc. Para este breve preámbulo baste citar en representación de todos a Pardo de Figueroa, marqués de Valle Umbroso, al capuchino Concha; a Peralta y Llano Zapata, cuatro peruanos que gozaron por su sabiduría elevada reputación en Europa: el último sostuvo por sí mismo la enseñanza del idioma griego en Lima a principios del siglo XVIII.

He dado merecido lugar a un gran número de españoles y americanos dignos de mencionarse, ya por haber estudiado en Lima, o desempeñado en el Perú elevadas funciones oficiales en lo político, judicial, eclesiástico y militar; ya por sus distinguidas luces y escritos, o porque se debe recuerdo eterno a sus nobles hechos en favor de la humanidad, de la magnificencia del culto, u otros objetos en que acreditaron su generoso amor al país. Encontrará el lector en frecuentes artículos actos de raro desprendimiento; hombres que hacían donación de todos sus bienes, o erogaciones cuantiosas para obras de beneficencia. Es una verdad incuestionable que nunca en nación ninguna hubo ciudad donde más se ejercitara la   —XIV→   caridad bajo todos aspectos, que en la ilustrada y hospitalaria capital de Lima. He cuidado también de inscribir muchos nombres ligados a variedad de sucesos más o menos notables, porque dan idea de los adelantos del país, o de otras particularidades que es preciso se conserven escritas. Y con igual celo he referido los grandes servicios de los misioneros de la Compañía de Jesús y de la Orden Seráfica, que sin arredrarse por ningún género de privaciones y peligros, trabajaron en la reducción de las tribus de bárbaros con abnegado fervor apostólico.

He hecho también memoria justa y reconocida de los autores de fuera que han defendido al Perú y favorecídolo con sus elogios; algunos de ellos refutando las falsedades del canónigo de Xanten2, y los juicios erróneos de Raynald, Robertson; Marmontel, Buffon y otros con respecto a asuntos de América.

No he tenido recelo de entenderme un tanto acerca de algunas familias antiguas, y de la ascendencia de ciertos hombres notables. Reflexioné que me era obligatorio hacerlo desde que tenía que referirme al rango más o menos elevado de diferentes personas, y estaba tratando del tiempo del coloniaje: de un tiempo en que muchos compatriotas se abrieron camino por medio del estudio de las ciencias y por su alteza en las letras; mérito mayor por cuanto siendo americanos carecían de la protección y favor que disfrutaban los de Europa para obtener los mandos y empleos públicos. Callar los antecedentes de unos porque pertenecieron a la aristocracia, no habría sido quedar bien con la verdad histórica, que demanda ensalzar el mérito o virtudes de los que no se ensoberbecieron por su nacimiento: distinción que se compensa con no decir nada de tantos otros que para cosa ninguna fueron útiles ni dignos a pesar de sus ejecutorias. La época de la dominación española tuvo también hombres más nobles que aquellos, pues lo fueron por sus propias obras al través de miserables preocupaciones y de mezquinas diferencias; y se franquearon paso por sí solos cuando se lo cerraban vallas inaccesibles, cuando las leyes no eran iguales para los hombres.

Un índice general por materias abrazará las contenidas en cada tomo del Diccionario, a fin de que puedan los lectores hallarlas en los artículos en que están diseminadas: con cuya clave se salva el embarazo que ofrecería una obra alfabética por personas.

  —XV→  

Observaré antes de terminar, que sin perjuicio de las producciones sobre asuntos de actualidad, que como es natural excitan el interés del momento, y complacen a cuantos leen y se instruyen, es muy necesario no abandonar, ni descuidar siquiera, los trabajos históricos por indiferentes que parezcan. Desdeñarlos es imponerse la misma pena para el porvenir, y renunciar los muchos títulos honrosos que en las cosas antiguas encontraron siempre las generaciones.

Todos los pueblos del mundo han pasado por periodos lamentables y duras adversidades, cuyo origen y autores no pueden ni deben sepultarse en el olvido. Son hechos consumados y de notoriedad, que por lo mismo han menester explicaciones bien discernidas: excusarlas importaría tanto como proscribir la historia, dejándola a merced de tradiciones vulgares y desautorizadas. Si sus relatos verdaderos vulneraran el decoro y estimación de las naciones, no veríamos hoy a las que están en primera línea por su ilustración, escudriñar antigüedades, y ser tan diligentes por adquirir documentos y datos que salen a la luz pública para enseñanza en lo futuro.

Falta organizar el Archivo Nacional; está por crearse una Academia de historia, y aún no se ha tratado de tomar de los archivos de España copias de muchos escritos que interesan a la República. Hay además que reunir obras antiguas cuya presente escasez anuncia su próxima desaparición. Pero llegará día en que todas estas exigencias de la instrucción general se vean satisfechas, y tenga el Perú una completa historia que franquee a la juventud estudiosa, campo nuevo y espacioso para extender con mucho fruto sus tareas literarias. La ley 30, tít. 14, lib. 3 de Indias mandaba a los virreyes, audiencias y gobernadores investigar los archivos por medio de personas inteligentes, para remitir al Consejo copias fieles de cuanto instrumento oficial y privado correspondiese o tuviera relación con la historia.



La segunda parte del Diccionario precederá en su oportunidad una explicación fundada de las reglas que me he impuesto al escribir de sucesos y asuntos coetáneos: El honor del país y de los hombres requiere   —XVI→   guardar muchos miramientos, y no extraer la verdad histórica de los escritos y conceptos apasionados que arrojan ciertas publicaciones. Difícil es, pero no imposible, dejar atrás como si no existiera un fárrago abominable de imposturas que debieron su origen al odio efervescente de los partidos. Un escritor imparcial no se permite interpretar las intenciones, ni puede convenirse conque los interesados sean jueces de las operaciones de sus enemigos. Yerros y faltas se habrán cometido por circunstancias especiales, o influencias de épocas de turbación, no siempre con meditados y dañosos designios. Siguiendo tales principios cuidaré de enaltecer las buenas acciones, de no dar color de realidad a lo que no esté probado, y defenderé la inocencia de muchos que han sido víctimas de la ruin maledicencia. En lo oscuro y difícil admitiré la duda antes que aceptar opiniones temerarias o aventuradas, a fin de que «la historia no sea como las plazas públicas el teatro de los suplicios de los hombres, y no el de sus fiestas y regocijos»3.






ArribaAbajoCatálogo de las obras y manuscritos que deben consultarse para la historia de la América Latina y particularmente del Perú4

(Casi todos estos autores tienen artículo especial en esta obra.)


ArribaAbajoA

Actas del cabildo de Lima desde su fundación; con las primeras providencias que expidió el gobernador don Francisco Pizarro en Jauja para gobierno y policía.

Anglería, Pedro Mártir, Descubrimiento de la América y hechos de los españoles, Alcalá, 1576. Décadas oceánicas del nuevo orbe, París, 1536, con diferentes relaciones enviadas al consejo de Indias. La Vida del autor con muchos datos históricos.

Aviso de cómo gobernaban los Incas y repartían tierras y tributos, M. S., [Librería de Barcia].

Alvarado, Pedro, Relación de sucesos de la Nueva España, que insertó en la suya Hernán Cortés, M. S.

Acosta, el padre José de, Historia natural y moral de las indias, Madrid, 1590. De procuranda indorum salute, Salamanca, 1558. De natura nova orbis, 1589. «Tratado sobre el origen de los indios y sus costumbres», inserto en la obra de Historia Natural.

Arana, Pedro de, Memoria de lo acaecido en Quito con motivo del establecimiento de la alcabala, 1598. Memoria sobre las prevenciones y medidas que debían tomarse por si otra vez venían corsarios a las costas del Perú y Chile, (Biblioteca de Pinelo).

Agia, fray Miguel, Tratado y parecer sobre el servicio personal de los indios del Perú, 1604.

Acevedo, Juan González de, Memorial al Rey Felipe III sobre los males que causaba la mita, 1609.

Aguilar del Río, don Juan Bautista, Restauración y reparo del Perú, 1615. Discurso sobre las desgracias y necesidades de los indios, dirigido al Rey en 1623.

Atienza, el padre Blas de, Cartas varias de las misiones y otros asuntos del Perú, Relación de los religiosos de su orden que en él florecieron, 1617.

Arriaga, el padre Pablo José de, Extirpación de la idolatría de los indios del Perú y medios para su conversión, Lima, 1621.

Astigliano, Tomás, El mundo Nuevo, 34 cantos, Roma, 1628.

Aguiar y Acuda, don Rodrigo de, Sumario de la Recopilación general de las leyes de Indias, Madrid, 1628.

Anelio Oliva, el padre, Varones ilustres de la Compañía de Jesús en el Perú, Sevilla, 1632. Historia del Perú y de las fundaciones hechas por la Compañía.

Acuña, el padre Cristóval de, Nuevo descubrimiento del gran río de las Amazonas, Madrid, 1641.

Alegambe, padre Felipe, Biblioteca de escritores de la Compañía de Jesús, Amberes, 1643.

Aguirre, fray Miguel de, Población de Valdivia: defensa del reino del Perú, Lima, 1647.

Acuña, el padre fray Antonio González, Compendio Historial de la provincia de San Juan Bautista del Perú, Madrid, 1660. Memorial o informe del Perú, al padre Marinis, 1659.

Alvarado, Felipe María, Cartas sobre el modo cómo debía doctrinarse a los indios, M. S. (Librería del Rey).

Arbieto, el padre Ignacio de, Jesuita, Historia de la provincia del Perú, un tomo. Vida de algunos varones ilustres de ella. Estas obras las menciona Lasor en su Orbe Universal.

Agullera, el licenciado Juan, Tratado del modo que se puede emplear en reducir a los indios.

Avendaño, el padre Diego, Thesaurus indicum, Amberes, 1668. Actuario Indiano, ídem.

Altamirano, Gutierre Velásquez, Del oficio y potestad del Vicario del príncipe y gobierno universal de las indias.

Álvarez, fray Domingo, Cartas sobre el terremoto de 20 de octubre de 1687.

Argüelles, don fray Juan de, Informe al Rey sobre las causas de los disturbios que ocurrían en Panamá.

Álvarez Gato, don Francisco, Colección de Reales órdenes, de que formó a su costa 3 tomos; y existen en el archivo del cabildo 1713.

Anglés y Gortari, don Matías, Informe sobre los jesuitas del Paraguay y revolución en esta provincia en 1724, Madrid, 1769.

Alcedo, don Dionisio, Aviso Histórico Político Geográfico con noticias importantes del reino del Perú, sucesos desde 1735 hasta 1740, impreso en Madrid en este último año, un tomo. Memoria sobre la necesidad de restablecer la comunicación con América por medio de los buques llamados de aviso, Madrid, 1719. Opúsculo sosteniendo que no debía cerrarse la mina de azogue de Huancavelica, 1719. Discurso en 15 capítulos apoyando se conservase en América el impuesto denominado Avería, y la conveniencia de los ramos almojarifazgo y alcabala, impreso en Madrid. Disertación contra Inglaterra y su comercio en Portovelo, y sobre el abasto de negros con muchos datos históricos, Informes para que se rebajara al diezmo el 5.º sobre la plata, 1726.

Abreu, don Antonio José, Discurso histórico, jurídico y político, sobre que las vacantes en las iglesias pertenecen a la corona, Madrid, 1769.

Antonio, don Nicolás, Biblioteca Hispana, en dos partes, Madrid, 1783, 2.ª edición. Están en ella muchos autores que trataron del Nuevo Mundo y las obras escritas por americanos muy dignos.

Alcedo, don Antonio, Diccionario Geográfico de América, Madrid, 1786, que adicionó Thompson al publicarlo en inglés, Biblioteca Americana, M. S.

Álvarez y Baena, don José Antonio, Hijos de Madrid ilustres en santidad, letras y armas, 1789.

Arana, Fermín, Hijos de Sevilla ilustres en santidad letras y armas, 1791.

Álvarez Jiménez, don Antonio, Estadística de Arequipa, 1792.

Arredondo, don Nicolás, virrey de Buenos Ayres, Informe a su sucesor Melo de Portugal sobre el estado de la cuestión de límites con las posesiones portuguesas, 1795.

Antúnez y Acevedo, don Rafael, Memorias Históricas sobre el comercio de España con la América, y legislación mercantil, Madrid, 1797.

Albuerne, don Manuel, Sobre el comercio libre en América, Cádiz, 1812.

Arte de comprobar las fechas, París, 1821. Desde el tomo 9.º es útil para la Historia de América.

Argüelles, don José, Contestación que dio en Londres a varios ataques contra los derechos de España y respecto a la independencia de las Américas, 1829.

Arenales, don José, Memoria histórica de las operaciones militares del general Arenales en el Perú el año de 1821, Buenos Ayres, 1832.

Angelis, don Pedro, Documentos de la Historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata, Buenos Aires, 1836.

Amunátegui, don Miguel Luis, La Dictadura de O'Higgins, Santiago, 1854. La reconquista Española, Santiago, 1851. Títulos de la República de Chile al dominio de la extremidad austral del continente, en oposición a lo escrito en Buenos Aires por Angelis, Santiago, l853.

Arias y Miranda, don José, Examen crítico e histórico del influjo que tuvo en el comercio, industria y población de España, su dominación en América, Madrid, 1854.

Archivo Boliviano, colección de documentos importantes, París, 1872. Publicados por don V. Ballivian.

Antigüedades relativas al Cuzco, al sitio de Lima recién fundada, al puerto del Callao, y otras. Sobre don José Antequera, jesuitas que salieron del Perú, establecimiento de la Inquisición Basílica de la Vera-Cruz, bula de Alejandro VI, inundación de Potosí, caudales llevados a Europa, sobre antiguas costumbres, descripción de Guayaquil, etc. (Documentos publicados por Odriorola tomo IV, Lima, 1873).

Apuntes para la Historia Eclesiástica del Perú, Lima, 1873, editor: el doctor Tobar.




ArribaAbajoB

Benzoní, Gerónimo, Historia del Nuevo Mundo, 3 tom. en italiano, Venecia, 1565.

Betanzos, Juan José, Suma y narración de los Incas, M. S. Sucesos del Reino desde su descubrimiento.

Brettie, Francisco, Venida de Candisch por el Estrecho, y sus operaciones en el Pacífico, en inglés, 1588.

Bertonio, el padre Ludovico, Noticias, que escribió en julio de 1599, y que allí se imprimieron, sobre las naciones que hablaban el idioma aymará y otras que conservaban sus dialectos propios.

Barco Centenera, don Martín, La Argentina: conquista del Río de la Plata y Tucumán, 28 cantos, y en ellos da razón de las operaciones de Drack y Candisch; de los grandes temblores experimentados en el Perú; de la expedición del virrey Toledo contra Tupac-Amaru, y a Potosí contra Diego de Mendoza, Lisboa, 1602.

Bry, Teodoro, Historia Occidental, París, 1606. Colección de viajes a las Indias en 27 partes con varios mapas.

Balves, Juan de, Historia del Perú. Gobierno del virrey marqués de Cañete.

Barva, licenciado don Álvaro Alonso, Del beneficio de la escoria y blanqueo. El arte de los metales; beneficio por medio del azogue; modo de fundir y refinar, 1640, se tradujo al italiano y al inglés.

Bartolini, Gerónimo (a) Smeducci, La América, poema heroico, Roma, 1650.

Barnuevo, el padre Rodrigo, Plan para fundar un colegio de la Compañía de Jesús en Juli, Lima, 1665.

Ballesteros, don Tomás, Colección general de ordenanzas del Perú en que están las del gobernador Gasca; virreyes, Toledo, marqueses, de Cañete, y de Salinas, y otras: compiladas por orden del virrey duque de la Palata, Impresa en Lima, 1685.

Buendía, el padre José, Vida del venerable Francisco del Castillo con muchas noticias históricas, Madrid, 1693.

Baeza, don Diego, De los derechos del fisco en la causa contra los Salcedos, y sobre los sucesos ocurridos en las minas de Puno, Madrid, un tomo en folio.

Bustamante, fray Bartolomé, Teatro Eclesiástico Índico Meridional. Primicias del Perú en santidad y letras (Biblioteca Hispana Nova).

Barcia, don Andrés González, Colección muy crecida de obras que ilustró y aumentó de los principales historiadores de Indias, Madrid, 1749. Ensayo Cronológico, para la historia de la Florida, abraza el continente septentrional y las islas, Madrid, 1723.

Bernard, Juan Federico, Los Incas, en francés con dos mapas, impreso, 1734.

Barrenechea, don Juan, Nueva observación astronómica del período trágico de los grandes temblores, Lima, 1734.

Beauché Govin, Memorias y planos del Estrecho de Magallanes, publicación de mister Bellin, 1753.

Bravo de Castilla, don Pedro José, Voto consultivo sobre los trigos de Lima y extranjeros, obra llena de erudición y datos históricos y estadísticos, Lima, 1755. Dictámenes sosteniendo el patronato real, en ruidosas competencias: años 1750, 56 y 58. Colección legal, con alegaciones jurídicas y políticas, Lima, 1761. Manifiesto Histórico sobre el Hospital de San Lázaro con muchas noticias sobre Hospitales y especialmente los de lazarinos, Lima, 1761.

Byron, el comandante, Viaje alrededor del mundo, con noticias importantes del pacífico, Madrid, 1769. En esta edición se halla un resumen del viaje de H. de Magallanes que concluyó Juan Sebastián Cano.

Baldani, el padre Fulgencio, Vida del mártir fray Diego Ortiz, libro histórico-peruano, que se publicó en italiano.

Bustamante, don Calixto Carlos, Inca, Lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Ayres hasta Lima, Gijón, 1773.

Bezarez, don Juan, Noticias de las montañas de Guamalíes, (Mercurio Peruano).

Bueno, don Cosme, Descripción de todas las provincias del Perú bajo y alto, de las de Chile Paraguay y república Argentina; con noticias estadísticas de mucha importancia, impresa en Lima en 1773. Varias disertaciones científicas que aparecen en los almanaques de Lima que daba a luz como cosmógrafo.

Bermúdez, don José Manuel, Discurso refutando el análisis que se escribió en Francia de la Bula de Pío VI sobre diezmos y rentas eclesiásticas, Lima, 1797. Diferentes oraciones fúnebres.

Borch, mister Guillermo, Razones para emancipar inmediatamente la América Española, con varios documentos. Impreso en Londres.

Blanco White, don José, El Español, colección útil para los sucesos de América, Londres, 1810.

Barros Arana, don Diego, Historia de la Independencia de Chile: campañas del ejército real del Perú en aquel país, Santiago, 1854.




ArribaAbajoC

Capitulación entre la Reina Isabel y Pizarro en 1529, publicada por Quintana en sus Españoles célebres.

Carta de Hernando Pizarro a la Audiencia de Santo Domingo sobre los sucesos del Perú hasta la prisión de Atahualpa, 1533. (Historia General de Oviedo).

Cartas al Emperador, del cabildo de Arequipa, de Beltrán, Carbajal, Barrionuevo, Valdivia, Velalcázar; sobre los sucesos del Perú, M. S. citados por Prescott.

Culloth, mister, Investigaciones sobre el origen de la civilización peruana.

Colección, de Reales Cédulas del archivo de la Audiencia de Lima desde 1534 hasta 1688: rescritos y órdenes dirigidas a Pizarro: ordenanzas que este formó, y documentos relativos a las guerras civiles, (Archivo del cabildo de Lima).

Cabello de Balvoa, Miguel, Miscelánea Antártica: origen de los indios y de los incas del Perú.

Colección de ordenanzas que hizo imprimir el virrey don Antonio de Mendoza y la Audiencia gobernadora, 1552.

Cieza de León, don Pedro de, Crónica del Perú, Sevilla, 1553. Véase Rich.

Casas, fray Bartolomé de las, De la destrucción de las Indias. Controversias con el doctor Ginés de Sepúlveda, y con el obispo del Darién sobre la conquista, y servidumbre de los indios. Tratado sobre los indios con muchas razones jurídicas sobre el derecho de los soberanos contra los infieles. Historia general de las Indias, en 3 volúmenes. Tratado comprobatorio del imperio que tienen los reyes de Castilla en las Indias. Diez y seis remedios contra la peste que iba destruyendo a los indios. De Thesauris. Sumario de lo que Sepúlveda escribió contra los indios. Aviso para los confesores de las Indias. De Iuridico et christiano ingressu et progressu regum nostrorum in regno indiarum. De Cura regibus hispaniarum habenda circa orbem indiarum, et de unico rocationis modo omnium gentiun ad reram religionem.

Cabeza de Vaca, don Alvar Núñez, Sus naufragios, sus comentarios, Valladolid, 1555.

Castro Macedo, Melchor, Relación y descripción del Perú. Relación de la Provincia del Perú y disposición de su gente, en francés, (Librería de Barcia).

Calvete de la Estrella, Comentarios del Perú en latín, en que están los hechos del gobernador don Cristóbal Vaca de Castro y la usurpación de Almagro.

Colección de reales Cédulas referentes a las guerras civiles del Perú.

Capoche, Luis, Descripción de la Villa y cerro de Potosí.

Candobrujano, Levinio Apolonio, Descubrimiento del Perú: Historia de la conquista hasta el gobierno de Gasca, en latín, Amberes, 1566.

Castellanos, licenciado don Juan, Varones ilustres de Indias, Madrid, 1589.

Cabezas, Alonso de las, Correspondencia sobre los alborotos de Quito, [Librería de Barcia], 1592.

Churrón, el padre, Memoria1 y discurso de las provincias y gobierno del Perfil, (en la Librería de Barcia).

Clemente, el padre Claudio, Tabla Cronológica de los descubrimientos, conquistas y cosas ilustres de indias desde 1592 hasta 1642, adicionada por Dormer en 1677.

Caciques de Chucuito, Memorial al virrey del Perú acerca de los muchos indios que se destinaban a las minas y daños que sufrían, M. S. (Librería del Rey).

Cañete, el virrey marqués de, Sus ordenanzas contra los excesos de los corregidores, impresas en Lima, 1594.

Coello, don Francisco, Defensa de los indios contra el trabajo forzado de las minas, 1600.

Cedularios de la secretaría del Virreinato que principian en el año de 1620.

Cárdenas, don fray Bernardino, Agravios de los Indios, Memorial y relación de las cosas del Reino del Perú, Madrid, 1634. Memorial al Rey Felipe IV, sobre que los curatos no debían conferirse a frailes, Su defensa sobre los sucesos del Paraguay, con los jesuitas.

Calancha, fray Antonio de la, Crónica moralizada de la orden de San Agustín del Perú con muchos datos históricos, Barcelona, 1638. Traducida al latín por el padre Joaquín Brulio que la tituló Historia Peruana, 1651. El tomo 2.º trata De los santuarios de Copacabana y del Prado, Lima, 1653. Hay otro sobre los castores que existen en el Perú y Chile, publicado en 1629. Vida de Catalina de Arroyo.

Cáseres, don José, Sumario de los méritos de don Manuel Criado de Castilla nieto de Manco Inca, escrito de orden del virrey Chinchón, 1639.

Cobo, el padre Bernardo, Historia de la fundación de Lima, 1639.

Conteo, Roberto, Del origen de los Americanos, impreso en 1644.

Calle, licenciado Juan Díaz de la, Memorial y noticias sacras y reales de los imperios de las Indias Occidentales, en 12 libros: el 7.º es el relativo al Perú, Madrid, 1646.

Campuzano, el padre Baltazar, El planeta católico, Madrid, 1646. Antigüedades de Guadalajara, 1661. España perseguida.

Córdova Salinas, fray Diego, Crónica de la orden de San Francisco del Perú, Lima, 1651. Teatro de la Iglesia de Lima, Monarquía de Lima, inédita. Vida de San Francisco Solano, Lima, 1630. Servicios de los religiosos en las conquistas espirituales, sus acciones memorables, etc.

Corzo, Carlos, Relación sobre el beneficio de la plata por medio del azogue en Potosí, (Librería del Rey).

Contreras, don Vasco López, Memoriales al Rey sobre el mérito de los Americanos, etc., Madrid.

Calderón, N., Las plantas del Perú y sus cualidades, escribió en unión del Licenciado Robles, (siglo 17).

Contreras, Juan de, Relación del terremoto de Lima de 1687.

Concha, don José Santiago, marqués de casa Concha, Instrucción sobre el mineral de Guancavelica, Estado y necesidades del Reino de Chile.

Campo, don Nicolás Matías del, Origen del oficio de protector de los indios.

Concha, don Pablo de Santiago, Del oficio de proveedor de la armada del Sur y del Callao, en latín, 1704.

Cárdenas, don Gabriel, Vida de Inti Cusi-Yupanqui, reimpresa, 1723.

Condamine, don Carlos de la, Relación de un viaje hecho a la América meridional, con una carta geográfica del Amazonas, 1745. La figura de la tierra determinada por las observaciones de la Condamine y Bouguer, 1749. Diario del viaje hecho al Ecuador por orden del Rey, 1751.

Charlevoix, el padre, Historia del Paraguay, París, 1756.

Costa y Uribe, don Lorenzo, Cartas histórico-críticas sobre cosas antiguas del Perú, Cádiz, 1764.

Colección de documentos presentados por los jesuitas contra el obispo don fray Bernardino de Cárdenas, Madrid, 1768.

Colombo, fray Felipe, Vida del V. Pedro Urraca, con noticias históricas, Madrid, 1770.

Coletti, Juan Domingo, Diccionario histórico-geográfico de América, Venecia, 1771.

Cédula y expediente sobre la demarcación de los corregimientos, 1773, (en el archivo de indias de Sevilla).

Cangao, Compendio histórico del Perú, 1780, [en el museo Británico].

Carli, el conde Juan Reynaldo, Cartas americanas sobre antigüedades del Perú y otras cosas, Florencia, 1780, 2.ª edición en Cremona con adicciones de Blanchi. Traducción al francés con notas por Villabrine.

Compañón, don Baltazar J. Martínez de, Apuntamientos para la historia general del obispado de Trujillo, con mapas, 1786.

Cerdán, don Ambrosio, Disertación sobre documentos antiguos que deben consultarse para la historia del Perú desde la Conquista, (Mercurio Peruano). Reglamento para la distribución de aguas en el valle de Lima con noticias históricas, 1793.

Cladera, Cristóval, Investigaciones históricas sobre los descubrimientos de los españoles en el mar Océano en el siglo 15 y principios del 16, Madrid, 1794.

Castro, don Ignacio, Manuscritos históricos, Fiestas del Cuzco con motivo de la instalación de la Audiencia, Madrid, 1795. Carta Apologética en respuesta a un amigo de Potosí bajo el nombre de Iturrizarra, Buenos Aires, 1783.

Coello de Reynalte, don Pedro, Discurso pretendiendo probar que las viñas causaban en el Perú grandes daños, (Librería de Barcia).

Cédula real para la incorporación de la provincia de Puno al virreinato del Perú, (archivo de Sevilla).

Cernadas, don Pedro Antonio, Memoria sobre la necesidad y conveniencia de establecer panteones.

Coquette y Fajardo, don José, Disertación sobre las montañas, volcanes y minas, con muchas noticias [Mercurio Peruano]. Código municipal de Lima, dividido en siete partes, y arreglado en 1803.

Calvo, don Carlos, Anales históricos de la revolución de América desde 1808, París, 1864 y 67. Colección de tratados convenciones etc. correspondientes a la América Latina, desde 1493, París, 1862.

Constitución Española de 1812. Los Diarios de las cortes.

Clavijero, Francisco Saverio, Historia antigua de Méjico. Impugna las opiniones de Paw, Buffon y otros, y prueba que el mal venéreo no procede de la América. Obra traducida del italiano al español, Londres, 1826.

Córdova, don José María, Estadística de Lima y noticias históricas, 1839. Las tres épocas del Perú, 1844.

Castelnau, Francisco, Expedición a las partes centrales de la América del Sur, de Río Janeiro a Lima, y de Lima al Pará, París, 1850.

Cochrane, Lord, Memorias sobre las campañas navales en el Perú, París, 1863.

Cevallos, don Pedro Fermín, Resumen de la historia del Ecuador, Lima, 1870.

Colección de Odriozola, 1872. Tentativa de los indios en Jauja para un alzamiento general en 1565. Conspiración de Aguilar y Ubalde en el Cuzco en 1805. Historia documentada de la revolución del Cuzco en 1814. Diario de la campaña del general Ramírez, con muchos documentos que comprenden los sucesos de Puno y Alto Perú. Guerras con Chile, Gainza, Osorio, Rancagua, Chacabuco, Cancharada, Maipú general San Martín, Fragata Isabel, Lord Cochrane, Bloqueo del Callao, etc.

Colección otra, del mismo, 1873, Lima. Documentos de la expedición del general San Martín en 1820. Exposición de García Camba al virrey Pezuela. La fragata Esmeralda, operaciones de los ejércitos contendientes, boletines, negociaciones de Miraflores, deposición de Pezuela, departamento de Trujillo, el cabildo de Lima, y el virrey la Serna, proclamación de la Independencia, actos del nuevo gobierno, conspiración de Lavin en el Cuzco, capitulación del Callao, etc.




ArribaAbajoD

Distribución que hizo Pizarro del tesoro reunido por Atahualpa para su rescate en 1533.

Declaración de los Presidentes y Audiencia real del Perú, M. S.

Durquí, Juan Bautista, Relación de sucesos de la provincia de Macas, alzamiento de Francisco Hernández Barreto y Juan de Landa contra el Rey y muerte de éstos, (testimonio sacado de Quito que está en la Librería de Barcia, 1572).

Dávalos y Figueroa, don Diego, Miscelánea austral: sobre las plantas del Perú.

Dracke, Francisco, Viaje al Pacífico por el Estrecho y sus operaciones navales, 1624.

Duval, Pedro, La América, en francés, 1661.

Diario de las noticias de Lima: Tragedia lastimosa, etc. , impreso, 1688.

Declaración de la dificultad de averiguar por donde pasaron al Perú las gentes que lo poblaron, (M. S. Librería del Rey).

Dampierre, Guillermo, Su viaje al Pacífico, en inglés, 1619. Documentos sueltos del Perú; existen muchos en la biblioteca del Museo británico.

Daza, fray Antonio, Cuarta parte de la Crónica general de la orden de San Francisco de Lima.

Documentos sobre el convenio entre España y Portugal para fijar la línea divisoria, en América, (archivo de Simancas) con el informe del marqués de Valdo-Lirios sobre los límites desde el Paraná hasta el Jauru, 1756.

Descripción de las misiones de Apolobamba, Lima, 1771.

Discurso sobre los antiguos repartimientos, otros sobre minas y beneficio de metales, Lima, 1784.

Diario erudito, Periódico de Lima, 1790, con datos estadísticos. Documentos de la separación del virreinato de Buenos Aires y del arreglo de sus límites.

Diario de las operaciones de los realistas, y asedio de la ciudad de la Paz en 1781 y 1782 al mando de Segurola. (Archivo Boliviano, publicación de 1872, París).

Descripción y estadística de muchas provincias del Perú (Mercurio Peruano).

Documentos sobre el Panteón de Lima, y colegio de San Fernando, Lima, 1864, (compilación de Odriozola).

Documentos de sucesos de Buenos Aires, y de España. Usurpación francesa. Carlos IV y Fernando VII, etc. Odriozola, 1864.

Discursos de los diputados de América en las cortes de 1812 en favor de los oriundos de África, Lima, 1812.

Documentos literarios del Perú, publicados por Odriozola, Lima, 1864 a 1874.




ArribaAbajoE

Escritura de Compañía de Pizarro, Almagro y Luque hecha en Panamá en 10 de marzo de 1526. En los anales de Montesinos: la inserta Quintana en sus Españoles célebres.

Estete, Miguel, Relación del viaje de Hernando Pizarro desde Cajamarca a Pachacamac. La insertó Francisco Jerez en su obra de La conquista del Perú.

Espinal, tesorero de Nueva Toledo. Carta al Emperador sobre la guerra de Almagro, M. S.

Ercilla, don Alonso, La Araucana, Madrid, 1590.

Encinas, don Diego de, Colección de reales órdenes y pragmáticas, en 4 tomos correspondientes al gobierno de la América desde su descubrimiento, Madrid, 1596, aumentada después hasta 1787.

Estacio, de Silbeyra, Relación de las cosas del Marañó, en portugués, 1624.

Estatera jurídica en defensa del virrey conde de Lemos, y del oidor Ovalle sobre la muerte del maestre de campo Salcedo, impresa en 1679.

Echave y Assu, La Estrella de Lima, Amberes, 1638.

Exposición del guardián de San Francisco de Tarija sobre el estado de aquellas misiones. (En la Academia de la Historia).

Expediente sobre exportar caudales por el Amazonas, proyecto del capitán Luis Arava Vasconcelos.

Escalona Agüero, don Gaspar, Gazophilacium Regium Perubicum, Madrid, 1775.

Escobedo y Alarcón, don Jorge, Instrucción de revisitas para los tributos. Discurso sobre los antiguos repartimentos. Otro sobre minas y beneficio de metales, Lima, 1784. Reglamento de Policía para Lima, 1786. Ordenanzas de Minera. Reflexiones políticas sobre el gobierno y comercio del Perú; y origen de sus turbaciones. Informe circunstanciado del resultado de la visita general del Perú, 1785 (en la Academia de la Historia).

Estado general de los caudales gastados con motivo de la guerra de Tupac Amaru desde noviembre de 1780 hasta abril de 1784 (Academia de la hist.).

Echeverría, don Manuel Mariano, Descripción de la provincia de Mainas, 1784.

Estatutos del Colegio de Abogados de Lima, 1808.




ArribaAbajoF

Fundación de la ciudad de la Paz y actas de su Cabildo desde 1548 hasta 1562, un tomo de que dispuso un empleado y está en el Museo británico.

Fernández, Diego, (el Palentino), Historia del Perú en dos partes, con las guerras civiles, Sevilla, 1571. Esta obra fue prohibida hasta el siglo XVIII.

Fundación de la ciudad de Buenos Aires y su repartimiento en 1580.

Frías de Albornoz, Bartolomé, De la conversión y debelación de las Indias, 1589.

Fuente, licenciado Bernardino de la, Alegación contra la sentencia que condenó a Hernando Pizarro, M. S. [Librería de Barcia].

Fernández, fray Alonso, Historia eclesiástica de las Indias, 1611.

Fernández de Córdova, don Francisco, Perú con armas: historia de los ataques de la escuadra de Jacobo Heremitae Clerck, 1624.

Ferruche, el capitán, Discursos sobre amurallar a Lima y sobre hacer una fortaleza en la punta del Callao, [Librería de Barcia], 1625.

Flores y Aguilar, el doctor Nicolás, Panegírico del virrey conde de Alba de Liste y su gobierno.

Fuente, Francisco de la, De lo bueno lo mejor, Gobierno espiritual y político, Lima, 1693.

Freylin, el padre Juan María, Elogios de los padres de la Compañía de Jesús del Perú.

Falkner, el padre, Descripción de Patagonia.

Frasso, don Pedro, Del real patronato en las Indias, Madrid, 1677.

Frits, el padre Samuel, Del gran río Marañón, con las misiones de la Compañía, 1707.

Fevilleé, el padre Luis, Diario de observaciones físicas, botánicas etc. en Sud América, París, 1724. Historia de las plantas medicinales del Perú y Chile.

Feyjoo, el padre Benito, Teatro crítico: defensa de los americanos.

Fernández, padre Juan Patricio, Relación de las misiones de Chiquitos, Madrid, 1726.

Feyjoo de Sosa, don Miguel, Relación descriptiva e histórica de la provincia de Trujillo, Madrid, 1763.

Fernández Cornejo, don Adrián, Diario de la expedición al Chaco en 1780, Buenos Aires, 1837.

Flora Peruana y Chilena, (Ruiz y Pabón), Madrid, 1798, 99 y 1802.

Flores Estrada, don Álvaro, Examen imparcial sobre las disensiones de la América con España y medios de reconciliación, Cádiz, 1812.

Funes, don Gregorio, Ensayo de la historia civil de la república Argentina, comprende el Alto Perú y las revoluciones del Cuzco, Buenos Aires, 1816.

Figuerola, don Justo, Refutación a un libro anónimo impreso en Buenos Aires en 1818, Lima, 1820.

Fundación de la ciudad del Cuzco y distribución de solares en 1534. Testimonio hecho por orden del corregidor Polo Ondegardo, con varias reales órdenes, Publicado, Cuzco, 1824.

Floresta Española Peruana, noticias históricas, 1848.

Fuentes, don Manuel, Estadística de Lima con noticias históricas, 1858.

Fuente, don Modesto de la, Historia General de España, Madrid, 1861.




ArribaAbajoG

Gastelú, Domingo, La Conquista del Perú, y de la provincia del Cuzco, traducida al italiano, 1535.

Gómara, Francisco López de, Historia general de las Indias, Amberes, 1553, con más, la Conquista del Perú, Zaragoza, 1555.

Gohori, Jacobo, Historia de la tierra nueva del Perú principal mina del mundo, en francés, traducida al italiano, 1553.

Gasca, el gobernador don Pedro de la, Historia del Perú y de su gobierno, impresa, 1567. En ella está la instrucción que dio la ciudad de Lima a fray Tomás de San Martín.

Gallego, Hernán, Expedición del Perú a las islas de Salomón con Mendaña, 1568.

García de Castro, don Lope, Memorial que dio al virrey Toledo sobre cómo debía hacerse la guerra a los chiriguanos, M. S., 1569.

Gárcez, Henrique, Cartas al Virrey y al Consejo sobre las minas de azogue de Guancavelica, 1574.

Guerra hecha a los chiriguanos por el virrey Toledo, Inédito, [está en Simancas].

García, fray Gregorio, Origen de los indios del Nuevo Mundo, Valencia, 1607. Predicación del Evangelio en América, viviendo los Apóstoles, 1625. Historia eclesiástica y secular de las Indias, impresa en 1626. Monarquía de los Incas, inédito.

Grottius, Hugo, De origine gentium Americanarum, París, 1643. Y cuestiones con Juan Laet.

González Dávila, o Ávila, el maestro Gil, Teatro eclesiástico de las iglesias de indias, Madrid, 1645.

Guillermo, Guillermo de, Discusión histórico-teólogica sobre el destierro de las tribus de Israel y su paradero, en latín, 1671.

Gillii, el padre Salvador, Ensayo de la Historia de la América Meridional.

Gothardo, Arthus, Viaje de Jorge Spilberg al mar del Sur por el Estrecho, en latín (Librería del Rey).

Godoy, don Felipe, Relación sobre las minas y población de Oruro.

García de la Concepción, fray José, Historia Belethmítica, Sevilla, 1723.

Gacetas de Lima, y las de Madrid.

Gulas políticas del Perú por Unanue, las de forasteros de Madrid y Lima, con importantes noticias.

González de Agüero, fray Pedro, Descripción historial de la provincia y archipiélago de Chile, Madrid, 1791.

Gallegos, el cura don Carlos, Analectes o colección de documentos relativos a la iglesia del Cuzco; y las constituciones sinodales de los obispos Montalvo y Raya, 1831.

Godoy, don Manuel, príncipe de la Paz, Memorias para la historia del reinado de Carlos IV, Gerona, 1839.

Gay, Claudio, Historia física y política de Chile, París, 1844.

García Camba, don Andrés, Memorias para la historia de las armas españolas en el Perú, Madrid, 1846.

Gutiérrez, don Juan M., Estudios biográficos y críticos sobre poetas sudamericanos anteriores al siglo XIX, Buenos Aires, 1865. Noticias históricas de la instrucción pública en Buenos Aires desde la extinción de la Compañía de Jesús hasta 1811, Buenos Aires, 1868.




ArribaAbajoH

Historia y relaciones del río Marañón; de la jornada de Pedro de Urzúa, su muerte, y la tiranía de Hernando de Guzmán y Lope de Aguirre (Librería de Barcia).

Hernández, Pedro, Declaración sobre el Estrecho de Magallanes y población que hizo en él Pedro Sarmiento; su salida de España con Diego Flores Valdez, 1581, [Librería de Barcia].

Hinojosa, Francisco, Relación de lo sucedido en la entrada a los Mojos dirigida al virrey Henríquez, 1583, [Librería del Rey].

Haklinto, Ricardo, ilustró y anotó en 1587 las décadas oceánicas de Pedro Mártir de Anglería, y publicó un mapa del Nuevo Mundo.

Herrera, Antonio de, Descripción de las Indias, e Historia general de los hechos de los Españoles en América, 8 décadas, Madrid, 1601. Vida y elogio del gobernador don Cristóbal Vaca de Castro, inédita.

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Lamo y Zúñiga, don Joaquín de, Relación histórica, natural y corográfica de la provincia y frontera de Caravaya y Sangaban; y otra dando una idea general del Perú.

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Montesinos, licenciado Fernando de, El ofir de España o anales Peruanos. Memorias antiguas historiales del Perú, M. S. Arte y directorio de beneficiadores de metales. Memorial sobre la conservación del azogue que se pierde.

Motolinía, fray Toribio, Cosas de las Indias. Ritos, idolatrías, y costumbres de los Indios. Memoriales Históricos, inédita.

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Matalinares, don Francisco. En el Mercurio Peruano se publicó un largo escrito suyo que contiene una severa crítica al gobierno español: es un importantísimo documento en que toca materias muy escogidas.

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Pinelo, don Diego de León, Informe sobre la representación de don Juan de Padilla al Rey con respecto a lo que sufrían los indios. Diversas producciones sobre asuntos forenses, impresas como aquel en Lima.

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Rosas de Oquendo, Mateo, Sátira sobre las cosas que pasaban en el Perú, (Librería del conde de Villa-Umbrosa), 1598.

Relación de la nación de los Césares que se tienen por descendientes de los náufragos, en el estrecho, de las naves que envió el obispo de Placencia, y que cita el padre Ovalle en su historia de Chile.

Rich, mister, Catálogo de manuscritos relativos a la América, en cuyo número 90 esta el tercer libro de guerras del Perú, que se asegura ser de Pedro Cieza de León.

Rosario, fray Francisco del, Relación de lo sucedido en la conquista de los Andes del Perú por la parte de Cotabambas, citada por el padre Meléndez.

Remón, fray Alonso, Historia general de la orden de la Merced y sucesos del Perú, Madrid, 1618.

Remezal, fray Antonio, Historia de Chiana, Madrid, 1619.

Ramos Gavilán, fray Alonso, Historia de la cruz de Carabuco y del Santuario de Copacavana, impresa, Lima, 1621.

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Relación de los casos notables sucedidos en Lima, y cómo la armada de España burló a los holandeses en 1625.

Reynaga Salazar, don Juan de la, Primicias del nuevo Mundo, 1626. Del oficio de protector general de indios.

Relación de sucesos del Perú en el gobierno del virrey Guadalcázar, (Librería de Barcia), 1636.

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ABAD E ILLANA. El doctor Manuel. Nació en Valladolid en 1.º de enero de 1716. Fueron sus padres don Juan Abad y doña Teresa Illana. A la edad de 13 años tomó el hábito de los clérigos reglares del cándido orden Premonstratence. Estudió filosofía en el convento de San Cristóbal de Ibeas, y Teología en la Universidad de Salamanca donde se graduó de Doctor. Fue maestro general, definidor y vicario, y tres veces abad en el Monasterio de dicha ciudad. Conocía bien la historia eclesiástica y civil, la geografía, y la lengua hebrea. Nombrósele cronista y escribió en dos tomos la obra Varones Ilustres de la Religión de San Norberto, que se imprimió en Salamanca en 1755 y 58. Compuso otras varias de que dio noticia, el cura de Caima don Juan Domingo Zamacola en la vida de este Prelado. El Rey Carlos III le nombró en 1762 obispo de Córdova del Tucumán; consagrándole en Santa Fe de Corrientes el obispo de Buenos Aires don Manuel de la Torre el 2 de setiembre de 1764. Visitó su obispado sin reservar los lugares de más áspero clima, ni las más lejanas reducciones de indios. Fue promovido a la mitra de Arequipa en 1770 por fallecimiento del obispo don Diego Salguero. Pasó a Chile por Mendoza, se embarcó en Valparaíso, vino a Quilca y entró en Arequipa el 14 de mayo de 1772. Fundó a pesar de muchas contradicciones el Colegio de los Padres misioneros de la Villa de Moquegua con el principal designio de transmitir la luz evangélica a las Islas de Otaheti. Erigió algunos curatos para la mejor asistencia de los pueblos. Fue incesante en la predicación y en repartir auxilios a los necesitados. Dio algunos ornamentos y adornos a los Santuarios de Caima y Characate. Imprimió una pastoral con motivo del Jubileo Santo. Escribió en defensa de la inmunidad eclesiástica, en cuya materia sus ideas por ser demasiado rígidas, le ocasionaron bastantes disgustos. Falleció en 1.º de febrero de 1780 y se le sepultó en el panteón de los Obispos.

ABADÍA. Don Pedro. Nacido en Navarra, vecino notable de Lima, comerciante acaudalado, Factor de la Compañía de Filipinas y en 1814 capitán del Regimiento de la Concordia. Disfrutó de la estimación general por su caballeroso trato y su afabilidad dispuesta siempre a obras de beneficencia en lo público y privado. Tuvo oportunidades por su giro de emplearse en servicio de muchas personas coadyuvando a su adelanto y bienestar.

Era hombre que unía a su capacidad abundantes conocimientos financieros y una instrucción sólida que aunque no ostentada, sirvió en provecho de muchos. Y el Gobierno en los negocios graves de hacienda buscaba su dictamen que más de una vez fue útil para que las providencias sobre recursos, fuesen menos onerosas y sensibles en los apuros fiscales que demandaban arbitrios extraordinarios.

Abadía concibió el proyecto de emplear la fuerza del vapor en la explotación de las minas de Paseo. Él hizo traer las primeras máquinas para desagüe; y por real orden de 20 de junio de 1815 le dio las gracias el Rey encomiando ese mérito que aumentaba los que ya tenía contraídos. Abadía, don José Arismendi, y don Francisco Ubille eran socios en esta empresa. Vencidas las grandes dificultades que ofreció el conducir dichas máquinas, y las consiguientes a su plantificación y arreglo con ingentes gastos; empezaron a funcionar en julio de 1816 en el mineral de Santa Rosa. Los apoderados de la Compañía que intervinieron en el ensayo, fueron Ubille, don Tomás Gallegos y don Luis Anselmo Landavere; y autorizaron el acto el Gobernador Intendente de Tarma don José González   —2→   Prada, el Juez Real del Cerro doctor don José de Larrea y Loredo, el cura vicario doctor don Santiago Ophelan, el administrador de minería don Juan Manuel Quirós, y el diputado del ramo don José de Lago y Lemus.

La casa de Filipinas tenía vastas negociaciones en la India, con cuyo motivo Abadía deseoso del fomento de la agricultura peruana; encargó las cañas de azúcar que recibió de aquel país, y empezaron a propagarse con el mejor éxito, lo mismo que el gramalote que en las Antillas se conoce por de Guinea, a cuyo pasto que se arraigó bien en las haciendas de esta costa, se le denominaba «yerba Abadía».

En los últimos años del Gobierno Español no pocos comerciantes europeos de mezquinas ideas, dieron en tildar a los Factores de Filipinas por su frecuente trato con ingleses y norteamericanos, hasta acusarlos de indiferentismo, porque no eran intolerantes ni aborrecían a los extranjeros. Por aquel tiempo el Virrey concedía ciertos permisos a buques de otras banderas, como un medio de aumentar ingresos, cuando el comercio de la península estaba decadente por inseguridad en los mares.

Las naves de diversas banderas eran consignadas a la casa de Filipinas; y Abadía conocedor del idioma inglés servía al comercio y al país: pero excitaba la envidia que censuraba amargamente lo que entonces se entendía por libertad de comercio, contraria al tráfico exclusivo.

Don Pedro Abadía nunca tomó calor en oposición a los intereses del Perú, en cuanto a su independencia, como otros comerciantes españoles. Llegada la vez la juró y firmó la acta del cabildo abierto en julio de 1821. Franqueó su dinero siempre que se le invitó a ello por las necesidades públicas, e hizo donativos voluntarios. Considerado por el general San Martín y por el ministro Unánue, lo comisionó el Gobierno para entender en diversos asuntos, y prestó su importante cooperación al formarse el nuevo Reglamento de Comercio. Abadía era español, rico y padre de una distinguida familia. La felicidad de ésta, sus ideas liberales, y el conocimiento del mundo, estaban de por medio para no dudar de su buena fe en obsequio de la República. Así era en verdad, pero por lo mismo estaba expuesto a contrastes en una época azarosa y de escándalo por los abusos y manejos de espías y acriminadores.

Acababa el Ejército español de apoderarse de una gruesa cantidad de dinero perteneciente a Abadía, y con ocasión de este fracaso creemos que él trató de documentarse y perseguir la propiedad que no debía abandonar. Una de las partidas de guerrilla tomó a un religioso de la Merced que viajaba en dirección sospechosa. Éste declaró que llevaba correspondencia de Abadía para los realistas que se hallaban en el interior.

La delación tenía diferentes visos de verdad; mas en el fondo existía una calumnia abrigada por hombres mal dispuestos y arbitrarios que pusieron a Abadía en prisión, y de hecho se secuestraron sus bienes. Abriose un juicio por un Tribunal compuesto de un Jefe militar de superior graduación, y varios Vocales de la alta Cámara de Justicia. Visto que Abadía no había entrado en asunto alguno político con el enemigo, y que sus miras no se encaminaron a ninguna delincuencia, dichos jueces lo absolvieron completamente. Pero fue en vano ese fallo, porque el Ministro que sin esperar nada, había dado soltura al Mercedario, dictó orden para el destierro de Abadía que al efectuarse, le causó una ruina positiva. Más tarde el tiempo, que por lo regular pone en claro lo que parece más oculto, y destruye las apariencias, descubrió que Abadía nada hizo en daño del nuevo sistema político, ni tuvo intención de incurrir en una punible falta que estaba en oposición con sus convicciones, con su modo de vivir, y con sus propios intereses, que no había de poner sin necesidad en inminente peligro.

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Regresó don Pedro Abadía al país acabada la guerra: su envidiada fortuna se hallaba en deficiente estado; el resto de su vida tuvo que emplearlo en litigios contra algunos de sus numerosos deudores, y recuperar la parte posible de sus cuantiosas pérdidas.

Falleció en Lima en diciembre de 1833. Fue casado con doña Tomasa Errea, hija de don José Antonio de Errea de la Orden de Calatraba, comerciante antiguo y muy distinguido; y de doña Isabel, hija de don Antonio Rodríguez del Fierro, Prior del Tribunal del Consulado en el año de 1775. Eran tíos suyos don Juan Bautista y don Juan de Oyarzával y Olavide el 1.º Factor de la Compañía de Filipinas, y el 2.º Superintendente de la casa de Moneda de Lima y honorario del supremo Consejo de Hacienda. Un hermano de don Pedro militó en España y fue Teniente General después de la contienda contra el imperio francés.

ABARCA. El doctor don Francisco de. Nacido en Asturias. Vino a Lima de Inquisidor en el año 1781 y lo fue hasta 1816 en que se jubiló. Era pensionado de la Orden de Carlos III, del Consejo y Cámara de Indias, y honorario de la Suprema Inquisición. Asegúrase que Abarca en las juntas que el virrey Abascal celebraba frecuentemente con motivo de la guerra de la Independencia, opinó siempre porque el Gobierno se limitara a sostener el territorio del Virreinato, sin emprender fuera de él ninguna operación militar. Creía que de esta manera los estados vecinos se anarquizarían agotando en breve sus recursos.

ABARCA. Don Isidro de -de la Orden de Santiago, conde de San Isidro; como marido de doña Rosa Cossío. Fue Prior del Tribunal del Consulado en cinco períodos, el primero en 1785, el último en 1799 y administrador del Tribunal de Minería en 1793. Su hermano don Joaquín Antonio, también cruzado de Santiago, alcalde ordinario de Lima en 1783, estuvo casado con doña María del Carmen Angulo, hija de la citada doña Rosa y de don Gerónimo Angulo, conde de San Isidro, igualmente alcalde y prior del Consulado. Don Isidro fue en Lima el primer factor o diputado de la Compañía de Filipinas, creada por decreto real de 10 de mayo de 1785. Véase San Isidro.

ABASCAL Y SOUSA. Don José Fernando -marqués de la Concordia, virrey del Perú, Caballero profeso de la orden militar de Santiago. Nació el día 3 de junio de 1743 en la ciudad de Oviedo capital de Asturias.

Hizo allí sus estudios hasta 1762 en que con motivo de la guerra con la Gran Bretaña y Portugal, entró a servir de cadete en el regimiento de Mallorca. Después perteneció a la Academia militar de Barcelona y de ella pasó al regimiento de Toledo con el cual, ya de subteniente, se embarcó en 1767 con destino a la guarnición de Puerto Rico. De regreso se halló en la campaña y batalla de Argel en 1775. En seguida expedicionó al Río de la Plata a órdenes del general don Pedro Cevallos y estuvo en la toma de Santa Catalina y ocupación de la Colonia del Sacramento cuya ciudad y fortificaciones quedaron entonces destruidas de orden del Rey [1777]. A su vuelta a España sirvió en las guarniciones de infantería de la Escuadra combinada hasta 1781 en que viajó a la América por tercera vez con el fin de tomar parte en una expedición, que se preparaba en Guarico [Santo Domingo] y no llegó a tener efecto.

En los años que trascurrieron hasta el de 93 en que se declaró guerra a la Francia, Abascal desempeñó comisiones en los ramos de economía y táctica militar. Fue jefe del tercer batallón del regimiento de Toledo que le debió su instrucción, y maniobrando en presencia de Carlos IV le   —4→   concedió el grado de coronel en el mismo campo. Organizó y disciplinó consecutivamente un regimiento titulado «Órdenes militares» y con su segundo batallón asistió a varias acciones en el ejército de los Pirineos en el cual ascendió a Coronel y a Brigadier.

Destinósele en 1797 de Teniente de Rey a la Isla de Cuba para que coadyuvase con el gobernador conde de Santa Clara a fortificar La Habana, encargo en que dio pruebas de su inteligencia. De allí pasó a Nueva Galicia. [Guadalajara en Méjico] nombrado en 1799 Comandante general, Intendente y Presidente de la Audiencia.

En este elevado puesto civil y militar, Abascal dio a conocer sus talentos para el mando y adelantamiento de los pueblos. Dio ensanches a la instrucción primaria, emprendió obras públicas, estableció policía y persiguió los vicios. Pacificó el país después de sofocar el levantamiento de un gran número de indios.

Promovido a Mariscal de Campo fue nombrado virrey de las Provincias del Río de la Plata el año 1804; pero antes de hacerse cargo de este destino se le confirió el virreinato del Perú. En su navegación fue prisionero de los ingleses y conducido a Lisboa de donde salió para el Janeiro y Buenos Aires. Venciendo un largo camino desde la villa de la Laguna en el Brasil hizo su marcha por tierra hasta Lima. En ese extenso tránsito tuvo muchas ocasiones para conocer el país, observar su territorio, las distancias y situación de los centros de recursos, y formar concepto del estado de su moral, civilización e industria; estudio que debía serle de utilidad en su Gobierno y que el tiempo acreditó luego haberlo hecho con aprovechamiento.

Su ingreso en la capital del Perú se verificó el día 26 de julio de 1806, y su entrada pública el 20 de agosto. Según costumbre antigua los virreyes eran recibidos en la Universidad de San Marcos donde oían su panegírico en una ostentosa función. Abascal no aceptó esta ceremonia, evitando con su moderación los cuantiosos gastos que ella ocasionaba. Este Virrey unía a su saber la voluntad más resuelta para llevar a buen término sus designios administrativos, ejecutados siempre con una perseverancia superior a las dificultades. Comprendió que había encontrado en Lima una sociedad respetable por su ilustración, fortuna e influencia, y que podía manejarla por medio de estímulos y de corteses comedimientos, para que cooperase activamente a los fines que se proponía y serían luego objeto de su política.

Bien alcanzaba que las ideas desarrolladas por la revolución francesa, el ejemplo dado por las colonias inglesas en el norte de América, y las gravísimas complicaciones y sucesos que todo lo trastornaban en Europa, eran una acumulación de peligros y tentaciones que, aunque fuera lentamente, habían de mover los ánimos en las posesiones españolas del Nuevo Mundo, donde el espíritu del siglo tenía que penetrar y esparcirse inevitablemente. Abascal se formó el plan de anticipar a la época de conflictos que preveía, una serie de hechos beneficiosos que si por una parte halagaran diversos intereses, y distrajeran la atención pública, por otra le crearan un alto prestigio, atrayendo hacia su persona el acatamiento y gratitud general. No se equivocó al estudiar y juzgar una capital engreída con sus merecimientos, y donde campeaban la sinceridad y las ideas caballerescas entre lo sano y moral, que abundaba en su recinto.

La rectitud y acierto de un conjunto de providencias de clara utilidad, las mejoras en lo material, las reformas saludables en orden a policía, las obras públicas de necesidad y ornato, el favor decidido a la instrucción, la sagacidad y el modo de disponer y dar coloridos ventajosos a los procedimientos   —5→   del Gobierno; estos fueron los elementos que empleó el diestro Virrey para hacerse respetable, y llenarse de admiradores y amigos. Hacía pocos meses que hallándose la ciudad consternada por los estragos de la viruela, se había recibido la vacuna remitida de Buenos Aires, y lográndose sólo en un individuo se iba trasmitiendo a otros con buen resultado. Estaba ya en Lima el médico don José Salvani, venido de España para difundirla en el Perú; y el Virrey tomando parte en el entusiasmo público, creó en 15 de octubre de 1806 una Junta central conservadora y propagadora del benéfico fluido vacuno presidiéndola él, dando un puesto igual al Arzobispo con título de Copresidente, y el de Vicepresidente al oidor don José Baquijano: fueron vocales el Alcalde de primer voto, el síndico procurador, don Antonio de Elizalde, el doctoral Pedro Gutiérrez Coz por el Cabildo Eclesiástico, el brigadier marqués de Montemira por el cuerpo militar, el contador mayor don Antonio Chatón, don Francisco Moreira y Matute, el cura de la Catedral doctor don Juan Antonio Iglesias, y secretarios, don Francisco Javier de Yzcue y don Manuel de Gorvea siendo médicos consultores los doctores don Pedro Belomo y don José Manuel Dávalos. En las capitales de las provincias, [hoy Departamentos] se erigieron en seguida las juntas correspondientes.

Ese día se hizo también memorable en Lima por haberse recibido noticia de la reconquista de Buenos Aires el 12 de agosto venciendo a las tropas inglesas, y quedando prisionero el general don Guillermo Carr Beresford que había tomado dicha ciudad con la fuerza de dos mil hombres en una invasión de sorpresa el 27 de junio de 1806 en que fue inútil el deseo popular de defensa, por la incapacidad del virrey mariscal de campo marqués de Sobremonte.

Abascal a su paso por Montevideo y Buenos Aires, viniendo al Perú, manifestó a las autoridades la urgente necesidad de reformar y aumentar las fortificaciones, puntualizándoles los mejores medios de seguridad, y comunicándoles los datos que tenía adquiridos para contar como cierto que los ingleses emprenderían serias hostilidades y ataques contra la América española, sobre lo cual ya desde el Janeiro había dado aviso a Sobremonte. Luego que Abascal supo la pérdida de Buenos Aires, hizo prevenciones en todo el litoral, y envió fuerza y pertrechos a Chiloé. Excitó los ánimos de los peruanos con recuerdos honrosos, y mandó se alistasen en las milicias todos los que estuviesen para ello expeditos: pensó ir personalmente por Chile con una columna a fin de reforzarse allí y seguir hasta Buenos Aires. Opúsose con graves reflexiones la Junta de Guerra que se celebró en Lima; pero no obstante avisó su marcha al virrey Sobremonte, y que en caso de no poderla practicar, enviaría al brigadier subinspector de artillería don Joaquín de la Pezuela con cuanto auxilio fuese posible. Cuando los preparativos se activaban, llegó el parte de haberse recuperado aquella capital mediante las hábiles disposiciones del capitán de navío don Santiago Liniers.

Mas como los enemigos se conservaban en el Río de la Plata y podían con nuevas tropas ejecutar otro ataque a Buenos Aires o a Montevideo, Abascal a pesar de que el virrey Sobremonte no creía ya necesarios otros recursos que los de numerario, ordenó que además de cien mil pesos que estaban en camino por la vía del Cuzco, se enviasen doscientos mil de las tesorerías de Arequipa y Puno. Por la de Chile remitió mil ochocientos quintales de pólvora, doscientos mil cartuchos, doscientos quintales de balas, otros doscientos de plomo y tres mil espadas.

El valor de estos artículos y además el dinero, componían la suma de medio millón de pesos, y todo llegó pronta y oportunamente a su destino empleándose luego en la heroica defensa de Buenos Aires que produjo   —6→   la libertad de la plaza de Montevideo, la cual después de enérgica resistencia había tenido que ceder a un asalto nocturno de los ingleses el 3 de febrero de 1807. Discurrió bien Abascal al conjeturar que se abrirían nuevas hostilidades por lo mismo que las armas inglesas habían sido humilladas. El General Withelok con diez mil hombres hizo desembarco el 28 de junio, y en su ataque a Buenos Aires se le rechazó el 7 de julio de 1807 en que la victoria fue completa para los que defendían la ciudad y habían sufrido antes algunos golpes adversos. Los ingleses se retiraron del país en cumplimiento de un convenio celebrado con Liniers encargado del alto mando militar, por haber sido depuesto el virrey Sobremonte en virtud de la voluntad general, desde el 17 de febrero, quedando el Gobierno a cargo de la Audiencia. Ésta había antes pretendido que Abascal verificase su marcha a esa capital; mas el Virrey no pudiendo hacerla invitó al marqués de Avilés su antecesor, para que fuera a encargarse de aquel virreinato. Lo repugnó el Cabildo de Buenos Aires dando sus razones, y Avilés de su parte puso algunos inconvenientes: todo quedó sin efecto por haber sido nombrado de Real orden el comandante general Liniers para encargarse de dicho virreinato interinamente y según el orden de sucesión que acababa de establecerse.

Abascal para ampliar sus socorros, y a petición del Cabildo de Buenos Aires, hizo publicar en todo el Perú un bando de invitación para un donativo que pronto se realizó en una cantidad que hizo subir a setecientos mil pesos el total de los auxilios enviados hasta entonces. El Cabildo de Lima prohijando al menor de los hijos de Liniers, le asignó una pensión de seiscientos pesos anuales que debería gozar hasta que tomando carrera «pudiese imitar las virtudes de su padre».

El Virrey desde su ingreso en Lima se ocupó empeñosamente en prepararse para resistir a los ingleses que con razón calculaba hiciesen alguna incursión por el Pacífico fiados en su preponderancia marítima. Envió pólvora y otros pertrechos a Chile, Panamá y varios puntos más. Reconoció las fortalezas del Callao y las costas inmediatas a la capital. Acordó y puso mano a todas las mejoras que pedían las fortificaciones, sin olvidar las murallas de Lima que se hallaban en deplorable estado. En los castillos del Callao hizo muchas obras exteriores, mejoró los muros por el pie del foso para darles mayor altura. Fabricó un almacén espacioso para guardar efectos de parque con orden y seguridad, pues estaban colocados bajo ramadas. Hizo construir otro para víveres debajo del terraplén; y un aljibe capaz de contener agua para dos mil hombres en cuatro meses. También ordenó formar un acueducto desde la caja de agua al muelle con cuatro caños que la proporcionaran a los buques sin más que acercar sus lanchas, y así se logró hicieran aguada con ahorro de gastos.

Últimamente mandó demoler los ridículos remates que tenían los torreones como adorno, y en la plaza que en ellos quedó libre, sitúo artillería de a 24 para aumentar los medios de defensa. Quiso destruir los edificios de particulares, pero dejó de ejecutarlo por la alarma del comercio y sus clamores contra dicha medida que tuvo que suspender. Abascal proyectaba extinguir todas las quejas abriendo un canal de suficiente extensión para que por él entrasen las lanchas desde el muelle hasta Bellavista donde habría una dársena para que se verificase la carga y descarga, prohibiendo todo tráfico por el muelle: con lo que por propia conveniencia se levantarían casas y almacenes en dicho pueblo más próximo a Lima.

En cuanto a las costas inmediatas a la capital cubrió con artillería y guarnición la caleta denominada «Achira» tras del cerro de Chorrillos; y   —7→   convino un plan de defensa para el caso de que los enemigos intentasen obrar desembarcando por Ancón u otro punto más cercano al Callao. En la Memoria del Virrey a su sucesor se expresan las reglas y detalles del citado plan, ampliado hasta para el caso de ser irremediable el abandono de la capital y conservar las fuerzas en las serranías apropiadas para continuar la guerra. Esto sin embargo de haber acordado también lo concerniente al sostén de la ciudad, aun cuando tuviese que sufrir un cerco, pues nada escapó de su previsión a fin de que no lo sorprendiera, inadvertido, ningún acaecimiento.

Para reparar las murallas sin comprometer el Erario, providenció en 29 de agosto de 1807 el reparto de las obras en estos términos: Al Arzobispo, Cabildo Eclesiástico, clero y Monasterios de monjas tres baluartes; al Cabildo seis, Inquisición 2, Consulado 3, Tribunal de Minería y sus Jueces tres, Universidad uno, a los conventos de Santo Domingo, de San Agustín y la Merced tres, Compañía de los cinco gremios de Madrid, uno, a los hacendados de las inmediaciones, tres, el marqués de Zelada de la Fuente, uno, don Francisco Vásquez de Ucieda, uno, la cofradía de la O, uno y la Caja general de censos, uno. Prohibió el Virrey toda subida de jornales, y el aumento del precio de los adobes.

Aceptada esta resolución con buena voluntad, se emprendió el trabajo que duró algunos meses, y que el Virrey presenciaba y vigilaba asiduamente. Se puso expedito un camino ancho por todo el recinto interior, construyéndose muchos puentes, y separando montones de escombros. Lo mismo se practicó por fuera de los muros y abriéndose diferentes fosos en determinados parajes. La muralla nueva del lado de Monserrat se levantó costeándose el gasto con donativos del vecindario que montaron a siete mil pesos. Edificáronse además almacenes en las golas de dos baluartes para el depósito y oportuna distribución de la pólvora en caso preciso, y se hizo casi de nuevo la portada de Guadalupe.

La fuerza de que en esas circunstancias podía disponerse, constaba de siete mil doscientos infantes, trescientos artilleros y mil ochenta caballos componiendo un total de ocho mil quinientos ochenta hombres existentes en la Capital. El regimiento Real de Lima después de aumentado tenía dos mil doscientos veteranos; el Batallón disciplinado del «número», 1500, el de Pardos 1400, el de Morenos 600, y 1500 infantes más de los cuerpos de milicias de las provincias cercanas. En caballería el regimiento Dragones de Lima formaba 600, un escuadrón de Carabayllo 150, otro de Chancay y Huaura 100, el de Pardos 150, y el de morenos 80. Había también un batallón del comercio con 800 plazas. De este Ejército arregló el Virrey dos divisiones, y las situó una cerca de Chorrillos, y otra de Bellavista: en sus campamentos se atendió a la instrucción y fogueo de las tropas.

Abascal encontró la arma de artillería en el mayor abatimiento y oscuridad. El año 1805 había llegado de España el coronel don Joaquín de la Pezuela en calidad de Subinspector a establecer la nueva constitución del cuerpo. Se componía entonces de una compañía con 92 hombres sobre el pie de inválidos, sin instrucción ni disciplina, en un estrecho alojamiento del Colegio de los Desamparados. El virrey Avilés no se ocupó de la reforma prevenida en una real orden especial, y su sucesor que sólo encontró 200 hombres con 16 caballos en el cuartel indicado, puso en obra la reorganización, haciendo que comprendiese a todos los ramos de artillería. La Brigada se elevó a 342 plazas montadas y de a pie con 50 caballos, fuera de la tropa ocupada en Chiloé. Mandó construir en la plaza de Santa Catalina el cuartel de artillería donde se situó el parque y una Maestranza, la armería y la sala de armas, que antes se   —8→   hallaban con algunas municiones en el Palacio de Gobierno en lugar inadecuado y con unas malas fraguas, todo inmediato a las oficinas de Hacienda. Estableciose así mismo una batería para ejercicios, y un taller de fundición de cañones y balerío. Se pudo computar el gasto hecho en estas obras, en 120000 pesos habiéndose empleado maderas del fisco que estaban sin destino en los almacenes del Callao. Rigió en todo una severa economía, pues se hizo trabajar a los soldados y a 60 prisioneros ingleses que custodiaba el cuerpo de artillería. La fundición de cañones estuvo antes fiada a campaneros ignorantes, a quienes se pagaba por peso a 24 reales la libra, treinta pesos por cada quintal de metralla y 20 pesos por el de balas, después de darles herramientas y utensilios. Logrose que en los nuevos establecimientos se construyera por la mitad de esos costos el crecido número de piezas y de municiones de que hubo necesidad en el período de Abascal. Se fundieron más de 100 cañones, y en cuanto a lo demás, puede calcularse considerando todo lo que en el ramo de parque se remitió al Alto Perú, a Cuenca, Guayaquil, Chile etc. En los años de 1813, a 16, salieron del parque de Lima 52 cañones, de a 4 con sus carruajes y dotación de proyectiles, habiendo sido cuantioso el número de correajes, tiendas de campaña, armas de chispa y blancas, cartucheras etc. de que proveyeron los talleres de artillería desde sus principios, sin contar lo que antes fue enviado a Buenos Aires, Chile, Valdivia, Chiloé, Montevideo etc.

Al arribo de Abascal a Lima, la obra de una nueva fábrica de pólvora, para reemplazar la destruida por un incendio en el año 1792, se hallaba a la mitad del trabajo, y los asentistas de ella en mala situación para concluirla por carecer de fondos. El Virrey dispuso se les habilitara con sesenta mil pesos, y así pudo acabarse el edificio en diez meses bajo la dirección del subinspector Pezuela. Hasta mediados del año 1812 habían entregado los contratistas 15079 quintales, de los que ocho mil se mandaron a España en un Navío de Guerra. Esta pólvora que allí se recibió en momentos de necesitarse con urgencia, fue probada en Cádiz, donde se vio era superior en potencia a cuantas se compararon en esa ocasión así nacionales como extranjeras. Elaborose también en gran cantidad la de caza y mina que fue menester para consumo en el virreinato, y de la de armas pasaron a Montevideo 900 quintales, fuera de 3000 remitidos a Buenos Aires y Chile, y de la que en abundancia y por varias veces se envió a Guayaquil, Cuenca, Alto Perú y otros puntos.

A los cuatro meses de hallarse Abascal en Lima se sufrió en ella un largo temblor de tierra (14 de diciembre a las seis de la tarde) que maltrató muchos edificios, saliendo en el Callao el mar fuera de sus ordinarios límites, causando averías en algunos de los buques surtos en la bahía, y pérdidas en las propiedades del comercio que se hallaban en la playa. En ese mes dispuso el Virrey el arreglo del cuerpo de Serenos aumentándolo, y generalizando en la ciudad sus importantes servicios con sujeción a un reglamento que dictó. Y principió la obra de poner puentes a las acequias en las bocacalles; mejora sobre qué tomó el Virrey grande empeño no menos que en la de limpiar la ciudad cuyas calles estaban en el más reparable desaseo.

En el inmediato año de 1807 se edificó de su orden la portada de Maravillas por el jefe de ingenieros don Pedro Molina: su costo no pasó de ocho mil quinientos pesos. Se acrecentó el local perteneciente a la Escuela náutica situado en Palacio. Experimentose por primera vez en Lima el mal de rabia en los perros, cuyas mordeduras causaron la muerte de dos hombres que en el hospital de San Andrés no fue posible conseguir en curación. Dejose ver el 6 de octubre un cometa caudado cuya observación   —9→   no pudo hacerse en los días siguientes por impedirlo espesas nubes: despejado el cielo en la noche del 28, no estaba ya visible según lo que se refiere en el almanaque de 1808.

Dos proyectos de altísima importancia para el país merecieron mucha atención al Virrey: los meditó desde el principio de su administración y resuelto a ponerlos en planta, lejos de desmayar su ánimo delante de los inconvenientes que los hacían difíciles, se propuso superar estos con decidida firmeza hasta ponerlos en ejecución. El uno fue la fábrica del panteón general de Lima; el otro la creación de un Colegio de Medicina.

Sepultábanse los cadáveres en los templos causando con su corrupción y exhalaciones pestilentes, positivo e inmediato detrimento a la salubridad pública. Y sin embargo de esto y de lo repugnante que era esa costumbre, ella por serlo tenía muchos prosélitos que la sostuvieron. Manifestaron disgusto y oposición a una novedad que, más que al vulgo, parecía mal a muchas de las familias que poseían bóvedas en las iglesias para sepulcro de los suyos; en lo que habían privilegios y distinciones que servían de fomento a la vanidad de los descendientes de aquellos que habían adquirido tales propiedades por medio del dinero. El Virrey combatió con poderosas reflexiones por escrito, y con sagaz persuasiva, una preocupación tan perniciosa prestándole apoyo el arzobispo Las Heras en una enérgica Pastoral. Logrose en breve uniformar las opiniones y generalizar el convencimiento y voluntad general, en favor de tan benéfica reforma. La erección de los panteones estaba recomendada por el Rey en diferentes cédulas expedidas desde el año 1786, siendo la última de fecha 15 de mayo de 1804. Se había seguido sin fruto un voluminoso expediente y en diez y ocho años de sustanciación importuna, nada había podido resolverse a vista de los entorpecimientos.

Abascal apartó de sí esos papeles, eligió el terreno a propósito, hizo formar el plano del edificio, y trazado que fue, mandó ponerlo en obra, sin contar por el momento con otros recursos, que el vigor de sus buenos deseos. Su influencia y personal asistencia al trabajo y la economía que estableció en los gastos, fueron los móviles que empleó para dar a la capital un monumento que puede competir con los mejores de su clase en Europa. Empezó la obra el 23 de abril de 1807, y los fondos invertidos para llevarla a efecto, consistieron en 17699 pesos, producto de cuatro corridas de toros en la plaza mayor, cedidas por el Cabildo; 3653 pesos de donativos graciosos remitidos de fuera; 68500 de varios principales impuestos a censo sobre la misma obra; 3891 importe de 283 nichos y cinco osarios vendidos a algunas corporaciones y particulares, después de asignados 297 a las comunidades etc., quedando para servicio del público 1021 con más 192 para párvulos. Los gastos hechos en el todo, capillas, colecturía, carrozas, esclavos, mulas etc., ascendieron según las cuentas a 106908 pesos, resultando un descubierto de 13165, de los cuales se debían al arquitecto 7198 y lo restante a los fondos destinados al colegio de San Fernando. El Virrey arbitró luego el modo de cubrir este déficit.

En su relación de Gobierno, dijo que en los últimos años apenas se había podido llenar los gastos ordinarios del Panteón; causa porque no estaba aún satisfecha la idea de beneficiar al público extinguiendo la pensión de paramentos fúnebres con que era gravado. Indicaba que convenía asignar 234 nichos destinados a familias privilegiadas que no los habían usado «confiando quizás en volver a ocupar con el tiempo sus bóvedas en las iglesias; pero desengañados de que esto no puede tener efecto, entre otros motivos porque el pueblo ha abierto los ojos, y conocido el interés verdadero que reporta en su salud, tendrán aquellas al fin   —10→   que abrazar el partido de que hoy las retrae no ya la preocupación sino la economía».

Publicose una ligera descripción del edificio, sus dimensiones, distribución, solidez, aseo y ornato. Así mismo el régimen dictado con acuerdo del Arzobispo para el gobierno del establecimiento, obligaciones de sus empleados y del vecindario. Mandáronse cerrar en todos los templos las bóvedas, osarios y demás lugares de entierro, prohibiéndose dar sepultura a cadáver alguno desde el día de la bendición y apertura del panteón, so pena de multa de 50 pesos. Fijáronse los derechos por nichos, conducción y colocación, pensiones módicas e iguales para todos. Se mandó no consentir trofeos, epitafios y cualquiera otra singularidad. No podía darse derecho a nichos sino a las personas que por patronato tuviesen sepultura separada en las iglesias, y a los títulos de Castilla. Quedó prohibido el acompañamiento de carruajes, debiendo ir sólo tras el carro el presbítero conductor. Se ordenó que los oficios mortuorios en los templos se celebrasen de seis a ocho de la mañana precisamente, aunque fuese dividiendo las funciones en diferentes capillas, y que pasada la hora se sacase el cadáver con los sirvientes, sin atender a oposición alguna y aunque hubiese que hacer honores militares. La marcha de los carros debería hacerse por la Barranca y Martinete, fuera de murallas. Se prohibió a los capellanes dar fe de muerte, el poner o permitir demandas de ánimas ni otro petitorio desde la portada de Maravillas: el entonar responsos, no pudiendo ellos ni otros recibir interés alguno ni exigir derechos ni cosa que tuviera viso de lucro con pretexto de sufragio o devoción. Así mismo quedó vedado que dichos capellanes tomasen estipendio de misas, y todo canto y música en la capilla.

La obra del panteón, desde sus planos, estuvo a cargo del presbítero don Matías Maestro como director y arquitecto, y se le dio facultad para indagar y proponer los medios conducentes a extinguir el almacén de paramentos, subrogándose el camposanto en la pensión de mantener a los encarcelados, objeto a que se aplicaba el producto de aquellos derechos, y obligándose a proporcionar al público, otros más decentes con rebaja de los dos tercios de lo que contribuía por alquiler. Los trabajos de carpintería fueron desempeñados por dos maestros peruanos, don Francisco Ortiz y don José González. Haciéndose el techo de la capilla cayó al suelo y quedó muerto al instante don Francisco Acosta, buen artesano de carpintería.

Se hizo la apertura del Panteón general, el día 31 de mayo de 1808. A las ocho de la mañana llegó el Virrey acompañado de oidores, altos funcionarios y miembros del Cabildo sin formar corporaciones: entró luego el Arzobispo rodeado de dignidades de la Iglesia, y revestido de pontifical celebró la solemne bendición en el orden prescripto para esta sagrada ceremonia: en seguida se cantó misa en la nueva capilla por el canónigo don Francisco Javier de Echagüe.

Para destruir del todo las preocupaciones de la sociedad, se había acordado exhumar del panteón de la catedral los huesos del último arzobispo don Juan Domingo González de la Reguera (que falleció en 8 de marzo de 1805 y que en su época anheló mucho el establecimiento del Campo Santo) y conducirlos al nuevo panteón general, colocándolos en un sepulcro preparado al efecto. Para verificarlo se depositó en secreto la urna en la capilla del Santo Cristo de las Maravillas. Después de la vigilia y misa, seis sacerdotes cargaron la caja, en que sobre un rico cobertor iban las insignias arquiepiscopales y la gran cruz de Carlos III, con acompañamiento del Cabildo eclesiástico, clero y comunidades. En el panteón fue recibido el cadáver por el Virrey y el Arzobispo   —11→   quien, hechas las ceremonias, lo mandó colocar en el mausoleo que le estaba destinado. Véase el artículo Reguera.

La obra del Panteón general de Lima emprendida al tiempo mismo que se hacía todo género de aprestos bélicos, que parecía ocuparan al Virrey en lo absoluto, dio a Abascal el alto concepto a que aspiraba. Y así fueron de espléndidos los elogios que se le tributaron y las demostraciones de gratitud. En su alabanza se multiplicaban los escritos, y en alguno se afirmó «que el Panteón, depósito de la muerte, sería el primer monumento de la inmortalidad merecida del Virrey: en otros términos... que el nombre de Abascal había hallado la suerte de vivir inmortal donde todo era muerte».

La erección del Panteón la aprobó la Junta central que gobernaba en España por real orden de 6 de junio de 1809; se mandó imprimir allí la descripción y el plano, y que se diesen gracias a los que habían coadyuvado a dicha obra.

Es más que probable que hallándose Abascal rodeado de los hombres de más saber, oyese de ellos algunas indicaciones acerca de la escasez de médicos en el país y del modo como ella podría ser remediada. En el Diario de Lima, publicado en 5 de marzo de 1792 y números siguientes, se había escrito con gran interés a fin de promover el establecimiento de una Escuela de cirugía en esta capital. El Virrey advirtió en su marcha por las poblaciones del sud, cuando vino de Buenos Aires, la lamentable carencia de facultativos y la falta de oportunidad y acierto en la asistencia de los que padecían enfermedades, quedando muchos abandonados a la suerte. Poco tardó en resolverse a la creación de un Colegio de Medicina en Lima, y una vez hecha su promesa solemne, no cesaron sus conatos y diligencias hasta ver en ejecución una empresa ardua pero realizable, gracias a la tenaz consagración que en él era característica, y a pesar de la oposición de encontradas opiniones.

En un oficio circular fecha 31 de marzo de 1808, que dirigió a los intendentes y obispos, puso de manifiesto la urgencia de que en el Virreinato se levantase un plantel de sus propios hijos, que dedicándose al estudio de las ciencias médicas, fuese la esperanza de la humanidad doliente, y prometiese las incalculables ventajas que reportaría al lustre del país la instrucción de jóvenes dignos de ser protegidos, y que pronto lo harían señalados servicios en todas sus poblaciones.

En seguida les comunicó su pensamiento y el plan que había trazado diciéndoles...

«estoy persuadido de que no podría hacer mayor bien a este imperio en el tiempo de mi gobierno, que erigiendo un colegio en que se enseñe fundamentalmente la medicina con sus ciencias auxiliares: es decir, que se establezca aquella enseñanza que siendo hoy la más favorecida en Europa, por ser amiga y compañera de la salud del hombre y sus intereses, no se encuentra absolutamente en estos reinos. El Colegio debe surtirse de catedráticos y maestros, bajo cuya conducta se enseñen las materias más apropiadas. De manera que según el camino que abracen los jóvenes en los tres ramos principales de la Facultad, conviene a saber, Medicina, Cirugía y Farmacia; así ha de ser la mayor o menor instrucción que se les dé en las ciencias auxiliares, conforme a la mas o menos relación que tengan con el objeto a cuyo cabal desempeño se destinan.

»Por este medio se conseguirá que cada seis o siete años, se esparzan por el Perú literatos de quienes debe esperarse la mejor asistencia de los enfermos: el ordenar y mejorar la de los hospitales, y el proveer cuando menos de un cirujano los asientos de minas y los pueblos cabezas de partido, para que sean atendidos los infelices que hoy yacen   —12→   sin auxilio, después de consumir su sangre por nosotros desentrañando la tierra. Con el mismo objeto podrán irse formando pequeños hospitales, donde aquellos tengan con qué reparar sus fuerzas abatidas, y para que no suceda lo que se observa ahora con dolor de la humanidad, esto es, que varios pequeños hospitales han sido cerrados, y ocupados sus bienes por algunos vecinos con gravísimo cargo de sus conciencias. El Colegio de Lima será un centro a donde anualmente se remita de todas las enfermerías un estado de los enfermos que en ellos se han curado, las observaciones que se han hecho, la asistencia que allí ha habido: firmado todo por el profesor a cuyo cargo se hallase, y ratificado en la misma forma por el párroco, alcalde o diputados del lugar. La reunión de las observaciones de que se ha hecho mención, servirá para que se escriba una medicina adaptada a estos naturales, y a los climas en que viven: los profesores que por sus destinos deben incubar mas en la Botánica y en la Química, serán de sumo provecho a los intereses del Perú, los unos en el descubrimiento de nuevas plantas útiles a la medicina, o al comercio; los otros en el análisis de estas mismas y del inmenso número de minerales que posee este rico imperio. Y cuando el Colegio llegue a estado de publicar los trabajos de sus individuos derramados por la América del Sur, sus anales serán los más preciosos del orbe literario».


Luego entró a tratar de la necesidad de fondos para construir el edificio, costear instrumentos, pagar sueldos y dotar becas. Excitó a las autoridades para que promoviesen suscripciones entre las personas acomodadas, que era de esperar contribuyesen con lo posible por una sola vez, ofreciendo publicar sus nombres. Y en lo relativo a las becas, previno que cada intendencia y obispado se esforzasen a costear por lo menos seis, proporcionando doscientos pesos anuales, o trescientos por cada una, si los jóvenes por desvalidos, no tuviesen quién les asistiese: cada ciudad, villa o pueblo notable; concurriría con una parte de sus entradas de propios, pudiendo aplicarse también algunos sobrantes de los hospitales bien rentados y de otras instituciones piadosas, o establecimientos que contasen con recursos. Ordenó se suprimiesen en las universidades y colegios las cátedras que hubiese para enseñanza de medicina, aplicándose su dotación al fondo de becas; y que en último caso, se apelase para ayudar a cubrirlo, al arbitrio de las erogaciones particulares. Que para esto se formasen juntas en las capitales, una eclesiástica y otra secular, para entender en la colectación y demás necesario, especialmente para elegir por votación a los jóvenes que debieran atenderse con las becas entre los pretendientes que supiesen latín, filosofía etc., sin que pudiesen ser admitidos los hijos de personas pudientes, bien que tendrían entrada en el Colegio costeando los gastos.

Puso fin a la circular con las frases siguientes «los moradores del Perú, cuya franqueza y liberalidad son conocidas en todos los países adonde ha llegado su nombre, darán también, por los medios propuestos, el ejemplo más noble de hacer felices a los niños nacidos en pobreza; aumentar por su medio una población honrada; introducir el orden, la caridad, la dulzura y la ciencia de los hospitales, mudando estos sombríos palacios del dolor y de la muerte, en albergues risueños de la salud; en una palabra, ilustrar al Perú y consolar y beneficiar a todas las clases de gentes que le habitan, en las circunstancias más dolorosas que rodean al hombre, cuáles son las enfermedades».

El Virrey eligió para la fábrica del Colegio una localidad, que recibió por nombre el de San Francisco, muy a propósito, por hallarse entre los hospitales de Santa Ana y San Andrés, a cuyo fin se demolieron las casas   —13→   viejas que allí existían. El presbítero don Matías Maestro dirigió la construcción como arquitecto y administrador, principiándola el 18 de julio de 1808, y en 1.º de octubre de 1811, quedó concluido el primer patio alto y bajo. Los fondos obtenidos para esta obra subieron a 79668 pesos con esta procedencia: de particulares 17157; del Arzobispo para una beca 6000; de don L. Álava para dos, 10000; del canónigo Querejazu en parte de otra, 1300; de venta de materiales del edificio destruido, 3478; de alquiler de tiendas accesorias 2222. La cuenta de inversión arrojó el gasto de 74756. Pago de principales y réditos del sitio 18600; materiales, maestros, obreros, peones, etc. 53742; imprenta, instrumentos, enseres etc. 2414. El sobrante de 4912 pesos se invirtió en comprar el sitio y pagar la obra del jardín Botánico situado a inmediación del panteón. Las clases designadas al Colegio fueron de Matemáticas, Física experimental, química, Historia natural, Medicina y Cirugía; Idiomas, Dibujo y Taquigrafía.

El protomédico general doctor don Hipólito Unánue, infatigable en prestar su provechosa cooperación a los planes del Virrey, influyó de distintos modos a que se efectuara el proyecto de que creemos fue el primer autor. Sus servicios fueron remarcables, y se extendieron hasta proporcionar arbitrios y ahorros a los cuales se debió la fábrica del refectorio, sala de historia natural, librería y otros objetos no comprendidos en la cuenta. Unánue formó en 13 de agosto de 1809 el plan de estudios del Colegio, y estos se hicieron al mismo tiempo que progresaba la obra material de la casa, siendo el primer Rector el presbítero doctor don Fermín Goya, natural de Vizcaya. Principiaron a funcionar las cátedras más necesarias, como la de Clínica, con la renta de 600 pesos costeada por el Cabildo. Aplicáronse al Colegio 500 pesos del Anfiteatro de anatomía que existía en el Hospital de San Andrés desde 1792, y se incorporó al Colegio, lo mismo que las cátedras de Medicina y Matemáticas de la Universidad de San Marcos, donde eran inútiles por no haber estudiantes, y se pagaban a los que las poseían sin ejercer sus funciones. El 29 de mayo de 1810 víspera de San Fernando, dieron los primeros alumnos examen de Anatomía, Fisiología y Zoología ante el Virrey a quien ese acto fue dedicado.

Ya la Biblioteca poseía como dos mil libros, cinco mil descripciones de plantas peruanas, setecientos dibujos, más de cincuenta muestras de Cascarillas recogidas por Tafalla; un excelente herbario, una colección de conchas arreglada por Bompland y un surtido de instrumentos de cirugía. El Colegio procuró con empeño, y mediante las erogaciones de varias personas, fundir letras para surtir su imprenta, con el fin de continuar la publicación del antiguo Mercurio Peruano. El Rey aprobó la creación del Colegio de San Fernando en mayo de 1815.

Desde el año de 1802 por decreto real de 23 mayo, se había dispuesto la creación de un Colegio de Abogados en Lima, con las mismas bases y prerrogativas del de Madrid, y según las constituciones que vinieron al Virrey con cédula de 31 de julio de 1804, previniendo se adicionaran en cuanto se estimase conveniente. Formados los estatutos por varios abogados de alta reputación, se publicaron en 1808, año en que el virrey Abascal verificó la solemne instalación de dicho Colegio, que llevó el dictado de «ilustre». Véase Bravo del Rivero, don Tadeo.

Es ya el momento de escribir aquí, que las convulsiones acaecidas en España, obligaron al Rey Carlos IV a abdicar la corona en su hijo Fernando príncipe de Asturias, en 19 de marzo de 1808. El virrey Abascal dijo en su Memoria, que la proclamación en Lima de Fernando VII fue el asunto más grave y mejor desempeñado de cuantos ocurrieron en la   —14→   época de su Gobierno. Tuvo razón al jactarse de un hecho que él determinó anticipar a las órdenes oficiales, y al conocimiento de lo que pasaba en la Península; porque sospechándolo ya, con su penetración y suspicacia, quiso prevenirse apresurando esa ceremonia para distraer y comprometer a la sociedad peruana, antes que se impresionara con sucesos que el Virrey no sabía hasta qué punto podían ser dañosos a sus designios de conservar el dominio Español en Sud América. Las noticias que estaban al alcance del público eran confusas y aun dudosas, a causa de la incomunicación motivada por la guerra con la Gran Bretaña. Cuando todo estaba ya dispuesto para la jura en Lima se recibieron las cédulas expedidas al efecto en la forma de escilo el 10 de abril; mas antes de que se cumplieran, llegaron otras también oficiales, emanadas del Rey Padre, quien disponía en 4 de mayo se reconociese por Regente del Reino y su lugar Teniente General al Príncipe Murat, gran duque de Berg, porque había reasumido el mando que la fuerza y la violencia le arrancaron con la abdicación de que protestó al tercer día. Vino también la renuncia de Fernando hecha en 6 de mayo en favor de su padre, sostenida como los demás actos con las órdenes y cartas del Consejo de Indias y con reales cédulas. Revocó Fernando los poderes que había dado a la junta que quedó gobernando en su nombre en Madrid y ésta prestó a ello puntual obediencia.

Abascal echando todo a un lado, y sin dar la menor espera, para ver con más claridad, no aguardó ni los preparativos de costumbre, y designó el 13 de octubre en lugar del 1.º de diciembre que era el día que tenía fijado desde que recibió5 las primeras órdenes; y para disimular la festinación con que procedía, hizo el aparato de reunir el real acuerdo extraordinariamente, y luego una junta general, apareciendo sancionado por unanimidad lo que él tenía ya resuelto y bien manejado de una manera privada. En el acuerdo se deliberó, en 8 de octubre, desconocer la protesta de Carlos IV y la renuncia de Fernando, jurar a éste, y tener por legal la abdicación del Rey. En su misma Memoria cuenta que «por un secreto impulso de su corazón y arrostrando las dificultades de una ciega incertidumbre, alumbró a la Junta el camino seguro que debía conducir al más alto honor de proclamar y jurar al mejor soberano del mundo digno de serlo en España, ¡el suspirado Fernando! Apartándome, dice, de aquellas lentas fórmulas a que son inclinados por educación y por principios los Ministros que forman los Tribunales, les di el hilo para salir del laberinto de contradictorias disposiciones en que nos hallábamos sumergidos».

Es visto que Abascal abrazaba el partido de Fernando y tenía por libre y espontánea la abdicación forzada de Carlos IV sin traer para nada a cuenta la conspiración de aquel Príncipe contra su padre por la ambición de mandar, y que para ello había entrado en relaciones con Napoleón buscando su apoyo. El haber sido revocada la abdicación por el Rey, su protesta dictada inmediatamente, y la renuncia de Fernando para que volviera a reinar su padre, eran para el virrey del Perú hechos que no merecían considerarse. Nada podía saberse en Lima por entonces de la cesión que Carlos IV hizo después en Bayona a favor del Emperador; y si se tenía por violenta la renuncia que en seguida hizo Fernando de todos sus derechos confiriéndolos6 también a Napoleón, la misma razón había para que se calificase de írrita y nula la cesión del rey Carlos como efecto de igual coacción y fuerza.

El tiempo y los sucesos pudieron favorecer la conducta del Virrey; porque cautivo Fernando y levantada una gran parte de la monarquía contra el nuevo rey José Napoleón, era razonable que Abascal patrocinase   —15→   la causa de la antigua dinastía y no la de la nueva, aunque la sostuviera tantos hombres distinguidos de la Península: aceptando ésta, corría el gran peligro de que la América no queriendo someterse al Rey extranjero, y sirviéndose de pretexto tan justo, sacudiese el yugo de un Virrey que era el más poderoso obstáculo para que se promoviese la independencia.

El noble carácter peruano se interesó por la suerte del príncipe prisionero, prescindiendo de que él y el Padre habían entregado la Nación al Emperador Francés; y sin fijarse en la astucia del Virrey ni comprender las miras que abrigaba, aplaudió su idea favorita «de que no era la ocasión de pensar en más; porque de hacerlo, padecería el honor de pueblos y vasallos acreditados de leales». Los que no admitían las sugestiones del Virrey, alcanzando a penetrar sus verdaderos designios, no podían hacer otra cosa por la libertad del país, que trabajar en secreto, pero con el desaliento que nace de la imposibilidad de luchar de una manera abierta con la fuerza material, y con el prestigio del poder que se hallaba en manos inteligentes y previsoras.

La verdad histórica no debe apartarse nunca de esta clave, siendo la única senda en que quedará a salvo de escollos y en ella se encontrarán7 los motivos por qué absolutamente fue posible erigir en el Perú las juntas que, a ejemplo de las establecidas en España, debieran dar aquí campo al espíritu de independencia a la sombra de conservar ilesos los derechos de la monarquía. Si se habían erigido en la Península, con perjuicio acaso de la rápida unidad de acción, tan precisa para la guerra, ¿por qué no era lícito se creasen en las provincias de América, donde la distancia no ofrecía embarazos? La respuesta es, que no lo permitía el Virrey que quería ser él solo el depositario del poder Supremo, y veía muy claro que, de lo contrario, tenía que surgir la necesidad de la emancipación. Y no se olvide que hacer un trastorno en el Perú y especialmente en Lima, segunda metrópoli, robusto centro de las fuerzas físicas y morales de que disponía una autoridad ilimitada, no era lo mismo que ejecutarlo en diferentes capitales lejanas, unas desguarnecidas y regidas por hombres incapaces, otras apoyadas en emergencias y oportunidades favorables de que les fue fácil aprovecharse.

El Virrey tuvo oportuno conocimiento de la venida al Brasil, de la familia real de Portugal y la consideró de mucho riesgo para la conservación de los intereses peninsulares en Sud América, desde que la Inglaterra que la protegía tenía allí una fuerte escuadra, y no excusaba medios para establecer su comercio en estos dominios, y dañar a la España promoviendo las turbulencias. El Ministro de relaciones exteriores de Portugal, don Rodrigo de Sousa Coutinho, buscó el modo de introducir el comercio libre por el Río de la Plata; tentó en 1809, al cabildo de Buenos Aires para conmover los ánimos de los habitantes, y convidó al Virrey para que se sometiese a la protección de su Gobierno; haciendo por medio de un enviado promesas muy seductoras, y concluyendo con amenazas, después de desacreditar al Gobierno Español y concitar las quejas de los americanos. Todo esto fue rechazado por el virrey Liniers que estaba en comunicación seguida con el del Perú.

Pero relevado con el teniente general de Marina don Baltazar Hidalgo de Cisneros, logró el almirante sir Sidney Smith se admitiera el comercio de los ingleses en el Plata, y estos formaron casas, y aun establecieron un juzgado mercantil. Aquel Almirante hizo creer que venía una Escuadra Francesa con tropas de desembarco, en circunstancias de estar ya en las fronteras un ejército Portugués.

En cuanto al Perú, Abascal, el Arzobispo, la Audiencia, los Obispos,   —16→   Cabildos y algunos particulares, recibieron al mes de proclamado en Lima Fernando VII, cartas en nombre de la infanta doña Carlota Joaquina de Borbón, regente de Portugal, animando a todos para mantener la obediencia a su padre el rey Carlos IV desentendiéndose como era natural de la abdicación. Después de esto llegó al Callao una fragata inglesa con cargamento que valía un millón de pesos: el sobrecargo traía título de correo de gabinete de aquella princesa, y una recomendación para que se le permitiese hacer negocios; dando a entender que en breve vendría a Lima el infante don Pedro a mandar el Perú en nombre de Carlos IV. Fue también portador de otra carta del almirante Smith, para que se abriese el comercio directo con su nación, a mérito de la nueva alianza de España con Inglaterra. Abascal se negó a todo con energía, despidió al citado sobrecargo y mandó saliera su buque inmediatamente. La Audiencia a quien él había ocurrido mientras se mantenía oculto, le admitió sus recursos y pidió los autos; mas el Virrey se resistió de plano diciendo «que él era el único juez privativo del caso».

Abascal fue muy opuesto a toda concesión sobre libertad de comercio, y aunque el país careciese de muchas mercaderías y el contrabando menguase las rentas, él protegía a los monopolistas de Cádiz e informaba contra el tráfico extranjero, que ya se hacía indispensable. Véase sobre esta materia el artículo «Albuerne».

En 1808 tuvo el Virrey órdenes del Gobierno existente en España, para que en caso de aparecer en el Perú los Reyes Padres, no fuesen recibidos, y se les remitiese a España con seguridad. El 8 de noviembre de ese mismo año, se publicó en Lima la declaratoria de guerra a Francia dictada por la Junta central. No dice Abascal en su memoria si se le tentó para someter el Reino al rey José I. (Silenció otras cosas que no le convendría referir en ese documento). Parece indudable que recibió invitaciones al efecto; y es de creerse así desde que el Conde de Sassenag vino a Buenos Aires como emisario, para tratar de ese plan con el virrey Liniers, quien lo contuvo y desengañó de una manera explícita y perentoria.

En 1810 se publicó en Lima de orden del Virrey, un «manifiesto contra las instrucciones dadas por el Emperador de los franceses a sus emisarios, destinados a intentar la subversión de las Américas. En el artículo 1.º se les prevenía que persuadiesen de que S. M. no deseaba más que dar libertad a un pueblo esclavo y obtener su amistad y el comercio de sus puertos. En el 2.º que para ello auxiliaría con tropas y demás necesario. 3.º Que permanecerían los caudales en el país en vez de enviarse a España. 4.º Que los emisarios ganasen la voluntad de los funcionarios políticos, y de los curas y religiosos sin omitir gastos, a fin de que sedujesen en el confesonario. 5.º Que fomentasen el odio entre europeos y americanos; que no hablasen de la Inquisición y eclesiásticos sino favorablemente. 6.º Que el Rey de España no existía, siéndolo solo el Emperador». El dicho manifiesto se encargaba de combatir y refutar las instrucciones, concluyendo por publicar oficialmente los nombres de los seis emisarios. De ellos, el vizcaíno don Luis Ascárraga era el destinado al Perú y Guayaquil.

El mismo año de 1810 hizo el Virrey la reedificación del local que ocupaba el Colegio del Príncipe, instituido en Lima desde tiempo remoto para indígenas nobles; el cual poseía una parte del antiguo convento de San Pablo desde que fueron expulsados los jesuitas. Para esta obra hubo donativos y otros recursos que se tocaron sin gravar al Erario: la Universidad erogó mil pesos. Como el Virrey no dejaba pasar las ocasiones, y por medio de proclamas excitaba los ánimos en provecho de la causa   —17→   del Rey, dirigió una a los indios el 26 de octubre, diciéndoles, «que no habían escuchado otra voz que la del honor: que les daba las gracias a nombre del Soberano, y que elevaría hasta el trono su fidelidad y sus méritos. Vuestro Virrey os lo asegura, y cree tener derecho a vuestra confianza, después de tantas pruebas que os ha dado de su adhesión, y aun más ahora, que con la reedificación del ruinoso Colegio de vuestros nobles, os abre a la par el camino de la instrucción, de los honores y empleos».

Desde que ocurrió la invasión de Buenos Aires por los ingleses, el virrey Abascal no cesó de empeñar la hacienda y exigir caudales a los particulares hasta empobrecer a muchos. Unas veces con título de donativos frecuentes que se llamaban voluntarios; otras por medio de acotaciones que hasta llegaron a denominarse forzosas; se desvivía por enviar a España auxilios pecuniarios, cuando las entradas fiscales del Perú no bastaban para los gastos naturales, y mucho menos para los extraordinarios y cuantiosos que demandaba la guerra sostenida por el Virrey contra los de Quito, Alto Perú y Chile. Pero Abascal distante de conformarse con la conservación de su virreinato, se proponía reconquistar el territorio del sur hasta el Río de la Plata, y por el Norte aún más allá de Juanambú. Parece increíble, pero es evidente que en 1809 extrajo de sólo la ciudad de Guamanga el intendente O'Higgins, un donativo de diez y siete mil pesos. A cada paso se sancionaba un nuevo arbitrio para reunir fondos: las exacciones las revestía el Virrey con caracteres diversos, y hacía que se acordasen en juntas y consejos de funcionarios y vecinos, en que no prevalecía otra voz ni voluntad que la suya. Circulaba frecuentes manifiestos y proclamas, estimulando a los habitantes con el amor a la Patria y al infortunado Rey, para que proporcionasen dinero, y así explotaba a una sociedad inocente y bondadosa, de cuya crédula confianza no dejaría a sus solas de burlarse.

Los donativos dados por el Departamento de Arequipa, con motivo de las guerras8 de España desde fines del siglo pasado, y de la Independencia en América, sumaron hasta 1815 más de 400000 pesos según los estados de este ramo, formados por la tesorería de aquella ciudad y publicados en Gacetas de Lima del año de 1816.

En una de sus proclamas, la de 29 de noviembre de 1808 decía: «... Cuando en las tierras de la madre España no hay uno solo de vuestros padres y hermanos que no ofrezca gustoso sus haciendas, su vida y todo su ser, cuando los mismos ingleses nos franquean desinteresadamente sus escuadras y caudales, ¿quién ha de imaginarse que respire uno solo de vosotros que se excuse de contribuir con cuanto le sea posible a la causa común...».

En todo el período de este Virrey se vieron publicadas interminables listas de las erogaciones gratuitas, hasta del clero y los empleados, pues nadie quedó sin contribuir una y más veces. Él dispuso de los fondos de cajas de comunidades, de indígenas, de establecimientos piadosos y hasta de cofradías, sin respetar la propiedad ni los fines sagrados9 de tantas rentas distraídas de su legítimo destino. El Tribunal del Consulado era la principal columna de Abascal, para esquilmar a los capitalistas, por medio de derramas y de empréstitos. Los hubo varias veces de crecidas sumas y uno de ellos pasó de un millar de pesos. Se reconocían estas cantidades con un interés de 6% sin fondos de amortización; y para dar recursos al Consulado, para pagar réditos, y poder franquear por sí auxilios, se impusieron al comercio gravámenes adicionales bajo las denominaciones de Corsarios, Subvención, Patriótico, Arbitrios sobre trigo y sebo. Círculo, Subvención municipal, Igualación, de lícito e ilícito comercio, etc. Diose   —18→   también al Consulado el producto de un 5%, que se descontaba en todo pago que hacia la Real hacienda a sus acreedores; siendo éste un arbitrio de los que entonces se tocaron para tanto gasto extraordinario.

El Consulado oprimía al comercio, y con esto y sus antiguos recursos, hizo cuantiosos donativos, armó buques en diferentes oportunidades, cubrió gastos para las expediciones contra Chile, mantuvo por un año mil soldados a 16 pesos mensuales cada uno; y con anterioridad había prestado muchos otros servicios de que se hace memoria en los artículos relativos a varios virreyes. Antes de empezar las guerras del presente siglo, reconocía el Consulado como tres millones, al interés de uno, dos y tres por ciento al año, cuyas imposiciones acreditaban la confianza pública, y eran destinadas a obras pías, misiones, fiestas, capellanías, dotes, hospitales, monasterios, cárceles etc. Pero después, habiendo tomado a su cargo ingentes cantidades por los auxilios y empréstitos dados al Gobierno, subieron las obligaciones a que era responsable, a mucho más de siete millones. No habiéndose consolidado estas capitales, fueron enajenándolos sus dueños a precios ínfimos, y por eso se hallan en mano de pocos individuos que aspiran a ponerlos en giro. El Erario peruano no es por esto deudor a la España; y sólo la ignorancia o la mala fe pueden creer que ella tenga derecho a intervenir en semejante asunto.

Abascal para hacer frente a los ruinosos gastos motivados por su política y planes, elevó a siete por ciento el derecho de alcabala: aumentó los de aduana y los de la plata. Estableció las pensiones de predios urbanos y rústicos desconocidas hasta entonces. Gravó la sal, el arroz, el vino del país, y muchos otros artículos. Impuso contribuciones al Teatro, fondas, cafés, tambos, coches, calesas, y balancines.

Tales cosas y muchas otras, que para no alargar más este bosquejo hay necesidad de omitir, fueron ejecutadas por el virrey Abascal en materia de hacienda habiéndola dejado en el más notable abatimiento al concluir su período de mando. El Perú que por imposibilidad absoluta no operó en mayor escala la revolución aherrojado en todas partes por numerosas fuerzas; experimentó el sacrificio de sus intereses, quedando exhausto de recursos por la ambición de nombradía y fama de un Virrey, cuyos talentos y arte para gobernar, se emplearon tanto en favor del egoísmo del mandatario. Para cumplir sus deberes no necesitaba haber propasado los linderos que bastaban a la satisfacción de sus compromisos de hombre público. Pero hizo mucho más saltando barreras vedadas, y a costa del Perú volvió a su país a recibir las clásicas recompensas que eran el verdadero objeto de sus ensueños. En obsequio a la justicia diremos que por su parte hizo erogaciones y préstamos cuantiosos al Erario. El año de 1808, dio de donativo al Rey diez mil pesos. En 11 de enero de 1810 exhibió otro de 21903 pesos que importaba el derecho de media anata por el cargo de virrey, y cuyo pago al ser nombrado se le dispensó por real orden de 27 de marzo de 1856. Entregó también en Tesorería 41581 pesos, que dijo tener de ahorros, y ser la dote de su hija única. Abascal cuidó además de imponer a rédito cantidades de dinero suyo para socorro de viudas y huérfanos de los patriotas asturianos; por lo cual la Junta general del principado, le nombró diputado de ella declarándole benemérito de la provincia.

El Gobierno que había en España (titulado Consejo de Regencia) a vista de las diferentes remesas de dinero enviadas por Abascal en auxilio10 de la Península, como si en el Perú hubiera habido caudales sobrantes y no existieran necesidades graves y premiosas, autorizó al Virrey por cédula   —19→   especial de 12 de marzo de 1809, y le ordenó levantar un empréstito con interés de 6% de hipoteca de los ramos que quisiese; debiendo extenderse a la mayor suma posible, con cuyo fin se haría una general invitación. Realizado el objeto en medio de las penurias que se padecían en el virreinato, se mandaron a España fuertes cantidades de moneda sellada.

Este empréstito cuyos intereses se pagaban por el Estanco de tabacos, lo reconoció la Tesorería de Lima, que ya estaba abrumada con la responsabilidad de otros dos de tiempos anteriores; y por eso montaron sus obligaciones a tres y medio millones, que era lo que debía con intereses en el año de 1821.

Sólo el navío11 de guerra «San Pedro Alcántara» que salió del Callao en mayo de 1811 condujo a España dos millones de pesos, bien es que una parte de este caudal pertenecía al comercio. Dicho buque llevó a la Península varios presos políticos. Todavía en 1813, no cansado de dar recursos a los del Río de la Plata, envió numerario y pertrechos a Montevideo en la corbeta de guerra «Mercurio», con ocasión de la llegada a la banda oriental del General Vigodet, nombrado virrey de Buenos Aires. El año antes remitió recursos de la misma clase, que se supo habían entrado en la dicha plaza de Montevideo.

Luego que se tuvo en Lima noticia del trastorno ocurrido en Quito el 10 de agosto de 1809 en que fue depuesto el brigadier presidente conde Ruiz de Castilla, erigiéndose una Junta Suprema que representara al rey Fernando VII, el virrey Abascal se afanó en estudiar las medidas más conducentes a detener el progreso de la revolución que tercia se propague en el territorio ecuatoriano. Por el momento dispuso se tomasen datos seguros para saber los recursos con que podía contarse en Quito; ordenó al Gobernador de Guayaquil reforzase al de Cuenca, y dictó otras órdenes para aumentar las guarniciones. Esperaba el arribo del Mariscal de campo don Toribio Montes, que venía de España nombrado Subinspector General de las tropas del virreinato del Perú, para confiarle instrucciones encaminadas a la pacificación de la provincia de Quito. Pero se apresuró a disponer un bloqueo que la incomunicase, y a dirigir una proclama fecha 17 de setiembre prometiéndose que sus reflexiones y consejos inclinarían a los nuevos mandatarios a volver sobre sus pasos y ofreciendo recabar un perdón que no dudaba otorgaría el virrey del nuevo reino de Granada de quien dependían. Sin embargo de esto, envió a Guayaquil 400 hombres a órdenes del teniente coronel don Manuel de Arredonde, con artillería, pertrechos de repuesto, y 20 mil pesos. A Loja remitió 300 fusiles y otros auxilios, expidiendo diferentes providencias comprensivas a la provincia de Mainas.

En el carácter de dictador y pacificador de Sud-América que Abascal se había apropiado, su intención era destruir la Junta de Quito por medio de la fuerza; pero se esmeró mucho en hacer creer que sus deseos eran valerse sólo de la lenidad e indulgencia, y aun del ruego, para evitar a todo trance la efusión de sangre. Cierto es que estas ideas las consignó en sus escritos para aparecer clemente, mientras que aprovechaba del tiempo para arreglar las operaciones militares. Previno al gobernador de Guayaquil coronel don Bartolomé Cucalón, mandase a Arredondo al interior para que reunido a la fuerza del coronel don Melchor Aymerich gobernador de Cuenca, marchasen a ocupar Ambato. Verificado así, y careciéndose en Quito de elementos militares para hacer una resistencia que prometiera feliz resultado, después de algunos reveses sufridos en Pasto, se vio la Junta en la dura necesidad de ceder a la fuerza, conviniendo en la reposición de las antiguas autoridades, mediante un convenio que ajustó con el presidente Ruiz de Castilla. Según su tenor, no se   —20→   perseguiría por opiniones y compromisos políticos; sería conservada la tropa existente; y a nadie se privaría de su empleo: todo lo cual dijo el conde ser conforme a instrucciones del virrey de Nueva Granada.

Esta capitulación que Abascal llamó escandalosa; lo irritó en alto grado, particularizándose contra el regreso de Aymerich a Cuenca, por orden de Castilla, a quien increpó su conducta. Arredondo en Tacunga exigió el desarme de los de Quito, y así que lo consiguió, entró en la ciudad y se apoderó del Parque. El virrey del Perú convertido en juez de todos, llamó política rastrera e indigna, la de ampliar el indulto a toda clase de personas y de reos: y dijo «que en causas de Estado ni el mismo príncipe tenía facultad para absolver a las cabezas principales de un movimiento, y que en Quito se necesitaba de un ejemplar castigo para extinguir el germen de insurrección, tantas veces alimentado por la impunidad». A los pocos días de estar allí Arredondo se llenaron las cárceles, y sólo se libertaron de prisión algunos que se hallaban ocultos o prófugos. Abriose un juicio criminal contra todos los acusados; mas el proceso nunca tuvo término, siendo tal el furor de las venganzas, que el presidente Castilla mandó que todos denunciasen a los culpables, so pena de muerte si no lo hicieren sabiendo su paradero.

Por entonces llegaron a Nueva Granada ciertos comisionados regios, entre los cuales se encontraba el nombrado para el reino de Quito. Era el teniente coronel don Carlos Montufar hijo del marqués de Selva Alegre que había presidido la junta disuelta. Con esta noticia, volvieron a encenderse las pasiones exasperadas de antemano, y excitadas por impresos venidos de España, en los que campeaban ideas liberales y promesas a los americanos anunciándoles un lisonjero porvenir. En uno de esos escritos apareció una proclama en nombre del consejo supremo de Regencia en que se les decía: «No sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo más duro, mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia, y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de representaron en el Congreso Nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los monarcas, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos». Abascal se quejaba amargamente de que de la misma España saliesen publicaciones que desprestigiadas a las autoridades de América, denigrándolas con el título de «mandatarios nulos del antiguo poder, autores de todos los males, abusos y extorsiones sufridos por los pueblos, etc.». Y creía que la circularon de estos y otros papeles, había conmovido y causado la subversión12 del orden abriendo anchas puertas a la inobediencia y los trastornos.

El 2 de agosto de 1810 estalló la revolución en Quito, asaltando los cuarteles y ocupando los conjurados las guardias. En una reunión general se resolvió que las tropas de Arredondo evacuasen la ciudad; medida que se cumplió de orden de Castilla, quien luego se sometió en lo absoluto a esa junta y al comisionado regio que se decía provisto de grandes facultades, y que fue el jefe de las fuerzas formadas de nuevo. Cuidaron de restablecer la anterior junta con el título de «Junta de Gobierno» haciendo que la presidiese el conde Ruiz de Castilla, y que fuesen vocales el comisionado regio, y el obispo de la diócesis don José Cuero y Caicedo.

En estas circunstancias llegó el jefe de escuadra don Joaquín Molina nombrado presidente de Quito en relevo del conde. Siguió para Guayaquil en donde se había detenido Arredondo con su columna lo mismo que otra auxiliar de Panamá que también regresó despedida de Quito. Molina trató de tomar posesión, pero no se le allanó el reconocimiento por la   —21→   nueva Junta que gobernaba, apoyándose en la regencia y su comisionado. Ocupose el punto de Guaranda por las fuerzas de Guayaquil, y el Presidente electo, desde Cuenca, repetía sus solicitudes al Virrey para que le diese más auxilios militares y pecuniarios, a fin de poder obrar con suceso. Todas sus diligencias para buscar una conciliación resultaron sin fruto a pesar de los agentes que envió al intento. Las tropas de que se podía disponer en Quito, salieron a campaña contra las de Guaranda, y ocuparon Riobamba13; uno de esos mismos agentes, el coronel Bejarano, al volver de la capital manifestó a Arredondo lo peligroso de su situación pues iba a ser atacado por triples fuerzas. Esto lo decidió a emprender una retirada que, por falta de tiempo, tuvo que ejecutar en desorden perdiendo su artillería y parque. Volviose a Guayaquil, donde entró de Gobernador en lugar de Cucalón el coronel don Juan Vasco Pascual. Molina que aseguraba no hallarse bastante fuerte para obrar sobre Quito, había lanzado antes terribles amenazas contra la junta y el comisionado regio, afirmando que entraría en la capital a sangre y fuego como en país enemigo; indiscreción que produjo el proyectado ataque a Guaranda. Abascal remitió entonces a Guayaquil artillería y parque: que más no pudo hacer por los grandes cuidados y gastos que le ocasionaba el ejército prevenido contra el Alto Perú: Molina pedía y exigía recursos, haciendo inculpaciones al virrey y dirigiéndole agrias protestas. Este dispuso reforzarlo con las tropas que habla en Guayaquil, y que de este punto se le facilitase el dinero posible; mas él creyendo insuficientes las tropas del brigadier Aymerich que estaban avanzadas, resolvió abandonar a Cuenca, y pasó por la vergüenza de que el pueblo reunido lo obligase a volver a la ciudad. Aymerich conservó entonces su posición, y los de Quito contramarcharon sin haber empeñado lucha alguna de armas.

En un tumulto popular fue asaltado en Quito el conde Ruiz de Castilla el 15 de junio de 1811 y maltratado y herido, murió tres días después. El virrey Abascal, apenas tuvo noticia de la victoria de Guaqui sobre el ejército argentino el 20 de junio de 1811, determinó contraer su atención a la guerra de Quito. La regencia de España que había dado un indulto general sin producir efecto, acababa de aprobar el establecimiento de las juntas y los actos de la de Quito y del Comisionado regio: pero Abascal implacable en sus hostilidades, atribuía estos sucesos a los informes dados a la Corte por el general Castilla, diciendo se los hacían suscribir por la fuerza14. Confesó el Virrey en la relación de su gobierno, que al mandar en esta ocasión treinta mil pesos a Cuenca, no le quedaba en Lima con qué pagar sueldo a la lista civil, ni a la Marina, a la cual se debían cinco mesadas. Remitió también armas, dinero etc., a las autoridades de la costa del Chocó, y salió de Lima con destino a Cuenca el sargento mayor don Antonio del Valle con pertrechos y tropa que debía unirse a la que estaba en Guayaquil y a sus milicias. Envió fusiles en número de 200, quitándolos a uno de los cuerpos de la guarnición de Lima.

Celebrábase en Quito la solemne proclamación de la independencia después de varios triunfos obtenidos por el lado de Popayan, y se trataba de la reunión de un Congreso constituyente, cuando la regencia exonerando a Molina, nombró presidente del reino al mariscal de campo don Toribio Montes, se cree que a la solicitud de Abascal. Los de Quito, sin hacerse esperar, abrieron campaña sobre Cuenca, y las tropas avanzadas del brigadier Aymerich. Después de algunos días de preliminares, atacaron la fuerza del mayor Valle, quien sostuvo y maniobró con acierto hasta ser reforzado. El combate fue largo y no terminó por una derrota: Valle agotó sus municiones, mas los contrarios se retiraron dejando   —22→   en el campo diez y siete cañones y muchos artículos, equipajes, etc. sin que hubiese sido posible perseguirlos.

El general Montes salió de Lima con gente voluntaria, y recursos de numerario que el Consulado le facilitó. Se detuvo poco en Guayaquil, y luego que tomó el mando del pequeño ejército que le esperaba, trabó acción en el pueblo de San Miguel y derrotó a sus adversarios, tomándoles la artillería y parque. Los siguió hasta cerca de Mocha donde se hicieron fuertes, y libraron 2.ª batalla en que también fueron destruidos pasando a encerrarse en la capital. Todavía pelearon allí animosamente en varios encuentros desoyendo las tentativas de reconciliación. Montes tomó el fuerte del Panesillo, ocupó la ciudad de Quito el 8 de noviembre de 1812, y el coronel Sámano se dirigió a Ibarra, lugar en que aniquiló los restos que habían buscado ese refugio. El general Montes restableció el gobierno español, y sometido el territorio por el lado de Popayan, observó una política que, sin dejar de ser firme y sin omitir el castigo de muchos, puede decirse tuvo también el carácter de una ilustrada tolerancia. Hemos pasado de ligero por las cosas de Quito en tiempo de Abascal; y a todo el que acerca de ellas apetezca detalles abundantes, lo remitimos a la obra Resumen de la historia del Ecuador por don Pedro Fermín Zevallos.

La presidencia de Quito que estuvo sometida al Perú temporalmente por orden real de 23 de agosto de 1814, volvió a su antigua dependencia del virreinato de Nueva Granada, en virtud de otra de 18 de octubre de 1815.

En la ciudad de Chuquisaca había fermentado la idea de que el virrey Liniers, el presidente de esa Audiencia teniente general don Ramón García Pizarro, el arzobispo don Benito María Moxó, el comisionado de la Junta de Sevilla brigadier don José Manuel de Goyeneche y otros, se hallaban en inteligencias secretas a favor de las miras del gabinete del Brasil, con respecto a los dominios Españoles de Sud-América. Fuese que estos rumores se exageraran maliciosamente con determinado fin, o que muchos les prestasen ascenso de buena fe, cierto es que difundidos en todas las clases, levantaron una seria desconfianza y oposición al Gobierno. Pizarro supo que se preparaba un asalto para el 25 de mayo de 1809, y se adelantó arrestando a diferentes funcionarios. Efectuado el tumulto, el pueblo consiguió la soltura de los presos, pasando luego a pedirse le15 entregase al Presidente por traidor, o al menos se le quitasen las armas. La Audiencia admitió la solicitud en el 2.º extremo: en seguida decretó la captura de Pizarro sometiéndolo a juicio se apropió dicho tribunal16 el Gobierno por dimisión forzada del Presidente. En Chuquisaca se hacían aprestos militares y el intendente de Potosí que también practicaba los sayos, exigía en vano cesasen aquellos.

En la noche del 16 de julio del mismo año se sublevó la ciudad de la Paz, apoderándose el pueblo de los cuarteles y de las armas. Fueron desterrados los funcionarios depuestos, y se perpetraron no pocos crímenes, dándose las mismas razones que en Chuquisaca, de estar las autoridades de acuerdo con el Gobierno Portugués. Entretanto el nuevo Virrey de Buenos Aires general don Baltazar Hidalgo de Cisneros, autorizaba a la Audiencia y se entendía con ella, dando crédito a la renuncia de Pizarro, y sin conocer las verdaderas intenciones de ese tribunal. El intendente de Potosí don Francisco de Paula Sanz, quería se procediera a sofocar la revolución de la Paz, pero la Audiencia que no pensaba en eso, lo calificó también de cómplice en traición y de perturbador del orden.

El 8 de agosto con noticia de esos sucesos y otros pormenores, halló Abascal una buena ocasión de hacerse el árbitro de los destinos del Alto   —23→   Perú, y tomar a su cargo la dirección de una nueva contienda. Después de enviar sus órdenes al intendente de Potosí, hizo marchar al coronel don Juan Ramírez, para que se situase sobre las fronteras con fuerza de las milicias de Arequipa y Puno; acordando sus medidas con el brigadier Goyeneche que iba al Cuzco de Presidente interino. De Arequipa salieron 1500 infantes y la artillería que había en el Departamento, y se abrió una suscripción voluntaria para atender a los gastos. Dio orden a Goyeneche para colocarse en la frontera con tres mil hombres, completándolos del Cuzco; que tentase los medios de reconciliación e indulto, y si no surtían efecto, atacase y destruyese a los de la Paz que habían erigido allí una Junta denominada «Tuitiva» en 24 de julio, la cual hizo a los cabildos del Perú invitaciones que no pudieron ser bien acogidas.

El Virrey acumuló en el sur armas, municiones y demás necesario, y aunque los de la Paz pedían la suspensión de hostilidades, protestando que no habían faltado a la fidelidad debida a su Soberano, a fin de ganar tiempo para que la revolución pudiera generalizarse; las órdenes para el ataque se dieron por no haber esperanza de avenimiento, agregando Abascal en su memoria «que a más de su estrecha obligación de hacerlo, tenía que evitar los cuantiosos gastos que le privaban de socorrer de la Península» este era su tema constante y su mayor pesar.

Cuando las autoridades de la Paz habían acordado ya con Goyeneche el desarme y sometimiento de la ciudad; explosionó una turbulencia que produjo choques lamentables, dando por resultado que el pueblo se avanzase a oponer resistencia al ejército. Luego que éste se les puso delante el 24 de octubre, se dieron a la fuga retirándose hacia lo interior; mas cuando fueron acometidos de nuevo el 25, se defendieron hasta donde fue posible, acabando por dispersarse. Goyeneche ocupó la ciudad: dispuso la formación de causa contra los culpables, y que marchase una gruesa columna a exterminar a los que aún persistían en sostenerse a la distancia. El coronel don Domingo Tristán que la mandaba, los destrozó con gran mortandad en Machamarque e Irupana; y el coronel Ramírez fue el elegido para mandar en la Paz con una fuerza respetable de observación, habiéndose licenciado el resto del ejército.

El mariscal de campo don Vicente Nieto, que vino de Buenos Aires nombrado Presidente de Chuquisaca, fue recibido en esta capital sin contradicción alguna el 24 de diciembre. Abascal dio ascensos y recompensas al ejército: Goyeneche con acuerdo de Nieto hizo ejecutar a los sentenciados, franqueando indulto a otros, y regresó al Cuzco a servir su cargo de Presidente.

Haciendo abstracción de los sucesos ocurridos en Buenos Aires a principios de 1809, y de las causas que motivaron la separación del virrey interino Liniers, nombrándose por el Gobierno como ya se ha dicho al general Hidalgo de Cisneros, referiremos que la deposición de éste trajo consigo en aquella ciudad, el 25 de mayo de 1810, la erección de una Junta superior gubernativa en defecto de la Junta central de España, y sin traer a consideración al Consejo de Regencia que la había reemplazado. Abascal, a las primeras noticias que le llegaron de este cambio cuyas consecuencias preveía, envió fusiles y municiones desde el Cuzco a Potosí, con más cuatro piezas de artillería, y dispuso se circulara en el tránsito el solemne ofrecimiento que hacía de auxiliar a las provincias del Alto Perú con todo esfuerzo para sostener los derechos del Rey. Las autoridades de ellas para estimular al Virrey, y creyendo que las libraría de la revolución, pretendieron incorporarlas al Perú a cuyo virreinato habían pertenecido antes. Abascal, previo el aparato de una junta que   —24→   para paliar sus actos convocaba siempre, aceptó la solicitud, declarando «que aquel territorio quedaba sometido a sus órdenes mientras era restablecido en su puesto el virrey de Buenos Aires»: esta resolución se publicó por medio de un solemne bando en que colmó de injurias a los revolucionarios del Río de la Plata. Para ninguna providencia dejó el Virrey de reunir el real Acuerdo y otros funcionarios. En estas juntas imperaba su parecer, sin que nadie osase contradecirle en lo sustancial. Y sin embargo, era voz válida que en las primeras que se celebraron con motivo de los sucesos de Quito, el regente de la Audiencia Arredondo y el inquisidor Abarca, fueron de sentir que debía conservarse sólo el virreinato en buen pie de defensa, sin llevarse la guerra a territorio de otras dependencias.

Abascal dictó luego muchas disposiciones para remitir artículos de guerra, previniendo a las autoridades de un lado y otro del Desaguadero, preparasen fuerzas para tomar la ofensiva, debiendo el general Nieto, presidente de Chuquisaca, acordar un plan con el intendente de Potosí Sanz y el ex virrey Liniers, que se hallaban en Córdova. Quería Abascal que esta ciudad, así como la de Salta no se abandonasen, reuniéndose allí fuerzas capaces de contener una columna que venía de Buenos Aires; y dispuso se cortase todo comercio y comunicación. Luego ordenó se juntasen los hombres en Potosí, y trataba de ampliar su plan a Santa Fe y aun al Paraguay; y remitió gran número de espadas, pistolas, polvera, etc. No omitió excitar a los de Montevideo contra Buenos Aires, y tocó con el Embajador español en el Brasil para diversos fines, entre ellos el de solicitar el apoyo de la Escuadra inglesa.

A pesar de todo, los sucesos se presentaron de una manera bien contraria a los designios del Virrey. La provincia de Cochabamba se sublevó; pero Abascal, cuyo ánimo crecía siempre en los conflictos, mandó concentrar todas las fuerzas del Alto Perú, evacuando Tupiza: hizo pasase Goyeneche al ejército que se preparaba en Puno, se ocupó hasta del caso de ser necesario dejar a Potosí, y colocó los repuestos de armas en el Desaguadero. Goyeneche salió del Cuzco con cuatro mil hombres veteranos y de milicias. Ramírez debía partir de la Paz hacia Oruro. Entretanto, las cosas del Sur presentaban nuevas dificultades. La fuerza del coronel Córdova perdiendo territorio desde la ciudad del mismo nombre se vio obligada a retirarse a Cotagaita. Los de Buenos Aires enconados con la perspectiva de los proyectos de Abascal, se determinaron a avanzar para proteger la insurrección que esperaban en el Alto Perú: fue en ese tiempo la defección de las tropas que tenía Liniers, la ejecución de éste, del coronel Concha, gobernador de Córdova, y otros. Los de Cochabamba atacaron con muy crecida fuerza y artillería a la columna del comandante Piérola que Ramírez tenía colocada en Aroma. Fue perseguida en su fuga hasta Vincha, y ya los pueblos de la Paz se adherían a la revolución, lo cual con otras razones de gravedad obligaron a Ramírez a concentrarse en este lado del Desaguadero y permanecer solo en defensiva.

La ciudad de la Paz se decidió por el Gobierno argentino con su mismo intendente coronel don Domingo Tristán. Córdova perdió sus tropas en Suipacha, adonde había avanzado con alucinamiento. Asustado el presidente Nieto en su campamento con el eco de tantos reveses, dio orden para que cada cual se salvase cómo y para dónde pudiese: todo fue desorden entonces, y en él se perdió el armamento y parque por entero. Sobrevino como era consiguiente el pronunciamiento de Potosí y Chuquisaca en favor de la Junta de Buenos Aires. Nieto, Córdova y el intendente Sanz, fueron aprehendidos y fusilados.

  —25→  

Goyeneche aceptó la propuesta del Cabildo de Chuquisaca para suspender hostilidades y conservar las fuerzas, cada cual en el territorio de su virreinato: acuerdo que Abascal tuvo necesidad de aprobar, sin perjuicio de enviar nuevos refuerzos desde Arequipa y Cuzco, porque él no podía desistir de sus miras de recuperar lo perdido; y además se veía insultado y maldecido terriblemente por los argentinos que no sin razón le detestaban. Aunque Goyeneche, desalentado al ver la deserción de oficiales y tropa, y el progreso de la seducción en los pueblos, renunció por dos veces la presidencia del Cuzco y el mando del ejército, Abascal que sabía manejarlo y conmoverlo, sin que hubiera podido encontrar el reemplazo de caudillo tan a propósito, le obligó a continuar dejándolo conforme con un aumento de tropas veteranas que le remitió de Lima, y con suspender el cumplimiento del real despacho de presidente del Cuzco que se había hecho en la persona del brigadier don Bartolomé Cucalón.

Todo esto indujo al astuto Virrey a ocurrir a su recurso favorito de reunir juntas, para que apareciese su voluntad robustecida ante el público. Celebró una en la cual se acordó tomar la ofensiva contra el ejército argentino luego que Goyeneche cumpliera con enviar ciertos datos. Abascal temía se corrompiese la moral y quería ahorrar gastos para acudir al socorro de España. Esta medida produjo una gran queja de parte de Goyeneche quien otra vez hizo renuncia. Abascal escribió en su relación de Gobierno, sin embozo alguno, que debió negarse a esto como se negó, porque le convenía que siguiese aquel en su puesto por ser americano: «lo cual hacía ver a los incautos que pudieran ser seducidos, la justicia de la causa que se defendía: y además porque siendo rica la casa de Goyeneche, podía servir con suplementos en algún apuro de la tesorería». Desde luego Abascal comprendió el descontento del ejército porque el mayor general don Pío de Tristán también dimitía su cargo.

El ejército tenía 6517 hombres: era superior en número al argentino, pero no en caballería y artillería; y su comandante en jefe no opinó por el ataque, a lo menos hasta ver, primero, qué efecto produjera el nuevo indulto concedido, segundo, si los cochabambinos desertaban al entrar la época de las cosechas, y tercero, saber lo que pasaba en Buenos Aires con motivo de la llegada del general Elio nombrado de Virrey. Aprobado el aplazamiento propuesto, los argentinos insultaban a Goyeneche y su ejército, fijaban como principio de paz la revolución general en el Perú, y avanzaban su ejército de provincia en provincia hasta las fronteras de los dos virreinatos.

Así las cosas, cuando el Cabildo de Lima enterado de las proposiciones hechas en las cortes por los diputados de la América, se manifestó deseoso de mediar, y de evitar el derramamiento de sangre, preparándose con entusiasmo para negociar la paz y persuadir a los contrarios de que el nuevo sistema adoptado en España sería benéfico a estas regiones. Abascal tuvo la destreza de no oponerse a este paso, sin dejar de decir «que el fruto sería ninguno». Los caudillos argentinos contestaron poniendo de relieve los derechos de los americanos, y la tiranía y manejos del Virrey. Propusieron con este motivo una tregua de cuarenta días para esperar que los pueblos del Perú abrazasen el partido de la revolución. Goyeneche en junta de guerra, aceptó y ratificó la nueva suspensión de hostilidades hasta la aprobación de Abascal. Este la desaprobó y reiteró la orden de tomar la ofensiva. Poco tardó en saberse que el virrey Elio venido de España pedía al del Perú dinero y armas.

Se hizo valer la entrada en Pisacoma de una partida de cochabambinos que arrolló a la avanzada realista que allí existía. Parece que hubo otras provocaciones en diferentes puntos de vigilancia: con lo cual,   —26→   dándose por rota la tregua salió el coronel Ramírez con una columna, y trabó un encuentro en el punto de Machaca. Doce días después, se combinó en el ejército contrario dirigido por el doctor Castelli y los jefes Valcarce y Díez Vélez17, un ataque general con sus fuerzas divididas en tres secciones, determinando que por el puente de Machaca obrase una columna de caballería para acometer a los realistas por su retaguardia. Cierto o no este plan, Goyeneche determinó adelantarse y pasó el puente del Desaguadero, dejando una división con el coronel don Gerónimo Lombera para que guardase la derecha a este lado. Formó dos cuerpos uno a la derecha a órdenes del coronel Ramírez que marchó sobre Machaca, otro a las suyas que se dirigió a Guaqui. El coronel don Pío Tristán ocupó unas alturas: el combate se incrementó luego y fue decisivo en favor de las armas realistas. Ramírez, aunque chocó con una esforzada resistencia, pudo vencerla completándose la victoria con la huida de los argentinos. Abascal aprobando los ascensos concedidos, obsequió las nuevas insignias a los agraciados, y al general el sable de su uso. Véase el artículo Goyeneche.

El triunfo de Guaqui se celebró en Lima con una gran función el 16 de julio de 1811, y se colocaron en el santuario de Santa Rosa las banderas tomadas a las tropas argentinas en dicha batalla.

Restablecido el orden en la Paz y Oruro, siguió el ejército para Cochabamba que se mantuvo firme, y en el pueblo de Sipesipe se comprometió una segunda batalla que ganó Goyeneche el 13 de agosto.

A los pocos días, el levantamiento de los partidos de la Paz, aprovechándose de la ausencia del ejército, puso al Virrey en nuevos cuidados, y para disiparlos hizo salir del Cuzco con 3500 indios al cacique de Chincheros coronel don Mateo Pumacahua para que abriendo la comunicación cortada ya, apoyase la guarnición del Desaguadero que mandaba el teniente coronel don Pedro Benavente, salvase de peligro el parque que allí había, y se alzase el asedio en que estaba la ciudad de la Paz. Abascal dice en su relación que por reales órdenes se había mandado extinguir muchos cuerpos de milicias, prohibiéndose la creación de otros; pero que él confiando en Pumacahua y en el cacique de Azángaro Choquehuanca, organizó dos columnas, les permitió el uso de banderas y les nombró oficiales. Benavente de orden del intendente de Puno, se lanzó con poca fuerza sobre los insurrectos, y logró dispersarlos en parte, sin esperar a la división de Lombera remitida con este objeto de Cochabamba por Goyeneche. Pumacahua marchó hasta Sicasica, y Lombera pacificó del todo la provincia de la Paz en unión de Benavente.

Dueño Goyeneche de Chuquisaca y Potosí, envió a Tupiza una fuerza con el teniente coronel Barreda; pero Abascal mandó aumentarla con la división del brigadier Picoaga, y dictó órdenes para asegurar las provincias del Alto Perú con fuertes guarniciones, porque el germen de rebelión estaba vivo en todas y principalmente en Cochabamba, punto que causaba al Virrey continuas zozobras. El general Goyeneche cumplió las órdenes, y remitió a su mayor general el brigadier don Pío Tristán con más tropas, formando así una gruesa vanguardia. Picoaga había tenido un triunfo a la margen del río Seypacha. Sin embargo de esto, la capitulación del brigadier Elio con el gobierno de Buenos Aires puso a éste en actitud de obrar con decisión sobre Tucumán, en circunstancias de haber en las fuerzas del Alto Perú una escandalosa deserción que obligó al Virrey a dirigir a los cuerpos una sentida y enérgica proclama, tentando los medios de enfrenar aquella. Abascal para tener ocupado el ejército, mandó entonces que dos columnas, una con el conde de Casa real de Moneda, y otra con el coronel Peralta, operasen en las provincias de Porto y Chayanta, en las cuales venciendo a fuerzas   —27→   contrarias, las obligaron a huir dispersas a Cochabamba. Goyeneche pasó a esta provincia a pacificarla definitivamente como pensaba poder hacerlo y se lo provenía el Virrey. Con respecto a escasez de recursos pecuniarios, no habiendo ya medio a qué acudir, después de agotados todos, se le ordenó que para adquirirlos impusiese contribuciones a los pueblos que fuese sujetando por la fuerza. Marcharon sobre Cocha con 1812 por la resistencia que hizo después de haberse sometido a condiciones de paz que la misma ciudad propuso. Siguieron crueles ejecuciones y castigos al saqueo a que se entregó la tropa vencedora, con más el incendio de diferentes fincas de la población. El Virrey tenía prohibido al genera Goyeneche entrar en avenimientos ni otorgar concesiones que no quedasen sujetas a su aprobación, fijándole por base la de rendirse los enemigos y reconocer de lleno el Gobierno Supremo que él representaba.

Desembarazado el general Goyeneche de los cuidados de Cochabamba donde quedó la división Lombera, situó el cuartel general en Potosí, desde cuyo punto reforzó al mayor general Tristán con dos batallones, uno de ellos del Real de Lima a órdenes del coronel Huisi. A este jefe envió Tristán a Jujuy y Salta, y aún avanzó hasta el río Pasajes, y como los contrarios no le salían al paso, llegó a jactarse de que pronto ocuparía Tucumán. El mayor general sin atender a que esta ciudad dista de Potosí 230 leguas, y sin contar con la voluntad del general en jefe, salió con rapidez de Suipacha el 1.º de agosto con cuatro batallones, 1200 caballos y diez piezas, y se internó hasta Tucumán despreciando al enemigo. El 24 de diciembre fue allí batido por la caballería argentina en momentos en que la batalla parecía casi concluida por la audacia de la infantería realista. Reunió Tristán sus fuerzas, y aunque volvió al ataque, faltándole municiones, tomó el partido de retirarse con mil hombres menos en sus filas. El plan de Abascal, que no se había obedecido, era no avanzar de Pasajes y fortificar Jujuy. Mas el brigadier Tristán, pensando siempre en Tucumán, se situó en Salta en vez de continuar retirándose. Goyeneche le había enviado un batallón más, colocando otro como reserva en Jujuy. El Virrey quería operar de un modo serio a la sombra de los peligros en que la cuestión del Brasil pusiera al Gobierno de Buenos Aires: pero estas esperanzas le salieron fallidas por el acomodamiento del Gobierno Portugués celebrado con la Junta Suprema argentina. Aunque ésta pudo consagrar más atención a la guerra del Alto Perú, no lo era fácil desprenderse de los cuidados que la ocasionaban las operaciones del sitio de Montevideo, cuya plaza seguía sosteniéndose.

El general Goyeneche solicitaba refuerzos y auxilios que Abascal creía ya imposible proporcionarle: inculcaba sobre la tenacidad de los revolucionarios y de las provincias por conquistar su independencia, y concluía proponiendo una transacción con los enemigos, pues temía que el ejemplo dado por algunos de abandonar su ejército por irse al contrario, cundiese de tal manera que ocasionara funestas consecuencias.

Aumentado el ejército argentino, y moralizado por el infatigable general Belgrano, abrió campana sobre Tristán pasando el río Pasajes por un puente que formó con grandes carretas a costa de mucho trabajo. El 17 de setiembre de 1813 estaba Belgrano delante de Salta. El 20 atacó a Tristán en columnas paralelas: su caballería en los flancos y una reserva en 2.ª línea. El ejército realista desplegó tres batallones y conservó dos a retaguardia. Empeñado el choque la victoria se decidió por los independientes,   —28→   y los restos batidos entrando a la ciudad se atrincheraron en la plaza. Tristán suscribió la capitulación que el vencedor le impuso, y consistía en evacuar el territorio de Salta, y no volver los comprendidos en ella a tomar las armas. Abascal desaprobó de plano este pacto. Véase Tristán, don Pío.

El general Goyeneche por consejo de Tristán abandonó Potosí y se vino a Oruro, debiendo detenerse siquiera para esperar un batallón que se retiraba de Jujuy y la división de Picoaga de Suipacha. El Virrey mandó sostener Potosí, y que salieran de las provincias del Perú refuerzos para el ejército. Pero era tarde: el cuartel general se encontraba ya situado en Oruro. Allí la deserción fue considerable; algunos de los oficiales que llegaban de Salta esparcían ideas peligrosas, y el general Goyeneche hizo nueva renuncia no pareciéndole bien volver a Potosí. El Virrey ofendido por el lenguaje duro del general, le admitió la dimisión, pero todavía dejó a su arbitrio separarse o no, en cuyo último caso le ordenaba apartase de su lado al brigadier Tristán y al oidor Cañete su secretario. Esto enconó a Goyeneche, y procediendo a la entrega del ejército a su 2.º el brigadier Ramírez, se dirigió a Arequipa. En el ejército hubo gran descontento, y se decía entre oficiales y soldados, que pues iban a ser mandados por europeos, se marcharían a sus casas: las bajas de la tropa en mayo pasaban ya de mil individuos.

Todo esto encerraba muy altas significaciones, siendo indudable que Goyeneche, Tristán y Picoaga pudieron con mucha facilidad en aquellos tiempos hacer la independencia de su país, librarlo de los inmensos y ruinosos sacrificios que tuvo que soportar después en una larga contienda. Los dos primeros conocían de sobra las cosas de España, y los tres eran bastante ilustrados para comprender que el Perú hecho teatro de resistencias, había de ser combatido por auxiliares y vituperado por culpa de unas cuantas personas responsables. En lo demás, ya hemos caracterizado al virrey Abascal, y también a la inerme y sojuzgada sociedad peruana, que si no hizo cuanto debió y pensó en repetidas ocasiones, fue por el freno de la fuerza material, y sobre todo por el ejército y los caudillos del Alto Perú. Véase Picoaga.

Abascal todavía insultó en su relación de Gobierno a los muchos oficiales que por la separación de sus generales, pidieron sus licencias, dijo: «que representaron con la más dañada atención y que se les otorgaron, para desterrar el pernicioso ejemplo que dieron de indiferencia de falta de constancia y de honor». Cuando el Virrey hizo saber a Goyeneche, que era relevado con el Teniente general subinspector de las tropas del virreinato don Juan de Henestrosa, le escribió de oficio y confidencialmente proponiéndole «que permaneciese empleado, como se lo encargaba, en algún destino del mismo ejército» y al referir esto en su memoria con increíble desembarazo, se expresa así: «a fin de sacar el más provechoso partido de sus conocimientos y relaciones con los Oficiales más influyentes del ejército, para que interpuesta su respetable autoridad no fuera tan fácil a los maquinadores y descontentos inducir a la tropa a que se desmandara con el pretexto de la ausencia de su antiguo jefe». Comente quien quiera estos hechos, que no le será difícil juzgar a Abascal y a los demás. Al que ha mandado, al vencedor de Guaqui y Sipesipe le propone algún destino secundario... ¿Y por qué si tanto pesaban para aquellos jefes los juramentos y la subordinación militar, que no podían violar, según lo dijeron siempre, no cuidó el general de complacer al Virrey obedeciendo con abnegación esa orden de quedarse en el ejército en un cargo inferior, para evitar por amor al Rey algún descalabro? Pero ese mandato era una herida hecha en lo más   —29→   vivo al amor propio personal, ¡y no llegaba el decantado espíritu de obediencia hasta el extremo de cumplirlo!

Henestrosa quiso conservar la subinspección y el mando del ejército al mismo tiempo: pidió grandes recursos pecuniarios y llevarse de refuerzo casi toda la guarnición de Lima; sobre lo cual hubo agrias contestaciones con el Virrey que concluyeron por una renuncia. Henestrosa parece que no tenía voluntad para el caso, y exigió a sabiendas lo que no había de concedérsele. Entonces fue nombrado para general en jefe del ejército el brigadier subinspector de artillería D. Joaquín de la Pezuela, quien al quinto día se embarcó para Arica con 300 hombres del Regimiento Real de Lima.

Suspendiendo la narración de los sucesos del Alto Perú, ya demasiado larga, daremos cabida a otros asuntos concernientes al gobierno del virreinato, para continuar después tratando de aquella guerra y llegar al término del periodo de Abascal.

En el año de 1810, debió ser reemplazado el Virrey por el jefe de Escuadra de la Armada don José Bustamante y Guerra. Consta su nombramiento en una real cédula de 21 de marzo, y quedaría sin efecto, desde que no se verificó la venida de ese general al Perú. Abascal había ascendido a Teniente general en 1809 y continuó gobernando un 2.º quinquenio.

El 28 de febrero de 1811 se tuvo noticia en Lima de la instalación de las cortes generales, suceso a que se dio la mayor celebridad, haciéndose la jura solemne en el inmediato mes de marzo. Este congreso en 24 de setiembre declaró nula la renuncia del rey Fernando, por falta de libertad y del consentimiento de la Nación.

Nunca abandonaba Abascal su designio favorito de tener grata y alucinada a la sociedad con hechos que robustecieran el aprecio que había alcanzado por medio de las obras públicas, de útiles providencias administrativas, y de mejoras en diferentes ramos que nadie pudiera negar o disfrazar. Empeño era este que cultivó ingeniosamente, acreditándose su estudioso celo con los arbitrios de que hacía uso para distraer la atención de todos, ocupándola de novedades deslumbradoras que encubrían por lo regular sus verdaderos fines. Ninguna ocurrencia fue con tal propósito más feliz para él, ni de más favorable resultado, que la de crear un cuerpo cuya disciplina homogenizase a todas las clases, atándolas insensiblemente al poder por medio de la obediencia militar. Se había escrito mucho, en los puntos de América donde apareció la revolución, de la natural rivalidad que existía entre europeos y criollos, y del desprecio con que los primeros miraban a estos. El Virrey comprendía el peligro que llevaba consigo la circulación de unas ideas tan aceptables o influyentes para despertar pasiones y avivar quejas mal encubiertas. Concibió el proyecto de salir al encuentro de ellas, como el mediador encargado de amortiguarlas, y puso en obra su plan llenando con él los diversos objetos que se proponía.

Organizó un regimiento de tres batallones haciéndose su coronel: le tituló «Voluntarios distinguidos de la concordia española del Perú» y en el cuello del uniforme colocó este mismo dictado alrededor de dos manos unidas estrechamente. Nombró teniente coronel y comandantes, al marqués de Celada de la Fuente, al conde de Casa Saavedra, y al marqués de Torre-Tagle; capitanes y subalternos a diferentes sujetos notables Cambien hijos de Lima, sin perjuicio de dar iguales puestos a españoles europeos; empleando a muchos de ambas procedencias en las clases de sargentos y cabos, y siendo el Arzobispo el vicario de dicho cuerpo, en que refundió un batallón de milicias del «Comercio» y un regimiento antiguo denominado «de la nobleza» que no tenía ya sino el nombre. El 30 de mayo   —30→   de 1811, día de San Fernando, formó por primera vez el regimiento ostentando la mayor brillantez y lucimiento: su creación se celebró con grandes y costosas fiestas, y valió al Virrey el título de Castilla de «marqués de la Concordia» que se le confirió en 30 de marzo de 1812. Él cuidaba de recomendar a la corte el mérito de ciertos personajes de Lima, coadyuvando a sus ascensos y distinciones para tenerlos obligados y bien dispuestos; porque era indudable que los servicios particulares y oportunos ganaban las voluntades sólidamente en una capital en que abundaban las aspiraciones, y que para satisfacerlas, según el antiguo régimen, se requerían gastos, tiempo, y el apoyo que por regular no se conseguía a tan gran distancia del poder regio. Torre-Tagle, Saavedra y don Andrés Salazar fundadores del regimiento de la Concordia fueron ascendidos a coroneles de ejército por la Regencia en diciembre de 1811. Otro peruano el marqués de Montemira, a mariscal de campo, y subinspector general. Don Francisco Zárate, don Pedro Matías Tagle, los condes de Montemar y de Villar de Fuente, todos limeños, fueron graduados de coroneles de ejército en 1813.

El 6 de noviembre de 1811 se manifestó en Lima un cometa notable por su permanencia a la vista durante 6 meses, circunstancia que ocasionó gran sensación, particularmente en el vulgo que se alarmó más, por el recio temblor de tierra que se experimentó el 11 de dicho mes.

Una coincidencia extraordinariamente desgraciada para los patriotas de Tacna en este año de 1811, frustró los esfuerzos audaces de estos, colocándolos en el más terrible conflicto. Don Francisco Antonio Zela natural de Lima, ensayador de las cajas reales, dio el grito de rebelión contra el dominio español el 20 de junio, día en que sucumbió en la batalla de Guaqui el ejército Argentino con cuya protección contaba. La noticia de ese desastre, trastornó los ánimos y abrió paso a la reacción que se efectuó luego. Entregado Zela, fue sometido a juicio, y su sentencia de muerte la conmutó Abascal a mérito de poderosas influencias, enviándolo al presidio de Chagres donde falleció años después. Véase Zela.

Nunca fueron indiferentes ni omisos en Lima muchos hombres de todas las clases sociales que decididos por la independencia trabajaban sin cesar, en medio de obstáculos y peligros de gravedad, por poner en obra diferentes proyectos para emprender la lucha que otras secciones americanas habían podido iniciar. Entonces, como ahora, se consideraron quiméricas todas las tentativas en que a falta de elementos competentes, o siquiera medianos, no existió más que una generosa y resuelta voluntad que daba visos de realidades de importancia, a ciertas ilusiones creadas por el entusiasmo, y que convertían en medios de acción las ofertas de algunos, que no era posible contasen con fuerza o prestigio en los cuarteles. Dentro de estos se necesitaba una cooperación regular y positiva que entonces faltaba y sin la cual nada podía lograrse.

Un número crecido de individuos entre los nobles, otro mayor de eclesiásticos, de religiosos y personas de diversos ejercicios, abrigaban los más vehementes deseos de que la emancipación del Perú se efectuase: todos eran colaboradores, todos y cada cual ponían de su parte algún contingente en medio del secreto y de los recelos. Para escribir acerca de las conspiraciones que se sucedieron en Lima desde 1809, sería necesario tener a la vista los procesos que se siguieron. Creemos que en cada uno, los comprometidos fueron muchos más de los presos, y que no pocos nombres de suposición quedaron envueltos en el misterio por la lealtad de los que sufrieron condenas; hombres de mayor intrepidez y acción que los que se cautelaban desconfiando del éxito con sobrada razón.   —31→   En la noche del 26 de setiembre de aquel año, fueron presos el abogado don Mateo Silva y su hermano don Remigio, don Antonio María Pardo, el subteniente del regimiento real de Lima don José Bernardo Manzanares, don José Santos Figueroa, don Juan Sánchez Silva, don Pedro Zorrilla, el cadete de artillería don José Gaete, don Francisco Pérez Canoza y don José Antonio García. Siguiose el juicio por el alcalde del crimen de la audiencia don Juan Baso y Berri, y concluido en corto tiempo, se les sentenció a diferentes presidios distantes, y por un número de años, sin que se permitiera para después su regreso al Perú. Parece que en este proyecto revolucionario se tocaban los nombres del brigadier marqués de Montemira, de su hijo el coronel del regimiento dragones de Lima don Francisco Zárate, y de otras personas: mas no figuraron en la causa cuyo fallo se dictó en 27 de noviembre, y aprobado por Abascal, se puso luego en ejecución. Véanse los artículos referentes a los individuos citados.

Por agosto de 1809, debiendo enviarse del virreinato una persona que representase al Perú como miembro de la Suprema Junta central de España, se fijó Abascal en tres distinguidos patricios para que uno de ellos fuera el electo para desempeñar tan alto cargo. Así es que presentados en el real acuerdo, el general don José Manuel de Goyeneche, el oidor doctor don José Baquijano, y el chantre doctor don José de Silva, recayó por sorteo en el último. Se dijo que la cédula fue sacada de la ánfora por la hija de Abascal, pero no parece creíble que esta fuera llamada a la sala de la Audiencia en que celebraba el acuerdo sus sesiones. Véase Silva y Olave. Con posterioridad pasó a España de diputado por el Perú cerca del Consejo de regencia, el coronel don Francisco Salazar. Al dar las cortes nueva organización a este consejo, figuraron entre los candidatos para presidirlo, tres peruanos, los brigadieres marqués de Montemira y don Manuel Villalta, y don José Baquijano conde de Vista Florida. La elección recayó en el capitán de fragata don Pedro Agar natural de Nueva Granada, Director general de academias de guardias marinas. Así lo comunicaron al cabildo de Lima desde la Isla de León en nota de 6 de noviembre de 1810, los diputados que en esa asamblea representaban al Perú.

Continuaban los trabajos ocultos en que se discutían diversos planes y se procuraba excogitar medios para mover el país y encender el fuego de la revolución. Conferencias había en el colegio de San Fernando donde figuraban Unánue, Paredes, Pezet, Chacaltana, Tafur, Valdez, Deboti, etc., pues del cuerpo de médicos siempre se disputaron algunos la primacía en los pasos preparatorios conducentes a tan señalado intento. Denunciadas a Abascal estas juntas, quedó absorto al oír que se comprendía en las acusaciones a personas de elevado rango, entre las cuales estaban amigos y aun confidentes suyos. Pero el sagaz Virrey, conocedor de todos, se limitó a comunicarles con estudiada calma, lo que respecto de ellos se le había informado. Así se desconcertaban en aquellos tiempos las combinaciones y conatos, que cesaban eventualmente para reanudarse después.

Otra concurrencia que atrajo con razón las sospechas de Abascal, y que también dio lugar a revelaciones sigilosas, fue la que fomentaba en su celda el padre don Segundo Antonio Carrión del oratorio de San Felipe Neri. Allí asistían el conde de la Vega y don José de la Riva Agüero, haciendo papel muy principal los padres Méndez y Tagle. Estaban relacionados con Pérez de Tudela, Álvarez18, y otros distinguidos abogados infatigables obreros entre los que trataban de abrir paso a la insurrección. Abascal dispersó este club por medio de diferentes arbitrios; y cúentase que en una ocasión hizo situar en la portería del convento de San Pedro, en hora dada de la noche, al capitán don Juan Viscarra   —32→   célebre por su actividad en el servicio de policía; el cual cuando iban saliendo los socios del padre Carrión, les daba las buenas noches a nombre del Virrey, aplicándoles a la cara una linterna de mano que con tal fin llevaba debajo de su capa.

El colegio de San Carlos era otro taller en que reunidas notables inteligencias, se propagaban las ideas americanas que abrazaba una recomendable juventud, que a su vez dio a la República, muy dignos servidores. Su Rector, el canónigo lectoral don Toribio Rodríguez de Mendoza, estaba al frente de los progresos científicos de aquel antiguo instituto, en que se cultivaban las doctrinas más liberales, bien que de una manera privada y con precauciones. Allí se nutrieron y difundieron los principios protectores de la independencia, fruto preciso de una ilustración libre de errores y preocupaciones. El padre fray Diego Cisneros de la orden de San Gerónimo, el presbítero doctor don Juan José Muñoz y algunos más, se hallaban ligados al rector Rodríguez; eran los colaboradores ardientes de sus elevadas miras en obsequio a los adelantos de la juventud, por la cual trabajaban así mismo Vivar, Pedemonte etc., cuyo saber y patriotismo se reprodujo en las altas capacidades de Carrión, Mariátegui y tantos otros. Cuando varias resoluciones de la corte, alarmada con los anuncios de las avanzadas reformas introducidas en San Carlos, se encaminaban a la supresión de ciertos textos, y a detener los ensanches de la enseñanza, el Virrey rehusando hacerse odioso, guardó en sus informes, cuidadoso silencio acerca de los puntos sustanciales que se querían esclarecer, mostrando así que no tuvo voluntad de cooperar al fin que las reales órdenes se proponían. No faltó quien se atribuyera este triunfo de una manera exclusiva; pero el respeto a la verdad exige decir que Abascal no ignoraba nada de lo que sucedía en dicho colegio, y que su tacto político y lo delicado de su situación, le aconsejaron una prudente tolerancia. A su talento, no podía esconderse que la emancipación de la América era inevitable; mas a su fama y elevación personal convenía pensar sólo en vencer los peligros de actualidad, sin escudriñarlo que sucediera después de su época de mando, por resultado del progreso intelectual que en vano hubiera intentado contener.

Tanto era esto, que no faltaron ocasiones en que hablando el Virrey con personajes de su intimidad tildados de desafecto a la causa de España, los calmaba con reflexiones de momento sin negar que vendría de por sí la oportunidad de la independencia. Aun los hacía entender con disimulo que llegaría el caso de que él mismo no se opondría a ella. No de otra suerte pueden explicarse los rumores sordos, y la persuasión, ligera desde luego, abrigada por algunos, de que Abascal no estaba distante de hacerse soberano del Perú, tradición a que se refiere D. J. A. de Lavalle en la revista de Lima de 1.º de setiembre de 1860.

El 18 de setiembre de 1810, fueron aprendidos de orden del virrey el doctor don Ramón Anchoris natural de Buenos Aires, mayordomo del arzobispo de Lima, el doctor don Mariano Pérez de Saravia, el cura de San Sebastián don Cecilio Tagle y un hermano suyo, los comerciantes Minondo y López, el italiano don José Boquí, su hijo adoptivo don José Antonio Miralla, el impresor don Guillermo del Río y otros, todos acusados de conspiración, y penados con destierro y confiscaciones en el proceso que contra ellos fue seguido.

Al instalarse las Cortes españolas en setiembre de 1810, tomaron asiento en ellas como diputados en virtud de la elección supletoria que se hizo en Cádiz, diferentes peruanos que entonces se hallaron en la Península, entre ellos los coroneles don Dionisio Inca Yupanqui y don Francisco   —33→   Salazar, los doctores don Vicente Morales Duárez, don Blas Ostolaza y don José Antonio Navarrete, don Antonio Zuazo, don José Lorenzo Bermúdez, don Pedro García Coronel, y don Ramón Feliu, los cuales firmaron la constitución política sancionada en 18 de marzo de 1812, siendo Navarrete uno de secretarios de dichas cortes. De las solicitudes que estos y los demás diputados de América hicieron en la asamblea con diversos objetos apoyados en razón y justicia, se da cuenta en el artículo «Morales Duárez».

En la provincia de Huánuco se hizo un levantamiento el 23 de febrero de 1812, acaudillándolo contra el gobierno el regidor don Juan José Crespo y Castillo. Alegó por causal que se trataba de incendiar por los españoles las nuevas sementeras de tabaco formadas por los hacendados, en uso de la libertad concedida para el cultivo de esa planta. El intendente de Tarma don José González Prada acudió a sofocar la revolución, provisto de fuerza competente y con instrucciones de Abascal. Castillo salió a encontrarle con crecida multitud, mas a pesar de la resistencia en que puso empeño, fue derrotado en el puente de Ambo el 18 de marzo. Hubo gran mortandad y heridos; ocupando los realistas el 20 la ciudad de Huánuco donde sufrieron la última pena Castillo y sus principales tenientes don Juan Haro y don José Rodríguez que fueron aprehendidos en la montaña de Monzón. El Virrey concedió después un indulto, el 13 de abril, comprendiendo a los partidos de panataguas y huamalíes en que se había entendido la insurrección.

El 23 de marzo se experimentó en Lima un huracán cuya fuerza desarraigó varios sauces en las alamedas, y en 14 del inmediato abril un fuerte movimiento de tierra.

Nombrado consejero de estado el oidor don José Baquijano, conde de Vista Florida, hubo en Lima costosas funciones públicas en su obsequio. El grado de entusiasmo popular que desplegaron todas las clases en esta celebridad, que duró del 4 al 6 de julio, acreditó que Baquijano disfrutaba del aprecio general, y era la persona más querida e influyente entonces. Tan extremosas demostraciones, que rayaron en alborotos populares, dieron mérito a que se animasen más los recelos del Virrey, que vivía de antemano desconfiado y vigilante con el poder de aquel personaje, a quien la envidia tildaba aún de conspirador e interesado en favor de los viejos designios de la princesa del Brasil. Con motivo de la agitación del pueblo, estuvieron las tropas sobre las armas, y se quiso dar color de sedición a unos actos enteramente distantes de tales tendencias sin que por esto dejasen de ocasionar alarma, pues la casa de Baquijano fue teatro de grandes recepciones, arengas y loas, tomando parte el bello sexo y hasta los indios y los negros, cuyas alocuciones se publicaron en la descripción impresa de estas memorables fiestas, que escribió el sospechoso Miralla. Poco se hicieron esperar los resultados de tan notables escenas, y la prisión de algunas personas fue el anuncio de un juicio que se les abrió por una conjuración que se aseguraba estar fraguándose, y que denunció como acusador un sargento el regimiento de la Concordia, apellidado Planas. Nos faltan datos para poder decir algo del término que tuvo esta causa. Vease Baquijano

Antes de concluir julio de 1812, hubo una función dedicada a la persona del Virrey, porque había recibido despacho real en que se le condecoraba con la gran cruz de Carlos III. Juntáronse los caballeros de la orden en la capilla de palacio donde se hizo el ceremonial, y le armó con las insignias uno de aquellos. Don Sebastián de Aliaga conde de San Juan   —34→   de Lurigancho. Uníase a esta celebridad la que era consiguiente hubiese con motivo del nuevo marquesado de la Concordia.

Luego vino a excitar los ánimos un suceso de alta trascendencia que abrió espacioso campo de esperanzas a los corazones que aspiraban a saborear los goces de la libertad. Hablamos de la constitución dada por las cortes en 1812, y que recibida oficialmente por el Virrey debía ser proclamada en el Perú. Verificose este acto solemne en Lima el día 1.º de setiembre, jurando dicho código en seguida las autoridades, los empleados de todas clases y hasta los ciudadanos en sus parroquias respectivas. El júbilo popular se manifestó con ilimitada expansión en fiestas y regocijos que duraron seis días consecutivos.

La libre emisión del pensamiento permitida por suprema resolución de 11 de noviembre de 1810, fue para los hombres de letras y para el público, ansioso de ilustración y doctrinas vedadas hasta entonces, una de las primeras garantías que pudiera apetecer para tratar de sus intereses, de sus derechos y porvenir. Fueron apareciendo unos en pos de otros periódicos que tomaron a su cuidado concentrar la opinión, y encaminarla a diferentes fines de utilidad general. A la par de estos lícitos y sanos designios, asomaron las animosidades y los ataques personales, indicio claro de los odios y las rencillas privadas. La autoridad principal no podía verse libre de reproches, acusaciones y descomedimientos de los agraviados y de los inquietos. Entre los diversos asuntos que entretuvieron la prensa, algunos suscitaron graves disgustos, señalándose más los que se dirigían19 por don Gaspar Rico y Angulo y el mariscal de campo don Manuel Villalta. Abascal dice en su relación de gobierno que Rico se servía de los periódicos Peruano y Satélite «para propagar producciones incendiarias y subversivas que irremediablemente iban a poner el país en combustión; y que fue necesario recoger ciertos números, y corregir al autor como lo hizo con aprobación del real acuerdo, agregando que los gobernadores de las provincias representaron no poder responder de la tranquilidad, si no se cortaba el pernicioso abuso que se hacía de la libertad de imprenta». El Virrey remitió a Rico a España bajo partida de registro en 27 de junio de 1813.

En cuanto al general Villalta, sus escritos pulsaban una cuerda de fatal sonido para el Virrey en las circunstancias que se atravesaban, y por eso decía en su memoria que «más que los de Rico contenían un veneno mortal y activo, porque grosera e impolíticamente hacía resaltar el motivo de los celos de los americanos contra el gobierno, por no haber sido atendidos como los europeos en la distribución de los empleos y premios». Abascal impidió la circulación de tales impresos. A este respecto hubo publicaciones en estilo el más picante, defendiendo a Villalta e hiriendo de lleno al Virrey, particularmente por el modo ilegal que sin duda afeaba sus procedimientos como autoridad. Cierto que Abascal había pasado a la junta tensora unos oficios de Villalta al cabildo, bajo el carácter de acusación que no le era permitido hacer, y cierto también que a falta de denuncia en forma legal, y ante el juez competente, sirvió ese medio reprobado, y extraño a la ley, para motivar resoluciones atentatorias. En largos discursos se sostuvo una polémica muy acalorada y acre, en que se echaron en cara al gobierno Español sus más irritantes extravíos y mezquinas máximas; y al Virrey no pocos abusos e imprudencias, deprimiéndole con las armas de una crítica satírica y atrevida. Véase Villalta.

Persiguiose a diferentes personas por las publicaciones impresas, en que se hacían recios ataques al poder político y a la Inquisición. El editor del Peruano, don Guillermo del Río que también lo fue del Investigador   —35→   tuvo que fugar de la capital; otros sufrieron apercebimientos y multas. Un papel titulado El Verdadero Peruano que dirigí el presbítero don Tomás Flores, y en el cual escribían notables inteligencias, tuvo que desaparecer antes de un año por la tenaz venganza de las autoridades, que no cesaron de descargarle rudos golpes. Verdad es que salían producciones candentes, y cuyos bríos, tratando de las libertades públicas y del horizonte abierto a la felicidad futura del país, frisaban ya en provocaciones e invectivas que era imposible corriesen impunemente. Otro eclesiástico, el doctor don Ángel Luque natural de Panamá, era también incontenible y escribía diatribas en 1812, contra el brigadier Rábago secretario del Virrey, y el tesorero don Fernando Zambrano. Estos lo persiguieron y fue declarado autor infamante. El clérigo era un exagerado liberal, y sus ideas y audacia para escribir lo hacían temible.

No faltó en España quien alzara también la voz, y en la tribuna del Congreso, contra el virrey Abascal; no faltó quien comprendiendo su política y designios, lanzara quejas y declamaciones, aunque sin éxito, porque se interpretaron como desahogo de pasiones nacidas del interés por la independencia, combatida diestra y artificialmente por Abascal. El diario de las cortes, en la sesión de 1.º de marzo de 1813, registra las acusaciones que le hizo el diputado suplente por Arequipa don Mariano Rivero, calificándolo «de un déspota arbitrario que se recreaba en el derramamiento de sangre americana, y para quien no había más ley ni norma que sus caprichos, su egoísmo y desenfrenada ambición». La cólera del Virrey estalló no sólo respecto de Rivero, sino de los demás diputados del Perú, considerándolos sus cómplices porque ninguno usó de la palabra para defenderlo, y lejos de eso se manifestaron contentos al parecer de las acusaciones que apoyaban con su silencio. En el número 63 del Tribuno del Pueblo, periódico que se publicaba por entonces en España, se escribió también en términos ofensivos, denunciando diversos hechos del virrey del Perú, y censurando los abusos de sus procedimientos como mandatario. Estas acriminaciones no se limitaron a Abascal, y comprendieron igualmente al general Pezuela, al alcalde del crimen de la audiencia de Lima, marqués de Casa Calderón, y al mayor de plaza coronel don Antonio Montero, por participación en los juicios de infidencia y arrestos que se repetían por resultado de ciertas investigaciones. Con tal motivo, salió a luz un folleto titulado: A la nación española: el Pensador del Perú. Lima 1814, en el oral se prodigaron insultos a Rivero, y en vez de respuestas que lo desmintieran victoriosamente, se cuidó en una réplica empalagosa, de referir los servicios de Abascal y Pezuela con estudiada ponderación. Este escrito muy irritante y personal, no guardó respetos en cuanto a otros individuos heridos por sólo la circunstancia de haber sido alabados en las publicaciones de España; tales como el general Henestroza, los oidores Villota y Esterripa, y el fiscal Eyzaguirre.

Un comerciante de libros llamado don Tadeo López, natural de Lima, tenía ideas muy exaltadas contra los de España, y muchas veces sufrió por eso fuertes correcciones. Quiso establecer un periódico, y careciendo de tipos se propuso fundirlos. Lo consiguió a fuerza de trabajo y gastos crecidos, dando por fin a luz El Peruano liberal. López no era hombre de letras, y se valía de diferentes plumas para su empresa. Uno de sus amigos redactó un prospecto algo descomedido, y dispuesta la forma pasó a la prensa estampándose en raso blanco aquel escrito por el mismo don Tadeo. Éste tomó el primer ejemplar como la primicia de los tipos fabricados en Lima; y seguido de gente con mucho alborozo y estruendo de cohetes, se dirigió al palacio con aquel presente, que   —36→   visto por Abascal causó su justo enojo, despidiendo con rigor y amenazas al citado López que no había leído lo que iba timbrado en el raso. El Cabildo le concedió una medalla de oro con brillantes a título de «premio al mérito»; y como López se presentase con ella en público, fue llamado por el Virrey, quien disgustado por el avance del Cabildo, y las irrespetuosas contestaciones de López, le arrancó del vestido la medalla, arrojándola al suelo. Después se la devolvió destruida a golpes de martillo, enviándole por separado los diamantes. Sobre este particular hubo explicaciones del Cabildo y reconvenciones del Virrey.

El comercio de Cádiz hizo a las cortes en 24 de julio de 1812 una representación en que manifestó los grandes perjuicios que se le seguirían por la concesión del comercio libre de los extranjeros con la América. La avidez mercantil quiso excluirla de las ventajas que pudiera reportar, disfrutando como parte integrante de la monarquía los derechos y principios adoptados en ella recientemente.

Ya a fines de dicho año, el 9 de diciembre, hechas las primeras elecciones populares, se procedió en Lima a la de los miembros de la Municipalidad constitucional. Era la primera vez que sobre las ruinas del Cabildo, compuesto de nobles que a perpetuidad poseían las llamadas varas de regidor, adquiridas por medio de compra, el pueblo entraba a ejercer una de sus regalías, designando por medio del sufragio a los ciudadanos de su confianza para representarlo en la Junta municipal periódica. Hubo una creación con motivo de haber resultado entre los regidores un eclesiástico, el presbítero Buendía. Fueron también electos los diputados a Cortes que salieron para España en 1813.

Hemos visto en una cuenta de ingresos y gastos del Cabildo de Lima, que en la habilitación de los diputados Tagle y Valdivieso, que pasaron a las cortes, invirtió 17682 pesos; y que no teniendo fondos para este desembolso, tomó dicha cantidad prestada de la caja general de censos, por cuyos intereses pagaba 530 pesos anuales. ¡Escandaloso modo de gastar! En 1815 el caudal que reconocía el Cabildo a rédito era de 502330 pesos, y sus intereses anuales a diferentes tipos 24398,6. En esos tiempos se daban 50 pesos a cada regidor para gastos de escritorio; al fiscal de la Audiencia 300 por el despacho de asuntos del Cabildo; 600 a cada médico consultor en materias de vacuna; en fiestas, sermones, etc. 1817 pesos; fuera de otros muchos objetos propios de la costumbre de derrochar. El año 1815 cobró el Cabildo por deudas anteriores 7716 pesos, y por el año 86337 pesos; total de ingreso 94054. Los gastos fueron 95812 pesos, y quedó debiendo a su tesorero 1758 pesos; tenía que recaudar para el año siguiente 85046 pesos de deudas pendientes.

En este mismo año, 1812, meses después de saberse en Tacna la victoria del general Belgrano en Salta y la capitulación de Tristán, un joven resuelto que estaba allí confinado desde que se le tomó prisionero en el Alto Perú, hizo repetir el grito de independencia dado por Zela en 1811. Ayudósele por algunas personas de aquel vecindario; armaron gente y tuvieron el arrojo de marchar hacia Arequipa. El intendente Moscoso desde que supo esta novedad, mandó fuerza contra Tacna, y encontrando a los revolucionarios en Camiara, hubo allí un aparato de lucha en que estos sucumbieron. Véase Paillardelle, don Henrique, que así se llamaba el caudillo de la segunda tentativa de Tacna. Uno de sus primeros cómplices, don Manuel Calderón, fue después preso en Tacna, y se le remitió al Alto Perú a disposición del general Pezuela: allí corrió mil peligros, y al fin pudo salvarse de ellos. El año 1823 pereció20 en el naufragio de la goleta «Sacramento» con varios otros emigrados de Moquegua. En Arequipa se hicieron indagaciones por haberse asegurado   —37→   que este suceso estaba ramificado y en combinación con otro que debió ocurrir en dicha ciudad. Con este motivo fue remitido preso a Lima un vecino distinguido, don Manuel Rivero, quien en el proceso que se le siguió tuvo por abogado y defensor al doctor don Manuel Pérez de Tudela. Véase Rivero.

En el reino de Chile estalló de una manera clara la revolución que venía preparándose desde 1810. Había sido depuesto del mando el presidente brigadier Carrasco, erigiéndose posteriormente una Junta de gobierno, y convocándose un Congreso para constituir el país. El virrey Abascal a quien los cuidados y atenciones de Quito y del Alto Perú21, no le permitieron llevar de pronto la guerra a Chile, no cesó de estar en acecho, y de adoptar medidas hostiles conducentes a perturbar la marcha de las cosas en aquel país. Después de muchos manejos insidiosos y de tentativas reaccionarias en que se esforzó hasta donde más no pudo, adoptó el plan de hacer requerimientos e intimaciones mezcladas con insultos y amenazas. Él se había abrogado un poder desmedido sobre la América del Sud, proponiéndose, con títulos o sin ellos, ahogar la revolución en todas partes, y a costa del infortunado Perú, conquistar la nombradía de pacificador y reivindicador de los derechos del Rey. Habría mucho que escribir, si se fuese a dar cuenta de todos los trabajos de este Virrey, que puede decirse no dejó por tocar, en cuanto a Chile, uno solo de los resortes que en su elevada capacidad creyó útiles para obtener el logro de sus intentos.

En resumen, copiaremos lo escrito a este respecto por el ilustrado historiador chileno Barros Arana.

«La revolución prendió fácilmente en todas las provincias hispanoamericanas: sólo en el Perú se mantuvieron firmes los celosos defensores de los derechos del Rey, sofocando la insurrección en unos puntos, combatiendo a los ejércitos insurgentes en otros, y organizando por todas partes los elementos y recursos para una larga lucha.

»El virrey Abascal, que allí mandaba, era uno de esos hombres que no se dejan abatir por los contrastes. Había puesto el hombro a la atrevida empresa de sofocar el espíritu revolucionario en las provincias vecinas, y debía acometerla por todos medios, sin temer a las fatigas consiguientes.

»La revolución de Chile llamó con preferencia sus miradas. Parece que sospechaba la futura importancia del movimiento revolucionario; desde el día de la instalación de la primera junta gubernativa, había vigilado paso a paso su política, y el desarrollo de ésta lo indujo a proferir severas amenazas. En un oficio en que exigía de la junta de Santiago el reconocimiento de la Constitución de Cádiz, decía al concluir: admitan ustedes la Constitución nacional de que acompaño un ejemplar, y que con inexplicable placer y júbilo acaban de jurar los pueblos españoles, y entre ellos esta inmortal e insigne capital que tengo el honor de mandar; condenen ustedes a las llamas y a un eterno olvido la que están para adoptar y tienen puesta a examen, como un eterno padrón de ignominia y el más feo borrón de la fidelidad del reino; y cuenten ustedes con cuantos auxilios pueda y deba prestar; de lo contrario las tropas reales, que puestas al norte de este virreinato deben descansar ha mucho tiempo en la capital de Quito, y las del Sud, que posesionadas ya del Tucumán, continuarán estrechando la infiel capital del Río de la Plata, dejando quieto y tranquilo el Perú, se abrirán muy en breve paso por esas cordilleras, que consideran ustedes inaccesibles; y tomando sus victoriosas banderas bajo su protección, a   —38→   esos inocentes y desgraciados pueblos, acabarán con los ambiciosos, usurpadores y tiranos que los oprimen».


Hallábase en Lima el brigadier de marina don Antonio Pareja, procedente de España con nombramiento de la Regencia para el mando político y militar de la provincia de Concepción. Con él trazó Abascal el plan de organizar fuerzas en Chiloé y Valdivia para reconquistar todo el reino. Diole el título de comandante general de esas provincias, una fuerte suma de dinero, buques de trasporte, y oficiales y tropa para que formara cuadros de nuevos cuerpos: con estos elementos salió del Callao el 12 de diciembre de 1812. Mucha fue la actividad de Pareja al alistar una expedición en Chiloé y ocupar luego a Valdivia donde la engrosó al punto de contar con más de dos mil hombres, llevándolos por mar al puerto de San Vicente en que desembarcó. Tomó Talcahuano, y de seguida operó sobre Concepción apoderándose de la provincia, merced a no habérsele opuesto gran resistencia, y a la cooperación que lo prestó un jefe de las tropas patricias. Pareja trabajó por crear más fuerzas, y aunque pidió auxilios al virrey del Perú, emprendió campaña hacia la capital de Santiago; pero sufrió contrastes, y tuvo que retirarse a Chillán. Perdido Talcahuano para Pareja, fue capturada la fragata Tomás en que Abascal enviaba algunos jefes, el socorro de cien mil pesos, y diversos otros elementos.

Muerto Pareja en Chillán, por consecuencia de una enfermedad, recayó el mando en el coronel don Juan Francisco Sánchez, hombre tenaz e incansable, el cual se fortificó allí y estableció guerrillas que le facilitasen22 la defensa. A pesar de algunos reveses que experimentó, le valieron ciertas ventajas de las cuales resultó que el sitio se levantase.

El Virrey nombró general en jefe del ejército realista de Chile al brigadier don Gavino Gainza, que se dirigió a su destino a fin de diciembre de 1813, llevando en los buques de guerra corbeta «Sebastiana» y bergantín «Potrillo» dos cientos hombres de su regimiento, el Real de Lima, y una buena provisión de parque, y recursos en dinero, tabaco, azúcar etc. Desembarcó en Arauco donde se le reunió un batallón de auxiliares de Chiloé. En el periódico Pensador del Perú se imprimieron después las instrucciones que el Virrey dio a Gainza: en ellas le ordenaba obrar con mucha cautela y seguridad, y le autorizó para tratar la paz con los enemigos bajo la base de que «se rindiesen y se les perdonase sus extravíos». En una proclama fecha a 14 de marzo de 1814, dijo Abascal a los chilenos, entre otras cosas, que se equivocaban en cuanto al valor de sus producciones, pues un millón de pesos que pasaba a Chile, circularía en el Perú cuyas provincias tenían sebo y trigo de sobra, pues se habían aumentado las siembras etc. Después de sucesos ocurridos en pro y en contra de las armas del Rey, de estar sometidas a ellas las ciudades de Talca y Concepción, y cuando la situación militar de Gainza no era ventajosa por el mal éxito de las operaciones de la campaña, llegó a Santiago el comodoro inglés Hillyar, encargado por el Virrey de allanar el camino para un avenimiento por habérsele ofrecido como mediador.

Abascal desconfiaba del éxito de la guerra en Chile, y aunque encubría sus recelos haciendo ostentación de superioridad de fuerzas y abundancia de recursos en el Perú, por la cual no necesitaba de Chile, tuvo la esperanza de un arreglo por el intermedio del Comodoro, sin advertir que fijaba bases de no fácil admisión como el reconocimiento de Fernando VII y las Cortes de España, el juramento de la Constitución, y que se repusieran las autoridades y antiguos funcionarios; en cambio de la promesa de una amnistía por lo pasado, cualesquiera que fuesen los compromisos de los revolucionarios.

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Con intervención de Hillyar se ajustó un convenio en Lircay el 13 de mayo de 1814 en circunstancias de que Gainza se encontraba en apuros y penosas dificultades para salir airoso por medio de las armas. En este tratado, Chile reconocía al rey Fernando y las Cortes, ofreciendo enviar a ellas sus diputados. Que continuarían el Gobierno existente y el Comercio libre con los extranjeros. Los realistas evacuarían a Concepción y Valdivia. Cesarían las hostilidades, se devolverían los prisioneros, habría un completo olvido de opiniones... Chile auxiliaría a la España en lo que fuese posible; quedaría en Concepción y Talcahuano la artillería que antes existió allí, etc.

Este convenio no fue bien recibido en Chile; y disgustó tanto en el ejército realista, que Gainza viéndose amenazado y en peligro, tuvo que asegurar no pensaba cumplirlo. Y en efecto, ganó un mes tras otro arbitrando pretextos y embarazos para su no ejecución, con la mira de que el Virrey, reprobándolo, enviara tropas para continuar la guerra.

Abascal anuló el tratado en lo absoluto, y acto continuo hizo embarcar al coronel don Mariano Osorio con 550 hombres del batallón de Talavera que en abril de 1812 llegó de Cádiz en el navío «Asia» y varios trasportes, con la fuerza de 700 plazas a órdenes de su coronel don Rafael Maroto. Llevó también Osorio una compañía de artilleros, algunos jefes y oficiales y lo necesario en cuanto a artículos de guerra y dinero. Diole el Virrey sus órdenes prohibiéndole entrar en arreglo de paz sin el hecho de una completa rendición. Salió del Callao en el mismo navío el 19 de julio, desembarcó en Talcahuano el 13 de agosto, y el 18 estuvo en Chillán. Osorio, según los historiadores chilenos, reunió un ejército de más de 4 mil hombres en siete batallones, varios escuadrones y 18 piezas; y el 28 principió sus operaciones. Gainza entregó las tropas a su sucesor, y quedó sometido a juicio; más tarde fue vista su causa en Lima por un consejo de guerra de oficiales generales, que no lo absolvió ni penó.

Los chilenos hicieron grandes esfuerzos para salvar el país, pues aún libertaron los esclavos formando con ellos un cuerpo de ingenuos. La falta de armas y de tiempo, y más que todo las opiniones discordantes de los jefes principales, decidieron de los resultados de la campaña en favor de los realistas. El general O'Higgins se atrincheró con su división en Rancagua el 30 de setiembre de 1814, no pudiendo empeñar una batalla desigual. Se combatió hasta la temeridad en los parapetos y casas por tres días sin que sirviesen los más valerosos esfuerzos. El general Carrera con tropas considerables, abandonó a los encerrados en Rancagua en vez de acudir en su auxilio. Gran parte de los sitiados se abrieron paso con O'Higgins y lograron salvar el 2 de octubre. Osorio completó su victoria, ocupó Santiago y se enseñoreó del reino reconquistado con la salida de Carrera al otro lado de la cordillera. En Lima se colocaron en el templo de Santo Domingo el 7 de noviembre nueve banderas tomadas en Rancagua.

Osorio, temiendo mucho no alcanzar la victoria, y en momentos desgraciados para su ejército, quiso abandonar el ataque a Rancagua y retirarse. Había recibido orden de Abascal dada en 30 de agosto para celebrar el tratado mejor posible, y reembarcarse en Talcahuano con el batallón de Talavera y algunas fuerzas más, no por engrosar el ejército del Alto Perú como se ha escrito, sino a causa del conflicto en que se vio el Virrey por la revolución que estalló en el Cuzco. En una junta de guerra a instancias de los principales jefes se decidió desobedecer al Virrey y combatir prontamente, por ser el único medio de conservar el ejército cuya retirada ya no podía hacerse con seguridad.

Las cortes en 22 de febrero de 1813 mandaron extinguir el Tribunal de   —40→   la Inquisición, y el decreto del caso llegó a Lima en julio. El pueblo que acudía por novedad a ver las oficinas y cárceles del Santo Oficio, se lanzó el 3 de setiembre a baquear el archivo y cuanto encontró a mano. Fue difícil contener su indignación y desenfreno, sin que pudieran recogerse multitud de papeles dispersos que entretuvieron a muchos curiosos con la revelación de secretos y ocurrencias las más extrañas y ridículas.

En la ciudad y provincia de Ica se sufrió un terremoto el 30 de mayo de 1813, que destruyó varios edificios y maltrató otros. Piura experimentó también un temblor de bastante gravedad en febrero del año siguiente 1814.

Abascal hizo venir a Lima desde las remotas misiones del Ucayali al padre fray Manuel Plaza, y conferenció con él respecto de la posibilidad de hacer una marcha desde la costa hasta el Amazonas para poder viajar a Europa. Ordenó se abriera de nuevo el camino de Chanchamayo; que se reedificasen muchos pueblos, que los religiosos de Ocopa cuidasen de que se hicieran sembríos formando chacras, y que se levantara un fuerte en Chavinf, en el que llegaron a colocarse ocho piezas de bronce a costa de un excesivo gasto. Con tal motivo se esparcieron voces para persuadir de que el Virrey tomaba todas estas providencias con la mira de poner expedita una retirada por esa vía en caso de que los sucesos le obligasen a adoptarla como un recurso de salvación; pero no hay pruebas de que tal fuese su pensamiento.

El relato de las operaciones en el Alto Perú quedó suspenso desde que referimos la separación del general Goyeneche, entregando al brigadier Ramírez el mando accidentalmente. Llegado el momento de continuar tratando de esta guerra, diremos que el nuevo general en jefe brigadier Pezuela, se reunió al ejército en Ancacato el 7 de agosto de 1813 con 300 infantes y 10 piezas de a 4. La fuerza total no llegaba a 4000 hombres sin contar las guarniciones de Oruro y del Desaguadero. El general Belgrano con su ejército ya ocupaba Potosí, desde donde partió contra las fuerzas realistas, y se aseguró traía más de 5000 combatientes, de ellos 2500 con buena disciplina. En Ancacato había ocurrido un encuentro en que el comandante realista don Saturnino Castro destrozó una crecida fuerza de guerrillas mandada por un jefe Cárdenas. En la noche del 27 de setiembre, estando el cuartel general de Pezuela en Condocondo recibió aviso de estar acampado en Vilcapuquio el ejército argentino. Antes de amanecer el 1.º de octubre, se pusieron en movimiento los realistas bajando de unas alturas al llano de Vilcapuquio en que se trabó una reñida batalla. De los 8 batallones que tenía Pezuela cinco se desordenaron; los restantes hicieron grandes esfuerzos, sosteniéndose hasta vencer; pero lo que más contribuyó a la victoria fue el impetuoso ataque hecho por el comandante Castro con su caballería, por retaguardia de los argentinos. Aunque estos tuvieron descalabros considerables, pudieron rehacerse volviendo al orden; reunió Belgrano en el partido de Chayanta como 4000 hombres, ayudado de los pueblos, y porque Pezuela no pudo perseguirlo.

Días después emprendió el general español su marcha y encontró a los enemigos en los altozanos de Ayohuma. El 14 de noviembre hubo allí una sangrienta lucha que terminó por la completa derrota del ejército de Belgrano dejando en el campo 400 muertos 70 oficiales y 800 soldados prisioneros, 8 cañones y hasta los equipajes; fuera de los despojos considerables que le habían sido tomados en Vilcapuquio. El virrey Abascal concedió no pocos ascensos por estas batallas y promovió a Pezuela y Ramírez a la alta clase de Mariscales de campo: dijo en su relación de Gobierno, que había concedido esas gracias tan debidas, infringiendo un decreto   —41→   de las Cortes en que se le quitó la facultad de conferirlas. Pidió la cruz militar de San Fernando para Pezuela.

Este general envió su vanguardia sobre Jujui y Salta, estableció su cuartel general en Tupiza, y creó nuevos batallones. Hizo reunir varias guarniciones y con ellas el comandante Blanco atacó y derrotó en Cochabamba la numerosa fuerza que tenía el coronel Arenales, gobernador de esa provincia por los independientes; batiendo en seguida otras partidas en diversos puntos. El general en jefe entró en Jujui el 27 de mayo de 1814 determinado a continuar la campaña hacia Tucumán.

Rendida la plaza de Montevideo en 23 de junio con el teniente general don Gaspar Vigodet, sucesor de Elio, el gobierno argentino quedó expedito para atener por completo a la guerra del Alto Perú. Ella presentaba una alternativa que nunca pudieron remover los españoles. Avanzándose el ejército a Tucumán se alejaba demasiado, y necesitaba de mayor fuerza: no podía debilitarse cubriendo numerosas guarniciones, y las provincias de su retaguardia se levantaban de nuevo; Cochabamba sola bastó en repetidas ocasiones para desconcertar los planes que parecían mejor combinados. Ésta era la fisonomía de tan larga contienda, mientras que la deserción iba en aumento, y la promovían principalmente los eclesiásticos. En 1814 no sirvieron sólo de obstáculo los sucesos de Cochabamba, de creciente gravedad, sino varios reveses que sufrieron las armas del Rey en Santa-Cruz y Valle-Grande, por los cuales Pezuela se retiró de Jujui a Suipacha donde se situó el 21 de agosto.

Abascal no tenía ya como auxiliar al ejército del Alto Perú ni con tropas ni con armas: las primeras, porque había enviado a Chile cuantas tuvo disponibles, las segundas, porque estaban agotadas; y aunque en tres años seguidos las pidió a España con empeño, nunca alcanzó ni respuesta a sus reclamaciones.

No bien llegó Pezuela a Suipacha, cuando recibió aviso de un acontecimiento adverso superior a todos los demás, la revolución hecha en el Cuzco el 3 de agosto, creada por el patriotismo peruano, y fomentada por los capitulados en Salta y por los agentes de los caudillos argentinos. Por dos veces se habían descubierto conspiraciones, que aunque se reprimieron de pronto, no quedaron extinguidas por varias causas (Véase Concha, brigadier y presidente interino del Cuzco). Formose en esta ciudad una junta gubernativa bajo la presidencia de don José Angulo, y compuesta del brigadier don Mateo Pumacahua, del doctor don Domingo Luis Astete y de don Juan Tomás Moscoso.

Llenos de actividad enviaron expediciones contra Guamanga, Arequipa, Puno y la Paz, para poner estas provincias en insurrección. Pezuela se vio en un gran conflicto esperando por momentos alguna novedad en el ejército. Propuso un armisticio y suspensión de hostilidades al general argentino Rondeau, mas éste le contestó con altivez, y fijando la condición de que los realistas evacuasen el territorio hasta el Desaguadero.

Por entonces aquel coronel don Saturnino Castro a quien se debió el triunfo de Vilcapuquio, trató con ligereza y sin tino, de revolucionar el fusilado ejército. No consiguió su objeto, y habiéndosele aprehendido, fue fusilado en Moraya por el mes de noviembre. Véase Castro.

Se había tramado en Lima este mismo año de 1814 otra conspiración, y conforme al plan que trazaron sus autores, debía estallar el 28 de octubre sorprendiendo los cuarteles y la persona del Virrey, y en el Callao soltando a los presidiarios y echándose sobre las guardias en los momentos en que estuviese dentro de la fortaleza «Real Felipe» la procesión del Santo Cristo del Mar, y se predicase un sermón según era costumbre.   —42→   Abascal al nombrar Juez de la causa que mandó seguir, al capitán del regimiento real de Lima don José Lanao, le indicó que cuatro sacerdotes casi a un tiempo le habían participado que una mujer en secreto de confesión les reveló que iba a efectuarse la revolución y que deseaba lo supiese el Virrey y tomase precauciones. Esos sacerdotes fueron el canónigo don Manuel de Arias, el Sacristán mayor, don Luis del Castillo, el padre Echeverría prelado de San Agustín, y el padre Galagarza de la orden de San Francisco. Todos dieron aviso al general Abascal negándose a entrar en pormenores, y a dar el nombre de la mujer diciendo no conocerla: después se descubrió en el juicio y se supo que era una sola y que se había valido de los cuatro.

Se hicieron otras denuncias; una por el comandante de artillería don Fulgencio Zevallos refiriéndose al subteniente don Eugenio Pérez y al sargento José Aranis; otra del sargento mayor de Dragones de Lima don Cesáreo de La-Torre que presentó dos anónimos recibidos por él sin saber su procedencia; otra del torero Esteban Corujo por conducto del español don Ramón Vendrell capitán del regimiento de la Concordia, y últimamente una del padre Beletmita fray Joaquín de la Santísima Trinidad. Estas delaciones contenían algunas particularidades entre ellas la de haber ido a Cañete un agente a sublevar los negros esclavos: que estaba complicado el conde de la Vega del Ren, y que existía en la capital un don José Gómez socio de Paillardelle en el motín de Tacna, y que se decía era emisario de los argentinos.

Siguiose un largo proceso en que fueron numerosas las citas, muchos los presos y las sospechas. Apareció también como denunciante el español don Julián Parga y pesaron acusaciones sobre diferentes sargentos y cabos de los cuerpos. Gómez, en efecto, estuvo en Lima, y lo sacó en una calesa doña Bartola Espejo con intervención de su tío político don Pedro José Gil teniente de milicias de Taona, y empleado en el Estanco del Tabaco. La mujer de éste, doña Petronila Valderrama, que era madre de Gómez, fue la que dio el aviso a los sacerdotes excitada por el pánico que se apoderó de ella creyendo descubierta la revolución, y en gran peligro a su marido.

Gómez había devuelto en Arica por mano de don Manuel Villabaso cuatro mil y más pesos en barras de plata, y eran parte del caudal tomado de tesorería por don Henrique Paillardelle, cuando el tumulto de Tacna. Este mismo Gómez debía asaltar el cuartel de Santa Catalina con un número de conjurados.

Conforme a una ley, las causas por asalto a cuarteles y otras maquinaciones de este género, correspondían a la jurisdicción ordinaria y no a los consejos de guerra: pero no era Abascal el que se sometiera a principios opuestos a un pronto escarmiento, y así en casos tales, procedía militarmente y sin otro norte que las ordenanzas, para lo cual se fundaba en sus altas facultades que nadie sabía hasta dónde pudieran extenderse.

El fiscal Lanao en su dictamen de 10 de febrero de 1815, impuso penas arbitrarias, opinando también se evitase la formalidad de un Consejo de guerra, y se cortase la causa con respecto a los reos presentes, por interesarse para ello las circunstancias que se atravesaban. El Virrey pasó los autos al auditor de guerra que era el oidor marqués de Casa Calderón; y mandó poner en libertad al conde de la Vega con la condición de que no pudiera salir de Lima sin su licencia. En este proceso declararon muchos que estaban tildados por desafecto al gobierno español; y hubo un concierto de ocultación tan bien combinado, que las negativas tuvieron confundido al fiscal acerca de multitud de hechos que se oscurecieron   —43→   hábilmente; los médicos declararon que el sargento Aranis se hallaba falto de juicio, y no debían merecer fe sus aserciones.

El auditor dictaminó en 4 de abril que por la fuga de los reos principales no había podido descubrirse suficientemente la conspiración, que lo actuado prestaba bastante luz sobre la criminalidad de ellos, que estaba por la suspensión del juicio, y que el Virrey procediendo gubernativamente podía imponer penas por vía de corrección, pero reduciéndolas a la mitad de las que proponía el fiscal, pues «no eran aplicadas con arreglo a derecho a la sustanciación legal, y que aunque don Juan José Mardones mereciese pena capital, habría que oírlo cuando se presentase».

El Virrey en 5 de mayo de 1815 decretó que a Mardones cuando se le tomase se le ejecutara, que al carpintero Donoso y a José Granda ausentes, los condenaba a un año de presidio, a los reos presentes don Vicente González, a Chiloé por tres años, a José Mérida, destierro a Trujillo por 6, don José María Ladrón de Guevara, aunque no resultaba cómplice, tres años a Trujillo por su odio a los europeos y afición a leer papeles subversivos23, a don José Gómez ausente, a 5 años de presidio sin perjuicio de la pena que le correspondiese por la insurrección de Tacna con Paillardelle, a don Lucas Rivas, al mayordomo del molino de San Pedro Nolasco, y al pulpero de las cinco esquinas, un año de presidio por existir indicios contra ellos, aunque estuviesen prófugos. A don Pedro Gil compurgada la falta con la prisión; (había declarado mucho). Igual gracia a don José Antonio Naranjo; dándose por libres a Valentín Vásquez, a José Fernández, a don José García San Roque, que había sido oficial real en Chile, a don Mariano La-Torre, don Agustín Menéndez Valdez, don Pedro Grillo, don Anselmo Flores, Gerónimo Medina, Ildefonso Villasante, cirujano mayor de Dragones de Carabayllo, don José Pastor Larrinaga, don Salvador Feliu, y abogado don José Liza; verificándose las condenas de los ausentes cuando se les aprisionase, sin más diligencias que sus declaraciones.

(Todos los exceptuados estuvieron bien comprometidos, pero faltaron las pruebas).

Los vecinos y el cabildo de Trujillo se ofendieron de que esa ciudad se designase para lugar de destierro; y se mandó entonces que al reo Mérida se le enviase a España, y que Ladrón de Guevara quedase en el convento de los Descalzos.

En una junta de guerra celebrada en Suipacha, se resolvió que el general Ramírez marchara contra el Cuzco con dos batallones, dos escuadrones y cuatro piezas de artillería, y que el resto del ejército se retirara a Cotagaita. El primer regimiento del Cuzco pidió ir en la expedición de Ramírez; había riesgo en concedérselo, pero creyéndose mayor el que produciría una negativa, Pezuela accedió a la solicitud.

Abascal escribió a todas las autoridades y corporaciones, e hizo que el Arzobispo publicara una pastoral análoga a las circunstancias, pero el obispo del Cuzco don José Pérez Armendaris fue muy adicto a la revolución, y el clero, los curas y los frailes, trabajaron casi todos por ella con la mayor decisión y sin perdonar medios. El consulado erogó cincuenta mil pesos y con este recurso salió para el interior el teniente coronel de Talavera don Vicente González, llevando 120 hombres que había dejado este batallón al embarcarse para Chile, 4 piezas de artillería, algunos oficiales, fusiles, municiones etc. 400 milicianos que el intendente de Guamanga llegó a armar, se sublevaron y dispersaron.

Los del Cuzco invadieron Puno con gente que acaudillaban don José Pinelo y el cura don Ildefonso Muñecas. Al aproximarse, se defeccionó y unió a estos la guarnición de dicha ciudad, que constaba de 200 soldados   —44→   y 300 reclutas. Para precaver alguna tentativa que se hiciera en Arequipa remitió el Virrey por mar a Quilca 100 hombres del regimiento Real de Lima, 500 fusiles, 500 lanzas, y veinte y seis mil pesos. Había hecho ir por tierra al mismo destino al Mariscal de campo Picoaga, que se hallaba en Lima por el mes de setiembre con licencia, a fin de que organizase en aquel departamento una columna con la cual pasara a recuperar a Puno y restablecer la comunicación con el ejército.

González se reforzó en Guancavelica con 100 soldados de las milicias, y en Guanta con 500 a órdenes de su coronel don José Lazón, mientras que los cuzqueños capitaneados por Hurtado de Mendoza y don Gabriel Béjar ocupaban Guamanga. Hubo a fines de setiembre una acción en Guamariguilla quedando vencedor el comandante español. Los contrarios le buscaron luego con todas sus tropas, y el 2 y 3 de octubre atacando a González en el mismo Guanta, se trabó un combate que dejó odiosísima memoria, porque en él hicieron los españoles la más horrorosa carnicería: ¡600 muertos, y sólo 40 prisioneros! Véanse Béjar, González, Vicente, y Hurtado de Mendoza.

Mientras tanto se sublevaba Guancavelica, y como Abascal temiese que la revolución se extendiera al valle de Jauja, mandó el 12 de octubre 100 hombres del Real de Lima con el capitán don Felipe Eulate: este recogió en Jauja 2 cañones, continuó su marcha, y aseguró el orden que ya se había restablecido en Guancavelica.

El general Picoaga consiguió poco en Arequipa por falta de elementos: la fragata «Tomás» hizo un largo viaje, y faltaron allí por tanto la tropa, parque y dinero remitidos de Lima. Pinelo y Muñecas tomaron el Desaguadero en que había cuantiosos repuestos, y 13 cañones, adelantándose sin demora hacia la Paz, cuya ciudad cercaron. Pudieron vencer la resistencia que se les opuso, y entraron el 24 favorecidos por el pueblo que se sublevó, matando a muchas personas inclusive el gobernador intendente marqués de Valdehoyos, militar inteligente pero aborrecido por su dureza. Mandaba allí desde 4 de junio de 1813, y Abascal intentó traerlo al Cuzco de presidente. Pero mientras los vecinos de la Paz pidieron su continuación en 15 de junio de 1814 recomendándolo mucho, los autores de la revolución del Cuzco mostraron fuerte queja diciendo que ese nombramiento había merecido la reprobación general. Véase Hoyos.

Poco tardó en aparecer el general Ramírez con la división que se había desprendido del ejército, y el 2 de noviembre encontró a los revolucionarios en las inmediaciones del pueblo de Achocaya donde en un reunido encuentro fueron completamente derrotados. Ramírez descansó en la Paz hasta el 17 en que siguió para Puno, donde hizo pasar por las armas al doctor don Manuel Villagra auditor de las tropas del cura Muñecas, y a algunos más.

La junta del Cuzco había dirigido otra expedición sobre Arequipa con el brigadier Pumacahua y don Vicente Angulo. La ciudad carecía de medios de defensa, pero la hizo hasta donde le fue posible, perdiéndose sus pocas fuerzas en el combate de la Apacheta el 9 de noviembre de 1814. Vencidos y prisioneros el general Picoaga y el intendente Moscoso, fueron conducidos al Cuzco, y pasados por las armas en sus calabozos en la noche del 29 de enero de 1815, colgándose en una horca 1815 cadáveres. Véanse todos estos nombres.

La venida de Ramírez obligó a Pumacahua a abandonar a Arequipa: se replegó sobre el Collado llevando a brazo sus muchas piezas de artillería que no podían trasportarse a lomo de mulas. Ramírez entró en Arequipa y dio a su división dos meses de reposo, por tener numerosos   —45→   enfermos y diversas necesidades en sus filas. Por entonces fueron fusilados por orden suya los distinguidos patriotas don José Astate y don N. Cherveches.

Pacificadas las provincias de Arequipa, tomó Ramírez la ofensiva, y marchó sobre Lampa dejando el mando al brigadier don Pío Tristán. El Virrey increpó su demora, pues no contando con ella había reforzado al comandante González haciéndole avanzar de Guamanga sobre Andaguailas, y encargando de la intendencia al coronel don Narciso Basagoytia. Los de la revolución sofocaron un movimiento reaccionario que se hizo en Tinta. González el 4 de febrero de 1815 obtuvo en Matará y Cuesta del Inca un nuevo triunfo, tan sangriento como los anteriores, pues este jefe y sus soldados de Talavera no daban cuartel y asesinaban a los prisioneros: él fue quien redujo a cenizas el pueblo de Chiara.

Pumacahua y Angulo esperaron a Ramírez en las posiciones de Humachiri y Santa Rosa. Tenían 500 fusileros, 30 cañones, muchos miles de indígenas con ondas, chuzos y macanas, y no poca caballería. El once de marzo se avistaron, y después de combatir en diferentes ataques con temerario arrojo de una parte y otra, los realistas quedaron vencedores a costa de gran mortandad. A la mañana siguiente se recogieron considerables despojos; se destrozaron muchos cañones y quemaron sus cureñas. Siguieron crueles ejecuciones en Sicuani, donde después de un aparato de consejo verbal, fue ahorcado Pumacahua el día 18 su cabeza enviada al Cuzco. Véase Pumacahua. Véase Melgar, auditor de guerra, fusilado antes sin forma de juicio, lo mismo que un coronel Dianderas, y el cacique de Humachiri.

Entró Ramírez en el Cuzco el 25 de marzo sin dificultad alguna, pues sabido el desastre, había estallado una reacción que facilitó la captura de los caudillos. Allí se elevaron nuevos patíbulos y hubo muchos presos. El 29 fueron pasados por las armas los generales don José y don Vicente Angulo y don Gabriel Béjar; después don Pedro Tudela, don Mariano Angulo, don Mateo González, don José Agustín Becerra y otros. Véanse los artículos tocantes a ellos.

Abascal en su relación de Gobierno elogió la pericia de Ramírez en la batalla en Humachiri, pidió al Rey le condecorara con la gran cruz de San Fernando que no llegó a dársele. Acababa de crearse en España para premiar acciones distinguidas, así como la de San Hermenegildo para recompensa de los años de servicio. En cuanto a ascensos no fue pródigo el Virrey en esta vez; pero hizo repartir terrenos en propiedad a jefes, oficiales y tropa por decreto de 13 de abril de 1815; señalando el número de topos según el grado o clase de cada uno, y facultándoles para elegir los puntos en que les acomodase tener esta propiedad que podrían desde luego enajenar. Ramírez dispuso se jurara nuevamente al Rey en el Departamento del Cuzco, y envió al Virrey la bandera principal de los revolucionarios, y las casacas de los caudillos ricamente bordadas.

Fernando VII en 1814 ocupó en trono, y las potencias aliadas prometían garantir la integridad de la monarquía española, estando ya Napoleón en la isla de Elba. En la península había numerosos ejércitos, y era de suponer se destinasen fuerzas a Sud-América. A esta fundada conjetura atribuyó Abascal la paralización de los argentinos, que dio tiempo a las operaciones de Ramírez sobre el Cuzco, sin que el ejército hubiese tenido que abandonar las provincias del Alto Perú. Hízose un canje de prisioneros, y en las comunicaciones habidas al efecto, se advirtió un lenguaje comedido y cortés de parte del general contrario.

Pezuela continuó en Cotagaita; y ya por diciembre de 1814 se extendió el ejército de Buenos Aires a Humahuaca y su vanguardia hasta   —46→   Yaví a órdenes de Güemes. Constaba de seis batallones, dos escuadrones de granaderos, y numerosa artillería: más de cinco mil hombres comandados por el general Rondeau. Este ejército no había aprovechado de la azarosa situación en que estuvo Pezuela; y entre las causas que motivaron su inacción, se contó la de que en un batallón formado de españoles prisioneros de Montevideo, se conspiraba para apoderarse de Rondeau, viniéndose al ejército del Alto Perú. Descubierto el plan, en que se hallaba mezclado el gobernador de Salta, fueron aquellos desarmados y enviados a Tucumán, con más, una parte del batallón número 1.º, dispuesta a secundar ese hecho.

El incansable Abascal se había atrevido a proponer a Osorio que pasara la cordillera de Chile con tres mil hombres y ocupando Mendoza, expedicionase sobre Córdoba y Tucumán. Debió desistir de este proyecto, porque Osorio envió fuerzas con destino al puerto de Arica, a donde llegaron en mitad de junio de 1815; y fueron el batallón de Talavera en que venían muchos chilenos, habiendo quedado en Chile parte de él: y el de Castro que así se denominaba un cuerpo muy aguerrido y moral formado en Chiloé. Véase Maroto, en cuyo artículo se dice qué clase de hombres fueron los que componían el batallón Talavera ya regimiento. En ese mismo mes llegó al Cuzco González, el que acababa de someter en la provincia de Guamanga los partidos de Cangallo y otros. Así como lo había conseguido con numerosas víctimas, ejecutó con muchas más el encargo que le dio Ramírez de sofocar un nuevo alzamiento que estalló en Ocongate y Marcapata. Ramírez tuvo gran número de desertores, porque la seducción no cesaba en el Cuzco, pero reemplazó sus bajas y emprendió su regreso al Alto Perú.

La vanguardia argentina había sorprendido y derrotado el 17 de abril un escuadrón español mandado por el coronel Vigil en el «Puesto del Marqués»; con cuyo motivo, y el de no descansar diferentes guerrilleros que acometían con frecuencia a Chuquisaca y Potosí, tuvo el ejército que retirarse, y se acordó hacerlo hasta Oruro, pues los contrarios avanzaban ya con su grueso ejército. El 11 de abril dejó Pezuela a Cotagaita y se situó en Chayapata. Cochabamba había tenido que rendirse a Arenales, y aquellas dos ciudades también fueron ocupadas por las tropas de Rondeau.

Entre tanto el intendente de Puno don Francisco de Paula González, empleó no pocos esfuerzos en pacificar el territorio de Puno. Venció en repetidos encuentros de armas, y fusiló sin piedad a cuantos caudillos cayeron en sus manos, uno de ellos el coronel don Miguel San Román: lo mismo hicieron sus tenientes, extendiendo sus crueldades a muchos otros. En junio, aún le faltaba destruir al clérigo Muñecas que obraba por Guancané, y al fin sucumbió trágicamente. Véase González, Francisco de Paula. Véase Muñecas, y San Román.

El 15 de junio se reunió al ejército en Chayapata el batallón Talavera procedente de Arica con un abundante parque remitido por Abascal quien envió a Pezuela sus últimas instrucciones. El 23 de julio llegó al ejército el batallón Castro, y tres días después el general Ramírez con dos mil hombres de vuelta del Cuzco.

El Virrey veía próxima la conclusión de la guerra batido que fuese Rondeau: porque el anuncio de la venida a Buenos Aires de un ejército español al mando del general Morillo, era suficiente razón para esperar el término de la contienda en favor de la causa realista. Pero variado el destino de esa expedición, que desembarcó en Costa firme, debía contarse con que el ejército argentino sería aumentado por tropas de Buenos Aires si para ello había tiempo. Era sabido que Morillo tenía orden de   —47→   enviar por Panamá una división crecida al Perú, y Pezuela aguardaba que con ella se le reforzase para asegurar el ataque a Rondeau; no lo podía emprender desde luego, sin exponer la plaza de Oruro, con los depósitos que encerraba, al asalto de diferentes partidas de guerrillas. Y en efecto la amenazaban los caudillos que por separado hacían amagos por distintas direcciones, principalmente por la de Chayanta en que operaba Arenales. Abascal cometió la falta de no avisar a Pezuela que Morillo remitía solo 1600 hombres, lo cual sabía con evidencia, como se prueba por el número de trasportes que contrató y envió a Panamá.

Cuando Pezuela, que ocupaba Sorasora, perdió la esperanza de recibir nuevas tropas, tuvo noticia de que el general Rondeau permanecía solo a la defensiva, y que había elegido un campo, que fortificaba, en los llanos de Chayanta. No obstante lo cual la vanguardia realista a cargo del brigadier Olañeta, fue buscada el 20 de octubre en Venta y Media, por una división argentina la que allí sufrió un serio revés.

El 14 de setiembre de 1815 llegó al Callao la División remitida por el general Morillo, al mando del brigadier de caballería don Juan Manuel Pereira. La componía el batallón ligero Cazadores de Extremadura con 800 plazas, cuyo coronel era don Mariano Ricafort, el 4.º escuadrón del regimiento de Húsares de Fernando VII, el 4.º del de dragones de la Unión, una compañía de zapadores y otra de artillería. En Extremadura vino de teniente don Baldomero Espartero, que años después fue regente de España: de los dragones era jefe el coronel don Vicente Sardma que había sido uno de los tenientes del célebre «Empecinado». Estas tropas entraron en Lima el 18, y fueron revistadas por Abascal en la portada del Callao. El trasporte se contrató a 95 pesos por plaza, en todo 102000 pesos que el Virrey arrancó al extenuado cuerpo de comerciantes.

La constitución política que regía, trajo consigo la extinción de los tributos, y esto causó un enorme vacío en los recursos del Erario. Con la paz de Europa alcanzada en Waterloo, y las muchas fuerzas de que disponía el Gobierno, empezó ya a hablarse de una expedición de veinte mil hombres al Río de la Plata al mando del conde del Avisbal. No cabe duda de que el Gobierno español se resolvía a emplear sus ya desocupados ejércitos, para recuperar y conservar los dominios de Sud-América, y al efecto desde el regreso de Fernando VII, salieron diferentes expediciones, y se prepararon otras, aunque tarde, y expuestas a las contingencias que malograron algunas de ellas. Para realizar aquel propósito se designaron y apartaron muchos cuerpos poniéndolos a órdenes de un inspector general de América que se nombró, y lo fue el teniente general don Francisco Javier Abadía. Se le dieron diferentes facultades, y como la falta de recursos paralizaba los movimientos, se idearon y establecieron en España nuevas y especiales contribuciones y gavetas para adquirir fondos que hicieran frente a los gastos necesarios. Fueron gravados con pensiones los establecimientos de comercio, y no se olvidaron ni las casas de juego; así consta en la Gaceta de Lima de 18 de abril de 1816.

En real decreto de 8 de febrero de este año, se autorizó a todos para armar buques corsarios contra las fuerzas navales y el comercio de los Estados independientes. Cedió el Rey a los armadores el íntegro producto de los cargamentos de las presas: otorgoles libertad absoluta de derechos aun para efectos extranjeros; les permitió tripular las naves con gente de cualquiera procedencia: que tornasen armas, pólvora etc., de almacenes reales y ofreció que las tesorerías pagarían sueldo a dichos corsarios etc. Gaceta de Lima.

A las tropas que trajo Pereira se ofreció en España pagarles en el Perú sus haberes, atrasados y el valor de las raciones de vino que les tocaran   —48→   según el tiempo del viaje. No había como hacer estos grandes gastos; los soldados de Extremadura no conformándose con la demora, se sublevaron en el cuartel de la Recoleta el 7 de noviembre de 1815 para exigir la satisfacción de sus créditos. Los oficiales no pudieron sofocar el motín, y los jefes de pronto fueron desobedecidos. El batallón marchó al cuartel de artillería para que esta tomara parte en el movimiento, lo que no sucedió: toda la guarnición de Lima se puso sobre las armas. En cuanto Abascal supo lo que pasaba, tomó un caballo y corrió al campo de instrucción donde encontró al batallón, y con él al brigadier Pereira. El Virrey habló enérgicamente a la tropa; sus palabras produjeron el efecto que se propuso, y le otorgó perdón asegurándola que sería muy riguroso contra cualquiera falta posterior de disciplina. En el cuartel de Monserrat tuvieron los oficiales de Húsares muchas dificultades para contener a sus soldados, que sable en mano querían tomar la calle como algunos lo hicieron, pues existía una combinación anticipada. El Escuadrón Dragones de la Unión no se hallaba en Lima. El coronel Ricafort había marchado al Cuzco de residente interino, cargo que se negó a admitir antes el brigadier Pereira. Ricafort llevó al Cuzco la sexta compañía de su batallón, y sobre esa base formó allí el segundo batallón del regimiento, que más tarde perdió su nombre y el número 34 que tenía; dándosele el de «Imperial Alejandro 45 de línea». Por diciembre de 1815, los jefes, oficiales y tropa de Extremadura cedieron al Rey la cuarta parte de sus ajustes de este año importante 350 mil reales vellón. Este donativo lo aceptó el Virrey con fecha 17 de ese mes.

El general Pezuela salió de Sorasora con su ejército el 1.º de noviembre: todo el mes trascurrió en operaciones indispensables, y en razón de las que ejecutaba el ejército argentino que abandonando Chayanta adoptó por teatro de batalla las lomas y llanuras de Sipesipe. El día 29 decamparon los realistas de la hacienda de Viluma y se dio principio al combate que fue largo y reñido, concluyendo por la derrota de la infantería argentina que no pudo rehacerse a pesar de los esfuerzos de la caballería, que maniobró e hizo sus ataques dando serios apuros a los españoles que al fin la pusieron en fuga. Los restos vencidos se retiraron por Chuquisaca en corto número con el general Rondeau herido: el brigadier Olañeta los persiguió hasta alguna distancia.

El general Pezuela dio en Viluma el ascenso a teniente general al mariscal de campo Ramírez; y el virrey Abascal al aprobar esa y otras promociones, confirió el mismo empleo al general en jefe, cuyo rango era igual al de Ramírez. Remitió aquel tres banderas tomadas en esa batalla para que se colocasen en la capilla del cuartel de artillería, dedicada a Santa Bárbara y que construyó el mismo Pezuela.

No habían faltado en Lima agentes que combinados, o no, con los revolucionarios del Cuzco, se echaron a conspirar, alentados por el conocimiento que tenían de la situación crítica del ejército del Alto Perú, y de lo diminuto de la tan desmembrada fuerza que guarnecía la capital. Fue uno de los más activos inventores de diferentes proyectos el doctor don Francisco de Paula Quirós, hábil abogado, cuya audacia rayaba en temeridad. Él había irritado al Virrey en las cuestiones electorales, y cuando se trató de su prisión, salió de fuga para Arequipa. Allí inquietó los ánimos; el intendente Moscoso, no sin causa, le tuvo por cómplice de la revolución de Paillardelle en Tacna y de la posterior del Cuzco, y lo remetió preso al castillo del Callao. Pronto alcanzó su libertad por medio de influencias que lo favorecían, y se dedicó a ejercer la abogacía en Lima; pero más contraído estaba a poner en juego cuantos resortes pudieran tocarse para dar al Virrey un golpe que fuera el último que cayera sobre   —49→   el poder español. Quirós se hallaba ligado al conde de la Vega a don Tomás Menéndez y a muchos otros que sin cesar conspiraban: entró en acuerdos con el teniente coronel don Juan Pardo de Zela y demás oficiales del ejército argentino presos en los calabozos del Callao, y con ellos y la intimidad que ya tenía con Magán, Estacio, Patrón, Puente Arnao. Otros subalternos peruanos del batallón de milicias «del Número» que hacía el servicio de la plaza, llegó a contar con varios preparativos para un movimiento que era natural encontrase, graves dificultades para ser ejecutado, y más teniendo por base un tumulto popular. Vinieron, como no podía dejar de suceder, las denuncias, prisiones y persecuciones en que quedaron envueltos el conde de la Vega y algunos individuos de quienes nunca apartaba la vista el astuto virrey Abascal, por sus antecedentes y complicidad en otros malogrados proyectos. Véase Quirós.

Como todas las provincias del Sud estaban movidas y dispuestas para la revolución, en muchas se hicieron tentativas que careciendo de inmediato y positivo apoyo, tuvieron que fracasar a su turno, y siempre con algunas víctimas. Hubo en Tarapacá sus alborotos en 1815, que sosegados inmediatamente, ocasionaron la muerte del caudillo Choquehuauca, pasado por las armas en Tacna el 16 de febrero de 1816, y en Arica corrió igual suerte su compañero Peñaranda. El subdelegado coronel don Mariano Porto envío al Callao en el Bergantín San Felipe, varios presos a cargo del coronel don Antonio Palacios, y se recibieron en el castillo a fines de octubre de 1815. Fueron don José Gómez, Januario Rivera natural de Lima, Estevan Briseño y José Morales de Tacna, [este último juzgado ya y sentenciado en Lima] y Juan Ojeda Márquez, chileno. Tuvieron fraguada una revolución que debió estallar en Arica el 11 de dicho mes. Portocarrero dio al virrey un parte circunstanciado sobre el particular fecha de 18, diciendo que con motivo de la retirada del ejército del Alto Perú desde Cotagaita a Oruro había mucha inquietud en Tacna y Arica, que creció con la llegada de varios desertores, rugiéndose que un contraste era la causa de aquella, y que el general Pezuela venía a la costa con pretexto de enfermedad. Un movimiento intentado en Carangas reagravó la situación en circunstancias de no haber tropa en Arica.

El subdelegado temiendo que surgiesen novedades en Tacna, formó una partida de vecinos armados para la conservación del orden. Estando en ese arreglo lo avisó el comandante don Francisco Folch que a las siete de la noche del 11 por una denuncia que se le hizo, descubrió que Gómez y Morales habían limado en la prisión las chavetas de los grillos, y que a don Gavino Siles y Juan Ojeda se les encontraron limas para el mismo fin. El plan fue apoderarse de las armas, matar a los españoles y otros realistas, tomarse una suma de dinero existente en tesorería, y marchar a Tacna a continuar la revolución. Mezclados en el proyecto se hallaban muchos vecinos de Arica, y del valle de Azapa; algunos de influencia como el cabo Pablo Meza, Carlos Enríquez, Carlos Ruiz, Gerónimo Cabezas, Januario Rivera etc.; Gavino Siles fue el denunciante, y se sospechaba del sargento distinguido Zamora.

Decía el subdelegado que eran muchos los conjurados, y que carecía de fuerza para sostener sus providencias: no confiaba de Tacna, y Tarapacá se encontraba en alteración por un escandaloso disturbio habido entre el subdelegado don Manuel Almonte y el comandante don J. Francisco Reyes hasta el extremo de hacerse fuego y huir el 14 diciendo que quedaba el país insurreccionado. Que N. Peñaranda invadía con gente rebelde del Alto Perú, y que por todo esto se había, abstenido de abrir un juicio   —50→   adoptando el arbitrio de enviar al Callao a los mencionados presos, único acertado pues casi no contaba con persona alguna. «Que la decantada fidelidad de Arica no existía: que antes se había fomentado por la rivalidad con Tacna; que los vecinos eran unos hipócritas refinados que no estaban ya sublevados por su genio calculador, y que él, empleando la astucia, iba adelante en su idea de mantener Arica, para cuya tranquilidad se necesitaba de una guarnición».

Don José Gómez, cómplice de Paillardelle, era el mismo que estuvo oculto en Lima, y había sido uno de los principales actores en el movimiento preparado para el 28 de octubre de 1814, de que tenemos dada razón. Cuando fugó de Lima se le tomó en Tacna, y se hallaba en Arica: desde la prisión tramó la revuelta que pudo cruzarse por la denuncia de Siles. El Virrey mandó a la real Sala del Crimen formar un juicio tocante a lo de Arica: mas no pudo seguirse sino con respeto a Gómez, por no estar presentes los cómplices y los testigos. Véase Gómez.

En una real orden de 31 de julio de 1814, se había ordenado al Virrey hiciera escribir prolijos apuntes históricos de los sucesos ocurridos en la revolución Sud Americana, debiendo referirse y comentarse las causas que la hubiesen producido, sin omitir lo tocante al personal de sus caudillos y colaboradores. Abascal encomendó a algunos individuos ciertos trabajos dirigidos a llenar ese objeto, y es de creer que los enviaría a España. Al regente de la Audiencia del Cuzco don Manuel Pardo, encargó la tarea penosa de formar una relación exacta de todo lo que pasó en el Cuzco en 1814 y 15. Este documento se ha publicado, y comprende muchos antecedentes y particularidades interesantes: el autor aun dio en él su opinión sobre las innovaciones que convendría hacer en el sistema de gobierno de la América.

Fernando VII, a su regreso a España por marzo de 1914, declaró disueltas las Cortes y nula la constitución de 1812, que fue abolida en el Perú el 30 de diciembre de 1814, volviendo las cosas al estado en que se hallaban el año 1808, y quedando restablecido el tribunal del Santo Oficio. Publicose en Lima el 27 de octubre de 1815, un decreto del consejo de la suprema Inquisición de Madrid «concediendo para el reino del Perú, por gracia, el término de cuatro meses para que las personas de uno y otro sexo que hubiesen caído en el crimen de la herejía, o se sintiesen culpadas de otros errores, pudieran acudir a descargar sus conciencias bajo la seguridad del más inviolable secreto en cuanto dijeren contra sí, ¡¡u contra otros!! Que se les recibiría caritativamente, incorporándolos al gremio de la iglesia sin penarlos, ¡ni tomarles cosa alguna de sus bienes!».

Creada en España en 1815, la orden de Isabel la Católica para premiar los servicios notables de los realistas en América, se dio al virrey Abascal la gran Cruz de esa orden entre los primeros a quienes fue concedida.

En el mismo año rehabilitó el Rey a los jesuitas con fecha 29 de mayo; disposición que se comunicó al Perú en 10 de setiembre para su observancia. Los términos de estas reales órdenes pueden verse en la Gaceta de Lima, de 9 de abril de 1816. En la relativa a la América, aparece que el Rey se prometía que los jesuitas contribuirían a la pacificación de estos países, y mandaba se les admitiese y hospedase en sus antiguas casas y colegios, sin que se enajenasen sus bienes para poder devolvérselos a su tiempo.

En 15 de julio recibió Abascal una real orden para que llevándose a efecto un proyecto que él recomendó, y que fue iniciado por el doctor Unánue, se permitiesen y protegiesen las empresas dirigidas a la pesca de ballena en estos mares, pudiendo admitirse extranjeros para tripular   —51→   los buques nacionales que se ocupasen en esa industria, y concediendo a ella la libertad absoluta de todo derecho o gabela.

El 13 de octubre fue ahorcado en Lima el negro llamado «Rey del Monte», famoso capitán de bandoleros; acompañándole tres de sus principales cómplices que eran el terror de los valles inmediatos.

En el gobierno de Abascal se recibió la última partida de negros esclavos que vino al Perú, y se vendieron a 600 pesos cada uno. A los cuarenta años, y cuando con el testimonio de los padrones y otros comprobantes, nadie opinaba hubiese en el país más de quince mil esclavos, ocurrieron en la manumisión defraudaciones tan escandalosas que se pagaron 25200 con el gasto de 7560000 pesos. Aún hay reclamaciones por 1454 que valen 436200 pesos. Por cada negro se daban de derechos en los últimos tiempos del Gobierno español 4 pesos 4 reales y un peso al alcalde provincial, quien tomaba la filiación de ellos; y cuando fugaban, tenían los amos que abonar la aprehensión a 25 pesos por cada uno.

Llegaron las máquinas de vapor destinadas a desaguar minas a consecuencia de un proyecto en que figuraron don Francisco Ubille, el factor de la compañía de Filipinas don Pedro Abadía y don José de Arismendi. Lo apoyó con empeño el Virrey, y tuvo efecto en el Cerro, donde empezaron a funcionar aquellas por el mes de julio de 1815. Los gastos fueron crecidos, particularmente los de conducción al interior. El Virrey reformó el sistema de amonedación, estableciendo también para tirar rieles, máquinas aparentes y económicas que hizo traer y colocar en la casa de Moneda de Lima.

El 6 de diciembre de 1815, fondeó en el Callao la corbeta, rusa «Souvarou», al mando del capitán de fragata Michael Lazarof que daba vuelta al mundo haciendo observaciones científicas. Abascal colmó de atenciones a dicho jefe y sus oficiales, por lo que el Emperador le manifestó su gratitud en una carta, y le envió la gran cruz de Santa Ana. El Gobierno de España le permitió aceptarla en 23 de noviembre de 1816.

Del matrimonio que el virrey Abascal contrajo con doña J. Ascencio tuvo una hija, doña Ramona, que vino de poca edad al cuidado de su padre ya viudo. La alta sociedad de Lima se esmeró constantemente en darla pruebas de estimación muy distinguida. Esta joven, según se dijo, había tenido pretendientes de mérito que no alcanzaron atraer su voluntad: pero se decidió en 1815 por el brigadier don Juan Manuel Pereira que vino mandando la división remitida por Morillo. Pereira se fue en seguida a España con su esposa, anticipándose al Virrey que tenía reiterada su renuncia y esperaba el relevo. En efecto, el Rey había nombrado virrey del Perú al teniente general don Francisco Javier Venegas, marqués de la reunión de Nueva España, y por excusa de éste al general Pezuela con fecha 14 de octubre del mismo año 1815, reemplazándolo en el ejército del Alto Perú con el mariscal de campo don Estanislao Sánchez Salvador. Este último nombramiento quedó sin efecto, y lo obtuvo el general de igual rango don José de la Serna que llegó a Arica en la fragata de guerra «Venganza» el año de 1816. El teniente general don Juan Ramírez a quien dejó Pezuela el mando accidental del ejército, fue designado por el Rey para presidente de Quito, en lugar del general Montes.

La escuadra que tuvo España en Montevideo había sido vencida el 16 de mayo de 1814 por la armada argentina, a órdenes del denodado marino Brown natural de Inglaterra. Abascal, desde mediados de 1815, tuvo noticia de que en el Río de la Plata se alistaba una escuadrilla con destino al Pacífico; y aunque no estuvo dispuesto a creerlo, después comprendió que el Gobierno de Buenos Aires supo con anticipación que el   —52→   de España variaba el destino del ejército de Morillo como sucedió; pues sólo así pudo tener efecto la salida de Brown para el Pacífico. Cuatro buques a sus órdenes se presentaron delante del Callao el 20 de enero de 1816, después de haber estado en las Hormigas. Desde que el Virrey se apercibió de ello, mandó buques ligeros a trasmitir en la costa Sud y Norte esta novedad, a fin de evitar sorpresas, y para que algunas embarcaciones pudieran salvarse del peligro que las amenazara. Brown hizo al puerto varios ataques en que fue rechazado, volviendo a fondear en la isla de San Lorenzo. En las Hormigas y delante del Callao adquirió algunas presas, y pasados diez días se ausentó.

Abascal precisó al Tribunal del Consulado a que armase una flota que persiguiera a Brown, en circunstancias de hallarse exhausta la tesorería real. El Consulado alistó cinco fragatas y un bergantín, los mejores buques de la bahía; hizo cuantiosos gastos (más de 300000 pesos), se trabajó día y noche bajo la vigilancia de comerciantes comisionados, y el 14 de febrero quedó pronta esta escuadrilla que contaba con 126 piezas de artillería y 980 hombres al mando de un marino mercante español don Isidro Couseyro. Zarpó ese día, con rumbo al Sur en la suposición de que los enemigos se dirigiesen a las costas de Chile; pero Brown se había enderrotado a Guayaquil. Cuando Abascal recibió aviso de su paso por Túmbez, envió un buque a buscar a Couseyro, medida cuyo efecto fue muy tardío. Entre tanto Brown atacó a Guayaquil: allí cayó prisionero y obtuvo luego su libertad por medio de un canje con el nuevo gobernador brigadier don Juan Manuel de Mendiburu, uno de los pasajeros venidos de España en la fragata «Consecuencia» apresada delante del Callao. Los dos buques que le quedaron a Brown desaparecieron en seguida de estos mares. Véase Brown. Véase Couseyro, y Vasco Pascual.

El Virrey a costa de esfuerzos hizo marchar el 6 y 7 de mayo en dirección al interior y con destino al Alto Perú, a los escuadrones de Húsares y Dragones venidos de España. Era tal la penuria del Erario que se abrieron suscripciones en demanda de recursos, pues no los hubo para enviar el batallón de Extremadura al mismo ejército. Para que aquellos cuerpos pasasen del Cuzco, el presidente Ricafort exigió donativos a fin de hacer los gastos. Abascal a principios de 1816 fletó buques y los mandó a Panamá para trasportar de este puerto al de Arica el batallón Gerona, como se verificó, y para traer al Callao el batallón de Cantabria. De estos cuerpos procedentes de España, el 1.º debería pasar al ejército del Alto Perú, y el 2.º refundirse en el regimiento fijo de Lima, que tomaría el título de «infante don Carlos» según resolución de 6 de noviembre de 1815. Véase Monet.

El día 7 de julio de 1816 entró en Lima el nuevo virrey don Joaquín de la Pezuela. Abascal se hallaba padeciendo de una llaga en un pie que lo detuvo en la capital por pocos meses, hasta que en 13 de noviembre se embarcó para Cádiz en la corbeta «Cinco hermanos». Había pasado en 12 de junio al Tribunal del Consulado, su infatigable colaborador una nota muy satisfactoria, significándole su profunda gratitud por los grandes servicios del Tribunal y su comercio a la causa del Rey, como que se debía a sus esfuerzos (dijo) «la mayor parte de los triunfos y glorias del virreinato», y que deseaba ocuparse en España en bien y utilidad del comercio de Lima etc. El Consulado imprimió esta nota y su respuesta.

Luego se despidió de todos los vecinos notables en una circular que salió impresa, y a muchos visitó personalmente. Avisó su relevo a las autoridades recomendando a su sucesor, y dándoles gracias, lo mismo hizo con el pueblo y el ejército por medio de proclamas.

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En España se encontró ascendido al elevado empleo de capitán general: el Rey le colocó de Consejero del Supremo Consejo y Cámara de Guerra, y le relevó del juicio de residencia. Falleció en Madrid el 31 de julio de 1821 a los 78 años de edad. Díjose entonces que no había dejado fortuna; siendo cierto que su hija, heredera del marquesado de la Concordia, vivió no más que decentemente por sus pocos recursos.

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