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ArribaAbajoDiscurso sobre los grandes frutos que debe sacar la provincia de Extremadura de su Nueva Real Audiencia, y plan de útiles trabajos que ésta debe seguir para el día solemne de su instalación y apertura, 27 de abril de 1791.

Por JUAN MELÉNDEZ VALDÉS

Otro, sin duda, en este memorable día, en que se abre por la primera vez este santuario de la Justicia, y nos congregamos aquí para empezarla a dispensar a una de las principales y más ilustres provincias de la Monarquía española, hablaría, Señores, de las altas virtudes del Rey piadoso y bueno que vio el primero la necesidad y los grandes provechos de este nobilísimo Senado, y casi lo dejó ya establecido26; o del augusto sucesor que ha querido señalar el primer año de su fausto reinado por este memorable hecho, como en felicísimo anuncio de los bienes que derramará sobre sus amados españoles. Presentaría aquí a los generosos extremeños alzando la voz, arrodillados a los pies de Carlos, y exponiéndole, humildes, las incomodidades, los enormes gastos, las tiranías sordas, las duras y casi necesarias vejaciones a que se veían reducidos por no tener en el centro de su ancho territorio un tribunal alto de Justicia donde clamar y ser juzgados; los infelices arrastrados continuamente casi cien leguas de sus pobres hogares por las dañadas artes del poder y de la mala fe; los padres de familia abandonándolas con lágrimas para asegurarles la subsistencia en los bienes de sus mayores torcidamente disputados por un caviloso pleiteante; y no pocas veces los mismos ministros de la ley dominados del feo interés o una torpe pasión, y transformados de padres en tiranos, amenazando con vara de hierro a los infelices pueblos encomendados a su crudo gobierno, y éstos sofocando en secreto los amargos gemidos de su penosa esclavitud, o mal atendidos en tribunales lejanos, donde no alcanzaran, o llegaran desfigurados los lastimeros gritos de su opresión y sus necesidades.

La justicia misma presentaría yo protegiendo sus fervorosos ruegos y elevándolos al trono, autorizados con los sufragios de las dos más célebres lumbreras del Senado de Castilla, los Excmos. Condes de Floridablanca y Campomanes27, y al piadoso corazón de Carlos con aquella sabiduría y humanidad solícita, que le fueron como naturales mientras viviera, escuchando benignamente la súplica de sus amados pueblos, y encomendando a su augusto hijo la justa pretensión de Extremadura; a este mismo hijo, ya Rey y sucesor de las virtudes y altos designios de su piadoso padre, acordando con el ilustrado Ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la fausta erección de nuestra nueva Audiencia, y haciendo con ella la felicidad y el gozo de toda una provincia.

Otro, tal vez, se dilataría en estas grandes cosas, y tomando lleno de entusiasmo la voz fiel y expresiva de Extremadura, ofrecería hoy a los Borbones entre lágrimas de júbilo y ternura el tributo más puro de su fidelidad y gratitud por tan señalado beneficio; pero el corto caudal de mis talentos y elocuencia se confiesa muy inferior a empresa tan difícil, y la deja de buena gana a otro orador más ejercitado y maestro en el sublime arte de celebrar las acciones virtuosas y grandes; mientras unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre nuestros hombros desde este señalado día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; no defraudar la expectación pública que nos contempla en silencio; y llenar así los vastos designios concebidos por la patria en la erección de este augusto Senado.

En efecto, si como Magistrados habíamos jurado ya entre sus manos los más santos y difíciles deberes, y éramos deudores al público de nuestros talentos y afecciones, de todo nuestro tiempo, de nuestro descanso, y hasta de nuestra vida; si teníamos encomendada a nuestro cuidado su felicidad y su reposo, y debíamos velar para que él descansase; si como oráculos de la justicia y de las leyes nos veíamos en la estrecha y sagrada obligación de instruirnos continuamente para convertir nuestra instrucción al beneficio común; si no nos era dado el contentarnos apocadamente en nuestros tribunales con dispensar la justicia privada a las partes que nos la demandaban, sino que debíamos estudiar sin cesar la constitución de las provincias, el genio de sus habitantes, sus virtudes y vicios, su agricultura, su industria, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo, y hasta los mismos errores y preocupaciones más envejecidas, para sacar de todo ello aquella ciencia pública del Magistrado, aquel tino político y prudencia consumada que hacen acaso la parte principal de su elevado ministerio, y sin la cual no puede labrarse la felicidad de ningún pueblo ni se llenan dignamente nuestras santas obligaciones; como ministros escogidos por la solicitud y paternal amor del Sr. D. Carlos IV, y colocados hoy para regenerarla en el centro de esta ilustre provincia, que hasta ahora puede decirse no ha oído sino de lejos la voz de la justicia, ni sentido su mano bienhechora, ¿qué no deberemos trabajar?, ¿a qué no estaremos obligados o qué tareas nuestras, qué solicitudes serán bastantes a tan graves y difíciles encargos?

Así es, Señores; y si todo Magistrado debe ser instruido, nosotros debemos añadir más y más a las luces comunes, y aumentar con inmensas usuras el caudal de ciencia adquirido en nuestros tribunales. Si todo Magistrado está puesto en una atalaya de continua solicitud para las necesidades de la patria, nosotros debemos velar día y noche, y añadir tarea sobre tarea para la felicidad de Extremadura. Si debe ser inocente como la ley que representa, y no hacer ni pensar cosa indigna de su alto ministerio, nosotros, que venimos por la primera vez a esta provincia y somos en ella la expectación y el ídolo de sus honrados habitantes, ¿a qué no deberemos sujetarnos para conservar a la toga su noble decoro y majestad? Si la torpe avaricia, la pasión, el sórdido interés, el espíritu de partido, la envidia vil, la maquinación y la dureza deben hallar inaccesible el corazón del Ministro de la ley, y su alma incontrastable a sus fatales seducciones, entre ellas y nosotros debe haber siempre un muro de bronce, y ser tan iguales e impasibles como estas mismas leyes, para ofrecer con manos puras nuestros sacrificios a la justicia, y pronunciar sin rubor sus sacrosantas decisiones. Y si, por último, sin la humanidad, el amor a la patria, la clemencia, la sencillez, el orden, la atención, la firmeza, la grandeza de alma y todas las virtudes, el Magistrado se degrada siempre y cae derrocado de su alto ministerio entre el deshonor y la bajeza, nosotros, que hemos contraído con la Nación y el Soberano otros nuevos y más sagrados vínculos, aceptando estas sillas, debemos ser o los primeros de los togados españoles, o abismarnos por siempre en el más torpe envilecimiento, baldón y oprobio de la justicia contristada.

Hubo un tiempo en que la ciencia del Magistrado se creía reducida entre nosotros a los estrechos límites de distribuir la justicia privada, lanzar a una familia y autorizar a otra en una posesión, repartir una herencia, o castigar el robo y el homicidio sin indagar sus causas, ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos. Las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho público, la moral, la economía civil, o no habían por desgracia nacido, o estaban en su infancia censuradas y aun mal vistas, cultivadas por pocos y sobre principios insuficientes. Las Universidades, el taller de la Magistratura con los vicios de su ancianidad, adictas religiosamente a las leyes romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes, criaban por desgracia una juventud que, entre mucho de gritos y sofismas, se envanecía contenta en la estrecha esfera de conocimientos estériles que en sus aulas se adquirían, y encanecía en la toga sin salir, si me es dado decirlo, de los primeros elementos de la verdadera Jurisprudencia. La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso; la industria desmayaba; desfallecía la agricultura; la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse los delitos en la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones extranjeras, que despertando antes y corriendo con ardor por el inmenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimiento útiles y, con ellos, en industria y prosperidad.

Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen con ellas en su mano su felicidad o su ruina28; pero esta importante cuan sencilla verdad, o se había olvidado entre nosotros, o, aunque de clarísima evidencia, no estaba aún bastante conocida para hacer de ella un principio, ni calcular dignamente su inmensa utilidad; siendo como indispensable en el orden moral el reinado feliz de los Borbones para darle una luz nueva, y restaurar así la Monarquía española, que agonizaba con la débil y enfermiza vida del último Austriaco. A la voz creadora del Sr. Felipe V, las ciencias abandonadas vuelven a renacer en el suelo español, y empieza con ellas un nuevo orden de cosas en bien de la Nación; los talentos se agitan, y sienten la activa impaciencia de instruirse; recobran las leyes su augusta autoridad, y se renuevan o mejoran; y los Magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto y ejercitar su noble celo. Síguenle el pacífico Fernando y su piadoso y justo hermano; la Ilustración a su impulso crece por todas partes, propagada con mayor rapidez, y son a su sombra mejor oídas las reformas útiles. La moral y la filosofía, las luces económicas, las ciencias del hombre público hallan protección en el trono, y empiezan a contar ilustres aficionados en la toga, hirviendo todos en el noble deseo de instruirse y adelantar en ellas dignamente hasta igualar a las naciones que nos compadecían, si ya no se mofaban de nuestras estériles tareas.

Estas ciencias las necesitamos nosotros más particularmente en la brillante carrera que hoy se nos presenta; debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo.

Otras provincias, a quienes cupo la suerte de tener ya en su seno un Senado a quien clamar en sus necesidades, son conocidas y escuchadas de él; sus Ministros han podido estudiarlas por una larga serie de observaciones prácticas, y han logrado en gran parte de la mano bienhechora de la justicia las mejoras y auxilios de que son capaces. Los expedientes generales, las demandas fiscales, las representaciones, los recursos, y hasta los mismos pleitos y desavenencias de las partes, han sido indirectamente otros tantos medios de conocer su estado, sus atrasos y disposiciones para poder ocurrir a sus necesidades con saludables medicinas.

Pero Extremadura ha sido hasta aquí en el imperio español una provincia tan ilustre y rica como olvidada, aunque nunca le hayan faltado hijos insignes que pudieron darle su parte en la administración pública, como otras la han tenido. Todo está por crear en ella, y se confía hoy a nosotros. Sin población, sin agricultura, sin caminos, industria ni comercio, todo pide, todo solicita, todo demanda la más sabia atención, y una mano reparadora y atinada para nacer a su impulso, y nacer de una vez sobre principios sólidos y ciertos, que perpetúen por siempre la felicidad de sus hijos y, con ella, nuestra honrosa memoria. Hasta aquella escasa porción de conocimientos que en otras provincias se suele hallar entre sus nobles y su clero es aquí por lo común más limitada; la veréis envuelta en sombras y tinieblas espesas. En medio de un suelo fértil y abundante, como aislados en él y apartados de la metrópoli por muchas leguas, sin puertos ni ciudades de grande población, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, perfeccionan sus artes y sus vicios, ni el clero, ni los nobles de Extremadura pudieran cultivar hasta ahora sus ricos y admirables talentos según sus honrosos deseos. Así que, retirados y ociosos en el seno de sus familias, con unas almas grandes y elevadas, pero duras y encogidas, han cuidado más bien de disfrutar sus gruesos patrimonios y acrecentar sus granjerías, que de salir a ilustrarse ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias. No es culpa suya, no, esta escasez de luces. Enclavados, por decirlo así, en lo postrero de España, en un ángulo de ella poco frecuentado; sobrados en su suelo y sus hogares, sin deseos vivos que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos donde recibirla dignamente, no les ha sido dado otra cosa, ni aquella activa impaciencia de la necesidad, superior a los estorbos, que todo lo allana y lo sojuzga. Y esta ilustre provincia, cuyo genio pundonoroso la arrastra al heroísmo en todas las carreras, cuyos hijos se han señalado siempre en cuanto han emprendido de grande y de difícil, y que con las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses mudó en otro tiempo la faz de Europa, abrió al comercio y la industria las anchísimas puertas de un nuevo mundo, y a la sabiduría un campo inmenso, una inexhausta mina de observaciones y experiencias en que ocuparse y engrandecerse; es hoy, por desgracia, la menos industriosa de las que componen el dominio español, y la que menos goza de sus inmortales hijos29 .

Hoy se fía a nosotros el empeño difícil cuanto honroso de proveer a tan graves necesidades, de regenerarla, de darle nueva vida. ¡Qué empleo tan augusto y sublime!, ¡qué satisfacción tan pura!, ¡qué llenos y sazonados frutos de gloria y alabanza nos aguardan en la posteridad, si sabemos sacar de nuestra posición y la suya las grandes ventajas que podemos en tan ilustre y señalada carrera! De nuestra sabiduría, de nuestra constante aplicación, de nuestro celo paternal espera y debe recibir Extremadura todo lo que le falta. Bien hemos podido conocerlo en la delicada visita que acabamos de hacer, y en los graves objetos que se encomendaron en ella a nuestro examen30. No fue por cierto la molesta y odiosa residencia de un corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un alcalde parcial, o los criminales manejos de un escribano infiel o caviloso, lo que impidió hasta ahora las funciones de nuestro augusto ministerio, y nos llevó a visitar nuestros partidos con tan afanosa solicitud.

Cosas mayores nos encomendó y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos IV. Su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común han debido ocupar nuestra especulación, y llamar hacia sí todo nuestro cuidado. Nosotros, que reunidos ahora bajo este glorioso dosel empezaremos a dispensar con inalterable igualdad a estos pueblos la santa justicia, y a escuchar cada día sus clamores o sus quejas, hemos ido antes a atenderlos de cerca y en medio de sus mismos hogares, a conocer su estado y sus necesidades verdaderas para poderlas remediar más acertadamente. Nada ha debido desestimar nuestra atención, nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación.

No digo por esto que hayamos debido descuidar en nuestras residencias el importante punto del orden y distribución de la justicia; ¡ojalá que esté yo poseído de un temor vano, y que el éxito no responda a mi triste desconfianza!; pero en unos pueblos llenos de bandos y partidos, y ciegos por mandar a cualquier precio; entre gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar; en unas villas donde los corregidores han podido ser déspotas, y donde siempre se halla a mano desgraciadamente un genio maligno y revoltoso, dispuesto a la acusación y a la calumnia para enredar en pleitos y perder familias enteras; en un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos, que habrán sofocado con su voz imperiosa el gemido del pobre y hecho valer, para arruinarlo con mil injustas pretensiones, el dinero y el favor; forzoso es que a cada paso hayamos visto con íntimo dolor conculcada la majestad de las leyes y trastornado el orden judicial.

Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientras que otras faltas livianas se hayan acriminado con encono y furor; calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un celo santo, o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente, y todo género en fin de desorden y maldad. Procesos habremos hallado empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros, de tal arte confundidos, que el genio más perspicaz y ejercitado no acertaría a desenmarañarlos, ni a sacar de entre sus heces el punto dudoso ni sus pruebas. Causas se hallarán o rotas o truncadas, y mostrando otras en cada diligencia ignorancias o prevaricaciones. ¡Cuán difícil, cuán arduo habrá sido aplicarles a todas una mano reparadora y volver a la justicia su noble y santa sencillez! ¡Qué molesto, qué amargo para el Magistrado estudioso que siente todo el precio de los días, y los ve volar y deslizarse sin sacar fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre!

Mas la obligación del ministerio lo exigía, su voz imperiosa lo mandaba, y ha sido forzoso inclinar la cerviz y obedecer; enmendarlo y repararlo todo, disimular aquí, usar allí de rigor, más allá de cautela, en otra parte de resolución, y en todas de una prudencia consumada para asegurar el acierto. Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos por su ilustrada observación31; y el Tribunal formado hará de todos ellos la digna estimación que se merecen para establecer la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezar un sistema de obrar inalterable en que habla la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez.

Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un celo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcanos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible; hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que hemos visitado; de que muchas de sus faltas, por abultadas que se ofrezcan, son, sin embargo, efectos necesarios de su antigua constitución y el olvido en que han yacido; y si los tribunales mismos de donde venimos, en medio de su continua vigilancia, se ven a cada paso en la triste, pero forzosa necesidad de cerrar los ojos sobre ciertas culpas livianas, o de corta influencia en el sistema general (porque quererlo remediar todo sería destruirlo todo y confundirlo, distrayéndose a cosas de aire32 con olvido de las más importantes), seamos nosotros hoy aun más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con un saludable rigor lo que ya no pueda disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal.

La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, obra de las luces de nuestros días, y fruto de su prudencia consumada. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la Nación, una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles, un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás, su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales, autorizadas cual se ven no pocas por sus mismas ordenanzas, y que si un Magistrado nuevo desdeñase en el día, o quisiese contradecir, sería al punto mal visto, censurado, desatendido de sus compañeros, y tenido de todos por orgulloso novador.

La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan donde quiera el mismo lenguaje incorruptible y puro; pero la versión de este idioma y su acertada aplicación la ha de hacer siempre el hombre, que es en todas partes, sin advertirlo, esclavo desgraciado de sus opiniones, de la edad en que vive, de los libros y doctos que le cercan, del cuerpo a que está unido. Mas nosotros, que fundamos este ilustre Senado a fines del siglo XVIII, en que las luces y el saber se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan que desear; en que todo se discute, todo se profundiza; en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruinoso edificio de los prejuicios y el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que a impulsos de la sabiduría y patriotismo del jefe supremo de la magistratura se han examinado en el Senado de la nación tantos expedientes generales sobre puntos gravísimos33; en que las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública; y en que, por último, se ha demostrado la descuidada cuanto eterna verdad de que todo se toca y está unido en la legislación como en el gran sistema del universo34; de que la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social y la felicidad pública; de que despojar o mantener a un pobre labrador en sus arrendamientos anima o desalienta la agricultura en todo un territorio35; juzgar la causa de dos fabricantes aniquila o hace florecer una industria; favorecer o dar por tierra a un solo privilegio vuelve todo un pueblo a la justa igualdad de la ley, o lo divide en bandos enemigos; y condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad, las causas necesarias que lo produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, puede ser multiplicarlo en vez de destruirlo; nosotros, que, en este tiempo venturoso, entre estas luces saludables, con tan largos, tan copiosos auxilios, entre estos principios y opiniones, erigimos este Senado, debemos nivelarlo con el siglo y fundarlo de necesidad sobre su alta sabiduría y sus dogmas de legislación.

Nos degradaríamos si obrásemos de otro modo; y la Nación y sus sabios, que nos contemplan en silencio para juzgarnos después con severidad incorruptible, nos clamarían llenos de indignación: «¿Qué habéis hecho vosotros que fuisteis entresacados de los tribunales españoles para tan grande obra, y en quienes depositamos toda nuestra esperanza? ¿Qué fue de vuestro saber y vuestro celo? ¿Qué de vuestras decantadas tareas? ¿Dónde está el fruto, dónde, de vuestra prudente sabiduría? Mostradnos ese plan, esos principios, ese orden de cosas que habéis establecido. ¿Tuvisteis por delito el apartaros de las sendas comunes, o nada habéis hallado que mejorar en ellas? ¡Delincuente cobardía!, ¡ceguedad vergonzosa! En medio de tanta luz como nos ilumina, ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al tribunal de la razón, que los juzga y proscribe en todas partes; ¿y vosotros lo ignoráis? Ella los persigue y ahuyenta, ¿y los acogéis vosotros? Aquellos mismos que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quien la suerte libró de su dominio, volvisteis preocupados a doblarles la cerviz? ¿Tan mal los conocéis? ¿Tanto los idolatráis? Otras esperanzas concebimos al colocaros en esas sillas, otros fueron nuestros anhelos, y otros servicios y ejemplos nos debéis.»

No sea así, Señores, no sea; y en cuantos ramos se sujetan a nuestra especulación y han sido digno objeto de nuestros desvelos y tareas, abracemos con sabia libertad las novedades útiles que puedan mejorarlos. Es propio del hombre y cuanto él hace degenerar y corromperse; y el edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruinoso, al cabo se destruye. Cerremos pues los oídos al importuno clamor de la costumbre y la torpe desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos; obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía. ¿Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia?; ¿y qué de reformas promover y llevar a feliz término en bien de la humanidad y nuestra patria?

La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar. ¡Ah, si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición del delincuente en sus prisiones!; ¡si alcanzasen a hacer menos común su arresto sin riesgo de su fuga!; ¡si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación!; ¡si hiciesen más pronto y más igual, más análogo el castigo con la ofensa!; ¡si lograsen desterrar, ahuyentar para siempre del templo augusto de la justicia esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española y mal traído a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio!36; ¡si arrancasen un solo inocente del suplicio!; ¡si hicieran que entonces la ley le dispusiese una llena reparación de sus perjuicios y amarguras, como le hubiera multado con sus penas hallándole culpado!; ¡si lograsen una que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas que le castigan!; ¡si alcanzásemos al fin que una distinción, un color, un galardón cualquiera, pero solemne y público, nos señalasen al padre de familias honrado, al artesano industrioso, al comerciante fiel, por cuán afortunados nos podremos tener!, ¡con qué honor sonarán nuestros nombres de una en otra edad!, ¡y cuántas bendiciones nos preparan en ellas las almas sensibles y los amigos del género humano!

La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí, a ejemplo de las pequeñas y dispersas, estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra de tiempo inmemorial37. La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercara y uniera mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en el gran sistema de la naturaleza para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión38, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas, les clamaban en fin por otra parte para completar esta dichosa unión, y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias39. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado la desfiguró en su raíz haciéndose el centro de ella, y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, alzó un tirano odioso en cada hombre, que no aspiró a otra cosa que a doblar a sus iguales a su injusta voluntad, sacrificados a sus antojos o a sus desmedidos deseos.

Entonces habló la ley por la primera vez alzándose como señora sobre todos; y señalando a cada uno con el acuerdo más prudente el lugar que debiera llenar en el cuerpo social, intimándole en él sus derechos y obligaciones, les dijo con imperiosa voz: «Tú mantendrás este lugar; mi brazo te protegerá, y al que asaltare tu inocencia castigaré severa con una pena igual a su delincuente trasgresión. La ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava.» Por desgracia, no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sagrado y purísimo lenguaje; y obra del hombre y sus escasas luces no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano.

El tiempo también, que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, han influido no poco en todas las naciones para la imperfección del tesoro sagrado de sus leyes. Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse por concepciones y experiencias tan atrevidas como nuevas a una esfera tan alta que apenas el ingenio no alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos y llegar a la perfección en que las vemos. Otro tanto debió hacerse con la ciencia augusta de dirigir y gobernar al hombre. Cada pueblo que tiene un carácter individual que le distingue de otro pueblo, que habita un clima y suelo determinado, adora a la Divinidad con fórmulas y ceremonias particulares, y se halla en un cierto grado de civilización y cultura, debe ser legislador de sí propio y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así. Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo40, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas y no mendigarlas de otra parte. O la admiración exaltada, o la adormecida pereza se olvidaron de estos sabios principios, y siguiendo siempre los caminos trillados, los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros. Ninguno ha sabido ser original; ningún legislador estudiar dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló naturaleza. Roma pidió sus leyes a la Grecia, ésta las recibió de Egipto, y éste acaso las tomó de Creta. Así, las leyes circulan de clima en clima, de gobierno en gobierno, y de una en otra edad; y el español del siglo XVIII, con otro genio, otras opiniones, otra religión, otros usos, otro estado, en fin, político y civil que el Romano del de César, sigue no pocas veces, sin advertirlo, una ley de este imperioso dictador establecida en Roma entre las sediciones de los Comicios, o trasladada a sus famosas tablas con más alta antigüedad de la culta y corrompida Atenas.

Abramos, si no, nuestros códigos y hallaremos a cada paso palpable esta verdad. Resoluciones de jurisconsultos romanos, o rescriptos privados de sus emperadores, leyes del siglo XIII, del XIV, y lo que más es, hasta de la rudez primera de nuestra ilustre Monarquía, sabias y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuanto poco cultos, pero insuficientes o dañosas a nuevos vicios y necesidades nuevas, que nos cercan y asaltan por todas partes, rigen cada día nuestras más solemnes acciones, y deciden por desgracia, de nuestra suerte y libertad41.

Verémoslas enhorabuena como el resultado de la voluntad pública, anunciado a sus pueblos por boca de nuestros augustos Soberanos; pero reconozcamos los defectos con que el tiempo nos las ha transmitido, para pensar, si es posible, en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien, confesémoslo sin rubor, que en la parte criminal nos falta, como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar de sus luces y decantada filosofía, un código verdaderamente español y patriota, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos42.

Entretanto, jamás se aparte de nuestro corazón, viva y respire con nosotros lo infinito que valen a los ojos de la razón y de la ley la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que para conservar mejor estos preciosos dones con que le enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescriptibles derechos; que no toda acción mala es luego delincuente; que el hombre, en no turbando el orden público con sus acciones o palabras, no está en ellas sujeto a la inspección severa de la ley; que ésta y el Magistrado deben ser iguales e impasibles; que se degradan torpemente buscando el delito por caminos torcidos; que la sorda delación envilece las almas y quiebra y despedaza la unión social en su misma raíz43; que toda pena superior en sus golpes a la ofensa es una tiranía y, no dictada por la necesidad, un atentado; que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito44. Y si alguna vez viésemos que la ley se aparta por desgracia de estos sagrados e invariables axiomas, si la viésemos, en contradicción palpable con la primera y más fuerte, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros para llevarle por ella al cadalso, obligándole así a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles45, y arrancarle, entre el grito del dolor más acerbo y las congojas de la muerte, una confesión inútil; si hiciese al arrestado, afligido tal vez con la inútil dureza de un encierro, y arrastrado a romperle por un deseo cuya imperiosa fuerza todo lo arrastra y atropella, un nuevo delito de su fuga; si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios, o ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga, y endurecer el corazón en vez de escarmentarle si no respetase cual debe la libertad del ciudadano, o abriese las puertas a la dilación y al maligno artificio por quererla atender demasiado; si sus decisiones, en fin, no fuesen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y corazón del juez en sus arbitrios e interpretaciones, expongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios como de los celosos patriotas.

Más ancho campo, pero más espinoso, menos frecuentado y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles.

Por desgracia, es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones, donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha segura de la filosofía, no hallaremos sino continuos tropiezos y peligros. Casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad. Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y en su primer estado acaso destinaba al hombre a gozar en común en el seno feliz de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignada con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose así de sus intenciones bienhechoras, le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad46.

La patria potestad y las tutelas, las dotes y los pactos nupciales, los contratos, las disposiciones postrimeras, los intestados luctuosos, las servidumbres, la penal prescripción, las partes en fin todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más, y confundidos por esa serie bárbara de glosadores y eternos tratadistas, y no habrán de reducirse ya, después de tantas luces y experiencias, a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener? ¿Por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad y añadir condiciones a condiciones, y cláusulas a cláusulas, ha de dar a cualquiera el dañoso derecho de multiplicar los pleitos, y ocupar con ellos la preciosa atención de los Tribunales de justicia, distrayéndolos así de los objetos grandes de gobierno a que está vinculada la común felicidad?47 ¿Por qué el hombre nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son, lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder ocuparlos la tierra, ni darlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por interés o ignorancia opuestos siempre a él?

¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban?; ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?; ¿dividirán a las familias con una institución digna sólo de los siglos de horror y sangre en que fue hallada?; ¿no han de poner término a la codicia en sus inmensas adquisiciones?; ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con los privilegios y excepciones que les han concedido?; ¿no arreglarían por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como lo están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas extrañas, codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas, aprovechándose así de su debilidad y deplorable estado para encrasarse48 en su fortuna, apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?49

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas exenciones y fueros con que se tropieza a cada paso, que rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones? ¿Por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo severo de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan a sus ministros? ¡Justicia de los hombres poco sabia, qué de cosas tienes que hacer para ser justa!

Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones; son como las armerías de los Reyes, donde las piezas raras, llenas de crin y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común; el cuerpo político abunda de códigos y leyes hacinadas, y cada día promulga leyes nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla.

Hasta las fórmulas tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden se ven convertidas en triste perdición de la sencillez que pleitea; y siempre útiles a la parte injusta y cavilosa, son una trinchera fatal donde se guarece la mala fe para asestar sus tiros en derredor. Hoy es como un estado el pleitear; y la incauta inocencia, puesta al lado de un litigante artero y de profesión, sostenido por un letrado de los que por desgracia se llaman prácticos en nuestro infeliz foro, se verá privada con dolor de sus derechos más sagrados, y clamará sin fruto a la justicia para hacerle cesar en sus inicuas vejaciones. Su contrario la enredará a cada paso en dilaciones e incidentes, maliciosos, sí, pero autorizados por la ley; los Magistrados mismos mirarán con horror tan indecentes arterías; pero acabará sin embargo con su paciencia y con su vida en brazos de la amarga incertidumbre sin poder alcanzar la justicia la reparación de su fortuna.

Nuestros padres rudos y sencillos en todas sus acciones, soldados, más bien que ciudadanos, y dedicados a la guerra y a la agricultura, contentos con poco, y conociendo pocas necesidades, comparecieron por sí mismos en los tribunales de justicia y por sí mismos defendieron sus causas. La buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias, que el ministro severo de la ley para decidirlas según ella. La sociedad se fue perfeccionando; y creciendo con la avaricia y la riqueza, los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos, cubriéronse de fórmulas y condiciones ambiguas, y fueron ya precisos otro estudio más alto, otra sagacidad para descubrir en ellos la justicia y dar luz a las sombras que la desfigurarán. Entonces empezó por la primera vez en los juicios la fatal distinción del fondo y de la forma; fueron diferentes un proceso justo y un proceso bien dirigido, y fue a veces más arduo reintegrar una causa mal instruida por un juez o un abogado ignorantes o parciales, que seguir hasta su decisión el objeto principal. La sutileza cavilosa inventó los artículos a pretexto de la necesidad; y luego de repente el tenebroso enredo embrolló la sencillez augusta de las leyes, haciendo de la justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su templo sacrosanto un enjambre famélico de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse a expensas de la ignorante credulidad.

¡Qué triste condición la del inocente Magistrado, rodeado siempre de estas clases subalternas, en continua atalaya de un momento suyo de ocupación o inadvertencia para sorprender al punto su descuidada rectitud, y en nombre de la misma justicia hacerle caer en algunos de sus lazos de torpe iniquidad!

¡Ah!, si viésemos alguna vez estos lazos disimulados por la ley; si hallásemos los juicios eternizados en daño de las partes por formalidades poco útiles; si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas a la buena fe; si notásemos la ley, guiando como por la mano al ciudadano, y la prudencia de otro lado advirtiéndole para que desconfíe y se resguarde; si la astucia sagaz le tendiese sus redes, y ni la rectitud ni la verdad bastasen a librarle de su enmarañado laberinto, clamemos también sobre estos gravísimos objetos; clamemos y representemos confiados, que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras prudentes reflexiones, ni su recto corazón al celo que nos mueva.

En nuestros acuerdos hallaremos cada día motivos y ocasiones para hacerlo así. No haya expediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya en fin ni uno solo que le contemplemos aislado; generalícense todos, y observémoslos, y tratémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos.

Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas y su altísima importancia, me hicieron siempre desear que los acuerdos fuesen como unas asambleas de estas utilísimas ciencias, y unas salas en los tribunales verdaderamente de gobierno; que de ellos saliesen no tanto la estéril decisión de un expediente o representación particular sobre la elección de un personero; o el remate de un abasto en una villa aislada y desconocida, como resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente con propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el celo; y que, en fin, se abrazase en ellos por principios un sistema fijo de unidad y se obrase siempre teniéndole a la vista.

Hoy nos es dado realizar este saludable deseo para bien general de Extremadura. Contemplemos por un momento esta ilustre provincia mayorazgo de nuestra ignominia o nuestra gloria; esta provincia nueva en todo, permitid que lo diga, y encomendada a nuestras manos. Donde quiera que las volvamos, que tendamos la vista, podremos arrancar un mal y sembrar al punto un bien. ¡Su población cuán pequeña es!; ¡cuán desacomodada con la que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y extendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural feracidad, y alimentar millares de nuevos pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan en acequias las aguas y el caudal inútil de los ríos que le son de daño en vez de fecundarlos; sus inmensos baldíos repartimientos y labores; sus famosos ganados libertad en sus nativos pastos50; sus pobres trajineros nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundosas producciones. Las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes; los ricos hacendados luces, métodos, dirección con que mejorar el cultivo y establecer industrias51; la primera edad escuelas y educación; la juventud estudios y colegios; los delincuentes de uno y otro sexo casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, enmienden su corazón extraviado, y los conviertan en ciudadanos útiles; y todos a una vez justicia y protección52.

¡Qué de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro celo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas que todas se convierten a nosotros y nos la piden!53 Cuatrocientas y cincuenta mil almas, Señores; cuatrocientas y cincuenta mil almas esperan de nosotros su felicidad; vedlas, si no, rodearnos, fijar en nosotros los ojos, bendecir este día como el día de la justicia y el colmo de sus esperanzas, y entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos, exclamar y decirnos:

«Alcaldes del crimen54, Ministros del rigor y la clemencia, unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia; cerrad los oídos a la delación, y con ella a las venganzas y la división de las familias; que mejor, es cierto, dejar alguna vez un exceso olvidado, que abrir a la calumnia la terrible puerta, y envolver a un inocente en las dudas crueles de un juicio, fatal siempre por sus vejaciones y amarguras; mirad como propio el honor sagrado de las familias; ved que gobernáis un pueblo honrado y generoso, ¡ah!, jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena. Velad como padres sobre los pobres presos; respetad mucho su libertad, puesto que la ley olvida al inocente; ocupadlos en esas cárceles y les aliviaréis, distraída su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades; sed tan exactos, tan diligentes, tan compasivos con su miseria, como la justicia desea y clama la humanidad a las almas generosas; no les dilatéis vuestros tremendos oráculos; ved que padecen, que luchan entre las ansias de la incertidumbre, que gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros55; y nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes56.

»Oidores57, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras criminales detenciones; que los campos os piden brazos, la industria y las artes obreros, las viudas y los huérfanos amparo, y todos a la par justicia y felicidad. Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar continuo contra el poder y la opinión; la santa justicia y vuestra generosa conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones. Lejos de vosotros la timidez y la desidia; lejos también la elación58 y la indigna aspereza; sufrid y sed afables; ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis, y os desautorizáis a nuestros ojos grosera y torpemente.

»Y tú, Ministro único59, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos afanes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley, y centinela incorruptible entre el pueblo y el Soberano para mantener en igualdad sus mutuos derechos y obligaciones, considera por un momento lo mucho que de ti se espera en este día, y tus inmensos y gloriosos deberes; que tú eres como el alma de todo Tribunal, que le da, cual le agrada, movimiento y dirección; y debes ser en éste tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra, y no desmerecerá por su celo el alto lugar en que está colocado, y las felices esperanzas que de él tenemos concebidas.

»Padres del pueblo, padres, otra vez, escogidos por el buen Rey que nos gobierna para que labréis nuestro bien, trabajad para la común utilidad; contemplad que debéis a la Nación y a la posteridad un grande ejemplo; que Carlos, que Luisa, los augustos Monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad; que os la encomendaron con la humanidad de Borbones, con la ternura de verdaderos padres; y que en sus bocas, en sus benignos ojos, en sus reales semblantes brillaba entonces el sublime y ardiente deseo de la común felicidad60. Trabajad pues, y llenad sus dignas esperanzas, las de la patria, las de la humanidad; y que todos vuestros pasos, vuestros deseos, solicitudes, pensamientos, los guíen a una la sabiduría y la justicia.

»¡Ah!, si alguno de vosotros (lo que Dios no permita) intentase hacer las leyes esclavas de su iniquidad; si las doblase al favor, las vendiese al sórdido interés, perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y beban sus hijos hasta las mismas heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitado él día y noche de su triste conciencia y de las furias infernales, busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies, y ofendida de sus concusiones, la Nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su infame nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmortales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura.»






ArribaApéndice

Continuación del Almacén de frutos literarios ó Semanario de obras inéditas, Madrid, Imprenta de Repullés, 1818, tomo III, núm. 16 (23 de noviembre de 1818), págs. 181-192.


Discurso pronunciado en la apertura de la Real Audiencia de Extremadura, instalada en Cáceres en 179161


I

Otro, sin duda, en este [memorable] día, en que se abre por la primera vez este santuario de la Justicia, y en que nos congregamos [aquí] para empezarla a dispensar a una de las principales y más ilustres provincias de la Monarquía española, hablaría, Señores, de las altas virtudes del gran Rey [piadoso y bueno] que vio el primero la necesidad y los grandes provechos de este [nobilísimo] Senado, y casi le dejó ya establecido; o del augusto sucesor que ha querido señalar el primer año de su [fausto] reinado feliz por este memorable hecho, como en [felicísimo] dichoso anuncio de los bienes que derramará sobre sus amados españoles. Presentaría aquí a los generosos extremeños [alzando la voz,] arrodillados a los pies de Carlos, [y exponiéndole] representándole, humildes, las incomodidades, los enormes gastos, las tiranías sordas, las duras y casi necesarias vejaciones a que se veían reducidos por no tener en el centro de su [ancho territorio] país un tribunal alto de justicia donde clamar y ser juzgados; los infelices arrastrados continuamente casi a cien leguas de sus [pobres hogares] casas por las dañadas artes del poder y de la mala fe; los padres de familia abandonándolas con lágrimas para asegurarles la subsistencia en los bienes de sus mayores torcidamente disputados por un caviloso pleiteante; y no pocas veces los mismos ministros de la ley dominados del feo interés o [una torpe] la pasión, y transformados [de padres] en tiranos, amenazando con vara de hierro a los infelices pueblos encomendados a su crudo gobierno, y éstos sofocando en secreto los amargos gemidos de su penosa esclavitud, o mal atendidos en tribunales lejanos, donde o no alcanzaran, o llegaran desfigurados los lastimeros gritos de su opresión y sus necesidades.

La justicia misma presentaría yo protegiendo sus [fervorosos] ruegos y elevándolos al trono, autorizados con los sufragios de las dos más célebres lumbreras del Senado de Castilla, los Excmos. Condes de Floridablanca y Campomanes62, y al piadoso corazón de Carlos con aquella sabiduría y humanidad [solícita], que le fueron como naturales [mientras viviera], escuchando benignamente la súplica de sus [amados] pueblos, y encomendando a su augusto hijo la justa pretensión de Extremadura; a este mismo hijo, ya Rey y sucesor de las virtudes y altos designios de su [piadoso] padre, acordando con el ilustrado Ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la [fausta] erección de [nuestra] la nueva Audiencia, y haciendo con ella la felicidad y el gozo de toda una provincia.

Otro, tal vez, se dilataría en estas grandes cosas, y tomando lleno de entusiasmo la voz [fiel y expresiva] de Extremadura, ofrecería hoy a los Borbones entre lágrimas de [júbilo y] ternura el tributo más puro de su fidelidad y gratitud por tan señalado beneficio; pero el corto caudal de mi[s] talento[s] y elocuencia [se confiesa] es muy inferior a empresa tan difícil, [y la deja] que dejo de buena gana a otro orador más ejercitado [y maestro] en el [sublime] arte de celebrar las acciones virtuosas y grandes; [mientras] Yo, unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre [nuestros hombros] nosotros desde este [señalado] día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, y el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres de haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; de no defraudar la expectación pública que nos contempla en silencio; y llenar [así] los vastos designios [concebidos] conseguidos por la patria en la erección de este augusto Senado.




II

En efecto, si como Magistrados habíamos jurado ya [entre sus manos] el cumplimiento de los más santos y difíciles deberes, y éramos deudores al público de nuestros talentos y afecciones, de [todo] nuestro tiempo, de nuestro descanso, y hasta de nuestra vida; si teníamos encomendada a nuestro cuidado su felicidad y su reposo, y debíamos velar para que él descansase; si como oráculos de la justicia y de las leyes nos veíamos en la estrecha y [sagrada] santa obligación de instruirnos continuamente para convertir nuestra instrucción al beneficio común; si no nos era dado [el] contentarnos apocadamente en nuestros tribunales con dispensar la justicia privada a las partes que nos la demandaban, sino que debíamos estudiar [sin cesar] la constitución de las provincias, el genio de sus habitantes, sus virtudes y vicios, su agricultura, su industria, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo, y hasta los mismos errores y preocupaciones más envejecidas, para sacar de todo ello aquella ciencia pública del Magistrado, [aquel tino político y prudencia consumada] que hace[n] acaso la parte principal de su elevado ministerio, y sin la cual no puede labrarse la felicidad de ningún pueblo, [ni se llenan dignamente nuestras santas obligaciones]; como ministros escogidos hoy por la [solicitud y paternal amor del Sr. D.] sabiduría de Carlos IV, y colocados [hoy] para regenerarla en el centro de esta ilustre provincia, que hasta ahora puede decirse no ha oído sino de lejos la voz de la justicia, ni sentido su mano bienhechora, ¿qué no deberemos trabajar?, ¿a qué no estaremos obligados o qué tareas nuestras, [qué solicitudes] serán bastantes [a] para desempeñar tan graves y difíciles encargos?

Así es, Señores; [y] si todo Magistrado debe ser instruido, nosotros debemos añadir más y más a las luces comunes, y aumentar con [inmensas] usuras el caudal de ciencia adquirido en nuestros tribunales. Si todo Magistrado está puesto en una atalaya de continua solicitud [para las necesidades de la patria], nosotros debemos velar día y noche, y añadir tarea sobre tarea para la felicidad de Extremadura. Si debe ser inocente como la ley que representa, observarse sin cesar y no hacer ni pensar cosa indigna de su alto ministerio, nosotros, que venimos por la primera vez a esta provincia y somos en ella la expectación y el ídolo de sus honrados habitantes, ¿a qué no deberemos sujetarnos para conservar a la toga su [noble] decoro y majestad? Si la [torpe] avaricia, la pasión, el [sórdido] interés, el espíritu de partido, la envidia vil, la maquinación y la dureza deben hallar inaccesible el corazón del Ministro de la ley, y su alma incontrastable a sus fatales seducciones, entre [ellas] éstas y nosotros debe haber siempre un muro de bronce, y ser tan iguales e impasibles como [estas] las mismas leyes, para ofrecer con manos puras nuestros sacrificios a la justicia, y pronunciar sin rubor sus sacrosantas decisiones. Y si degradan, por último, a cualquier magistrado [sin] la falta de humanidad, [el] de amor a la patria, [la] de clemencia, [la] de sencillez, [el] de orden, [la] de atención, [la] de firmeza, [la] de grandeza de alma [y todas las virtudes, el Magistrado se degrada siempre y cae derrocado de su alto ministerio entre el deshonor y la bajeza], nosotros, que hemos contraído con la Nación y el Soberano otros nuevos y más sagrados [vínculos] empeños, aceptando estas sillas, debemos ser o los primeros de los togados españoles, o [abismarnos] caer para [por] siempre en el más torpe envilecimiento, [baldón y oprobio de la justicia contristada].

Hubo un tiempo en que la ciencia del Magistrado se creía reducida entre nosotros a los estrechos límites de distribuir la justicia privada, de lanzar a una familia [y autorizar a otra en] de una posesión y autorizar a otra para el goce de ella, de repartir una herencia, o castigar el robo y el homicidio sin indagar sus causas, ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos. Las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho público, la moral, la economía civil, o no habían por desgracia nacido, o estaban en su infancia [censuradas y aun mal vistas,] cultivadas por pocos y sobre principios insuficientes. Las Universidades, el taller de la Magistratura [con los vicios de su ancianidad], adicta[s] religiosamente a las leyes romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes, criaban por desgracia una juventud que [entre mucho de gritos y sofismas,] se [envanecía contenta en] contentaba con la [estrecha] escasa esfera de los conocimientos estériles que en sus aulas se adquirían, y encanecía en la toga sin salir, si me es dado decirlo, de los primeros elementos de la verdadera Jurisprudencia. La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso; la industria desmayaba; desfallecía la agricultura; [la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse] los delitos se multiplicaban con [en] la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones extranjeras, que despertando antes y corriendo con ardor por el inmenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimiento útiles y con ellos, en industria y prosperidad.

Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen [con ellas] en [su] la mano su felicidad o su ruina; pero esta importante [cuan] y sencilla verdad, o se había olvidado entre nosotros, o, [aunque de clarísima evidencia], no [estaba aún] era bastante conocida en medio de su evidencia [para hacer de ella un principio, ni calcular dignamente su inmensa utilidad; siendo como] y fue indispensable [en el orden moral] el reinado feliz de los Borbones para darle una luz nueva, y restaurar así la Monarquía española, que agonizaba con la débil y enfermiza vida del último soberano Austriaco. A la voz creadora de [1 Sr.] Felipe [V], las ciencias [abandonadas] vuelven a [re]nacer en el suelo español, y empieza [con ellas] un nuevo orden de cosas en bien de la Nación; los talentos se agitan, [y sienten la activa impaciencia de instruirse; recobran] todos se instruyen, las leyes recobran su augusta autoridad, y se renuevan o mejoran; y los Magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto y ejercitar su [noble] celo. Síguenle el pacífico Fernando y su piadoso [y justo] hermano; y las luces se derraman más, [la Ilustración a su impulso crece por todas partes, propagada con mayor rapidez,] y son [a su sombra] mejor oídas las reformas útiles, [la moral y la filosofía, las luces] las ciencias económicas, las ciencias del hombre público hallan protección en el trono, y empiezan a contar [ilustres] sus aficionados en la toga, hirviendo todos en el noble deseo de instruirse y adelantar en ellas dignamente [hasta igualar a las naciones que nos compadecían, si ya no se mofaban de nuestras estériles tareas].

Estas ciencias las necesitamos nosotros más particularmente en la [brillante] carrera que hoy se nos presenta; debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo.

Otras provincias, a quienes cupo la suerte de tener ya en su seno un [Senado] tribunal a quien clamar en sus necesidades, son conocidas y escuchadas de él; sus Ministros han podido estudiarlas por una larga serie de observaciones prácticas, y han logrado en gran parte de la mano bienhechora de la justicia las mejoras y auxilios de que son capaces. Los expedientes generales, las demandas fiscales, las representaciones, los recursos, y hasta los mismos pleitos y desavenencias de las partes, han sido indirectamente otros tantos medios de conocer su estado, sus atrasos y disposiciones para poder ocurrir a sus necesidades con saludables medicinas.

Pero Extremadura ha sido hasta aquí en el imperio español una provincia tan [ilustre y] rica como olvidada, aunque nunca le hayan faltado hijos insignes que pudieron darle su parte en la administración pública, como otras la han tenido. Todo está por crear en ella, y se confía hoy a nosotros. Sin población, sin agricultura, sin caminos, sin industria ni comercio, todo [pide, todo solicita, todo demanda] está pidiendo la más sabia atención, y una mano reparadora y atinada para nacer a su impulso, y nacer de una vez sobre principios sólidos y ciertos, que perpetúen [por siempre] la felicidad de sus hijos y con ella, nuestra honrosa memoria. Hasta aquella escasa porción de conocimientos que en otras provincias se suele hallar entre sus nobles y su clero es aquí por lo común más limitada, [la veréis envuelta en sombras y tinieblas espesas.] En medio de un suelo fértil y abundante, [como aislados en él y] apartados de la metrópoli por muchas leguas, y sin puertos ni ciudades [de grande población] muy populosas, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, y perfeccionan sus artes y sus vicios, ni el clero, ni los nobles de Extremadura [pudieran] han podido cultivar [hasta ahora] sus ricos y admirables talentos según sus honrosos deseos, [Así que,] y retirados y ociosos en el seno de sus familias, con unas almas grandes y elevadas, pero duras y encogidas, han cuidado más bien de disfrutar sus gruesos patrimonios [y acrecentar sus granjerías], que de salir a ilustrarse. [ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias.] No es culpa suya, no, esta escasez de luces. Enclavados, por decirlo así, en lo postrero de España, en un ángulo de ella poco frecuentado; sobrados en su suelo y sus hogares, sin [deseos vivos] necesidades que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos donde recibirla dignamente, no les ha sido dado otra cosa, [ni aquella activa impaciencia de la necesidad, superior a los estorbos, que todo lo allana y lo sojuzga.] Y esta ilustre provincia, cuyo genio pundonoroso la arrastra al heroísmo en todas las carreras, cuyos hijos se han señalado [siempre] en cuanto han emprendido de grande y de difícil, y que con las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses mudó en otro tiempo la faz de Europa, y le abrió [al comercio y la industria] las [anchísimas] puertas del comercio y de la industria de un nuevo mundo, [y a la sabiduría un campo inmenso, una inexhausta mina de observaciones y experiencias en que ocuparse y engrandecerse;] es hoy, por desgracia, la menos industriosa de las que componen el dominio español, y la que menos goza de sus inmortales hijos.

Hoy se fía a nosotros el empeño difícil cuanto honroso de proveer a tan [graves] grandes necesidades, de regenerarla, de darle una nueva vida. [¡Qué empleo tan augusto y sublime!,] ¡qué satisfacción tan pura!, ¡qué llenos y sazonados frutos de gloria y alabanza nos aguardan en la posteridad, si sabemos sacar de nuestra posición y la suya las grandes ventajas que podemos en tan ilustre y señalada [carrera] empresa! De nuestra sabiduría, de nuestra constante aplicación, de nuestro celo [paternal] espera y debe recibir Extremadura todo lo que le falta. Bien hemos podido conocerlo en la delicada visita que acabamos de hacer, y en los graves puntos y objetos que se encomendaron en ella a nuestro examen. No fue por cierto la molesta y odiosa residencia de un corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un alcalde parcial, o los criminales manejos de un escribano infiel o caviloso, lo que impidió hasta ahora las funciones de nuestro augusto ministerio, y nos llevó a visitar nuestros partidos [con tan afanosa solicitud].

Cosas mayores nos encomendó y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos [IV]. Su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común han debido ocupar nuestra especulación, y llamar hacia sí todo nuestro cuidado. Nosotros, que reunidos ahora bajo este glorioso dosel empezaremos a dispensar [con inalterable igualdad] a estos pueblos la [santa] justicia con una igualdad inalterable, y a escuchar cada día sus clamores o sus quejas, hemos ido antes a atenderlos de cerca y en medio de sus [mismos] hogares, a conocer su estado y sus necesidades [verdaderas] para poderlas remediar más acertadamente.

Nada ha debido desestimar nuestra atención [nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo]. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación.

No digo por esto que hayamos debido descuidar en nuestras residencias el importante punto del orden y distribución de la justicia; ¡ojalá que esté yo poseído de un temor vano, y que el éxito no responda a mi triste desconfianza!; pero en unos pueblos llenos de bandos y partidos, y ciegos por mandar a cualquier precio; entre gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar; en unas villas donde los corregidores han podido ser déspotas, y donde siempre se halla a mano [desgraciadamente] un genio maligno y revoltoso, dispuesto a la acusación y a la calumnia para enredar en pleitos y perder familias enteras; en un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos, que habrán sofocado con su voz imperiosa el gemido del pobre y hecho valer, para arruinarlo con mil injustas pretensiones, el dinero y el favor; forzoso es que a cada paso hayamos visto con [íntimo] dolor conculcadas [la majestad de] las leyes y trastornado el orden judicial.

Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientras que otras faltas livianas se [hayan] habrán acriminado con encono y furor; calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un celo santo, o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente, y todo género [en fin] de desorden y maldad. Procesos habremos hallado empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros, de tal arte confundidos, que el genio más perspicaz y ejercitado no acertaría a desenmarañarlos, ni a sacar de entre sus heces el punto dudoso ni sus pruebas. Causas se hallarán [o] rotas o truncadas, y mostrando otras en cada diligencia ignorancias o prevaricaciones. ¡Cuán difícil, cuán arduo habrá sido aplicarles a todas una mano reparadora y volver a la justicia su noble y santa sencillez! ¡Cuán [Qué] molesto [qué amargo] para el Magistrado estudioso que siente todo el precio de los días, y los ve volar y deslizarse sin sacar fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre!

[Mas] Pero la obligación del ministerio lo exigía, su voz imperiosa lo mandaba, y ha sido forzoso inclinar la cerviz y obedecer; enmendarlo y repararlo todo, disimular aquí, usar allí de rigor, más allá de cautela, en otra parte de resolución, y en todas de una prudencia consumada para asegurar el acierto. Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos [por su ilustrada observación] en su territorio; y el Tribunal formado hará de todos ellos la digna estimación que se merecen para establecer la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezar un sistema [de obrar] inalterable en que habla la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez.

(Se concluirá).

Continuación del Almacén de frutos literarios ó Semanario de obras inéditas, Madrid, Imprenta de Repullés, 1818, tomo III, núm. 17 (30 de noviembre de 1818), págs. 193-212.

Conclusión del artículo inserto en el número anterior.

Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un celo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcanos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible; hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que hemos visitado; y de que muchas de sus faltas, [por abultadas que se ofrezcan,] son [sin embargo,] efectos necesarios de su antigua constitución y del olvido en que han yacido; y si los tribunales mismos de donde venimos, en medio de su continua vigilancia, se ven a cada paso en la triste, pero forzosa necesidad de cerrar los ojos sobre ciertas culpas livianas, o de corta influencia en el sistema general (porque quererlo remediar todo sería destruirlo todo y confundirlo [distrayéndose a cosas de aire con olvido de las más importantes]), seamos nosotros hoy aun más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con [un saludable] la pena y el rigor lo que ya no pueda disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal.

La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, [obra de las luces de nuestros días, y] será fruto de su prudencia [consumada] y obra de las luces de nuestros días. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la Nación, [una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles,] un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás, su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales, autorizadas [cual se ven] como lo están no pocas por sus mismas ordenanzas, y que si un Magistrado nuevo desdeñase en el día, o quisiese contradecir, sería al punto mal visto, censurado, desatendido de sus compañeros, y tenido de todos por [orgulloso] novador.

La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan donde quiera el mismo santo lenguaje [incorruptible y puro]; pero [la versión de este idioma y] su [acertada] aplicación la ha de hacer siempre el hombre, que [es] en todas partes es, sin advertirlo, esclavo [desgraciado] de sus opiniones, de la edad en que vive, [de los libros y doctos que le cercan,] y del cuerpo a que está unido. Mas nosotros, que [fundamos] componemos este [ilustre] Senado fundado a fines del siglo XVIII, en que las luces [y el saber] se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan que desear; [en que todo se discute, todo se profundiza;] en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruinoso edificio de [los prejuicios] las preocupaciones y d el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que a impulsos de la sabiduría y patriotismo del jefe supremo de la magistratura63 se han examinado en el Senado de la nación tantos expedientes generales sobre puntos gravísimos; en que las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública; y en que, por último, se ha demostrado la descuidada cuanto eterna verdad de que todo se toca y está unido en la legislación como en el gran sistema del universo; de que la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social y la felicidad pública; de que despojar o mantener a un pobre labrador en sus arrendamientos anima o desalienta la agricultura en todo un territorio; juzgar la causa de dos fabricantes aniquila o hace florecer una industria; favorecer o dar por tierra a un solo privilegio vuelve todo un pueblo a la justa igualdad de la ley, o lo divide en bandos enemigos; y condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad, las causas necesarias que [lo] le produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, puede ser multiplicarlo en vez de destruirlo; nosotros, que, en este tiempo [venturoso], entre estas luces [saludables], [con tan largos, tan copiosos] entre tantos auxilios, [entre] con estos principios y opiniones, [erigimos] entramos en este Senado, debemos nivelarl[o]e con el siglo y fundarl[o de necesidad]e sobre su [alta] sabiduría y sus dogmas de legislación.

Nos degradaríamos si obrásemos de otro modo; y la Nación y sus sabios, que nos contemplan en silencio [para juzgarnos después con severidad incorruptible, nos clamarían] y que nos han de juzgar, nos dirían llenos de indignación: «¿Qué habéis hecho vosotros que fuisteis entresacados de los tribunales españoles para tan grande obra, y en quienes depositamos toda nuestra esperanza? ¿Qué fue de vuestro saber y vuestro celo? ¿Qué de vuestras [decantadas] tareas? ¿Dónde está el fruto, dónde, de vuestra prudente sabiduría? Mostradnos ese plan, esos principios, ese orden de cosas que habéis establecido. ¿Tuvisteis por delito el apartaros de las sendas comunes, o nada habéis hallado que mejorar [en ellas]? ¡Delincuente cobardía!, [¡ceguedad vergonzosa!] En medio de tanta luz [como nos ilumina], ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al tribunal de la razón [que los juzga y proscribe en todas partes]; ¿y vosotros lo ignoráis? Ella los persigue y ahuyenta, ¿y vosotros los acogéis [vosotros]? Aquellos mismos que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quienes la suerte libró de su dominio, volvisteis [preocupados] a [doblarles] rendirles la cerviz? ¿Tan mal los conocéis? ¿Tanto los idolatráis? Otras esperanzas concebimos al colocaros en esas silla, [otros fueron nuestros anhelos,] y otros servicios y ejemplos nos [debéis] debíais

No sea así, Señores, no sea; y en cuantos ramos se sujetan a nuestra especulación y han sido digno objeto de nuestros desvelos y tareas, abracemos con sabia libertad las novedades útiles que puedan mejorarlos. Es propio del hombre y cuanto él hace degenerar y corromperse; y el edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruinoso, al cabo se destruye. Cerremos pues los oídos al importuno clamor de la costumbre y la [torpe] desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos; obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras [y sabias consejeras] la razón y la filosofía. ¿Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia?; ¿y qué [de] reformas promover [y llevar a feliz término] en bien de la humanidad y nuestra patria?




III


III. 1

La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar. ¡Ah, si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición de[l] un delincuente en sus prisiones!; [¡si alcanzasen a hacer menos común su arresto sin riesgo de su fuga!;] ¡si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación!; ¡si hiciesen más pronto [y más igual], más análogo el castigo [con] a la ofensa!; ¡si lograsen desterrar [ahuyentar] para siempre [del templo augusto de la justicia] esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española y mal traído a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio!64; ¡si arrancasen un solo inocente del suplicio!; ¡si [hicieran] hiciesen que le diera entonces la ley [le dispusiese] una llena reparación de sus perjuicios y amarguras, como le hubiera [multado con sus penas] impuesto la pena hallándole culpado!; ¡si lograsen una que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas que le castigan!; ¡si alcanzásemos al fin que una distinción, un color, [un galardón cualquiera, pero solemne y público,] nos señalasen al padre de familias honrado, al artesano industrioso, al comerciante fiel, por cuán afortunados nos [podremos] podríamos tener!, [¡con qué honor sonarán nuestros nombres de una en otra edad!, ¡y cuántas] ¡qué bendiciones nos preparan [en ellas] las almas sensibles y los amigos del género humano!

La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí [a ejemplo de las pequeñas y dispersas,] estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra [de tiempo inmemorial]. [La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercara y uniera] Un impulso invencible los acercaba mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en [el gran sistema de] la naturaleza [para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones]. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, [el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas,] les clamaba[n en fin por otra parte] en secreto sin cesar para completar esta [dichosa] unión [y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias]. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado la desfiguró en su raíz haciéndose [el] centro de ella, y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, [alzó un tirano odioso en] hizo a cada hombre [que no aspiró] no aspirar a otra cosa que a doblar a sus iguales a su injusta voluntad, [sacrificados a sus antojos o] y a sacrificarlos a sus desmedidos deseos.

Entonces habló la ley por la primera vez alzándose como señora sobre todos; y señalando a cada [uno con el acuerdo más prudente] individuo el lugar que [debiera] debía llenar en el cuerpo social, [intimándole en él sus derechos y obligaciones,] le[s] dijo con [imperiosa] voz imperiosa: «Tú mantendrás este lugar; mi brazo te protegerá, y [al que asaltare tu inocencia] castigaré [severa] al que asaltare tu inocencia con una pena igual a su delincuente trasgresión. La ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava.» Por desgracia, no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sencillo y sagrado [y purísimo] lenguaje; y obra del hombre y sus escasas luces no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano.

El tiempo también, que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, ha[n] influido no poco en todas las naciones para la imperfección [del tesoro sagrado] de su leyes. [Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse por concepciones y experiencias tan atrevidas como nuevas a una esfera tan alta que apenas el ingenio no alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos y llegar a la perfección en que las vemos. Otro tanto debió hacerse con la ciencia augusta de dirigir y gobernar al hombre.] Cada pueblo que tiene un carácter individual que le distingue de otro pueblo, que habita un clima y suelo determinado, [adora a la Divinidad con fórmulas y ceremonias particulares,] y que se halla en un cierto grado de civilización y cultura, debe ser legislador de sí propio y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así. [Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas y no mendigarlas de otra parte.] O la admiración [exaltada], o la [adormecida] pereza, poco cuerdas, se olvidaron de estos sabios principios, y [siguiendo siempre los caminos trillados,] los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros. Ninguno ha sabido ser original [ningún legislador estudiar dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló naturaleza]. Roma pidió sus leyes a la Grecia, ésta las recibió de Egipto, y éste acaso las tomó de Creta. Así, las leyes circulan de clima en clima, de gobierno en gobierno, y de [una en otra] edad en edad; y el español del siglo XVIII, con otro genio, otras opiniones, otra religión, otros usos, [otro estado, en fin, político y civil] que el Romano del de César, sigue [no pocas veces], sin advertirlo, una ley de este imperioso dictador establecida en Roma entre las sediciones de los Comicios, o trasladada a sus famosas tablas con más alta antigüedad de la culta y corrompida Atenas.

Abramos [si no,] nuestros códigos y hallaremos a cada paso [palpable esta verdad. Resoluciones de jurisconsultos romanos, o rescriptos privados de sus emperadores,] que sucede lo mismo con las disposiciones que ellos contienen. Leyes del siglo XIII, del XIV, y lo que [más] es más, hasta de la rudez primera de nuestra ilustre Monarquía, sabias y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuanto poco cultos, pero insuficientes [o dañosas] ya a nuevos vicios y necesidades nuevas, que nos cercan y asaltan por todas partes, rigen cada día nuestras [más solemnes] acciones, y deciden [por desgracia], de nuestra suerte y libertad65.

Verémoslas enhorabuena como el resultado de la voluntad pública, anunciado a sus pueblos por boca de nuestros augustos Soberanos; pero reconozcamos los defectos [con que el tiempo nos las ha transmitido,] que puedan tener para pensar [si es posible,] en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien [confesémoslo sin rubor,] que en la parte criminal nos falta, como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar, de sus luces y [decantada] su filosofía, un código verdaderamente [español y patriota] patriótico, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos.

Entretanto, jamás se aparte de nuestro corazón [viva y respire con nosotros] lo infinito que valen a los ojos de la razón y de la ley la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que [para conservar mejor estos preciosos dones con que le enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescriptibles derechos; que] no toda acción mala es luego delincuente; que el hombre, [en] no turbando el orden público con sus acciones [o palabras], no está [en ellas] sujeto a la inspección severa de la ley66; que ésta y el Magistrado [deben ser iguales e impasibles; que] se degradan [torpemente] a una buscando el delito por caminos torcidos; que la [sorda] tenebrosa delación envilece las almas y [quiebra y despedaza] destruye la unión social en su misma raíz; que toda pena superior [en sus golpes a la ofensa] al delito es [una tiranía] injusta y atroz, no siendo dictada por la necesidad. [Un atentado; que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito. Y si alguna vez viésemos que la ley se aparta por desgracia] Si viésemos alguna vez que la ley se desvía de estos sagrados e invariables axiomas, si la viésemos, en contradicción [palpable] con la primera y más fuerte de todas, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros [para llevarle por ella al cadalso, obligándole así] y obligarle a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles, y arrancarle, entre el [grito del] dolor más acerbo y las congojas de la muerte, una confesión inútil; [si hiciese al arrestado, afligido tal vez con la inútil dureza de un encierro, y arrastrado a romperle por un deseo cuya imperiosa fuerza todo lo arrastra y atropella, un nuevo delito de su fuga;] si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios, o ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga, y endurecer el corazón en vez de escarmentarle si no respetase cual debe la libertad del [ciudadano] vasallo pacífico, o abriese las puertas a la dilación y al maligno artificio por quererla atender demasiado; si sus decisiones, en fin, no fuesen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y corazón del juez [en sus arbitrios e interpretaciones], expongamos unidos y con [fiel] reverencia a los pies del trono [español] nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios [como] y de los celosos patriotas.




III. 2

Más ancho campo, pero más espinoso, [menos frecuentado] y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles.

Por desgracia, es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones, donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha [segura de la filosofía] de la razón, no hallaremos sino [continuos tropiezos y peligros] errores e irregularidades. Casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad. Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y [en su primer estado] acaso destinaba al hombre a gozar en común en el seno [feliz] de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignada con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose [así] de sus intenciones [bienhechoras], le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad.

La patria potestad y las tutelas, las dotes [y los pactos nupciales], los contratos, [las disposiciones postrimeras] los testamentos, los intestados [luctuosos], las servidumbres, la [penal] prescripción, las partes en fin todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más, y confundidos por [esa serie bárbara de] los glosadores y [eternos] tratadistas, y no habrán de reducirse [ya, después de tantas luces y experiencias,] a pocas leyes, claras, [breves,] y sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener? ¿Por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad y añadir condiciones a condiciones, [y cláusulas a cláusulas,] ha de dar a cualquiera el dañoso derecho de multiplicar los pleitos, y ocupar con ellos la preciosa atención de los Tribunales de justicia, distrayéndolos así de los objetos grandes de gobierno a que está vinculada la común felicidad?67 ¿Por qué el hombre que ha nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, [o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son,] lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder [ocuparlos la tierra, ni darlos] aplicarlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, [si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por interés o ignorancia opuestos siempre a él]?

¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos [todo lo posible] en la [primera] primitiva igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, [envileciendo a par a los que se las roban]?; ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?; ¿dividirán a las familias con [una] esta institución digna sólo de los siglos de horror [y sangre] en que fue hallada?; ¿no han de poner término a la codicia [en] de sus [inmensas] adquisiciones?; ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con las pretensiones y [los] privilegios [y excepciones] que les han concedido?; ¿no arreglarían por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como [lo] están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas [extrañas,] codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, [en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas,] aprovechándose [así] de su debilidad y deplorable estado [para encrasarse en su fortuna], y apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas exenciones y fueros [con que se tropieza a cada paso], que rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas [secciones] porciones? ¿Por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo [severo] de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan a sus ministros? ¡Justicia de los hombres poco sabia, qué de cosas tienes que hacer para ser justa!

Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones; son como las armerías de los Reyes, donde las piezas raras, llenas de crin y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común; [el cuerpo político abunda] y entre la abundancia de códigos y leyes, [hacinadas, y cada día promulga] todos los días las necesitamos [leyes] nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla.

Hasta las fórmulas tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden se ven convertidas en triste perdición de la sencillez que pleitea; y siempre útiles a la parte injusta y cavilosa, son una trinchera fatal donde se guarece la mala fe para asestar sus tiros en derredor. Hoy es como un estado el pleitear; y la incauta inocencia, puesta al lado de un litigante artero y de profesión, sostenido por un letrado [de los que por desgracia se llaman prácticos en nuestro infeliz foro,] versado en los laberintos del foro, se verá [privada] con dolor despojada de sus [derechos más sagrados] bienes, y clamará sin fruto a la justicia para hacerle cesar en sus inicuas vejaciones. Su contrario la enredará a cada paso en dilaciones e incidentes, maliciosos, sí, pero autorizados por la ley; los [Magistrados] jueces mismos mirarán con horror [tan] sus falsías indecentes [arterías]; pero acabará sin embargo [con su paciencia y con su vida] sus días en brazos de la amarga incertidumbre sin [poder alcanzar] lograr la justicia la reparación de su fortuna.

Nuestros padres rudos y sencillos en todas sus acciones, soldados, más bien que ciudadanos, y dedicados a la guerra y a la agricultura, contentos con poco, y conociendo pocas necesidades, comparecieron por sí mismos en los tribunales de justicia y por sí mismos defendieron sus causas. La buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias, que el ministro severo de la ley para decidirlas [según] ella. La sociedad se fue perfeccionando; y creciendo con la avaricia y la riqueza, los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos, cubriéronse de fórmulas y condiciones ambiguas, y fueron ya precisos otro estudio más alto, otra sagacidad para descubrir en ellos la justicia [y dar luz a las sombras que la desfigurarán]. Entonces empezó por la primera vez en los juicios la fatal distinción del fondo y de la forma; fueron diferentes un proceso justo y un proceso bien dirigido, y fue a veces más arduo reintegrar una causa mal instruida por un juez o un abogado ignorantes o parciales, que seguir hasta su decisión el objeto principal. La sutileza cavilosa inventó los artículos [a pretexto de la necesidad]; y [luego] de repente [el tenebroso enredo embrolló la sencillez augusta de las leyes, haciendo de la justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su] inundó el templo [sacrosanto] augusto de la justicia un enjambre [famélico] de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse [a expensas de la ignorante credulidad].

[¡Qué triste condición la del inocente Magistrado, rodeado siempre de estas clases subalternas, en continua atalaya de un momento suyo de ocupación o inadvertencia para sorprender al punto su descuidada rectitud, y en nombre de la misma justicia hacerle caer en algunos de sus lazos de torpe iniquidad!]

¡Ah!, si viésemos alguna vez [estos lazos disimulados por la ley] que estas gentes nos tienden lazos, y procuran sorpendernos; si hallásemos los juicios eternizados en daño de las partes por formalidades poco útiles; si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas a la buena fe; si notásemos la ley, guiando como por la mano al ciudadano, y la prudencia [de otro lado] advirtiéndole para que desconfíe y se resguarde; si la astucia sagaz le [tendiese] preparase sus redes, y ni la rectitud ni la verdad bastasen a librarle de su enmarañado laberinto, clamemos también sobre estos gravísimos objetos; clamemos y representemos [confiados], que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras [prudentes] reflexiones, ni su recto corazón al celo que nos mueva.

En nuestros acuerdos hallaremos cada día motivos [y ocasiones] para hacerlo así. No haya expediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya en fin ni uno solo que le contemplemos aislado; generalícense todos, y [observémoslos, y tratémoslos] mirémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada [y se vincula] la felicidad de los pueblos.






IV

Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas y su [altísima] utilísima importancia, me [hicieron] han hecho desear siempre [desear] que los acuerdos fuesen [como] unas asambleas de estas [utilísimas] ciencias, y unas salas en los tribunales verdaderamente de gobierno; que de ellos saliesen no tanto la estéril decisión de un expediente o representación particular sobre la elección de un personero; o el remate de un abasto en una villa aislada y desconocida, como resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente con propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el celo; y que, en fin, se abrazase en ellos por principios un sistema fijo [de unidad] y se obrase siempre teniéndole a la vista.

Hoy nos es dado realizar este [saludable] utilísimo deseo para bien general de Extremadura. Contemplemos por un momento esta ilustre provincia [mayorazgo de nuestra ignominia o nuestra gloria; esta provincia] nueva [en todo, permitid que lo diga], y encomendada a nuestras manos. Donde quiera que las volvamos, que tendamos la vista, podremos arrancar un mal y sembrar [al punto] un bien. ¡Su población cuán pequeña es!; ¡cuán [desacomodada con] inferior a la que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y extendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural [feracidad] fecundidad, y alimentar a millares de nuevos pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan [en acequias] las aguas y el caudal inútil de los ríos que les son de daño en vez de fecundarlos; sus inmensos baldíos repartimientos y labores; sus famosos ganados libertad en sus nativos pastos; sus pobres trajineros nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundosas producciones. Las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes; los ricos hacendados luces, [métodos,] y dirección [con que] para mejorar el cultivo y establecer, industrias; la primera edad escuelas y educación; la juventud estudios y colegios; los delincuentes de uno y otro sexo casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, [enmienden su corazón extraviado, y] los mejoren y conviertan en ciudadanos útiles; y todos a una [vez] justicia y protección.

¡Qué de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro celo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas que todas se convierten a nosotros y nos la piden! Cuatrocientas y cincuenta mil almas, Señores; cuatrocientas y cincuenta mil almas esperan de nosotros su felicidad; vedlas, si no, rodearnos, fijar en nosotros los ojos, bendecir este día como el día de la justicia y el colmo de sus esperanzas, y entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos, exclamar y decirnos:

«Alcaldes del crimen, Ministros del rigor y la clemencia, unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia; cerrad los oídos a la tenebrosa delación, y con ella a las venganzas y la división de las familias; que mejor es [cierto,] dejar alguna vez un exceso olvidado, que abrir a la calumnia la terrible puerta, y envolver a un inocente en las dudas [crueles] de un juicio, fatal siempre por sus vejaciones y amarguras; mirad como propio el honor sagrado de las familias; ved que gobernáis un pueblo honrado y generoso, ¡ah!, jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena. Velad como padres sobre los pobres presos; respetad mucho su libertad, puesto que la ley olvida al inocente; ocupadlos en esas cárceles y les aliviaréis, [distraída] entretenida su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades; sed tan exactos, tan diligentes, tan compasivos con su miseria, como la justicia desea y clama la humanidad a las almas generosas; no les dilatéis vuestros [tremendos] terribles oráculos; ved que padecen, que luchan entre las [ansias] amarguras de la incertidumbre, que gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros; y nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes.

»Oidores, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras [criminales] detenciones; que los campos os piden brazos, la industria y las artes obreros, las viudas y los huérfanos amparo, y todos [a la par] justicia y felicidad. Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar [continuo] acaso contra el poder y la opinión; la santa justicia y vuestra [generosa] conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones. Lejos de vosotros la timidez y la desidia; lejos también la elación y la [indigna] aspereza; sufrid y sed afables; ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis, y os desautorizáis a nuestros ojos [grosera y torpemente].

»Y tú, Ministro único, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos [afanes] deberes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley, y centinela incorruptible entre el Soberano y el pueblo [y el Soberano] para mantener en igualdad sus mutuos derechos y [obligaciones,] sagrados deberes, considera por un momento lo mucho que [de ti] se espera de ti en este día, y tus [inmensos y gloriosos deberes] inmensas y gloriosas obligaciones; que tú eres como el alma de todo Tribunal, que le da, cual le agrada, movimiento y dirección; y debes ser en éste tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra, y no desmerecerá por su celo el alto lugar en que está colocado, y las felices esperanzas que de él tenemos concebidas.

»Padres del pueblo, padres, otra vez, escogidos por el buen Rey que nos gobierna para que labréis nuestro bien, trabajad para la común utilidad; contemplad que debéis a la Nación y a la [posteridad] Humanidad un grande ejemplo; que Carlos, que Luisa, los augustos Monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; [que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad;] que os la encomendaron con la humanidad de Borbones, con la ternura de verdaderos padres; y que en sus bocas, en sus benignos ojos, en sus reales semblantes brillaba entonces el sublime y ardiente deseo de la común felicidad68. Trabajad pues, y llenad sus dignas esperanzas, las de la patria, las de la humanidad; y que todos vuestros [pasos, vuestros deseos, solicitudes,] pensamientos, los guíen a una la sabiduría y la justicia.

»¡Ah!, si alguno de vosotros (lo que Dios no permita) intentase hacer las leyes esclavas de su iniquidad; [si las doblase al favor, las vendiese al sórdido interés,] perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y sus hijos beban [sus hijos] hasta las [mismas] heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitado él día y noche de su triste conciencia [y de las furias infernales], busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies, y ofendida de sus concusiones, la Nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su [infame] nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmortales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura.»







 
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