Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Discurso preparado con motivo de la 5.ª promoción de Doctorado en la Universidad Tecnológica de Pereira (Colombia)

Noé Jitrik





La palabra «doctorado» se las trae. No es que cueste comprender lo que significa, no tiene nada de misterioso, no exige mayor hermenéutica, pero tampoco indica algo muy simple, que vaya de suyo como, considerando sus productos, en general se la piensa. Es, desde luego y ante todo, una entidad conceptual pero, más que eso, es un lugar preciso y jerarquizado dentro de otro, cuyo sentido completa, la Universidad, institución colocada en el espacio social con tal prestancia y arraigo que no necesita ser explicada ni explicarse, su larga historia es suficiente explicación, es, en tanto matriz generadora, puesto que en gran parte las sostiene, tan importante como los poderes que rigen la vida social.

Pero ahí no acaba todo. Apuntaba, al pasar, otra palabra: producto. Tampoco eso es misterioso: un doctorado produce «doctores», designación que es tanto simbolizante, tanto o más que ser rico y poderoso políticamente, como dignificante, pide respeto y consideración, una cosa es que lo traten a uno de ciudadano, licenciado o vecino, y otra que se le dirijan diciéndole «doctor», y, ni que decir, tiene cierta cualidad semiótica, a su vez produce: decirle doctor a un médico, aunque no lo sea, cura y a un abogado, aunque no lo sea, protege y soluciona.

En esta pequeña red de significación se inscriben otras: el querer inscribirse en un doctorado para llegar a ser doctor es la básica: conduce a una reflexión acerca del «querer ser» pero en ese lugar: se trata, pues, de un deseo que ese lugar puede satisfacer. Eso hace pensar, por lo tanto, en que el «doctorado» es una suerte de «máquina deseante», tal como en un momento de extraordinaria lucidez definieron ese concepto Deleuze y Guattari, siempre citados «ad-náuseam», aunque no por eso, en los corrientes estudios literarios de la época. Pero, ¿qué deseo conduce a alguien, no a cualquiera sino a quienes han recorrido la escala de Jacob de la Universidad, a internarse en las procelosas aguas de un doctorado y enfrentar la formación previa y las ya articuladas competencias con quienes se supone que podrán irradiar conocimientos y perspectivas de más alto y complejo nivel? Porque, si bien no es para siempre, ese tiempo de seguimiento del doctorado, los dos o tres o más años de inmersión en esas profundidades, es un paréntesis en la organización de la vida, implica crisis gnoseológicas y conflictos psicológicos considerables, de algún modo es un toparse con lo otro y eso no es soplar y hacer botellas, no siempre se está en condiciones de poner en cuestión el universo de lo ya sabido para advertir, a veces apasionadamente, a veces dramáticamente, el universo de lo no conocido.

Pero, entonces, situado en el otro extremo de la cadena significativa, o sea en el de los que aspiran a ser doctores, y puesto que he mencionado las «máquinas deseantes», en un desplazamiento de lo que sería propio de la institución a quienes «desean» refugiarse en ellas, el deseo de emprender esta extraordinaria aventura puede ser variado, no hay una sola motivación que muestre la fuerza y la identidad del deseo.

Tal vez, aunque no creo que se pueda establecer una estadística, lo más común es el caso de quienes piensan que un título de doctor entraña algunos beneficios por la mera mención, reconocimiento social, aumento de sueldo por título, prejuicio favorable para conseguir empleo, consideración especial y acaso algunos otros privilegios: ha perdurado en la historia del teatro argentino el título de una obra de teatro de Florencio Sánchez, M'hijo el dotor, que lo dice todo en este aspecto, relato de orgullo y petulancia, camino apetecido y previsible de ascenso social en una sociedad insegura, en plena etapa inicial de consolidación, lo que no quiere decir que ahora sea muy diferente.

Menos frecuentes son los quieren acceder a lo más alto de una carrera, insatisfechos con lo que han llegado a adquirir y a ser, como si siempre faltara algo y lo que falta, en este caso, lo puede proporcionar una institución habilitada para hacerlo; el camino al doctorado se presenta, en consecuencia, como una continuidad sin límites, promesa de una fecunda y menos atormentada adolescencia, ese inquietante espacio de tentativas y, a lo lejos del cual, pero alcanzable, espera la adultez como puerto indeciso de llegada.

Por fin, están los que establecieron una relación temprana con un campo de objetos y sintieron una conexión íntima entre su destino personal y el conocimiento de ese objeto. Vocación se diría, o intuición, o apetito de saber que se traduce en lo que, para simplificar, se suele llamar «investigación», cuyas condiciones y garantías estarían dadas por lo que promete no solo la experiencia del doctorado sino lo que le sigue puesto que, se sabe, un investigador no concluye nunca, doctorando o doctor, o ninguna de estas cosas, pero estamos hablando del doctorado, consagra su existencia a lo que ha desencadenado ese movimiento y cuya existencia es un motor fundamental en lo que podríamos considerar, encerrando muchas cosas en el término, la ciencia y la cultura de una comunidad.

Todo doctorado considera estas motivaciones en la instancia de su organización; intenta no rechazar ninguna aunque es probable que no pueda asegurar un equilibrio tal que satisfaga a todas por igual. Si pone el acento en la búsqueda de la profesionalidad puede frustrar las expectativas de quienes solo aspiran a la ampliación del conocimiento; lo mismo, inversamente, puede ocurrir si favorece la perspectiva de la investigación: frustraría a quienes persiguen solo una formación idónea o a quienes desean ampliar su horizonte gnoseológico o no sienten la necesidad de lograrlo abriendo más puertas a la investigación o limitándose a la competencia profesional. Se trata, pues, de opciones que pueden sustentarse ya sea en tradiciones universitarias -no es la misma, en principio, en Bogotá que en Pereira, en El Colegio de México ni en Princeton- como en enfoques filosóficos vinculados a determinadas corrientes de pensamiento, o a presencias profesorales de prestigio o, incluso, a presiones políticas propias de un lugar y un momento o a necesidades sociales vividas como imperiosas, guerras o epidemias o crisis económicas. Para dar un ejemplo sencillo y actual, la opción por teoría o por empiria, que impregna los enfoques «científicos» que desde el gobierno se presentan como ineludibles en la Argentina, puede ser determinante de decisiones de grandes consecuencias, el deterioro de un proceso fecundo de desarrollo y la imposición de un utilitarismo sin fundamentos. Podría decirse que el mal que acecha a los doctorados, me refiero a la deserción, tiene que ver con esta opción. Equivocados respecto del lugar elegido muchos se decepcionan y hasta acusan al doctorado mal elegido por decepcionarlos. ¿Existirá algún doctorado que haya logrado resolver esta situación?

Las universidades son, o deberían ser, cuerpos sensibles que recogen vibraciones del entorno que las alimenta y al que deben realimentar. Perciben y examinan, por lo tanto, lo que deben y lo que pueden hacer, entre la vieja misión universitaria, herencia medieval, de encerrar y producir conocimiento, y la nueva, poscapitalista, de producir profesionales.

Es un dilema y un conflicto constante: enfrentarlo y resolverlo es lo que les confiere un perfil y de ahí, o de la resolución de tal conflicto, emergen tanto sus propuestas como la función que cumplen, sus premios y castigos. De ahí, igualmente, su prestigio y la mirada que las sociedades les dirigen y las creencias, en determinados campos no siempre fundadas, que en algunos casos generan: se cree, casi sin análisis, en las universidades europeas y norteamericanas, se desconfía, correlativamente, de las de otros países, una cosa es ostentar un título de Oxford o de la Sorbona y otra de la de Tegucigalpa. Y si esto es, caricaturescamente claro, en ese nivel, también lo es en cada país: una cosa es un título de la Universidad Nacional de Colombia y otra de la Pontificia Universidad Bolivariana, qué duda cabe.

Por otra parte, el título de «Doctor» perdió algo de prestigio social para devenir requisito académico, es un hecho. Esto ocurre en las más prestigiosas, incluidas las norteamericanas y en algunas latinoamericanas, pero otras, con menos gallardetes o que fueron naciendo en países con menos tradición y exigencias, también nadaron en esta corriente, se plegaron, organizaron doctorados que fueron pronto, en su conjunto, una respuesta a la creciente burocratización de las estructuras sociales en relación con modelos de construcción cultural que descansaban y descansan en muchos casos en conceptos elementales o en la ausencia de conceptos. No me opongo, no diría que son inútiles o excesivas o complacientes o rutinarias o faltas de imaginación pero sí diría que no han aprovechado la oportunidad, se han refugiado en el provincianismo, de modo que están condenadas a la repetición y a ocupar un lugar más que modesto en el imprescindible proceso de desarrollo científico. Responde así al fatalismo del «destino manifiesto» reservado para nuestros países desde los centros de poder; la consecuencia más estridente es una triste desconfianza en nuestra capacidad de conceptualizar y hacer teoría y ciencia, a lo sumo se nos reconoce, dramático folklorismo mediante, cierta capacidad de imaginación, arte y literatura, música y algo más.

Y, sin embargo, no necesariamente es así. Lo prueba la Universidad Tecnológica de Pereira, donde estamos hablando: la decisión de crear un doctorado en literatura de gran nivel, apostando al brillo que tal creación podría proporcionar, sin dejarse llevar por la palabra «Tecnológica», constituye un desafío fuera de lo común, hasta ahora ganado porque el Doctorado sigue en pie y con más bríos que al comienzo, convocando a profesores excepcionales, salvo uno, y que, por las exigencias que se ha impuesto e impone a quienes se han internado en él compite, al menos en el objeto que la organiza, con cualquiera que sea, libre de prejuicios y como demostrando que no es la situación geográfica en la que transcurre lo que determina fatalmente una excelencia.

Vistas así las cosas, y dejando de lado una innegable tendencia a la clasificación, tal el caso de las motivaciones, podemos poner la mirada en el objeto de los doctorados, tema sin duda decisivo en la decisión de crearlos y sostenerlos, con el fin de regresar al aquí y el ahora que es lo que importa; no podemos hacerlo con todos, que son numerosos y encarnan las posibilidades de los más diversos campos discursivos, de modo que debemos atenernos al que nos concierne, el ámbito que nos es propio, la literatura y concomitancias, y cuya problemática nos retiene, porque nos ocupamos de él, y nos contiene, porque exige una explicación.

No puedo menos que reconocer que he abordado esta cuestión como un desafío cuasi fenomenológico a lo que en el fondo sería lo menos importante, a saber las condiciones básicas de una empresa que importa por lo que implica para el objeto que lo tendrá por centro. ¿Cuál es ese objeto?

Tuve la oportunidad de abrir este doctorado hace cinco años. Puse entonces el acento en el concepto de crítica. Me pareció que era pertinente pues el trabajo con el que va a culminar un doctorado tiene en la crítica su instrumento y hasta, si va a producir un conocimiento, su finalidad. Además, me pareció oportuno hacerlo porque reúne en su espectro filosofía, observación, objetivos, relación con atmósferas en las que este trabajo se inscribe y se justifica. No voy a reproducir totalmente lo que entonces señalé pero quiero retener un aspecto, de alcance general, ese campo más amplio, la «actitud crítica», que caracteriza una cultura ya sea porque domina, el caso griego es un ejemplo, ya porque se eclipsa, el caso de la Alemania nazi. Por supuesto, no se trata aquí de entrar en ese terreno sino de una especificación, la «crítica literaria», o sea de una manera de leer objetos de escritura conocidos como textos pertenecientes a un conjunto discursivo llamado «literatura». Intenté señalar que esa crítica, como sistema de operaciones, puede ser vista al menos de dos maneras; la primera, como campo discursivo específico, con su historia, su problemática, sus variantes y sus aplicaciones; la otra en relación con la actitud crítica, ya sea cuando esta predomina en una sociedad, ya cuando languidece por las razones que sea, irracionalismo, persecución al pensamiento, descreimiento, crisis social, etcétera, se ausenta.

Hubo momentos en que los dos conceptos vivían en acuerdo; el gran desarrollo teórico de la crítica literaria que estalló en la década del 60 y se prolongó durante varias décadas más, si no determinado por una actitud crítica global sin duda recibía de ella apoyo y comprensión: es el período de las revueltas, de las fracturas políticas, de las revoluciones, un conjunto de hechos cuyo signo común es, precisamente, una actitud crítica generalizada que genera reacciones, sin duda, en ocasiones tan extremas como que dan la medida de lo que significa tal generalización.

Por otro lado, y volviendo a la crítica literaria, pese a que es corriente, o lo es para espíritus candorosos, creer que criticar es someter a los textos a una especie de cirugía que los destroza, la proliferación de tendencias, existencialismo, estructuralismo, semiótica, deconstructivismo y sus correlativas refutaciones, fueron una riqueza que infundía sentido, valía la pena entramarse con el enigma de la literatura y entre ella, la literatura, y la crítica, que la iluminaba, lo que podemos llamar el «discurso literario», constituía, como en épocas de oro, un objeto tan importante como los otros discursos sociales.

Me temo que ese acuerdo está en plena crisis: si simplemente tomamos en cuenta las últimas grandes decisiones que tomaron las masas en algunos países de América Latina, tendremos que admitir que, carentes de actitud crítica, han optado por abismos reaccionarios, es imposible pensar que de allí brotará lo que en otros momentos era orgullo de la humanidad: la ciencia acorralada, el pensamiento en peligro, los valores tergiversados, con ese conjunto acechante y amenazado por el fantasma de una insidiosa pregunta: ¿vale la pena o tiene sentido ocuparse de literatura, cuando lo que ocupa la escena es el discurso económico y el farfulleo político? La crítica literaria en la que estamos comprometidos, no hace caso, como en «Tlön, Uqbar y Orbius Tertius», el cuento de Borges, e intenta seguir funcionando, obstinadamente, extraordinario acto de fe, foco de resistencia que allí donde alienta, las universidades y en ellas estas estructuras llamados «doctorados», sigue echando luz, sigue, como proclamaba Mallarmé, «dando un sentido más puro a las palabras de la tribu»: irrenunciables miradas, fortalezas de la convicción, modelos de vida superior.

Y el objeto a todo esto, ¿la literatura? Nunca, se sabe, se produjo una relación semejante en la literatura; la gran literatura, esa que define este discurso, no necesitó de una actitud crítica ambiental o generalizada para producirse; acaso, en épocas felices, gozó de una lectura generalizada pero también pudo ignorar una escasa o nula o errónea. Pero tal vez esta afirmación es esquemática: ¿no será que «actitud crítica» y «lectura» son primas hermanas? ¿Será que una, la lectura, no sería posible sin actitud crítica e, inversamente, no será que la lectura hace crecer la actitud crítica? Es posible pero lo cierto es que la literatura casi siempre afrontó épocas oscuras, casi siempre escribir se ejecutó en la casi clandestinidad y pocas veces en momentos objetivamente fáciles y propicios. En una gran síntesis podríamos decir que si eso es cierto para el Siglo de Oro, también lo fue modernamente en la época de los fascismos y, ni qué decir, de las dictaduras que afligieron a América Latina. En realidad es un hecho sabido que en las peores condiciones se produjo gran literatura, como si la oscuridad, la pobreza, el sufrimiento fueran una condición necesaria para una gran creación; hay ejemplos ilustres que confirmarían esa ecuación, que se exhibe casi como una pedagogía; lo mostraría, irrefutablemente, Sarmiento que escribe, y de qué modo, en un lugar donde casi nadie lee, Primo Levi en el pabellón de moribundos de un campo de concentración, García Márquez hambriento en París, hay muchos ejemplos.

Pero si bien escribir no es cómodo y hay que renunciar a muchas cosas para entregarse a ello esa relación es más laxa de lo que parece: la lectura puede ser inarmónica o espasmódica y también apropiada y la escritura producirse de cualquier modo. Esa discordancia no impide una grandeza pero a veces la concordancia la favorece. Es claro que desde que se produjo, a partir de mediados del siglo XIX, una masificación de la lectura, ligada a la expansión del periodismo y posteriormente el cine y desde hace poco la televisión, más la totalitaria idea del mercado, a todo lo cual respondió cierta literatura, tales relaciones han cambiado: nuevos modos de escritura, concebidos como aparatos de producción, no solo no necesitan sustentarse en una actitud crítica, dominante o declinante, sino que persiguen fines de lectura diferentes de los que se puede sospechar que no buscan incidir, ya sea en el conocimiento, ya en el placer, ya en la apertura de los vastos campos de la fantasía que parecían inherentes a la función que se le podía atribuir.

Soy consciente de que estas anotaciones pueden conducir a un enfoque sociológico cuyos alcances no puedo prever ni prevenir ni desear porque mi interés tiene otro objeto. Me interesa, en el punto al que he llegado, pensar en la situación actual de la literatura aunque no en general sino en el ámbito más propio, lo latinoamericano, por dos razones; la primera es el hecho de que no solo ahí está, en nuestro lenguaje y en nuestras preocupaciones, sino porque, y esa es la segunda, considerando tanto el contexto y la cultura de la que ha salido y expresa, cuya actitud crítica ha sido siempre dudosa, lo que ha logrado, «la gran riqueza de la pobreza», propone los mismos problemas críticos que cualquier literatura. Asumiendo una imperdonable arrogancia, me atrevo a afirmar que ha sido modelo de lo que nuestros países deberían ser: genio, visión, claridad, maestría, imaginación, inteligencia. En momentos felices esa posibilidad ha sido orgullosamente asumida por la cultura toda, pero, ostensiblemente, en momentos como los que nos toca vivir ha entrado en el arcón de lo prescindible, su poder, que siempre fue gloriosamente vicario, se ha desplazado, ocupa un lugar muy lejano en la contienda discursiva de la sociedad. Lo que en otros momentos encarnaba lo más alto que una sociedad podía exhibir de su identidad, tiene todo el aspecto de un refugio, en todo caso tolerable pero simultáneamente incomprensible.

Para muchos se trata de insistir, de seguir creyendo que la escritura es un camino de salvación, que hacer y ocuparse de ella puede ser un encuentro con la realidad, no la cruda que nos aflige sino una por la cual vale la pena vivir. La realidad, proclaman, es otra cosa. Pero ¿quién puede saber qué es la realidad, quién puede meramente describir lo que puede significar para cada cuál? La realidad, diría, se me aparece como una especie de alebrije, ese indescriptible animalito compuesto por partes diversas de muchos otros animales, no las más nobles, de las que se valen esos prodigios del arte popular mexicano, sino por las más infames. La realidad, considerando en frío, imparcialmente, como escribía César Vallejo, ha tenido en los últimos años un comportamiento sorprendente: nos encaminábamos a la paz y resulta que estamos llenos de avisos de exterminio; gobiernos moderadamente distribucionistas han sido desplazados por derechas, escasamente ilustradas, y ultraderechas irracionales; la confianza en la razón está acorralada por fundamentalismos sin argumentos; los pobres, que son cada día más pobres, votan por los ricos cada vez más ricos. La política, que es la encargada de pilotear en ese magma no puede con ese proteico animal, pero la literatura sí: no lo exorciza seguramente pero detiene la respiración, el tiempo desaparece mientras dura la escritura y mientras dura la lectura, ¿será eso lo que las mantiene vivas?, ¿la detención del tiempo, la suspensión de la muerte?

Como decía antes, no escucho las amenazas de una época en la que los rumbos parecen perdidos, no hago caso, sigo creyendo que estar en la literatura, y ahora y aquí, en el doctorado, tiene sentido. Recojo a mis iguales en esta contienda, los miro a los ojos y descubro un brillo que promete una continuidad: la de ahora, cinco años apenas, es breve pero consistente, se llama doctorado, se llama Pereira y, cinco años después, estoy otra vez abriendo una puerta.





Indice