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Discurso pronunciado con motivo del 120 aniversario de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (Argentina)

Noé Jitrik





Cuando llegué por primera vez a las puertas de la calle Viamonte, en marzo de 1947, la Facultad había cumplido, el año anterior, 50 años de vida. No me imaginé entonces que asistiría a sus 120 y que toda mi vida estaría ligada a ese transcurso: mi Alma Mater, como suele decirse en estos casos. Puedo evocar sin tristeza esa llegada: fue algo así como lo que me pudo haber pasado cuando entré por primera vez a la Catedral de Nôtre Dame: todo me parecía solemne, misterioso y también lejano, así como el aspecto mismo de los profesores que pronto empecé a seguir y los compañeros cuya naturalidad en el desplazamiento por esos sucintos corredores me resultaba objeto de descubrimiento, todo eran signos que se precipitaban sobre mi espíritu barrial, ignorante, el primero y segundo día, de lo que esperaba de la Facultad y de lo que la Facultad me podía dar. Para resumir mis sensaciones diría que ese recinto resumía para mí una vaga idea de libertad que hasta ese momento yo perseguía en las calles de Buenos Aires y en las librerías de la calle Corrientes, donde reinaba, como un dios Baco en decadencia, mal entrazado y huraño, el viejo Palumbo, que después supe que había inspirado a Arlt.

Mencioné a los profesores: hay que decir, ante todo, que desde hacía un año, la Facultad, como las demás escuelas y la Universidad en su conjunto, habían sufrido algunos golpes duros: el peronismo que, omnipresente, estaba controlando casi todo lo que pasaba en el país, también había puesto sus manos en la Universidad. Algunos profesores, que eran leyenda, habían emigrado, despedidos o renunciados, otros, de la tradicional estirpe, continuaban; también habían llegado algunos nuevos pero no podía saberse si entre unos y otros conformaban un cuerpo único; lo que aquellos enseñaban era lo que habían enseñado siempre, los nuevos, salvo algunas inflexiones nacionalistas, más o menos lo mismo. El primer día de mi primera clase fue tan desconcertante como la idea de que existía algo que se llamaba dativo o acusativo, palabras que sonaban en la boca del eterno profesor Albesa como latigazos en la ignorancia con que venía a afrontar lo que podía depararme mi inclinación por la lectura, mi fascinación por las artes, mi hambre de mundo. ¡Latín, griego! Pasaportes indispensables para ingresar al mundo de lo posible, un comprender tan vago como mi propia personalidad. Con el tiempo, la lección entera que esos profesores me proporcionaron queda como un congreso de sombras: la tenue voz de David Croce musitando las primeras estrofas de la Ilíada, el vozarrón inclemente de Gherardo Marone, que me hizo conocer a Manzoni y a Leopardi, la impermeabilidad de Vasallo, un deslizamiento duro y fascinante a los venerables nombres de Platón y Kant, el persuasivo y original Guerrero, belleza y construcción, la cautivante voz de Battistessa susurrando un San Juan de la Cruz y un Garcilaso que siguen siendo la sal del mundo. Esos y otros, cautelosos, prudentes, temerosos de lo que se pensara de ellos o bien que habían aceptado, humillándose, las condiciones que entonces imponía el verticalismo peronista, o bien que tenían reservas que no confesaban pero, en un caso u otros, estaban como amarrados, una incomodidad que los separaba de antiguos colegas y amigos así como de los estudiantes que, poco a poco, empezábamos a tener una idea de la Universidad, heredera del mitológico reformismo y con los que el diálogo se ajustaba a los estrictos límites de las respectivas materias.

Y aquí, en ese punto, comienza mi otra historia de la Facultad, la de la lucha, si no es excesivo usar esta palabra, estudiantil, una mezcla de excitación por lo nuevo y de confuso pensamiento pero de decidida voluntad de pertenecer, como si intuyera, en esos primeros momentos, que toda mi vida estaría vinculada a esas paredes y sus avatares. Había que no dejarse infectar por el autoritarismo, había que pensar que los murmullos que brotaban de los deseos de los estudiantes le daban a la Facultad una forma y fisonomía verdadera, conformada por una sed de pensamiento y de saber y al mismo tiempo de individuación, de un querer ser en la literatura y la filosofía no solo pensable sino posible. No había, en esa ecuación, diferencia entre reuniones sin fin hasta los comienzos de las madrugadas y el asomarse a la Ilíada o a la obra de Manzoni o a los Romances Viejos o al Martín Fierro: ser los más lúcidos y los mejores estudiantes, cuyos ojos estaban iluminados de un futuro que, por fuerza y por claridad en muchos casos se alcanzó. Esos estudiantes, y los de otras facultades, fueron la sal de mi existencia, la amistad, el compañerismo, la forja de ideales y de destinos los ha hecho inolvidables, por suerte todavía transitan por este valle de lágrimas algunos que siguen siendo fieles custodios de esos maravillosos recuerdos. Imágenes que se agolpan, la melancolía, a la que me resisto, esta celebración no la merece.

Más dinámica y objetiva es la recuperación de los avatares de la Facultad a partir de la nueva y más adulta relación. En esa instancia, Viamonte desaparece y, en su lugar, la Avenida Independencia, extraño lugar en el que desbordaban tanto los estudiantes como una vocación pictórica y plástica que el antiguo emplazamiento ignoraba: los primeros pululaban, los planes habían cambiado, la Facultad gozaba del fervor académico de la Universidad entera y, en cuanto al ambiente que reinaba en el enorme vestíbulo cartelones con proclamas y consignas pendían y volaban queriendo convencer y convencerse a sí mismas de nuevas posibilidades políticas y mentales. Todo cambió con el onganiato y su irrupción en lo que consideraba el peligro supremo: cientos de profesores abandonaron los recintos y de la Facultad no supe más nada, alejado de ella apenas había logrado regresar como profesor, hasta esa suerte de precaria resurrección que se produjo en un nuevo desplazamiento, el antiguo Hospital de Clínicas en el que recaló la Facultad como por lástima y con la esperanza de que el entorno, la ampulosa Medicina y la soberbia Económicas, a la sombra del gran hospital, le permitiera sentirse en un esbozo de campus, la Universidad entre las calles Viamonte, otra vez, Marcelo T. de Alvear, Junín y Azcuénaga, un cuadrado urbano intenso, pletórico de nuevos fervores, algo así como un retorno de promesas revolucionarias que parecían configurar los signos de un presente caliente y lleno de sentido. Mi primera clase fue en un enorme espacio que debió haber sido sala y en el que, me figuré, había recalado y luego muerto Horacio Quiroga, muerte y transfiguración.

Nuevamente el viento de la historia nos empujó a tierras extrañas, tan extraño como era que los que habían sido señores y dueños de la Facultad tuvieran, si es que no habían sido expulsados por extravagantes personajes extraídos de las catacumbas, que mostrar documentos a cejijuntos policías que mostraban con su mera presencia la idea de academia, ciencia, investigación, cultura y sociedad que tenía la tropa lopezrreguista dueña del poder. Se apropiaron no solo de la Facultad sino de su espíritu, agravio que no se podría perdonar sobre todo en los actuales tiempos en los que la agresión al pensamiento parece negar las mejores tradiciones argentinas e intentar un regreso a tiempos confusos y oscuros.

Años de exilio y de lejanía de lo que respiraba y se preparaba en la Facultad durante los años de ocupación enemiga, tan lejos que ni siquiera llegué a saber, porque carecía de importancia, quiénes dirigían la Facultad. Supe, tardíamente, que en el Instituto que todavía dirijo un sargento o un cabo primero, como dirían Les Luthiers, estaba a cargo, no quiero pronunciar la palabra dirección para ese oscuro momento. Que debía ser de preparación, como toda época represiva y aburrida, tal como lo había señalado Hegel a propósito de lo que siguió al eclipse de Napoleón.

Hubo preparación y resurgimiento después de 1983, ahora en el averiado edificio de la calle Marcelo T. de Alvear, en lo que había sido parte de un complejo sanitario u hospitalario; el fervor del renacimiento paliaba los efectos de ese vagabundeo al que se había sometido a la Facultad: volvieron algunos, se incorporaron otros, la investigación recobró las fuerzas que había perdido en décadas de desconcierto y bien pronto, más razonablemente, más universitariamente, se instaló la Facultad en lo que es hoy este hervidero de la calle Puan.

Volví a sus aulas después de un largo exilio. Me pareció que en los ojos de los estudiantes nociones como literatura, filosofía, historia, antropología, educación, geografía, bibliotecología, brillaban y tenían su traducción en nuevos órdenes de relaciones; me pareció que los institutos renacían y retomaban lo que había quedado aplacado y dormido; y aun la visible y novedosa forma de politización creaba una atmósfera como la que mis compañeros y yo habíamos deseado y que tenía todo el talante de una utopía en la que los estudiantes fueran tan críticos como amigos de los maestros y todo creara una comunidad en la que cada día era más grato participar.

Pude preguntarme, y supongo que todos los miembros de esta comunidad lo hacen, no solo por su función, tradicional y hasta ritual, inquietud que es posible que esté ya respondida y que se presenta, aunque obvia, invariablemente en épocas de crisis cultural y económica, sino por su suerte en esta época, en lo que concierne al futuro que le depara a las humanidades, y a las Universidades en particular, un espíritu de un pragmatismo reductivo cuyo mayor horizonte epistemológico es la idea, por llamarla de alguna manera, de ganancia o de rentabilidad o de servicio.

Siempre se ha dicho que la Universidad es un bastión de resistencia; creo que se trata de un concepto pero de difícil definición: habrá muchos modos de concebirla aunque en su existencia misma, en su relación con la producción de cultura de un país, la resistencia existe así como existen los vientos que intentan barrer la cultura misma lo que quiere decir barrer un destino nacional, una identidad siempre forjándose. ¿Cómo fue su resistencia en otros momentos? ¿Cómo será ahora?

A sus jóvenes 120 años la Facultad resiste: de sus aulas salen reproductores, esos estudiantes y ya no estudiantes que descubren nuevos caminos aun sobre viejos textos, pero también ideas y visiones, lo que llamamos investigaciones, en un dinamismo que se revierte sobre su pasado y lo justifica y sobre su futuro, siempre amenazado en estas «crueles provincias», designación que, imborrablemente, está inscripta en las suspiradas reflexiones finales de Narciso Laprida según Borges lo conjeturó.





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