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Discurso pronunciado con motivo del Doctorado «Honoris Causa» por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México)

Noé Jitrik





Desearía, Honorable Concejo Universitario, Señor Rector de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Consejeros Universitarios, queridos colegas, queridísimos amigos, hijos míos, propios y conquistados como hijos, Señoras y Señores, que mis palabras de agradecimiento por la extraordinaria distinción de que me han hecho objeto sean tan luminosas como la primera visión que tuve de la ciudad de Puebla hace treinta años, como los rostros de mis amigos, como el brillo de las miradas de los estudiantes que aún buscan en la literatura una clave para dirigir sus vidas, como los apagados ecos que se desprenden de los anaqueles de la biblioteca Lafragua, como el remoto esplendor de la Santa María Tonantzintla que recogí, asombrado, una tarde ya también remota de 1980.

No sé si lo lograré: las imágenes vienen en tropel y se superponen, se mezclan: ya no sé bien si las viví o las soñé o las leí o las vi en muchas de las caras que veo ahora; ordenarlas sería tan ímprobo como inútil, ese confuso inventario es lo que se llama la memoria y pretender darle una estructura no solo sería una prueba de arrogancia sino una infantil confianza en que una historia individual tiene un sentido. No puedo decir ahora que mi memoria no albergue o no contenga la forma de un sentido pero, en cambio, puedo decir que todo su proceso de eventual conformación resulta de tan azarosas circunstancias, todo es tan casual y tan determinado por otros, que no me atrevería a pronunciar un «es así» de mi propia vida, en el día de hoy considerada por otros, los que imaginaron que podían proponer para mí un reconocimiento, los que lo otorgaron, los que lo celebraron como si lo hubieran obtenido ellos mismos. De estos últimos, unos cuantos de los cuales están aquí, solo puedo decir que además de que son como intensas ciudades en un mapa cinético que es el mapa de mi propia vida, juzgaría que tienen equivalentes o superiores méritos a los presuntos que han motivado que hoy sea yo quien reciba este reconocimiento.

Sin embargo, en algún lugar, que por prudencia campesina no voy a indicar, estimo que ese reconocimiento no es inmerecido y que ha sido logrado no por ninguna de esas manipulaciones eficientes que parecen propias de la cultura pragmática que nos envuelve más de lo necesario; lo ha sido por el empeño de algunos, es cierto, que, al imaginarlo como necesario y justificado, han hecho a su vez un balance de los años que nos ha tocado recorrer juntos. Todavía veo entrar a una breve clase en el Pabellón España de la Ciudad Universitaria de Córdoba, con un paso tentativo que tenía que ver con esa levedad que no lo abandonó en toda su vida, a Raúl Dorra que, desde ese instante, como también y de otro modo ocurrió con Tununa Mercado, siguió siempre ligado a la mía; lo veo llegando a México, lo veo en Puebla reconcentrando su estilo y asentando su sabiduría que, además, nutría su natural delicadeza y, desde aquel lejano cordobés hasta este momento poblano, el arco se llena de voces, de escenarios, de despedidas y de funerales, de celebraciones y de reconocimientos, ese arco está iluminado por el sagrado nombre de «amistad» que es lo que nos ha permitido sortear la dureza de la imperfecta vida de nuestras sociedades y reconcentrarnos al mismo tiempo en lo que podía depararnos el secreto que reside en las palabras, esas que constituyen la materia misma de nuestras vidas.

Miro a mi alrededor y reconozco a los miembros de la familia que hemos ido configurando durante décadas pero no desde la nada: la hemos constituido recogiendo unidades de sentido, creencias y convicciones, hasta cierto punto desde una tradición de pensamiento que fue importante para América Latina; pertenecemos a una especie amenazada, la de los intelectuales, pero que se niega a desaparecer. A veces, no es posible negarlo, algunos de ellos, que no han logrado una armonía entre pensamiento y acción, se sienten culpables por ser lo que son y emigran, realizan en su desplazamiento la amenaza que pende sobre la familia entera; en ocasiones las voces que vienen del exterior son tan estridentes que las propias no logran hacerse oír y, por ello, da la impresión de que no existen, de que ser intelectual es carecer de voz; la realidad en determinados momentos es tan dura y la falta de soluciones tan obstinadamente compacta que es como si proseguir en el trabajo emprendido antes, cuando todo parecía propicio para internarse en él, fuera una decisión criminal, los intelectuales como responsables de la catástrofe y del dolor de la sociedad. En el tiempo que nos toca vivir, el desconcierto y la angustia es el tributo que pagamos para conservar la posibilidad de hallar en la imagen, en la palabra, en la enseñanza, aquella salida que la poesía siempre encontró para desentrañar el enigma de la existencia, en suma de la vida y de la muerte, no para conservar presuntos y detestables privilegios, como el lugar común antiintelectual se empeña en creer que es nuestra razón de ser. Los que estamos aquí, lo creo firmemente, somos de los que imaginan que persistir, frenando la impaciencia por un vivir cada día menos retributivo, en la conversación infinita que nos da las ganas de vivir y algunas de sus mayores alegrías, no solo nos devuelve una consistencia que para las aplanadoras culturales que tratan de aplastar nuestros cuerpos es el objeto de la eliminación, sino que constituye un acto de resistencia, el único del que puede surgir la forma de un discurso superior al del poder.

Tal vez no haya derecho a formular ahora una reflexión que amenaza con ser una apología o una requisitoria; se trata, aquí y ahora, quizás tan solo de un acto universitario pero que no es de rutina, espero, sino de excepcionalidad: la solemnidad con que está investido, el cuidado con que ha sido preparado así lo muestran lo cual sugiere que el reconocido, recíprocamente, haga un reconocimiento. Lo quiero decir en este momento y de este modo: esta Universidad, que siempre mostró hacia mí una disposición más que favorable, hizo todavía mucho más por numerosos compatriotas míos en momentos muy difíciles de la vida de nuestro país de origen y de sus propias existencias; empujados al exilio por una feroz dictadura, hallaron en ella trabajo y consideración y la oportunidad de dar de sí lo mucho que traían así como de recibir de este ámbito una riqueza que no imaginaban y de la cual podemos tener una vislumbre en la portentosa gracia de sus construcciones coloniales pero sobre todo en la densa historia de este país y en la reconcentrada bonhomía de sus miembros: la psicología del mexicano, en la que hombres como Samuel Ramos y Octavio Paz intentaron indagar sin develar, por cierto, su misterio, la mezcla de reserva y de compasión, el brillo de su creatividad, tienen que haber sido para los argentinos que se asomaron a ese universo una experiencia radical de semejanza/alteridad grabada para siempre en sus imaginarios, como lo ha sido para el mío. Así, pues, me aprovecho de esta ocasión para expresar algo que es más que gratitud y respeto a una Universidad que supo abrirse y brindar posibilidades a una inteligencia en riesgo pero viva que contribuyó, por su parte, con su esfuerzo y con su imaginación, a su grandeza mexicana, como no puedo resistirme a decir parafraseando al precursor Bernardo de Balbuena, así como a la de esa Latinoamérica que sigue buscando su cifra, la forma de su destino, si destino hay para países y culturas que se piensan diferentes.

Pero si bien me es grato perderme en esa delicada retórica de los agradecimientos, en la cual se pone a prueba la capacidad de transitar por las cornisas y los filos del descreimiento, no puedo, en momento tan luminoso de mi vida, quedarme en generalidades y en gratitudes a esta Universidad Benemérita, adjetivo más que justificado para esta circunstancia. De alguna manera necesito poner en claro, porque no quiero correr el riesgo de sentir que un acto como este pueda ser considerado como una despedida, lo que me ha llevado a este punto desde un comienzo azaroso y casi trivial pero del cual recupero cierto nostálgico fulgor.

Todo empieza, creo, una tarde de otoño, en un París que estaba ya buscando sus sombras baudelairianas, junto al Sena; cumplí con lo que todo paseante, flâneur sin saberlo, suele hacer: mirar libros viejos, buscar una revelación, justificarse por un instante en un texto escrito por otros y que no se sabe que se está buscando. Todas esas previsibles expectativas se resolvieron al mismo tiempo, de un solo golpe: el libro que se me ofreció fue La part du feu -Del lado del fuego me parece que puede ser una traducción adecuada-, de Maurice Blanchot, de quien no sabía nada: me indujo a mirarlo y a comprarlo, fraternalmente, mi entonces buen amigo León Rozitchner, que sabía un poco más de estas cosas o que presumía el efecto que causaría en mí. Me atrajo, tal vez, que hubiera en el índice más de un capítulo sobre Kafka -quien ya me había impedido dormir cuando leí El proceso-; me atrajo, tal vez, porque se oponía a mis poco sólidas pero obstinadas creencias de entonces, un misterioso enunciado, «La literatura o el derecho a la muerte», título de un fragmento con el que ese fascinante libro concluye y en el cual brilla, con brillo amenazante, una frase decisiva, «la palabra mata la cosa».

Desde esa tarde de 1953 hasta hoy, ese libro, cuyo autor era, presumo porque mucho no sé sobre su existencia física, no mucho mayor que yo, precisamente porque se oponía a mis poco sólidas pero obstinadas creencias de entonces, penetró en mis balbuceos, infundió en mis ideas sobre literatura una suerte de respiración que todavía me anima. Pero, de entrada, ¿qué podía ser eso de que la palabra mata la cosa? ¿Era eso pensable? ¿En qué o contra qué convicciones se incrustaba una declaración tan fuerte? Para alguien que a lo más que había llegado era a la estilística, que creía plausible que se pudiera encontrar al individuo, con sus pasiones y obsesiones, con su psiquismo íntegro, en el poema, y a la lingüística saussuriana, cuya teoría del signo deja aparte e indemnes a las cosas, la «cosa» era intocable, estaba investida de un carácter sagrado, reverencial, tal como lo había enseñado Lenín en su crítica al empiriocriticismo, otra lectura de aquellos años cuyas aseveraciones también eran sagradas, no me habría atrevido nunca a discutirlas: dar importancia a la palabra que la designaba, conferirle ese rasgo homicida, no podía sino ser un vano intento de negar la preeminencia de la cosa, su trascendencia y la propia existencia del mundo, compuesto indiscutiblemente por cosas.

No obstante, de un modo oscuro, confuso, dejé que esa perturbadora llegada de la negación a mi alma cándida no me abandonara, le permití que hiciera de necio fantasma que me acercaba y me alejaba al mismo tiempo de lo que ahora entiendo que ese enunciado enuncia: por un lado, proclama que la cosa es «presencia», por el otro que la palabra es el camino para llegar, ¿quién?, con ella a la presencia, para rodear lo que se escapa en la presencia y constituir así aquello que Alejo Carpentier llamó El reino de este mundo.

Pero debo hacerme un reproche y la ocasión ha llegado: en lugar de dejar actuar con el reposo que exigían me apresuré a hacer funcionar esas ideas y en no pocas ocasiones me enredé con el sistema de negaciones que frases como «la palabra mata la cosa» y otras semejantes desencadenan. Me sentí a veces tan perplejo al decirlas, esas y otras adaptadas a parecidos fines, como siento que sube la perplejidad, acaso cierta culpa, cuando hay que enfrentarse con ideologías que no abdican del iluminista orgullo de un saber que no admite mutis, escansiones ni descanso. Debo decir, sin embargo, que admitir que nos manejamos con palabras para entender la «presencia» de las cosas parece una propuesta simbiótica, una fusión, cuando a lo que todos, en una ética tan impuesta como logocéntrica, aspiramos o deberíamos aspirar es a una identidad para tener derecho al uso de la palabra y a gozar de la ilusión de que estamos del lado de las cosas, no del lado del fuego.

Debo, acaso, a la admisión del abismo que hay entre palabras y cosas, dos o tres perdurables figuras; en primer lugar, la de la pretensión de entender ese abismo, no ya las palabras ni las cosas sino aquello que está entre ellas: qué clase de depósito es, de qué modo el habitante de ese espacio o recinto es una entidad a la que llamo libido o deseo o como se quiera, pero que es equivalente a una fuerza; en segundo término, sobre esa primera crece otra, la de la incesancia, palabra que preside no solo este ceremonial que contemplo emocionado, sino que interpreta todas las continuidades, las que van de significante a significado, de signo a cosa, las que están en el fundamento de la escritura, como lo que quiere capturar ese abismo, y en la lectura, insaciable apenas se desencadena. El deseo que acerca los términos genera ese extraño matrimonio que se da entre significante y significado, entre signo y cosa significada: ambos términos, en las respectivas parejas, se atraen, dan vuelta las arbitrariedades, copulan y dan lugar a una cognoscibilidad: mediante esos ayuntamientos podemos vivir en el mundo y hacerlo vivible. Lo que quiere decir poético, que es el ámbito en el que la incesancia se hace escritura y fundamento de toda idea de semiosis.

En una incontrolable tendencia a la cleptomnesis advierto que ese grupo de ideas reaparece en casi todos mis escritos; descubro, sorprendido, que en trabajos de los comienzos están ideas, aproximaciones, esbozos que en momentos posteriores se manifestaron con más definición, en forma de propuestas: mis intentos de entender la reiteración o los rodeos con que trato de entrar en materia son menos una internación en la ininteligibilidad, que en ocasiones asedia en apariencia mis razonamientos, que una búsqueda en la posibilidad de una escritura que se ha hecho obsesiva no porque haya temas o núcleos que no logro sublimar sino porque, sin lograr sublimarlos, animan mi escritura y me ayudan a buscar en un llamado relato o en un llamado poema aquello que las palabras no pueden alcanzar, ese feliz fracaso que valida toda acción de escribir.

Quizá, con esta red, se haya ido diseñando una ética. ¿Qué carácter tendría? No pretendería que tuviera un alcance universal; implícitamente podría ser así si creyera que eso que denominamos «ejemplo» -que suele ser un instrumento acostumbrado de las éticas-, al que no obstante su carácter de coagulado verbal le está permitido no expresarse o programarse o exponerse, es la condición o por lo menos un primer nivel de una universalidad. De todos modos puede ser, bien puede ser que por detrás de eso que denominamos ejemplo aliente todavía un resto programático vanguardista o bien un resto filosófico, si por filosofía se entiende un modo discursivo de concentración irradiante que, en consecuencia, también puede residir en un poema, en un relato, en un trabajo crítico, en una formulación periodística o en un devaneo teórico, no solo en un discurso especializado.

Me gusta esa expresión, «concentración irradiante»: quiero decir con ella «expansividad de un enunciado», sea cual fuere su modo genérico, su modo discursivo y su circunstancia. Pretendo, en consecuencia, que toda escritura realizada ponga en operación no solo sus objetivos de seducción sino su esquema ético, que todo trazo implique determinado modelo del mundo.

En este punto, viene a hacer un respingo otra vez el admirado Blanchot. Casi por milagro, salido de un silencio voluntario de años, tercia en lo que antaño podría haberse designado, orteguianamente, como «la cuestión palpitante». Les intellectuels en question es el título de un libro que se explica en un subtítulo cauteloso, en un suspenso que no puede sino atraerme: «Esbozo de una reflexión». Por comprensibles y dolorosas razones de lealtad intelectual, porque estuvo en sus iniciales navegaciones por la literatura y la filosofía, el nombre de Heidegger le regresa si se trata de intelectuales y de cuestionamientos; es posible que Heidegger haya estado recluido y en la sombra durante varias décadas y si vuelve a la luz ha de ser porque tanto la marca que ha dejado en la cultura contemporánea como los rechazos que ha provocado el peor momento de su vida -aunque en ese momento se haya sentido eufórico, por primera vez en su vida en estado de fusión corporal con las masas- forman parte de un debate o al menos lo ilustran: Heidegger es una espina clavada en todos aquellos que si por un lado no temieron poner en duda la herencia hegeliana en todas sus formas, por el otro se vieron sorprendidos y aun aterrados por el compromiso que había asumido el maestro pero, al mismo tiempo, como pudo haber ocurrido con Jean-Paul Sartre, René Char y aun Paul Celan, rechazaron la perturbadora idea de que había un correlato inevitable entre sistema filosófico y conducta política -o ceguera en el caso de Heidegger, como quizás intentó decírselo a sí misma Hanna Arendt en incesantes regresos a su propia zona de conflicto.

Blanchot, ahora, en este libro, introduce un nuevo concepto. Vale la pena retomar sus propios términos: «Más se concede importancia al pensamiento de Heidegger más es necesario tratar de dilucidar el sentido que tuvo su compromiso político de 1933-1934. Se puede, en rigor, comprender que Heidegger, para prestar un servicio a la Universidad, haya aceptado ser designado rector. Se puede inclusive ir más lejos y no otorgar demasiada importancia a su adhesión al Partido de Hitler, adhesión de pura forma y destinada a facilitar las obligaciones administrativas de su nueva función. Pero, en cambio, son inexplicables e indefendibles las proclamas políticas de Heidegger por las cuales muestra su acuerdo con Hitler, ya exaltando el nacional-socialismo y sus mitos al exaltar al "héroe" Schlageter, ya llamando a votar por el Führer y su referéndum destinado a abandonar la Sociedad de las Naciones, ya apremiando a sus estudiantes para que respondieran favorablemente al Servicio del Trabajo, y todo ello mediante su lenguaje filosófico propio que pone, sin inquietarse, al servicio de las peores causas y que, en consecuencia, resulta desacreditado por el uso que hace de él. Esto es para mí su más grave responsabilidad: ha habido corrupción de escritura, abuso, travestismo y desviación del lenguaje. Sobre este pesará, de aquí en más, una sospecha».

«Corrupción de la escritura»: ¡qué frase! Y, no menos sombría, «sospecha». Estas expresiones no suelen aparecer en el elenco de las denuncias a la corrupción que, reales o aparentes, asedian la compleja vida política y económica de la sociedad contemporánea y alimentan, real o aparentemente, las páginas de los periódicos en una época que garantiza, real o aparentemente, la libertad de prensa. ¿Es que el de la escritura es un tema menor y no importa tanto la corrupción de que puede ser objeto? Suponiendo que los críticos de la corrupción puedan haber llegado a percibir con claridad dónde están los focos de la corrupción de la escritura es evidente que no le otorgan la misma importancia o gravedad que reconocen en el sistema carcelario o aduanero o parlamentario; si la llegan a percibir, la vinculan con la otra en la medida en que consideran que la escritura es solo un instrumento que transmite lo que «es» y, en consecuencia, nada más natural que si la sociedad o uno de sus aspectos es corrupto también lo sea la escritura de que se vale. De manera que si, por el contrario, se admite que hay modos de la corrupción que pueden afectar en particular a la escritura, vale la pena tratar de detectarlos justamente porque es posible, es lo que creo, que haya una ética de la escritura.

¿Es este un tema de nuestro tiempo? Es un tema para mí: antes hablé de ética, no he logrado todavía desprenderme de lo que esta palabra conlleva y desde ella quisiera operar.

Pero, ¿qué puede ser «corrupción de la escritura»? No ha de ser, me parece, que Blanchot entienda por tal cosa esa depravación de la sintaxis de la que solemos quejarnos y que se proyecta desde los discursos comunicacionales a los literarios; tampoco a la invasión de barbarismos que de pronto pone rojas las orejas de los puristas e incontaminados del uso de la lengua; no creo que se refiera a los síntomas de desfallecimiento de la identidad lingüística que aplacan los estilos y aplanan la comunicación; lo que más bien entiende por tal cosa es que hay corrupción cuando se pone la escritura, lo que es también decir el pensamiento y el lenguaje, al servicio de causas condenables pero no solo en el juicio de la historia sino en el presente mismo: ¿cómo podía un hombre como Heidegger no darse cuenta de lo que pasaba con los judíos, los gitanos, los homosexuales, los izquierdistas en la política nazi? El propio Blanchot quizá no lo había advertido en su momento pues, llevado por tradiciones no sometidas del todo a crítica, me refiero al lóbrego nacionalismo francés condenado por Sartre poco después del final de la guerra, pudo convivir con el vichysmo durante un momento, hasta sacárselo de encima. ¿Hasta el momento de dejar de creer y empezar a pensar? Surgen aquí dos términos antagónicos si creer es abolir toda crítica y si pensar, como dice Meschonnic, retomando la tradición frankfurtiana, es intervenir, transformar, «hacer mal», implicar una crítica o, en sus palabras, una «teoría crítica». Aunque, sin duda, hay un creer en el pensar, así como hay un sentir en el pensar que funda cualquier semiótica.

Yo creo entender a qué se refiere cuando dice «corrupción de la escritura» o en qué está pensando: es cuando un pensamiento poderoso y noble, dignificado además por su escritura, la gran expresión, aquello que los grandes maestros logran, lo que consiguieron Platón, Spinoza, Kant, Husserl, se rebaja poniéndose al servicio de una causa repulsiva, lo que no habría ocurrido con ninguna de ellos.

Si es así, la calificación de la causa es lo que permite definir el monto y el grado de la corrupción; se puede, por lo tanto, pensar que si la causa recibe calificativos de menor intensidad la corrupción podría ser menor y menos grave, menos condenable: Marinetti fascista sería menos sospechoso que Heidegger nazi. Así, pues, la clase y el tipo de causa y cómo es considerada por cierta opinión definirían el grado de corrupción de la escritura considerada, por lo tanto, como vehículo, no necesariamente como zona semiótica.

Podría pensarse, entonces, que si Heidegger, aun adhiriendo a la misma causa a la que adhirió, hubiera cuidado su valioso pensamiento, si no lo hubiera expuesto y tensado del modo en que lo hizo, habría preservado su escritura o bien la habría corrompido mucho menos, tal como quizás ocurrió en el mismo momento y situación con Ernst Junger o como muchos pensamos que había ocurrido cuando a Borges se le dio por justificar la dictadura pero, aun así, sin alterar su poética.

¿Puede hablarse, pensando en grados y en causas, de «corrupción» cuando los estridentistas, que se presentaron como los auténticos frutos poéticos de la Revolución Mexicana, fueron amparados por quien ahora consideramos como el sabio General Jara o cuando Pablo Neruda escribió su célebre «Canto de amor a Stalingrado»? Siguiendo el razonamiento, ¿no se acusó de corrupción a Arthur Koestler o a Boris Pasternak, desde una causa en apariencia irreprochable o que solo unos pocos entendían como cuestionable? ¿Y qué hay de la acusación que pesa sobre Salman Rushdie, en este caso en estado puro, pues se la formula no desde la lógica de una causa sino desde la impecabilidad de una escritura sagrada? Por el contrario, daría la impresión, desde este punto de vista, que no solo no sería corrupta sino la prueba misma de la incorruptibilidad más extrema la sigilosa aventura escrituraria de un Robert Desnos que, según nos lo narra Raúl Zurita, corrigió, hasta casi su último suspiro, sin esperanzas de salir vivo de un campo de concentración, un viejo poema que, por lo tanto, adquirió un valor resplandeciente de escritura. O la de Primo Levi, que se metió en el pabellón de infecciosos de un campo para poder escribir páginas cuyo destino ignoraba pero acerca de las cuales intuía que le iba la vida, una vida posible, infinitamente superior a la miserable que el campo de concentración le deparaba.

De este modo, las posibilidades de precisar o definir «corrupción de la escritura» desde esta perspectiva son, como se ve, estructuralmente innumerables y darían no solo sus réplicas, o sea la extrema imagen de lo no corrupto, sino, con espíritu geométrico o estructuralista, figuras tan curiosas como matizadas: a causas más o menos horribles o más o menos elevadas, grados más o menos severos de corrupción, en escalas variadas pero nunca despojadas, esas figuras, de la inquietud ética que acarrea la reflexión originaria.

Así, pues, se abre ante nuestros ojos de críticos una ancha avenida si admitimos que, sean cuales hayan sido los episódicos triunfos metodológicos que relegan o desplazan la dimensión del «autor» a favor de la «obra», no está resuelta una siempre perturbadora situación, me refiero a la coherencia entre la proyección o trascendencia de una escritura y el comportamiento social del autor. Tal recurrente situación es un fantasma que asedia toda idea de función o finalidad de la literatura y pone siempre en cuestión a la crítica. Ahí, en ese punto, se establece la sospecha de la que hablaba Blanchot, no la quiero perder de vista puesto que esa palabra recorrió toda una época, hasta cierto punto modeló otra ética, sobre la búsqueda de la coherencia la sospecha sospechó de la incoherencia, la persiguió, la mató, ignorando, muchas veces, su profunda razón: no nos cansamos de volver a Hegel, es difícil que creamos ahora que Trotsky era un agente del imperialismo o que Lacan, porque se lo asimila a Góngora, es un repudiable agente del mal.

Estamos hablando de momentos difíciles, de crisis sociales y de crisis de conciencia muy serias. Parecería que el dramatismo de la situación es incomparable con lo que puede ocurrir en épocas consideradas normales en las que, parece obvio decirlo, la crisis no ha desaparecido sino que está un poco más lejos, encubierta quizás, reducida, racionalizada o simplemente incorporada a una cotidianeidad más o menos ordenada. ¿Hay corrupción de la escritura cuando exigencias de definición como las señaladas son débiles o adoptan formas más o menos tranquilas? Se presenta en este punto una cuestión incómoda, de difícil consideración: acecha el riesgo de un moralismo que suele encontrar autoproclamados jueces, autoinvestidos, capaces de condenar a quienes no se imaginaban siquiera que podían ser acusados, que vivían en el limbo de un natural ejercicio de sus capacidades, o sea de su escritura, libres de toda presión, salvo la del admitido juego de fuerzas o poderes que regulan, también aceptadamente, las estructuras sociales.

En suma, se trata de entender, si es posible, la noción de corrupción de la escritura más allá de la ecuación entre causas y servicio a ellas, en su propio campo, en todo momento pero, sobre todo, en tiempos en los que lo exterior a la escritura no se manifiesta por medio de apremios o si lo hace lo hace por la vía de estructuras de pensamiento que, por estar más naturalizadas, o sea vinculadas con el sistema de relaciones sociales en curso, parecen menos radicales en sus exigencias. ¿Mentalidad de mercado como estructura de pensamiento? Por ejemplo, el argumento, presentado por lo general con un énfasis parecido a una creencia, acerca de lo que necesita o quiere el llamado público lector y a la que numerosos escritores, en su escritura misma, se pliegan poniendo a su servicio su escritura con devoción semejante a la que llevaba a Heidegger a prestarle su discurso al nazismo, ¿no es acaso un argumento de corrupción? En algunos casos plegarse a ese argumento no entraña conflicto, al menos en el orden personal y subjetivo: hay escritores que hacen lo que siempre hicieron, no traicionan ninguna escritura, sea cual fuere la profundidad de este concepto: tan solo actúan su corrupción y la defienden con la espontaneidad, seguridad y convicción de quienes han admitido desde el vamos un «así es» de las estructuras sociales; también hay quienes convierten una escritura que había querido ser en sí misma un fenómeno de transformación permanente, de ruptura, de investigación, de acercamiento a sus propios bordes y de puesta en juego de sus propias garantías, en reproductiva, desinquietante, servicial, tan simple como se supone que es simple el universo receptivo del público lector, por cansancio, por descreimiento, por derrota: escribir deliberadamente llano y sencillo, proclamar por añadidura que lo que vale, y nada más que eso, son las historias que el «lector» pueda seguir y entender, quitar de en medio el «pensar que hace mal», aislar la complejidad de la escritura y reducir los riesgos que implica escribir, podría muy bien dar una idea acerca de lo que para mí, al menos, podría ser corrupción de la escritura sin que lo que se escribe se ponga por fuerza al servicio de ninguna causa, perniciosa por común convicción política, o benéfica por consenso de clase o de generación o de ideología.

Por cierto, razonar sobre «corrupción de la escritura» en medio de un mundo cada vez más corrupto puede parecer disparate porque lo esencial sería razonar sobre la corrupción del mundo y, sobre todo, combatirla. No ha de ser tan grande disparate si el orden de la escritura implica, como supongo que muchos lo creemos, lo que es el mundo y sus más secretos conflictos y tribulaciones nos acercan a él más allá de la superficie de las cosas y la exterioridad de las palabras.

Razonar sobre este tema, que en apariencia interesaría solo a escritores, puede llevarnos muy lejos y no solo porque la noción de corrupción de la escritura no puede reducirse a una cuestión de conciencia puramente individual: sin duda la noción trasciende esos ámbitos de modo tal que puede constituir una finalidad de la crítica, siempre que se admita que la crítica se valida como tal si procura determinar la significación de los actos humanos a partir de la significación que organizan y promueven las palabras. Una crítica que pueda llegar a establecer modelos totales de la incidencia de una escritura, inmanente y trascendente al mismo tiempo, como épica de la significación y no como oda a presuntas glorias ni elegía dedicada a la inutilidad de los esfuerzos humanos por significar.

No ignoro que los modos de corromper la escritura son múltiples y variados y que no es sencillo atacarlos y ni siquiera taxonomizarlos: sería presunción haber pretendido dar una idea clara de lo que es algo que por lo general salta a la vista y pone sobre aviso en las más diversas situaciones de lectura. Quizás, en todo caso, y suponiendo que la frase «corrupción de la escritura» no constituye un enigma, o sea que todos sabemos lo que quiere decir aunque no sea fácil decirlo, tal vez lo que nos queda es pensar en la idea de corrupción a partir de lo contrario; se diría, en este sentido, que la corrupción se produciría cuando cesa la doble armonía que rige el universo escriturario; por un lado en el plano del saber que entraña, saber no de qué y de cómo, lo que remitiría a una trivial dimensión contenidista y técnica, sino saber «de escribir» y saber «de qué escribir», que de este modo intento entender la escritura y lo que le confiere su espesor generativo, su capacidad transformativa. Y, por otro, entre un universo admitido libremente de las reglas de ese doble saber y una fuerza individual que canaliza un deseo en y de escritura. Este segundo aspecto de la armonía no es sumisión, puesto que se trata de saber y no de codificación, así como la fuerza individual no puede ser entendida como una ignorancia sin freno: tal armonía es producto de un acuerdo, algo rousseauniano, en el que debe desaparecer tanto la represión que toda reglamentación conlleva como la arbitrariedad que parece el signo de lo individual: esa armonía preserva la perduración de lo intrínseco de la escritura entendida como modo de transformación, la historiza y crea las condiciones de ese reconcentramiento del cual la imagen convocada de Desnos es una ilustración que vale por una teoría entera. Si la armonía, que no puede imponerse sino que debe ser comprendida, se fractura, deliberadamente o por una acción externa -pero habría que ver cuándo, cómo y en qué medida-, toma forma una corrupción que puede ser tan poderosa como para anular el efecto que una escritura de armonía obtiene para acompasar su gesto productivo con una posibilidad de acercarse el enigma siempre presente del mundo, el ser del mundo, el ser del tiempo y el ser del ser social, raramente en estado de felicidad, por lo general en estado de desdicha.

Pido humildemente perdón por estas deshilvanadas reflexiones. Pensé que la ocasión era propicia, que quienes están hoy aquí, ligados a mí por el afecto y la historia, podían comprender que era mi modo de decir gracias omitiendo la palabra gracias, tal como ocurre en la literatura en la cual el decir no es lo esencial, ni tampoco el psicológico querer decir sino lo que está por debajo sosteniendo un edificio que solo existe porque así lo queremos y ese querer sostiene, de paso, el edificio de nuestra propia vida y de la vida de la sociedad.

De hoy en más miembro de esta Universidad espero ser digno de ella en el futuro. Gracias.





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