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Discurso pronunciado con motivo del Doctorado «Honoris Causa» por la Universidad de la República (Uruguay)

Noé Jitrik





Mi agradecimiento, Señor Rector, Señor Decano, Señores miembros de los cuerpos universitarios que acompañan este acto, queridos amigos, tiene al menos tres vertientes. La primera es a la Institución que tan generosamente me incorpora por segunda vez a su plantel. La primera fue como Profesor Honorario, la de hoy es la del doctorado Honoris Causa. Innecesario casi es decir lo que siento. La segunda es a la Facultad de Humanidades por haberme brindado varias oportunidades de trabajar en ella, siempre creando lazos y recuerdos muy preciosos para mí: Seminarios, cursillos, Congresos, jurados, todo ello ha dejado en mí la profunda impresión de pertenecer a un colectivo, de dejar simientes, de practicar el generoso arte de la docencia y la especulación intelectual sin reservas, sin contar con la vagancia por las viejas calles de un Montevideo melancólico y lleno de resonancias, pasos, rostros, conversaciones. La tercera es a mí mismo en tanto he podido atesorar amigos entrañables, algunos que, como dice Quevedo, vivos están después de la muerte. No puedo olvidar que Horacio Quiroga supuso mi despertar a la crítica, que Ángel Rama fue uno de mis interlocutores más entrañables y que su desgraciada muerte me dejó en la orfandad. ¿Olvidaría al Onetti que tanto despertó en mí? ¿Olvidar a Felisberto Hernández, de quien quise imitar alguna vez lo inimitable? ¿Y al encantador Real de Azúa, con sus deslumbrantes complejidades y caprichos? ¿Y qué decir de la delicada presencia de Idea Vilariño? ¿A Emir Rodríguez Monegal, que supo capear mis desconfianzas con su generosidad y discreción? Y de Carlos Quijano, con su serenidad auroleada, ¿no podría evocar sus palabras y su magisterio? ¿Y de Martínez Moreno, que perfumó días del exilio mexicano con su bondad y su sabiduría? Y han de seguir los nombres en ese santoral de la amistad que adornó mis días e iluminó mi sensibilidad. Y lo sigue haciendo con los que siguen en pie, como yo mismo, amigos queridos, siempre reteniendo con sus palabras el peligroso paso del tiempo, a golpes de poesía y de talento. Aquí está Pablo Rocca, con su saber a cuestas, una especie de personaje de Canetti que lleva en su cabeza y con irrefrenable amor toda la historia de la literatura uruguaya; están aquí o cerca el finísimo Omar Prego y María Angélica Petit, onettianos de veras; Hebert Benítez Pezzolano, en la pura contienda teórica, o el constante Enrique Fierro, cuya poesía es como un ave misteriosa que de tanto en tanto me despierta; y Hugo Achúgar, tenaz y dramático en su pensamiento, así como Roger Mirza, atento, fiel, perceptivo. Y también la exquisita Ida Vitale, con sus fulgores y arrebatos poéticos y su encendido amor por la literatura. O Sylvia Lago, tan delicada y generosa como para albergarme en su estima y cuidado. Y tantos otros que no están desterrados de mi memoria sino que se actualizan en cada paso que doy por estos recintos, el reciente amigo Carlos Liscano, el siempre recordado y admirado Anhelo Hernández, alguna de cuyas obras honra mis paredes, el imprescindible Hugo Verani, y el no menos querido Ruffinelli, la sutil Ana Larre Borge. Los arrabales de Montevideo, las resonancias del otoño, el río al que llaman mar, todas las nostalgias que se acumulan en un registro entrañable, un diálogo que no es de orillas sino de deseos informulados, toques en el alma, irrenunciable poesía.

Agradezco, pues, todo y, por añadidura la oportunidad de hacer estas pudorosas declaraciones que no deberían ser guardadas porque, además, me siento en mi propia casa, no me parece ser extranjero en esta tierra, no poseo el don de señalar caracteres nacionales y declamar diferencias de temperamento o de poética o de maneras de caminar o de mirar. Lo que se suele decir acerca de la modestia uruguaya es un artilugio para explicar la soberbia argentina y uno de los frutos más pobres del comparatismo. Ni una cosa ni la otra sino una manera de entablarse y de construir un diálogo que va de uno mismo y sus interiores a los demás y sus interiores. En eso me considero un triunfador y si eso ha sido la razón por la cual me encuentro hoy aquí me felicito, no me tomo con un merecedor sino solo por esos méritos, no por otros acerca de los cuales dudo siempre, no sin dolor pero con la lancinante sensación de que todo está por hacerse y que los días se acaban, todo a partir de cierto momento es atardecer cuando uno desearía que fuera lúcida alborada.

Pero esta ocasión, tan ruda como cantaba Martín Fierro, no puede concluir en el gesto primero y necesario. Se supone, o me supongo, que de alguna manera hay que mostrarse, no para justificar una enaltecedora distinción sino para sentir que se está, o estoy, entregando algo. Y eso que puedo mostrar es en cierto sentido un desconcierto respecto de lo que somos y de lo que hacemos; me refiero a la literatura y lo que pasa con ella en estos tiempos más allá de esa obstinación que cuando da algún resultado nos llena de sentido. Dudamos, ciertamente, de una práctica que parece secundarizada en la vida social, atravesada por urgencias de otro tipo, sin tiempo para relacionarlas con un universo simbólico que durante siglos gozaba de una confianza casi semejante a la que se le discernía al arte y a la religión. El arte conoce también los malestares de su ambigua situación: entre el fervor productivo y un destino mercantil que desarticula el sentido mediante la magia del dinero; la religión, como la literatura y el arte, también se obstina en proseguir pero algunas de las formas que adopta son temibles, a veces la sociedad tiembla frente a ellas, a veces se compadece de sus anacronismos. Frente a ellas, la literatura persiste pero con menos vestiduras y menos arrogancia, con timidez, es apocada, celebra más ceremonias que antes, pero más vacías, consagra más que antes pero con menor densidad, y denigra como en otras épocas pero con más desenfado; es cierto, y verificable, que en lo íntimo de eso que se llama lectura, en su secreto, el placer sigue presente y activo pero de esas vibraciones no hay un correlato social: los lectores existen y acaso sean más numerosos que en otros momentos pero de todos modos, los verdaderos constituyen una cofradía en la que el código constituyente es la participación de las emociones pero, en lo social, los riesgos que acechan a la literatura son muchos y, puesto que el lenguaje que ahora y aquí hablamos es universitario, académico lo llaman algunos más o menos despreciativamente, la burocratización es uno de los principales: es algo así como el engendro que nace de una indispensable institucionalización que sería, Hegel viene en mi ayuda, la única forma que sociedades múltiples y proteicas han hallado para canalizar lo que viene del pasado e impedir que se pierda y lo que persiste en ser un objeto de significancia, al que no se atreve todavía a liquidar. ¿No traducen estas palabras el trasegado conflicto entre el libro impreso y la electrónica? ¿No se vincula todo esto con la penosa afirmación, nunca del todo verificada y a veces politizada, de que la lectura ha cedido el terreno, que poblaciones enteras ignoran lo que es eso y su correlativo, el escribir?

En otro momento y en una situación similar, el giro de mis reflexiones fue otro; si lo que acabo de decir es exógeno y situacional en aquella instancia, hace diez años, fue endógeno: me preocupaba entonces, apropiándome de una expresión de Maurice Blanchot, que sabía de lo que hablaba, que ciertos males sociales, la corrupción en particular, afectaran también a la escritura. Corrupción de la escritura fue el eje de mi perturbada respuesta a un honor como este que otra Universidad me discernía. ¿Es abusivo proponer que una corrupción que se manifiesta en lo aberrante de comportamientos sociales, información que no necesita de mayor énfasis pues plaga la vida entera de nuestras sociedades, penetra en lo íntimo y afecta conductas, disuelve valores, condiciona los imaginarios y gravita sobre esa actividad que llamamos escritura y que algunos suponemos incontaminada, no por solitaria sino por intensa y única? ¿Cómo determinarla, cómo juzgarla? Es cierto que la cuestión del mercado, que tanta pasión provoca en numerosos escritores, críticos literarios, divulgadores, agentes y promotores de premios, es un principio de explicación, tan fuerte como lo pudo haber sido el tema de la sumisión al poder, en épocas de florecimiento de la filosofía del compromiso, y como lo es la renuncia a la aventura textual y la alegre creencia libreril en los géneros o en el sagrado horizonte de recepción de virtuales lectores. Seguramente hay más y si esos tópicos me parecieron dramáticos hace diez años siento que no han perdido densidad; pero siento también que no puedo ni debo insistir en lo mismo, que debe haber otras dimensiones cuya forma no logro discernir, porque la banda de mis queridos fantasmas, Onetti, Kafka, Lezama, Darío, Mallarmé, Borges, me sigue acompañando y acaso no me deje ver lo que seguramente está en gestación. Desearía, incluso, que estuviera en gestación en mí mismo, observador del mundo en el que vivo y también actor. Desearía que algo, una fuerza o el rayo del entendimiento, o alguien, con su fuerza, me preserven de ser atrapado en las redes del conformismo o de la calma intelectual que impone, no cabe duda, un sistema en el que la complacencia redime los conflictos, en el que el placer arrincona los dramas y en el que los sucedáneos estimulan vagos y tenues deseos de que no pase nada, como si esa nulificación preservara de la muerte.

Desearía, por fin, que esos fantasmas sigan entrando en mis sueños y que la intranquilidad que irradian como un halo siga intranquilizando e intranquilizándome. Como que hay una obra por ejecutarse, no solo la mía, ahora generosamente reconocida, pero también la mía, la que todavía no ha encontrado su forma.





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