Discurso pronunciado con motivo del nombramiento como Profesor Extraordinario en la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina)
Noé Jitrik
Lo que en los últimos tiempos se mal llama relato, como si fuera equivalente a mentira, es en realidad equivalente a un cuerpo que tiene columna vertebral y mecanismos de funcionamiento indispensables; así, no hay relato posible -la novela es una de sus expresiones- sin narrador, o relator, y sin protagonistas. El narrador va observando, relacionando, hilando, interpretando y el indispensable protagonista articula un suceder, le da sentido. Creo que lo mismo se puede ver en la política: narradores hay muchos pero solo un protagonista, líder o jefe, que articula y da lugar a un suceder que viene a ser las acciones que promueve: es como un padre sobre el que recaen esperanzas, expectativas, aciertos y errores. En eso reside el problema: cuando el protagonista no aparece se siente o se piensa que no habrá acciones y que todo navegará a la deriva. Es claro que ese protagonista es elegido, cuando no impuesto por la fuerza, pero, como ocurre con los padres, puede ser legítimo o puede ser alguien que se sienta llamado y quiera, contra viento y marea, desempeñar ese papel. A veces lo logra, otras no, pero si lo logra suele creer que estaba destinado a ello. Después, como en las novelas, pueden pasar muchas cosas: la novela puede ser buena, hay algunos casos, o fallida, hay muchos. Pero lo que ahora me llama la atención es la idea de «estar destinado»: puedo pensar que Macri crea que estaba destinado, puedo creer que Bolsonaro lo crea, me resisto a pensar que Lula o Cristina lo crean pero, en todo caso, en este momento importan más las consecuencias del protagonismo de Macri y Bolsonaro que del hipotético de Lula y Cristina. De una manera u otra, a quien se le dará la posibilidad de ser protagonista es el tema en danza, muchos sienten que no hay clima, que ninguna figura se perfila, Macri está desgastado, aun para quienes se han beneficiado con sus disparates, Cristina no habla. Se ve que la novela no está siendo narrada todavía.
Como el mundial o, mejor dicho, los mundiales y sus episodios correlativos no me llevan a cambiar de televisor, la palabra plasma todavía me resuena hematológica, tengo algunos problemas con el que me acompaña, con sobresaltos, desde hace ya unos cuantos años. De pronto muere pero en realidad no es así sino que padece episodios frecuentes de catalepsia. Llamo por teléfono a Cablevisión y algún, como dicen ahora, «representante», me atiende, me empieza dirigir, botón de aquí o de allá hasta que empiezo a equivocarme, no sé qué es un decodificador, en esos precisos momentos los controles remotos tienen sus pilas exhaustas, apagar y prender. Hasta que aprendo lo que es un saber insignificante y se lo envidio a otros que, a distancia, me manejan. Y como articulan mal cuando emiten sonidos mi relación con el lenguaje sufre. ¿O serán mis oídos? ¿O será que todo es así ahora, voces neutras y lejanas, marque el 1, marque el 7, despersonalización, mundo de finanzas, lenguajes vacíos?
Tuve la suerte de asistir a una serie de reuniones, llamadas, un tanto sarcásticamente, académicas, en las que la pasé muy bien; discursos atinados y certeros, gente talentosa e interesada, apasionada, en lo que hacen y piensan, algo semejante a un esquema de mundo basado en la relación con la palabra, la inteligencia y la bondad, por qué no decirlo. En todas ellas predominio de mujeres, minoría de varones: esa ecuación (me) crea una atmósfera especial, mi manera de sentir la belleza, en los cuerpos y en los movimientos y hasta en la atención. Se discute, desde luego, se compite desde luego, pero para el orden de mis sensaciones eso no cuenta demasiado, lo que cuenta es un mundo real, de corta duración, y un mundo posible, regido por, para decirlo brevemente, la belleza. No me es extraña esa sensación: me despierto cada mañana acompañado por una melodía que se me ha fijado la víspera, una canción que no necesito tararear porque si lo hiciera la arruinaría, una acometida del último Brahms escuchado, la voz de mis hijos, la sonrisa sonora de mis amigos. Pero también abro el diario y leo y entiendo parcialmente pero también comprendo que el mundo que esa lectura me presenta intenta liquidar al otro: no solo los ruidosos conflictos en los que chapotean buenos, luchadores sociales, víctimas de la expoliación estatal, y malos, asesinos de niñas, violadores, torturadores, tramposos y estafadores y, sobre todo, las caras y las actuaciones de los «tres chiflados» actuales, no aquellos que nos divertían tanto: primeras figuras de un mundo que intenta destruir el mío. Tiemblo: me veo en un tribunal integrado por esos tres; no sé de qué me acusan pero me miran fijamente y en coro me dicen, «tendrás que aceptarlo, lo tuyo no tiene ningún valor»
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Mi hijo Oliverio se manifiesta sorprendido por el hecho de que nadie de los que rodean al azorado presidente de la consternada República reaccione frente a discursos que le parecen vacíos, más que los que imaginó Stanislaw Lem en Vacío perfecto, una brillante elaboración de huecos de lenguaje. Estoy empezando a creer que tal reacción no se produce no por una identificación con un punto de vista, una doctrina o, exagerando un poco, un pensamiento (sería calumnioso atribuir eso al Presidente) sino por una coincidencia o, más bien, porque los que deberían reaccionar -porque parecían seres normales- estaban esperando que ese vacío se implantara; lo tendrían dentro, reprimido, al acecho. Me pregunto cómo sucede algo así puesto que, en principio, lo humano rechaza el vacío así como rechaza la muerte. No es una decisión sino un complejo proceso relacionado con la forma que llegan a tener los sujetos o las subjetividades. El entorno, o la sociedad o la realidad o como se llame, determina, según algunas teorías que limitan los alcances teóricos del psicoanálisis, al sujeto al que considera página en blanco. Sobre ella va imprimiendo sus variables: puede ser que muchas de ellas generen capacidades o valores pero otras sus peores rasgos que operan, y quizás con más eficacia, en la conformación de tales subjetividades hasta reducir toda posibilidad de distanciamiento. Dicho de otro modo, personas configuradas como vacío se reconocen en quienes llevan eso a la práctica y al poder. ¿Se les puede pedir que reaccionen?
Grata, y desafiante invitación a abrir un encuentro de Bibliotecas o bibliotecarios universitarios y populares del noroeste del conurbano bonaerense. ¿Qué querrían escuchar esos esforzados trabajadores del silencio? Como no lo puedo saber, porque excluyo el saber tecnológico así como la penuria de recursos, me lanzo al infortunio de una improvisación que puede dar un fruto, o perder la escasa estima que esos trabajadores pueden tener por mí. De modo que saludo por empezar, «Buenos días» digo y añado, «deseo pertinente pues el cielo está azul y es transparente y promete una primavera que, social y políticamente considerada, más bien será un otoño que se convertirá en un funesto, insoportable invierno». Veo los ojos de muchos que conforman el público y creo notar un súbito brillo, ese saludo es algo más pero me arrepiento de parecer profético aunque no sé, en estas circunstancias, cómo podría ser de otra manera la comunicación que en el momento y en el lugar se puede establecer. ¿Hay mucho más por ahora que esa comunicación? ¿Empezará a haber algo más?
No puedo dejar en el olvido mi asistencia a un coloquio cuyo título, «Excedente, basura, restos», tiene que ver con la palabra «exterminio». Ante todo, y es importante señalarlo, la palabra «basura» es un sustantivo -el hecho material de los desperdicios, lo eliminado de lo que en principio es eliminable- y un adjetivo -que se aplica a algo que se considera, después de una valoración, despreciable-. En cuanto al hecho material algo valioso se puede rescatar, alimentos y otras cosas reciclables (cirujeo) y, en gran escala, se lo puede convertir en gas, esto significa que lo desechado por unos puede ser valioso para otros, incluidos los artistas («arte pobre»); en cuanto al adjetivo su consistencia se basa en lo que proviene de un aspecto del sustantivo, lo despreciado; pero en ambos casos porque recibe del sustantivo un resto de significación, tan fuerte que una vez aplicado es difícil volver atrás. La basura, entonces, es lo que se considera muerto porque no vale nada o es apenas escasamente valioso. El valor, por lo tanto, está por debajo del concepto y lo sostiene: nada de valor, un poco de valor. Pero también algo que tiene valor puede conservarlo pese a todo uso y desgaste, o bien ser convertido en basura, basta con despreciarlo: su final es próximo, se procede a eliminarlo. Y aquí viene para qué sirve este razonamiento, es aplicable a una sociedad: si ciertos elementos son despreciados aunque no sean en sí despreciables, los viejos por ejemplo, pueden ser convertidos en basura: los enfermos, los homosexuales, los gitanos, los judíos eran basura para los nazis, a los hornos crematorios para acabar con ellos. Y, sin ir más lejos, en nuestro país, al descuidar a los ancianos, que no producen sino que exigen, que, en pocas palabras, son una carga, jubilación y hospitales, se los convierte en eliminables a corto o mediano plazo. ¿Explica esta idea de la basura el plan del grupo gobernante? Nos aproximamos, y no es poco, a una explicación.
¿Hasta qué punto la economía determina «todo» lo que palpita en una sociedad? Que lo haga con lo político parece más que evidente, históricamente siempre, no es tan claro con la religión aunque lo es cada vez más, lo vamos viendo, pero ¿lo es en lo individual? ¿Determina la subjetividad, los sentimientos, las conductas? Desde que el psicoanálisis puso el acento en campos más profundos, el sueño, la libido, la temporalidad y la muerte, esa relación fue puesta en duda pero aun así, en momentos en que la economía de un país colapsa, se diría que aumenta la posibilidad de que nadie se salve y que el pensamiento se altere y se modifique más que lo habitual. Pero, en ocasiones, la Argentina, no es necesario llegar al colapso para que un pensamiento generalizado tome un rumbo economicista, lo cual se traduce en el instrumento del pensamiento y obviamente en el lenguaje, es como si en las lenguas se imprimiera el signo pesos y en lo que dijeran ese signo diera forma a una opinión, a una reacción, a una injuria o a una adhesión. Una expresión como «es lo que hay», muy empleada, casi explicativa, es un sucinto pero buen ejemplo de lo que intento señalar: lo práctico, lo inmediatamente visible, lo irrefutablemente real, el vencedor de la vieja contienda con el idealismo, la liquidación de todo argumento del pobre, la aceptación de la ley del más poderoso.
De pronto, sin ningún llamado del exterior, se me representa la escena central de El ángel exterminador, de Buñuel. Los invitados a una fiesta, trajeados los hombres y con galeras y vaporosos vestidos las mujeres, muy animados todos y hasta contentos de estar ahí, van entrando a una gran casa mientras las sirvientas se retiran al mismo tiempo; cuando todo parece haber terminado intentan irse pero algo los detiene, no pueden salir, no pueden retirarse pese a que en principio nada lo impide o, mejor dicho, lo impide una inexplicable fuerza interna que les permite moverse y discutir pero no salir. Tanto dura el encierro que empieza a pasar de todo, las ropas caen, la comida desaparece, hasta prenden fuego con las maderas de los pisos; en suma, se van degradando. Cuando por fin salen, como si siempre lo hubieran podido hacer, son otros, no se sabe si aprendieron algo o solo les queda una inexplicable perturbación. No faltan las interpretaciones: que esos burgueses, y por lo tanto la burguesía, no entienden lo que les pasa, que están presos de sus limitaciones, que los espera la degradación mientras el proletariado se salva. Puede ser eso y mucho más, puede ser, por ejemplo la imposibilidad de comprender que el encierro está dentro de uno y que eso tiene que ver con la historia misma de la humanidad, la lucha de clases y a ver quién sale del atolladero. Quizás, por culpa del fastidio que me provoca el grupo que responde a la designación «macrismo», exagere un poco las analogías pero me arriesgo, las analogías son muchas, mutatis mutandi, y esta vale la pena, es como otra película. En efecto, el grupo macrista entró a la Casa Rosada como a una fiesta, todos muy bien vestidos, diseminando vulgaridades, con la intención de pasarla bien. Como los personajes de la película no pueden salir de su encierro y, en consecuencia, es fatal que se degraden: lo prueba las absurdas medidas que están tomando, muchas, pero, en particular, la grotesca patraña de los dineros de Cristina, una verdadera proyección de los propios latrocinios. En la obra de Buñuel el proletario se salva, en esta película, que miramos espantados, nadie se salva. De ahí que sea igualmente vano el llamado de algunos sensatos, economistas de lenguaje enrevesado, a que el gobierno tome medidas: no las puede tomar, solo les queda a los que fueron a la fiesta esperar a que se les abran las puertas para poder escapar.
Desde que era niño las fachadas de las casas del centro de Buenos Aires me fascinaron. Las sigo viendo ahora, atenuado su dominio por construcciones posteriores a 1930, otros estilos o ningún estilo. Un ritmo de lo viejo, imponente, a lo novedoso, sin carácter. Esos edificios sólidos, imponentes, en algunos instantes urbanos competidores de París o de Barcelona, tendrían sus equivalentes, pero a lo grande, en piezas como Obras Sanitarias, concebido como si fuera una escultura, o el vigilante Barolo o los antiguos palacios implantados en la Avenida Alvear o en torno a la plaza San Martín aunque también los hay en Rosario, La Plata, Córdoba y otras ciudades. Ahora, es más que evidente, no podrían construirse, no solo por la natural evolución de los estilos, ¿qué sentido tendría proponerse un Palacio San Martín, que fuera residencia de los Anchorena?, como por la pérdida de ciertas técnicas y, obviamente, por los costos, quién podría invertir en obras semejantes. Lo cual hace pensar cómo fue posible hacerlo entre 1880 y 1930. Fue posible porque quienes lo hicieron tenían enormes fortunas, eran los ricos terratenientes o hacendados que configuraban eso que para simplificar se llamó la «oligarquía», aunque el término se aplica con más precisión a lo político. Quiero decir, entonces, que el dinero que acumulaban lo dejaban en el país, para su propia imagen de poder, sin duda, pero quedaba aquí y se complementaba con otra clase de bienes, artes, modos de vida, hasta empresas culturales. No serían ángeles benefactores pero el dinero que sacaban de los campos podía, inclusive, alimentar a ciertas bocas. Ya no sé si esa gente existe, si no se extinguió luego de procelosas y sórdidas herencias, pero hay otra que también tiene mucho dinero, también proveniente en parte, del campo, en parte de la industria, mucho de los bancos y las finanzas, se sabe en qué país vivimos. Las semejanzas con aquellas son unas cuantas pero las diferencias son muchas; la que me importa destacar es que no dejan el dinero aquí, lo llevan a otros lugares, para qué hablar de Panamá o de Suiza, no construyen palacios ni compran arte, aquí solo comen en restaurantes caros o viajan al exterior y, culturalmente, costean los estudios de sus hijos en universidades extranjeras, especializadas en administración de empresas y, lo más evidente aún, en negocios.
Debería haber estado interesado, por fuertes razones profesionales, por el Congreso de la Lengua que tuvo lugar en Córdoba pero, extrañamente, me siento indiferente a lo que se dijo y a lo que ocurrió. Nomás ver las caras del Rey de España, el larguirucho Felipe, el meloso Macri y el convencido Vargas Llosa, me generó un aburrimiento de un orden superior. Ha de ser un problema mío porque todas las cuestiones relacionadas con la lengua, su historia, su uso, su valor, siempre me han movido, nunca me han sido indiferentes. ¿Por qué ahora no me importan? Debe ser por el contexto o, más bien, porque me importa más lo que determina los cambios que la forma que toman esos cambios. Dicho de otro modo, me importa y conmueve y mueve más la lucha de las mujeres que el llamado «lenguaje inclusivo», me importan más la genialidad extrahispánica, latinoamericana, que bramar contra la Academia, me importa más la asfixiada situación de las editoriales que si la literatura es fácil o difícil, me parece que el hambre es una cuestión principal, no si las proteínas son nocivas. Claro que me importa el uso de la lengua desde el poder y me paso la vida tratando de combatirlo pero no me interesa nada la vanidad literaria, como si no pasara nada en el mundo, el tartamudeo macrófilo, el fascismo bolsignarista o la ignorancia de las Elisas Carrió.
En ya no recuerdo que película de Bergman, un Max von Sidow angustiado le dice a un pastor con el que se confiesa que desea suicidarse, no aguanta que en África o en Asia, no importa dónde, estén matando a sacerdotes que predican el amor cristiano. Uno podría preguntarse, y preguntarle, pero, eso, se sabe, no es posible, por qué esa solución a una angustia que es tanto religiosa como cultural. Por supuesto, es insoportable que eso suceda pero ¿no habrá otro modo de enfrentarlo?, ¿no lo está haciendo el mismo Bergman al ponerlo en una película? Muchos otros hicieron lo que von Sidow no llegó a hacer, frente a lo insoportable se quitaron la vida, lo hizo Pavese («Basta de palabras, un acto»
escribió antes de pegarse un tiro), lo hizo Walter Benjamin en Port Bou; recientemente, me dicen, lo hizo el músico mexicano Armando Vega, después de haber sido falsamente acusado de acosar a una adolescente. Lo insoportable. No es fácil pensarlo; tampoco lo es forzarse a considerar la vida como lo postulan los predicadores dominicales, lo único que se puede decir es que lo más insoportable es la palabra «insoportable» y no es que encontrarle la vuelta a una situación como la que se vive en la Argentina, que es bastante insoportable, esté al alcance de la mano. Lo extraño es que si lo es para algunos para muchos otros suena raro, es como si no se dieran cuenta del pozo sin fondo al que nos estamos encaminando y, con asombro, callan o dicen «por qué se lo toman así», qué ganan con envenenarse diariamente con el cáncer de la corrupción judicial, por qué hacerse cargo, si los sacerdotes corren riesgos por qué no se quedan en sus casas, si la corrupción no te afecta personalmente por qué hacerse tanta mala sangre. ¿Cuál es, entonces, la cuestión? ¿El asalto de lo colectivo a lo individual, es eso lo no resuelto? El problema es, entonces, por qué algunos lo viven dramáticamente y otros no. Eso es insoportable. Al menos, lo es por ahora en estos pagos.