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Discurso pronunciado en la recepción del V Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña

Noé Jitrik





Regreso, de otra manera, a este Palacio. Vuelven a mis oídos voces que en su momento parecían indicar mi pertenencia a un mundo que sentía deseable y grato. Recuerdo que fue aquí que llegó alguien, desolado, creo que era Juan Rulfo, diciendo que había muerto Julio Cortázar; recuerdo, asombrado, la manera en que Fernando Benítez contó cómo había muerto tiempo después, vaya la coincidencia, el mismo Juan Rulfo; no puedo olvidar la puesta en escena que, desafiante, vanguardista, preparó José Antonio Alcaraz de una ópera tradicional, desplazándose, orondo, entre tenores y sopranos. El tiempo, que todo lo alisa, no logra reducir la memoria y solo nos permite un fugaz presente como el que, resignado, propone Louis Aragon, reflexivo y tristón: «Uno piensa en todo y en nada/ uno escribe versos o prosa/ hay que negociar cualquier cosa/ esperando la madrugada// Muchos murieron muchos viven/ no a todos nos tocan las mismas cartas/ antes que otro deberé partir/ muchos se fueron yo sigo soñando».

Y sí, en efecto, sigo soñando y pienso mucho en los que ya no están, mis entrañables, Tito Monterroso, José Luis González, Luis Giménez Cacho, José Antonio Alcaraz, Julieta Campos, Ludvik Margules y, en los más distantes, que me iluminaron, José Luis Martínez, Joaquín Díez Canedo, Arnaldo Orfila Reynal, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Sergio Galindo, Luis Cardoza y Aragón y luego en los que me hicieron llegar a México, esos admirables espectros de un México en gestación, Manuel Payno, Federico Gamboa, Martín Luis Guzmán, Emilio Fernández, José Gorostiza, José Vasconcelos, John Womak, Manuel Maples Arce, pero también en los que siguen estando conmigo, Margo Glantz, Gonzalo Celorio, Hugo Hiriart, Elena Poniatowska, Margit Frenk, Jaime Labastida, Hernán Lara Zavala, Guadalupe Loaeza, Carlos Pereda, Miguel Díaz Reinoso, Fernando Ortíz Monasterio, Guadalupe Ferrer, David Huerta, Mariclaire Acosta, y luego los otros, el relevo, Esther Cohen, César González, Luisa Ruiz Moreno, Fabio Morábito, Raúl Dorra, Fernando Castaños. ¿Y mis argentinos, que compartieron el exilio y siguieron viviendo en México y a quienes recuerdo día a día, entrañablemente ligados a una de las mayores experiencias de mi vida, eso que suena dramático, el exilio, pero que fue para Tununa, Oliverio y Magdalena una increíble saturación de imaginario, eso que los hizo vivir y crear acompañados por el ángel de la poesía?

¿Para qué seguir? La red que define mi vida en México es inextricable y hoy me vuelve como un suave viento, como si todos ellos, voces calladas o voces sonoras, me estuvieran hablando: solo sé, y me basta, que están conmigo, asumen de alguna manera mi transcurso y mi permanencia. Debo, por lo tanto, detener este flujo y lo hago con tres solemnes declaraciones: la primera, temblorosa y frágil, nunca me fui de México, la segunda, firme y decidida, la vejez no existe. Y una tercera, la tarea, lo que se denomina la tarea, está por delante, el pasado es de otros, el futuro está aquí.

Y tiene que ver en este día, ejemplarmente, como lo que se prolonga de la gesta de Pedro Henríquez Ureña y su intento por desentrañar nada menos que el enigma de la identidad de América Latina. Imagen triste la suya, de exilio y orgullosa soledad: oí de él cuando empezaban mis devaneos con la literatura, por su obra de editor en la mítica editorial Losada y luego por su trabajo en el Instituto de Filología Hispánica presidido por Amado Alonso, cuyos resultados se prolongan hasta El Colegio de México, y esos primeros libros, para mí, Corrientes literarias en América Latina y Seis ensayos en busca de nuestra expresión, hasta su novelesca muerte en un solitario vagón de un tren que debía conducirlo a la ciudad de La Plata; pero supe algo más mucho más tarde gracias a las evocaciones de Vasconcelos en sus deslumbrantes memorias y la veneración que por él sentía Alfonso Reyes. Maestro lo llamaba, como yo lo llamo a él y a Reyes. Destino impreciso de maestro preciso, impulsado por un deseo latinoamericano sin falla pese a que la historia, con cuyos giros tuvo tanto que ver, le reservara un papel de reclusión y de lejanía: Henríquez Ureña debía haber terminado sus días en ese México al que ayudó a comprenderse y, como había dicho Borges a propósito de un remoto Laprida, por un juego nefasto del destino se cumplió su destino sudamericano en otra parte, más cercana a mí, que no sé si llegó a ser otra patria para él.

Me fascinó en aquellos libros de Henríquez Ureña la palabra «busca»; tal como la instalaba la entendí, sin ir más lejos, por su objetivo, América Latina, esa designación generosa que empezó a inquietarme; ¿cómo podría, sin mayores recursos, recluido en un fascinante Buenos Aires que se me ofrecía en un adentro auto suficiente, encontrar una cifra para comprender esa inmensidad semántica y física? Todavía no había leído el Canto General de Neruda, me faltó para comprenderla mi propio exilio en México, pero luego, muy luego, ahora, creo que puedo comprenderla con y en la literatura misma que parece búsqueda desde siempre, en la palabra y en la resonancia de esas cosas inertes que la palabra despierta, cuya paradójica vivacidad carece de la noción de descanso. ¿Descansa acaso igualmente América Latina, en su desdicha, en su forma, en su relación con el mundo? Buscar, intentar, ensayar.

De dónde la palabra ensayo, que rotula esto que está sucediendo y que hoy me tiene como una suerte de protagonista gracias a una decisión que no estaba en mis fantasías: la Academia Mexicana de la Lengua la conformó, espero que no demasiado arduamente y no vaciló en concederme ese papel. Me reconoció como ensayista, palabra ambigua si cabe, y en ese papel una historia de mis relaciones con la literatura, eso que se llama trayectoria, palabra que traduce, metafóricamente, una obstinación, la de mi mirada. ¿Será esa la virtud de lo que se reconoce como ensayo, una mirada que se convierte en acto y que establece un puente muy extraño con el objeto entrevisto y lo que de esa relación puede ampliar una comprensión? Comprensión del objeto pero, simultáneamente, de eso que se designa como realidad o mundo o trascendencia o destino o humanidad, que todo eso es lo que indica la posición de la literatura en el combate discursivo que anima la existencia social y le da un sentido.

Eso es lo que entendí en otro momento de los llamados ensayos de Ezequiel Martínez Estrada apenas me asomé a lo que veía en una realidad díscola, atravesada por raras pulsiones, por singulares talentos. ¿Cómo lo que me ocurrió cuando me asomé a la obra de Octavio Paz que con su Sor Juana se pone junto al Hudson y al José Hernández de Martínez Estrada? ¿Cómo a la obra de José Luis Martínez que recuperó una historia turbia o siniestra de un Cortés sobrevolando en los orígenes de este país? No como imágenes invertidas, solo como diálogos entre poderes, la palabra, la inteligencia, la percepción.

Lejos de mí la pretensión de considerarme heredero de esas magnitudes. Lo mío ha sido de otro tipo y escala: si en aquellos ensayos y otros de parecida dimensión, la autobiografía de Vasconcelos incluida, a la que el sesgo narrativo no le quita carácter de interpretación histórica, el helenismo de Reyes o el americanismo de Henríquez Ureña, prima un objeto único, para mí, en cambio y como variante, el objeto incitador fue siempre singular, un parpadeo semiótico que se me aparece como un llamado y que me lleva a expandirlo, a internamente en un espesor, a comprender eso que los filósofos del lenguaje llamaron perlocución, actos que las palabras generan.

Eso, quizás, la inmersión en lo particular y casi inadvertido en un texto, en un sueño, en una discusión, en un incidente, constituye lo que otros definen como ensayo, pero no para mí, remiso a reglamentaciones; para mí solo es ensayo porque toda escritura que comienza lo es, y así como ensayo una reflexión que tiene una pretensión teórica, cuasi filosófica, ensayo un poema, que juega con las palabras siguiendo vagas instrucciones de Mallarmé, y ensayo una narración que desafía las implacables leyes de la verosimilitud y ensayo un documento y ensayo una carta, pero eso no me hace un «ensayista», renuncio a esa distinguida y al mismo tiempo marginal designación, cuasi profesionalista, porque en todos los casos titubeo y busco una forma -Rubén Darío lo dijo, «busco una forma» escribió ¡y vaya si la encontraba!- que sigue o elige diversas direcciones, la calle del poema, la avenida de la narración, el escondrijo de la filosofía, los meandros del periodismo, todas dialogan entre ellas, todas buscan lo mismo, una acción, un acercamiento siempre vacilante a eso que Drummond de Andrade dibujó como presencia e imposibilidad: «Mundo, mundo, vasto mundo/ si me llamase Raymundo/ eso sería una rima/ no sería una solución/», en versos que no parecen deberle nada a Heidegger; para todos el problema es el mundo y, para algunos, la palabra es el vehículo para llegar a sus muros, inexpugnables, apenas fisurados, esas levísimas fisuras por donde penetra el intento, eso que en otra parte puedo pensar que es lo que se conoce como crítica.

Mi primer trabajo en esta dirección data de 1955, ya no lo recuerdo con precisión; el último de hace pocas semanas, más de sesenta años de intentos, no sé qué queda de ellos: generosamente, la Academia Mexicana de la Lengua se arriesga a un rescate, no puedo menos que reconocerlo y, reconfortado, agradecerlo vivamente, pero también me gustaría saber, con el objeto de iniciar una conversación que me ayudaría a justificar mi ser en el tiempo y en el espacio, qué han visto en ese caudal que no logro ver yo mismo: las palabras de Jaime Labastida me acercan, me esclarecen, me hacen verme a mí mismo desde otro lugar. Pero algo hay, al menos, respetuosamente, un continuo como el que reivindicaba Reyes para su poesía.

Entre comienzo, preciso, y final, indefinido, hubo una evolución de mi mirada: inicialmente se posó en objetos literarios, grandes nombres, grandes obras, primero en Argentina -Sarmiento, Hernández, Borges, Arlt-, luego en Francia -Cortázar, Macedonio Fernández-, luego, por fin, en México -Vasconcelos, Gorostiza, Rulfo, Fuentes, Monterroso, Celorio, Pacheco, López Velarde, Maples Arce-, objetos atrayentes y en casi todos los casos cubiertos de lecturas y de interpretaciones, objetos a descubrir en su cara oculta para, por fin, entregarme a la fascinación de conceptos naturalizados en el uso de la lengua -acorde, blanco, significación, adjetivos, traducción, discurso, negatividad, escritura- que intento, ensayo, desnaturalizar. La literatura, en general, como decisión discursiva, sigue empero brillando enigmáticamente pero, poco a poco, lo que se vislumbra cuando se entreabren las puertas de ese vasto mundo, me sorprende, luego me deslumbra y, por fin, empiezo a ser escrito por ello.

Pero eso, ahora, no importa; ahora quiero decir que aunque no hay destino pura y exclusivamente individual sino vinculado con lo que recorre la vida social, incluido desde luego y no en menor medida lo político, existe el espacio de la libertad con cierto margen de elección: en parte es pulsional, reside en el ser humano mismo, en parte se nos otorga o permite; ese uso de la libertad nos individualiza y nos mide y por esa medida se nos juzga: la ética, creo, nace en esos intersticios y es, tal vez, lo que nos lleva a hacernos preguntas. Todas esas líneas se conjugan en un ritmo que sostiene lo que llamaba la tarea, con mayúscula, no la hegeliana del final de la Historia, esa meta en la que resplandecería el sentido que han tenido sufrimientos y esperanzas, mensajes y respuestas.

Pero estoy situado, es la literatura y sus perplejidades. No ceso de preguntarme, ya no por lo que pude haber hecho con ella y de ella, sino por su posición en el comercio discursivo; lo menos que puede decirse es que ya no se parece a lo que llevó a Vasconcelos a formular su delirante y maravilloso proyecto de publicar griegos y latinos cuando todavía subsistían los fuegos de la Revolución; ahora la literatura descree de su poder, no descansa en una fe que parecía inamovible, la máxima expresión de una cultura; pese a extraordinarios y múltiples escritores que sacuden la conciencia latinoamericana, veo algunos aquí, otros me iluminan desde lejos, ahora, en estos tiempos turbios, está en riesgo, parece una mercancía entre otras pero más precaria y prescindible, envuelta en el proceloso mundo financiero que se ha convertido en la «forma mentis» de una política que promete el ahogo y se aprovecha del dispendio. Contra eso es arduo pero no inútil luchar, no solo porque algunos, muchos, juegan su vida en el mundo simbólico, en la poesía, en el arte, en la conversación, sino porque la humanidad tiene derechos, puede aspirar a lo más alto para resistir a lo más bajo. Shakespeare es lo único que queda en el mundo feliz que, temeroso, imaginó Huxley cuando todavía no estábamos en esto.

¿Tiene que ver con lo que digo lo que está sucediendo en este momento, lo que la Academia Mexicana de la Lengua articuló y que justifica tantos actos de resistencia, esa fe que remite a un pasado que nos enorgullece y nos promete un futuro digno de ser vivido?

Henríquez Ureña pensó en una América Latina posible; no era el único. Me pregunto cómo vería lo que se quiere hacer de ella en estos tiempos, cuando el aparato jurídico trastabilla en Brasil, en Nicaragua, en Argentina, en Ecuador; cuando la economía asfixia y no acude para que los pueblos respiren; cuando en la política predomina la transacción y las ideas se desvanecen, cuando la cultura se burocratiza y el dinero, para unos pocos, es la medida de todas las cosas. Lo que un Henríquez Ureña pensó no sería una Arcadia sino tan solo una posibilidad que todavía seguimos acariciando. México la está respirando en estos días. Eso me hace comprender y compartir las grandes esperanzas que se abren, como habría dicho Dickens, en un pueblo que merece reconocerse más allá de la frustración y la tragedia. Lo que estoy recibiendo precisamente en estos momentos está teñido de esas esperanzas.





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