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Divagación, para Susana, sobre la materia de Granada

María Soledad Carrasco Urgoiti





Para un homenaje a Susana Redondo, unida a mis recuerdos desde que puso pie por primera vez en suelo neoyorquino, me voy a permitir un ejercicio algo diferente del que practicamos en tales ocasiones. En vez de plantearme como meta una monografía más, voy a hacer un alto en el camino y recordar los comienzos de la jornada. Procuraré hacer balance de mi trayectoria por los caminos de la investigación, que se inició a mediados de este atormentado y portentoso siglo nuestro, que se va extinguiendo.

Además de motivos familiares, mi primera estancia en New York, donde ha transcurrido toda mi vida de trabajo, tuvo como objetivo dar un soporte oral aceptable a mi familiaridad con el inglés escrito. El perfil y también el ambiente de aquel Manhattan en expansión me causó una impresión diferente de la que esperaba, sobre lodo cuando el espectáculo previsto de los rascacielos se fundió con el paisaje de los ríos y sus puentes. Inesperada fue también la impresión de actividad tranquila y apertura a gentes de todas partes que me produjo el campus de Columbia University, que sería mi «alma mater». Yo venía de Madrid, donde me había licenciado en Filosofía y Letras, rama de Filología Románica. En aquel momento me sentía dotada para las traducciones y el trabajo editorial, quizás porque crecí entre los anaqueles de la biblioteca de mi abuelo, Nicolás M.ª de Urgoiti, que había fundado Calpe y Espasa-Calpe, además del diario El Sol. En mi adolescencia y primera juventud, el mejor magisterio de que disfruté fue explorar esos estantes y escucharle. Yo sabía que la lectura iba a seguir siendo para mí algo importante y confiaba en que el trabajo no me apartara de ella, pero nada de eso se traducía entonces en un porvenir viable, así que, como casi todos mis compañeros de estudios, me orientaba hacia la enseñanza. No niego que me producía pánico, pero más me echaba atrás pensar en ganarme la vida en una oficina.

La lectura, en casa, de textos y de crítica básica -Menéndez Pidal, sus ensayistas del 98 y Ortega y Gasset- suplió de algún modo las carencias de que por aquellos años adolecía la enseñanza de la literatura en Madrid, y en algunas materias perduraba una alta calidad: escuché clases inolvidables de historia del arte, muchas de ellas en el Museo del Prado; aprendí, por mérito de mis profesores, algo de fonética e historia de la lengua.

También di los primeros trabajosos pasos, que lamentablemente fueron también los únicos para mí, en el aprendizaje del árabe. De aquello me quedó mi recuerdo comparable al de haberme asomado un instante a un patio fragante, sabiamente calculado, exquisitamente labrado, y muy distante de mis habituales lugares de ensueño. Es que manejábamos como libro de texto la Crestomatía de don Miguel Asín y el catedrático era don Emilio García Gómez. Gracias a ello, la ardua tarea de iniciarnos en los mecanismos de una lengua clásica, totalmente ajenos a nuestros esquemas, iba unida a la emoción de un descubrimiento. Guardo en la memoria el eco de las contradictorias impresiones que nos deparaba la traducción: la extensa metáfora alucinante, que desenvolvíamos en varias horas de lucha contra tres líneas crípticas; las jaculatorias, bendiciones y maldiciones que saturaban los relatos de juicios muy sapientes, o de viajes por mares portentosos; los aterradores destinos de tantos poetas, visires y monarcas. Pensando en lo que apenas vislumbraba de aquella literatura, no puedo arrepentirme del tiempo que empleé aprendiendo lo que pronto olvidaría. Y cuando más larde leí y escuché a América Castro, incansable en su búsqueda de las raíces y las conexiones subyacentes a lo español, volvieron a iluminarse los fantasmas de la Crestomatía.

Con todo, no entré con mis profesores de la hoy llamada Universidad Complutense y entonces Universidad Central, en ese extenso diálogo de maestro y discípulo, que requiere por ambas partes nuevas preguntas más que respuestas, y sirve para iniciarse en la vocación y oficio definidos por la palabra «Scholar». Paradójicamente, en España se ha perdido el uso de la voz «maestro» para calificar tal profesión, y hoy es difícil elegir entre los varios términos que la definen parcialmente. No sirve «erudito», porque a nadie nos gusta que se nos aplique; ni «sabio», que remite a un nivel demasiado alto. De ahí que se pida prestado el calificativo de «especialista» o el de «investigador» a disciplinas sujetas a otras leyes que la nuestra. En fin, como quiera que lo llamemos, mi oficio lo aprendí de los maestros que eran también maestros, jefes, compañeros y amigos de Susana, especialmente Federico de Onís, Tomás Navarro Tomás y Ángel del Río.

Yo traía mi tema de Madrid, aprobado por Dámaso Alonso: la idealización del moro de Granada. Lo había elegido, no porque todos loa textos que me proponía estudiar fueran mis predilectos. Sobre éstos, los que a lo largo de mi vida nos acompañan a todos y no hay por qué nombrar, pensaba que yo estaba capacitada para gozarlos, pero no para añadir nada a su comprensión, sin caer en la cuenta de que cada generación tiene el derecho y quizás el deber de registrar una reacción propia ante sus clásicos.

Para elegir como materia de trabajo esa corriente que por entonces empezaba a llamarse «maurofilia literaria», tenía dos razones. Hablaré primero de la de orden práctico, que expliqué a don Federico de Onís y le pareció bien. La ventaja que creía tener sobre el término medio de los estudiantes era un conocimiento bastante bueno de tres lenguas europeas: francés, alemán e inglés, por orden de mi relativa pericia en ellas. Esto me permitiría manejar mi grupo copioso de libros, que en distintas épocas y países habían reformulado la imagen casi mítica del moro granadino, en la fase epigonal de la España musulmana. Pensaba que tal estudio temático podía enfocarse como literatura comparada, lo que me ayudaría a convertir en medio de vida mi afición a los idiomas, heredada de mi madre. Con gran sorpresa mía, don Federico me anunció que mi destino era la enseñanza de la literatura española en los Estados Unidos, y para zanjar la discusión me explicó que el Departamento de Inglés no me admitiría por no tener los requisitos, pero que él me autorizaba a seguir cuantos cursos quisiera en ésa u otras lenguas. Poco después me percaté de algo, para mí decisivo, que me dejó averiguar por mí misma: las aulas, los seminarios y la biblioteca de Columbia University me ofrecían todo lo que yo era capaz de asimilar, y más, para formarme como hispanista y profesora universitaria.

También fue posible mi incorporación inmediata a la enseñanza de la lengua, lo que me permitía embarcarme en el proyecto de investigaciones sin demasiados apuros económicos. Aunque apuros de otra índole pasé, como cada cual, al enfrentarme a los primeros grupos de estudiantes, sin tener la menor idea de cómo transmitir el conocimiento de la única lengua que yo hablaba sin haberla aprendido conscientemente. Recuerdo la sonrisa de Ángel del Río, que dirigía mi tesis de M. A., cuando le expuse mi perplejidad. Y en clave anglosajona, también se sonreía mi amable jefe, el profesor Frank Callcott. Pero ninguno de los profesores que me orientaban tan sabiamente en mi tránsito de ávida lectora a mujer estudiosa, intervinieron como mentores en mis primeros pasos en la docencia, excepto para recalcar el paradójico -pero imprescindible- precepto de hablar en español desde el primer día a los que se disponen a aprenderlo. Y he de reconocer que mis alumnos tendrán sobrados motivos para decir lo mismo de mí.

El apoyo mayor y los consejos venían de otros profesores noveles, y entre ellos nadie más dotado y generoso que Susana Redondo. Entre bromas y veras, en un brevísimo alto de su larga jornada de trabajo, nos daba ánimos, consejos prácticos, y nos convencía de que era esencial, y también hacedero, establecer una comunicación de amistad y respeto mutuo con esos grupos tan sorprendentemente individualizados que son las clases. En fin, nuestra amiga, volcada entonces, como siempre, en todas las facetas de la actividad del departamento y el Instituto Hispánico, me ayudó a afrontar con aplomo y sentido del humor las dificultades del rodaje.

Seguramente el zahorí que era Federico de Onís aprobó con entusiasmo mi proyecto de investigación, teniendo en cuenta ciertas constantes en la evolución del tema que no pretendí explicarle, por esa timidez para opinar que aquejaba a casi todas las mujeres españolas de mi generación, y que ya por entonces estaban superando unas cuantas narradoras de talento, con Carmen Laforet como avanzadilla. No le expliqué, ni era yo muy consciente de ello, que la materia de Granada también me atraía por ciertas constantes en la evolución del tema; la fascinación por lo lejano y distinto, la dialéctica del adversario amigo y la evocación histórica del reino perdido. Me gustaba, además, no echar totalmente en saco roto la experiencia estudiantil de haberme asomado a lo que fue la escritura de Al-Andalus.

Vagamente preveía que después de estudiar a la manera tradicional, como materia de disertación, el amplio circuito extrapeninsular de la temática de Granada y su trayectoria española posterior al Siglo de Oro, iba a querer retroceder en el tiempo y centrarme en el porqué y el cómo floreció en la España tridentina la corriente idealizadora del adversario de antaño. Como se enredan las cerezas, fueron anudándose los hilos de las preguntas que se traducirían en una veintena de estudios monográficos, con los que he participado, junio a otros estudiosos -Francisco Márquez Villanueva y Luce López Baralt entre los de lecturas más próximas a las mías-, en una nueva interpretación de la maurofilia literaria, acorde con los planteamientos de Américo Castro. A rememorar alguna etapa de ese proceso y exponer cómo vemos hoy lo que antes se consideraba un puente de plata tendido al enemigo que huye van dedicados los párrafos que siguen.

Un documento citado por Julio Caro Baroja, en un contexto relativo a los conversos de origen judío, me puso sobre la pista de un conflicto olvidado, que involucraba a los señores de vasallos moriscos del reino de Aragón y a las aljamas en que se integraba esta población. Mis pesquisas para esclarecer este proceso me tuvieron absorta durante un verano, por los años sesenta, como pueda hacerlo la lectura de una novela de misterio. Se había averiguado y comentado -Georges Chot, Henri Mérimée, Francisco López Estrada, Claudio Guillén- que una de las tres versiones de El Abencerraje, apareció dedicada a un pequeño Mecenas, señor de vasallos moriscos, que estaba emparentado con una familia de origen judío, económicamente poderosa. En el documento a que he aludido este barón pedía en Toledo constancia de haber presentado una apelación al Santo Oficio, que afectaba a los nuevos convertidos. A fin de conocer más precisas circunstancias de esta coyuntura, me encaminé inútilmente a los libros de historia. Se habían estudiado tensiones semejantes surgidas en otros momentos, pero nadie se extendía sobre tal crisis, desencadenada hacia el momento en que Felipe II tomo las riendas del gobierno inmediato de sus reinos, tesando la gestión de su hermana, la princesa gobernadora Doña Juana.

Volviendo a mis rebuscas, las vacaciones en España me permitían derrochar horas de consulta, manejando fuentes manuscritas, como Actas de Diputación y copiadores de cartas. De ahí surgió el perfil de una minúscula corte literaria y de una alianza política en que próceres y barones estuvieron apoyados financieramente por las comunidades moriscas. El objetivo era mantener alejada a la Inquisición de aquellos últimos baluartes de la España mudéjar. Allí se reelaboró, si es que no se redactó por vez primera, la historia de los amantes moros, Abindarráez y Xarifa, y del cristiano fronterizo Rodrigo de Narváez, con que se inaugura el modo literario morisco.

El acercamiento a un tardío enclave de convivencia cordial, entre españoles que representaban las tres ramas de la vida medieval peninsular, apoyaba la Intuición de que algo tema eme ver con los condicionantes vitales restrictivos que se daban a mediados del siglo XVI la ejemplaridad inherente a un conjunto de textos poéticos, narrativos y dramáticos, que proponen como conducta óptima la capacidad de valorar y premiar virtud y refinamiento dondequiera se hallen. Ni tampoco hubo de ser ajena al apego a las tradiciones y hábitos que guardaban celosamente la mayoría de los moriscos, esa particular manera que caracteriza tales obras de concitar la evocación de una semi-inventada sociedad mora, pintando con palabras una policromada estampa caballeresca, de matiz exótico, pero también familiar. Junto al significado emblemático de los colores, hay que destacar el detallismo descriptivo, que realza las peculiaridades de la mano de obra. Y es que las artes menores practicadas por mudéjares y moriscos siguen produciendo en la España del XVI objetos exquisitos y muy codiciados, bien ornamentales o de uso en la fiesta caballeresca, que de hecho son un legado del pasado musulmán que casi nadie rechaza.

No por azar -y mostrarlo fue un objetivo prioritario de mi trabajo- la obra más significativa e influyente del modo morisco se debe a un hombre modesto, que vivió instalado en la franja de convivencia entre la población de origen mudéjar o nazarí y la originaria de los reinos medievales cristianos. Me refiero naturalmente a Ginés Pérez de Hita y a su Historia de los bandos de Abencerrajes y Zegríes, más conocida con el subtítulo Guerras civiles de Granada (1595). Pero aún antes que él, las plumas sin nombre que nos legaron El Abencerraje tuvieron seguidores, no en la narrativa, pero sí en la poesía romancística e incluso en la temprana comedia de Lope de Vega.

Durante el siglo XVI los pliegos sueltos divulgaron, junto a los breves e intensos romances fronterizos, prolijos relatos de aventuras caballerescas, algunos de los cuales se estructuran en torno al reto de un moro, un duelo en que es derrotado y una estampa final que simboliza el triunfo cristiano. Esta secuencia, cuya versión dramática representan aún hoy las Beatas de moros y cristianos, se glosa en la poesía de cordel con cierto matiz de hostilidad hacia el moro retador, que acaso refleje; tensiones creadas por el problema morisco.

Como ya me he extendido más de lo previsto, sólo puedo mencionar que en alguna ocasión me lancé a practicar lo que los etnógrafos llaman «trabajo de campo», en relación con las fiestas de moros y cristianos. De mis visitas a pueblos del litoral mediterráneo, del Alto Aragón y de las Alpujarras granadinas, guardo la sensación de haberme acercado a unas tradiciones enigmáticamente persistentes en que el plano culto y el popular se entrecruzan.

Volviendo al romancero, conviene recordar que durante la última década del siglo XVI se produjo un cambio cualitativo importante, cuando el romance morisco se convierte en vehículo de los sentimientos del poeta, con lo que la figura caballeresca del moro llega a ser el sujeto lírico de un poema de amor, celos o despecho, en que la escena misma cuenta más que la acción, y caben el monólogo o la invectiva. En ocasiones el punto de partida es el elogio de una hazaña áulica, o se hace la crónica poética de una fiesta de toros y cañas, en que los nombres de los caballeros moros ocultan la identidad de nobles españoles, que de hecho solían vestir a la morisca en tales ocasiones. Con ello se popularizaba la imagen estilizada de la Granada nazarí, percibida como quintaesencia de una cultura diferente, pero próxima y sugestiva, de cuyas facetas antagónicas a la propia se hacía abstracción.

Tal idealización no dejó de suscitar protestas por parte de ciertos romancistas, que señalaron en son de mofa el contraste entre los moros y moras del nuevo romancero y la realidad social de la población morisca. Personalmente, no he realizado todavía y ya va siendo tarde para hacerlo, estudios monográficos de parcelas del romancero morisco nuevo, pero sí me he ocupado de esta contracorriente. De nuevo el estímulo fue la curiosidad que siempre he sentido por la cultura popular, y algunas circunstanciales pero siempre gratas colaboraciones con investigadores que de ella se ocupan en España y Francia.

Siempre me ha interesado la vertiente dramática de la maurofilia literaria y he vuelto recientemente a concentrarme en las modalidades de comedia que suscita. En la fase pre-lopista del teatro del Siglo de Oro parece haber existido un tipo de pieza, relacionada en su origen con los juegos ecuestres, en que se enfrentaban un caballero moro y un cristiano, con sus vistosos y contrastados ropajes. Lope de Vega cultivó y renovó esta modalidad dramática, transfiriendo a ella diversos estilos romancísticos. Compuso comedias de moros y cristianos, afines al espíritu de la épica, que se centran en el esquema de provocación y desquite, y culminan en una escena de triunfo. Ésta suele conmemorar algún episodio de la Reconquista en que la victoria cristiana se relacionaba, dentro de la reconstrucción legendaria, con un hecho milagroso. Por otro lado, la versión dramática de El Abencerraje -El remedio en la desdicha- y varias otras comedias del Fénix cuya trama viene dada por las Guerras civiles de Granada deberían -a mi juicio- calificarse de comedias moriscas. Como en los romances nuevos, de que hay ejemplos y glosas en el texto dramático, la evocación de la estilizada corte nazarí que estas piezas ofrecen sirve para exponer casos de amores, emplazados en un escenario exquisito y distanciado de las realidades sociales. Con ello se hace posible extrapolar al escenario evocado tensiones y pasiones vividas por el poeta, como individuo o como miembro de una sociedad en crisis.

En los últimos años ha empezado la crítica a fijarse de nuevo en el repertorio que abarca las piezas que en el XVII se calificaban de comedias de moros o de moros y cristianos. Su doble vertiente de recreación histórica y de patetismo volcado hacia la figura humana que lleva el peso de la denota o el exilio, señala el nimbo que en posteriores etapas adoptara también, dentro y fuera de España, la materia de Granada.

Y yo llego al final de esta auto-reseña, pidiendo disculpas por escribir sobre mis recuerdos y mi tarea. Si me he atrevido a ello es porque siento que un Homenaje a Susana Redondo de Feldman, si le es fiel, no excluirá el balance de lo que ha intentado hacer una de sus amigas. Sé que le gustará reunir los testimonios de trayectorias personales recorridas por quienes en uno u otro momento hemos tenido la suene de ser sus compañeros de trabajo. La colaboración con ella nos ha dado a conocer y admirar su competencia y dedicación excepcionales, virtudes que nos conmueven aun más por el cariño, la lealtad, la comprensión y la alegría de que siempre nos ha dado ejemplo.




Estudios

  • CARRASCO URGOITI, M.ª Soledad. El moro de Granada en la literatura (1956). Ed. facsímil con un Estudio preliminar por J. Martínez Ruiz. Granada: Universidad, Colección Archivum, 1989.
  • ——. The Moorish Novel: «El Abencerraje» and Pérez de Hita. Boston: Twayne, 1976.
  • ——. El moro retador y el moro amigo (Estudios sobre fiestas y comedias de moros y cristianos), Granada: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Granada, 1996.
  • CIROT, Georges. «La maurophilie littéraire en Espagne au XVI.e siècle», serie de artículos aparecidos en el Bulletin Hispanic, desde el tomo XL (1938) hasta el XLVI (1944).
  • GUILLÉN, Claudio. «Individuo y ejemplaridad en El Abencerraje», Collected Studies in honor of Américo Castro's Eightieth Year, Oxford: The Lincombe Lodge Research Library, 1965.
  • LÓPEZ-BARALT, Luce. Huellas del Islam en la literatura española: De Juan Ruiz a Juan Goytisolo. Madrid: Hiperión. 1985.
  • LÓPEZ ESTRADA, Francisco, El Abencerraje y la hermosa Jarifa. Cuatro textos y su estudio. Madrid: Publicaciones de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1957.
  • ——. El Abencerraje (Novela y romancero). Madrid: Cátedra. 1993 [9 ed.].
  • MÁRQUEZ VILLANUEVA, Francisco. Personajes y temas del «Quijote». Madrid. Taurus: 1975.
  • ——. El problema morisco (Desde otras laderas). Madrid: Libertarios, 1991.
  • MÉRIMÉE, Henri. «El Abencerraje d'après diverses versions publiées au XVI.e siècle». Bulletin Hispanic, XXX (1928), 147-181.




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