Doña Cecilia o el arte de disimular la superioridad
Marina Mayoral Díaz
El papel de la mujer escritora en la sociedad española de mediados del siglo XIX no era sencillo. Por una parte, las ideas de libertad difundidas por el romanticismo y una creciente demanda editorial de literatura para mujeres las animaban a salir a la palestra literaria, pero, por otra parte, un fuerte rechazo, que se manifestaba en forma de burla a las «literatas» o de desconfianza hacia la virtud de la mujer que abandonaba su papel tradicional de ángel del hogar, las obligaba a tomar toda suerte de precauciones y cautelas. En el prólogo a la edición de sus Poesías, en 1841, la catalana María Josefa (o Josepa) Massanés aconseja a la mujer escritora o artista cual debe ser su actitud si aspira a ser respetada y no levantar contra ella las críticas de la sociedad.
«La mujer debe presentarse en él (mundo) con las virtudes y costumbres de tal, si anhela ser sinceramente apreciada. En la soledad de su retrete adorne su mano con la pluma del pincel, en la sociedad con el abanico y las flores. En su gabinete vierta raudales de elocuencia sobre unas hojas que la inmortalizarán tal vez, en la sociedad olvide que su nombre está impreso al frente de aquellas obras»1. |
Sus palabras revelan hasta que punto seguía vigente aquella concepción de la educación femenina que llevó a Leandro Fernández de Moratín, por boca de su personaje don Diego, a lanzar desde los escenarios su famosa diatriba:
(El sí de las niñas, acto III, escena 8.ª) |
Las virtudes del recato, la sencillez o la reserva que recomienda la Massanés pueden confundirse fácilmente con la hipocresía, el disimulo y la ocultación que condena don Leandro, que es todo lo contrario de un defensor de la mujer pero sí lo bastante inteligente como para saber que de esa educación represiva nada bueno podía resultar a la larga para los hombres, que se verían engañados por las mujeres como los amos por los astutos esclavos.
En esa sociedad criticada por Moratín se educa y crece Cecilia Böhl de Faber en quien coinciden además unas circunstancias biográficas que van a acentuar la tendencia al disimulo que la buena educación preconizaba. Su padre Nicolás Böhl de Faber es absolutamente contrario al desarrollo intelectual de las mujeres. En una carta a su mujer, que cita Blanca de los Ríos, en la que aquella le hablaba del libro A Vindication of the Rights of Woman de Mary Wollstonecraft, él le contesta:
Don Nicolás no está sólo haciéndose eco de las ideas de su tiempo, sino expresando también su asentimiento a ellas, basado en la experiencia propia:
«No he encontrado todavía una mujer a quien la más pequeña superioridad intelectual no produzca alguna deficiencia moral». |
Por eso le hace
saber a Frasquita: «El día que
quemes sus Rights of
Women (sic) será para mí un gran
día»
2.
Su mujer no estaba dispuesta a hacerlo ni a renunciar a los suyos individuales, entre los cuales figuraban el de vivir en Andalucía y mantener las tertulias en las que destacaba por su gracia y su talento. En abril de 1806, cuando Cecilia aún no ha cumplido los diez años, el matrimonio de sus padres se rompe de hecho. Doña Francisca regresa a España con las hijas más pequeñas y en Alemania se queda don Nicolás con Cecilia, la hija mayor, y el único hijo varón. El matrimonio vuelve a reunirse seis años más tarde. Mantienen durante la separación una comunicación epistolar que parece cordial, aunque la costumbre de muchos investigadores de expurgar las cartas de todo lo que suene a demasiado íntimo nos ha privado sin duda de aspectos que ayudarían a entender la relación de esta pareja.
Aunque se ha hablado de la dificultad de Frasquita para soportar el clima y las costumbres sajonas para justificar la partida, y de la ocupación francesa en España para explicar la larga separación, una carta de don Nicolás a su suegra es bastante explícita a cerca de los motivos profundos:
«Si mi mujer ha tenido la inconcebible locura de imaginarse que tal cual es ahora es necesaria para mi felicidad, está atrozmente engañada. Si no quiere ser otra ha hecho muy bien en marcharse; cuando ella cambie, cuando se convierta en humilde, dócil, obediente, complaciente y económica, será recibida por mí con los brazos abiertos»3. |
Francisca Larrea, que era mucho más instruida que la mayoría de las mujeres de su época, que, además de belleza, tenía inteligencia, gracia e ingenio, y que cultivó la literatura en traducciones del inglés y del francés y en composiciones originales, carecía, sin embargo, de las virtudes indispensables a una mujer: humildad, docilidad, obediencia, espíritu complaciente...
Las consecuencias
más negativas de la separación parece haberlas
sufrido Cecilia que se vio privada durante esos años
decisivos para la formación del carácter de la
influencia de su madre en favor de los derechos de la mujer. Por el
contrario, debió de atribuir siempre a la «superioridad intelectual»
de aquella
la «deficiencia moral»
que la
llevó a abandonar al marido y a los hijos mayores en lugar
de sacrificarse y quedarse en Alemania como era su deber de esposa
y madre. Pero hay avances sociales imparables y el de la
instrucción femenina lo era. Por mucho que don
Nicolás se empeñara en inculcar a su hija su
animadversión hacia las mujeres intelectuales, Cecilia
acabó siendo escritora profesional, aunque bien es verdad
que se lanzó al ruedo literario oculta bajo un
pseudónimo y cuando ya otras mujeres más
jóvenes y arriesgadas habían desbrozado el camino y
habían demostrado, como Carolina Coronado que se puede ser a
un tiempo escritora famosa y dama respetada en la vida social.
Toda la vida de
Cecilia se nos aparece como un intento de conciliar el ideal
femenino de su padre con sus propias inclinaciones y su talento. En
carta a Latour cuenta que, cuando le mostraba a su padre las
«cosillas»
que escribía
siendo niña y que a su madre le «hacían gracia»
, él las
tiraba sin leerlas, diciéndole: «tonterías, tonterías; no pierdas
en esto el tiempo que debes emplear en estudiar y coser»
.
La Cecilia adulta comenta ante esto: «¡Oh, bendito mil veces aquel sabio y buen
padre! Ahogó en su germen ese amor propio y vanidad infantil
que crece con la edad y ahoga a su vez el buen sentido y la
modestia»4.
.
Pero Cecilia siguió escribiendo y para conciliar su vocación y la conciencia de su propio valer con el ideal femenino que su padre le había inculcado se valió del disimulo, de la ocultación de su superioridad, aunque sin renunciar a los beneficios que esta pudiera proporcionarle.
En
Clemencia, novela con evidentes elementos
autobiográficos, plasma la escritora lo que para ella
(¿para ella o para su padre?) era el ideal femenino, y
así lo declara en la carta abierta publicada en La
Ilustración para contestar a la crítica de
Vicente Barrantes aparecida en el mismo periódico:
Clemencia es «la
personificación de la mujer cumplida en todos los estados,
tal como la entienden Dios y los hombres»
. En ella se
hallan «en perfecto acuerdo su
corazón y sus ideas»
5.
Así se explica y justifica lo que para Barrantes era el
mayor defecto en la construcción del personaje: que deje de
amar a sir George como resultado de una decisión
intelectual.
La sujeción
del corazón a la razón fue el caballo de batalla de
Nicolás Böhl de Faber. En sus cartas al matrimonio
Campe confiesa su fracaso en el intento de conseguir someter el
apasionamiento de su mujer: «No he tenido
mucho éxito hasta ahora en mis esfuerzos para imponerle el
yugo de la razón que, más o menos, debe dominar
siempre nuestras inclinaciones»
(Carta a Campe del 21 de
enero de 1797). «Tiene la inteligencia
suficiente para comprender mis enseñanzas, pero le falta la
fuerza de voluntad necesaria para someter a la razón el
sentimiento engañoso, y por ello no llega a mi ideal de
mujer»
(28 de marzo de 1797)6.
En las
enseñanzas del Abad a Clemencia se transparentan las ideas
de don Nicolás y lo que debieron de ser sus consejos a
Cecilia. Igual que don Nicolás confiesa al matrimonio Campe
que no hay para él peor tortura que tener que entretener en
las tertulias de su mujer a las damas intelectuales, el abad le
dice a Clemencia: «Todo lo excepcional me
es antipático, sobre todo en las mujeres, tan dignas, tan
bellas, tan femeninas en las buenas sendas trilladas, como mal
vistas, antipáticas y burladas en las
excepcionales»
(p. 258)7.
Para evitar la excepcionalidad, Clemencia (y Cecilia) reciben una educación superficial y de adorno:
(p. 179). |
Los conocimientos, la instrucción pueden limitarse, pero la inteligencia o el talento no dependen de la voluntad del educador; lo único que se puede hacer con ellos, en el caso de poseerlos, es disimularlos. Y así aconseja el abad:
(p. 179). |
Es el punto en el que más se insiste y se desarrolla con variados símiles:
(p. 180). |
(p. 180). |
Cecilia debió de darse cuenta muy pronto de que las cosas no sucedían en la sociedad como su padre las contaba. No bastaba con ser guapa y lista. La modestia y la sencillez no eran virtudes tan estimadas como su padre le había hecho creer. En Clemencia, bajo el velo de idealización y la espesa capa de comentarios moralizantes, se percibe con claridad la humillación de la propia Cecilia que se ve desdeñada por una sociedad que no estima los valores en los que ella ha sido formada. Creo que es interesante releer el párrafo de la novela en el que podemos ver cómo la protagonista, a pesar de su belleza, que al comienzo atrae sobre ella la atención, muy pronto es menospreciada en las tertulias de su tía la Marquesa a causa de su falta de experiencia del mundo.
(p. 92). |
La voz narradora
deja constancia de que el marqués que se casará con
la casquivana Alegría, cuando conoce a Clemencia «apenas paró en ella la
atención»
(p. 107).
Doña
Cecilia, entrando en contradicción con sus propias ideas,
lamenta que Clemencia no tenga más éxito en sociedad:
«¡Cuántas violetas florecen
y mueren a la sombra!»
(p. 92).
Pero, ¿no habíamos quedado en que la sombra es la situación idónea para la violeta y para la mujer ideal de don Nicolás? Parece ser que no:
«¡Triste justicia humana, cuya balanza se inclina al soplo ligero del albedrío, al impertinente fallo de la pedante medianía, y al venenoso tiro de la envidia!» |
(p. 92). |
Debió de ser entonces, tras su primera aparición en sociedad, cuando la joven Cecilia decidió poner en práctica el sabio consejo de gozar de la superioridad, disimulándola solo lo suficiente para que no le crease problemas. Tanto sus cartas a escritores y amigos como sus artículos en los periódicos y su obra literaria (y hay que suponer que también su actuación en la sociedad) son una muestra de lo que se conoce por falsa modestia: destacar hábilmente el valor de lo que se hace y al tiempo manifestarse convencida de su escasa importancia.
Hay una
superioridad, sin embargo, que no tiene empacho en confesar a sus
amigos íntimos: es la de su «buena
educación»
, es decir, su habilidad para acomodarse
en cada momento a lo que la sociedad exigía de la mujer.
Así en las cartas a Latour, al hablar de escritoras de
reconocido e indudable talento como eran Carolina Coronado y la
Avellaneda, se permite criticarlas en este punto:
«Les falta una cosa que no se tiene si no se adquiere desde la cuna... educación: por lo que, si les sobra genio, les falta el comme il faut, el tacto y la cultura práctica»8. |
La educación, como ella la entendía, puede que les falte a esas dos escritoras, pero no a Angela Grassi con quien su obra tiene muchos puntos en común. Fernán Caballero no lo ve así y su malévolo comentario revela que se sentía superior como escritora y como mujer:
«Nunca, perdónemelo la autora, he tenido paciencia para leer nada de Angela Grassi, una pobre solterona, según me dicen, sentimental y pedante, que llena el periódico de La Moda de cartas morales y de enseñanzas, colección de lieux communs sin fin»9. |
Que Valera dijese
de Fernán Caballero que le empalagaba y que debía de
empalagar a todo el mundo (cosa que dolió muchísimo a
la escritora) lo entendemos, pero que Fernán critique a la
Grassi por «sentimental y
pedante»
nos choca, porque son defectos que podría
aplicarse a sí misma. En cuanto a lo de «pobre solterona»
(Angela Grassi se
casó con el periodista Vicente Cuenca cuando rondaba ya los
cuarenta años) se explica por las ideas de la época,
que Fernán tiene totalmente asumidas en este punto: la mujer
está destinada al matrimonio o al claustro. Veámoslo
en palabras del abad en Clemencia:
(p. 259). |
Pese a su habilidad para el disimulo, doña Cecilia debía de pasarse a veces de la raya en la exhibición de méritos, y precisamente con quien más le interesaba causar buena impresión. Federico Cuthbert, el joven caballero inglés de quien se enamora locamente la ya madura Cecilia, la encuentra pedante. Ella se defiende de esa acusación sin ninguna humildad, pero dejando claro el interés que le merece su opinión a cerca de ella:
E inmediatamente le devuelve la pelota, destacando lo que para ella es el mayor defecto de Cuthbert:
«Es digno de compasión que, con una expresión de maneras y un exterior que indican tanta dulzura, tengáis un espíritu satírico que trueca en reserva la confianza que inspiran las primeras»10. |
Y, cuando ya ha decidido que no puede continuar la relación amorosa que ha mantenido con el caballero inglés, abandona toda falsa humildad para manifestarle claramente su superioridad moral:
«Las personas se clasifican en este mundo material y moralmente. El rango, la riqueza, la hermosura, la juventud hacen la primera; la segunda se hace por lo que el alma tiene de más elevado, de más grande, de más alto. Vos sois infinitamente superior a mí en cuanto a la primera, mas en lo que concierne a la segunda, francamente Federico, yo lo soy infinitamente sobre vos»11. |
Curiosamente, parece ser la superioridad moral la que menos le cuesta a doña Cecilia manifestar. Las cartas a Cuthbert nos revelan también cuál era su postura sobre este punto en las conflictivas relaciones que mantuvo con su madre. Así le confiesa a su amante:
«Mi madre, que nunca me ha querido, ha pretendido siempre humillarme, y sobre todo al punto de mi reputación, una de las ventajas en que hubiese querido rebajarme, buscando toda su vida un pretexto, sin encontrarlo»12 (el subrayado es mío). |
Cecilia siente que aventaja a su madre en reputación, pero esta no es la única de sus ventajas sobre ella; probablemente también está convencida de que escribe mejor que doña Frasquita.
Esas cartas
están escritas, es cierto, en un momento de gran
agitación y desasosiego íntimo, pero eso no creo que
la lleve a distorsionar sus sentimientos sino, al contrario, a
manifestar lo que en situación normal reprimía y
ocultaba. Con todo, no nos dice lo que ella siente por su madre
sino lo que piensa que su madre siente hacia ella; y lo hace con
expresiones muy rotundas: nunca me ha querido,
siempre ha pretendido humillarme, toda su vida ha
buscado un pretexto... Lo que nos cuenta es que su madre se ha
portado mal con ella: ha dado publicidad a los amores de su hija,
la ha convertido en comidilla de la sociedad y la ha rechazado
cuando buscaba consuelo y comprensión. Transcribe
literalmente las palabras de su madre: «En lo sucesivo ahórrame tus confidencias,
pues todo lo que has hecho es tan censurable como
chocante»
. También transcribe las suyas, que son
un modelo de respeto filial: «Si me
necesitas, si puedo serte útil alguna vez, de rodillas como
esclava te serviré; te serviré de alfombra para que
me pises: entre tanto, no te incomodaré ni con mis
confianzas ni con mi presencia»
13.
Cecilia hace o
dice una vez más lo que debe hacer. Cumplirá, llegado
el momento, sus deberes de hija, pero no habla de cariño. Es
muy posible que Cecilia, como su personaje Constanza (de
Clemencia), no quiera a su madre, una madre que la
abandonó en Alemania junto al padre y al hermano. Parece
claro que se ha sentido a lo largo de su vida no solo poco querida
sino atacada por su madre. Esa frase «siempre ha pretendido humillarme»
revela una lucha entre ambas: la madre pretende aunque no siempre
consigue humillar a la hija. ¿A qué se refiere?,
¿cuáles pudieron ser esas humillaciones? Es posible
que las escenas que hemos visto de Clemencia, en las que
la joven tímida y modesta es menospreciada en las reuniones
de su tía la Marquesa, reproduzcan sus vivencias en las
tertulias donde su madre brillaba por su gracia. Y también
puede que hubiese una cuestión de celos, de competencia por
el amor de su padre. Cecilia, que se esforzó toda su vida en
no contrariar al padre admirado y respetado, debió de llevar
como una cruz el dominio que Frasquita Larrea, con todos sus
defectos, ejercía sobre don Nicolás, que, al fin y a
la postre vino a hacer lo que su mujer quería.
En estos dos conflictos importantes de su vida, la relación con su madre y la relación con Federico Cuthbert, Cecilia manifiesta su convencimiento de haber actuado con absoluta perfección:
«Después de lo que he sufrido no siento ni agitación ni encono y me he separado para siempre de la que lleva el nombre de mi madre y del hombre único que he amado con pasión y delirio, dándome el convencimiento de mi perfecta conducta con ellos una tranquilidad que ya nada puede alterar»14. |
¿Estaba, en
efecto, así de convencida de haber actuado de la mejor
manera posible? Sus palabras y su actitud me recuerdan las de
doña Perfecta de Galdós, y no debe de ser solo a
mí. Federico Cuthbert la acusaba de «monomanía»
, «idea fija»
, «conciencia ofuscada»
. No sabemos hasta
qué punto está convencida de lo que escribe. Es
imposible conocer lo que verdaderamente siente o piensa Cecilia
Böhl de Faber. Montesinos le llamó «gran calamar andaluz»
15,
que se protege envolviéndose con la tinta que suelta a su
alrededor. Por propio temperamento, por educación y por la
época en la que le tocó vivir, Cecilia aparece como
la perfecta personificación del modelo de Massanés:
en la intimidad la pluma, en sociedad el abanico y las flores.
Pagó un alto precio por ese comme il faut social. Ella asegura al hombre
al que amó «con pasión y
delirio»
que está conforme con ese precio:
«Mis cuentas están saldadas y, siendo yo acreedora y no debitora, descanso y me hallo bien con la total ausencia de felicidad, pues la compro con la total ausencia de penas destrozadoras»16. |
Ni felicidad ni
grandes dolores, una existencia serena, una «tranquilidad
inalterable», utilizando sus propias palabras, era lo que
pensaba conseguir. Pero no fue así, no podía serlo.
Para ello hubiera tenido que renunciar al mundo, al que tanto
temía y tanto deseaba a un tiempo. Y además
pagó otro precio al que no quiere ni referirse y que
Montesinos vio con su peculiar lucidez: «Fernán Caballero se huyó a
sí misma, rehuyó cuanto la realidad circundante le
ofrecía que pudiera perturbarla [...] Este complejo le
impidió ser una gran novelista»
17.
Comparto plenamente esa opinión: A donde podía haber llegado Cecilia Böhl de Faber, no se atrevió a acercarse Fernán Caballero. O quizá haya que decir que doña Cecilia cubrió con una venda rosada los ojos de Fernán Caballero para que no pudiera ver la hondura de los sentimientos y las pasiones que hicieron rica y llena de interés la vida de Cecilia Böhl de Faber.