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Domingo F. Sarmiento a través de los «Recuerdos de provincia»

Claude Cymerman





Lo que más parecen haber recordado las antologías de Recuerdos de provincia es el conjunto de descripciones, retratos y anécdotas que esmaltan el relato. Las descripciones aparecen tanto más logradas cuanto que van asociadas con un recuerdo humano muy anclado en Sarmiento, ya que la memoria y la sensibilidad de éste vienen solicitadas en función de su implicación en lo descrito. Buen ejemplo de estas descripciones son la evocación lírica de un rincón del viejo San Juan con sus tres palmeros solitarios cuyos plumeros de hojas blanquizcas descuellan en el azul del cielo sobre las copas de verdinegros naranjales, o la relación emocionada del estado anímico de los proscriptos que al traspasar la cordillera presencian el paisaje idílico de su tierra natal, antes de tropezarse, desgarrada el alma, con los restos derrotados del ejército de La Madrid. Estos trozos de antología, que demuestran en el autor un muy agudo sentimiento del paisaje a la vez que un dominio feliz del estilo con abundancia de metáforas evocadoras y sugestivas, sacan buena parte de su fuerza expresiva de la misma implicación en ellos del autor.

Algo semejante acontece con los retratos directamente relacionados con el mismo Sarmiento, trátese del de sus allegados más queridos o del de sus enemigos más odiados. Descuellan así el de José de Oro, por haber sido éste el mentor del joven Domingo, cuya fuerte personalidad enseñó entre otras cosas al futuro estadista la dedicación al estudio, el amor a la libertad y a la patria y el valor de enfrentarse contra el conformismo y los prejuicios; el de Domingo de Oro, este «Mefistófeles de la política» que representa para el narrador un dechado de inteligencia diplomática y un modelo de simbiosis de argentinidad y de cultura europea; o el de doña Paula Albarracín de Sarmiento, admirable retrato de mujer enérgica, bondadosa y sacrificada por sus hijos y su familia, tan presente en su papel de madre como discreto resulta, comparativamente, en sus funciones de padre, don José Clemente Sarmiento.

Las anécdotas más logradas son, igualmente, las que más tienen que ver con la vida del narrador. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, el paso revolucionario, por el hogar materno, de las nuevas ideas de moda impulsadas por las mismas hermanas de Domingo Faustino? Están en todas las memorias los ardides inventados por las hermanas para que desapareciera de una vez el viejo estrado reservado a las mujeres por una vieja y, en concepto de Sarmiento, «poética» tradición oriental, o para que fueran a parar a un lugar más apropiado dos viejos retratos de santos dominicos venerados por la madre, o aún la tala de la higuera que le arrancaba al árbol quejidos lastimeros y a la madre llantos irremediables tan sólo comparables con la savia vertida por los golpes del hacha «higuericida». El profundo amor a la madre y a la tradición casera, la total identificación con la familia y un pasado idealizado han sabido inspirarle a Sarmiento esos modelos de elocuencia elegíaca. Abundan otros episodios o anécdotas (el pánico experimentado por el niño Domingo obligado a encararse con un ataúd en la soledad nocturna de una iglesia; la épica pedrea entre chicuelos; la negativa a montar la guardia o el enfrentamiento con Benavídez, por ejemplo) cuyo logro estilístico y evocador estriba en la estrecha relación entre lo descrito y el descriptor. Y es que el mismo narrador es el eje, el cañamazo, el puntal sobre el que se apoyan todas las páginas del libro. De algún modo, más que recuerdos de provincia la obra aparece como las mismas memorias de Sarmiento.

El solipsismo -tan mentado, tan caricaturizado- del autor hace de él el personaje central de su obra. Entre los numerosos apodos infligidos a Sarmiento, «Don Yo» es seguramente el que más le dura y el que mejor lo pinta. «Tanto insistió -escribe Enrique Anderson Imbert- en el valor de su personalidad y en el sentido misional de su conducta, que el vulgo lo llamaba "Don Yo"»1. El mismo crítico insiste en que «de Sarmiento sabemos, ante todo, lo que él nos ha contado». ¿Qué sabemos pues de él, leyendo Recuerdos de provincia?

Nació, nos dice -veremos adelante que el dato tiene su importancia- «en 1811, el noveno mes después del 25 de mayo» (p. 202)2. La enseñanza primaria -y parte de la secundaria- estuvo a cargo de su tío presbítero José de Oro, a quién lo unía un gran cariño, que le enseñó a leer a los cuatro años. Sobresale la importancia concedida por Sarmiento a la lectura, señal de su futura aportación a la alfabetización y a la instrucción del pueblo. «A los cinco años de edad leía corrientemente y en voz alta, con las entonaciones que sólo la completa inteligencia del asunto puede dar... (p. 203). Y nos cuenta al respecto una curiosa anécdota: «Por las mañanas una señora Laora pasaba para la iglesia y volvía de ella, y sus ojos tropezaban siempre día a día, mes a mes, con este niño, inmóvil, insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro, por lo que, meneando la cabeza, decía en su casa: “¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si fueran buenos los libros, no los leería con tanto ahínco!”» (p. 220). El presbítero lo guió en sus estudios hasta terminar la adolescencia: «Salí de sus manos con la razón formada a los quince años, valentón como él, insolente contra los mandatarios absolutos, caballeresco y vanidoso, honrado como un ángel [...], habilitado para tomar con facilidad el hilo y el espíritu de los acontecimientos, apasionarme por lo bueno, hablar y escribir duro y recio... (p. 62). Por falta de recursos económicos no pudo matricularse en un colegio, llegando posteriormente a adquirir una cultura heterogénea de autodidacta, aprendiendo de paso el francés, el inglés, el italiano, el portugués e incluso el alemán, generalmente por sí mismo, con la sola ayuda de una gramática y un diccionario, lo que mueve por una parte a la admiración y por otra a la indulgencia, en cuanto a la calidad de la pronunciación... En 1827 es dependiente de tienda y alférez de milicias. Como se queja por tener que montar guardia y encima le falta al gobernador, lo encarcelan. «A los dieciséis años -apunta- entré a la cárcel y salí de ella con opiniones políticas» (p. 235). Más adelante es ayudante de línea, instructor de reclutas, segundo director de academia militar. En 1831, el triunfo de Juan Facundo Quiroga en el Rodeo de Chacón obliga a la familia a emigrar a Chile. Allí Sarmiento es sucesivamente maestro de escuela, bodegonero, dependiente de comercio, minero y capataz de minas. En 1832 nace su hija natural Faustina que se casará con el impresor francés Jules Belin dándole sus nietos Julio y Augusto Belín Sarmiento. En 1836 regresa a San Juan donde sufre privaciones pero donde, también, se relaciona con la juventud ilustrada de la capital cuyana y donde publica un periódico anticonformista, El Zonda, que, nos dice, «fustigaba las costumbres de aldea [y] promovía el espíritu de mejora» (p. 245). Por negarse a pagar una suma de veintiséis pesos que le fuera impuesta adrede por el gobernador Benavídez en concepto de gastos de papel, conoce de nuevo la prisión... y termina con la publicación de El Zonda. En 1840 se le acusa de conspirar contra Benavídez y tiene que exiliarse nuevamente a Chile después de sufrir un simulacro de asesinato. Escribe en El Mercurio de Valparaíso y en El Nacional de Santiago. Traba amistad con el ministro Manuel Montt. En 1843 publica Mi defensa, primera obra autobiográfica, escrita como respuesta a los ataques e insinuaciones de un periodista chileno, Domingo Santiago Godoy. En 1845 da a la imprenta, con el título de Apuntes biográficos, una Vida del General Fray Félix Aldao, y, sobre todo, Civilización y barbarie: Vida de Juan Facundo Quiroga. Ese mismo año nace Dominguito Fidel, fruto probable de unos amores ilícitos de Sarmiento con Benita Martínez, co-provinciana con la que se casará, después de la viudez de ésta, en 1848. De 1845 a 1848 viaja por Europa, África y ambas Américas, comisionado por Montt para estudiar los métodos de enseñanza de las grandes naciones. Condensa la experiencia adquirida en los Viajes y en De la educación popular (1849). En 1850, por fin, publica Argirópolis y, lo sabemos, sus Recuerdos de provincia.

Si éstos abundan en detalles biográficos sobre la vida de su autor, son más elocuentes, todavía, en lo que se refiere a su personalidad moral. A lo largo del libro, Sarmiento se extiende, con una conmovida nostalgia, sobre sus juegos y sus actividades infantiles. Nos enteramos así de su curiosa afición a confeccionar santos o soldados de barro, de lo cual parece desprenderse una doble tendencia, mística, de un lado, inspirada por la vida de su madre y de sus parientes eclesiásticos, militar, de otro, heredada tal vez de su padre. Nueva versión, en suma, del rojo y el negro. Al mismo tiempo se dibuja en su personalidad, como el mismo lo confiesa, una fascinación por el poder y el heroísmo que será una de las constantes de su vida. Él mismo hace resaltar también, con aparente complacencia y suficiencia, sus méritos y prendas personales. De niño se muestra adelantado, «entendido y ansioso de saber» (p. 55), dotado de una «natural facilidad de comprender» (p. 203), con «facultades inteligentes que -nos dice- se habían desenvuelto a un grado que los demás niños no poseían» (p. 205). Adolescente, es tenido por «mozo ingenioso» (p. 85). Adulto, descuella por sus dotes de pedagogo dúctil y progresista, madurado «por los años, el estudio y la reflexión» (pp. 232-233). Tiene otras cualidades, que se le reconocen unánimemente o que el mismo autoproclama, por candor más que por cálculo. Es estudioso e intelectualmente curioso, juvenil y entusiasta, sensible y bondadoso, sincero y veraz, práctico y pragmático, agudo y sagaz, duro y ofensivo para los aprovechados, amistoso e indulgente para los desheredados, preocupado por lo útil y lo beneficioso por los otros o por la patria, despreocupado por los bienes materiales o el interés personal.

Tres cualidades, tal vez, destacan por encima de las demás.

Sarmiento fue ante todo un trabajador incansable a la vez que un hombre emprendedor, enérgico, pujante, torrencial. Fue un formidable luchador, dispuesto a cada rato a emprenderla para defender una causa que le pareciera justa, o a un amigo, o a sí mismo, por poco que creyera que lo atacaban. El Facundo o Mi defensa, o incluso Recuerdos de provincia, sin hablar de sus artículos periodísticos, son buena muestra de ese ardor juvenil que lo llevaron a atacar para defenderse o para sostener una idea noble.

Fue profundamente, prodigiosamente honrado, moral, virtuoso. No sólo no se aprovechó, cuando estuvo en la cumbre del poder, de sus funciones para enriquecerse o favorecer a amigos o deudos, sino que vivió siempre en una relativa estrechez y llegó a pagar de su propio bolsillo gastos que le correspondían al Estado, o se negó a conceder empleos oficiales a personas meritorias por el sólo hecho de que eran allegados suyos, como su mismos nietos, Julio y Augusto Belín Sarmiento, por miedo a que lo acusaran de favoritismo o de nepotismo.

Fue un patriota escrupuloso, intachable, ejemplar. La crítica rosista tiende a ocultar esa dimensión de su personalidad, acusándole de haber experimentado una excesiva admiración por los Estados Unidos y Europa y de haber querido extranjerizar a la Argentina. Es olvidarse de que fue el amor por la patria lo que lo llevó a buscar en naciones entonces más desarrolladas ejemplos y muestras capaces de acelerar el desarrollo de su propio país.

Las ingentes cualidades de Sarmiento no deben ocultarnos sus defectos, no menos tangibles. El hombre es autoritario, impulsivo, irritable, agresivo incluso, cuando lucha por una idea que le parece justa y cuando está convencido de que su contrario no le opone más que falsedad, hipocresía, deslealtad o interés egoísta. Pero, ¿cómo no perdonarle este defecto cuando se sabe que obra con la mayor buena fe y honradez, cuando consta, sobre todo, que él mismo es el primero en confesar su culpa?: «Dejo a un lado -escribe- las muchas palabras descorteses y ofensivas que debieron escaparse de mi pluma, joven ardiente en la lucha, sensible a las ofensas, poco ceremonioso para decir la verdad» (p. 278). A menudo, en efecto, su agresividad procede de un amor propio maltratado, herido, rencoroso. Este amor propio, que incurre, según el caso, en orgullo, vanidad, fatuidad, jactancia, suficiencia y otras feas muestras de egocentrismo, egotismo o egolatrismo, es lo que más le han notado o reprochado sus adversarios o, simplemente, sus biógrafos. Abundan en efecto en Recuerdos de provincia muestras de esta debilidad sarmientina. Pero minimizan su fealdad las confesiones al respecto del mismo Sarmiento o el candor con que va alabándose de tal o cual dicho o evento que lo favorece. Los mejores críticos han tratado de interpretar este amor propio exacerbado, este engreimiento hipertrófico que raya a veces en megalomanía o paranoia. Enrique Anderson Imbert lo explica como «el sentimiento de ser algo más que un individuo, de ser nada menos que una fuerza histórica»3, Ezequiel Martínez Estrada, como la resultante de su temperamento y de «un concepto de responsabilidad que hipostasiaba las potestades del jefe, del patriarca y del juez»4. Ana María Barrenechea y Paul Verdevoye consideran que la megalomanía apuntada, al igual que la de los otros intelectuales de su generación, se debe a que todos ellos tienen plenamente conciencia de la importancia de la misión que les corresponde, frente a la ingente tarea que realizar5. Adolfo Prieto sugiere por su parte una explicación de tipo psicoanalítico:

Las confesiones de Sarmiento denuncian una indudable tendencia neurótica, un exacerbado afán de atraer sobre sí la atención y el asentimiento de los demás. [...] El ingenio popular acuñó el mote de «loco Sarmiento» para señalar, no tanto al estadista visionario a al gobernante de las determinaciones tozudas, como al hombre hosco, estrafalario, que enarbola el puño contra las multitudes burlescas, porfiaba por sus discutibles glorias militares o pedía prestado un uniforme de general para pasear a caballo en los fondos de su casa. [...] Una neurosis provocada por la frustración total o parcial de las aspiraciones individuales en conflicto con la realidad social, es un fenómeno lo suficiente común y conocido como para que no escandalice su atribución, aunque sea por vía de hipótesis, a una personalidad que revela tantos síntomas de haberla padecido, como la de Sarmiento6.



Este comentario, cuya lucidez y perspicacia no pondremos en duda, tal vez no tenga suficientemente en cuenta uno de los rasgos más típicos del autor de Recuerdos de provincia, esa mezcla de humor, ironía, provocación y excentricidad consciente que lo llevaba a burlarse aparentemente de sí mismo y realmente de la ñoñería y la pusilanimidad ajenas. Cuenta Augusto Belín Sarmiento, a propósito de la pretendida locura de su abuelo, una anécdota que nos parece reveladora de cómo sabía Sarmiento divertirse en su fuero interno:

El mismo Sarmiento -escribe- refería que se había hecho tan general la creencia en su locura que, visitando el Manicomio de Buenos Aires y llegando a un patio donde se hallaban los locos, se produjo un movimiento extraordinario entre ellos, idas, venidas, conciliábulos, hasta que uno se apartó del grupo, visiblemente delegado por los demás, y acercándose al Presidente con los brazos abiertos exclamó: «-¡Al fin, señor Sarmiento, entre nosotros...!»7



No sabemos si la visita del estadista al manicomio fue real o imaginaria, pero el episodio tiene visos de haber sido inventado por el mismo Sarmiento con este humor característico que sólo emana de una persona perfectamente cuerda y lúcida8.

Terminaremos con otra cita que nos remite al tan pregonado orgullo sarmientino: «La inconsciencia de su amor propio ilimitado provoca sonrisas a fuerza de ser evidente su ingenuidad. No pone en duda un solo instante la superioridad de su talento y su persona sobre los que lo rodean»9. El comentario es de García Mérou. Por más admiración y respeto que nos merezca el autor de los Recuerdos literarios, no podemos menos que disentir de semejante juicio. Sin dejarnos llevar por una afición intelectual a la paradoja, no sólo negaremos que Sarmiento «no pone en duda la superioridad de su talento y su persona», sino que afirmaremos que sus reiteradas alusiones personales son una muestra más que probable de una duda y una inseguridad que lo habitan constantemente, por lo menos en la primera parte de su vida, hasta aproximadamente el momento en que acaba de publicar sus Recuerdos de provincia y no ha llegado todavía a la cumbre del poder con la gobernación de San Juan y la presidencia de la Nación.

Haremos notar primero que tanto Mi defensa como Recuerdos de provincia son unos alegatos pro domo que no se justificarían si su autor tuviera la altanería y, dicho de otro modo, el complejo de superioridad que se le achaca. Segundo, no habría padecido en un momento de su vida, precisamente a consecuencia de ataques de que fue objeto, la depresión y el delirio persecutivo a los que él mismo alude y que por poco desembocan en una tentativa de suicidio (pp. 282-283). Tercero, no haría alarde de la jerarquía social de su familia en la que «[huelga] de contar dos historiadores, cuatro diputados [...] y tres altos dignatarios de la Iglesia» (p. 12) y no nos pondría como ejemplo a Domingo de Oro a quien, física, moral y temperamentalmente todo lo opone, pero hacia quien, igualmente, todo lo impulsa. Cuarto, él, tan sincero, tan honrado, tan veraz, incurre en dos o tres ocasiones en unas inexactitudes que no se explicarían tampoco sin esa falta de confianza que, por un natural efecto de compensación, lo lleva a presentarse siempre bajo el aspecto más favorable. En un caso, por ejemplo (p. 202), declara que nació en 1811, «el noveno mes después del 25 de mayo», lo cual sugiere que nació alrededor del 25 de febrero. Sabemos sin embargo que vino al mundo el 15 de febrero, o tal vez unos días antes, si debemos creer a Augusto Belín10. Es evidente que semejante distorsión de la cronología no tiene más objeto que el de hacer coincidir la concepción de Sarmiento con la de la Independencia argentina, identificando así al prohombre con el destino nacional... Otro ejemplo: cuenta Sarmiento que en una ocasión, siendo alférez de milicias, se rebeló contra el gobernador Quiroga, por una cuestión de guardia, y que se llevó la mejor parte; sin embargo, ha demostrado el Profesor Verdevoye que los padres del joven rebelde y la cárcel sufrida lo llevaron a más humildad y que terminó por mandar una carta de excusa al que había ofendido...

Podríamos aducir más ejemplos. De manera general nos consta que Recuerdos de provincia rebosa de alusiones tendentes todas a demostrar a los demás, y quizás a uno mismo, un valor y unos méritos que no caen forzosamente de su peso. Probablemente, la pobreza de su familia le hiciera temer que se le confundiera con la «chusma» y la falta de títulos académicos que se subestimaran su cultura y sus mismas capacidades intelectuales. Si estuviera Sarmiento tan pagado de sí mismo, tan lleno de suficiencia como se ha dicho, no lo afectaría el rechazo de sus detractores, no buscaría, como lo hace, la estima y la aprobación de sus admirados modelos. La siguiente confesión que nos hace al respecto es altamente reveladora: «He debido a este hombre bueno [Domingo de Oro] lo que más tarde debí a otro hombre en Chile, la estimación de mí mismo por las muestras que me prodigaba de la suya» (p. 208). El carácter especular de esta autoestimación resulta todavía más patente en un pasaje verdaderamente insólito en que Sarmiento se cita a sí mismo por medio de otro personaje que reproduce, elogiándolos, fragmentos de un discurso suyo (pp. 88-89). ¿Cómo no ver en esa patética búsqueda especular una duda o una vacilación que, por oculta que esté detrás de una fachada de seguridad, no es menos real? Porque Sarmiento sabe fingir cuando quiere. Lo demuestra el episodio, contado por Augusto Belín, en que su abuelo le increpa al mismísimo gobernador Benavídez su mísera conducta. Al preguntarle Rawson: «Sarmiento, ¿cómo se atreve?», le contesta el aludido: «¡Cá!..., ¡de miedo, pues!». Es que si el autor de Recuerdos de provincia dice casi siempre la verdad, ésta es siempre su verdad, en todo caso una verdad elaborada, conforme a la opinión que el retratista quiere que se tenga del retrato o del retratado. Imaginemos a un nuevo Narciso que, en vez de contemplar embobado en una fuente cristalina su propia imagen, procura enturbiar el agua para mejorar el reflejo a sus propios ojos o a la vista de los demás. Imaginemos, además, que esa imagen es de por sí borrosa, o cambiante, o doble. Ese es Sarmiento. Resulta tan difícil captar el reflejo como el original porque ambos resultan impalpables, movedizos, huidizos.

¿Qué personalidad más ambigua, más contradictoria, más paradójica que la suya? Es «porteño en las provincias y provinciano en Buenos Aires», europeo en lo cultural y argentino en la pujanza vital11. Es antiespañol pero prendado de los valores artísticos de España. Es partidario de la democracia y de la «meritocracia», pero siente una evidente inclinación por la «vieja aristocracia colonial» (p. 16)12. Es sencillo y campechano pero reivindica el prestigio social de sus ilustres deudos. Alardea de la pobreza de sus orígenes, pero cuida de no parecerse a la chusma. Censura la injusticia social que le impidió gozar de una beca de estudios, pero alaba la elección de «hijos de familias más elevadas» o «más influyentes» cuando se trata de formar cadetes en Chile o en Estados Unidos. Es anticlerical pero elogia a muchos representantes del clero. Es unitario pero celebra a sus antepasados federales. Es enemigo de la barbarie y de la tradición pero siente en su fuero interno admiración por los gauchos, «aquellos titanes de la guerra» (p. 102), y añora las «¡costumbres patriarcales de aquellos tiempos en que la esclavitud no envilecía las buenas cualidades del fiel negro!» (p. 58).

Claro que, en muchos casos, la contradicción no es más que aparente, porque no son incompatibles los dos términos de la oposición. O es real, pero es que Sarmiento ve las cosas desde una perspectiva constantemente movible y movediza, porque sus conceptos todos se explican teniendo en cuenta el lugar o el momento en que se fraguaron, así como el mayor o menor grado de implicación personal. Pero no nos engañemos. Sarmiento es un hombre complejo, en parte acomplejado, que procuró en todo caso ser un hombre completo. Porque quiso, consciente o inconscientemente, realizarse en dos direcciones. La primera, es la de la verticalidad, de la elevación, de la ascensión. Llama la atención, al respecto, su permanente aspiración hacia lo alto13. De ahí, la constante exigencia de una superioridad moral, intelectual, cultural, social, política, etc., y un desprecio no menos constante hacia los trepadores14, o los sumisos15, o los que mantienen al pueblo en la vulgaridad16. La segunda, es la de la totalidad, de la integralidad, y también, del sincretismo y de la síntesis. De ahí su comprensible admiración por Domingo de Oro, que reunía en una armoniosa simbiosis lo argentino y lo parisiense, lo aristocrático y lo gaucho17. No nos olvidemos tampoco que su pariente representa a sus ojos el modelo del argentino moderno y que, si bien Recuerdos de provincia son una nueva defensa del honor de Sarmiento ultrajado por Godoy, aparecen también como un mensaje que el autor dirige a sus compatriotas en momentos (acaba de publicar Argirópolis) en que está fraguando su destino político. Con él quiere definirse como un conciliador, un mediador, tal vez un árbitro. En todo caso los Recuerdos... son la resultante de una triple identificación, personal, espacial y temporal: la de su autor con los prohombres del árbol genealógico familiar, con la patria y con el momento histórico. La primera equiparación, consciente en el espíritu de Sarmiento y que se realizará inconscientemente en la mente del lector, lo lleva a consagrar la tercera parte del libro a los Oro y al deán Funes, presentados como modelos de hombres rectos, cultos y progresistas. La segunda asocia íntimamente al protagonista, desterrado por la arbitrariedad de los tiranos o exiliado entre los suyos por las asperezas de su propia personalidad, a la nación argentina18. La tercera, enfrentando y relacionando hechos personales y acontecimientos históricos, identifica su destino político con el devenir del país. La crítica ha hecho burla de estas pretensiones en que ha querido ver una muestra de las ambiciones y de la megalomanía de Sarmiento. De hecho, más allá de esta identificación subjetiva existe una asimilación objetiva, no sólo porque su personalidad extraordinariamente rica, densa, compleja representa algo de la variedad y de la globalidad argentinas en un momento dado de su proceso histórico, sino porque al asumir más tarde el poder supremo llegó parcialmente a hacer y a ser la Argentina, porque, en una palabra, llegó por su labor política, educacional, literaria... a imprimirle su marca. De ahí que los Recuerdos de provincia, al evocar a Sarmiento, su familia y su contorno, Buenos Aires y el interior, la Argentina colonial y postcolonial, participan de esta totalidad sarmientina o argentina y aparecen, en última instancia, amén de una autobiografía o un autorretrato19 de cara al pasado, como una obra de anticipación que nos hace intuir en Sarmiento un aspecto profético y visionario y nos hace entrever mucho del futuro estadista y presidente20.





 
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