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Dominguito y Vicki: Narrar la Historia/Decir lo inenarrable

María Rosa Lojo





Entre La vida de Dominguito (1886) y «Carta a Vicki» (1976) median noventa años y asimetrías diversas. La primera que salta a los ojos es la extensión: en el primer caso, un libro entero, cuya edición original incluye también documentos varios1 contra una carta de menos de una página. La segunda se refiere a las circunstancias de la enunciación y a las intenciones que se expresan. El libro publicado es la biografía que Sarmiento escribe por segunda vez, veinte años después de la muerte de Dominguito, con obstinada voluntad reconstructiva (nunca logró encontrar los borradores de su primer intento biográfico2). La carta de Walsh, cuya destinataria acaba de morir, es la traducción arrasadora y directa del impacto: se escribe el mismo día en que se ha producido el conocimiento de la muerte. La biografía de Dominguito tiene un extenso título, a manera de una detallada inscripción fúnebre, donde ya figuran, enunciados/ anunciados, los méritos del difunto, el lugar (y por tanto el motivo) de su deceso, así como el grado militar de padre e hijo: «La vida de Dominguito. In memoriam Del valiente y deplorado capitán Domingo Fidel Sarmiento muerto en Curupaití a los veinte años de edad, Autor de varios escritos, biografías y correspondencias y traductor de París en América, por D. F. Sarmiento, General de División». La carta de Walsh es un desahogo íntimo que no puede ser exhibido. Reemplaza la pública despedida que le es imposible hacer al combatiente clandestino («No podré despedirme, vos sabés por qué»)3. Como frontispicio sólo hay dos palabras: «Querida Vicki». En ambos casos, eso sí, los hijos son llamados por sus diminutivos, que señalan tanto el afecto, como esa condición de hijos.

En Sarmiento el propósito, claramente explicitado, es escribir «la historia de una alma» (dice en «El Capitán»4). No se trata de cualquier alma, sino de un alma ejemplar, modélica porque ha sido cuidadosamente modelada por la educación que su padre le ha impartido5. En su historia el autor reduplica esa paternidad: así lo dice en la carta donde pide a Lucio V. Mansilla su testimonio sobre Dominguito: «empecé una suscinta biografía suya que ya va abultada y que con el amor de padre del héroe y del libro, hallo bastante buena» (p. 78)6. Gracias al libro, Sarmiento vuelve a engendrar un hijo simbólico en la memoria de quien fue su hijo doblemente, al que adoptó y rebautizó con su apellido. Un hijo reconfirmado y elegido, por la Ley y la voluntad, más allá de la biología, que es su obra de arte y su mejor propaganda educativa. ¿Para qué ha sido educado Dominguito? Para convertirse, ya desde muy niño, en hombre (en varón) y en el primero de los hombres, que también será el primero de los futuros héroes enrolados en la guerra (p. 75). Esta educación ha exigido, en ciertos aspectos, «embotar la sensibilidad» para anular el miedo, diferenciando al niño del mundo femenino, asociado a la fragilidad y al temor7. En la segunda y definitiva versión de la «Vida» el episodio de los cohetes, que convierte una «sensitiva» asustadiza en un muchacho audaz, adicto a las violentas detonaciones, aparece a cargo de un aya. Pero en la primera versión de la biografía el protagonista de esta singular «cura» es Sarmiento mismo8. Desde la voz de Dominguito, tal educación viril y su meta, se aceptan como un legado que es también un destino: «Mi suerte está echada. Me ha educado mi padre con su ejemplo y sus lecciones para la vida pública. No tengo una carrera, pero para poder ser hombre de Estado en nuestro país, es preciso haber manejado la espada; y yo soy nervioso, como Enrique II, y necesito endurecerme al frente del enemigo» (p. 76). Un legado y un destino corroborados por el padre, aun en todo lo que tienen de inmolación sacrificial, de sublimado filicidio: «Dios me lo perdone, si hay que pedir perdón de que el hijo muera en un campo de batalla, pro patria porque yo lo vine dirigiendo hacia su temprano fin» (p. 71).

En Walsh no hay narrativa de una historia ni de la Historia, ni afán de mostrar -para los otros- esa historia filial como ejemplar; hay, en muy pocas palabras, una dolorosa profundidad de la memoria que exalta a quien se recuerda. Ella: la recordada, es, al menos explícitamente, la única destinataria. Tampoco el padre es presentado como figura educadora, sino en el mismo nivel de la hija, compartiendo, simétricamente, un recíproco amor y un recíproco miedo, en la aventura de los mismos peligros: «Sí, tuve miedo por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción [...] Me quisiste, te quise». El recuerdo oscila entre la niña atesorada, protegida («te guardo, te acuno...») y la niña que ha crecido en la muerte, transformándose en modelo para su propio padre («te celebro y quizás te envidio, querida mía»).

Así como la heroicidad de la hija no se deriva, en la carta de Walsh, de la labor formativa del padre-artífice, tampoco se vincula esta conducta heroica a una conducta de género, como ocurre en cambio en el texto sarmientino. El heroísmo de Vicki no está sexuado. No se dice que fue valiente como un varón, o que a pesar de ser mujer supo actuar virilmente. Simplemente se afirma el orgullo por «las cosas» (los valores, los ideales) que han sido para ella tan importantes como para entregarles su vida. El orgullo por esa causa, y por esa vida, su decidida comprensión y afirmación, tampoco es una cuestión de género: padre y madre lo comparten por igual.

En el texto sarmientino, en cambio, la madre es un lastre para la incontenible pulsión heroica del hijo9. No hay censura para esta actitud, que es esperable por parte de las madres, de todas las madres. Doña Benita se hace eco de una reacción general, «naturalmente» propia de su género («A la súbita declaración de guerra del Paraguay, respondió un grito general de la nueva juventud, que dejó heladas a las madres», 73).

La acción heroica de Vicki, celebrada íntimamente desde el dolor de padre y madre, no puede recibir -como lo ha recibido Dominguito- el reconocimiento oficial. La causa en la que los Walsh están comprometidos ya no es la causa de la nación argentina. El heroísmo se ha divorciado del Estado. No habrá coronas fúnebres ni discursos en la tumba de la hija. La noticia de su muerte llega al padre con impersonalidad brutal: por radio, a través de un comunicado donde, para colmo, se pronuncia mal su nombre. Quizá por eso el duelo crece, intolerable, en el forzado silencio; excede toda posibilidad narrativa, se concentra en pura metáfora que envuelve, inextricablemente, a padre e hija. El fuego y el torrente se vinculan en ambos textos al recuerdo de los jóvenes muertos, pero en el caso de Sarmiento se plantean equivalencias precisas, nexos lógico-semánticos reconocibles en un andamiaje retórico emparentado con la gran oratoria romana. Se trata de un fuego que llega de la Historia y vuelve a ella, iluminándola con el esplendor de su sacrificio: «Poco tenía que rondar el fuego para prender en esta alma harto excitable, para elevarse como fanal que ilumina la Historia o pira que se consume a sí misma» (p. 73). Por otro lado, el ímpetu de Dominguito, encarrilado según la temprana dirección paterna, se compara a un torrente: «... nada resistía aunque quisieran, a aquel torrente, que encontraba como un canal de molino, para apoderarse de la dirección dada desde la infancia a sus ideas...» (p. 75).

En el texto de Walsh metáfora y símil estallan, dentro del padre, en un símbolo onírico de significados plurales, inasibles, oscuros en su brillo, donde se unen el fuego y el torrente, y el dolor se interioriza en un territorio que no es público, sino privado y secreto: «Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba en alguna profundidad». La retórica asociable con esta imagen no es la de los oradores de la tribuna pública, sino, más bien, la del lenguaje de los profetas, que también eran poetas: el de los vates en el sentido arcaico del término. Da cuenta de algo terrible (de ahí la «pesadilla»), a la vez íntimo y trascendente, fuera de la experiencia ordinaria, que se manifiesta, sin develarse, en la visión nocturna10.

En un último esfuerzo por narrar lo inenarrable, Walsh apela a la voz de otro. La única voz por la cual se hace público (audible) su dolor; la voz que, sin quererlo, subrepticiamente se hace eco de la muerte de Vicki, y por lo tanto, puede ser utilizada para el consuelo: «Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año», dice el pasajero-compañero de un tren, ignorando que Walsh siente lo mismo. Ese lujo, el del público consuelo dado por la solidaridad consciente, compasiva (y admirativa) de los otros, Sarmiento pudo permitírselo. Walsh no.

Desde Sarmiento a Walsh, las circunstancias históricas del dolor y los valores que a él se vinculan, han cambiado. Una hija, no necesariamente un hijo varón, puede ser un héroe épico11. Esa heroína puede constituirse, para padre y madre, en compañera y también en modelo, pero la epopeya de construir una nación (o de destruir al enemigo de la nación propia) ya no es pública: se ha hecho secreta, clandestina. Morir por la patria no significa lo mismo, ni puede proclamarse de igual manera. El duelo inconfesable se agiganta en el único cementerio: el de la memoria. Apela al núcleo sagrado de la poesía, el más intenso y también el más antiguo, para poder decirse.





 
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