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Don Quijote como forma de vida


Juan Bautista Avalle-Arce



Para Constance,
Iay,
Mike,
Mac,
Howard,
Peter,
tan pacientes como inteligentes,
pero, sobre todo, críticos y amigos.





No se puede hallar una obra más profunda y poderosa que el Quijote. Hasta el momento es la grande y última palabra de la mente humana. Es la ironía más amarga que puede expresar el hombre. Y si el mundo se acabase, y en el Más Allá -en algún lugar- alguien preguntase al hombre: «Bien, ¿has comprendido tu vida, y qué has concluido?» Entonces el hombre podría, silenciosamente, entregarle el Don Quijote. «Éstas son mis conclusiones acerca de la vida, y tú, ¿me puedes criticar por ello?» No insisto en que el hombre estuviese completamente correcto, pero...


FEDOR DOSTOIEVSKI, Diario de un escritor (1873-1876)                





ArribaAbajoIntroducción

Dado que el título no es mío, sino que es el pie forzado a que me atiene la Fundación Juan March -benévola institución que me dio el título al decirme nada más que: Tolle et scribe-, creo conveniente explicar cómo he entendido ese título, ya que mi intelección ha dado forma al todo y a cada una de las páginas que constituyen este libro. Antes que nada quizá convenga advertir que estoy bien alertado por la lección de Ortega y Gasset cuando escribió: «Yo no hallo cuál pueda ser la finalidad de la crítica literaria si no consiste en enseñar a leer los libros, adaptando los ojos del lector a la intención del autor.» Ésta, desde luego, no ha sido especial precaución que he tomado para escribir este libro, sino que fue lección que aprendí hace muchos años, con el ejemplo de mi maestro Amado Alonso.

Ahora bien, el lector no debe suponer que he tratado de interpretar todo el Quijote, tarea para la cual me faltarían, por lo menos, espacio y tiempo. He tratado, más bien, de explicar algo del personaje don Quijote de la Mancha. Si algunos aspectos de lo que he dicho son de provecho para acercarse un poco más a la inmortal novela -para enseñarla a leer, en términos de Ortega-, entonces, miel sobre hojuelas.

Aun así, dentro de las limitaciones que un método sano me ha impuesto, es posible que el lector sospeche que en ocasiones he tratado deliberadamente de imitar al inimitable Pierre Ménard, cuya extraordinaria labor ha quedado registrada en los siguientes términos en los anales literarios: «No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil-, sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes» (Jorge Luis Borges, «Pierre Ménard, autor del Quijote», Ficciones, 1956). Aseguro al lector con absoluta seriedad que todo parecido entre mi obra y la de Pierre Ménard es pura coincidencia.

El Quijote, como toda obra de arte, es un símbolo único e insustituible. Lo que esto implica para el crítico en ciernes es que se debe tener muy en cuenta el hecho fundamental de que la suma de todos los significados e interpretaciones es siempre menor que el todo de la obra de arte. Toda la crítica que se escriba sobre el Quijote hasta el Día del Juicio Final no sumará el todo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y con esto quedo curado en salud.

Ha sido siempre evidente que España tuvo, ha tenido y tiene un destino peculiar, que se selló en vida de Cervantes y de su criatura don Quijote de la Mancha. Al hacerse España paladín de la Reforma Católica echó el sello a su peculiaridad histórica que la ha marcado de entonces a ahora. En el fondo de esa característica contemplamos el hecho de que España y los españoles, como don Quijote, han preferido ponerse de espaldas a la realidad actual, para crearse la propia, con un olvido, desatención o desdén supremo por las circunstancias vigentes. Por eso mismo es que Europa nos tuvo que oír cuando gritábamos órdenes a la cabeza de nuestros invencibles tercios. Y hoy en día, cuando nuestros tercios han demostrado que no son más que humanos, Europa nos debe oír otra vez, precisamente porque como don Quijote tenemos «la voz ronquilla, aunque entonada». Es hora de decirlo bien alto: no, señores, España jamás ha desentonado del coro europeo.

Como el propio don Quijote, cuya vida estuvo siempre a la altura de las circunstancias, levantada en vilo por esa locura divina -como la llamaría Platón- que explotó en él. Por eso don Quijote estuvo con los de ayer, está con los de hoy y estará con los de mañana. Por eso, en modesta paráfrasis de Jorge Guillén (Y otros poemas) podemos decir: «¡Inagotable Quijote! No hay summa que te encierre.»

Euskaletxea, Miércoles de Ceniza de 1975.






ArribaAbajoI. Directrices del prólogo de 1605

La etimología nos dice que un prólogo es lo que antecede al discurso. En el caso concreto de un libro un prólogo, pues, es lo que precede al texto. La consecuencia casi perogrullesca sería que un prólogo se escribe antes que el texto que le sigue. Pero el maestro Pero Grullo no siempre está acertado. En este caso, la buena lógica -y la experiencia de todo escritor- nos dice que el prólogo es lo que se suele escribir último. Allí se suelen reunir en haz las conclusiones finales de la obra, apuntar o aludir a su mensaje social o moral o estético, o lo que sea. Sin intentar jugar demasiado del vocablo, podríamos decir que un prólogo es, en puridad de verdad, un epílogo. Para entender bien lo que dice un prólogo, a menudo es necesario volver a leerle después de haber terminado la lectura de la obra.

Ejemplificaré con el prólogo del Lazarillo de Tormes (1554), no sólo para dejar bien claro el sentido de mis palabras y de mis intenciones del momento, sino también porque la novelita anónima es excelente trampolín para lanzarnos a bucear en el prólogo y texto del Quijote. Y esto no sólo por la envidiosa admiración que Ginés de Pasamonte sentía por ella,1 sino porque el propio Cervantes recibió valiosísimas lecciones de técnica novelística de su meditada lectura. Pero dejemos esto último para más adelante y volvamos al prólogo del Lazarillo. En el último párrafo el anónimo autor dice: «Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por entero, parescióme no tomalle por el medio, sino del principio.» Pero ¿qué caso es el que aquí se menciona y cuya revelación constituye, evidentemente, el objetivo final de la obrilla? Sólo cuando terminamos su lectura caemos en la cuenta: el caso consiste en explicar cómo las vergonzosas relaciones de su mujer con el arcipreste de San Salvador llevaron a Lázaro a «la cumbre de toda buena fortuna» (tratado séptimo).

Si aplicamos la lección derivada del prólogo del Lazarillo de Tormes a una nueva lectura del prólogo del Quijote de 1605 es posible que surjan nuevas claves interpretativas. Y vuelvo a mi ostinato de hoy: el prólogo de 1605 sólo adquiere profundidad de sentido ideológico si se relee al terminar la lectura de la primera parte. El prólogo son las conclusiones finales de Cervantes, meditadas después de haber terminado lo que ahora conocemos como primera parte del Quijote, pero que hasta 1614-1615 constituía el Quijote único, sellado con los epitafios de los académicos de la Argamasilla, o sea, con don Quijote muerto, enterrado y llorado.2 Pero antes de seguir adelante quizá convenga dejar anotado el hecho de que después de dichos epitafios siguen unas palabras que nos deparan más que regular sorpresa: «Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a la luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote» (I, LII).

Lo que esto implica es que el ciclo vital de don Quijote, que parecía cerrado y finiquitado, se entreabre hacia un futuro incierto. La forma del Quijote amenazaba cerrarse cuando, voluntariosamente, el artista la vuelve a abrir, literalmente de un plumazo.3 Es éste un estupendo ejemplo de una nueva dinámica novelística, que Cervantes hará triunfar en la novelística europea y que él bien pudo haber estudiado en el Lazarillo de Tormes. Porque recapacitemos que «la cumbre de toda buena fortuna» en que se encuentra Lázaro, y que son sus últimas palabras, implicaban perentoriamente para todo lector del Siglo de Oro la caída inminente y ejemplar de Lázaro. El refrán «Echar un clavo a la rueda de Fortuna» era precisamente la forma verbal de reconocer la volubilidad de tan caprichosa diosa, como reconoce el propio Sebastián de Covarrubias Orozco en su Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611), s. v. clavo. O sea que la forma cerrada del Lazarillo es pura apariencia: el Lazarillo es la primera novela clásica que practica la técnica de la forma abierta, que con el correr de los siglos, refinada por Cervantes y discípulos, remataría en la técnica del suspense de las películas de Hollywood. Y de pasada, ya que no es tema para abordar hoy, piense el lector en la íntima relación que hay entre novela y cine.

Basta de divagar. La consideración del prólogo al Quijote de 1605 como verdadero epílogo amenazó con llevarme muy cerca de los cerros de Úbeda. Desando camino y vuelvo a considerar el prólogo como las últimas conclusiones de Cervantes al haber terminado su novela, momentos antes de colgar su pluma en la espetera. Desde este punto de mira hay varias afirmaciones del prólogo que bien vale la pena reconsiderar. La primera afirmación es un aforismo, casi, y dice así: «No he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante.» Y a esta expresión aforística sigue lo que Ernst Robert Curtius denominó el tópico de la falsa modestia.4 Pero quiero detenerme aquí un momento, porque la cita precedente me propone dos tipos de meditaciones. Por un lado, y ya que «cada cosa engendra su semejante», podemos suponer que éste es el primer error de don Quijote, en la cadena de errores que parece constituir la vida. Porque al comenzar Cervantes a historiar esa vida, el protagonista es un cincuentón, con «sayo de velarte, calzas de velludo [y] pantuflos de lo mesmo», cuya mayor gloria consistía en comer palominos los domingos. Bien es cierto que después de la inaudita ganancia del yelmo, de Mambrino (I, XXI) don Quijote reconocerá que él es «hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos». Pero hay que reconocer también que ésta es bien pobre estofa para querer auparse a ser caballero andante, y autobautizarse para esta nueva forma de vida como don Quijote de la Mancha. Inútil enumerar la larga (y graciosa) forma de castigos que recibe el error inicial de don Quijote, sólo recordaré ahora que los hidalgos de su pueblo, según informa Sancho a su amo, «dicen que no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante» (II, II).

El error inicial de don Quijote lo podemos definir ahora como «contravenir al orden de naturaleza». Un cincuentón, con un trapo atrás y otro adelante, no puede engendrar al caballero andante don Quijote de la Mancha. Si el hidalgo de aldea quiere voluntariamente engendrar algo desemejante por completo a sí mismo, es porque ese hidalgo quiere con todas las fuerzas de su voluntad dar una nueva forma a su vida. ¿Qué hizo que este cincuentón amojamado concibiese la peregrina idea de convertirse en caballero andante, y echarse a los caminos de España a desfacer tuertos? Pues bien evidente se nos hace que fue la desapoderada lectura de los libros de caballería. Allí concibió el hidalgo cincuentón la idea de salir a imitar a Amadís de Gaula. O sea que para dar nueva forma a su vida este hidalgo le imprimirá, con toda su fuerza, un ideal estético. Pero el aforismo decía que «cada cosa engendra a su semejante», y un hidalgo de aldea, cincuentón y «tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carnemomia» (II, I), no puede «engendrar» a un caballero andante. El orden de naturaleza ha sido contravenido. La nueva forma de vida de ese hidalgo de aldea que se autobautizó don Quijote de la Mancha ha sido un error de opción vital. Desde este punto de vista, podemos decir que éste fue el pecado original, el primer error vital, de ese hombre que terminó sus días llamándose a sí mismo, autobautizándose, en cierta medida, nuevamente, como a comienzos de la obra, Alonso Quijano el Bueno.

Pero En esta vida todo es verdad y todo mentira, afirma taxativamente el título de un drama de don Pedro Calderón de la Barca. O sea que hay otro punto de vista; lo anterior se puede otear desde otro adarve. A Ernst Cassirer, el gran conocedor alemán de la filosofía del Renacimiento, le gustaba decir: Das Leben ist eben mehrseitig, la vida es, precisamente, multilateral. Del mismo alfar en que en el siglo XX Cassirer construyó su enfática verdad, en ese mismo alfar modeló Cervantes, más de tres siglos antes, la estupenda construcción de su novela.

Porque «si cada cosa engendra su semejante», la vida ha anulado, efectivamente, todo afán de superación. Estar a la altura de las circunstancias exige dedicación vital plena; superar uno a las circunstancias no es punto menos que heroico. Y llegamos así a la conclusión de apariencia paradójica de que en el mismo terreno en que echa raíces el pecado original de don Quijote -«cada cosa engendra a su semejante»-, en ese mismo terreno echa aun más hondas raíces el quijotismo. Y no olvidemos que el quijotismo es la forma más hispánica del heroísmo. Don Quijote es hijo de sí mismo, es un noble, ¡caso extraordinario!, que no tiene ni familia ni linaje conocidos. Y en su lecho de muerte, a la hora de la verdad, se despoja de sí mismo, renuncia a ese yo adquirido a fuerza de brazos y palos, abandona la forma de vida adoptada, en esta opción diaria que es, cabalmente, el vivir: «Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno» (II, LXXIV). Don Quijote de la Mancha, opción vital improbable, pero impuesta por el deseo -necesidad- de imitar a Amadís de Gaula, es una criatura de arte, y tiene que morir antes que Alonso Quijano, el buen cristiano, pueda enfrentarse con su Hacedor. Por eso he llamado al quijotismo la forma muy hispánica del heroísmo.

Puestos ya en este terreno se vislumbra el hecho de que la oposición de facto expresada en las palabras del prólogo («cada cosa engendra a su semejante») expresa, asimismo, el impulso inicial a lo que, en sustancia, es una pretensión o intento (primero y ejemplar) a superar la circunstancia. Recapacite el lector en lo que había sido la novela, española y europea, hasta la época de Cervantes. Un breve repaso de géneros novelísticos nos aclarará el blanco a que apunto: novela caballeresca, sentimental, pastoril, picaresca. He aquí los géneros más practicados en España hasta la época del Quijote -es curioso observar que en el campo histórico de la novela es Europa la que va a la zaga de España, ya que la mejor picaresca europea (pienso en un Gil Blas de Lesage o en un Tom Jones de Fielding) pertenecen ya al siglo XVIII-. Pues bien, en esos géneros novelísticos el protagonista es como es porque no puede ser de otra manera. Cuando el pícaro se arrepiente, por ejemplo, o sea, cuando deja de ser pícaro, se acaba el relato de su vida (la novela), porque, evidentemente, su vida quedará asestada hacia otros nortes, sus aspiraciones se imantarán por otros campos magnéticos. Recapacitemos acerca de cómo termina el Guzmán de Alfarache (1604), de Mateo Alemán, personaje que en su tiempo llegó a convertirse en el pícaro por antonomasia.5

Pues bien, las malas artes de Guzmán de Alfarache le han llevado a parar a las galeras, y en este momento su vida da un vuelco decisivo con el que acaba la autobiografía: «Cortaron las narices y orejas a muchos moros, para que fuesen conocidos, y, exagerando el capitán mi bondad, inocencia y fidelidad, pidiéndome perdón del mal tratamiento pasado, me mandó desherrar y que como libre anduviese por la galera, en cuanto venía cédula de su Majestad en que absolutamente lo mandase, porque así se lo suplicaban y lo enviaron consultado. Aquí di punto y fin a estas desgracias. Rematé la cuenta con mi mala vida. La que después gasté, todo el restante della verás en la tercera y última parte, si el cielo me la diere antes de la eterna que todos esperamos.» Pero Mateo Alemán no supo, pudo ni quiso escribir la vida de un pícaro que ya no era pícaro.

Lo mismo se puede decir de la novela sentimental. En la Cárcel de amor (1492), de Diego de San Pedro, el mejor ejemplo del género, el protagonista Leriano se suicida: «Leriano se dexava morir», dice el texto. O sea que en la vida de Leriano no hay el menor intento de superar la circunstancia. Leriano vive y muere como enamorado. En Amadís de Gaula (1508), lectura favorita de reyes y emperadores, de Francisco I y de Carlos V, el protagonista epónimo llega al final de la obra con la misma integridad caballeresca que ha demostrado a lo largo de los cuatro libros que la forman. Y si en la Diana (¿1559?) de Jorge de Montemayor, modelo indiscutido del género pastoril en España y en Europa, en los siglos XVI y XVII, hay cambio en la condición amorosa de los pastores es por medios sobrenaturales, el agua encantada de la sabia Felicia.6 Pero la observación verdaderamente válida para el tema que traigo entre manos es que el cambio ocurre en la condición amorosa, no en la condición pastoril. Diana, Sireno y Selvagio seguirán siendo pastores per saecula saeculorum.

O sea que la España de Cervantes conoce algunos grandes géneros novelísticos, que se irradiarán por todas las grandes literaturas de la Europa occidental con la característica de su impronta española. La característica definitoria de esos géneros, dentro y fuera de España, es la imposibilidad cabal y radical de que el personaje supere su circunstancia. En otras palabras, que el personaje, al final de su ficticia biografía o autobiografía, sea de manera vital distinta a la que ya estaba apuntando al comienzo. Desde The Arcadia (1590), de sir Philip Sidney, a L’Astrée (1607-1627), de Honoré d’Urfé, hasta Der abenteuerliche Simplicissimus (1669), de Hans Josef Christoffel von Grimmelshausen, la característica definitoria y numerador común es la imposibilidad total de que los personajes se alteren, que se conviertan en otros distintos a lo que eran.

A esta inflexibilidad vital en sus personajes estaba abocada la novela española y europea en el momento en que Cervantes puso la pluma al papel para comenzar a escribir la vida de un individuo que se inventó el nombre de don Quijote de la Mancha. Pero el vuelco que esta vida hizo dar a la novelística europea y universal fue de consecuencias poco menos que incalculables. Porque, y vuelvo a mi tema estricto, la vida de don Quijote nos demuestra palmariamente que no es verdad que «cada cosa engendra a su semejante». La distancia que va de Alonso Quijana, o cualquiera de los nombres que pudo tener el protagonista al comienzo de su libro, a don Quijote de la Mancha, a Alonso Quijano el Bueno -sin meternos en etapas intermedias, como Caballero de la Triste Figura, o de los Leones, o pastor Quijotiz-, esa distancia es astronómica y cubre un ciclo vital con cuya ejemplaridad se ha formado la novela moderna. Porque si observamos esta evolución onomástica (reflejo de una paralela evolución vital) con la perspectiva del Prólogo de 1605 («cada cosa engendra a su semejante»), vemos que en estas mismas palabras se da el impulso inicial a lo que es, en sustancia, una pretensión -la primera y ejemplar, por cierto, y como ya dije- a superar la circunstancia.

De haberla conocido, don Quijote hubiese dado un rotundo mentís a la bien conocida fórmula de Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia.» Don Quijote hubiese dicho en vez: «Yo soy yo por encima de mi circunstancia.» Conste que esto no nos acerca, sin embargo, ni un ápice al permanente sistema filosófico orteguiano de la razón vital, ya que en éste se vive y se filosofa desde la circunstancia, mientras que don Quijote vive por encima de las suyas. La gloria del vejestorio hidalgo de aldea al colocarse por encima de su circunstancia se convierte, sin embargo, en el fracaso final de don Quijote, cuando se tiene que reintegrar físicamente a su circunstancia, cuando vuelve a su aldea para morir. Recientemente ha escrito Francisco Ayala: «Siempre que se detiene uno a meditar sobre el destino de España -y esta meditación es para uno angustia vital o, si se prefiere, obstinada manía-; siempre que el español se hace cuestión de su ser histórico y se pregunta la causa última de esa extraña combinación de fracaso y de gloria, o mejor: de gloria en el fracaso, que es -más allá de toda casualidad- el fruto fatal de todos sus pasos, vuelve a acudirle a las mientes de nuevo, una y otra vez, símbolo de la raza, fórmula y cifra del carácter de su pueblo, la creación literaria del Quijote7

Galanamente dicho está. Al escribir sobre don Quijote como forma de vida, tengo la aguda, placentera y dolorosa conciencia de que trazo un contorno de la forma de vida del homo hispanus. A la gloria en el fracaso -para repetir la feliz expresión de Francisco Ayala- tienden siempre sus más nobles aspiraciones, como si un fatal magnetismo atrajese al parigual el destino de don Quijote y el del homo hispanus. Pero debo evitar cuidadosamente en la ocasión la «obstinada manía» de plantearme a «España como problema» -para apropiarme otra feliz expresión, esta vez de Pedro Laín Entralgo.

En el caso concreto de don Quijote las circunstancias, que su voluntad cree haber traspuesto, no se dejan sacudir de encima, como tantos otros piojos, y agobian al hidalgo. Su voluntad, aliada a su imaginación, que a su vez está nutrida por sus lecturas, ha creado expresiones ideales de la suprarrealidad que con un sistema digno de Descartes ha creado la locura del héroe. Esa suprarrealidad está poblada de gigantes, de alcaides de castillos, de yelmos de Mambrino, de Pandafilandos de la Fosca Vista. Pero el vector de la rabiosa realidad se interpone, y don Quijote ve, con creciente desilusión, que los hermosos ideales de su suprarrealidad se desploman al nivel de molinos de viento, venteros ladinos, barberos rencorosos y, peor aún, unos despachurrados cueros de vino.

La intención de superar las circunstancias es heroísmo puro, y en nuestro caso hasta podríamos añadir, y lo quiero reafirmar, que es la versión española del heroísmo. La superación de las circunstancias queda demostrado, con obsesionante insistencia, que es imposible, pero la voluntad de don Quijote se niega en redondo a aceptar tal imposibilidad. En el vocabulario del héroe manchego no existe tal palabreja. Pero entonces, ¿cómo reconstruir el quebrantado edificio de su suprarrealidad, trazado con riguroso sistema por su locura? Aquí entra la necesidad ontológica de los encantadores. Si a un lado del radio vector está la realidad, mezquina y maloliente, al otro lado están los encantadores, que ennoblecen y aromatizan.

Los encantadores de los libros de caballerías no eran más que comodines, meros recursos narrativos. Así, por ejemplo, muchas de las aventuras de Amadís de Gaula nunca hubiesen existido, a desmedro de su plenitud inmarcesible como caballero andante... y del volumen total de la obra. Pero la intervención mefistofélica de Arcaláus, compensada por la actitud de hada madrina de Urganda la Desconocida, las posibilitan. Pero en la vida de don Quijote los encantadores son una necesidad ontológica, aunque, invariablemente, su intervención en la vida del héroe es adversa al logro de las metas ambicionadas por su voluntad. A partir de la intervención de ese pícaro sabio Frestón que le robó toda su tan preciada librería, o sea, el disparador de su imaginación.8

La intervención del sabio Frestón explica lo inexplicable para don Quijote, dado que hasta los datos de la realidad empírica le engañan, ya que no han quedado ni rastros del aposento donde atesoraba sus libros. Como dice el hidalgo manchego en la ocasión: «Ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza» (I, VII). De este punto en adelante los encantadores se convierten en la garrocha cuyo uso será imprescindible para que el acosado don Quijote pueda superar, pueda ponerse por encima, saltarse a la torera a sus circunstancias. Y son esas circunstancias, precisamente, las que amenazan poner tragicómico fin a su forma de vida, al ideal estético que quiere imprimir a su vida el hidalgo de aldea para así redimirla.

Porque es evidente que don Quijote aspira al perfeccionamiento de su vida, ni más ni menos, a tal punto que ésta pueda servir para el perfeccionamiento humano general. El fin a que aspira don Quijote presupone un medio, lo que raya en perogrullada, ya que todo fin lleva al medio como parte constitutiva. De momento quiero considerar el medio de don Quijote desde la atalaya del humanismo cristiano de las armas. El humanismo neopagano del siglo XV, lo que originariamente se llamó humanismo a secas, andaba ya muy de capa caída para los años de Cervantes. Para entender un poco mejor el humanismo de la época cervantina hay que adjetivarlo, de ahí humanismo cristiano. Y el uso de las armas era desde la Edad Media la mejor garantía de mejoramiento o perfeccionamiento social del hombre. Es archisabido que el ejercicio de las armas está en la raíz de la creación de la nobleza de viejo cuño. Y si hago esta salvedad («nobleza de viejo cuño»), es porque también es archisabido el hecho de que la nobleza creada desde el siglo XVIII para aquí no pasa de ser, en sus mejores expresiones, una nobleza de salón. Don Quijote practica, pues, el humanismo cristiano de las armas, y éste es un medio con el que cuenta perfeccionar su vida, elevarla al plano del ideal.9

Dadas las circunstancias históricas en que le toca vivir a don Quijote (o a su autor, para no parecerme del todo a Unamuno), es evidente que aspira a la forma más alta de vida. El Concilio de Trento, que se había clausurado en 1563, había dado formidable, e imprescindible, impulso a la Reforma Católica -y conviene no olvidar que Felipe II, por Real Cédula firmada en Madrid el 30 de julio de 1564, convirtió a los edictos del Concilio en leyes del reino-. En 1540 Paulo III había aprobado los estatutos de la Compañía de Jesús, nombre con el que Ignacio de Loyola quería indicar su carácter de milicia de combate al servicio de Dios. Y el creciente apogeo de la Compañía de Jesús populariza el concepto de milicia cristiana. Y la forma laica de la milicia cristiana es lo que he llamado más arriba humanismo cristiano de las armas. Por este medio don Quijote quiere llegar a la forma más alta de vida concebible en su época. No de otra manera comprendió Dostoievski la vida de uno de sus más enigmáticos personajes, el príncipe Myshkin, protagonista de El idiota. Y si hago la comparación no es por vano alarde de erudición, sino porque sinceramente creo que la comparación nos ayudará a precisar conceptos.10 Partiré del hecho que el propio Dostoievski escribió acerca de su protagonista: «He querido representar en mi “idiota” a un hombre positivamente bueno.» Y al final de su ciclo vital, es el propio don Quijote quien exclama: «Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno» (II, LXXIV).

Las dos citas anteriores no van a probar lo ya bien sabido, o sea, que Cervantes influyó decididamente sobre Dostoievski.11 A lo que atienden es al hecho de que desde esta orilla el príncipe Myshkin es el idiota: el materialismo del siglo XIX no lo podía entender de otra manera. Pero con la perspectiva de la otra orilla (como le gustaba decir a Valle-Inclán) el príncipe Myshkin constituye el símbolo de la sabiduría cristiana, en su esencia o forma más pura. ¿No es algo muy semejante lo que la crítica ha venido barajando desde hace años acerca del sentido íntimo del carácter de don Quijote? Al menos, a eso es a lo que apunto yo ahora.

Porque el caso es que Dostovievski escribe en su novela: «La piedad es la cosa que más obliga, quizás la única ley de la existencia humana.» Y en esta fórmula extraordinaria se destila el sentido íntegro de la novela. Ahora bien, don Quijote sale a desfacer tuertos, y ésta es la razón de su vida. Pero me pregunto yo: ¿no es el desfacer tuertos la forma activa, agónica, de la piedad? Si la respuesta es afirmativa (y no veo cómo puede ser de otra manera), entonces don Quijote ha asestado su vida a la práctica de «la única ley de la existencia humana», según la definición de Dostoievski. Pero esto lo escribió Dostoievski en la Rusia del siglo XIX. En la España de Cervantes la piedad agónica se lograba por el humanismo cristiano de las armas. El humanismo cristiano se inspiraba en la virtud de la piedad, mientras que la práctica de ésta, en el caso concreto de don Quijote, se llevaba a cabo por las armas.

En su vida, y con la punta de su lanza, don Quijote ha tratado de alcanzar el summum bonum de su época, y si uno es cristiano tiene que reconocer que de cualquier otra época también. Y en este momento conviene recordar nuevamente que el Quijote de 1605 se cierra con la muerte del protagonista, por más problemática que ésta resulte. En consecuencia, la vida de don Quijote, y no me quiero salir, de momento, del marco impuesto por la primera parte, es de absoluta ejemplaridad cristiana. Desde este punto de vista brilla con nuevos destellos una admonición al lector que se lee en el prólogo de 1605, que ha sido el arranque de todos estos comentarios. Allí se lee: «Puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere.» Si la vida de don Quijote ha sido una lucha diaria por el summum bonum cristiano, aunque la lucha diaria implique el revés cotidiano, entonces, con desdén olímpico, indiferente e impasible, Cervantes puede ciscarse en los críticos más envidiosos y zumbones.

Lo innegable, sin embargo, es que los combates de don Quijote producen en el lector gran regocijo, a menudo compartido por los espectadores. Bien cierto es, como ya observó D. H. Lawrence, que en generaciones anteriores la crueldad física, en particular con los locos, producía grandes risotadas. Pero si don Quijote lucha por el summum bonum, ¿cómo nos podemos reír de él? Nadie se ríe de los combates de Christian, el personaje que en buscada alegoría protagoniza la obra de John Bunyan que lleva este largo título: The Pilgrim’s Progress from this World to that which is to come: delivered under the Similitude of a Dream wherein is discovered the Manner of his setting out, his Dangerous Journeys, and Sale Arrival at the Desired Country (1678-1684).12

Si los combates de don Quijote son altamente risibles, mientras que los de Christian son objeto de solemne veneración, se debe, creo yo, al diferente punto de partida de los respectivos protagonistas. Christian parte de la Ciudad de la Perdición exhortado por el Evangelista: este tipo de alegoría no puede causarle risa a nadie. En cambio, don Quijote parte de un error, que en forma sustancial viene a constituir la base de la comicidad del libro. El error de don Quijote radica en el hecho de que para llegar a alcanzar la altísima forma de vida que implica la piedad agónica sustentada por el humanismo cristiano de las armas, el protagonista parte de un anacrónico ideal estético. A muy poco de terminar el prólogo de 1605, y bastante antes de comenzar el texto en sí de la novela, ya se encarga el autor de decirnos que don Quijote imita a Amadís de Gaula. El segundo de los poemas dedicados «Al libro de don Quijote de la Mancha» es un soneto de «Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha», que comienza así:


    Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida.



Imitar la vida de Amadís de Gaula implica resucitar o, en nuestro caso, intentar resucitar la caballería andante. En la coyuntura histórica del Quijote de 1605 este hecho en sí ya tiene que haber provocado risa y rechifla. La caballería andante es indisociable del tema del poderío bélico de la nobleza, y el exponente máximo de la nobleza ha sido siempre y en todas partes el monarca. Por eso, para calibrar con mejor tino la irredimible cualidad de la caballería andante en la España de don Quijote, el lector debe tener presentes estos hechos: el último rey español que dirigió sus tropas en combate fue Carlos V, muerto en 1558; su hijo, Felipe II, fue el gran rey burócrata, y el hijo de éste, Felipe III, fue el rey cazador, y ni siquiera gran cazador y nuevo Nemrod. Reinaba cuando se publicó el Quijote. Además, la verdadera caballería andante tuvo su apogeo en España, que coincide casi con su ocaso, en el siglo XV.13 Tratar de resucitar a comienzos del siglo XVII una institución periclitada casi dos siglos antes constituye gravísimo anacronismo. Ahora bien, el anacronismo, entonces y ahora, lleva a un conflicto cultural y a un inevitable choque con la realidad. Esto es lo que ocurre a diario en la vida de don Quijote, en cada aventura que emprende. Ese choque cotidiano con la realidad tiene dos resultados concretos. El primero concierne al lector, para quien la reacción es cómica. Esto lo explicó muy bien Henri Bergson en su libro ya citado sobre Le Rire. Bergson nos enseñó que la risa es una suerte de gesto social. Por medio de ese gesto la sociedad llama al orden a los que se apartan de la senda constructiva de la actividad sancionada por esa sociedad. La España de 1605 ya no sancionaba más a la caballería andante, y en consecuencia don Quijote no podía por menos que causar la risa universal de los lectores. Y la ha seguido causando.

Para el protagonista, sin embargo, para don Quijote de la Mancha, el choque entre anacronismo y realidad provoca la reacción heroica. Si las circunstancias de la España de 1605 impiden el renacimiento de un ideal de vida del siglo XV, entonces hay que superar esas circunstancias. Y cuando la realidad de 1605 provoca la derrota de este anacrónico don Quijote, esto sólo le lleva a una muy voluntariosa y renovada intención de auparse sobre sus circunstancias: more hispanico, bien podemos decir. Ésta es la verdadera gloria en el fracaso, el destino de España, como dijo Francisco Ayala. Pero superar la circunstancia no se puede dar en el plano físico, ya que la lleva uno consigo (recordemos, circum-stantia: lo que está alrededor de uno). La superación sólo se puede dar en el plano intelectual, o espiritual, si me aprietan mucho. De allí lo que llamé la necesidad ontológica de crear los encantadores, de sacarlos de los libros para que pueblen efectiva y activamente el mundo de don Quijote. Sólo la conciencia de que existen encantadores puede explicar el hecho insólito de que cuando don Quijote, en apoyo del ejército del emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, ataca el ejército del soberbio Alifanfarón de la Trapobana se encuentra despachurrando un rebaño de ovejas, actividad de la que le hacen desistir las peladillas de arroyo con que a hondazos le derriban los pastores de Rocinante (I, XVIII). Sancho acude a la asistencia de su malferido amo y le dice: «¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?» A lo que contesta el maltrecho caballero: «Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.»

La prosaica, soez realidad ha estado a punto de dar al traste con ese mundo ideal creado con perfecto método intelectual por don Quijote. Pero la circunstancia real queda reincorporada al mundo ideal, o superada, más bien, por la existencia de malos encantadores, de allí la necesidad ontológica de crearlos donde no los había antes. Los rebaños son un fracaso, pero la conciencia de que existen encantadores le hace hallar gloria en el fracaso. Y si volvemos brevemente al paralelo con el destino histórico de España, hallaremos que ahí también hay encantadores -todos adversos, se entiende, como en el caso de don Quijote-, sólo que ahora se llaman «los de izquierda», «los de derecha».

Pero me he adelantado mucho en la exposición, y debo volver al prólogo-epílogo de 1605. Allí, después de la problemática afirmación de que «cada cosa engendra su semejante», sigue otra aun más peliaguda. Comienza con una pregunta retórica, que rezuma con el antiquísimo tópico de modestia (de falsa modestia, desde luego), que tan bien estudió Ernst Robert Curtius en su ámbito medieval europeo (vide supra, nota 4): «¿Qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío...?» A lo que contesta el mismo autor: «Sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo...» Lo semejante engendra lo semejante, otra cosa sería contravenir el orden de naturaleza, nos viene a decir el autor. Supongamos por un momento que el cojo Vulcano tiene un hijo: por ley natural tendrá que salir tan basto y feo como el padre. Esto dicho, vuelvo al prólogo, porque un poco más abajo escribió el autor unas palabras que todavía traen a los cervantistas al retortero: «Aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote.» Por el momento no me quiero meter en el problema de la multiplicidad de autores que tiene el Quijote, que implica una variedad de perspectivas o distancias entre libro y lector: los archivos manchegos, un par de autores anónimos, al parecer, el morisco toledano, Cide Hamete Benengeli, etc. Quiero volver, más bien, a mi hipotético hijo de Vulcano. El mitológico y cojo herrero resulta que no es el padre de la criatura, sino el padrastro; resulta que el verdadero padre es Apolo, el dios de la belleza y de la hombría. Entonces el hijo será un guapísimo mozo, ya que otra cosa sería «contravenir el orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante».

¿Y cómo incide todo esto sobre la forma de vida de don Quijote? Si el semianónimo hidalgo lugareño se hubiese quedado en ese plan de vida, la hubiese vivido como un cincuentón cascarrabias e idiosincrático, como tantos vecinos de hoy que cualquiera de nosotros podría nombrar. «Cada cosa engendra su semejante»: cada hombre engendra su vida, que no al revés, y luego tiene que vivirla, tema al que volveré más tarde. Pero el hidalgo lugareño decide abandonar su aldea, previa una metamorfosis extraordinaria de la que él emerge, nuevo pero católico Doctor Fausto, como don Quijote de la Mancha, una aldeana de la comarca como Dulcinea del Toboso, y su penco como Rocinante. El avellanado cincuentón se ha convertido en un caballero andante, flor y nata de los andantes ya que él practicará el humanismo cristiano de las armas. Así como «el estéril y mal cultivado ingenio» de Cervantes engendró la maravilla literaria del Quijote, de la misma manera el cincuentón hidalgo de aldea, que cifraba su ideal de vida en comer palominos los domingos, engendra a don Quijote de la Mancha, de heroica ejemplaridad ética.

De haberse quedado en su aldea, la vida del malhumorado cincuentón, tan prosaica y ordinaria, es dudoso que hubiese llegado a adquirir la categoría histórica de narrable. Recordemos que las cosas, los hombres, sus vidas, deben llegar a cierto nivel para ser dignos de historia, porque «hay cosas de las que mejor no hablar».14 Pero ocurre algo maravilloso: este maniático cincuentón, «seco de carnes... y amigo de la caza», decide superar todo esto, auparse a estas circunstancias, y de su libérrima voluntad, dado que se trata de un acto de autobautismo, sale al mundo como don Quijote de la Mancha. Claro está que ha intervenido la locura, y tiempo habrá de volver a esto.

El hidalgo lugareño, en vez de engendrar la aburguesada vida que nos aboceta, con pocas pinceladas, el primer párrafo, ha engendrado a don Quijote de la Mancha, quien a su vez engendrará su vida. Y esta última vida está tan llena de maravillas que sí es eminentemente narrable, digna materia de la historia. Y esto ab initio, desde el momento en que el hidalgo vejete decide autobautizarse don Quijote de la Mancha. Con este autobautismo empieza a hacerse a pulso la vida de don Quijote, lo que implica que el cincuentón lugareño ha decidido, en un limpio acto de voluntad, superar sus circunstancias. Y esta limpia decisión se mantendrá a diario, pese a «infinitos palos», en un heroico y denodado afán que sólo se depondrá en el lecho de muerte, en nuevo y ejemplar acto de libérrima voluntad.

No olvidemos, sin embargo, que el prólogo de 1605 está escrito después de la muerte de don Quijote. Como decía yo antes: todo prólogo es, en sentido estricto, un epílogo. Y el hecho de que don Quijote muere al final de su historia de 1605 queda aseverado por los seis epitafios que escribieron «los académicos de la Argamasilla, en vida y muerte del valeroso don Quijote de la Mancha». O sea que Cervantes escribe la vida de don Quijote después de la muerte de éste.15 Por ello quiero volver a citar las palabras del prólogo de 1605: «Puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere.» Volvemos a desembocar en la misma afirmación anterior, aunque ahora la podemos matizar un poco: Cervantes ha adquirido tal conciencia de la ejemplaridad vital de su protagonista que la crítica nunca podrá alcanzarle.

A la problemática afirmación ya citada de «aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote», le siguen en el mismo prólogo cuatro alusiones más al protagonista por nombre, que pienso recoger de inmediato porque en ellas, y con muy sutil arte, se comienza a dibujar el contorno de lo que constituirá su forma de vida, y a revelar las razones por que ésta es materia historiable. Insisto en que hay aquí una ejemplar lección de arte narrativo, porque si bien Cervantes escribió esto último cuando había quedado bien sentada la forma de vida de don Quijote y las razones por las cuales merecía ser objeto de historia, estas palabras del prólogo son las primeras que lee el lector ordinario. Como se verá en seguida, estas alusiones, cuando las reunimos en haz, constituyen una sutil pero eficaz etopeya, eficaz en cuanto despierta intencionalmente vivo interés por averiguar las razones para tales denominativos. Y aquí están las cuatro alusiones.

Primera: «Entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa, y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.» La aparición del amigo provoca el diálogo, el diálogo se transcribe en el prólogo y constituye su materia, y queda resuelto el problema de qué poner y cómo escribir un prólogo, con técnica no vista hasta el momento. Pero no voy a eso; quiero destacar, en vez [de] los términos hazañas, noble caballero, que recogeré más adelante.

Segunda: «En fin, señor y amigo mío -proseguí-, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos de la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan.» Destaco: archivos de la Mancha.

Tercera: «Estadme atento y veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.» Destaco: luz y espejo de toda la caballería andante.

Cuarta: «Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones, que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquello contornos.»16 Destaco: el más casto enamorado y el más valiente caballero.

Si engavillamos ahora los distintos apelativos que he ido destacando, tenemos algo como lo siguiente: las hazañas de don Quijote de la Mancha, noble caballero, fueron de tal calibre que merecieron ser registradas en los archivos locales y le llevaron a constituirse en luz y espejo de la caballería andante por ser el más casto enamorado y el más valiente caballero. Queda así bien patente por qué la vida de don Quijote tiene valor historiable.

En una de las muchísimas lecciones que nos dio don Américo Castro, no todas inobjetables por desgracia, aprendemos que el pasado histórico tiene dos dimensiones: ser y valer. Todos somos, pero pocos valemos. Los aborígenes australianos no son historiables, o sea, objetos dignos de historia en el sentido normal de la palabra. Pero no cabe la menor duda de que tienen ser, lo que no tienen es valer. Para llegar a valer se necesita el acicate e imperativo de lo que don Américo llamó «la codicia estimativa de un grupo humano».17

Y ahora traslademos estas observaciones al terreno que nos hemos acotado. Si don Quijote se hubiese reducido a ser, como la inmensa mayoría de los mortales, su vida no habría sido materia digna de historia, como no lo es la de tantos Juan Lanas que pueblan el planeta. Pero don Quijote sintió el espolonazo de esa «codicia estimativa»; él codició imitar a Amadís de Gaula, él quiso salir a «desfacer tuertos». La conjunción de un ideal estético y la práctica activa de la piedad en la forma del humanismo cristiano de las armas produjo la extraordinaria metamorfosis de un cincuentón y semianónimo hidalgo de aldea en don Quijote de la Mancha. El arrinconado hidalgo por cincuenta años sólo aspiró a comer palominos los domingos, lo que en nuestra terminología de hoy equivale a decir que sólo tuvo ser. Pero un buen día aspiró a valer, y para ello tuvo que voluntariosa e inevitablemente imprimir un nuevo sesgo a su vida, que comenzó, en forma muy significativa, por un acto de autobautismo.18 Sólo entonces la vida amorfa y anónima del protagonista se elevó al criterio supremo de todo pasado historiable. Como tienen que reconocer las personas que le rodean, algunas con intenciones harto egoístas: hasta como objeto de risa don Quijote tiene valer. Esta lección de profundo significado humano está ínsita en las cuatro alusiones del prólogo que vengo de copiar.

Me parece que la mejor forma de recapitular todo lo precedente es una muy larga cita de Ortega y Gasset. La longitud de la cita tiene la doble ventaja de eximir momentáneamente al lector de mi torturada prosa y la de agregar claridad a lo que llevo dicho. Así escribió Ortega en 1941:

El hombre no sólo tiene que hacerse a sí mismo, sino que lo más grave que tiene que hacer es determinar lo que va a ser. Es causa sui en segunda potencia. Por una coincidencia que no es casual, la doctrina del ser viviente sólo encuentra en la tradición como conceptos aproximadamente utilizables los que intentó pensar la doctrina del ser divino. Si el lector ha resuelto ahora seguir leyéndome en el próximo instante será, en última instancia, porque hacer eso es lo que mejor concuerda con el programa general que para su vida ha adoptado, por tanto, con el hombre determinado que ha resuelto ser. Este programa vital es el yo de cada hombre, el cual ha elegido entre diversas posibilidades de ser que en cada instante se abren ante él.19



Ni una sola de las palabras anteriores puede dejarse de aplicar a don Quijote de la Mancha en su trayectoria de anónimo hidalgo de aldea a Alonso Quijano el Bueno. Pero la demostración de ello rebasa ya los límites de este capítulo, en el cual sólo quise hacer ver algunas de las implicaciones del prólogo de 1605 para la forma de vida que adopta el protagonista. La muerte del personaje de 1605 queda aseverada solemnemente por seis académicos de Argamasilla de Alba. Sin embargo, y con estricto rigor histórico, que en el contexto del Quijote quiere decir alegre desenfado, el autor escribe de inmediato: «Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote» (I, LII). Y junto con don Quijote, todos quedamos lanzados a nueva aventura.




ArribaAbajo II. Directrices del prólogo de 1615

Pero se impone un nuevo compás de espera, y nuestra aventura debe esperar un poco más. Con orden y método evitaremos peligros innecesarios y llevaremos segura brújula para sortear los Escilas y Caribdis que surgen atemorizadores ante toda labor de crítica literaria, y más si tiene que ver con el Quijote, el único libro universal que ha producido España, nación de exacerbado individualismo histórico.

Porque creo yo que para estas alturas de la vida podemos bucear en el piélago sin fondo que es el Quijote con un poco más de confianza que la que hizo pública Ortega y Gasset en su primer libro de ensayos. En las Meditaciones del Quijote (1914) escribía Ortega: «No existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido universal de la vida sea tan grande, y, sin embargo, no existe libro alguno en que hallemos menos anticipaciones, menos indicios para su propia interpretación.»20

Si el prólogo de 1605 nos propuso algunas directrices, me parece a mí, sin pretender engallarme ni levantar demasiado la voz, que algo parecido ocurrirá con el prólogo de 1615, asimismo escrito a posteriori, cuando la obra estaba conclusa y el ciclo vital de don Quijote cerrado para siempre. Pero las circunstancias de la vida de Cervantes -de la que no se puede hacer caso omiso, diga lo que quiera la escuela que los anglosajones llamaron New Criticism-, los diez años que van de prólogo a prólogo, esas circunstancias eran muy distintas, y conviene darles un breve y apretado examen. Así podremos apreciar un poco mejor el distinto tono que resuena en cada prólogo.

Cuando Cervantes escribió el prólogo de 1605 llevaba veinte años de silencio oficial. Su única obra anterior publicada, y dejo de lado unos versos de ocasión, había sido la Galatea, que en 1585 había impreso Juan Gracián en Alcalá de Henares. En vida del autor no se reimprimió en España, medida de su escaso éxito en nuestra patria, aunque sí en Lisboa (1590) y en París (1611).21 Las actividades a que se dedicó Cervantes en esos veinte años no me interesan en la ocasión. Fueron variadas y asestadas a un solo fin: mantenerse a flote en la marejada que amenazaba a diario con ahogarle. Lo que sí me interesa destacar es que en los veinte años de ensimismado silencio (en sí mismo) Cervantes tiene que haber tramado diversas soluciones al problema de la novela. La Galatea no le había resultado solución satisfactoria: «Propone algo y no concluye nada», escribirá él mismo de ella (Quijote, I, VI), aunque sí hay que reconocer que representa novedades en el género pastoril que ya estudié en otra oportunidad y que su rastro se puede seguir hasta el Persiles. Para 1605 Cervantes había dado con una nueva, única y genial solución, a la que dio forma en la primera parte del Quijote. Es bien conocido el éxito de su solución: seis ediciones en ese mismo año de 1605. Pero asimismo es bien sabido que el éxito fue de público lector, no constituyó un éxito financiero para Cervantes mismo. «La mansa pobreza, / dádiva santa desagradecida», que escribió Juan de Mena (Laberinto, 227 ab) con ecos del Sermón de la Montaña, y que maliciosamente recordó Cide Hamete Benengeli (Quijote, II, XLIX), esa pobreza nunca mostró mansedumbre a Cervantes, sino, más bien, enconado rigor. En consecuencia, el novelista tenía que multiplicar sus labores literarias, única forma de vida posible que le había dejado abierta la España de Felipe II y de su hijo y sucesor. En el prólogo a mi edición del Persiles (Madrid, Castalia, 1969) creo haber demostrado que la composición del Quijote de 1605 fue, en gran medida, simultánea con la redacción del Persiles, al menos de los dos primeros libros de esta novela que saldría póstuma.

Este último hecho y los diez años que separan las dos partes del Quijote hacen evidente que después de 1605 Cervantes abandonó el Quijote, quizá porque él mismo consideraba que su protagonista quedaba muerto, por más incierta e insegura que sea la noticia según nos la transmite el autor. En el mismo prólogo mío a que me referí hace un momento, creo demostrar que la redacción del Persiles (por lo menos de los dos últimos libros) sólo se reemprende pasado 1610. Tenemos la evidencia bibliográfica de que Cervantes puso mano a otras obras. Las Novelas ejemplares salen en 1613, aunque algunas son, con seguridad, anteriores al Quijote de 1605, como Rinconete y Cortadillo, allí mismo mencionada (Quijote, I, XLVII).22 El lector recordará que el Viaje del Parnaso sale en 1614. No quiero quitarles méritos a estas obras en absoluto, en particular a las Novelas ejemplares, pero no me deja de sorprender el hecho de que Cervantes no quiera publicar la segunda parte de su obra máxima y mejor éxito de librería hasta diez años después de haber salido la primera.

Claro está que las otras obras publicadas y las circunstancias personales determinan en gran medida lo que podemos llamar «el silencio quijotesco», o sea, los diez años que separan ambas partes. Hacia 1610 acaricia Cervantes el sueño de volver a Italia en el séquito del séptimo conde de Lemos, nombrado en ese año virrey de Nápoles. Sueño fracasado para el autor, pero de maravillosos resultados para nosotros, pues si se hubiese cumplido seguramente no tendríamos la segunda parte del Quijote. Además, en 1614, cuando ya estaba bien adelantada, por fin, la redacción de esta segunda parte, apareció en Tarragona un segundo Don Quijote de la Mancha espúreo, firmado por el impenetrable seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda. Esta obra, de la que Cervantes hablará largamente en el prólogo de 1615, es casi seguro que le llegó a las manos en el momento que redactaba el capítulo LIX, primera ocasión en que se la menciona.

No cabe duda de que el Cervantes de 1605 era persona -en el sentido latino de «personaje», como sus propias creaciones literarias, y en nuestro sentido actual de «ser humano»- muy distinta del Cervantes de 1615. El nivel económico de su vida no había cambiado mayormente, aunque a partir de 1605 en Valladolid (asesinato del navarro don Gaspar de Ezpeleta) no habría ya más vergonzosas y vejatorias cárceles y prisiones. Pero en 1605, cuando Cervantes lanza a la diáfana luz madrileña su extraordinario invento literario, sus credenciales en el gremio no montaban a mucho: la Galatea de 1585, algunos versos de ocasión, entre ellos romances no siempre identificables, y un número incierto de comedias, de las cuales algunas publicó el mismo en 1615 (Ocho comedias y ocho entremeses). No en balde Lope de Vega podía befarse epistolarmente de Cervantes. Y no olvidar que Lope fue siempre la encarnación literaria de la España oficial, mientras que Cervantes se mantuvo siempre y con cuidado al sesgo de esa misma España. Desde Toledo, y a 4 de agosto de 1604, escribía Lope a un personaje desconocido: «De poetas, no digo: buen siglo es éste. Muchos en cierne para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote.» Para remachar el malévolo comentario de esta manera: «Cosa para mí más odiosa que mis librillos a Almendárez y mis comedias a Cervantes.»23

Pero no en vano pasaron diez años entre una parte y otra del Quijote -quizá no venga del todo a trasmano recordar que Federico García Lorca subtituló «leyenda del tiempo» su obra dramática Así que pasen cinco años. Para 1615 es un representante oficial de esa España oficial sobre la que Lope de Vega poetizó y dramatizó quien nos dará la opinión, asimismo oficial, acerca de Miguel de Cervantes Saavedra. Era un covachuelista o burócrata, el licenciado Francisco Márquez Torres. Y lo que dirá el licenciado Márquez Torres sobre el novelista no será en carta particular y privada a un destinatario desconocido, como en el caso de Lope de Vega en 1605, sino que lo escribirá para beneficio de toda España, ya que se trata nada menos que de la aprobación del Quijote de 1615.

Allí, entre otros muchos ditirambos que en el siglo XVIII causaron graves sospechas al erudito Gregorio Mayans y Siscar,24 escribe nuestro licenciado: «Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de Cervantes así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos han recebido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes.» Podemos decir que si tanta gente y de tantas naciones quería ver a Cervantes como a milagro es porque en él se había cumplido lo que Lorca llamó «leyenda del tiempo», pero en sentido ponderativo, afirmativo.

El caso es que para 1615 Cervantes no sólo tenía en su haber una extraordinaria producción literaria, sino que también disponía de unas envidiables aldabas en la persona de don Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos, sobrino del todopoderoso duque de Lerma, y presidente del Consejo de Indias y después virrey de Nápoles. Además, y en el mismo prólogo de 1615, se refiere Cervantes a fray don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, tío del mismo duque de Lerma. Y rubrica todo este asunto de su extraordinario ascendiente social, comparado con Avellaneda -y bien duramente ganado, por cierto-, con esta frase rezumante, casi, casi, de orgullo: «Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía, ni otro género de aplauso, por su sola bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme.» La perspectiva vital del Cervantes que escribe el prólogo de 1615 tenía, por fuerza, que ser muy distinta a la del Cervantes de 1605. Espero que ya se vislumbre algo de las distancias que separan a ambos prólogos. Y así podemos volver al leitmotif de Así que pasen diez años. En breve paráfrasis de una frase inicial de Cervantes en el prólogo de 1615: ¡Qué suerte que no fue en la mano de Cervantes haber detenido el tiempo!

El metro imprescindible para medir con cierta exactitud esa distancia -o, al menos, con deseo de exactitud- es lo que se puede designar el incidente Avellaneda. En consecuencia, las directrices del prólogo de 1615 no nos dicen mucho sobre el personaje, pero sí lo hacen sobre su creador. Mas esto, aun así sea en forma indirecta, no puede dejar de iluminar en alguna manera la forma de vida de don Quijote, ya que, al fin y al cabo, su vida y muerte sólo se concibieron en la mente de Cervantes. Y me apresuro a agregar que esto no se debe entender en absoluto como un ataque a la memoria del gran vasco Unamuno, ni mucho menos como deseos de polemizar con sus seguidores. Sólo me refiero al hecho fundamental y básico de que el creador de don Quijote fue Cervantes, y no al revés.

A lo que voy es a algo como lo siguiente: en 1605 Cervantes dio a la estampa una novela extraordinaria. Tan extraordinaria que él mismo lo admitió en 1613: «me doy a entender (y es así) que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana» (prólogo a las Novelas ejemplares). Y bien podemos agregar nosotros: «Y en cualquier otra.» Ciertas de las cualidades únicas de esta «primera novela» son indisolubles de las cualidades únicas de la vida de su protagonista. Y hete aquí que en 1614 alguien que no se atreve a dar la cara y se esconde bajo el seudónimo (como los raptores de hoy día, al fin de cuentas) comete un inicuo secuestro literario, y le roba a Cervantes su más querida y valiosa criatura literaria. Cervantes reacciona contra Fernández de Avellaneda con la misma violenta exacerbación, de signo negativo, con que, cambiado a signo positivo, reacciona hacia su propia obra literaria y las criaturas que la pueblan. Como cualquier escritor, al fin y al cabo.25 Un uso módico de imaginación por parte nuestra nos permitirá vislumbrar algo de lo que la reacción cervantina contra Avellaneda implica respecto a la conducta y forma de ser de don Quijote.

Pero hay que dar un paso previo, pues malamente se puede calibrar la reacción cervantina si no sabemos contra qué reacciona. En otras palabras, hay que conocer algo de los ataques de Avellaneda para poder apreciar debidamente el diapasón de la voz cervantina en 1615. Como no es mi cometido, al menos ahora, estudiar a Avellaneda, me limitaré a copiar lo más pertinente del prólogo al Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida, y es la quinta parte de sus aventuras:

Como casi es comedia toda la historia de don Quijote ... no puede ni debe ir sin prólogo; y así sale al principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra,26 y más humilde que el que segundó en sus novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó, y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene una sola, y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos. Pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte; pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras [Y sigue un elogio de Lope de Vega] ... Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos había de ahijarlos, como él dice, al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca... Conténtese con su Galatea y comedias en prosa; que eso son las más de sus novelas: no nos canse... Pero disculpan los yerros de su primera parte, en esta materia [de envidia], el haberse escrito entre los de una cárcel; y así no pudo dejar de salir tiznada dellos, ni salir menos que quejosa, murmuradora, impaciente y colérica, cual lo están los encarcelados. En algo diferencia esta parte de la primera suya; porque tengo opuesto humor también al suyo...27


Los ataques de Avellaneda a Cervantes nos revelan algo que no se encuentra en absoluto en el Quijote de 1605 y sí se halla en el de 1615, en particular cuando enfilamos los preliminares de éste desde la perspectiva «Avellaneda». A lo que me refiero es al hecho de que la aprobación del licenciado Márquez Torres, la dedicatoria de Cervantes al conde de Lemos y el prólogo adquieren un tono radicalmente solidario. En lo que copié con anterioridad de la aprobación de Márquez Torres28 (vide supra) se contesta cabalmente a Avellaneda que si las naciones «justamente celebran» a Lope de Vega (palabras del falsario), lo mismo, y no con menor justicia, se puede decir de Cervantes. El corolario de lo escrito por Márquez Torres es que ni Lope empequeñece a Cervantes, ni Cervantes ha pretendido explícitamente desmedrar a Lope. Lope de Vega era el profesional consagrado de las letras y el intérprete oficial (en la literatura, se entiende) de la política interna del Estado-Iglesia que era el imperio español a comienzos del siglo XVII. Cervantes nunca quiso, ni pudo, ni supo, ni se interesó en interpretar otra cosa que los productos de su imaginación creativa.

Otros de los ataques de Fernández de Avellaneda son ya contestados en forma personal por Cervantes, pero con su característica técnica de la alusión-elusión, con lo que me refiero a esa peculiaridad única del estilo cervantino de aludir a algo y eludir nombrarlo.29 Avellaneda, y ya lo hemos visto, acusa al viejo Cervantes de vivir tan desvalido que tiene que atribuir los encomiásticos versos preliminares (obligados en casi todo libro de la época) a seres fabulosos, como el emperador de Trapisonda, porque en España no había título (personaje titulado, desde luego) que no se ofendiese si su nombre figurase en un libro de tal carcamal.

Si examinamos bien las cosas, el sarcasmo cervantino llega a ser sangriento, lo que nos debe evidenciar que la puñalada trapera del falsario y secuestrador Avellaneda le había llegado al hondón del alma. Partamos por el hecho de que es Fernández de Avellaneda quien no se atreve a dedicar su libro a ningún príncipe ni titulado, sino «Al alcalde, regidores y hidalgos de la noble villa del Argamasilla de la Mancha, patria feliz del hidalgo caballero don Quijote, lustre de los profesores de la caballería andantesca». A esto Cervantes responde con imprimir sólo cinco palabras, que aniquilan todos los pinitos del falsario y al falsario mismo: «Dedicatoria. Al conde de Lemos.» Ya hemos visto algunos de los ilustrísimos títulos que distinguían a don Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos, pero ahora quizá convenga agregar que él era Grande de España, de la primera creación del emperador Carlos V, allá en 1520.

Después, el único soneto campanudo (palabras de Avellaneda) que prologa la obra de éste es de «Juan Fernández», vale decir, en su contexto literario, Juan Lanas. Esta vez Cervantes no se digna ni contestar a esto y da la callada por respuesta. El Quijote de 1615 no tiene ni un solo verso encomiástico, ni propio ni ajeno. Bien es cierto que todos los versos preliminares del Quijote de 1605 habían sido ahijados a padres imaginarios, pero eso se entiende, desde la época de don Américo Castro por lo menos, como una muestra más de la búsqueda por originalidad absoluta en marco y contenido por parte de Cervantes.30

Y por último, y en mala hora, se le ocurrió a Fernández de Avellaneda mencionar al «emperador de Trapisonda», que nunca existió. Porque con descomunal burla Cervantes escribe en el prólogo: «El que más ha mostrado desearle [la continuación de Cervantes] ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.» Pero lo malo es que no hay ayuda de costa, y continúa Cervantes: «Sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear.» ¡Menudo tapaboca! La graciosa invención del emperador de la China deslumbra con su brillo polifacético. Vamos por partes, ahora, porque estas frases no tienen desperdicio, y la prisa bien me puede hacer olvidar algo.

Primero. Avellaneda se quejaba amargamente de los inmerecidos ataques de Cervantes a Lope de Vega, y creyó apabullar a Cervantes con la mención de la fama internacional del Fénix de los Ingenios. Hemos visto que Márquez Torres ya se encargó de aclarar que la fama internacional de Cervantes era tan grande o más que la de Lope.31 Y todo esto lo acentúa hasta el disloque el propio Cervantes con un pitorreo fenomenal. Su fama, nos dice, es astral, o punto menos, pues ha llegado hasta la China, donde se le ha ofrecido una cátedra de castellano, con condición que allí se leyese como único libro de texto su Don Quijote. Ni el propio paniaguado Alonso Fernández de Avellaneda se atrevió a decir algo semejante sobre la fama internacional de Lope de Vega, ni se le podía cruzar por la mente.

Segundo. Según Avellaneda, el novelista Cervantes era un gafo de las letras, al punto que los títulos de Castilla no se atrevían a tocarle. Con guasa soberana Cervantes contesta que no hay tan gafedad, ya que nada menos que el emperador de la China (¡menudo título!) le ha invitado a ser rector de un colegio. Pero esto, como digo, es guasa incontenible. Ya en serio, Cervantes recuerda que un Grande de España, virrey de Nápoles y conde de Lemos le sustenta, le ampara y le hace inmensas mercedes.

Tercero. Al adjudicarle una suerte de gafedad literaria a Cervantes, Avellaneda discurre que las novelas de aquél por fuerza tienen que llevar versos elogiosos de personajes inventados, o que ya el siglo XVII reconocía como fabulosos, tales como el preste Juan de las Indias y el emperador de Trapisonda. A esto responde Cervantes con un gambito tan gracioso como sutil: a él le solicita el emperador de la China, personaje que por lo menos desde muy a comienzos del siglo XIV toda la Europa occidental reconocía como plenamente histórico, a través del relato de los viajes de Marco Polo. Y para la época de Cervantes esa historicidad estaba ampliamente confirmada por los viajes de los portugueses (recordemos a Camoens en Macao) y de los jesuitas españoles.

Cuarto. Es cierto que en 1605, y con fines de acentuar la originalidad de su marco narrativo, Cervantes había adjudicado sus versos preliminares a personajes de creación y validez literarias. Pero para 1615 su autoridad literaria era inexpugnable. En 1613, y en el prólogo a las Novelas ejemplares, se había dictaminado a sí mismo y con plena justicia, como han asentido los siglos, el primer narrador de la lengua castellana. En 1614, en el Viaje del Parnaso, cuando ya su autoridad está bien establecida y reconocida, él se erige en juez y árbitro de las letras castellanas y divide a los literatos contemporáneos en buenos y malos poetas. Y allí mismo dijo de sí mismo: «Pasa, raro inventor, pasa adelante», y esto por boca del propio dios Mercurio, el mensajero de los dioses (capítulo I, verso 223). Para 1615, en consecuencia, y ante la evidencia de que el menguado Avellaneda tiene que adjudicar su único soneto preliminar a un «Juan Fernández», Cervantes, con ademán de imperial dominio sobre su materia literaria, rehúsa admitir más preliminares que los imprescindibles para ajustarle las cuentas al bellaco Avellaneda.

En el «Prólogo al lector», Cervantes abandona ya la chirigota y se encara decididamente con el falsario y secuestrador Alonso Fernández de Avellaneda. Pero debe ser evidente ya para el lector que el tono tan distinto que tienen los preliminares al Quijote de 1615 respecto a los del de 1605 se debe, precisamente, a la existencia real de un desconocido Avellaneda. Aprobación, prólogo y dedicatoria, en 1615, se despliegan como una falange macedonia, con total unanimidad de sentido, para defenderse primero y contraatacar después al audaz e insolente Avellaneda. Nada de esto había sido necesario en 1605, cuando el ansia había sido realzar la originalidad de su pensamiento creativo y de la presentación pública del mismo. La impaciencia de Cervantes para sacar a relucir este «raro invento» -la primera novela moderna- era tal que la obligada dedicatoria (obligada si el autor quería recibir alguna dádiva o merced) se le debe de haber atragantado, y lo que escupió fueron unas banales frases al duque de Béjar, que el propio autor debe de haber considerado tan sin importancia frente al resto del monumento a su originalidad, que tomó frases enteras de la dedicatoria de Fernando de Herrera al marqués de Ayamonte en su edición de las Poesías de Garcilaso (Sevilla, 1580). De pasada quiero recordar que el magnate extremeño le habrá dado bastante mal pago, ya que su nombre no volvió a aparecer en la obra cervantina. ¡Y éste es el único título a la inmortalidad de magnate tan opulento como ocioso!

Mas debo volver a mi camino. Y para curarme en salud hago mío un consejo del propio don Quijote al muchacho declarador de maese Pedro: «Niño, niño, ... seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas» (II, XXVI). Es en el «Prólogo al lector» de 1615 donde se verán las caras, en forma figurada, bien se entiende, Cervantes y Avellaneda, su contrincante, falsario y raptor de su hijo más amado. El duelo verbal, del cual saldrá Avellaneda despachurrado, se inicia con supuesta y burlona ecuanimidad: «¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote...!» Desde luego que todo esto es lo que se hallará, y a manos llenas, a lo largo de casi todo el prólogo, cuando Cervantes tiene seguridad absoluta de que puede alzar la pluma ante la evidencia imaginativa de que su contrincante ha quedado malherido. La verdad del caso es que casi todo el prólogo de 1615 está construido sobre una figura que la antigua retórica conocía con el nombre de paralipsis, y que al pasar por manos de los latinos cambió el nombre a preterición, y que el Diccionario de la lengua española de la Real Academia define en estas palabras: «Figura que consiste en aparentar que se quiere omitir una cosa.» Con el abundante uso de la paralipsis, Cervantes se puede despachar a gusto, pues continúa un poco más abajo: «Quisieras que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido; pero no me pasa por el pensamiento.» Mas pronto llega el momento de descansar la prolongada paralipsis y contestar a insultos a su honra militar, caballeresca, con violencia análoga a la que demuestra don Quijote en casos semejantes. «Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco.» La acusación de ancianidad es lo de menos y la despacha en breves palabras. Pero la acusación de manquedad, un baldón a los ojos de Avellaneda, es un timbre de gloria para Cervantes, quien se espacia en el recuerdo de «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Y desemboca en el axioma de abolengo clásico: «El soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga.»

En este momento el malicioso lector quizá salga al paso y recuerde que es en esta misma segunda parte (ya escrita para cuando Cervantes pone mano al prólogo; y dispense el lector si insisto en perogrulladas), es en los capítulos XXVII-XXVIII, donde se contiene el desenlace de la aventura de los alcaldes rebuznadores, que el propio don Quijote huye, dejando al pobre Sancho para ser apaleado a gusto por los aldeanos. Para mantener íntegra esa divina proporción de semejanza entre creador y criatura hay que reconocer, sin embargo, que don Quijote ya se había exonerado con elocuencia al explicarle a su escudero: «No huye el que se retira, ... porque has de saber, Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo» (II, XXVIII).32 Además, y ya es bien decirlo, los aldeanos del pueblo del rebuzno amenazaron a don Quijote con armas de fuego. «Le amenazaban mil encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces.» Como en este sentido, y en esta época de armas nucleares, hemos perdido por completo la perspectiva histórica, conviene recordar que el soldado español del siglo XVI siente una profunda aversión por las armas de fuego, y la gloria de los tercios españoles eran sus picas y no la mosquetería.33 Pensadores y moralistas como Maquiavelo, Guicciardini y Montaigne también se oponían a las armas de fuego; la poesía asimismo las condenaba en los elocuentísimos versos de Ariosto, quien inicia sus denuestos hablando de «la macchina infernal» que eran sus armas (Orlando Furioso, canto XI, estrofas 22-28). Y para la época del mimo Cervantes, otro gran soldado y escritor, y me refiero ahora al Inca Garcilaso de la Vega, habla de ellas como de «invenciones de ánimos cobardes o necesitados» (La Florida del Inca [Lisboa, 1605] libro I, cap. IX). En suma podemos decir que «las armas y las letras» estaban del lado de don Quijote y justificaban su insólita conducta ante la arcabucería manejada por los rudos aldeanos del pueblo del rebuzno. Y ahora, si volvemos a la condena axiomática del prólogo («El soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga»), podemos observar varios interesantes aspectos de la cuestión: en primer lugar, Cervantes no menciona en absoluto, en el prólogo, las armas de fuego; en segundo lugar, sobre éstas pesaba una general condena, que vemos repetida en los años mismos del Quijote por boca del Inca Garcilaso, y en tercer lugar, cuando Cervantes estampa la condena del prólogo don Quijote mismo se había disculpado elocuentemente desde hacía tiempo, o sea que el propio Cervantes se había encargado de exonerar la conducta de su protagonista (criatura) al ser amenazado por armas de fuego.

Ahora, si volvemos al prólogo, leemos a seguida del ditirambo de la batalla de Lepanto un contraataque motivado por la acusación de envidia que le había hecho Avellaneda, con referencia, por parte de ambos, a Lope de Vega. La referencia es alusiva, y de esta manera Cervantes dice: «Del tal [o sea, de Lope de Vega] adoro el ingenio, admiro las obras, y la ocupación continua y virtuosa.» La admiración por las obras de Lope era general, es bien sabido, pero que su ocupación para esos años, y antes y después, fuese «continua y virtuosa» es de una ironía que se pasa de acerada y llega a ser sangrienta. Lope se había ordenado de sacerdote en 1614, bien es cierto, pero sus conflictos amorosos y líos celestinescos en servicio del duque de Sessa no se interrumpieron por muchos años.34

Ajustadas las cuentas con el ídolo de Avellaneda, o sea, con Lope de Vega -vale decir con los dos-, vuelve Cervantes a la paralipsis: «Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia.» Para el lector en Babia quizá sean válidas estas palabras, pero no para ningún otro, sobre todo cuando con rara pero contenida saña agrega: «Dile [a Avellaneda] de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio.» El nublado de la saña cervantina descarga de inmediato, mas, como suele, en forma de una lluvia de graciosas ironías, esta vez cobijadas en la forma de dos chistosos cuentos de locos.

De inmediato se vuelve al tema de los príncipes protectores de Cervantes: «Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas... Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por su sola bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme.»

Si observamos estas afirmaciones desde la «perspectiva Avellaneda», vemos que cumplen una doble misión. Por un lado se desmienten las aseveraciones del falsario de que Cervantes no disponía de protectores, y por eso se tenía que inventar exóticos príncipes y títulos. ¿Hay más que pedir que ser protegido por el primado de las Españas y por el virrey de Nápoles? ¿Quién es el protector del encubierto falsario? Y por aquí llegamos a la segunda misión que cumplen las palabras copiadas más arriba. Los protectores de Cervantes son efectivos y poderosísimos, no son el preste Juan de las Indias ni el emperador de Trapisonda, por ello ¡guay del que se meta con él! O sea que las afirmaciones del texto ostentan la defensa oficial de Cervantes al mismo tiempo que emiten una velada amenaza.

Y así llegamos al último párrafo del prólogo, en el que, por fin, Cervantes se siente reparado en su honra literaria y humana y depone las armas para enfrentarse con su héroe. «Esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado.» Como en las requisitorias de los conquistadores de Indias se reclama lo propio con ademán enérgico, pero sin soberbia. Luego sigue una frase más problemática: «Te doy a don Quijote dilatado». Si tomamos estas palabras en sentido literal, es evidente que se refieren al hecho de que estamos a punto de leer una continuación (la única original y del mismo artífice) en la que se dilatan las aventuras del protagonista.

Pero atenerse al sentido literal es siempre muy poco satisfactorio en la lectura de Cervantes, aparte de que el lector se estafa a sí mismo en la mitad del precio. Si con los ojos de la imaginación repasamos el primer Quijote para compararlo con éste, veremos que desde un punto de vista estructural el protagonista del Quijote de 1605 no está «dilatado». Al contrario, a veces don Quijote se empequeñece de tal modo que desaparece del escenario, así, por ejemplo, cuando el cura lee la novela del Curioso impertinente, o bien el capitán cautivo narra su historia, intercalaciones narrativas totalmente ajenas al eje argumental de la vida de don Quijote. Bien es cierto que cuando éste vuelve a irrumpir en la escena lo suele hacer con descomunal violencia, como para atraer de inmediato los ojos de todos los espectadores, como es el caso cuando don Quijote, espada en mano, despachurra cueros de vino a tutiplén. Es evidente que la falta de «dilatación» de don Quijote como personaje en 1605 abría oquedades por las que se infiltraban elementos esencialmente ajenos a su vida. Error artístico al que fue inducido Cervantes por seguir la tradición literaria, como en el caso de Mateo Alemán (que tanto tuvo que ver, en forma negativa, con la conformación del Quijote), quien en la primera parte del Guzmán de Alfarache (1599) intercaló la historia de Ozmín y Daraja. En sustancia, nos hallamos ante un nuevo caso del viejo prurito, de abolengo clásico, de dar variedad y riqueza a la narración a través de relatos intercalados ajenos al medular y de distinto ambiente y género.

Cervantes en 1615 reconoció su error, paladina y noblemente, aunque por boca del bachiller Sansón Carrasco. Así, cuando éste informa a don Quijote que su historia anda en letras de molde, puntualiza: «Una de las tachas que ponen a la tal historia ... es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote.» Sancho apostilla y refrenda: «Yo apostaré ... que ha mezclado el hi de perro berzas con capachos» (I, III). Algún espíritu hipercrítico, que no deja de haberlos en la república de las letras, podría objetar que en la segunda parte, donde no hay historias intercaladas, don Quijote desaparece lo mismo de la escena durante todo el largo episodio de la gobernación por Sancho de la ínsula Barataria. Mas si se levantase tal objeción, me apresuraría yo a señalar que la íntima relación humana y argumental entre don Quijote y Sancho bien le podría haber permitido al hidalgo manchego referirse a su escudero como dimidium animae meae.

Al fin de cuentas, y en forma esencial, Sancho Panza es la criatura de don Quijote de la Mancha, su creador, en forma literaria, argumental y ética. Y el acto de creación implica responsabilidad mutua. Nosotros los creyentes lo testificamos a diario, en la influencia de Dios en nuestras vidas, y en cómo con ellas, y en bien pobre medida por cierto, tratamos de pagar todos los días la deuda máxima. Los propios ateos no pueden negar esto, porque ellos, más que negar a Dios, quieren suplantarlo personalmente. Dígalo el obsesionado Kirillov de Los poseídos, de Dostoievski. Pero esto me lleva muy lejos de mi tema, que era afirmar que si Sancho es la criatura y don Quijote el creador, decir que cuando don Quijote está ausente mas Sancho presente (precisamente el episodio de la ínsula Barataria) esto implica la efectiva ausencia de don Quijote, esa última afirmación es un palmario absurdo. Para hablar ahora sólo de tejas abajo, su equivalente más cercano en nuestro libro sería decir que cuando Cide Hamete Benengeli está presente, Miguel de Cervantes Saavedra está ausente. Pero hay más: en el mismo capítulo ya citado leemos lo siguiente: «Mala me la dé Dios, Sancho -respondió el bachiller-, si no sois vos la segunda persona de la historia.» O sea que para 1615 don Quijote aparece tan dilatado como personaje que al leer los capítulos de la gobernación de la ínsula Barataria no abandonamos al hidalgo manchego, sino que seguimos su proyección espiritual, ya que Sancho Panza llega a la ínsula fortalecido por los consejos de su amo y la gobierna en función de ellos.

No, don Quijote de la Mancha no está empequeñecido desde ningún punto de vista en la segunda parte de sus aventuras. Si en la primera parte se enfrenta con manadas de carneros, lo que le cuesta dos costillas machucadas y tres o cuatro dientes y muelas de menos (I, XVIII), en la segunda parte se enfrentará con dos leones feroces «con maravilloso denuedo y corazón valiente» (II, XVII). Y cuando el leonero recuenta la tremebunda aventura lo hace «exagerando como él mejor pudo y supo el valor de don Quijote, de cuya vista el león acobardado no quiso ni osó salir de la jaula, puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula». Y la aventura no sólo termina sin los consabidos magullones y porrazos de don Quijote, sino que para eternizar su hazaña don Quijote determina cambiar su nombre de Caballero de la Triste Figura por el de Caballero de los Leones.

En la segunda parte, en comparación con el Quijote de 1605, la figura del protagonista está dilatada al máximo y ocupa, en forma física o espiritual, todos los episodios del libro. Ya hemos visto cómo en la primera parte don Quijote está ausente de todos los capítulos centrales en que se narran las dos historias intercaladas. En la segunda parte don Quijote llega a su plenitud vital, simbolizada, si se quiere, en el hecho de llamarse a sí mismo el Caballero de los Leones. Pero alcanzado el punto de plenitud toda vida se viene abajo con mayor o menor velocidad, y este descenso remata con la muerte. Ni más ni menos ocurre en el Quijote de 1615: al momento de plenitud vital le sigue un lento descenso, marcado por lastimosos hitos. Así, por ejemplo, la humillación que tiene que haber representado para don Quijote el interrogar al mono de maese Pedro acerca de la verdad de lo ocurrido en la cueva de Montesinos: «Rogó [don Quijote a maese Pedro] preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas» (II, XXV).35 Luego podemos destacar el infamante cachondeo del interludio en el palacio de los duques, tanto más infamante en cuanto el pobre don Quijote creyó a pies juntillas que «aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos» (I, XXXI). Se aproxima ya el nadir de su fortuna y el ocaso de su vida, y esto queda anunciado por el ignominioso y agraviante atropello a que lo someten los toros bravos: «Quedó molido Sancho, espantado don Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante» (II, LVIII).

Los hitos menudean de ahora en adelante, porque el ciclo vital de don Quijote ha entrado en el vertiginoso descenso que siempre preludia la muerte. Pero aun en su momento de derrota es admirable la integridad de temple del caballero, cuando vencido y en tierra, con la lanza del Caballero de la Blanca Luna a la visera de su casco, amenazando espicharlo contra la playa barcelonesa, don Quijote se juega la vida y es el Caballero de la Blanca Luna el vencido moral, y tendrá que reconocer la sin par hermosura de Dulcinea del Toboso: «Viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso» (II, LXIV).

La derrota física de don Quijote de la Mancha coincide con su última victoria moral sobre el mundo de los demás. Pero hay que reconocer que físicamente don Quijote ha quedado empequeñecido al máximo, al punto que sólo le falta desaparecer. Y esto ocurrirá, precisamente, en su lecho de muerte, pero no sin antes haber obtenido la más alta de todas las victorias morales, la más alta porque esta vez el triunfo es sobre sí mismo: «Dadme albricias, buenos señores, de que yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno.» Y un poco más tarde, ya con el alma en la boca, dirá: «Yo fui loco y ya soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía» (II, LXXIV).36

Efectivamente, en la segunda parte, como dice Cervantes, «te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado». No hay que buscarle alegorías ni símbolos expresos a la voz dilatado, como en una época lo hizo con casi cada palabra de Don Quijote la crítica esotérica, para entender rectamente a lo que apunta Cervantes. Es en la segunda parte donde don Quijote adquiere la íntima conciencia de vivir una vida plena, y esa conciencia la adquiere al llegar al cenit y plenitud de la aventura de los leones, temerosísima aventura que él distinguirá para siempre por su nuevo autobautismo, ahora se llamará el Caballero de los Leones. Pero en el cenit está ínsito el nadir, la plenitud implica el ocaso, y, consecuencia inevitable, don Quijote tiene que morir al final de la segunda parte.

No creo, pues, que la intervención del bellaco Avellaneda haya sido decisiva, ni mucho menos, en la muerte de don Quijote. El encogido y encubierto Avellaneda no tenía redaños para acometer tal magnicidio. Sí tuvo la suficiente insidia como para obligar a don Quijote a cambiar sus planes de ruta. Recuerda el lector que la primera parte anuncia, cerca ya del final: «Sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza» (I, LII). En la segunda parte legítima don Quijote tropieza en una venta con un grupo de caballeros que había leído la secuela apócrifa de Avellaneda, y son estos comensales los que enteran a don Quijote de que el falsario le había llevado a Zaragoza, como había anunciado en 1605 Cervantes. Colérico, don Quijote afirma ahora: «No pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice» (II, LIX). Y con intencionado viraje don Quijote parte rumbo a Barcelona, y no a Zaragoza.

Hasta aquí pudo Avellaneda, pero no mucho más. Si don Quijote muere al final de la obra de Cervantes es por una suerte de lógica literaria apoyada en la evolución biológica. Es perfectamente inconcebible que don Quijote se mantuviese vivo por mucho tiempo después de haber alcanzado su plenitud vital. Esto sólo podía ocurrir en los libros de caballerías, esa arcaica forma narrativa que en el alfar de Cervantes, y con mezcla de varios otros materiales, se convertiría en la primera novela moderna. Amadís de Gaula, por ejemplo, vive, o se sobrevive, durante la existencia de varias generaciones de descendientes.37

Las directrices del prólogo al Quijote de 1615 no nos dicen, al parecer, mucho sobre el protagonista. En forma directa, al menos, no nos parecen decir más acerca del caballero que éste aparece dilatado y, al final, queda muerto y sepultado. Pero esto es en una lectura muy al sobrehaz. Acabamos de ver cómo en el texto de la novela la intervención de Alonso Fernández de Avellaneda produjo un cambio de ruta en los azarosos viajes de don Quijote. Pero un poco antes vimos cómo esa misma y alevosa intervención de Avellaneda produjo en el Prólogo una explosión de contenida saña por parte de Cervantes, quien sólo se pudo contener merced al proficuo y repetido uso de la paralipsis, más efectivo y mortífero que una descarga cerrada de insultos a boca de jarro. La historia literaria española conoce pocos tapabocas tan decisivos. Dignidad, entereza, moderación, pero no confundir la moderación con hurtar el cuerpo. Allí está Cervantes, el lisiado en gloriosa jornada de guerra, que nunca supo ni aprendió a hurtar el cuerpo.

Y ésta es, quizá, la directriz más eficaz del prólogo de 1615. Porque con esa correspondencia de que hablaba yo entre creador y criatura, don Quijote aparece en esta segunda parte con idéntica y digna integridad, en el episodio en que él reacciona contra un su detractor como lo hará Cervantes contra Avellaneda en el prólogo. Se trata de un personaje episódico, el capellán de los duques, que desde su aparición queda caracterizado en términos que lo asemejan a una prefiguración de Alonso Fernández de Avellaneda, sea éste quien haya sido: «Un grave eclesiástico destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables». Y es este «grave eclesiástico» quien se dirige a don Quijote con la insultante fórmula de «alma de cántaro» (II, XXXI). No puedo dejar de imaginarme una comunidad de reacciones en este momento entre creador y criatura, en la medida respuesta de Cervantes a Avellaneda y la de don Quijote al ramplón eclesiástico.

Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo: -El lugar donde estoy y la presencia ante quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo ... Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy y caballero he de morir, si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa, y algunos, por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra.


(II, XXXII).                


Y al llegar a este punto invito al lector a pensar en los términos de la paradoja que expresó Oscar Wilde: «La naturaleza imita al arte.» A lo que aludo es al hecho de que las misteriosas sendas de la poesía nos han llevado a desembocar en el arcano máximo: la criatura anticipa a su creador.



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