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ArribaAbajoIV. La locura de vivir

Que hay locos y locos lo sabemos todos desde hace un buen rato, ya que el pueblo nos lo ha repetido por innúmeras generaciones. Y las formas de distinguir a un loco de otro son asimismo innúmeras, como las variedades. Pero como lego ab initio que soy en estos bordados, no pienso en absoluto andarme por las ramas de la frenopatía.

Sólo quiero volver a un texto de Platón que aduje en el capítulo anterior y que define a la locura. Creo que esto es mucho más adecuado a mi preparación y al enfoque que lleva este libro. Citaré ahora el texto completo de Platón: «Hay dos tipos de locura: uno, producido por la flaqueza humana, y el otro es una liberación divina de los módulos ordinarios de los hombres» (Fedro, 265).

Si se me permite la familiaridad con que parafrasearé a Platón, yo diría que el filósofo concibe estos dos tipos: el chalado de manicomio y el loco divino. A la primera categoría plenamente pertenece el protagonista de Alonso Fernández de Avellaneda, quien al acabar su historia se halla encerrado en la Casa del Nuncio, de Toledo.75 Y una vez que don Quijote el malo está encerrado en su celda, su acompañante cuerdo, don Álvaro Tarfe, le espeta el siguiente discurso, denigrante en la medida en que el más distraído lector recuerde cualquier faceta de la locura de don Quijote el Bueno:

Señor Martín Quijada, en parte está vuesa merced adonde mirarán por su salud y persona con el cuidado y caridad posible; y advierta que en esta casa llegan otros tan buenos como vuesa merced, y tan enfermos de su proprio mal, y quiere Dios que en breves días salgan curados y con el juicio entero que al entrar les faltaba, lo mismo confío será de vuesa merced, como vuelva sobre sí y olvide las leturas y quimeras de los vanos libros de caballerías que a tal extremo le han reducido, mire por su alma, y reconozca la merced que Dios le ha hecho en no permitir muriese por esos caminos a manos de las desastradas ocasiones en que sus locuras le han puesto tantas veces.


(VII, XXXVI).                


A esta homilía condenatoria ya había replicado por anticipado don Quijote el Bueno, en sus aventuras de 1605, y con su entereza de siempre. Al final de esa parte de sus aventuras, un cabrero encontradizo, después de oír hablar a nuestro héroe, opina que persona que tales cosas dice «debe tener vacíos los aposentos de la cabeza». A lo que se replica con palabras que constituyen el perfecto tapabocas para oficiosos mediadores, como don Álvaro Tarfe:

-Sois un grandísimo bellaco -dijo a esta sazón don Quijote-, y vos sois el vacío y el menguado; que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.


(I, LII).                


No cabe duda, el don Quijote de Avellaneda es un chiflado de verdad, merecedor de ser encerrado en un manicomio, y allí acaba al final de su historia. La locura de don Quijote el malo surge de una lesión de su inteligencia, como demostró Stephen Gilman.76 Ahora bien, es un inútil anacronismo, además de peligroso, el uso de los descubrimientos de Freud, discípulos y opositores, para tratar de penetrar los arcanos psicológicos que encerraban las mentes de edades anteriores, apuntadas a nortes muy distintos a los de la edad de Freud, que, al fin y al cabo, es la nuestra. Válida y efectiva, sin embargo, es la aplicación de textos psicológicos del Siglo de Oro español para explicar mentalidades de esa época, o bien textos literarios de la misma. En consecuencia, me apoyo ahora en Juan Luis Vives para ver qué se entendía por inteligencia:

Creado el hombre para la eterna bienaventuranza, le fue otorgada la facultad de aspirar al bien con el fin de que desee unirse y como pegarse con él. Esta facultad recibe el nombre de voluntad. Pero el hombre no deseará si no conoce; de ahí la existencia de otra facultad que se llama inteligencia. Y puesto que nuestro espíritu no permanece siempre en un mismo pensamiento, sino que pasa de unos en otros fuele necesario un cierto receptáculo o almacén, en donde al presentarse los nuevos recondiese los anteriores como en tesoro de objetos actualmente ausentes, para reproducirlos y sacarlos cuando la oportunidad lo pidiere. El nombre de esta facultad es la memoria.


(De Anima et Vita [1538], introducción al libro II).                


Es evidente que para Vives y su época, si el hombre tenía dañada la inteligencia, no podía aspirar al bien. Y el remate de todos los bienes es el amor: «Nuestra progresión ascendente va de la materia a los sentidos, de los sentidos a la imaginación y a la fantasía, de ésta a la razón y a la reflexión y de ahí al amor, que es su etapa final» (Vives, De Anima et Vita, II, XII).

Si aplicamos la lógica a las afirmaciones de Vives -no en balde Gilman se refiere a don Quijote el malo como el «loco escolástico»-, se hace evidente que al tener dañada la inteligencia el protagonista de Avellaneda no puede llegar a conocer el amor. Y me apresuro a hacer la salvedad, para que no se asuste ni me malentienda ningún lector, de que si Vives hablaba de tejas arriba, yo hablo de tejas abajo. Consecuencia natural de todo esto es que cuando don Quijote el malo sale otra vez en busca de aventuras lo hará bajo el nombre de El Caballero Desamorado.77

El nuevo nombre con que sale al mundo don Quijote el malo provoca una violenta reacción en don Quijote el bueno. En la continuación de 1615 don Quijote llega a una venta, y al momento de comer oye en la habitación contigua una discusión acerca de la versión apócrifa de Avellaneda. (Apostillo que, evidentemente, ésta es la primera ocasión que la existencia del Quijote apócrifo llegó a conocimiento de Cervantes.) Uno de los participantes en esa discusión comenta:

-Con todo eso -dijo el don Juan- será bien leerla [la versión apócrifa], pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más me desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.

Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:

-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido:78 su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.

-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.

-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen pagador no le duelen prendas.

Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote le dijo:

-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.


(II, LIX).                


La violencia de la reacción de don Quijote es índice, creo yo, de las gravísimas implicaciones que Cervantes vio de inmediato en el hecho fundamental de que su héroe estuviese ahora desamorado en manos del ladrón y malandrín de Avellaneda. No cabe duda de que para Cervantes la ausencia de amor en el protagonista apócrifo derrumbaba de un golpe la fábrica, tan bien construida y con tanto cuidado, de la estructura psicológica de su héroe. Levantado en peso por el amor, don Quijote de la Mancha alcanza las alturas inmarcesibles de la locura divina de que habló Platón. Si se le quita la potencia de amar a don Quijote, como hizo Avellaneda, en su locura se arrastra por los niveles de una pedestre chifladura maniática, como ilustra a cada paso el Quijote apócrifo.

No cabe duda que la locura de los dos don Quijotes es muy distinta en origen y manifestaciones: basta leer las dos novelas para comprobarlo. Y ya he dictaminado, con el apoyo de la autoridad de Stephen Gilman, que la locura de don Quijote el malo era una falla de la inteligencia. ¿Y de qué surgió la locura de don Quijote el bueno? El primero en ver las cosas con la claridad deseada, o al menos la claridad aceptable hoy en día, fue Miguel de Unamuno. Al poner el problema de la locura en su perspectiva vital, nuestro gran vasco afirmó que don Quijote «no fue un muchacho que se lanzara a tontas y a locas a una carrera mal conocida, sino un hombre sesudo y cuerdo que enloquece de pura madurez de espíritu». Y pasa a autorizar sus asertos con una larga paráfrasis de textos del doctor Juan Huarte de San Juan.

Como el nombre de Huarte aparecerá con cierta frecuencia en estas páginas, a lo que creo, más vale adelantar que a este admirable navarro se le considera padre de la psicología moderna y que fue, sin duda, uno de los grandes humanistas de su tiempo, una suerte de doctor Gregorio Marañón de la segunda mitad del siglo XVI. Huarte dejó una obra de importancia y difusión paneuropeas, traducida a múltiples idiomas: Examen de ingenios para las ciencias (1575).79 Como recuerda Unamuno (Vida de don Quijote y Sancho, I), y no hago más que seguirle, de momento, en el primer capítulo de su Examen, Huarte recuerda una anécdota clásica sobre el filósofo Demócrito Abderita. Como el texto es de subido interés, siempre que mantengamos al mismo tiempo bien enfocada la locura de don Quijote, me parece más apto citar todo el texto del doctor Huarte que parafrasearlo, como hizo Unamuno, cuyo libro marchaba a distinta meta que el presente, de todas maneras. Y aquí lo que escribió el doctor Juan Huarte de San Juan:

Demócrito Abderita fue uno de los mayores filósofos naturales y morales que hubo en su tiempo, aunque Platón dice que supo más de lo natural que de lo divino; el cual vino a tanta pujanza de entendimiento (allá en la vejez) que se le perdió la imaginativa, por la cual razón comenzó a hacer y decir dichos y sentencias tan fuera de término que toda la ciudad de Abdera le tuvo por loco, para cuyo remedio despacharon de priesa un correo a la isla de Coos, donde Hipócrates habitaba, pidiéndole con gran instancia, y ofreciéndole muchos dones, viniese con gran brevedad a curar a Demócrito, que había perdido el juicio. Lo cual hizo Hipócrates de muy buena gana, porque tenía deseo de ver y comunicar un hombre de cuya sabiduría tantas grandezas se contaban. Y así se partió luego, y llegando al lugar donde habitaba, que era un yermo debajo de un plátano, comenzó a razonar con él y haciéndole las preguntas que convenía para descubrir la falta que tenía en la parte racional, halló que era el hombre más sabio que había en el mundo. Y así dijo a los que lo habían traído que ellos eran los locos y desatinados, pues tal juicio habían hecho de un hombre tan prudente. Y fue la ventura de Demócrito que todo cuanto razonó con Hipócrates en aquel breve tiempo fueron discursos de entendimiento, y no de la imaginativa, donde tenía la lesión.


(Examen de ingenios, I).                


No creo que lo transcrito pueda dejar duda: don Quijote de la Mancha cojeaba del mismo pie que el clásico filósofo Demócrito de Abdera. Si bien Otis H. Green (v. infra, nota 84) nos llama la atención al hecho de que Demócrito llegó a una hipertrofia del entendimiento: «Vino a tanta pujanza de entendimiento», según Huarte. En los dos la lesión estaba en la imaginativa, y en lo que tocaba a lo demás, don Quijote estaba tan cuerdo como Hipócrates dictaminó que lo estaba Demócrito. Pero Huarte se encarga de subrayar el hecho de que Hipócrates sólo entabló «discursos de entendimiento y no de la imaginativa». Lo mismo con don Quijote, quien oye en atento silencio la historia de Cardenio («discursos de entendimiento»), pero cuando oye al Roto de la Mala Figura mencionar al Amadís de Gaula, esto toca a su imaginativa, no puede con su genio, interrumpe a Cardenio, contra lo prometido, y se arma la de Dios es Cristo (I, XXIV).

Por esta alternancia entre entendimiento e imaginativa la gente que conoce con relativa intimidad a don Quijote duda tanto en diagnosticarle como loco del todo. Ilumina mucho, en este sentido, la aventura de los leones y la breve estancia, que le sigue, en casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán. Cuando con su sola presencia don Quijote ha arredrado a los leones del carro -o bien éstos, aburridos y adormecidos, prefieren no salir de la jaula-, nuestro triunfante caballero se dirige a su tímido viandante en estos términos: «¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco y menguado como debo de haberle parecido» (II, XVII). A pesar de las pleitesías de don Diego de Miranda, éste no sale de la duda: ¿don Quijote está loco? ¿o es que rebosa de discreción? Al llegar a casa de don Diego, su hijo, el estudiante y poeta don Lorenzo, pregunta al padre acerca del tipo de persona que es la que acaba de entrar por las puertas de la casa y se ha declarado caballero andante. «No sé que te diga, hijo -respondió don Diego-; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo» (II, XVIII).

Obediente hijo, y tan curioso como el que más acerca del auténtico meollo de tan peregrino huésped, don Lorenzo de Miranda procede a «tomarle el pulso» a don Quijote. A estos efectos entabla larga conversación con el caballero andante sobre poesía, en general, y ambas partes demuestran buenas dotes de discreción, elocuencia y sabiduría.

De tan larga y sabrosa charla emerge don Lorenzo de Miranda con el siguiente dictamen, que comunica a su padre: «No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (II, XVIII). Y a este juicio, «entreverado» él mismo, se atienen los demás personajes que opinan sobre la salud mental de don Quijote de la Mancha. Algún boto intruso podrá zaherir a don Quijote su locura: «Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen» (II, XXXI).

La acerada, mas contenida, respuesta de don Quijote a tan «infames vituperios», como él mismo los designa, reviste los aspectos de un extraordinario intento de autodefinición. El propio Cervantes refrendó la importancia que él daba a las palabras de don Quijote como ceñida definición del héroe y su misión, cuando estampó a finales del capítulo XXXI: «Pero esta respuesta capítulo por sí merece.» Y sí que lo merece, y habría que copiar íntegra la respuesta del caballero andante, ejemplar desde todo punto de vista, pero ahora sólo me cuadra copiar dos textos. En el primero brilla nítida la voluntad del héroe: «Caballero soy y caballero he de morir, si place al Altísimo.» La afirmación categórica de Juan Luis Vives que copio a continuación me exime de mayores comentarios: «Es, pues, la voluntad aquella facultad o energía del alma por la cual deseamos lo bueno y aborrecemos lo malo, guiados por la razón» (De Anima et Vita, II, XI).

Se hace de patente evidencia aquí que la locura no ha lesionado en absoluto la voluntad de don Quijote, ya que su misión es restablecer un concepto absoluto de justicia en el mundo, como cuando libera a los galeotes en la primera parte (I, XXII).80 O como dirá el propio don Quijote en esta su respuesta al confesor: «Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos.» La misión de justicia de don Quijote, contenida en las tres primeras acciones de la cita, se mezcla fantásticamente con la lesión a la imaginativa, que es lo que le ha provocado la locura, según ya quedó apuntado, tema al que volveré de inmediato. Porque agravios, tuertos e insolencias se acumulan en las páginas de la historia antigua, moderna y contemporánea; pero gigantes y vestiglos sólo han tenido una vida puramente imaginativa en la literatura de ficción, en los libros de caballerías.

Y el segundo texto que quería destacar en la autodefinión de don Quijote es el siguiente: «Yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes.» Veamos esto con un poquitín de perspectiva. En el mundo corrupto en que le toca vivir a don Quijote, la justicia, en sentido absoluto, sólo la puede restablecer la punta de la lanza del caballero andante. Elemento consustancial a la caballería andante es el amor, y si volvemos por un momento la vista al protagonista de Alonso Fernández de Avellaneda, nos debe sobrecoger la satisfacción con que éste se proclama El Caballero Desamorado.81 De un desatinado plumazo Avellaneda ha pretendido derrumbar toda la compleja estructura psicológica del héroe cervantino, quien luchará elocuente y denodadamente por sus fueros en el episodio de la venta donde tropieza con lectores del Quijote apócrifo, y del que ya se ha hecho mención (supra).

Mas es hora de volver al tema de la locura de don Quijote. Es en las primeras páginas de su historia que se contiene todo lo que sabemos con certeza acerca del proceso de su enloquecimiento. Bien es cierto que al respecto se han escrito sesudas interpretaciones, y otras que no lo son tanto, de orden freudiano, posfreudiano o seudofreudiano, que de todo hay en la viña del Señor.82 En este caso, como en algunos otros más aplicables al Quijote, lo mejor es abandonar la ruidosa senda por donde han transitado y transitan los modernos exégetas, consultar el texto original y proyectarlo, ya bien meditado, en su marco contemporáneo. El texto, que debe ser bien conocido por lo demás, dice así:

En resolución, él se enfrascó tanto en su letura [de los libros de caballerías], que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.


(I, I).                


Y es en este momento que «vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo», y se hizo caballero andante y salió a recorrer el mundo a la busca de agravios que deshacer y aventuras que vencer. Un mundo que sólo las generaciones posteriores pueden apreciar que se ha enriquecido con las experiencias del loco hidalgo manchego en medida casi sideral. Mas el hecho efectivo, y de interés ahora, es que a partir de este momento don Quijote está loco, según dictamina y refrenda el autor -o sucesión de autores, según un punto de vista estructural: Cide Hamete Benengeli, varios autores anónimos, Cervantes-, y lo estará hasta las últimas páginas de la segunda parte, cuando vuelve a sus cabales para adoptar la identidad con que quiere enfrentar a su creador.

No puede caber duda: la locura del hidalgo manchego surge de una lesión de la imaginativa. Recurro una vez más a Juan Luis Vives, con fines de transcribir una autorizada definición de la imaginativa:

Así como en las funciones de nutrición reconocemos que hay órganos para recibir los alimentos, para contenerlos, elaborarlos y para distribuirlos y aplicarlos, así también, en el alma, tanto del hombre como de los animales, existe una facultad que consiste en recibir las imágenes impresas en los sentidos, y que por esto se llama imaginativa; hay otra facultad que sirve para retenerlas, y es la memoria; hay una tercera que sirve para perfeccionarlas, la fantasía, y, por fin, la que las distribuye según su asenso o disenso, y es la estimativa... La función imaginativa en el alma hace las veces de los ojos en el cuerpo, a saber: reciben imágenes mediante la vista, y hay una especie de vaso con abertura que las conserva; la fantasía, finalmente, reúne y separa aquellos datos que, aislados y simples, recibiera la imaginación.


(De Anima et Vita, I, X).                


Estos textos de Vives o mucho me equivoco o nos vienen como anillo al dedo. Quedan perfectamente definidas las dos facultades del alma de don Quijote que él tiene permanentemente desacordadas de principio a fin de su historia: la imaginativa y la fantasía. Ahora bien, si le falla la imaginativa a nuestro héroe, las imágenes que percibe no pueden por menos que llegarle adulteradas. No hay que extremar la demostración de algo que quedará patente desde el primer encuentro que tiene nuestro novel caballero andante en su primera salida, cuando ya ha perdido la chaveta. Rocín y caballero se hallan muertos de hambre y de sed en la rasa campiña manchega, cuando el jinete distingue una venta, que será su puerto de salvación: «Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido» (I, II). Lo que registran los sentidos de don Quijote son, pues, una humilde venta y a su puerta dos rameras. Pero esto es lo que podríamos llamar la impresión cutánea; según la concepción de la época, y ya lo hemos visto, esas imágenes entonces deben pasar al alma donde las recibe la imaginativa. Pero la de don Quijote está lesionada y, en consecuencia, su alma sólo registrará imágenes deformadas y distintas de las que perciben sus sentidos. El autor no nos deja lugar a dudas al respecto, y desde este primer encuentro: «A nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído.» Y entonces, de inmediato, se produce la primera de esa larguísima serie de maravillas literarias que constituyen el Quijote: el autor nos describe las imágenes que se imprimen en el alma de un hombre cuya imaginativa está desarreglada, y, repito, es la imaginativa la receptora en el alma de lo que perciben los sentidos. «La venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan.» «Se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando.»

Quiero destacar en la ocasión el hecho de que los sentidos no engañan a don Quijote en absoluto. Sus sentidos perciben una aislada venta manchega y dos prostitutas, imágenes autorizadas por la sucesión de autores que intervinieron en la redacción de la historia de don Quijote. Es en el paso de lo sensorial a lo anímico que estas imágenes quedan totalmente trascordadas: el alma de don Quijote registra, en vez de venta, un castillo, y dos hermanas doncellas en lugar de las dos mozas del partido. Y las imágenes sensoriales quedan totalmente metamorfoseadas y embellecidas en el momento de imprimirse en el alma de nuestro héroe. A la vista del texto de Juan Luis Vives que acabo de transcribir -y seguramente de varios más que la curiosidad del lector podrá suplir-, la explicación de fenómeno tan extraordinario es tan sencilla como contundente. Las imágenes que se perciben sólo pueden pasar de lo sensorial a lo anímico por la aduana de la imaginativa, y ésta don Quijote la tiene lesionada. En consecuencia, lo que registra el fuero más interno de nuestro caballero andante no responde en absoluto a la realidad que perciben sus sentidos. Pero es más grave aún, porque nuestro héroe tiene lesionada asimismo la fantasía, según ya se encargó de explicárnoslo el autor en el mismo pasaje copiado más arriba, donde nos informa del daño a su imaginativa. Y hemos visto que Vives y su época consideraban a ésta como la facultad del alma que registraba las imágenes sensoriales, pero la facultad que las perfeccionaba, dado que toda imagen sensorial es imperfecta, era la fantasía. Y así llego al final de este aspecto de mi demostración: la venta es recibida por el alma de don Quijote como un castillo por el desajuste de su imaginativa, y una vez que se imprime en su alma la imagen de un castillo acude su lesionada fantasía a perfeccionarla «con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan». Y lo mismo se puede decir acerca de las dos mozas del partido, que se perfeccionan a punto de llegar a ser dos hermosas damas. Y cuantas aventuras recuerde ahora el discreto lector.

Aquí está la matriz del gran tema del Quijote que don Américo Castro bautizó con el nombre de «la realidad oscilante», y cuyo ejemplo más depurado lo constituye el gran debate acerca de la bacía de barbero, que don Quijote mantenía que era nada menos que el yelmo de Mambrino. Todo comenzó con el encuentro accidental con el pobre barbero: «Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro» (I, XXI). Para abreviar lo que todo el mundo recordará, don Quijote despoja al barbero de su bacía, que su imaginativa descarriada percibe como yelmo y que su fantasía desbaratada perfecciona a yelmo de Mambrino. Y ya sin interés en el resto de los despojos, permite que Sancho se lleve la albarda del asno. Mucho más tarde, en la venta de Juan Palomeque el Zurdo, se encuentran fortuitamente vencido y vencedor, o sea, el barbero y don Quijote. Este mantiene con todas las fuerzas de su voluntad la identidad del yelmo de Mambrino, pero la albarda ya no cae dentro de su estimativa, para mantener la terminología de Vives, por su propia bajeza, y así dice: «En lo de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia definitiva» (I, XLV). Y poco después, la venta, con intervención de ciertos cuadrilleros de la Santa Hermandad, se convierte en un nuevo y verdadero campo de Agramante. Mal que bien se restablece una precaria paz, y puntualmente nos informa el autor: «La albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo y la venta por castillo en la imaginación de don Quijote» (I, XLV).

Desde mi punto de vista, o sea, a base de los textos de Juan Luis Vives, la fenomenal aventura del baciyelmo se debe interpretar así: los sentidos de don Quijote perciben una bacía y una albarda, pero estas imágenes, camino del alma del caballero donde hallarán su asiento definitivo, deben pasar por la aduana de su imaginativa, que ya sabemos que está desquiciada, como también lo está su fantasía, que perfeccionará las imágenes sensoriales que admite su imaginativa, mas sólo en la medida en que en su desbarajuste ésta las percibe. Por todo ello una humilde bacía de barbero queda impresa en el alma de don Quijote como una imagen de perfección caballeresca: el yelmo de Mambrino, héroe de la caballeresca rolandiana, modelo, en tantos sentidos, de todas las demás. Y la albarda del asno del mismo barbero alcanzará su punto de perfección, «hasta el día del juicio», cuando la imaginación de don Quijote, de la mano con su fantasía, la eleva a la olímpica altura de «iaez».

Desde luego que hay «realidad oscilante» en el Quijote. Pero quiero precisar que la hay no en cuanto a Don Quijote como libro, y aplicable a su conjunto, sino que la hay en cuanto a don Quijote de la Mancha: personaje y protagonista de ese libro que tiene lesionadas la imaginativa y la fantasía. A lo que voy es que en todo lo que se refiere a los demás personajes del libro, la realidad no oscila: es una y la misma, aunque a veces violentamente torsionada por la intervención de un loco. En ocasiones, asimismo, el tema de la realidad oscilante se puede estudiar en las acciones y reacciones de Sancho, y esto nos da la medida en que el escudero se quijotiza en el transcurso de la obra y, además, es tema para otro libro. En definitiva, me parece perfectamente aceptable la denominación de «realidad oscilante» para caracterizar el específico vivir del protagonista. Mas esta «oscilación» yo la veo desde la perspectiva de Vives y no de la filosofía del siglo XX. Y trataré de explicarme mejor: la realidad oscila porque entre la imagen sensorial y el alma se interpone una imaginativa-fantasía sensorial asimismo oscilante -oscilante por lesión, claro está-; la realidad de don Quijote, ni mucho menos la del libro en general, no oscila por ningún motivo existencialista ni de otras filosofías de vanguardia.

Las lesiones en esas dos facultades del alma de que sufre don Quijote ya no se denominan más de esa manera. La psicología que las diagnosticó periclitó hace siglos, y con ellas toda su terminología y «adherentes». Lesiones como las de don Quijote las conocemos ahora como mitomanía. En el fondo de todo mitómano moderno, y me refiero a la literatura, claro está, yace un poso irreductible de quijotismo. Consideremos al protagonista de las Aventures prodigieuses de Tartarin de Tarascon (1872) y de las otras dos partes de la trilogía: Tartarin sur les Alpes (1885) y Port-Tarascon (1890). El propio autor de esta chispeante y tierna trilogía, Alphonse Daudet, se encargó de avisarnos que en el personaje de Tartarin había intentado fundir a don Quijote y a Sancho Panza. Basta leer que el disparadero de la mitomanía de Tartarin es la lectura de las novelas de James Fenimore Cooper para no poder dudar de la prosapia intelectual del héroe provenzal. Como dijo el crítico literario Alphonse Thibaudet: «Tartarin ha resultado el don Quijote francés.»

El trágico cesante de Pérez Galdós, el protagonista de Miau (1888), Ramón Villaamil, tiene un final escalofriante, pero no sin antes haber tenido un delirio mitómano, en el que si bien no se menciona explícitamente ni a Cervantes ni a don Quijote, se puede divisar en el fondo la colosal figura del hidalgo manchego, sobre todo cuando recordamos la fuertísima atracción que el gran novelista canario siempre sintió por el Quijote. La crueldad inconsciente de sus conocidos ha bautizado a Villaamil y a su familia con el remoquete burlesco de Miau. Hacia el final de la novela, cuando el infeliz covachuelista cesante Villaamil ya no puede con la vida, se venga del mundo, en un puro ataque de mitomanía, buscando «una significación profunda» a las letras del infamante apodo: Mis... Ideas... Abarcan... Universo; Ministro... I... Administrador... Universal; Muerte... Infamante... Al... Ungido (cap. XXXVII); Muerte... Infamante... Al... Universo (capítulo XLIII). Justo antes de levantarse la tapa de los sesos el desesperado Villaamil sí hay un claro y lastimero eco quijotesco. Camino ya de la su cita con el suicidio, Villaamil oye carcajadas y ve un grupo de alegres jóvenes. De la misma manera que el famoso discurso sobre la edad dorada que pronuncia don Quijote al hallarse entre cabreros (I, XI), Villaamil empieza su discurso: «¡Oh dichosa edad de la despreocupación...!» (cap. XLIV). Lo entristecedor y trágico es que el breve discurso de Miau ha sido provocado por el hecho de que el inminente suicida se halla de rondón en el medio de una exuberante y bulliciosa juventud.

Citaré un solo ejemplo más, ya que la lista se podría multiplicar de forma alarmante e innecesaria. Este nos demostrará cómo la levadura del quijotismo todavía actúa eficazmente en ejemplos de mitomanía, al parecer totalmente ajenos a ningún esquema trazado por el héroe manchego. Me refiero a La condition humaine (1933), novela de nuestro contemporáneo polifacético, el francés André Malraux. La novela tiene lugar en Shanghai, en 1927, durante la guerra civil china. El personaje atacado de mitomanía es el barón de Clappique, de quien otro personaje, Gisors, dice: «Su mitomanía es un medio para negar la vida, ¿no lo ves?; de negarla y no de olvidarla» (parte I). Poco quijotesco es esto, no hay duda, ya que el credo de don Quijote es sobre todo vitalista. Y cuando unas páginas antes hemos presenciado la entrada en escena del barón de Clappique, las circunstancias no podían ser menos quijotescas. En una sala de baile de mala muerte, Le Chat Noire, está Clappique, borracho como una cuba y arengando a una rusa y una mestiza filipina. El ambiente y las circunstancias del personaje parecen bien poco auspiciadores para el desarrollo de mi tema. Pero hay un delgado hilillo rojo que nos pone en la pista: Clappique parecía un «Polichinela delgado y sin joroba» y se inventa diversas identidades. Basta esto para enterarnos de la verdadera alcurnia del barón de Clappique: el héroe manchego. Es bien conocida la admiración y cariño que Malraux siempre ha sentido por España para dudar mucho acerca de la prosapia intelectual de Clappique. Malraux fue piloto voluntario en las fuerzas aéreas de la República durante la Guerra Civil. Esta anécdota vital tiene panegiristas y censores, pero lo efectivo es que dejó un extraordinario saldo literario en la novela L’Espoir (1937).

Creo que al llegar a este punto puedo retomar el «rastrillado, torcido y aspado hilo» de mi demostración (Don Quijote, I, XXVIII). Mas creo conveniente enfilar perspectivas con toda brevedad, como para no perder del todo la bitácora. La locura de don Quijote es tema que bien se puede abordar con el instrumental de la moderna psicología, pero tan grosero anacronismo sólo falsea las cosas. Me acogí, pues, a la autoridad de Juan Luis Vives, y con su De Anima et Vita en la mano pude diagnosticar la locura de don Quijote como un caso de lesión en la imaginativa, complicado por análoga lesión en la fantasía. El concepto de facultades del alma se pierde en siglos posteriores, pero el ejemplo de don Quijote y su locura tiene tal fuerza efectiva y actuante en generaciones posteriores, en particular las más cercanas a nosotros, que renace en múltiples novelas. Ahora, sin embargo, el concepto recibe el nombre laico de mitomanía, muy de acuerdo con la secularización progresiva y general que están presenciando estos dos últimos siglos.

El próximo problema que nos sale al paso es el hecho de que don Quijote el loco no es así denominado en el título de su historia, sino El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, lo que se confirma en 1615, en la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.83 ¿Por qué se llama a un loco «ingenioso»? En nuestra habla diaria, para no meterme en definiciones de diccionario, una persona ingeniosa es alguien ocurrente, gracioso, de maña y artificio. El grave empaque de don Quijote rechaza estas acepciones comunes y modernas. Y surge de nuevo la duda: ¿por qué Cervantes denomina con toda seriedad a su loco protagonista como ingenioso?

Como ya estoy bien precavido acerca del riesgo de usar el instrumental científico moderno y su tecnología para indagar las esencias ideológicas del pasado, me atendré en esta parte de mi demostración al ya citado navarro, el doctor Juan Huarte de San Juan. Decía yo que la gran obra de Huarte, que galvanizó a Europa, Examen de ingenios para las ciencias, salió en 1575 y fue bien conocida por Cervantes (supra). Será el libro de Huarte el que nos desentrañará el complejo sentido que la palabra ingenio, y sus derivados, tenía para Cervantes y contemporáneos.

La complejidad de sentido del vocablo ya nos la anuncian dos versos de Garcilaso de la Vega, en que dice: «El curso acostumbrado del ingenio, / aunque le falte el genio que lo mueva» (égloga II, versos 948-949). Esto debe servirnos de clarísima voz de alerta: si el genio mueve al ingenio, la consecuencia lógica es que dicho contacto implica una cierta analogía de sentido o denominador común. El dedo no puede romper la piedra, pero la maza sí; el denominador común es la dureza. Pero creo yo que el más pintado se verá en figurillas para definir al genio, aun así si cuando vemos a uno lo reconocemos como tal. Por lo tanto, definir el ingenio no será tarea de las más fáciles.84

El punto de partida es la fisiología clásica (Aristóteles, Galeno, Hipócrates), tamizada y complicada por conceptos de varia procedencia en los siglos medios y llevada a su perfección en las primeras generaciones renacentistas. Desde luego, hablo de una perfección relativa y totalmente alejada a la nuestra. Se trata de la teoría de los humores, algo ya tan remoto que el gran crítico inglés C. S. Lewis la incluyó en lo que él llamó la imagen descartada, vale decir, la imagen del universo que el hombre occidental descartó en el paso a la Edad Moderna y de la que hemos perdido toda idea, al punto que, a menos de ser uno especialista, es casi imposible captar el esquema general ideológico de cualquier obra anterior al siglo XVIII.85 La abandonada teoría de los humores, incomprensible para casi todos hoy día, nos decía que el cuerpo humano estaba constituido por cuatro humores, que eran la cólera (bilis amarilla), la sangre, la melancolía (bilis negra o atrabilis) y la flema. Según el balance alcanzado por los humores en cada ser humano, se daban las características psicológicas que distinguirían a cada individuo. Y si el predominio de un humor sobre los demás era muy notable, en surgían los siguientes tipos psicológicos, que hoy en día sí entendemos, aunque dentro de un contexto intelectual absolutamente distinto: el colérico, el sanguíneo, el melancólico y el flemático.

Como la mente medieval buscó siempre un perfecto juego de concordancias entre entidades, aun entre opuestos -ars oppositorum-, y como hay cuatro elementos (aire, fuego, agua, tierra), es inútil, y demasiado largo y prolijo, enumerar el complicado sistema que a este respecto se desarrolló. Lo resumiré en un cuadro que irá a continuación, y recomiendo ahincadamente al lector meditar el asunto con calma y espacio, porque en ese cuadro estarán contenidas como en cifra no sólo las características psicológicas de don Quijote, sino también las de cualquier personaje literario de aquellas centurias que haya recibido así sea un conato de descripción de sus humores.86

ELEMENTOS CUALIDADES ESENCIALES HUMORES TEMPERAMENTOS ÓRGANOS SECRETORIOS
Fuego Caliente Sangre Sanguíneo Corazón
Tierra Frío Atrabilis o humor negro Atrabiliario o melancólico Bazo
Aire Seco Bilis Colérico Hígado
Agua Húmedo Flema o pituita Colérico o pituitoso Cerebro

Visto este trabado juego de concatenaciones, debo agregar de inmediato que don Quijote es un individuo en quien predomina el humor de la cólera, vale decir, es un temperamento colérico. Mas el desgaste de los siglos que sufren rocas y palabras ya no nos dice nada: «montar en cólera» es en nuestros días una fórmula un poco cursilona de decir que alguien se ha enfadado. Así y todo, cuando nuestros antepasados decían que alguien era colérico se referían a un complicado juego de correspondencias que terminaba dándonos las características psicológicas -y hasta psicosomáticas- de dicho individuo. Decir que don Quijote era colérico lo definía de pies a cabeza, al menos en su época.

Creo inútil extenderme en la demostración de que don Quijote era colérico. Mas me creo obligado a adelantar el usual botón de muestra. Después de la breve primera salida ocurre el escrutinio de la librería de nuestro héroe, con el resultado que la mayoría de sus libros son quemados por el brazo seglar del ama. A todo esto el héroe dormía; para ocultar la quema de los libros se decide tapiar el aposento donde se guardaban. Y así, al despertar don Quijote no encuentra ni libros ni librería. Con la imaginativa desquiciada, como sabemos que la tenía, el hidalgo manchego acusa de tal fechoría al sabio Frestón, un grande enemigo suyo, y la conversación que mantiene con ama y sobrina al respecto se caldea en forma peligrosa: «No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera» (I, VII). Y si con la ayuda de algún vocabulario cervantino (Cejador, Fernández Gómez) algún lector sigue la hilada de la voz cólera y derivados, bien pronto tendrá una pintura de cuerpo entero de don Quijote.

Otros textos de la época nos brindan los detalles físicos que la palabra colérico invocaba en las imaginaciones contemporáneas. El más útil es muy anterior a Cervantes (primera mitad del siglo XV), lo que debería de terminar de demostrar la validez absoluta de la teoría de los humores. Me refiero al Corbacho, de Alfonso Martínez de Toledo, arcipreste de Talavera, cuya edición príncipe salió en Sevilla, 1498, y que para 1547, año del nacimiento de Cervantes y cuando la obra fue reimpresa en Sevilla asimismo, llevaba siete ediciones por lo menos. En resumidas cuentas: obra de inmenso éxito en el siglo XVI. En la parte III, capítulo III, todo el texto está dedicado a describir «la calidad del onbre colórico» [sic]. Por su brevedad e interés copio íntegro el capítulo:

Ay otros onbres de calidad colóricos; éstos son calientes e secos, por quanto el elemento del fuego es su correspondiente, que es calyente e seco. Estos tales súbito son yrados muy de rezio, syn tenprança alguna; son muy sobervios, fuertes e de mala conplisyón arrebatada, pero dura breve tienpo; pero el tienpo que dura son muy perigrosos. Son onbres muy sueltos en fablar, osados en toda plaça, animosos de coraçon, ligeros por su cuerpo, mucho sabyos, sobtiles e engeniosos, muy solícitos e despachados; todo perezoso aborrescen; son onbres para mucho. Estos aman justicia e non toda vía son buenos para la mandar, mejores para la exsecutar; asy son como carniceros crueles, vindicativos al tienpo de su cólera, arrepentidos de que les pasa. Son de color blanquinosa en la cara. E son de sus preduminaciones estos tres sygnos: Aries, Leo e Sagitarius, ardientes como fuego. Reynan estos tres sygnos en levante. E son muy fuertes onbres los demás a perder.


A mi entender, éste es mejor retrato de don Quijote que las mejores ilustraciones de Gustavo Doré a la inmortal novela. Y así como Doré se inspiró en el texto de Cervantes, Cervantes se inspiró para crear su héroe en la psicología diferencial de la época, aunque no quiero insinuar que el arcipreste de Talavera haya sido su precisa fuente, ya que éstos eran conocimientos propios del acervo común.

Se pueden enfrentar toda suerte de textos de la novela a la definición del Corbacho del Arcipreste de Talavera, pero muy pocos bastarán para demostrar cuán firmemente plantados están los pies de don Quijote en la caracterología de su época. Yrados de muy rezio; syn tenprança alguna: «¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el enojo que recibió don Quijote oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que, con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo ... Y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes...» (I, XLVI). Sobervios: hasta su lecho de muerte la soberbia es el pecado capital de don Quijote. Fuertes: cuando las dos taimadas, Maritornes y la hija de la ventera, han planeado atarlo de una ventana, le piden la mano para admirarla, y al pasarla don Quijote, dice: «No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacareis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene» (I, XLIII). Muy sueltos en fablar: basta recordar los elocuentísimos discursos de la edad dorada (I, XI) y de las armas y las letras (I, XXXVII). Osados en toda plaça: recordar la osada respuesta a los «infames vituperios» del eclesiástico de los duques (II, XXXII), aducida más arriba con otros fines. Aman justicia, e non toda vía son buenos para la mandar, mejores para la exsecutar: bastante ya he dicho en el capítulo anterior acerca del amor por la justicia de don Quijote; ahora basta recordar el episodio de los galeotes (I, XXII), donde el héroe actúa guiado por un concepto erróneo de la justicia humana, pero, así y todo, con presteza ejecutiva los libera. Vindicativos al tiempo de su cólera, arrepentidos de que les pasa: en el primer texto que copié en este párrafo el autor se hace lenguas del enojo de don Quijote hacia su escudero, pero ante la intervención de don Fernando «don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la mano de su amo, y él se la dio, y después de habérsela dejado besar, le echó la bendición» (I, XLVI). Sabyos, sobtiles e engeniosos: de propósito he dejado este texto para lo último, porque aquí se empieza a fundamentar el calificativo de ingenioso con que Cervantes destaca siempre a su loco protagonista. Por lo demás, el propio Sancho se ve obligado a exclamar en la Sierra Morena: «Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo y que no hay cosa que no sepa» (I, XXV).

La sutileza y facilidad inventiva eran cualidades indispensables en el ingenio, según lo define Sebastián de Covarrubias Orozco en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611, s. v.): «Vulgarmente llamamos ingenio una fuerça natural de entendimiento, investigadora de lo que por razón y discurso se puede alcanzar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños.» Sin conocer ni por las tapas el texto de Covarrubias, Sancho ya había refrendado entusiastamente esta definición de ingenio, en particular aplicable a su amo, como acabamos de ver. Pero es el propio don Quijote, aunque en forma indirecta, quien nos declarará que él es de muy subido ingenio. Todo empieza con su hermosísima definición de Poesía: «La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella» (II, XVI). En suma, la poesía es el compendio estético de todas las ciencias, y ocurre que don Quijote, cuando imagina sus proyectos pastoriles, confiesa a su escudero «el ser yo algún tanto poeta» (II, LXVII). De esta manera, y por admisión propia, don Quijote entra a formar parte de la definición de ingenio que nos ha dado Covarrubias.

Ahora, con el Examen de ingenios, de Juan Huarte en la mano, podemos redondear esta exposición de cómo el loco protagonista de la novela es designado, desde la portada, como «ingenioso». En primer lugar, Huarte nos informa de que la ecuanimidad psicológica de los tales es precaria: «Por maravilla se halla un hombre de muy subido ingenio que no pique algo en manía, que es una destemplanza caliente y seca del cerebro.»87 En don Quijote se dan todas estas características: era de subido ingenio, según acabamos de ver, y como colérico que era, primaban en él, per definitionem, lo caliente y lo seco. Y esto, en términos de Huarte, explica la facundia de don Quijote, de la que ya queda memoria (supra): «La oratoria es una ciencia que nace de cierto punto de calor (Examen de ingenios, cap. VII).

En forma inevitable, el protagonista pica en manía, como diría Huarte, y su manía será la lectura de los libros de caballerías, que le hacen olvidar su manía anterior, la de la caza (I, I). La manía de la lectura le recalentó el cerebro y esto, a su vez, se lo resecó: «Del poco dormir y del mucho leer se le resecó el celebro» (I, I). La consecuencia insoslayable de todo esto es que «vino a perder el juicio» o, como dice el padre Iriarte, cayó en «la monomanía delirante», lo que retrotraído a su lenguaje original decía así: «Vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo.»

El padre Iriarte también tuvo la excelente idea de colectar todos los pasajes de nuestra novela que contribuyen a una descripción física y personal del protagonista. El resultado final nos proporciona una imagen de don Quijote como «alto de talla, largo de miembros, flaco pero recio, seco de carnes, huesudo y musculoso, rostro estirado y enjuto, el color moreno y amarillo, la nariz aguileña, lacio el cabello que antes fue negro y ahora entrecano, abundante vellosidad, venas abultadas, voz ronca; y, en conjunto, feo y mal entallado» (página 321). Antes de pasar adelante quiero llamar la atención del lector a la descripción del propio don Quijote de su mano, que copié un poco más arriba, y a lo bien que encaja con la imagen que recogió el padre Iriarte, y que de inmediato cotejaremos con lo que nos dice al respecto el doctor Huarte.

Ahora corresponde volvernos a Huarte de San Juan, quien nos da una acabada descripción del hombre caliente y seco, vale decir, del hombre colérico, en nuestro caso de don Quijote. Así escribe Huarte: «El hombre que es caliente y seco ... tiene muy pocas carnes, duras y ásperas, hechas de nervios y murecillos [músculos], y las venas muy anchas ... el color ... moreno, tostado, verdinegro y cenizoso ... la voz ... abultada y un poco áspera ... Los hombres muy calientes y secos por maravilla aciertan a salir muy hermosos, antes feos y mal tallados...» (cap. XVIII, artículo primero).

En este momento sí estamos en ocasión de enfrentarnos con diversos textos del Quijote en que se nos describe al protagonista, ya que ahora estamos, o así lo espero, en condiciones de apreciar y ponderar la profundidad de significado de cada detalle. Desde un principio se nos dice que don Quijote era «seco de carnes, enjuto de rostro» (I, I). Tenía «las piernas ... muy largas y flacas, llenas de vello» (I, XXXV); era «su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo» (I, XXXVII); era «estirado y avellanado de miembros» (II, XIV); cantaba «con voz ronquilla, aunque entonada» (II, XLVI). Y todo queda resumido en este parlamento de Sancho a su amo: «No puedo pensar qué es lo que vio esta doncella [Altisidora] en vuestra merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, qué cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar» (II, LVIII). Y con esto ya no puede caber lugar a duda: don Quijote de la Mancha era un colérico de subido ingenio, y como tal de temperamento seco y caliente.

El paso de esta circunstancia a la locura se efectúa por resecamiento del cerebro y la lesión a la imaginativa. Como dice Huarte: «La vigilia de todo el día deseca y endurece el cerebro, y el sueño lo humedece y fortifica.» Hay un desequilibrio de humores, aquí causado por falta total de humedad, que sólo puede desembocar en el trastorno mental. El sueño restablece la humedad, pero ya estamos informados que la manía de don Quijote -los libros de caballerías- le mantenían en permanente vigilia: «Se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio.» Esto provoca un trastorno total, al punto que a nuestro héroe «llenósele la fantasía de todo aquello que leía en sus libros ... y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de invenciones que leía». Y ahora en breve y anticipado resumen podemos decir que la locura de don Quijote -colérico, sutil, ingenioso- se vio precipitada por una aguda falta de humedad que, a su vez, surgió a raíz de que las horas del sueño las dedicaba a la lectura.

Es muy significativo observar ahora que cada regreso del héroe a su aldea, voluntario o involuntario, es seguido por un profundo sueño de duración de días, al parecer, y que le restableció en cada ocasión una cierta medida de juicio, lo que equivale a un restablecimiento de los humores a base de un aumento de humedad en el cerebro. Es interesante repasar las tres vueltas a la aldea, porque dan mayor luz al tema. Cuando el labrador Pedro Alonso trae a don Quijote a su aldea después de la primera salida, con el héroe cribado y molido a palos, los íntimos de su casa «hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba» (I, V). Pero el sueño esta vez no debió de ser suficiente, porque nuestro caballero andante despierta sobresaltado y empieza a sacudir cuchilladas y reveses, «estando tan despierto como si nunca hubiera dormido» (I, VII). Otra vez cura y barbero, más la gente de casa, consiguen sosegarle mal que bien, y entonces el héroe pide que le traigan de comer: «Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedose otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura.» Esta vez tiene un largo y reparador sueño -«de allí a dos días se levantó don Quijote»- y se levanta y actúa en forma casi normal, aunque su temperamento colérico estuvo a punto de hacerle perder los estribos (supra). Pero el equilibrio de los humores es sólo aparente, el sueño no ha restituido toda la humedad necesaria y el novel caballero andante sigue con su tema, y esta vez emprende nueva salida con Sancho Panza.

La segunda salida consta del inmenso y maravilloso embrollo de aventuras que constituyen el resto de la primera parte. Al final de ésta, don Quijote, que se cree encantado, es apaleado a gusto por una comitiva de disciplinantes. Lelo de tantos palos y aturdido por sus últimas experiencias, don Quijote es traído a su aldea, donde «el ama y sobrina de don Quijote le recibieron y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho» (I, LII).

Casi un mes de descanso tuvo don Quijote y comenzó a dar visibles muestras de mejoría, momento en que el cura y el barbero deciden volver a visitarle, «y halláronle sentado en la cama» (II, I). De antemano, cura y barbero habían acordado «no tocarle en ningún punto de la andante caballería», lo que en términos del doctor Huarte hubiesen sido «discursos de la imaginativa». La reacción del descansado caballero andante es tan buena que «el cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera, y así de lance en lance», la conversación desbarra a temas de guerras y caballerías (II, I). Es evidente que el cura no tuvo la suerte de Hipócrates al visitar a Demócrito (supra), con quien sólo trató de temas tocantes al entendimiento y no la imaginativa, lo que llevó al famoso médico griego a pronunciar al filósofo más cuerdo que todos los demás isleños. El cura, con pésimo tino, después de haber tratado de temas de entendimiento, y con gran éxito, tuvo la idea infausta de darle unos toques a ciertos asuntos atinentes a la imaginativa. ¡Y aquí fue Troya! Nueva y última salida de don Quijote.

El vengativo Sansón Carrasco, disfrazado de Caballero de la Blanca Luna, derrota a don Quijote y le obliga a volver a su aldea por un año. El quebrantamiento físico de nuestro héroe no es ni comparable al quebrantamiento moral, espiritual y mental con que vuelve a su aldea. El caso es que llegó a su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba: «porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido,88 o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en la cama» (II, LXXIV). Y en este trance el caballero recupera el juicio y se prepara a bien morir: «Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo: -¡Bendito sea el poderoso Dios...!» Y sigue su elocuente, compungido y conmovedor arrepentimiento por haberse dedicado a la «amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías». Es que, continúa el moribundo hidalgo: «Yo me siento, sobrina, a punto de muerte ... quiero confesarme y hacer mi testamento.» Y muere poco después, ya identificado su yo para siempre: Alonso Quijano el Bueno.

Es de sumo interés observar que hasta in articulo mortis don Quijote, más bien su autor, se modela sobre el navarro doctor Huarte. Este narra una anécdota histórica que explica puntualmente la cordura y conversión finales de don Quijote:

En confirmación de lo cual no puedo dejar de referir lo que pasó en Córdoba el año 1570, estando la corte en esta ciudad, en la muerte de un loco cortesano que se llamaba Luis López; éste, en sanidad, tenía perdidas las obras del entendimiento, y de lo que tocaba a la imaginativa decía gracias y donaires de mucho contento; a éste le dio una calentura maligna de tabardillo, en medio de la cual vino de repente a tanto juicio de discreción, que espantó a toda la corte: por la cual razón le administraron los santos sacramentos, y testó con toda la cordura del mundo, y así murió, invocando la misericordia de Dios y pidiendo perdón de sus pecados.


(Apud Iriarte, pág. 319).                


Hay un gran parecido entre ambos casos, al menos parecido en los siguientes factores: ambos personajes -uno de ellos histórico, el loco Luis López89- tienen lesión a la imaginativa; ambos recuperan el juicio, don Quijote después de un gran sueño y Luis López después de un violento ataque de fiebre.90 La conciencia de muerte cercana es aguda en ambos, ambos reciben los últimos sacramentos y ambos testan. Como dice don Quijote o más bien, ahora, Alonso Quijano el Bueno: «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento.» Luis López murió en la historia y Alonso Quijano el Bueno murió en la novela. Mas don Quijote de la Mancha no ha muerto en la historia, ya que sigue vivo en la inmortalidad de la fama. La vida de este colérico ingenioso ha enriquecido la de innúmeras generaciones de lectores; la muerte de Alonso Quijano el Bueno es de una ejemplaridad cristiana.

Mas estas consideraciones no nos deben hacer soslayar el hecho de que la vida de don Quijote de la Mancha es un largo paréntesis en la vida de un hidalgo aldeano que probablemente se llamaba Alonso Quijano, y que ese paréntesis es uno de locura. La locura de nuestro colérico ingenioso le lleva a trazarse un plan de vida como caballero andante. Pero el anacronismo de esta forma de vida es total dentro del mundo y las circunstancias en que le toca desempeñarse; el choque entre la forma de vida adoptada y la realidad circunstante es inevitable y continuo. De igual inevitabilidad es el hecho de que el vencido siempre en este choque es la persona que ha adoptado ese vivir anacrónico. Don Quijote de la Mancha siempre es vencido por la realidad, y la consecuencia es que nuestro héroe vive en estado de casi continuo descalabro. Pero el maltrecho y machucho caballero andante se incorpora siempre para lanzar un nuevo reto a la realidad, que la voluntad del dolorido don Quijote hace que nuevamente se conforme a los deseos de su imaginativa.

La voluntad de don Quijote es indomable, pero hasta esta voluntad indomable necesita cierto apoyo para no derrumbarse ante los furiosos y continuos embates de la realidad. Ahora bien, la locura de nuestro colérico ingenioso le ha hecho dar en la manía de ser caballero andante, para volver a la terminología del doctor Juan Huarte. Y es en esa manía donde encuentra el apoyo indispensable para reformar la realidad, para no dejar que ésta lo aplaste. Se trata de los encantadores, elemento libresco, por cierto, tomado de los libros de caballerías, pero que encabeza la lista de los que pueblan y llenan la fantasía de don Quijote.91 «Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos...» (I, I). De este punto en adelante don Quijote demuestra completa familiaridad con los encantadores y su creencia en ellos no es menor que la fe del carbonero. Ya en su primera salida piensa para su coleto don Quijote: «¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana desta manera?...» (I, II).

Lo extraordinario es que antes de la última salida del caballero andante el sueño se ha hecho realidad. Ha habido un sabio encantador que no sólo ha historiado los famosos hechos de don Quijote, sino que ha vencido la imposibilidad de copiar los mismos términos con que el héroe hablaba consigo mismo. La asombrosa nueva la trae Sansón Carrasco a comienzos de la segunda parte, y sus noticias provocan el siguiente comentario por parte del héroe: «Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir» (II, II). Nosotros leemos estas palabras con un aire de superioridad injustificado; si el lector se coloca por un momento en la perspectiva de don Quijote, lo que ha acontecido es inexplicable e incomprensible. Pero el arcano es penetrable con la llave de los encantadores.

Cuando cura y barbero, ama y sobrina dan al fuego con la librería de don Quijote, y para disimular el auto de fe tapian la habitación que los contenía, todo este tiempo el caballero está dormido. Pero «de allí a dos días se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros» (I, VII). La desaparición de unos libros, o de toda una librería, se puede explicar de mil maneras, mas ¿que desaparezca el propio aposento que albergaba a esos libros? Lo incomprensible cede ante la intervención del sabio Frestón: «Ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza», dirá el caballero (ibidem).

El pleito de la bacía-yelmo y albarda-jaez culmina en la venta de Juan Palomeque el Zurdo en una pendencia de dimensiones descomunales. En el medio de esta tremolina «se le representó en la memoria de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante, y así dijo, con voz que atronaba la venta: «-Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida. A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, diciendo: -¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado...?» (I, XLV).

El desenlace de los extraordinarios sucesos de la venta no se hace esperar, y esto nos llevará poco más tarde al desenlace y final de la primera parte. Toda la compañía que estaba en la venta, don Fernando y sus camaradas, don Luis y sus criados, los cuadrilleros, el propio ventero, todos se disfrazan, penetran de noche silenciosamente en la alcoba donde dormía don Quijote y lo atan fuertemente. Al despertar con sobresalto el caballero, se encuentra efectivamente inmovilizado: «No pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin duda alguna, ya estaba encantado» (I, XLVI).

En la segunda parte el encantamiento mantiene el mismo férreo dominio sobre el mundo de don Quijote, y su ejemplo culminante es el encantamiento de la propia Dulcinea del Toboso. Mas para los fines que persigo ahora escogeré otro ejemplo. Don Quijote y su escudero llegan a orillas del Ebro, y allí tropiezan con «un pequeño barco sin remos ni otras jarcias», atado a un árbol y sin persona a la vista. La imaginación de don Quijote de inmediato lo convierte en un barco encantado, puesto allí para que él emprendiese el socorro de algún caballero. Incontinenti salta al barco el caballero, seguido por el escudero, que no las tiene todas consigo. La corriente del Ebro los lleva a tropezar con unas aceñas en medio del río. Las ruedas de las aceñas y los palos de los molineros provocan una catástrofe general de la cual salen nuestros dos personajes casi ahogados. Mal ha terminado la aventura caballeresca, y don Quijote echa la culpa a los molineros, que su imaginativa ha identificado con una «canalla malvada». La explicación que da don Quijote al fracaso es de perfecta coherencia dentro de su mundo: «En esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro dio conmigo al través. Dios lo remedie; que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más» (II, XXIX).92

He elegido este número mínimo de ejemplos de las manifestaciones que adquieren los encantadores en el mundo de don Quijote porque creo que nos ofrecen lo más característico de las funciones que les atribuye su imaginativa.93

De momento, y para generalizar, diré que la lealtad a su yo crea un problema especial para don Quijote, y es que a menudo se da una falta de adecuación entre yo y circunstancia -para volver a la socorrida fórmula orteguiana- que puede hacer zozobrar el plan de vida. Por ejemplo, es inconcebible que un caballero andante luche contra molinos de viento, y es a todas luces desdoroso batirse contra el libresco bachiller Sansón Carrasco. La reintegración de la circunstancia al nivel adecuado para el libre desempeño del yo escogido (o sea, en nuestro caso: gigantes, Caballero de los Espejos) es la función, de rigurosa necesidad intelectual en el mundo quijotesco, que cumplen los encantadores. Tres motivos principales tiene el imperativo categórico de la existencia de encantadores en ella. En primer lugar, encantadores y encantamientos son la realización de las ilusiones librescas de don Quijote, la realización de su manía, como en el caso del sabio encantador que entre su primera y última salida escribió la historia de sus estupendas hazañas. O bien la resignación con que marcha don Quijote a su aldea, maniatado primero, y luego enjaulado en indigna carreta de bueyes, todo esto lo admite y permite nuestro héroe porque desde un principio él se vio a sí mismo como encantado. Nosotros, espectadores no comprometidos de la vida quijotesca, vemos todo esto con la superioridad que nos permite la «perspectiva de la otra orilla» -que diría Valle-Inclán-, y nos sonreímos ante lo aparente de las realizaciones de su manía, pero nuestro colérico ingenioso las da por efectivas. La apariencia, potenciada por la imaginativa, desemboca en realidad, y sobre esto se basa una de las formas más excelsas del heroísmo humano, entonces y ahora.

En segundo lugar, hay toda suerte de fenómenos inexplicables para don Quijote, tales como la desaparición de todo un aposento de su casona, aquel donde guardaba sus libros, o bien la marimorena increíble que se arma en la venta de Juan Palomeque, que, al fin y al cabo, es sólo culminación de unos acontecimientos fuera de lo común, como pasar una noche atado de una ventana por la muñeca.94 Mas yo creo que si cada uno de nosotros se pone la mano sobre el corazón, deberá admitir, así sea en su fuero interno, que también nosotros recurrimos a nuestros encantadores, así los llamemos, como sugerí antes, «los de izquierda», «los de derecha», «la economía», «el petróleo», etc. La verdad es que disponemos de una legión de encantadores tan numerosa como la de don Quijote.

Y en tercer lugar, alguna manifestación de los encantadores combina las otras dos motivaciones previas, así como el caso del barco encantado. Este tipo de barco existe en abundancia en los libros de caballerías y llegan a éstos de antiquísima prosapia -el Argos con que van a la busca del vellocino de oro Jasón y sus argonautas-. En esta medida, el barquichuelo del Ebro es realización de un ideal literario caballeresco. Pero la intervención de aceñas y molineros, de palos y ruedas, esto ya es algo inexplicable dentro del cuadrante de la manía de don Quijote. Nunca tales objetos ni seres vivieron en el mundo de la caballeresca, por lo que su existencia queda al margen de toda posible explicación.

Ahora, como críticos (o sapientísimos lectores liberados, no comprometidos, del siglo XX), podemos, debemos establecer un sistema de relaciones entre el funcionamiento de los encantadores en el mundo de don Quijote y la realidad objetiva «de la otra orilla», y creo aquí forzar un poco el sentido de las palabras de Valle-Inclán dentro del contexto que tiene en Los cuernos de don Friolera, donde aparecen.

Para el espectador marginalizado por voluntad propia, para aquel que no participa porque no quiere, todos estos fenómenos tienen una explicación de perfecta lógica y coherencia. Pero en esta vida ni siquiera Joseph Addison (muerto en 1719 y principal apoyo de The Spectator) y mucho menos nuestro admirable José Ortega y Gasset -El espectador-, nadie puede llegar, ni pretenderlo, a una objetividad de laboratorario. Somos víctimas de nuestros entusiasmos, simpatías, diferencias y odios. En consecuencia, la explicación lógica que de inmediato damos a todas las manifestaciones del encantamiento en el mundo quijotesco, todas ellas son falaces, porque con arrogancia olímpica nos hemos hecho cargo de las experiencias vitales intransferibles de don Quijote de la Mancha.

Nosotros sabemos -sabiduría que nos llega con el tiempo y la distancia- que los encantadores y todas sus funciones en el mundo de nuestro héroe son producto de su locura, mejor dicho, de su manía. En ocasiones -y esto lo sabemos nosotros, no don Quijote-, el encantamiento es resultado del capricho de los demás, como cuando las taimadas de Maritornes y la hija de la ventera le dejan pasar la noche atado, y colgado, de una ventana. También puede ser que el encantamiento surja de un voluntario deseo de engañar al caballero andante, tal la volatilización de sus libros y aposento. Y en alguna oportunidad se da el caso de que las dos causas anteriores se combinan, y se complican por la lesionada imaginativa del héroe, como ocurre cuando la aventura del barco encantado.

Mas todo lo antecedente lo sabemos nosotros, desde nuestra cómoda butaca de espectadores de una vida que, como una película, se está representando y haciendo ante nuestros ojos. No había forma de que don Quijote diese con la verdadera causa o motivo de ninguno de estos episodios. Por lo demás, y si no fuese por la intervención explícita del autor que nos lo explica, ¿quién puede dar una solución aceptable a la cabeza de bronce, parlante y profética, que don Antonio Moreno tiene en su casa de Barcelona? (II, LXII). Se necesita aquí que el propio autor nos quite la venda de los ojos a nosotros, veteranos y escépticos lectores del siglo XX: «Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas; pero no se acabó la admiración en que todos quedaron, excepto los dos amigos de don Antonio, que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por no tener suspenso al mundo, creyendo que algún hechicero y extraordinario misterio en la tal cabeza se encerraba, y así, dice que don Antonio Moreno, a imitación de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero, hizo ésta en su casa, para entretenerse y suspender a los ignorantes; y la fábrica era de esta suerte...» (idem). Si no fuese por la intervención, exégetica e insólita del autor, creo yo que hasta los mejores de nosotros desbarraríamos en la solución... y en grande.

Ahora se puede decir que el encantamiento y los encantadores recubren una amplísima zona de vida -de la de don Quijote y de la nuestra misma, o mucho me engaño-, y esta zona, a su vez, va de lo más abismal de la locura de nuestro héroe, de su manía, a situaciones que patentizan la naturaleza intrínseca de laberinto que tiene el mundo; tema favorito del siglo XVII, sí, señor, pero no ajeno del todo a nuestra atribulada centuria. Ni en nuestro mundo ni en el de don Quijote hay ninguna compasiva Ariadne, y todos nos perdemos, inclusive nuestra razón, porque nada, o casi nada, muy pocas cosas, de verdad, tienen explicación racional.

Creo que no puede caber duda de que el encantamiento tiene, desde el punto de vista de don Quijote, una función especial: son los encantadores quienes cambian las apariencias de las personas o cosas por otras muy distintas. Esta función especial, a su vez, la podemos subdividir en dos grupos: en el primero es el propio don Quijote quien transforma la realidad antes de que aparezcan los encantadores. La aventura de los molinos de viento es acabada muestra de este grupo. En la distancia de la llanura manchega divisan treinta o cuarenta molinos de viento, y de inmediato exclama don Quijote: «-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más, desaforados gigantes» (I, VIII). Embiste don Quijote, a pesar de las voces de su escudero, y las aspas de los molinos despatarran a caballero y rocín. Anonadado por el porrazo, nuestro héroe responde a las amargas quejas de Sancho: «Yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento» (ibidem).95 Lo mismo ocurre con la aventura de los rebaños de ovejas: al divisar dos polvaredas en el horizonte, la imaginativa de don Quijote se abalanza a identificarlas con dos ejércitos, el del emperador Alifanfarón de la Trapobana y el de Pentapolín del Arremangado Brazo, rey de los garamantas (vide infra). Y se repite la desastrada aventura de los molinos de viento, con peores resultados para el caballero, que saca de la arremetida unos dientes y muelas de menos, dedos machucados y dos costillas hundidas. Dolorido, exclama don Quijote: «-Como eso [cosas como ésas] puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo. Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas» (I, XVIII).

En el segundo subgrupo podemos agrupar aquellos ejemplos o aventuras en que don Quijote no participa en la metamorfosis que precede al encantamiento. Hay una hermosa labriega, Dorotea, que cuando se presenta a don Quijote lo hace bajo el disfraz de la princesa Micomicona (I, XXIX). De pura casualidad, y ya en la venta de Juan Palomeque, Sancho da en el busilis y corre cariacontecido con la historia a su amo: la princesa Micomicona es una dama particular llamada Dorotea. «-No me maravillaría de nada deso -replicó don Quijote-; porque, si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo mesmo» (I, XXXVII). O bien en la segunda parte don Quijote tropieza con otro caballero andante. ¡Caso extraordinario! Este caballero se hace llamar el del Bosque o de los Espejos, y en la obstinada defensa de las damas respectivas, llegan los dos andantes a las armas (II, XIV). En su inesperada victoria don Quijote descubre que el Caballero de los Espejos tiene la fisonomía del bachiller Sansón Carrasco, y el admirado Sancho cree reconocer en el otro escudero a «Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre» (ibidem). Ya en camino y trabada la conversación, Sancho interroga a su amo acerca de una posible justificación acerca de tan extraordinarios parecidos. «-Todo es artificio y traza -respondió don Quijote- de los malignos magos que me persiguen; los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre los filos de mi espada y el rigor de mi brazo» (II, XVI).

En la aventura del Caballero de los Espejos Cervantes no ha puesto al lector al tanto de la tramoya previa a la transformación del bachiller Sansón Carrasco. En sustancia, se trata de una variante del episodio de la princesa Micomicona, donde el primero en conocer la verdadera identidad de esta seudoprincesa es el lector; se trata, pues, de un ejemplo más del acabado virtuosismo de técnica narrativa de que están llenas las páginas del Quijote. De todas maneras, cuando el Caballero de los Espejos se rinde, don Quijote le quita el yelmo, y con admiración, maravilla y espanto contempla el rostro de Carrasco. Los sentimientos, en esta ocasión, son compartidos por el lector porque la fisonomía que contempla don Quijote es de lo más inesperado del mundo para caballero y lector. En consecuencia, Cervantes dedica el capítulo XV a explicar los motivos de tan insólita metamorfosis. Conste que nuestro héroe y su escudero no pueden enterarse de tal explicación: «Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir el camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era el Caballero de los Espejos y su narigante escudero» (II, XIV). He aquí la muy razonable explicación que brinda Cervantes al lector, mas no a su protagonista:

Dice, pues, la historia que cuando el bachiller Sansón Carrasco aconsejó a don Quijote que volviese a proseguir sus dejadas caballerías fue por haber entrado en bureo con el cura y el barbero sobre qué medio se podría tomar para reducir a don Quijote a que se estuviese en su casa quieto y sosegado, sin que la alborotasen sus mal buscadas aventuras; de tuvo consejo salió, por voto común de todos y parecer particular de Carrasco, que dejasen salir a don Quijote, pues el detenerle parecía imposible, y que Sansón le saliese al camino como caballero andante, y trabase batalla con él, pues no faltaría sobre qué, y le venciese, teniéndolo por cosa fácil, y que fuese pacto y concierto que el vencido quedase a merced del vencedor; y así vencido don Quijote, le había de mandar el bachiller caballero se volviese a su pueblo y casa, y no saliese della en dos años.


(II, XV).96                


Lo que quiero subrayar ahora es que somos nosotros, con sideral perspectiva de lectores, quienes estamos al tanto de todas estas metamorfosis y sus motivaciones. En ningún momento don Quijote está al tanto de nada de esto. En el caso de los molinos de viento y de los rebaños el derrengado don Quijote reconoce la verdadera identidad de las cosas, verdadera para nosotros, porque han intervenido los encantadores. En los casos de las transformaciones de la princesa Micomicona a Dorotea y del Caballero de los Espejos a Sansón Carrasco, el perplejo don Quijote, al no poder admitir estas súbitas metamorfosis, se conforma y tranquiliza con aducir los encantamientos.

En consecuencia, se puede decir que el encantamiento es el principio por el cual don Quijote explica el muy inquietante hecho, angustioso de verdad, de que las personas y cosas ofrecen a menudo la apariencia de lo que realmente son. Ni siquiera Frank Kafka llegó a soñar con una pesadilla tal. Debe helarle la sangre a cualquiera el sólo pensar que puede haber un mundo en que el adúltero se pasea con la apariencia perfecta del adúltero, o el ladrón como ladrón, o el asesino, blasfemo, hereje... ¡Horror! ¡Gracias a Dios que aún hay encantadores en el mundo!

Una pregunta a formular, y a contestar lo menos mal que pueda, es por qué Cervantes encarnó toda esta complejísima máquina de ideas y conceptos en un loco. Si echamos la mirada por la Europa del siglo XVI, bien pronto notaremos que el tema de la locura apasiona por los cuatro costados del viejo continente. Como no me quiero meter en mayores honduras, mencionaré a Erasmo como el popularizador del tema. Desiderio Erasmo de Rotterdam, a quien sus contemporáneos alaban «sicut si esset miraculum mundi» (Epistolae obscurorum virorum) y de quien todavía en 1751 decía el inglés Samuel Johnson: «He will stand for ever in the first rank of literary heroes.» En 1511 publicó su Encomium Moriae (Elogio de la locura), obra que hoy en día es la única que lee el público culto. Es paradójico que el más culto humanista de su tiempo sea recordado hoy en día como autor de un encomio de la locura y de la ignorancia. La extraordinaria fama de Erasmo cundió en su época por toda Europa, de Inglaterra a Alemania, de Suecia a España. En el siglo XVI y en España, el reguero erasmista se convierte en verdadero aluvión, al punto que se construyen diversos diques represivos por órdenes inquisitoriales. Así y todo, la ironía que caracteriza los parlamentos de Stultitia en el Encomium todavía resuena en las páginas del Quijote. La influencia de Erasmo sobre Cervantes en particular fue muy considerable, como ha quedado bien claro desde hace tiempo.97 Es fácil descubrir una extraña afinidad entre la ironía de Stultitia y la de Cervantes: en ambos la ironía no sólo afecta el sentido de lo dicho, sino que llega a convertirse en ese mismo sentido.

Como no tengo la menor intención de hacer un censo de elogios de la locura en el siglo XVI, tema para el que no estoy preparado, sólo quiero mencionar un par de obras con las que sí tengo cierta familiaridad. La primera en el tiempo es Gargantua y Pantagruel, de François Rabelais, obra cuya complicada historia bibliográfica se extiende de 1532 a 1564, con dudas acerca de la autenticidad de las obras publicadas en estos últimos años, ya que Rabelais había muerto en 1553. Hay dos locos en esta colosal obra, aunque ninguno de los dos puede haber llegado a oídos de Cervantes, ya que la novela sólo se tradujo a nuestra lengua en este siglo. Pero hay que tomarlos en cuenta para apreciar en esta muy pequeña medida la inmensa difusión del tema de la locura en la Europa de aquellas calendas. Los locos son Pantagruel y Panurge. El primero es un perfecto loco discreto de principio a fin, y Panurge se convierte en protagonista del Tiers Livre, donde se orquesta majestuosamente el tema de la vanidad de la sabiduría humana y, en consecuencia, de la necesidad vital de que haya locura en el mundo.

El último loco excelso que quiero recordar es sir John Falstaff, producto de la pluma del extraordinario contemporáneo inglés de Cervantes: William Shakespeare. Falstaff es personaje en varios de los dramas de Shakespeare, todos de aproximadamente los mismos años: King Henry the Fourth, primera parte (1597-1598); King Henry the Fourth, segunda parte (1597-1598); King Henry the Fifth (1598-1599), y The Merry Wives of Windsor (1600-1601). Falstaff es otro tipo del loco entreverado, muy distinto, sin embargo, del que nos presenta don Quijote y acabamos de estudiar. En lo físico Falstaff se parece más a Sancho, y algunas de sus características también le aproximan más al escudero que al amo. Falstaff aparece como un viejo caballero, aunque no tanto como don Quijote, pero obeso, gracioso, juerguista y bebedor. Es por boca del propio sir John Falstaff que nos enteramos que Shakespeare tenía el mismo concepto de la locura que Erasmo, Rabelais y Cervantes, que la locura constituía una necesidad vital en este mundo: «no, my good lord, banish Peto, banish Bardolph, banish Pointz: but, for sweet Jack Falstaff, kind Jack Falstaff, true Jack Falstaff, valiant Jack Falstaff... banish not him thy Harry’s company: -banish plump Jack, and banish all the world» (King Henry the Fourth, primera parte, II, IV).98 Insisto un poco más en sir Jonh Falstaff en parte por la cercanía temporal a nuestro héroe y en parte porque ya en 1936 Fitzroy Richard Somerset, lord Raglan, en su polémico pero fundamental estudio sobre The Hero: A Study in Tradition, Myth and Drama, le había interpretado como un loco santo, una suerte de símbolo cómico de la caridad, como más tarde ha querido el poeta inglés W. H. Auden, lo que nos retrotrae, ideológicamente, a nuestro loco manchego. El gran literato inglés del siglo XVIII, ya citado, el doctor Samuel Johnson, escribió: «Falstaff, unimitated, inimitable Falstaff, how shall I describe thee?» Con cuánta más razón me puedo hacer análoga pregunta yo: «Don Quijote, inimitado e inimitable don Quijote, ¿cómo os puedo describir?»

En la España de Cervantes, y muy pocos años antes de la publicación de la primera parte de Don Quijote, se publicó una obra que se define en el título, que copiaré de inmediato, y que remacha el clavo de la necesidad de la locura como ingrediente vital, el gran tema de Erasmo a Cervantes, como hemos visto. El autor fue Jerónimo de Mondragón, de patria aragonesa, y la obra que nos concierne tiene el siguiente largo título, que me ahorra toda descripción adicional:

Censvra de la locvra hvmana, i excelencias della: en cvia primera Parte se trata como los tenidos en el mvndo por Cuerdos son Locos: i por serlo tanto, no merecen ser alabados. En la segunda se muestra por via de entretenimiento como los tenidos comunmente por Locos son dignos de toda alabança: con grande variedad de apazibles i curiosas historias, i otras muchas cosas no menos de prouecho que deleitosas (Lérida, 1598).99


Esta rapidísima ojeada al contexto literario de época de Cervantes del apasionante tema de la locura humana, y del papel que le correspondía desempeñar en la vida, demuestra que su popularidad fue amplísima. El consenso de la época, simbolizado aquí en los poquísimos escritores mencionados, afirmaba que la locura era indispensable; el mismo sir John Falstaff entiende que alejar de uno la locura equivalía a apartar de sí mismo al mundo entero.100 Una vez que la locura humana es enfocada de tal cuadrante, era inevitable que sobreviviese por múltiples generaciones. Los intelectuales de época de Cervantes habían dado en el clavo: la locura es factor imprescindible para corregir los excesos de la razón en nuestras vidas. Cada generación, cada época, cada movimiento literario ha vuelto al tema con inmensa sed de autoconocimento, y así, los ejemplos se me vienen a los puntos de la pluma a verdaderos chorros. Pero me conviene aprovechar el consejo de maese Pedro a su intérprete y declarador: «Muchacho, no te metas en dibujos» (II, XXVI).

Tomo a pecho estos avisos de cautela y, por lo tanto, sólo sobrenadaré el contexto moderno de la locura quijotesca, con la esperanza de que los lectores adelanten lo que puedan este experimento. Para empezar, vuelvo a referirme al príncipe Myshkin, el protagonista de El idiota, de Fedor Dostoievski (1868), con fines, esta vez, de acercarme más a los paralelos y analogías entre Myshkin y don Quijote. Cervantes creó el primero y más extraordinario héroe anormal de la literatura universal; Dostoievski, si bien no llegó al mismo grado de perfección absoluta, creó personajes anormales a manos llenas (Raskolnikov, los hermanos Karamazov, Stavrogin y tantos más), mas de todos ellos el modelado más cerca en la turquesa quijotesca es el príncipe Myshkin.

Dostoievski conocía a fondo el Quijote, y su interesantísimo Diario de un escritor (1873-1876) nos lo recuerda de continuo. Tuvo, asimismo, toda suerte de afinidades vitales y electivas con Cervantes, a pesar de los siglos de distancia a que vivieron y de los opuestos costados de Europa de donde venían. De muy temprano en su carrera de escritor Dostoievski se lanzó a crear un don Quijote suyo, muy ruso y muy siglo XIX. Los dos primeros intentos se encarnan en Devushkin, protagonista de Pobre gente (1846), y en Goliadkin, protagonista, a su vez, de El doble, novela del mismo año que la anterior. Ninguna de las dos ha tenido gran éxito con la posteridad, pero después de muchos años Dostoievski volvió al modelo quijotesco, en busca de inspiración y emulación, y el resultado fue ese extraordinario Myshkin, el príncipe idiota.

La génesis de El idiota está plenamente documentada por el epistolario de Dostoievski de 1867 a 1870 (publicado en ruso y que, por consiguiente, sólo conozco en versiones fragmentarias inglesas), y sabemos que pasó por ocho redacciones distintas antes de ir a la imprenta. En una de esas cartas dice el gran novelista ruso: «He ido demasiado lejos. Sólo quiero mencionar el hecho de que de todos los hermosos personajes que nos brinda la literatura cristiana, sólo don Quijote es el más completo.» Esta cita nos descorre otro rincón de la intimidad creadora de Dostoievski: Myshkin tiene como primer modelo a Cristo y como segundo a don Quijote, como años después lo haría Pérez Galdós con Nazarín, a lo que ya aludí.

Ahora bien, don Quijote está loco -mas loco entreverado, por cierto-, mientras que el príncipe Myshkin no. En consecuencia, ¿dónde radica el paralelo aquí? Desde mi punto de vista, es la locura de nuestro hidalgo la que da unidad de sentido, método y organización al Quijote -o sea, artificio literario al fin, pero ¡qué artificio!-, mientras que en El idiota es la epilepsia de la que sufre el príncipe Myshkin la que cumple análogos fines.

Para apurar paralelos, basta pensar que don Quijote es bien poco imaginable sin su amor de lonh por Dulcinea del Toboso. En idéntica medida, aunque con personaje desdoblado, Dostoievski nos presenta el doble amor de Myshkin: Aglaya Epanchina y Nastasya Filipovna. Los entendidos ven en Aglaya el símbolo de Dulcinea, mientras que Nastasya Filipovna sería símbolo de la humanidad abusada. Precisamente es Aglaya quien recuerda una balada de Alejandro Pushkin, de cuyo quijotismo ya queda constancia, titulada El pobre caballero y que en el original es nueva muestra de ese mismo quijotismo. Y en su comentario Aglaya subraya cómo ambos caballeros -Myshkin y el protagonista de Pushkin- se parecen a don Quijote, aunque los dos Quijotes en que piensa ella no son del pasado, sino del futuro (II parte, capítulo VII).

Ya en nuestro siglo nos encontramos con un don Quijote tocado en clave de tragedia. Me refiero a la obra dramática de Luigi Pirandello, cuyo quijotismo también ha surgido con anterioridad en estas páginas, titulada Enrico IV (1922), y que desde su estreno en Milán fue muy discutida y contrastada. La belleza y universalidad de este drama no han podido vencer, sin embargo, la popularidad de Sei personaggi in cerca d’autore, y como la obra es poco leída en la actualidad, se impone un somero examen. Un joven caballero participa en una ceremonial cabalgata carnavalesca vestido de Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, famoso por su disputa con el Papa Gregorio VII acerca de las investiduras, excomulgado por ello y absuelto sólo después de su famosa penitencia en Canossa; murió en 1106. En el drama y en la cabalgata, el joven, arrojado al suelo por el caballo, recibe fuerte golpe en la cabeza y enloquece. En su locura cree, efectivamente, ser el emperador Enrique IV. Parientes y amigos, movidos por la compasión, aceptan lo que ha creado la locura y transfiguran su quinta en palacio y sus criados en cortesanos. Mas aun en esta fingida corte el tiempo corre; pasan doce años y el joven, que ya no lo es más, recupera el juicio. El ex loco se encuentra en la madurez sin haber vivido la juventud: la vida le ha excluido. Amargado, decide fingir ahora la locura para, al menos, poder observar la vida desde fuera. Pero el pasado se inmiscuye tercamente en el presente, y la vida en la ficción, y después de varios lances de extraordinaria belleza, dialéctica, profundidad filosófica y melancolía, el ex joven -que en toda la obra sólo se identifica por el nombre de Enrique IV- mata a un antiguo rival. De ahora en adelante la ficción de la locura se convierte en un imperativo.

El quijotismo de la obra es quizás el más marcado de todo el teatro pirandelliano. Apuntan a ello la tenuidad de la divisoria entre vida y ficción, entre cordura y demencia. Así como cura, barbero y Sansón Carrasco tratan de ayudar a don Quijote, y todo lo que consiguen es hacerle un daño irreparable, lo mismo se puede decir de los fingidos cortesanos de Enrico IV. El resultado es trágico: el hombre se ve obligado a vivir los sueños de su imaginativa. A esta melancólica tragedia está abocada toda vida; si se cae en ella es porque todos llevamos, cuando menos, una partícula de don Quijote por dentro.



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