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ArribaAbajoV. La vida como obra de arte

Sí, señor: cada uno de nosotros lleva un quijotismo interior, en dosis y exteriorizaciones variables según el individuo. Lo demuestra el hecho, observado y comentado por Ortega y Gasset en Historia como sistema (1941), y en su filosofía, en general, de que la clave del vivir es inventarse un personaje, un plan de vida, que luego se vive a diario, con variantes impuestas por las circunstancias. Como dijo Ortega y Gasset: «Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias.» Si el quijotismo original rayó en locura fue porque el avejentado hidalgo de gotera se creó el personaje más inverosímil dadas sus circunstancias: ser un caballero andante.

De niños todos soñamos con ser reyes o presidentes, o quijotada por el estilo, mas pronto las abandonamos en vista de las circunstancias. En cambio, nuestro hidalgo, ya machucho, decide hacer frente a sus circunstancias, y contra viento y marea se hace su plan de vida, que vivirá con dedicación plena -la única que admite la existencia- hasta sus últimos momentos. En este sentido, la inmensa mayoría de nosotros somos Quijotes fracasados, ya que nuestros pobres proyectos de vida se dejan imponer siempre por las circunstancias. El atractivo perenne de don Quijote para todos los hombres del mundo ha sido siempre su ejemplo de subyugar a las circunstancias, a pesar de costillas hundidas, dientes rotos y palos diarios. El continuado magnetismo de don Quijote de la Mancha radica en el hecho de que en nuestro fuero más interno todos le tenemos un poco de envidia. A diario nos codearíamos con héroes si supiésemos, o pudiésemos, sobreponernos a las circunstancias.

Uno de los motivos de nuestra envidia, y no el último por cierto, es que el hidalgo de gotera al inventarse su proyecto de ser lo hace en forma deliberadamente artística, con modelos literarios y todo. El vejete para poco que fugazmente divisamos en el primer capítulo de la novela, de inmediato cede lugar a un brioso caballero andante que imita con plena conciencia a Amadís de Gaula. Ya en plena madurez, el hidalgo de aldea se lanza a vivir un personaje que se ha inventado por encima de sus circunstancias y trata, con rabioso tesón, en convertir a su vida en una obra de arte. La medida de sus triunfos y de sus fracasos será el tema al que torno mi atención ahora.101

Ab ovo Ledae. El hombre fue creado a imagen de Dios, hecho del que nunca ha podido (o querido) olvidarse del todo. Aun en sus momentos de ateísmo más rabioso, el hombre no se ha preocupado tanto con la negación de Dios como con el hecho de emplazarse él en lugar de Dios. En esa novela de Dostoievski tan brillante como oscura, Los endemoniados (1871), hay un personaje, Alejo Nylich Kirilov, que demuestra esto cumplidamente. Hasta que entra en la novela Kirilov ha vivido un ateísmo teórico; ya en el cuerpo de la novela el ateísmo le lleva a un fin trágico. En largas y filosóficas disputas Kirilov afirma y mantiene que los hombres creen en Dios por miedo a la muerte. El día en que el hombre logre vencer ese temor, Dios no tendrá ya razón de existir. Por ello Kirilov se mata, para negar la existencia de Dios. En forma más radical lo que ha hecho Kirilov es suplantar a Dios: él ha querido convertirse en su Dios de su destino.

El ejemplo de Kirilov demuestra que el acto de suplantar es una forma más o menos solapada, y más o menos consciente -de máxima conciencia en caso del personaje ruso, desde luego-, de la imitación. Así, pues, el hombre ha necesitado siempre de modelos para sus acciones, y aun para sus aspiraciones, modelos que, en el peor de los casos y cuando las cosas van mal, le servirán de excusa o de cabeza de turco. La historia nos da como de tristísima evidencia el hecho de que la capa de la emulación ha cubierto al parigual vicios y virtudes, sonadas hazañas e infames traiciones.

En este sentido, el hombre ha usado y abusado de la literatura como modelo de vida. El uso apropiado de la literatura, dentro de mi contexto de hoy, se halla en la zona amplia y general de la literatura devota, con la familiar Imitatio Christi, de Tomás de Kempis, como modelo descollante. El abuso se produce cuando la imitación de la literatura en la vida se ve como un fin en sí mismo, sin la posible redención de un propósito trascendente. Para ilustrar escojo Le Rouge et le Noir, de Stendhal (1830). El protagonista, Julien Sorel, es un don Quijote de la edad posnapoleónica, vale decir, un ambicioso materialista. Se inventa su proyecto a base del Mémorial de Sainte-Hélène y de los boletines de la Grande Armée. Con estos modelos literarios aspira a obtener amor, riqueza y poderío. Pero el cerrado materialismo de Julien Sorel sólo le conduce a la guillotina.102

Ahora bien, y me apresuro a agregarlo, la zona de deslindes entre uso y abuso es vaga e imprecisa. Y esto ocurre, precisamente, porque la mayoría de los mortales vivimos una existencia centáurica, en la que adobamos hecho y ficción, realidad y ensueño. En la medida en que cada uno de nosotros lleva un grano de quijotismo en el alma es imposible el deslinde efectivo.

Pero si volvemos a la literatura, dichos deslindes son un poco más fáciles de efectuar, aunque no mucho más. Don Quijote de la Mancha fue un hombre que erigió a su imaginación en credo, fue un hombre que hizo de la ficción la razón de su vida, fue un hombre, en fin, con cuya vida se urdió la primera novela moderna y la más grande de todos los tiempos. Como dijo el gran filósofo romántico alemán Friedrich von Schelling: «El Quijote es el cuadro más universal, más profundo y más pintoresco de la vida misma.» Pero nuestro héroe, el protagonista de esa novela, elevó su vida al nivel del arte, con gesto de olímpico desdén hacia la prosaica realidad, y a pesar de que esa realidad le abrumaba las costillas. Al impulsarle hacia dicha superación, su creador reveló para siempre esa taracea tenue y delicada que forma, de manera casi paradójica, la mezcla inextricable de realidad y ficción que llamamos vida.

En el capítulo III, «El nacimiento de un héroe», estudié con bastante detalle, como para evitar repetirlos, la técnica que usa Cervantes para presentarnos a su nuevo héroe, un héroe de novedad absoluta, como allí demostré. Con arte maravilloso Cervantes nos presenta al protagonista del Quijote sin el determinismo milenario de sangre, familia y tradiciones. Está en estado adánico, el estado óptimo para inventarse su proyecto de vida. Y desde el momento de su autobautismo don Quijote de la Mancha ha decidido, en forma implícita al menos, hacer de su vida una obra de arte. El mundo en que él aspira a vivir es un mundo de arte (en su caso, de libros, de libros de caballerías para ser preciso) y, por lo tanto, toda la prosa vil del vivir diario debe transmutarse en su equivalente poético si aspira a tener un puesto en el nuevo orden recién creado. Y así, comienza con su propio caballo, que no podrá permanecer más en bendito pero antipoético anonimato, y en consecuencia será arrastrado (pataleando sin duda) a la plena luz del arte con el ponderoso nombre de Rocinante.

Observemos de pasada que en la playa barcelonesa el Caballero de la Blanca Luna expulsa a don Quijote del mundo caballeresco al derrotarle y obligarle a volver a su aldea

(II, LXIV). Esto equivale a obligar a don Quijote a salirse de las páginas de los libros de caballerías, donde obstinadamente ha vivido hasta el momento. Pero nuestro héroe no puede vivir sin el ideal de la vida como obra de arte. Con involuntaria crueldad el Caballero de la Blanca Luna ha obligado a don Quijote, con la punta de su lanza, a abandonar un ideal de vida como obra de arte. Con tenacidad ejemplar nuestro héroe de inmediato decide refugiarse en las páginas de otros libros, los de pastores (II, LXVII). Desalojado de un ideal de vida como obra de arte, don Quijote de inmediato lo reemplaza con otro, que esboza en sus proyectos pastoriles. Le roi est mort; vive le roi. Pero la ausencia del ideal, aun del pastoril, y otros factores que vimos en el capítulo anterior, desembocan inevitablemente en la muerte. Como escribió en cierta oportunidad Jorge Luis Borges: «El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de don Quijote.»103

Por lo menos desde la época en que Platón escribió su diálogo Protágoras, el hombre ha tratado de empinarse, suponiendo que a través de la limitación del arte le aseguraba a su vida una nueva dimensión, que se ha llamado en los avatares de la Historia sabiduría, virtud, fama y muchas cosas más. Para la época del Renacimiento, este principio de la imitación de los modelos había adquirido, a su vez, una nueva dimensión, puesto que para entonces se daba por supuesto que el arte mismo debía imitar al arte.

Para aclarar y ser breve comienzo por citar un texto platónico: «Si se imita en absoluto, se deben imitar, desde la juventud, sólo aquellos caracteres apropiados a la profesión: al hombre valeroso, templado, santo, libre y demás. Mas no se debe en ningún momento tratar de imitar el egoísmo o la bajeza, por el riesgo de que a través de la imitación se llegue a ser lo imitado» (República, III). Y ahora repetiré un texto citado con anterioridad, pero con otros fines. Se trata del crítico de arte italiano de mediados del siglo XVI Giorgio Vasari, quien, en el proemio a sus Vite dei più celebri pittori, scultori e architetti (1551), había dado por sentado que «l’arte nostra è tutta imitazione della natura principalmente, e poi, per chi da sé non può salir tanto alto, delle cose che da quelli che miglior’ maestri di sé giudica sono condotte».

Pero la vieja idea de que la vida debe imitar al arte y así convertirse, en alguna medida o forma, en una obra de arte en sí, esa idea mantenía todo su vigor, prestigiada por textos como el de la República, de Platón: el imitador se puede convertir en lo imitado. Nada más natural que esta larga vigencia, renovada en una época como el Renacimiento, que Jakob Burckhardt caracterizó, en su libro clásico Die Kultur der Renaissance in Italien (1860), como la época en que se originó y tuvo máximo desarrollo el concepto del Estado como una obra de arte. Y uno no debe olvidar, como le ocurrió a Burckhardt, el papel preponderante que desempeñó el Rey Católico en la forja de este concepto, como que creó la diplomacia moderna, el arte de tratar de potencia a potencia.104 Y la plenitud del concepto, en el nivel nacional y en el nivel personal, la vino a encarnar su nieto Carlos V, el primero y único emperador del Viejo y del Nuevo Mundo, quien en todo momento creyó firmemente en la viabilidad del concepto de la vida como obra de arte y lo practicó con asiduidad. No es extraño en consecuencia, sino muy propio, que hacia finales de su vida, y a partir de 1550, el emperador Carlos V dictase sus Memorias o Comentarios -título que prefirió el gran historiador alemán Karl Brandi y que me parece más apropiado a la índole de la obra- a su ayuda de cámara, Van Male, lo que va de la mano con el hecho de que uno de los contados libros que tuvo en su retiro de Yuste fueron los Comentarios, de Julio César.105

Por lo demás, son muchas las oportunidades en que su cronista Alonso de Santa Cruz alude a la conciencia artística que guiaba sus acciones, y esta cita tendrá que valer por todas:

El fin de mi ida a Italia es para trabajar y procurar con el Papa que se celebre un general Concilio en Italia o en Alemania para desarraigar las herejías y reformar la Iglesia. Y juro, por Dios que me crió y por Cristo su Hijo que nos redimió, que ninguna cosa de este mundo tanto me atormenta como es la secta y herejía de Lutero, acerca de la cual tengo de trabajar para que los historiadores que escribieren cómo en mis tiempos se levantó puedan también escribir que con mi favor e industria se acabó; y en los siglos venideros merecía ser infamado y en el otro muy castigado de la justicia de Dios, si por reformar la Iglesia y por destruir aquel maldito hereje no hiciese todo lo que pudiese y aventurase todo lo que tuviese.


(Crónica del Emperador Carlos V, II [Madrid, 1920], 457).                


Para sacar sobresaliente ante el tribunal de la posteridad, tanto nuestro histórico emperador Carlos V como nuestro ficticio don Quijote de la Mancha saben muy bien que el método más directo es modelar la vida como si fuese una obra de arte.106 Pero hay más: al tratar nuestro emperador de conciliar en su vida y en su política la contradicción entre las aspiraciones medievales y las posibilidades modernas, Carlos V encarnaba la verdadera esencia del ideal renacentista de armonía universal. Lo cual es otra forma de decir que Carlos V aspiró a la más noble forma de la vida como obra de arte.

Menciono todos estos hechos sin intención de ahondar en ellos, sólo de pasada, con el fin inmediato de proveer un telón de fondo a los ideales y a las acciones de nuestro hidalgo manchego. La práctica de don Quijote del principio de la imitación de los modelos, y sus esfuerzos para convertir su vida en una obra de arte, están de consuno con la actitud vital de Carlos V o con los aforismos estéticos de Giorgio Vasari. Pero es poco menos que una perogrullada decir que los problemas que confrontan a don Quijote al tratar de ejercitar su ideal son propios e intransferibles y nada tienen que ver con la política imperial o con la estética renacentista. En su caso se trata, más bien, de que son demasiadas y muy heterogéneas las cosas -o circunstancias, como quería Ortega- que le salen al paso como para triunfar en su empresa. Así, por ejemplo, los gigantes tienen una tendencia empecatada a convertirse en molinos de vientos, o bien los airosos castillos a desplomarse al nivel de malolientes posadas, con castellanos de nombres tan poco caballerescos como Juan Palomeque el Zurdo. Claro está que don Quijote encuentra la coartada hecha para explicar estos amilanadores desniveles al recurrir a la intervención de los encantadores, según expuse en el capítulo anterior.

Pero, por fin, llega un momento en que parece que todas las circunstancias se conjugan para favorecer el logro de su sueño. Me refiero al episodio de la penitencia en Sierra Morena, episodio central en todos los respectos, según se verá, de la primera parte. En medio de la soledad de la montaña, alejado de los mundos de los demás, en íntima comunión con la naturaleza, nuestro protagonista se halla en el centro de un escenario pintiparado para levantar en vilo su vida al nivel del arte. Y a ello se entrega, con plena y obsesionada dedicación.

En parte inducido por la soledad de Sierra Morena y en parte por razones más sutiles a las que aludiré más adelante, nuestro caballero decide imitar a Amadís de Gaula, su héroe caballeresco favorito y producto estrictamente artístico. Como exclamará airadamente don Quijote en otra ocasión: «¿Quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula?» (II, I). En cierto momento de su vida Amadís se había sentido desdeñado y hasta traicionado por su amada Oriana, y con la congoja del perfecto amador se había retirado a las fragosidades de la Peña Pobre a hacer penitencia (Amadís de Gaula, II, XLVIII-LII). Esto es precisamente lo que emprenderá don Quijote, mas no sólo como una emulación de conducta, sino también, y ésta es la clave, como una imitación artística. Como dice nuestro héroe a su escudero:

No sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco [Cardenio, de quien trataré más adelante], cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la Tierra; y será tal que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un caballero andante.


(I, XXV).                


A este fin de impeler su vida «a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un caballero andante», o sea, a convertirla en una obra de arte, ya que sólo en esas tierras se da lo perfecto, don Quijote explica con celo y detalle a su escudero la doctrina renacentista de la imitación de los modelos.107

Nos hallamos ante una versión muy personal de la mimesis aristotélica, pues en su discurso nuestro caballero mezcla de continuo la estética y la vida. Esto se hace harto evidente desde el introito de su razonamiento, que podría estar tomado de Giorgio Vasari o de cualquier otro tratadista de arte del siglo XVI. Cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que conoce. Y la cadena de sus raciocinios la remata don Quijote con el siguiente corolario silogístico: «Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare [a Amadís] estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería.»

No hay que ser muy lince para ver que don Quijote confunde, adrede sin duda, la imitación artística, plenamente justificada en la pintura, como él mismo nos recuerda, con la emulación de conducta. Un caballero andante normal (si los hubo) trataría de emular la conducta de Amadís, su fortaleza, sinceridad, devoción y demás virtudes ejemplares, pero no trataría de imitar las circunstancias en que se ejecutaron los diversos actos de su vida, y en los que se desplegó tal conducta. Cuando lo que se imita no es más ya el sentido de una vida, sino también, y muy en particular, sus accidentes, nos halla con que el imitador quiere vivir la vida como una obra de arte.

Lo que llevó a don Quijote a tomar esta extraordinaria decisión en plena Sierra Morena fue, según lo explica él mismo, un limpio acto de voluntad. Sus acciones, en esta coyuntura, no tienen motivación alguna, y así lo reconoce él, de manera paladina, al admitir que no tenía razón de queja alguna contra Dulcinea del Toboso, como Amadís la tuvo contra Oriana. Al enterarse de la insólita decisión de hacer penitencia que ha tomado su amo, Sancho el cuerdo exclamará:

-Paréceme a mí ... que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?

-Ahí está el punto -respondió don Quijote-, y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias; el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?


(I, XXV).                


Por difícil que sea, invito al lector, a guisa de ejercicio intelectual, a olvidar por un momento la levedad de tono de estos discursos y a considerar, en abstracto, las implicaciones morales del acto de don Quijote. A todas luces, le falta en absoluto la motivación. En este lance es un puro acto de voluntad el que sustenta en vilo a toda su vida. Nada en la realidad justifica su acción o el sesgo que le ha imprimido a su vida. En la normalidad de los casos, y por lo general, nuestra voluntad, guiada por nuestra conciencia, apetecerá ciertos objetivos más que otros (la fama sobre el dinero, la honradez más que el éxito, o bien quizás al revés), y entonces las reservas combinadas de nuestra vida respaldarán a nuestra voluntad a machamartillo. Pero al llegar a esta coyuntura en la carrera de nuestro caballero andante, esta relación normal ha sido puesta exactamente del revés: en vez de sustentar los objetivos de la voluntad con todas las fuerzas del vivir, la vida de don Quijote, desasida de la realidad, se halla con el único apoyo de la voluntad. Es algo así como el acróbata de circo, que por unos instantes sustentará todo el peso de su cuerpo en precario equilibrio sobre su dedo índice.

A riesgo de subrayar lo archipatente, recordaré que en el esquema normal de las cosas el cuerpo humano es el que empuja y sustenta al dedo índice, y no al revés. De darse alguna vez esta última posibilidad, me imagino que los resultados bien podrían ser calamitosos. Todo esto es un rodeo para decir que nuestra vida íntegra está arraigada, en forma inconmovible, en el funcionamiento normal de las eternas relaciones entre sujeto y objeto. Pero con don Quijote en Sierra Morena, a punto de comenzar su penitencia, parece más bien como si su voluntad se hubiese convertido en su propio sujeto y objeto, de la misma suerte que el índice del acróbata de circo es a la vez su dedo y su sustento corporal. Nos hallamos ante un caso, único hasta ese momento en los anales literarios, en que la voluntad se ha trascendido a sí misma al anular la relación normal entre sujeto y objeto.

Para Arthur Schopenhauer, el gran filósofo del Romanticismo alemán, en su obra fundamental Die Welt als Wille und Vorstellung (1819 fue el año de su primera edición, pero el propio autor la adicionó seriamente para la segunda, de 1844), la voluntad es lo que está en las raíces de nuestra persona (libro II). Esto no está muy alejado del viejo concepto escolástico de que la voluntad era una potentia del alma.108 Pero lo que sigue sí lo está. Porque Schopenhauer considera a la voluntad (Wille) como una tendencia ciega, impulsiva e inconsciente, no como un valor racional (Wollen). Es una fuerza causal que, a pesar de la tautología, hay que definir como «voluntad de vivir». Y al llegar a este punto me pregunto hasta qué extremo puede el Quijote haber influido en las cavilaciones de Schopenhauer sobre el tema, ya que sabe a ciencia cierta que fue ardiente admirador de nuestra inmortal novela. Es precisamente en Die Welt als Wille und Vorstellung donde dice: «La obra [Don Quijote de la Mancha] expresa alegóricamente la vida de todo hombre que no se satisface, como los demás, con buscar su propia felicidad, sino que aspira a una metamorfosis objetiva, ideal, que se ha apoderado de su pensamiento y de su voluntad, lo que le da, en este mundo, una actitud muy singular» (III, párrafo 50).109

No quiero desenfocar del todo este gran tema quijotesco de la voluntad, por ello mis consideraciones sobre Schopenhauer, admirador entusiasta de nuestro inimitable hidalgo manchego. Ajustado el enfoque en la medida en que he podido, vuelvo al aspado hilo de mi historia. Decía que con don Quijote a punto de comenzar su penitencia en Sierra Morena, su voluntad se ha convertido en sujeto y objeto de sí misma. En este momento ha ocurrido un gravísimo quebranto en el orden de la vida, porque la consecuencia insoslayable de todo lo antecedente es que ha cesado de existir la relación normal entre causa y efecto. Y el eterno juego reflexivo, de lanzadera, entre causa y efecto es lo que alumbra a nuestra conciencia y le imparte el conocimiento de que una causa determinada provocará un efecto específico. Esto, a su vez, es lo que da sentido, unidad y dirección a nuestras vidas.

Este quebranto de máxima gravedad en el esquema eterno de las cosas es lo que los moralistas modernos llaman el acto gratuito. Y con don Quijote haciendo penitencia en Sierra Morena -«en seco», sin causa alguna- nos hallamos confrontados con el primer acto gratuito de la literatura occidental. Por primera vez, al menos en las letras occidentales, un artista se ha lanzado a explorar los problemas y posibilidades que surgen cuando la voluntad de un hombre se ha convertido en su propia conciencia.

Una breve excursión por la historia literaria más moderna nos ayudará a esclarecer algunas de las implicaciones de la acción de don Quijote. Porque no se puede negar que la penitencia de Sierra Morena, vista desde este punto de mira, abrió la caja de Pandora que encerraba los más graves problemas morales de conducta. Debemos recordar, como punto de partida, que nuestra edad moderna -nosotros mismos, ahora, en este momento- ha asignado a los problemas de moral el puesto de privilegio que en épocas anteriores habían ocupado los problemas metafísicos. Y este reajuste de nuestra axiología existencial ha provocado, en consecuencia, el replanteo, en forma radical, del problema del individualismo. Y el individualismo, llevado a su expresión última, exige el acto gratuito.

En mi sentir, el precursor de más talla -en la literatura, se entiende, porque no me permito adentrarme mucho en campos filosóficos- en la compostura intelectual del individualismo fue Fedor Dostoievski, quien introdujo la idea de un hombre-Dios para reemplazar el tradicional concepto de un Dios. Claro está que no es coincidencia alguna que desde su primera gran novela Dostoievski se aboque a explorar las honduras del acto gratuito, o sea, las posibilidades y consecuencias del actuar humano en libertad absoluta. Cuando Raskolnikov asesina a la vieja usurera en Crimen y castigo (1866) nos hallamos ante un acto gratuito, o al menos ésta es la forma en que Raskolnikov quiere que se interprete su acción. Claro está que Raskolnikov, como buen universitario que era, responde a los clarinazos ideológicos más recientes en su época, como las ideas sociales de Marx, o anticipa el concepto de superhombre de Nietzsche. El caso es que cinco años más tarde Dostoievski volvió a la carga y dio más prolongado asedio al problema en Los endemoniados, en las interminables pero profundas discusiones de Kirilov acerca de Dios, del suicidio y de una posible autoapoteosis a través de la entrega voluntaria y gratuita a la muerte, tema ya abordado, desde otro cuadrante, en este capítulo (supra).

André Gide fue un gran admirador del novelista ruso, y como testimonio nos dejó un buen libro sobre Dostoievski (Dostoievsky, 1923), aunque la obra es mejor aún como fuente de estudio acerca del propio Gide.110 Pero nos dejó, además, otro tipo de tributo acerca de la influencia que Dostoievski ejerció sobre él y al compromiso moral de ambos con los problemas del acto gratuito. En Les Caves du Vatican (1914), el protagonista, Lafcadio Wluki, es la versión que Gide da del hombre libre, tipo humano que cuenta entre sus antepasados literarios con el Julien Sorel de Le Rouge et le Noir, de Stendhal -de cuyo abolengo quijotesco dejé constancia a comienzos de este capítulo-, y con el recién mencionado Kirilov de Dostoievski, y que apunta al Meursault de Camus, el protagonista de L’étranger y de quien hablaré de inmediato. Mas antes de seguir adelante quiero mencionar el hecho de que yo no veo ninguna relación entre el hombre libre moderno y el personaje autónomo que hace su aparición en las letras españolas del Siglo de Oro y cuyo más acabado ejemplo es la discusión entre don Quijote, Sancho y Sansón Carrasco acerca de los méritos relativos de la primera parte de sus aventuras, que ya andaba impresa (II, III). No encuentro mejor deslinde que la siguiente afirmación: el problema del hombre libre es uno de ética, el del personaje autónomo es uno de estética.111

Lafcadio Wluki, rumano, es hijo bastardo del viejo conde Juste Agénore de Baraglioul. En la línea del ferrocarril de Roma a Nápoles, Lafcadio empuja por la portezuela del tren en plena marcha a un hombre a quien no ha visto en su vida -aunque sí ha aparecido con anterioridad en la novela y se llamaba Amadée Fleurissoire- y comete un asesinato que no le reportará beneficio alguno. Gide, que no Lafcadio, nos insinúa que el joven estaba predispuesto por nacimiento y educación a abrazar las ideas más avanzadas y rebeldes y ha hecho suya una suerte de mística del acto gratuito. Se trata de un crimen insensato, desde luego, como el de Raskolnikov, y que Lafcadio, al igual que el personaje de Crimen y castigo, tratará de racionalizar, en su coleto, como un acto gratuito. Hay que dejar constancia, sin embargo, que el acto de Lafcadio, gratuito o no, le produce un profundo trastorno, así como el crimen de Raskolnikov le condena a ocho años de prisión en las cárceles de Siberia. Pero el tono de Gide es muy distinto al de Dostoievski, lo que se hace evidente desde el momento en que el novelista francés llamó a su obra una sotie.

En años todavía más recientes, Albert Camus -muerto trágicamente en 1960, poco después de haber recibido el Premio Nobel-, que tuvo tempranos resabios de Gide (pienso en las relaciones entre Noces, 1939, la primera novela de Camus, y Les nourritures terrestres, 1897, de Gide), demostró en repetidas ocasiones su propio fervor por Dostoievski, con alguno de cuyos personajes compartió una predilección por el absurdo, que el novelista francés elevó a culto y clave existencial. No es extraño, pues, que Meursault, protagonista, como dije, de su novela L’étranger (1942), cometa un asesinato irresponsable, acto en el que los modernos parecen haber cifrado la gratuidad, a exclusión de cualquier otro aspecto. Si se acepta que Meursault, en su abulia y rutina, es un símbolo del hombre y la sociedad de Francia -como lo fue también el ambiente de La peste, del mismo Camus, 1947-, es imposible negar la importancia que el acto gratuito había adquirido en ciertos sectores del pensamiento europeo. De todas maneras, Camus tuvo la precaución de justificar ideológicamente a Meursault y su acto gratuito en Le mythe de Sysiphe, colección de ensayos publicada en el mismo año que la novela, donde, por cierto, en la tercera parte («La création absurde») hay un ensayo sobre «Kirilov». Dentro de la misma línea de Le mythe de Sysiphe, y con más profundidad, Camus volvió a la justificación ideológica de L’étranger en L’homme révolté (1951), donde, por fin, se supera el nihilismo. Y por el momento no hay necesidad de prolongar más esta breve excursión, que ha cumplido con el recorrido mínimo necesario para mis fines actuales.

Me proponía mostrar las diferencias que van del primer acto gratuito, con conciencia de tal, que registra la literatura de Occidente, a sus versiones de hogaño. La característica más evidente en las versiones modernas es que ha desaparecido por completo el sentido ético de la vida, escamoteo ideológico que nuestras generaciones pagan a diario. En un sentido radical, en estas versiones la vida se ha convertido en poco más que en una dimensión de la voluntad del hombre. Así se explica que Raskolnikov y sus congéneres hayan erigido su amoralismo criminal en una nueva suerte de standard social. Y el árbitro de esta sociedad fue Friedrich Nietzsche, cuyo Der Antichrist (1888) se escribió como primera parte de un gran himno anticristiano y amoral que, gracias a Dios, no pasó de proyecto: Umwerthung aller Werthe, o sea, Transmutación de todos los valores.

¡A qué distancia estamos de las acciones de don Quijote, que no presentaron crimen alguno! Caballero cristiano y ejemplar como lo fue don Quijote de la Mancha, en su vida no hay ni el más mínimo atisbo del Übermensch del alemán Nietzsche. En el caso de nuestro hidalgo no hay crimen, pero sí hay error, y esto porque, arrebatado por su deseo imaginativo de vivir la vida como una obra de arte, ha permitido que su voluntad se convierta en autosuficiente. Al ocurrir esto, su conciencia ha quedado arrinconada en el trasfondo de su espíritu, y la voluntad, ya en libertad absoluta, se ha entregado con fruición a los dictados de la imaginativa. Si los sueños de la razón producen monstruos, como quiso el Goya de los Caprichos, no son menos deformes las imaginaciones de la voluntad. Ya hemos visto en el capítulo anterior que la lesión de don Quijote estaba en la imaginativa y que se enconaba al contacto con la caballeresca. Vale decir, la voluntad sometida a la imaginativa era ocurrencia casi diaria en la vida de don Quijote, pero con una diferencia esencial: en todas las otras ocasiones el correctivo apropiado no ha faltado nunca, ya sea en la forma de molinos de viento, venteros, encantadores o duques.

Frente a todo esto, y por contrapartida, el episodio de la penitencia en Sierra Morena se singulariza porque, en primer lugar, las circunstancias no podrían haber sido más propicias para vivir la vida como obra de arte. Esto lo insinúa Cervantes, con la acabada descripción de la naturaleza en que hará penitencia don Quijote, y éste lo confirma de inmediato:

Llegaron [amo y escudero], en estas pláticas, al pie de una alta montaña, que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio:

-Este es el lugar, ¡oh cielo!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto.


(I, XXV).                


Para completar el personaje «artístico» que su imaginativa ha creado, don Quijote considera un deber fingirse loco: «Como si estuviera sin juicio.» Don Quijote comienza a empinarse a las alturas cimeras de Orlando o de Amadís. Empuja su vida a las alturas del arte: «¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas!» (ibidem). La transmutación de los elementos de la realidad en la lesionada imaginativa de don Quijote es total, al punto que el apacible lugar se convierte en inhabitable lugar, lleno de asperezas y repleto de imaginados celos. Y todo se llena con cuidado de elementos mitológicos o literarios que cumplen la función indispensable de crear el telón más adecuado para vivir la vida como una obra de arte: napeas, dríadas y sátiros. Y cuando desenfrena y desensilla a Rocinante, exclama don Quijote: «Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan estremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres; que en la frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante» (ibidem). Todo es mitología, literatura, arte, desde la despedida a Rocinante -«libertad te da el que sin ella queda»-, que recrea un manido tópico de la literatura epistolar amorosa de la época -así comienzan unos tercetos de Timbrio a Nísida en la Galatea del propio Cervantes: «Salud te envía aquel que no la tiene», III-, hasta los repetidos nombres finales del grandioso poema de Ariosto.112

No puede caber duda que la imaginativa de don Quijote ha creado las circunstancias más propicias para vivir la vida como obra de arte, como he destacado en primer lugar. Pero, y en segundo lugar, no hay correctivo apropiado, al parecer, a lo que es un evidente error del caballero. Don Quijote no sale deslomado de su penitencia en Sierra Morena, como suele salir de casi todas sus otras aventuras. La ausencia de correctivo sí constituiría a la penitencia en episodio único, absolutamente insólito en las obras de Cervantes, el novelista ejemplar.113 El hecho es que el castigo de don Quijote de la Mancha está allí, sólo que bien envuelto en una ironía, característica la más propia, quizá, del estilo cervantino.114 La reprimenda que el autor dirige a su protagonista emboza su mueca irónica en los siguientes términos, que se hallan al final del capítulo XXV, cuando Sancho ha pedido a su amo que haga un par de locuras sobre las que él pueda informar, con conocimiento de causa, a Dulcinea del Toboso, sin incurrir en ningún cargo de conciencia:

Y desnudándose [don Quijote] con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire, y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco.


La imagen mental que evocan estas frases provocará, y ha provocado por generaciones, la risa del más curtido, y en esa hilaridad cifra Cervantes su reprobación. La repulsa viene provocada porque don Quijote ha creído que con su vida podía imitar el arte, sin pararse a medir las consecuencias -«daño de barras», dirá Cervantes en el prólogo de las Novelas ejemplares-, y que emprender tal imitación justificaba el liberar a su voluntad de su conciencia. Por todo ello, el episodio se redondea con graciosísimo final de capítulo. Los logros de la voluntad de don Quijote -incluidos sus sátiros, dríadas, napeas e Hipogrifos- se desrealizan ante el pinchazo irónico: el héroe, en paños menores, queda expuesto al ludibrio del lector. Por primera y única vez, un héroe caballeresco ha aparecido ante nuestros asombrados ojos «en carnes y en pañales», y esto ha provocado, y provoca, homérica risotada. Es, casi, como si la ironía cervantina hubiese creado un Cid Campeador en alpargatas.115

Esta es la primera enmienda o corrección al vuelo de la voluntad de don Quijote y la podríamos llamar al nivel estilístico, en cuanto la ironía es gala del estilo. Pero hay una corrección más, y más seria, desde luego, y la podríamos denominar la enmienda al nivel ideológico. Las consecuencias de las acciones de don Quijote en su momento de festiva penitencia fueron de un tipo harto inesperadas, tanto para él como para el lector. En este sentido, en el hecho de que en toda la obra no hay episodio, aventura ni incidente siquiera que no tenga alguna forma de continuación, el mundo novelístico del Quijote es como el antecedente literario de la ley de Lavoisier acerca de la conservación de la materia: nada se pierde, todo se transforma. La repulsa que ha recibido el protagonista no ha sido digna de él, y en última instancia, y bien pensado, tampoco ha sido digna de Cervantes. El ridículo puede ser correctivo, pero malamente puede ser ejemplar, y la ejemplaridad es una de las directrices del arte cervantino, como con toda claridad lo dice en el prólogo a las Novelas ejemplares, aunque el bizantinismo crítico todavía se enzarce en polémica al respecto. Por lo tanto, el episodio del acto gratuito -la penitencia en Sierra Morena- tendrá un suplemento ejemplar.

Sancho Panza abandona la Sierra Morena para ir al pueblo de Dulcinea del Toboso y llevarse el mensaje escrito del amor de su amo, donde, por cierto, don Quijote recae en el tópico de los epistolarios amorosos de la época, y que ya queda mencionado: «El ferido de punto de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene» (I, XXV). Y ya sin cargo de conciencia, Sancho asimismo lleva el testimonio visual de las locuras de su amo. En el camino se encuentra con el cura y el barbero «de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto general de sus libros» (I, XXVI). Interrogado por ellos, Sancho les cuenta los disparates de su amo: «Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba» (ibidem). E incontinenti deciden sacar a don Quijote de la Sierra Morena y llevarle a curar a su pueblo, por engaño, claro está: «Vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote, y para lo que ellos querían» (ibidem). A este propósito pronto obtendrán la ayuda de Dorotea, quien en su belleza «no es persona humana, sino divina», al parecer de Cardenio (I, XXVIII), y que se presta a hacer de «doncella menesterosa», la desvalida princesa Micomicona (ibidem). Y con esto se salva la posible indecencia de que el cura anduviese vestido «en hábito de doncella andante» (I, XXVI) por las fragosidades de Sierra Morena. Todos juntos, esta suerte de comitiva, con el acompañamiento de Cardenio, regresan a las asperezas donde había quedado el penitente don Quijote. Al encontrarle, Sancho se ve obligado a inventar unas paparruchas descomunales y graciosísimas acerca de Dulcinea del Toboso (I, XXXI) para cohonestar un mentido viaje que sólo había realizado en la imaginación.116 En el curso de esta conversación entre amo y escudero, don Quijote dirá:

Has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de acetarlos por sus buenos caballeros.


(I, XXXI).                


A lo que replicará Sancho:

-Con esa manera de amor ... he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.


Esta inesperada respuesta causa la admirada sorpresa de don Quijote. Es obvio que él ha estado pensando y cavilando desde su punto de vista preferido: la caballeresca. Y en consecuencia, a lo que él se refiere es a una antigua y noble forma del amor humano (el humano, no el divino), lo que casi toda la Edad Media conoció con el nombre de amor cortés y que, evidentemente, persistía aún en tiempos de don Quijote, a lo que volveré más tarde (infra, cap. VII). La respuesta de Sancho ha desbaratado a su amo: el escudero se refiere específicamente al amor divino. La confusión es tal que bien vale la pena copiar el resto de esta parte del diálogo:

-¡Válate el diablo por villano -dijo don Quijote-, y qué de discreciones dices a las veces! No parece sino que has estudiado.

-Pues a fe mía que no sé leer -respondió Sancho.


La verdad, como suele, ha hablado otra vez por boca de los simples: ex ore stultorum veritas. Porque lo que Sancho acaba de expresar, en un caso extraordinario de ciencia infusa y con entrañable candidez, es el único verdadero y deseable acto gratuito. En la historia de la espiritualidad española, esa clase de amor divino que Sancho ha tratado de describir se conoce con el nombre de «doctrina mística del amor puro». El más apasionado expositor de dicha doctrina fue San Juan de Ávila, cuyos escritos, como es bien sabido, sirvieron de modelos en muchas ocasiones a Santa Teresa de Jesús.117 Pero la expresión literaria más directa y perfecta de esa doctrina se encuentra en el famoso soneto anónimo «A Cristo crucificado», contemporáneo aproximado de nuestra novela.118 Lo copiaré para que no queden dudas acerca de las analogías y hasta de algún eco verbal que se puede hallar en las palabras puestas en boca de Sancho. Y esta analogía no implica para nada un conocimiento mutuo, sino el simple hecho de que ambos textos trabajan desde dentro de una misma tradición de nuestra historia espiritual.




A Cristo crucificado


   No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
    Tú me mueves, Señor; muéveme el verte  5
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
    Muévesme al tu amor en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara;  10
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
    No me tienes que dar porque te quiera;
que aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.


En estos versos se expresa la única forma propia y verdadera del acto gratuito, no tal como lo había llevado a cabo don Quijote de la Mancha, y algunos desvanecimientos de última hora que ya hemos visto. El soneto describe la verdadera liberación de la relación eterna entre causa y efecto, y Sancho se hace eco de esa doctrina. Al contrario de don Quijote y su más criminal descendencia, como Raskolnikov y parentela, Meursault y compañía, casos en que la voluntad del hombre se convierte en su propia conciencia, en las palabras de Sancho, y en el soneto, nos hallamos ante la cabal explicación de cómo la conciencia del hombre llega a convertirse en la voluntad de sí misma. Y si ésta es la repulsa final del acto gratuito de don Quijote (como lo es sin duda), también debe servir para la más profunda edificación del lector. A pesar de lo que pensaba el gran poeta inglés William Blake, no toda la literatura tiene que ser demoníaca, aunque mejor será citar a este complejísimo poeta, místico y simbólico: «The reason Milton wrote in fetters when he wrote of Angels and God, and at liberty when of Devils and Hell, is because he was a true Poet, and of the Devil’s party without knowing it» (Marriage of Heaven and Hell [1790], «The Voice of the Devil»).119

Esta parte del análisis del concepto de la vida como obra de arte nos ha llevado más bien lejos de la materia inicial. Volvamos al principio del episodio de Sierra Morena, donde dicho concepto se halla mejor expuesto -con seguridad, dada la idoneidad de las circunstancias-, y démosle nuevo rodeo para examinarlo desde otro punto de vista. Por eso es que a Wilhelm Dilthey, el embajador de las Geisteswissenschaften, le gustaba decir que das Leben ist eben mehrseitig: la vida es, precisamente, multilateral. Tres siglos antes que el gran filósofo e historiador alemán de nuestra época, Cervantes había cimentado todo su universo poético sobre el mismísimo concepto. En consecuencia, multiplicidad de perspectivas es lo que exige cualquier aproximación a Cervantes, y esta lección debe ser conminatoria para el crítico.

Queda dicho, y el hecho estará en la memoria de todos, que don Quijote no es el único loco suelto por la Sierra Morena. También vaga por allí Cardenio, víctima de una locura de amor y celos análoga a la que atacó a Orlando en la epopeya de Ariosto.120 Don Quijote y Sancho Panza ven a Cardenio por primera vez a la distancia, corriendo y saltando, semidesnudo, de roca en roca. Más tarde, un pastor cabrerizo les contará algo de la historia de Cardenio, y al explicar su andrajosa apariencia recuerda que «así le convenía [a Cardenio] para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta» (I, XXIII).

Poco después, el propio Cardenio aparece de improviso, «por entre una quebrada de una sierra» (I, XXIII), y momentos más tarde empezará a contar su lastimosa historia. Pero sólo previa condición de que no se le interrumpirá por ningún motivo: «Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habeisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando» (I, XXIV). Conviene puntualizar un par de cosas antes de seguir adelante. En la Sierra Morena Cardenio funciona como una especie de alter ego de don Quijote, tema al que volveré de inmediato y que Cervantes subraya al presentarle como el Roto de la Mala Figura. Además, así como don Quijote aspira a alzar su vida al nivel del arte en la penitencia inaudita que emprenderá de inmediato, el propio Cardenio considera a su vida personal como materia artística. Esto se hace evidente cuando Cardenio empieza a contar su vida, ya que lo hace con viejísimo artificio de la narrativa popular y folklórica. El mismo artificio había usado Sancho en la regocijada y maloliente aventura de los batanes, cuando para detener los bríos de su amo empieza a contarle el cuento de Lope Ruiz, la Torralba y las cabras. Sancho recomienda allí a su amo: «Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será posible contar más palabra dél» (I, XX). Don Quijote se impacienta vivamente ante la cachaza con que su escudero cuenta su conseja y se sigue este gracioso diálogo:

-Haz cuenta que las pasó todas [las cabras] -dijo don Quijote-; no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.

-¿Cuántas cabras han pasado hasta agora? -dijo Sancho.

-Yo ¿qué diablos sé? -respondió don Quijote.

-He aquí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.

-¿Cómo puede ser eso? -respondió don Quijote -. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?

-No, señor, en ninguna manera -respondió Sancho-; porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.

-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?

-Tan acabada como mi madre -dijo Sancho (I, XX).121


Cuando Cardenio tiende la vista hacia el pasado para empezar a contar su tragedia amorosa, es evidente que ve a su vida como un producto artístico. De ahí el especial tono que tiene su comienzo. No menos patente es el hecho de que Cervantes no quiere que pasemos por alto el artificio literario de que ha hecho uso Cardenio, porque a las palabras del Roto de la Mala Figura le siguen éstas: «Estas razones del Roto trujeron a la memoria de don Quijote el cuento que le había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que habían pasado el río» (I, XXIV).

Y empieza Cardenio a contar su historia. Lo malo es que, en el calor de su relato, menciona de pasada el nombre de Amadís, y con esto se dispara la imaginativa de don Quijote -bien sabemos ya que la imaginativa del héroe está activada por la manía caballeresca-; don Quijote no puede con su genio e interrumpe a Cardenio:

Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís de Gaula... No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballería, cuando dijo...


(I, XXIV).                


Para abreviar lo bien conocido, todo termina en una desaforada zurribanda, en que Cardenio les mide las espaldas a gusto a amo, escudero y cabrerizo.

He dejado en este breve resumen -no parece tan breve, sin embargo, por haberme metido en curvas y transversales, contra el consejo del Maese Pedro- y con toda intención, como debo reconocer, los dos elementos que definirán la inaudita decisión de don Quijote de hacer penitencia en la Sierra Morena a imitación de Amadís de Gaula.122 La idea de penitencia, desde un principio, va asociada con el nombre de Cardenio, y es este mismo quien introduce el nombre de Amadís. Los dos términos se asocian en el subconsciente de don Quijote -o en su inconsciente, para decirlo con Jung- y así toma cuerpo la idea de imitar la penitencia de Amadís. Lo que la conciencia del caballero andante apreciaba y valorizaba como un acto gratuito queda vulgarizado por el psicoanálisis moderno y reducido a la categoría de una simple asociación de ideas libre y subconsciente.

Dije con anterioridad que hay otro tipo de relación mucho más obvia entre don Quijote y Cardenio, y es la que nos propone el mismo autor al llamar a este último, cuando pisa la escena, el Roto de la Mala Figura, así como a don Quijote le llamaba el Caballero de la Triste Figura. Es a todas luces evidente, e insisto en ello, que Cervantes quiere que sus lectores acepten a Cardenio como una especie de alter ego del hidalgo manchego. Esto está bien claro; lo que es un poco más sutil es el hecho de que por tal procedimiento el autor hace que el episodio de Sierra Morena empiece con un amplio movimiento pendular entre la locura -don Quijote, Cardenio y la cordura -Sancho, el cabrero-. En consecuencia, tenemos de un lado el polo anormal de los dos locos, que por definición se puede considerar como irracional y absurdo, y por el otro lado el polo normal de Sancho y el cabrero, razonable y sensato.

Pero esta impresión inicial no tarda en desvanecerse. Queda mencionada la paliza que Cardenio propinó a los otros tres personajes. Pues bien, mientras él se aleja, pavoneándose -«se fue, con gentil sosiego»- y victorioso, sus víctimas quedan despatarradas, doloridas y quejosas, hasta que de pronto: «Levantose Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero» (I, XXIV). Y el desenlace inevitable es que se arma otro zipizape de lamentables proporciones. El lector, alarmado, bien se puede preguntar: ¿qué ha ocurrido con la lógica en esta ocasión? Es evidente que el mundo aparentemente normal de Sancho y el cabrero también está gobernado por lo irracional y lo absurdo.

Esta nota sienta la tónica de todo el episodio de la penitencia de don Quijote en la Sierra Morena, que tendrá lugar de inmediato. Después, por medio de las artimañas del cura, el barbero y Dorotea, don Quijote sale, ufano y engañado, de las serranías, y con esto se cierra el episodio. Pero antes de abandonar la Sierra Morena y salir otra vez al llano manchego se encuentra la comitiva con Andresillo, aquel niño que allá por el capítulo IV don Quijote había encontrado atado a un árbol y a quien zurraba de lo lindo su amo, Juan Haldudo el Rico, hasta que el recién armado caballero andante le socorrió y rescató. Pero todo el mundo recordará que no bien el caballero se marchó, Juan Haldudo volvió a atar a Andresillo al árbol y le atizó más palos que nunca:

-Venid acá, hijo mío; que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.

-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo!

-También lo juro yo -dijo el labrador- pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.

Y asiéndole del brazo le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes que le dejó por muerto.


(I, IV).                


Ahora, en las faldas de Sierra Morena, don Quijote quiere que Andrés cuente a los demás viandantes del gran entuerto que él deshizo en aquella ocasión: «No te turbes ni dudes en nada; di lo que pasó a estos señores, porque se vea y considere ser del provecho que dije haber caballeros andantes por los caminos» (I, XXXI). Así lo hace el niño, dando buena cuenta de los nuevos palos entonces recibidos por él, y comenta: «De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa» (ibidem). Y termina Andresillo diciendo:

Mas como vuestra merced le deshonró [un villano no tiene honor, aunque sí tiene limpieza de sangre] tan sin propósito [don Quijote actúa en defensa de la justicia y de la propia ley de la caballería, como «desfacedor de agravios y sinrazones» (I, IV)], y le dijo tantas villanías [¿qué otra cosa se dice a un villano?], encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado...» [al igual que Sancho con el cabrero, al comienzo de todo este episodio, cuando Sancho, aporreado por Cardenio, «acudió a tomar la venganza del cabrero» (I, XXIV)].


Cabe preguntarse otra vez: ¿es lógico que Andresillo acuse a su libertador por la paliza recibida? ¿No parece, más bien, que el mundo de Andresillo está gobernado asimismo por lo irracional y el absurdo? Pero lo más significativo de todo esto es que la penitencia de don Quijote queda nítidamente encarnada entre los puñetazos irracionales que Sancho propinó al cabrero (I, XXIV) y la ilógica acusación de Andrés a don Quijote (I, XXXI). Resulta evidente ahora que el acto gratuito de nuestro caballero, que es absurdo por ser inmotivado, se corresponde estrechamente con las reacciones absurdas de Sancho y de Andresillo. Como corolario de todo esto podemos decir que si el mundo de don Quijote está gobernado por la lógica del absurdo, los mundos de Sancho y de Andrés están gobernados por el absurdo de la lógica. Lo que, en sustancia, quiere decir que la distancia que separa el mundo de la demencia del mundo de la cordura es más aparente que real.

Al llegar a esta vuelta del camino conviene tender la vista hacia atrás y ver qué ha pasado con el concepto de la vida como obra de arte, ya que el episodio de la penitencia en Sierra Morena es la culminación del deseo de vivirla como tal. Mucho me temo que el episodio de Sierra Morena no nos da una respuesta cabal y cumplida a nuestra pregunta -¿qué pasa cuando se quiere vivir la vida como una obra de arte?-, aunque sí constituye la mejor ilustración del concepto. Así y todo, creo que no erraré mucho si propongo al lector, a título provisional, la siguiente conclusión: Cervantes, artista al fin y al cabo, no encontraba nada de malo con el concepto de la vida como obra de arte en sí, pero no es menos evidente que tenía muy serias reservas mentales acerca del concepto de por sí.

Pero el resto de la indagación «capítulo por sí merece».



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