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ArribaAbajoVI. Vida y arte; sueño y ensueño

Si queremos proseguir nuestra cacería hasta el momento de cobrar la pieza (en nuestro caso la idea, praxis e implicaciones de la vida como obra de arte), debemos seguirle la pista en la segunda parte de la novela. No puede sorprender a nadie que yo afirme que el contexto total de dicha idea es muchísimo más amplio que el episodio de la penitencia en Sierra Morena, que acabamos de estudiar, porque, sensu stricto, su desempeño abarca toda la vida de don Quijote de la Mancha. Aunque me apresuro a agregar que no toda la vida del machucho hidalgo de gotera que encontramos en el primer capítulo de la novela. Por todo ello, es en el episodio central de la segunda parte (la cueva de Montesinos, capítulo XXIII), donde se hallarán los principales correlatos a la penitencia en Sierra Morena, todos cargados de la más profunda polisemia. Allí creo yo que acorralaremos y, con buena suerte, hasta cobraremos la pieza objeto de nuestra cacería.

La imaginativa del lector debe quedar alertada desde que se aboca al estudio comparado de ambos episodios por la muy significativa correspondencia que existe entre la cueva de Montesinos y la penitencia en Sierra Morena. Téngase muy en cuenta que éstas son las dos únicas ocasiones en toda la obra en que don Quijote se queda totalmente a solas. No cuenta, desde luego, la primera salida porque antedata a la creación de Sancho.123 Tampoco cuentan esas pocas ocasiones en que nuestro caballero se queda a solas en medio de nutrida compañía, como en la venta de Juan Palomeque el Zurdo o en el palacio de los Duques.

En ambas ocasiones de soledad cerrada, el caballero sueña con el mundo perfecto del arte, en la Sierra Morena con sus ojos bien abiertos y en imitación activa del mismo, en la cueva de Montesinos con los ojos cerrados y en imitación pasiva. Y el ensueño despierto ocurre en lo alto de Sierra Morena, expuesto al aire, a la luz y al viento, mientras que el sueño dormido transcurre en lo más hondo, oscuro y recogido de una sima llamada la cueva de Montesinos. Desde un punto de vista simbólico, la penitencia de Sierra Morena nos muestra un don Quijote que piensa haber elevado su vida a las alturas del ideal artístico. Desde el mismo ángulo de visión, la cueva de Montesinos es donde, efectivamente, don Quijote desciende a la sima del desengaño. La correspondencia de los episodios ha alcanzado el punto de la simetría. No cabe duda: la altura de Sierra Morena se corresponde con simetría de arte y de pensamiento con lo profundo de la cueva de Montesinos -dentro de la segunda parte, el punto simétrico de la profundidad del descenso a la cueva de Montesinos serían las pretendidas alturas alcanzadas en raudo vuelo por Clavileño (II, XLI), pero el paralelo no es del todo exacto, ya que Clavileño nunca abandona el jardín del palacio de los Duques. En este caso, el vuelo es de las imaginativas combinadas de don Quijote y Sancho Panza.124

La aventura de la cueva de Montesinos está preparada con máximo celo y cuidado y articulada a la perfección con el resto de la segunda parte. El Caballero del Bosque o de los Espejos, en realidad el socarrón del bachiller Carrasco, inventa, para beneficio de don Quijote, unas estupendas pruebas a que pone su amor la dama de sus pensamientos, llamada Casildea de Vandalia:

Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo. Llegué, vila y vencila, y hícela estar queda y a raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relación de lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñeme en la sima y saqué a luz lo escondido de su abismo.


(II, XIV).                


Hay aquí varios aspectos anticipatorios de la aventura de don Quijote en la cueva de Montesinos. Primero: ambos héroes descienden a respectivas simas, la de Cabra en el caso del Caballero de los Espejos, la de Montesinos en el de don Quijote. Segundo: ambos descienden en busca de conocimiento; en el caso de don Quijote se trata de buscar las fuentes de las lagunas de Ruidera y del río Guadiana (I, XVIII, XXIII, XXIV). El paralelo se estrecha porque ambos caballeros vuelven con la información deseada. Tercero: el que planta en la imaginativa de don Quijote un descenso a una sima es un bachiller; el que guía al héroe a la cueva de Montesinos, le ayuda en su descenso y en su ascenso es un estudiante y humanista. Cuarto: los disparates que ensarta Sansón Carrasco para ilustrar sus tremendas pruebas de amor no son menores que los que acumula el estudiante-guía en su libro en fárfara Metamorfóseos o Ovidio español. Y algunos de estos disparates son comunes a ambos alegres personajes: la Giralda de Sevilla y los Toros de Guisando. No deja de tener interés en este momento recordar que en el Metamorfóseos el primo estudiante había averiguado quién había sido la Sierra Morena, y esto en vísperas del descenso de don Quijote a la cueva de Montesinos, como si el propio Cervantes quisiese llamar nuestra atención una vez más a la simetría entre sierra y cueva que ya he mencionado y que equivale a ver con los ojos de la imaginación una simetría de desarrollo entre ambas partes. Pero ya habrá tiempo de volver al estudiante-guía y su despampanante libro.

La artística forma en que encaja el episodio de la cueva en la segunda parte la podemos terminar de observar al rastrear sus huellas en aventuras posteriores. Dos vienen a la memoria de inmediato. La primera ocurre cuando don Quijote se rebaja a la humillante posición de preguntar al mono adivino de Maese Pedro «si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas» (II, XXV). El segundo ejemplo viene inmediatamente después de la aventura de Clavileño, cuando Sancho inventa unas escandalosas paparruchas acerca de lo que pretendía haber visto en el cielo durante el supuesto vuelo. Don Quijote, inquieto por el tamaño descomunal que adquieren las graciosas mentiras de Sancho, le dice al oído: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos». Y no os digo más» (II, XLI). Como estos dos ejemplos apuntan al trágico y grandioso tema del anonadamiento de la voluntad de don Quijote, tendré que volver a ellos más tarde.

Hay otro ejemplo mucho más sutil y que sirve para ligar el episodio del barco encantado al de la cueva de Montesinos. Al llegar amo y escudero a orillas del Ebro, don Quijote «contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos» (II, XXIX). La concatenación de ideas en el magín de don Quijote es de trabada lógica para cualquier hombre de su época. El paisaje bucólico despierta de inmediato la idea de amor, concepto que sustenta con toda firmeza a la novelística pastoril. La idea de amor en don Quijote le apunta en la dirección única de Dulcinea del Toboso, y la última vez que la había visto el caballero andante había sido en la cueva de Montesinos.125

Para su aventura subterránea don Quijote necesita un guía, lo que asocia su experiencia, si pensamos en influencias y en paralelos literarios, al descenso al Averno de Eneas con la Sibila o al viaje infernal de Dante con Virgilio. Pero en forma mucho más característica y concreta, esa misma circunstancia de que hay un guía singulariza a este episodio de todos los demás de la novela, ya que la existencia de un conductor y director coarta el azar, y el azar constituye la razón de ser de todo caballero andante. Por todos estos motivos, el guía de don Quijote merece toda nuestra atención.

Tres días han sido festejados por amo y escudero «como cuerpos de rey» en casa de Basilio y Quiteria. Pone fin a tanta holganza nuestro caballero andante cuando pide se «le diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía un gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos» (II, XXII). El guía resulta ser primo del licenciado que había encontrado don Quijote de camino con anterioridad (II, XIX) y se trataba de un «famoso estudiante, muy aficionado a leer libros de caballerías» (II, XXII). Hélas, de la littérature!, exclamará alguno, y hasta podrá llegar a pensar que nos hallamos ante un burdo artificio cervantino para aparear al guía y a don Quijote, así como en la primera parte había equiparado a don Quijote (Caballero de la Triste Figura) y a Cardenio (el Roto de la Mala Figura). Que hay algo de esto es innegable, pero creo que conviene sutilizar un poco y ahondar más en la lectura.126 Bien pronto se hace evidente que el estudiante-guía está tan ahíto de literatura como el caballero andante, y por todos estos motivos constituirá el elemento culto en el pequeño auditorio que escuchará el relato de las maravillas que don Quijote vio en el fondo de la cueva. Así y todo, la indigestión libresca ha producido diferentes resultados en estos dos personajes. Todo ello se pone bien en claro en la conversación que entablan los dos camino de la cueva. En el curso de esta charla -contenida en el capítulo XXII- se entreteje un buen número de disparates, cuyos lejanos antecedentes ya hemos visto brotar de labios del Caballero del Bosque (supra). Sin embargo, hay un radical contraste entre el disparate erudito del estudiante y el disparate fantástico en que incurrirá poco más tarde don Quijote al narrar su experiencia subterránea. Sólo en una ocasión anterior la imaginativa de nuestro héroe se ha derrochado en más disparatadas invenciones, y es la aventura de los rebaños, al imaginar, con todos sus pelos y señales, dos ejércitos enemigos (supra).

Conviene ahora citar al estudiante para enterarnos de las disparatadas metas que ha puesto a su vida. Los libros que él denomina «de gran provecho y no menos entretenimiento para la república» resultan ser uno De las libreas, «donde pinta setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras»; el Metamorfóseos o Ovidio español, del que ya queda dicho bastante, y el más ridículo de todos:

Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas, que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco autores; porque vea vuesa merced si he trabajado bien, y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo.


(II, XXII).                


Estos disparates constituyen la verdad certificada, y certificada nada menos que por veinticinco autoridades distintas, pero yo creo que se puede decir, sin exageración ni malicia, que el mundo ha reaccionado con bastante indiferencia ante tales problemas. Don Quijote da en el clavo -¿sin querer?- comenta muy poco después, con motivo de ciertos disparates y necedades que ha expresado Sancho: «Hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas, que después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria» (ibidem).127

Muy distinto es el caso que nos presentará el disparate imaginativo de don Quijote cuando más tarde, al salir de la cueva, cuenta a la compañía lo que allí había visto. Al narrar lo visto en su visión o sueño, don Quijote ensarta un verdadero disparatarlo, que se nos presenta como una supuesta mentira, evaluación que subraya Sancho Panza con su actitud escéptica al calificar las afirmaciones de su amo como «los mayores disparates que pueden imaginarse» (II, XXII), y remacha el clavo al decir «que todo fue embeleco y mentira, o, por lo menos, cosas soñadas» (II, XXV).

Ahora bien, los hallazgos librescos del estudiante son una supuesta verdad, lo que se hace claro, a su vez, no sólo por el cúmulo de autoridades que cita, sino también por la respetuosa acogida que tienen sus afirmaciones entre los viandantes. Sin embargo, estos disparates eruditos se reciben hoy con desinterés, porque «no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria». Frente a esto tenemos las supuestas mentiras de don Quijote, que cree haber hablado con héroes del Romancero y haber visto a Dulcinea encantada. Lo que dice don Quijote constituye un disparate imaginativo, fantástico y hasta mendaz.128 Sin embargo, es precisamente este tipo de disparates el que nos debe plantear unas inquietantes preguntas. Lo que el hombre imagina, sueña o piensa, ¿es verdad? Y al no poder ser verdad empírica, entonces ¿qué tipo de verdad será?129

La extraña atracción que la cueva ejerce sobre don Quijote se explica por el nombre de Montesinos, nimbado como estaba por el prestigio tradicional del Romancero. A su alrededor, como una aureola, brillaban los nombres de Durandarte, Belerma y Roncesvalles. Todos estos nombres se conjugaban en la ofrenda póstuma de Durandarte, quien hizo que su primo Montesinos llevase su corazón a Belerma como última prueba de amor eterno.

Esta era la triste y ejemplar historia que cantaban los romances épicos. Y conviene subrayar ahora, antes de seguir adelante, que esa versión altamente idealizada y hasta romántica de estas vidas épicas constituía la única forma posible de que don Quijote conociese la leyenda de Montesinos, su primo Durandarte y los amores de éste por Belerma. Sólo los romances épicos cantaban esta historia; en el Siglo de Oro no existía otra fuente o versión de ella -con una excepción-, un hecho que bien vale la pena recordar dada la deformación que la leyenda sufrirá en el magín de don Quijote. Y precisamente las razones para esa deformación y el sentido de la misma constituyen el meollo del problema a resolver.

Para cabal claridad de la forma en que la imaginativa de don Quijote efectúa una verdadera esperpentización -desde luego, avant la lettre- de la tradicional situación épico-romancística, conviene copiar el texto del romance que más se aproxima a lo que don Quijote cree ver en lo hondo de la cueva:130


¡Oh Belerma! ¡oh Belerma!          por mi mal fuiste engendrada,
que siete años te serví          sin de ti alcanzar nada;
agora que me querías          muero yo en esta batalla.
No me pesa de mi muerte          aunque temprano me llama;
mas pésame que de verte          y de servirte dejaba.
¡Oh mi primo Montesinos!          lo que yo agora os rogaba,
que cuando yo fuere muerto          y mi ánima arrancada,
vos llevéis mi corazón          adonde Belerma estaba,
y servilda de mi parte,          como de vos yo esperaba,
y traelde a la memoria          dos veces cada semana;
y direisle que se acuerde          cuán cara que me costaba;
y dalde todas mis tierras          las que yo señoreaba;
pues que yo a ella pierdo,          todo el bien con ella vaya.
¡Montesinos, Montesinos!          ¡mal me aqueja esta lanzada!
el brazo traigo cansado,          y la mano del espada:
traigo grandes las heridas,          mucha sangre derramada,
los extremos tengo fríos,          y el corazón me desmaya,
los ojos que nos vieron ir          nunca nos verán en Francia.
Abraceisme, Montesinos,          que ya se me sale el alma.
De mis ojos ya no veo,          la lengua tengo turbada;
yo vos doy todos mis cargos,          en vos yo los traspasaba.
-El Señor en quien creéis          El oiga vuestra palabra.
Muerto yace Durandarte          al pie de una alta montaña,
llorábalo Montesinos,          que a su muerte se hallara:
quitándole está el almete,          desciñéndole el espada;
hácele la sepultura          con una pequeña daga;
sacábale el corazón,          como él se lo jurara,
para llevar a Belerma,          como él se lo mandara.
Las palabras que le dice          de allá le salen del alma:
-¡Oh mi primo Durandarte!          ¡primo mío de mi alma!
¡espada nunca vencida!          ¡esfuerzo do esfuerzo estaba!
¡quien a vos mató, mi primo,          no sé por qué me dejara!131


Ya insinué con anterioridad que el episodio de la cueva de Montesinos se puede clasificar, de una manera superficial, como una parodia del descenso de Eneas a los infiernos. También se puede decir que es una parodia del paraíso subterránea que juega papel tan destacado en las leyendas artúricas de la búsqueda del Santo Grial, y que se había afincado en España, a más tardar, con Las sergas de Esplandián (1510), de Garci Rodríguez de Montalvo, que Cervantes sí conocía (I, VI). Pero la cuestión de los posibles modelos literarios ni me atañe ni me inquieta en la presente ocasión, porque Cervantes, como siempre, renueva de una manera radical el tema al dar un cariz problemático a las experiencias tradicionales. Así, por ejemplo, el episodio, en nuestra novela, se desdobla en dos planos: uno se mantiene anclado firmemente en el lugar común, al igual que lo están Sancho y el estudiante. El otro plano nos llevará, de la mano de don Quijote y su fantasía, mucho más allá de las verdades empíricas. Porque la aventura en sí tiene lugar al otro lado del tiempo, y del espacio, y de la materialidad de las cosas.

Todo esto es de una novedad absoluta en la literatura occidental. En la época de Cervantes se conocía y se practicaba un tipo de novela fantástica que, en su expresión más sencilla, estaba representado por los cuentos de Luciano y sus imitadores -como nuestro español, más viejo que Cervantes, Cristóbal de Villalón- y por las utopías, empezando por la epónima del santo canciller inglés Tomás Moro (1516). Pero estas novelas eran fantásticas precisamente porque se colocaban con cuidado de espaldas a la realidad, como la literatura fantástica lo ha seguido practicando hasta épocas recientes. Para la mente del Renacimiento, al contrario de lo que pasa hoy día, lo fantástico implicaba un divorcio previo de la realidad, y lo mismo ocurría en el siglo XVII, cuando Cyrano de Bergerac fantasea su Histoire comique des états et empires de la Lune (1649). Pero aquí, en el Quijote, en el episodio de la cueva de Montesinos, realidad y fantasía se dan apoyo mutuo, se complementan y redondean. Así ocurre, por ejemplo, en la discusión acerca de la daga que, según la leyenda, Montesinos utilizó para enterrar a su primo y sacarle el corazón -«Hácele la sepultura con una pequeña daga; / sacábale el corazón como él se lo jurara»-. Al respecto dice don Quijote: «Respondiome [Montesinos] que en todo decían verdad [los romances], sino en la daga, porque no fue daga, sino un puñal buido, más agudo que una lezna» (II, XXIII).

Sancho Panza, normalmente, tiene dificultad para concebir lo fantástico, aunque para la época de la aventura de Clavileño ya se habrá avezado a su trato, lo que implica un alto grado de quijotización. Pero para la época de la aventura de la cueva de Montesinos la imaginación de Sancho todavía no ha remontado vuelo, está muy a ras del suelo, muy «sanchificada» aún, y con mayor motivo en esta ocasión. Y así con, con los pies bien plantados en la firme realidad cotidiana: «Debía ser el tal puñal de Ramón de Hoces, el Sevillano», haciendo referencia a un espadero famoso de la época. Mas don Quijote es quien en esta ocasión aduce la irrebatible realidad histórica.

-No sé -prosiguió don Quijote-; pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.

-Así es -respondió el primo-; prosiga vuestra merced, señor don Quijote; que le escucho con el mayor gusto del mundo.


Es éste un caso en que la realidad de un espadero sevillano actualiza y problematiza la fantasía de la daga o puñal épico, por lo menos para las criaturas de la ficción. Y como nuestra lente suele ajustarse a tal perspectiva, todo se problematiza para el lector también.

El hecho de que vamos a ingresar en un mundo totalmente nuevo se subraya con celo por el autor al introducir un concepto de tiempo casi desconocido por la literatura tradicional, aunque no por el folklore. Todo el mundo recuerda que hay una discrepancia entre el tiempo que piensa don Quijote haber pasado en la cueva, lo que afirma Sancho y sostiene el estudiante:

-Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.

-¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.

-Poco más de una hora -respondió Sancho.

-Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y a amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.


(II, XXIII).                


La autoridad de Henri Bergson aclara para nosotros hoy en día el problema y resuelve la discrepancia, porque el hecho es que nos hallamos ante un ejemplo clásico de lo que el ilustre filósofo francés llamó temps -tiempo exterior, cronológico, de reloj- y durée -tiempo interior, psíquico, no medible por ningún reloj-, sobre los cuales comenzó a montar su sistema filosófico desde su tesis Essai sur les données immédiates de la conscience (1889) y que culminó en L’évolution créatrice (1907). En la discusión precedente entre amo y escudero Cervantes nos presenta y describe, en forma intuitiva, el encontronazo que don Quijote y Sancho Panza se han pegado en la encrucijada del tiempo cronológico -Sancho Panza- y del tiempo psicológico -don Quijote-. Esto se entiende bien en la actualidad, mas sólo después de la intervención de Henri Bergson, quien, por cierto, ejemplificó a menudo con el Quijote en su gran libro sobre Le rire (1900).132

Para volver a la terminología de Henri Bergson: Sancho Panza piensa y habla de temps-tiempo, que es una convención arbitraria que, en sentido radical, cae por fuera de nuestra experiencia, mientras que don Quijote de la Mancha está hablando de durée-duración, que es lo que nuestro subconsciente almacena para medir y categorizar nuestras experiencias. Y con el choque polémico de ambos conceptos, sustentados respectivamente y con tesón por amo y escudero, Cervantes ha abierto de par en par la puerta que conduce a la plena vida del subconsciente. La novedad de tal tipo de buceo en la literatura occidental es absoluta. A guisa de ejemplo, y para volver al siglo XVII, creo conveniente y apropiado meditar acerca del hecho de que Blaise Pascal, otro gran filósofo francés, nos precave acerca del hecho de que la costumbre es la naturaleza humana, y creemos en números, espacios, movimientos, porque estamos acostumbrados a ellos. Lo mismo con el tiempo; es parte de nuestra naturaleza, se ha hecho parte de nosotros. Y como es una de las palabras y principios más primitivos, conocemos el tiempo no por la razón, sino por el corazón (Pensées, que sus amigos publicaron en forma póstuma en 1669).

La maravilla cervantina consiste, en parte, en el hecho de que nos da el tiempo de la razón, y vuelvo a la terminología de Pascal, encarnado por el estudiante-guía y Sancho Panza, como hace bien claro este ejemplo, cuando don Quijote es descolgado a la cueva:

Iba don Quijote dando voces que le diesen soga, y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad.


(II, XXII).                


Con una soga de cien brazas (unos ciento setenta metros) es descolgado don Quijote a la cueva, y con suma lentitud; y ya en el fondo de la cueva le esperan estudiante y Sancho por espacio de algo así como media hora, y luego le izan, con rapidez primero y con más lentitud al llegar a las ochenta brazas (unos ciento treinta metros) y sentir peso. El tiempo de la razón invertido en esta operación fue, evidentemente, «poco más de una hora», como contestó Sancho a su amo en el ejemplo copiado con anterioridad. Que éste es el «tiempo de la razón» lo hace bien patente el autor al darnos él, y no los personajes, las suficientes alusiones temporales como para que todos compartamos la conclusión de Sancho: don Quijote estuvo en la sima «poco más de una hora».

Mas nuestro héroe, al llegar a la superficie, está dormido como un leño:

No respondía palabra don Quijote; y sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y, con todo esto no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara.


(II, XXII).                


No cabe duda que los sueños son intransferibles, lo que con distintas palabras ya aseveró Aristóteles al decir que «los sueños no se perciben con los sentidos» (De Somniis, I). De allí la pesadilla moderna de que dos personas dormidas en camas contiguas compartan el mismo sueño. Lo individuo se ha dividido y el hombre pierde así todo rasgo de su personalidad. Estas reflexiones me las provoca el hecho, evidente por lo demás, de que el sueño de don Quijote es su creación libre, absoluta e intransferible, al punto que la razón de los otros no le puede hacer mella alguna. Consecuencia insoslayable: el tiempo que vive don Quijote en su sueño es lo que un medio siglo más tarde Pascal llamaría «el tiempo del corazón». De allí la oposición radical y categórica entre el soñador y sus espectadores. Para mayor claridad recurriré ahora a la terminología de Miguel de Unamuno, quien a lo largo de unos cuarenta años luchó con los conceptos de sueño de soñar y sueño de dormir, aunque ya en Poesías (1907) trató de las diversas clases de sueños. El sueño de soñar es bueno; el sueño de dormir es malo. O bien todo puede ser al revés, según prime el Unamuno contemplativo o el Unamuno agonista.

El quijotismo indudable de Unamuno excusará, espero, este breve rodeo que acabo de dar. El caso es que en su sueño de soñar don Quijote ha estado en la cueva de Montesinos por tres días. Para recoger de una vez la redada terminológica que ha quedado desparramada por estas páginas, podemos decir que los tres días con que ha soñado don Quijote equivalen al temps du coeur-tiempo del corazón de Pascal, o a la durée-duración de Bergson. Mas los circunstantes, el estudiante y Sancho, sólo pueden tener la atención fija al sueño de dormir de don Quijote, su temps de la raison-tiempo de la razón, según Pascal, o bien su temps-tiempo en la terminología de Bergson. Nadie puede penetrar el sueño de soñar de otra persona, es imposible de toda imposibilidad, a menos que el soñador dé su venia, como ocurre al final de la misma aventura que comentamos. Por consiguiente, los espectadores del sueño de dormir de don Quijote sólo pueden dar la medida temporal de éste, ya que es la única forma del sueño de nuestro héroe que pueden conocer. El veredicto de los circunstantes se presenta como inapelable -«poco más de una hora»-, lo que reafirma Sancho Panza al decirle a su amo: «Perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna» (II, XXIII).

Con toda intención he alternado mi enfoque crítico al estudiar la discusión de los personajes acerca de las dimensiones temporales del sueño de don Quijote, entre autoridades antiguas y modernas. La autoridad de Blaise Pascal nos demuestra que el arte de Cervantes, con la intuición del genio, superó lo más granado del pensamiento especulativo de aquella época. Con aducir a Henri Bergson y a Miguel de Unamuno se demuestra que la vitalidad del pensamiento creativo de Cervantes le hace llegar intacto a nuestros días. Y por aquí nos podemos remontar a temas como el de la actualidad de Cervantes y a la necesidad perentoria que siente cada nueva generación de buscar nuevos don Quijotes y quijotismos. Cervantes siempre estuvo, y lo estará, a la altura de las circunstancias. Pero más vale dejar esto intacto por el momento.

Antes de abandonar este aspecto de la disputa de amo y escudero, quiero citar a una última autoridad, la más moderna y polémica, la de Jean-Paul Sartre, el filósofo del existencialismo francés. El texto no fue escrito a propósito del Quijote, pero le viene como anillo al dedo, con lo que queda remachado el tema de la actualidad de Cervantes, por si alguien lo dudase al leer mis afirmaciones:

El sueño no es la ficción tomada por la realidad; es la odisea de una conciencia dedicada por sí misma, y a pesar de sí misma, a crear sólo un mundo irreal. El sueño es una experiencia privilegiada que nos puede ayudar a concebir lo que una conciencia podría haber sido de haber perdido su «ser en el mundo».


(Psychologie de l’imagination, 1950).                


La cita de Sartre no tiene desperdicio en relación a nuestro análisis del episodio de la cueva de Montesinos. Insisto en que no fue escrita con motivo de Cervantes ni de su Don Quijote, lo que no quita que deba yo volver a ella más adelante.

Hora es de recordar que durante toda la aventura de la cueva don Quijote está solo. Y creo necesario insistir en lo extraordinario de tal circunstancia. Si el Quijote es la más grande novela-diálogo que se ha escrito, según creo yo, es, precisamente, porque el autor concibe el diálogo como situación vital del hombre, y no como forma artística; Hamlet, a pesar de ser personaje dramático, se define en el monólogo, donde se expresa a sí mismo, y a solas, sus dudas sobre el ser y el existir. Don Quijote, hasta casi el declinar de su carrera de caballero andante, no tiene dudas de ningún orden, por consiguiente se define en el diálogo, y muy en particular en el diálogo con su escudero. (No olvidemos que el ruso Turguenev en su ya citado ensayo sobre Hamlet y Don Quijote definió al primero como la Duda, y al segundo como la Fe.) Pero claro está que la soledad del protagonista da al traste con cualquier posibilidad de diálogo. Por eso, don Quijo no queda solo nunca en escena salvo las tres excepciones ya dichas: primera salida del héroe, penitencia de Sierra Morena y cueva de Montesinos. En la primera salida la soledad es forzosa por la inexistencia de Sancho Panza, y no es casualidad que nuestro héroe, entonces y no después, monologue: «Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo...» (I, II). En cuanto al episodio de la penitencia en Sierra Morena, ya quedan expuestos los muy concretos principios artístico-ideológicos a que obedece. Tenemos en lo que acabo de exponer otro rasgo que añadir a la creciente singularidad del episodio de la cueva de Montesinos: su aparente falta de principios rectores en el campo ideológico. Desde el punto de vista artístico ya hemos visto algo de la excelente labor de soldadura con otros episodios de la segunda parte que Cervantes llevó a cabo. Y como no quiero dejar pasar la ocasión, debo ahora puntualizar que la más ahincada soledad de don Quijote es siempre, y en el más literal y poético de los sentidos, una soledad sonora.

Allá en lo más profundo de la cueva de Montesinos, don Quijote se queda a solas con su mundo, ese mundo que él ha creado tan voluntariosamente, ex nihilo -como debe ser-, y cuya integridad él defiende con el celo del taumaturgo. Allí tiene, por fin, la oportunidad y el vagar suficientes como para mirar detenidamente a su mundo por dentro. Tal ocupación le ha sido negada hasta el momento, ante el asedio con que sufre su mundo a manos de huéspedes indeseables y de realidades indeseadas. Pero en esta ocasión, la cueva -símbolo freudiano de la seguridad del seno materno, dirán algunos-, sirve de aislante y de refugio, y entonces don Quijote puede descuidarse, descansar y escudriñarse. Su odisea se ha detenido por una hora -¿o por tres días, como quiere él?-, y se pinta éste como el momento más apropiado para tomarle el pulso a su imaginativa.

No deja de llamar la atención el hecho de que en su protegida soledad, don Quijote se dedica a soñar. Hasta cierto punto, esto no es nada nuevo, pues don Quijote ha soñado despierto siempre, como en la penitencia de Sierra Morena, cuando con los ojos bien abiertos se sueña un nuevo Amadís en una nueva Peña Pobre. Pero entonces se trataba de sueño de soñar, para usar la terminología tan grata a Unamuno, mientras que aquí, en el fondo de la cueva, se trata de sueño de dormir, mas un sueño de dormir con ensueños. Ahora nuestro héroe se sueña a sí mismo despierto: no sueña despierto, sino que sueña con la vigilia. Y aquí bien vale recordar, por lo que vendrá, parte del texto de Platón en su Tel teto, que cité con anterioridad: «El parecido entre los dos estados [sueño y vigilia] es muy sorprendente» (vide supra).

Estas últimas circunstancias me permiten hacer ciertas observaciones previas. La creencia común y tradicional era que el sueño implicaba una abdicación temporaria de la voluntad al punto que se llegaba a suponer que durante el sueño el alma se separaba del cuerpo, que para mí es el tipo de abdicación más completo que cabe imaginar. Así es como nos presenta los sueños, antes de 1426, año de su muerte, el Arcediano de Valderas, Clemente Sánchez de Vercial, en su Libro de los Enxemplos, donde tiene el número 71. Y los eruditos saben muy bien que la obra de Sánchez de Vercial no es más que una recopilación de textos bastante bien difundidos en el Occidente latino. Desde otro ángulo de visión muy ajeno al Occidente latino, pero que tuvo gran fermento en la España de la época de Cervantes, tenemos testimonio de análoga creencia. Me refiero al Inca Garcilaso de la Vega, ilustre historiador y humanista peruano, mestizo, que murió el mismo año que Cervantes, y que nos dejó una gran historia de los Incas peruanos, sus antepasados y parientes. Allí nos dice que una de las creencias de estos indios era que «el alma salía del cuerpo mientras él [el indio] dormía, y que lo que veía por el mundo eran las cosas que decimos haber soñado» (Comentarios reales, que tratan del origen de los Incas [1609], II, VII).

Lo capital de todo esto, de la tradición latino-española y de la incaica, es que en el sueño la actividad consciente de la voluntad se suponía paralizada. En consecuencia, lo que veremos en el sueño de don Quijote será su mundo por dentro, en un momento en que los resortes de la voluntad están en descanso. Y algo sobre lo que no cabe discusión alguna es que lo único que soporta y apoya la estructura de ese mundo es la tensión de su voluntad hercúlea, como he dicho con anterioridad.

Una rápida ojeada más a lo que traía de acarreo la tradición occidental anterior a Cervantes, nos pondrá en condiciones de apreciar mejor los intríngulis del sueño de nuestro héroe en el fondo de la famosa cueva. Por lo pronto, Cicerón en su recurridísimo Somnium Scipionis advirtió al hombre medieval y renacentista que los sueños eran productos de nuestros pensamientos recientes, texto que sin nombrar al autor Cervantes recuerda con precisión en el Persiles, I, XVIII. ¿Y no eran los pensamientos de nuestro héroe, todos sus pensamientos y de siempre, de caballeros y caballerías? Se justifica así el tipo de personajes que pueblan su sueño: todos -con la excepción de Dulcinea- actores en el ciclo de romances carolingios. Y también formaba parte del acervo común la creencia de que los sueños eran expresión de un deseo sumergido o reprimido. El origen de esta creencias remonta a más de un par de miles de años antes de Sigmund Freud, a Platón, nada menos, y a su República, 571c. Claro está que no fue un conocimiento directo del texto platónico el que popularizó tales ideas, sino de un comentarista del gran filósofo ateniense, popularísimo en la Edad Media, y que sirvió de puente para que este aspecto al menos, de la filosofía platónica penetrase con garbo en el Renacimiento. Me refiero a Calcidio, que vivió, quizás, en el siglo IV de Cristo, y a su obra Interpretatio latina partis prioris Timaei Platonici. Y para que no crea el lector que mi cita de Calcidio es debida a una desesperada búsqueda de pan de trastrigo, le recuerdo que Banquo, el personaje de Shakespeare, que se aparece como fantasma ante los aterrados ojos de su asesino, conocía bien este aspecto de la doctrina platónica acerca de los sueños (Macbeth, II, I, 7). Ahora bien, el deseo reprimido que activa el sueño de don Quijote se explica por la naturaleza de todos los personajes que lo pueblan: los héroes épicos apuntan a cierto tipo de deseo reprimido, mientras que la sorprendente visión de Dulcinea, la Emperatriz de la Mancha, se explica si tenemos en cuenta que la última vez que la vio don Quijote, los encantadores -o Sancho Panza- la habían transformado en una maloliente y grosera aldeana que hedía a ajos.

Y no creo que haya necesidad de más coordenadas. No puede caber duda que lo que nos brinda la aventura de la cueva de Montesinos es una verdadera visión del subconsciente -o del inconsciente, si se prefiere la terminología de Jung- de nuestro héroe, tal cual dicho subconsciente se expresa en sueños. Mas no olvidemos la perspectiva histórica: los sueños implicaban en aquella época, entre otras muchas cosas más, una deposición de la voluntad, reproducían nuestros recientes pensamientos y expresaban nuestros deseos reprimidos. No nos olvidemos de estas viejas interpretaciones, so pena de hacernos culpables de gravísimo anacronismo. Tras este caveat quizá quede más expedito el camino, y puedo seguir con mi explicación. Desfilarán ante nosotros en la lectura una serie de imágenes inconexas, al parecer sin mayor orden ni sentido. Las imágenes, además, recorrerán la gama que va desde las cumbres épicas -o sea, la materia original de los romances de Montesinos y Durandarte-, hasta lo más ordinario y fisiológico de la naturaleza, como en las palabras que siguen, puestas, y ya es indicativo, en boca del épico Montesinos: «No toma ocasión su amarillez [de Belerma, asimismo heroína del Romancero] y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas» (II, XXIII). Por boca del hablador Montesinos se revela un extraordinario secreto: Belerma es la primera heroína menopáusica del Romancero. Pero una Belerma menopáusica concuerda con un Montesinos viejísimo, según se verá.

No quiero hacer demasiado hincapié en una interpretación freudiana de la literatura, porque estimo que su valor es muy limitado para penetrar en las obras de un pasado más o menos remoto. Pero no quiero dejar de autorizarme con el lenguaje a la moda, y por lo tanto diré que el sueño de don Quijote está constituido por una libre y subconsciente asociación de ideas, que se ven sublimadas en el momento de aflorar a la superficie.

Soy el primero en reconocer que esto nos dice poco y nada, pero trataré de reintegrarlo al marco de todo el episodio de la cueva de Montesinos, para allí buscarle su sentido. Al comienzo del episodio nos hallamos confrontados por dos hechos de realidad empírica, por así decirlo: uno, la existencia del guía, que es además estudiante, y que, por lo tanto, según la costumbre de la época, estaría vestido con su ropaje académico y universitario. Dos, la existencia real en La Mancha de un lugar llamado la cueva de Montesinos, en las lagunas de Ruidera, cerca de la llamada de San Pedro, y cerca del deslinde de las actuales provincias de Ciudad Real y Albacete. En el sueño de don Quijote se lleva a cabo un proceso de libre asociación y de sublimación de estos dos hechos empíricos, y el resultado es que Montesinos aparece con todo el solemne atuendo de un doctor. Así lo describe don Quijote:

Hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba; ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura.


(II, XXIII).                


Debo aclarar, subrayar y reiterar que en la tradición épica de Montesinos no había absolutamente nada que justificase su aparición en el sueño de nuestro héroe vestido de tal guisa, more academico. Su vida en el Romancero comienza antes del sastre de Roncesvalles: Montesinos era hijo del conde Grimaltos y de la hija del Rey de Francia. Calumniado Grimaltos por Tomillas, el matrimonio tiene que abandonar París, y en el yermo le sobreviene el parto a la condesa, y un ermitaño bautiza al niño: «Pues nació en ásperos montes Montesinos, le dirán.» Cuando llega Montesinos a los quince años: «Mucho trabajó el buen Conde en haberle de enseñar a su hijo Montesinos todo el arte militar» (romance que empieza «Muchas veces oí decir», en Silva de varios romances, 1550). Así adiestrado Montesinos vuelve a París a vengarse del traidor Tomillas, a quien mata de un tremendo golpe en la cabeza con un tablero de ajedrez (romance «Cata Francia, Montesinos», Cancionero de romances, Amberes, sin año). Luego siguen los amores de Montesinos con Rosaflorida, narrados en otras dos composiciones del mismo Cancionero de romances.133 Y llegamos al cielo de romances, no todos tradicionales, acerca de la batalla de Roncesvalles, la muerte de Durandarte y la tristísima misión que toca cumplir a su primo Montesinos, que en gran parte ya es materia del sueño de don Quijote.

En esta ocasión Montesinos no aparece, sin embargo, como el brioso paladín que luchó en Roncesvalles, según narraba la tradición, sino como «un venerable anciano ... [de] barba canísima, [que] le pasaba de la cintura». Esta insólita apariencia de Montesinos, convertido casi en carne momia, la explica el sueño de don Quijote por boca del mismo interesado, quien declara a nuestro héroe que llevaban todos más de quinientos años encantados por el sabio Merlín; y termina con estas palabras: «El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe» (II, XXIII). Mas lo que no tiene explicación de ningún tipo en el sueño de don Quijote es la inconcebible vestimenta del paladín Montesinos, more academico. La explicación la tenemos que proveer nosotros, y a ello voy. Lo que ha habido es un proceso de contaminación, o de libre asociación, entre los términos estudiante-guía y cueva de Montesinos. Las características externas de uno se han trasvasado al otro, y si el resultado es un Montesinos anti-tradicional, hay que reconocer que es un Montesinos de perfecto acuerdo con el mecanismo de los sueños.

Una vez que Montesinos pisa la escena, entonces ocurre una nueva y más simple asociación de ideas. En todos los romances de Roncesvalles, Montesinos está íntimamente relacionado con su primo Durandarte, al punto que se les consideraba inseparables. Por lo tanto, el sueño enfoca ahora a Durandarte. Pero éste, a su vez, estaba tradicionalmente asociado con su amor eterno por Belerma. Aparece Belerma, en consecuencia. Y al llegar a este punto en el sueño, con Belerma en la escena, y con la evidencia física, por lo tanto, del puro e inquebrantable amor que se guardaba con Durandarte, en este momento se le añade el último eslabón a la cadena. La idea de un amor puro, eterno, inquebrantable, penetra hasta el hondón del subconsciente de don Quijote, ya que tales sentimientos están siempre asociados por él con su amor por Dulcinea. Y así aparece en escena Dulcinea. Y con esto el sueño y la aventura llegan a su fin, pero no sin haber descrito antes un circuito completo y perfecto, de la mente de don Quijote; al pasado legendario de los romances carolingios, y de ese pasado de vuelta a las más íntimas entretelas del pensamiento de don Quijote, donde su amor ha creado un altar para Dulcinea.

A todo lo largo de esta serie de asociaciones ha ocurrido una interpenetración de lo más original y fértil entre realidad y sueño, entre memoria y subconsciente. Por ejemplo; otra de las sesudas tareas a que se dedicaba el estudiante-guía era a averiguar quién había sido la Giralda, o bien los prehistóricos de Guisando, preciosa e inestimable información que enriquecería, en la ocasión, sus varias veces citado mamotreto sobre las Metamorfóseos o Ovidio español.134 Si transportamos al mundo de los sueños este tipo de información pseudoempírica que desasosiega al estudiante, veremos cómo esa misma información es la que preludia, explica y justifica la historia que Montesinos cuenta a don Quijote acerca de Guadiana, escudero de Durandarte, y de Ruidera, dueña de Belerma. Al pasar revista Montesinos a los personajes que están encantados en la cueva, dice así:

La cual [Belerma], con vos [Durandarte], y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales, llorando, por compasión que debió tener Merlín dellas, las convirtió en otras tan lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre; el cual cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales, y con otras muchas que se llegan, entra pomposo y grande en Portugal.


(II, XXIII).                


Un río de la realidad geográfica de España, con características fluviales tales como las describe Montesinos, como el Guadiana, y unas lagunas asimismo reales, como las de Ruidera, todo se ve explicado en términos cabalmente ovidianos, como si se tratase de personajes metamorfoseados de la leyenda carolingia. Y el sueño de don Quijote declara hasta las particularidades más propias y notables del río Guadiana, aunque en términos de una novedosísima transformación que no llegó a conocer Ovidio. Estimulada por la memoria, que recuerda tenazmente la conversación sobre libros con el estudiante (supra), y desembarazada de los acosos de la vigilia, la imaginación de don Quijote acaba de añadir todo un nuevo capítulo a las Metamorfóseos o Ovidio español que tenía medio empollado el estudiante-guía, y así lo reconoce éste más tarde. La cita tendrá que ser, otra vez, larga, pero tendrá la ventaja de explicar por sí misma cómo funcionaban en la mente cervantina autoridades tales como Platón, Cicerón o Calcidio, de quienes he dejado testimonio (supra). Habla el estudiante guía, al despedirse de la inmortal pareja:

-Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlo Magno, según puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando al cabo de aquel grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: «Paciencia y barajar.» Y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlo Magno. Y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo, que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades, y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.


(II, XXIV).                


Si volvemos ahora a enfocar todo el episodio, veremos que en este caso, así como en tantos otros, la memoria ha acicateado al subconsciente, y el sueño explica y redondea la realidad empírica. Platón había explicado todo esto en un texto precioso, pero que, indudablemente, Cervantes no pudo conocer. Según el filósofo griego al hombre que está soñando o demente le pueden llegar insinuaciones de la razón, pero sólo las puede interpretar cuando en su juicio está despierto (Timeo, 72).

Hoy en día, saturados de psicoanálisis como estamos, este tipo de entrecruce ubérrimo entre sueño y realidad, nos puede llegar a parecer casi pueril. Cualquier ama de casa puede recitar casi de corrido la clave de la interpretación de los sueños. Y esta trivialidad indujo al inteligentísimo Ramiro de Maeztu a lamentable error, cuando estampó: «Decidme con lo que sueña una persona y os diré quién es, porque nadie sueña sino con elementos de la realidad y sus combinaciones» (Don Quijote, don Juan y la Celestina. Ensayos de simpatía [ 1926], prólogo). Debo confesar que, llevado por mis idiosincrasias personales, le tengo mucho mayor simpatía a Maeztu que al francés Jean-Paul Sartre, sin embargo, la integridad crítica me obliga a reconocer que éste es un caso en el que, en mi opinión, la razón la lleva el filósofo francés. Pienso en el texto ya transcrito (supra), donde Sartre explica que el sueño es la odisea de una conciencia que ansía crear un mundo irreal. Más vale la pena, sin embargo, no anacronizar, y decir, de una vez por todas, que en época de Cervantes, lo que él llevó a cabo en el episodio de la cueva de Montesinos representó extraordinaria audacia, ya que lo que él hizo fue añadir toda una nueva dimensión a la literatura -y, en consecuencia, a la realidad-, al internarse por zonas no abordadas por el arte. De allí que, en este aspecto, Cervantes el artista me resulta superior a Pascal el filósofo, como no pude por menos que barbotar con anterioridad. Casi todo lo que llevo dicho hasta ahora ha sido a efectos de poner en cierta perspectiva histórica la interpretación del mecanismo de los sueños. Ahora, si analizamos con un poco más de cercanía y tacto a algunos de los personajes que pueblan el sueño de nuestro héroe, es posible que aprendamos algo más acerca de la verdadera personalidad del soñador. Me apoyo, para esta anticipada conclusión, en textos clásicos ya recordados, asimismo como en uno de Cervantes (supra), que ahora sí vale la pena citar: «los sueños, ... cuando no son revelaciones divinas o ilusiones del demonio, proceden, o de los muchos manjares que suben vapores al cerebro, con que turban el sentido común, o ya de aquello que el hombre trata más de día» (Persiles, I, XIII). Y no olvidemos que en el río de la misma tradición clásica boyaba la creencia de que los sueños cumplían deseos taponados por la conciencia del mismo soñador cuando despierto (supra, ibidem). Por consiguiente, todos los lectores quedan sobreaviso acerca de las implicaciones de lo que queda por examinar. En el sueño de don Quijote, Dulcinea aparece encantada, en figura de una tosca y fea aldeana, y no como la hermosísima princesa del Toboso y emperatriz de la Mancha, a que nos tiene acostumbrados la estimativa -¿imaginativa?- del caballero manchego. Será apropiado considerar este simple hecho desde varios puntos de mira -recordemos a Dilthey, «Das Leben ist eben mehrseitig»-, para poder apreciar en conjunto todo su litoral, lo que nos permitirá, además, comprobar el complementario aserto orteguiano de que «la verdad es un punto de vista».

En primer lugar, en la atmósfera de tupido encantamiento que se respira en la cueva de Montesinos puede parecer propio y hasta natural que Dulcinea aparezca encantada. Pero este artificio impide que nadie, ni el propio don Quijote, se pueda acercar a la realidad esencial de Dulcinea, ya que el encantamiento funciona siempre de manera que cambia las apariencias de un objeto o persona de suerte que resulta imposible reconocer su verdadera esencia, como expliqué con más espacio en el capítulo IV. Así como un gigante encantado se transforma en un molino de viento, la encantada Dulcinea es una Dulcinea desrealizada, metamorfoseada, más lejana e intocable que nunca.

En segundo lugar, el hecho de que Dulcinea aparezca encantada es un nuevo ejemplo de cómo la memoria suele espolear al subconsciente. Porque la última vez que don Quijote de la Mancha había visto a Dulcinea del Toboso (II, X), ella estaba encantada -si de eso se trataba- por obra y gracia del socarrón de Sancho Panza. Pero en el mundo del Quijote no se permite jugar con las apariencias ni mucho menos con las esencias de las cosas, y así, Sancho, hacia el final de la novela, tendrá que pagar su engaño con tres mil azotes «en ambas valientes posaderas» (II, XXXV). Y esto nos permite una nueva atalaya para contemplar esa admirable taracea artístico-ideológica que es el Quijote: la dolorosa, para Sancho, forma de desencantar a Dulcinea le es ordenada -profetizada- por Merlín, el mismo que mantenía encantados en la cueva de Montesinos a toda la caterva de paladines traspirenaicos. Recapacitemos: Dulcinea fue encantada (?) por el arte de birlibirloque de Sancho Panza; reaparece en el mismo estado de encantamiento en la cueva de Montesinos, cuyo tupido y encantado ambiente había sido dictaminado quinientos años antes por el sabio Merlín. En el palacio de los Duques aparece el mismo Merlín para profetizar que el desencantamiento de Dulcinea sólo será función de más de tres mil zurriagazos que Sancho debe propinarse un poco más abajo de las espaldas. Y si nos ponemos serios una vez más, como corresponde, será para comprobar de nueva manera que en el mundo del Quijote «nada se pierde, todo se transforma», como nos enseñaron, hace años, que decía la ley del físico Lavoisier.

Y, por último, cabe observar el hecho de que en su sueño, es decir, en su subconsciente, don Quijote acepta sin vacilar el encantamiento de Dulcinea. Recordemos que en aquel trance tan peregrino, a las puertas del Toboso, cuando don Quijote está bien despierto, Sancho le muestra tres labradoras en sendos borricos y le dice que se tratan de Dulcinea y dos damas de su cortejo. Mas don Quijote tarda en ceder al engaño, y comienza por afirmar que la realidad sólo le representa labradoras y borricos. Sólo la labia de Sancho el Empecinado, y la intervención de los empecatados encantadores, hacen que don Quijote eche el pie atrás, mas no sin exclamar, con la amargura del invidente: «¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! -dijo don Quijote-. Ahora torno a decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres» (II, X).

Hay que reconocer una progresiva decadencia, quebrantamiento y abdicación de la voluntad por parte de don Quijote. Y la cabal medida, la evidencia casi visual de tal bajón, la dan unas arrogantes palabras que pronunció nuestro héroe, allá muy a comienzos de la primera parte (I, IV), al retar a los mercaderes toledanos, texto que se debe recordar ahora:

-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.


La dimensión imperativa de la voluntad de don Quijote llena ese «el mundo todo», que no se le cae de la boca. Bien es cierto que esto ocurrió allá en aquella época cuando don Quijote todavía tallaba el mundo a imagen suya, labrándolo con el cincel de su voluntad.

Mucho más tarde, cuando la sin par Dulcinea del Toboso se le aparece -por añagaza de Sancho Panza, claro está- como una zafia labriega oliente a ajos, esto es lo que dirá nuestro caballero:

-Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se extiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana.


(II, X).                


En verdad, el mundo se ha rebelado contra su artífice, y rehúsa aceptar un orden impuesto por la voluntad. Y más grave aún, el proceso de desintegración de esa misma voluntad ha comenzado ya, como indica la resignada pasividad de las palabras citadas. Esto sólo puede acarrear consigo el derrumbe de ese mundo que ella había creado, porque, para decirlo con términos de Schopenhauer, el mundo de don Quijote es la representación de su voluntad.

Pero don Quijote, caballero ejemplar hasta el final, no se rendirá sin lucha. En su conciencia, cuando su voluntad está tensa y lista para defender la integridad de sus creaciones, en tales oportunidades él rechaza con firmeza la acción de los encantadores, o de cualquier otro tipo de intrusos en su mundo. Por eso es que prorrumpe, momentos antes de hundirse en las profundidades de la cueva de Montesinos, y exclama:

-¡Oh, señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches; que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto le he menester.


(II, XXII).                


La evidencia visual de aquella tosca y maloliente Dulcinea encantada -cuyo olor de ajos crudos encalabrinó y atosigó el alma del héroe-, que él había visto con sus propios ojos sólo unos capítulos antes, todo eso ha sido voluntariosamente borrado de su pensamiento.

Sin embargo, y a pesar de tan valiente y noble profesión de fe, cuando don Quijote de la Mancha ve a Dulcinea en su sueño se trata de la misma labriega fea y hedionda a ajos, sin rastro de la ponderada e «inaudita belleza». La situación no puede ser más grave, porque esta visión de Dulcinea encantada es el reconocimiento tácito, por parte de don Quijote, de su impotencia para reordenar el mundo. En sueños, su subconsciente ha traicionado la voluntariosa actitud que adopta en la vigilia. Los resortes de la voluntad ya no aciertan a integrar la evidencia visual con la representación ideal.

Es evidente que el encantamiento juega papel principalísimo en este proceso de pulverización de la voluntad de don Quijote, ya que no hay forma de luchar contra el encantamiento propio (parte I), o el de Dulcinea (parte II). Pero con no simplificar demasiado las cosas. Don Quijote no depone de inmediato ni su voluntad ni su imaginación (ni el autor su reflexivo humor), al contrario, con las dos muy tensas emprende el héroe la aventura del barco encantado (II, XXIX). Esta aventura tiene extrañas concomitancias con la primera parte, en particular con la aventura de los molinos de viento (I, XIII), que interesan destacar ahora.135 Como en la primera parte, es aquí la voluntariosa imaginativa de don Quijote la que transforma la realidad (molinos = gigantes, aceñas = castillo), pero es ésta la que despatarra al caballero, quien se excusa y reconforta en su fracaso recurriendo como antes a la intervención de encantadores. Hasta aquí, y en lo sustancial, se trata de una ingeniosa variante de la aventura de los molinos de viento: todo empieza con una voluntariosa transformación de la realidad por parte del héroe; esa realidad está constituida por molinos de viento (parte I) o molinos de agua (= aceñas, parte II); el descalabro se justifica con la intervención de encantadores. Al convertir a la terrestre aventura de los molinos de viento en la fluvial escena de las aceñas parece como si Cervantes anticipase esa caballeresca marítima que será, en gran medida, el Persiles. Pero, de todas maneras, la aventura del barco encantado está perfectamente articulada dentro del desarrollo en declive de la personalidad de don Quijote en la segunda parte. Compárese el final de ambas aventuras. La de los molinos de viento la cierra el héroe con esta indómita afirmación: «Mas al cabo, al cabo, han de poder poco sus malas artes [de los encantadores] contra la bondad de mi espada» (I, VIII). La aventura del barco encantado se cierra con la rendición verbal del caballero: «Dios lo remedie; que todo este mundo es máquinas y tramas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más» (II, XXIX).

Un paso más en la desintegración de la voluntad de don Quijote se da cuando, a la salida del palacio de los Duques, en campaña rasa, encuentran a una docena de labradores que llevaban «unas imágines de relieve y entabladura» de santos para el retablo de su aldea. Muestran a nuestro héroe las de San Jorge, San Martín, San Diego Matamoros y San Pablo, caballeros andantes de la Iglesia todos ellos. A la vista de las imágenes don Quijote no puede por menos que exclamar:

-Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y entre ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.


(II, LVIII).                


Lamentables palabras, que denuncian a la voluntad de don Quijote en trance de pulverización, tan doblegada ya que ha producido la desorientación vital. Como dijo Miguel de Unamuno de este episodio: «No hay acaso en toda la tristísima epopeya de su vida pasaje que nos labre más honda pesadumbre en el corazón» (Vida de don Quijote y Sancho).136

Este progresivo sentimiento de impotencia llevará, indefectiblemente, a esa trágica desilusión que matará al caballero.137 Pero sólo después de haber hecho renuncia formal a su voluntad con estas emocionantes palabras:

Ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno.


Al deponer su nombre, don Quijote ha renunciado a su voluntad.

Esta trágica y feroz desilusión final se anunciaba ya en la cueva de Montesinos, cuando al encontrarse con Dulcinea encantada, ésta le pidió en préstamo seis reales. El tema del desengaño, audible casi en toda la segunda parte, sube aquí su diapasón. Para nuestro caballero esta demanda tiene que haber sido peor que un mazazo, porque indica con claridad meridiana que la sin par Dulcinea es venal. El ideal del hombre tiene un precio. Y horripila pensar en su baratura. Pero aún queda más cicuta que tragar: don Quijote no dispone de los seis reales para prestarle, sólo tiene cuatro. Ocioso será tratar de hacer resaltar la extrema gravedad de todo esto: por primera y única vez el ideal hace una demanda explícita a nuestro caballero andante, y éste no se halla en condiciones de cumplirla. Ni siquiera en esta escala, la más modesta de todas. Con su voluntad paralizada por el sueño, nuestro héroe se ha hundido al nivel del hombre, al verse confrontado por el ideal, riguroso e implacable, como todos y como siempre. Esta parte del sueño ya no es ni siquiera anti-heroica: es sencilla y horriblemente humana.

En la República de Platón, Sócrates llegó a preguntarse si el ideal se podía realizar en el lenguaje. Y su respuesta fue negativa (V, 473). Lo abrumador es que el sueño de don Quijote demuestra que el ideal tampoco es realizable en la vida. La conclusión es tan inevitable como deprimente. Conviene ahora enfocar a los otros personajes que pueblan el sueño del caballero andante, la traída poética de Montesinos, Durandarte y Belerma. En la visión de don Quijote, ellos están dedicados de lleno a vivir su propia tradición épico-lírica, a comportarse de acuerdo con la poesía de su leyenda. El reloj de sus vidas se ha parado, por artes del encantador Merlín, y allí está Belerma en pose de doncella dolorida por casi toda la eternidad, cuyo amante Durandarte se ha mantenido por quinientos años en su actitud de muerte, coronada por un supremo sacrificio de amor, mientras que la fidelidad y amistad de Montesinos se mantiene imperturbable a través de los siglos. En teoría ellos cumplen el ideal que don Quijote se había creado para sí mismo, de hacer de la vida una obra de arte. Cada uno de los protagonistas del sueño se ve a sí mismo como una criatura de arte, cada uno se ve y se interpreta como un personaje de leyenda.

Por su parte, don Quijote está más que predispuesto a la aceptación de todo esto, ya que se trata al fin y al cabo, de su propia razón de ser. Don Quijote se ha lanzado a vivir la dimensión épica de la vida, y por una vez, al menos, se encuentra sumergido en un mundo perfectamente acabado, que al parecer posee todas esas características, de acuerdo con lo que los romances -el pueblo todo, por consiguiente- venían cantando por generaciones. En consecuencia, y para realzar todo esto, el escenario se dispone de la manera más deliberada artística e hiperbólica. Como dice don Quijote:

Me salteó un sueño profundísimo; y cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana... Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual, abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano.


(II, XXIII).                


La escena se halla dispuesta así, con boato, arte y cuidado, para representar en ella la dimensión heroica de la vida, a su nivel propio y verdadero. Parece como si Cervantes hubiese transportado a la literatura, en esta ocasión, la vieja receta de la homeopatía clásica: similia similibus. El escenario se halla, de momento, libre de la sordidez de la vida y lejos del contacto con los materialismos de este mundo. Situación óptima para hacer de la vida una obra de arte. Pero hasta ahora se trata de escenario y decoración; cuando el hombre, don Quijote de la Mancha, pisa la escena, él llega con la voluntad vencida y en bancarrota. Hay dos circunstancias que coadyuvan a esta trágica condición: en primer lugar, esa tupida red de irrealidades que sus engañadores tejen y ciñen a su alrededor, irrealidades con las que resulta imposible luchar -en el pasado, su propio encantamiento, en el presente, el de Dulcinea-. Es posible, lícito y hasta honroso enristrar la lanza contra el Caballero de los Espejos, pero es absurdo e imposible hacer lo propio contra el bachiller Sansón Carrasco. En segundo lugar, hay que recordar que nuestro héroe está soñando,-desposeído, por lo tanto, de la piedra angular de su voluntad.

Estas dos causas se combinan para quitar al héroe toda la fuerza necesaria para sostener en alto el ideal. Despierto, don Quijote de la Mancha no admitiría nunca esa falta de vigor moral, pero su subconsciente sí reconoce esta debilidad trágica, como se hace evidente por la respuesta que da Durandarte a Montesinos. Habla éste a la estatua yacente de su primo, y dice:

Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, abrid los ojos y vereislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín; aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nos fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas. -Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja-, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar.


(II, XXIII).                


Montesinos presenta a don Quijote a la altura del ideal. Mas Durandarte, el caballero legendario, duda seriamente de la eficacia de la acción de don Quijote, el caballero de carne y hueso. Esto no sólo es humillante, es mucho peor que eso, ya que todo ello sólo tiene lugar en el subconsciente de don Quijote. Por lo tanto, éstas no son las dudas de Durandarte, sino las dudas de nuestro héroe acerca de la eficacia de su propia acción. -Y la duda es la más insidiosa parálisis de la voluntad. No en balde Sören Kierkegaard llamó a la duda «astuta trampa»: en ella ha quedado cogido nuestro héroe, como nos lo revela él mismo por medio de su sueño. En este momento de íntima pesadumbre no podemos llamar más al héroe manchego el Caballero de la Fe, como con razón y justicia lo hicieron Turguenev y Unamuno, aunque pensaban en otros momentos de esa noble vida.

Estas son las trágicas y muy particulares circunstancias en que se halla don Quijote al quedarse a solas con sus ideales de vida allá en el fondo de la cueva. Y son estas mismas circunstancias las que se aúnan para desnudar a su ideal de todo sentido, porque ¿qué sentido puede tener un ideal de vida cuando la voluntad está quebrantada? Si Aristóteles dijo que la voluntad es algo libre (Magna Moralia, 1.13), la de don Quijote está cogida en la trampa de la duda.

Como en un juego de espejos -un muy profundo y extraordinario juego de espejos-, la vaciedad del ideal se refleja a su vez sobre la vida, y ahora es ésta la que queda desnuda de todo sentido. Y cuando la vida misma está vacía el hombre sólo puede adoptar actitudes huecas, en las que el hombre se convierte en la parodia de sí mismo. En esta aventura Cervantes ha anticipado la ideología y la técnica del esperpento de Valle-Inclán. Como los héroes clásicos de que nos hablaba el ciego poeta Max Estrella (Luces de Bohemia), don Quijote, en esta ocasión, también se ha paseado ante los espejos cóncavos del Callejón del Gato. Pero la rabiosa conciencia de Valle-Inclán le llevó a crear indignos peleles, como el protagonista de Los cuernos de don Friolera, mientras que la imaginación de Cervantes siempre fue más compasiva.

Así y todo, los personajes que pueblan la cueva de Montesinos están totalmente desustanciados, y sólo aciertan a parodiarse a sí mismos, deformados, como también ellos lo están en el subconsciente de don Quijote, por los espejos cóncavos de Max Estrella. Todo esto, ya lo sabemos, es falla de la mente que los sueña -la mente del héroe es el órgano deformador de la escena-, falla que se agrava hasta desvirtuar por entero la auspiciosa disposición inicial de la escena. Piénsese, por ejemplo, en la presentación de Durandarte, el paladín de las gestas carolingias, «tendido de largo a largo», según observa don Quijote, sobre su sepulcro, y repitiendo como un muñeco mecánico los versos que la tradición poética había puesto en sus labios, y que en cierta oportunidad expresaron la tragedia de su vida:


¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga.


Pero no basta con que Durandarte recite estos versos tumbado a la bartola, sino que terminará su discurso con la muy chabacana expresión: «Paciencia y barajar.» La parodia de los heroicos versos de la tradición no podría ser más devastadora, ya que todo se efectúa por boca del propio ex paladín.

O bien, considere el lector a Montesinos, quien describe la ofrenda póstuma de su primo a Belerma, en que la tradición cifró el sentido de toda una vida heroica, como si fuese una operación de curar perniles de cerdo para jamones:

Yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé saliendo de Roncesvalles eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos, amojamado, a la presencia de la señora Belerma.


(II, XXIII).                


Considere también el lector a la propia Belerma, cuya decantada belleza se desdibuja en caricatura: «Era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos». Y esta Belerma esperpentizada desfila con sus doncellas por las galerías del palacio cuatro veces, puntualmente, por semana, como si ella y su comitiva fuesen autómatas sincronizados. Y muy en particular, observe el lector la presentación de Dulcinea del Toboso, la sin par, el ideal más excelso de un hombre. La disección caricaturesca de Dulcinea en esta ocasión sólo sirve para acentuar el hecho de que está tan vacía por dentro que nada más le queda que la codicia: todo lo que esta dama pide a su paladín es dinero, y para obtenerlo está dispuesta a empeñar su faldellín.

Estas son sólo algunas de las ridículas características de los personajes del sueño de don Quijote. Pero, en realidad de verdad, la cuestión es mucho más seria que ridícula, ya que todas esas características puestas en haz apuntan a la aterradora ausencia de plenitud en el ideal. Y la conciencia del hombre está dispuesta de tal manera que no puede aceptar ser guiada por fracciones de ideal. De hecho no existe, ni puede existir, un ideal relativo. Aut Caesar, aut nihil.

Todos estos diversos aspectos tienen valor sintomático, ya que todos apuntan al hecho de que es don Quijote mismo quien ahora carece de toda sustancia interior. Es el caballero andante quien está totalmente vacío por dentro. Esta es, fuera de duda, la implicación más seria de todo el episodio. Si analizamos el sueño en términos de la mente que lo soñó, llegamos a la triste pero irrefutable conclusión de que esa armadura que con tanto orgullo reviste don Quijote dé la Mancha escuda al espectro de sí mismo. Esos cuatro reales, que son todo lo que tiene para dar a Dulcinea, medida escasa de la primera y única demanda del ideal, esa pobreza material es el reflejo directo de su pobreza espiritual. La bancarrota es completa.

No hay que olvidar, sin embargo, que en todo momento estamos hablando de don Quijote en sueños. Vale decir, que hablamos de don Quijote visto por dentro. Don Quijote visto por don Quijote, y por nadie más. Por un momento se nos ha permitido la extraordinaria experiencia de ver la intimidad esencial del hidalgo manchego, en forma imposible de apreciar por sus compañeros o contrincantes. Tenemos ante nuestros ojos, y bien al descubierto, las verdaderas raíces vitales de ese hombre que se hace llamar don Quijote de la Mancha.

El desdoblamiento artístico que tiene lugar en el fondo de la cueva de Montesinos es una pequeña maravilla literaria, que nos presenta el antagonismo entre la materia y el espíritu, entre el don Quijote soñador y el don Quijote soñado. En sus momentos de vigilia, don Quijote coloca el mundo de Montesinos y Durandarte en el pináculo de una perfección total. Y a ese nivel se esfuerza a diario en elevar su vida, al concebirla como una obra de arte. Pero en su sueño ese mismo mundo aparece carcomido y apolillado, sumido al nivel de nuestra propia imperfección e impotencia.

O sea, que el don Quijote soñado demuestra cabalmente la invalidez y la futilidad de las acciones del don Quijote soñador. Porque el sueño imparte un bien claro mensaje: el mundo ideal de la caballería, en el que nuestro hidalgo cree a pies juntillas, y al que ha dedicado su vida, carece de todo sentido. El sueño demuestra que el ideal es un esperpento. Si la epopeya del Quijote es, en tantos sentidos, la lucha por la conquista de la verdad, esto ya puede contar como una victoriosa batalla campal.

Como un bisturí la pluma del artista ha penetrado la concha del hombre exterior, para proporcionarnos uno de esos rarísimos atisbos del hombre interior, que el Occidente contaba en su haber hasta el momento. Nos hallamos ante ese núcleo humano al que sólo San Agustín y Petrarca habían sabido llegar antes de Cervantes. Pero ni el santo ni el poeta transfirieron sus experiencias de autognosis a una criatura de arte como lo hizo el novelista.

Mucho de lo anterior implica una grandiosa paradoja, por la conclusión insoslayable de lo antecedente es que el don Quijote soñado es más real y más realista que el don Quijote soñador. Este problema crea todo tipo de dudas, que en gran medida, y con mucha anticipación, vio venir Platón cuando escribió en su diálogo Teeteto estas palabras que atribuyó a Sócrates: «No hay problema alguno en crear una duda, por, al fin y al cabo, puede caber duda de si estamos despiertos o en sueño» (158). A lo largo de esta hilada, y muchos siglos después, un inglés contemporáneo de Cervantes, William Shakespeare, dijo lo siguiente:


    We are such stuff
as dreams are made of, and our little life
is surrounded with a sleep.


(The Tempest, IV, I).                


Si así se piensa de Platón a Shakespeare, de inmediato surgen las harto inquietantes preguntas: ¿Qué es la realidad? ¿Qué es la vida? Quizá no quepa claro deslinde entre el sueño y la vigilia, y Sócrates mismo dudó acerca de la posibilidad, con lo cual quedamos abocados a un horrendo problema metafísico. Bien pueden ser las cosas como las presentó Shakespeare, y hasta el mismo Unamuno llegó a aceptar su definición, cuando diferenció entre sueño de soñar y sueño de dormir.138 Pero el credo activista y heroico de don Quijote, aun de haber conocido estas definiciones, o proposiciones, las hubiese rechazado de plano.

Porque su sueño se acaba, y los dobles antagónicos, el soñador y el soñado, se reintegran y resumen en uno otra vez. El don Quijote soñado reingresa al fuero interno del don Quijote que le soñó. Y nuevamente nuestro héroe confronta al mundo con su entereza.

Y es hora de volver a un texto de Jean-Paul Sartre que cité mucho antes en este capítulo, y que para mayor comodidad del lector volveré a citar ahora:

El sueño no es la ficción tomada por la realidad; es la odisea de una conciencia dedicada por sí misma, y a pesar de sí misma, a crear sólo un mundo irreal. El sueño es una experiencia privilegiada que nos puede ayudar a concebir lo que una conciencia podría haber sido de haber perdido su «ser en el mundo».


Este ser en el mundo de un don Quijote que podría haber sido, el que nos revela su sueño en la cueva de Montesinos, no se cumplió, no fue. ¡Demos gracias a Dios por todo el mundo en general, y por nosotros en particular! Demuestra el sueño una total incapacidad, no ya para realizar el ideal, sino hasta para concebirlo con plenitud efectiva y actuante. Pero en su vigilia don Quijote lucha a diario y a brazo partido por alcanzar el ideal.

En esto, precisamente, radica la esencia heroica del quijotismo, y su significado profundamente humano, que lo impone como tema de profunda meditación individual. Tiene que ser evidente para todos el hecho de que este hombre ha reconocido, desde mucho antes de la aventura de la cueva de Montesinos, que su ideal de vida era total y trágicamente inadecuado para vivir en este mundo. Sólo semejante conocimiento previo por parte de don Quijote puede explicar las extrañísimas características de su sueño. Son los lectores los que caen bruscamente en la cuenta de lo que don Quijote guardaba con celo para su coleto. Pero es evidente que tenía que existir conocimiento previo por parte del soñador. La verdadera y secreta medida del conocimiento que don Quijote tenía de su total inadecuación en este mundo nos la proporcionan los detalles ridículos, vulgares y groseros con que su subconsciente ha llenado la heroica leyenda de Montesinos y Durandarte.

Lo que es verdaderamente heroico acerca de esto, y trágicamente humano a la vez, es que don Quijote de la Mancha impide con toda la fuerza de su voluntad que este tipo de datos se cuele hasta llegar a flor de la conciencia. Si esto llegase a ocurrir, su ideal de vida se derrumbaría en el acto, y las ruinas sólo formarían un montón de bufonadas.

Este es el mensaje más íntimo y último del episodio, y su lección aprovechable. Lo que don Quijote ha soñado en el fondo de la cueva es, ni más ni menos, que el sentido de la vida. Como él dice a Sancho y al estudiante, cuando le han izado a la superficie y despertado:

Dios os lo perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto: ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo.


(II, XXII).                


Verdadera lección de heroísmo profundamente humano, de quijotismo esencial: saber que la vida es sombra y sueños, pero vivirla como si no lo fuese. El hidalgo manchego, para dejar de serlo, se empeñó en vivir la vida como una obra de arte. Un fuego fatuo que queda trascendido aquí, en alas de un impulso profundamente espiritual y cristalino. El caballero andante ha conquistado una parcela de la verdad; la conquista total sólo ocurrirá en su lecho de muerte.

Hay peligros ínsitos, es evidente, en tratar de vivir la vida como una obra de arte, lo que quedó insinuado en el capítulo anterior y que el análisis del episodio de Sierra Morena espero que haya puesto en perspectiva. Uno de los riesgos consiste en incurrir en el paralogismo de que si una cosa es buena en sí, será mucho más buen a de por sí, lo que es equiparable a convertir un valor relativo en uno absoluto. Pero el riesgo más destacado radica en relegar al olvido el hecho de que si bien el arte es hechura del hombre, el hombre es hechura de Dios. Por lo tanto, tratar de vivir la vida como una obra de arte implica una irremediable confusión de objetivos.

En el grado y hasta el punto en que el protagonista incurre en este serio error apreciativo, es reprendido y castigado como corresponde. Pero si tornamos la vista por última vez en este capítulo al episodio de la cueva de Montesinos, veremos que una vez que el caballero ha sido sacado de la cueva, y ha despertado, y ha pronunciado las ponderadas palabras que acabo de citar, inmediatamente después de todo esto el protagonista volverá a revestir su abollada armadura, y otra vez intentará vivir la vida como una obra de arte, a pesar de que se está anegando en un mar de dudas. Y así seguirá, impertérrito para el mundo, hasta su último día, cuando en su lecho de muerte abdicará a su personalidad artística, por un último y supremo acto de voluntad: don Quijote de la Mancha se convierte a sí mismo en Alonso Quijano el Bueno. Con su último gesto el protagonista ha consumado el sacrificio supremo, el de su identidad: don Quijote de la Mancha; la criatura de arte, debe morir, para que Alonso Quijano, la criatura de Dios, pueda vivir.

Pero hasta el momento antes de ingresar en la eternidad, el protagonista habrá tratado, con todas las fuerzas a su alcance, de vivir la vida como una obra de arte, a pesar de las befas, de las reprimendas y de los castigos. Y a pesar del autoconocimiento de la total inadecuación de su ideal de vida, que evidentemente aflora en forma gradual a partir de la aventura de la cueva de Montesinos.

El episodio de la Sierra Morena, allá en el capítulo pasado, nos demostró los riesgos de ese ideal añorado; el episodio de la cueva de Montesinos patentizó su vanidad. Pero son las graves palabras de don Quijote al salir de la cueva las que contienen el mensaje más válido y más humano, en particular para un mundo con tan graves achaques en la fibra espiritual como el nuestro. Porque esas palabras nos descifran el verdadero sentido del heroísmo, y nunca es tarde para recordar que el quijotismo es eso, de manera radical. El sentido más entrañable de todo esto es uno de humanismo esencial y de humanidad verdadera. Don Quijote ha descubierto que intentar vivir la vida como una obra de arte es todo vanidad, porque la vida es una sombra y un sueño. Sin embargo, él no abandonará el ideal, a pesar de estar corroído hasta las entrañas por las dudas. Una auto-decepción consciente y más que heroica le lleva a decirse que la vida es algo más que sueños y sombras. Y así se prepara para una muerte ejemplar y cristiana.



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