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ArribaAbajoVII. Un libro de buen amor

Un hidalgo sin mayores medios, entrado ya en la cincuentena de la edad, que vivía en una aldea innominada de la Mancha, tuvo un día la ráfaga de meterse a caballero andante. Queda explicado ya (capítulo IV) que esto no fue una verdadera chifladura, sino que fue algo perfectamente solidario y consistente, para nuestra Edad de Oro y su ideología mayoritaria, con el tipo de ingenio -hoy diríamos personalidad, creo- que respaldaba la manía exacerbada del machucho postulante a la caballería andante.

Lanzado ya por esta pendiente, que, con mayor seriedad, hay que denominar su plan de vida, «lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos» (I, I). El caballero, en cuanto persona, queda listo para la aventura, pero le falta lo esencial para aspirar a la caballería andante: algo en qué ir caballero. Por consiguiente, «fue luego a ver a su rocín». Pero su futuro corcel -que nunca pasó de jamelgo, la verdad sea dicha- debe corresponder en todo a las cualidades del futuro héroe que le montará: héroe in potentia para el mundo, héroe in re para sí mismo. Sigue el acto sacramental del bautismo equino: la cabalgadura se llamará Rocinante. Sigue el peliagudo momento del autobautismo, cuyas vacilaciones se prolongarán por ocho días, y por fin se da en el clavo: don Quijote de la Mancha.

«Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma». El enamoramiento de don Quijote obedece, de forma evidente, a la misma convención que le llevó a bautizar a su rocín y darse a sí mismo el nombre que con su sonoridad y fama ha llenado los siglos. Me refiero a la convención literaria de la caballeresca, y es allí donde debemos empezar nuestras investigaciones con el fin de comprender las características del amor de don Quijote.

Pero antes será conveniente echar una rápida mirada al objeto de los amores de don Quijote.

En un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos, y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.


(I, I).                


No hay que acudir para nada a los esoterismos del siglo pasado, que llegaron a desbarrar al punto a entender a Dulcinea a través de su anagrama de Dina Luce, para explicarnos el nombre de la dama de los pensamientos de don Quijote. Ha sido Rafael Lapesa quien, con su claridad y erudición acostumbradas, ha estudiado el nexo que, en la mente de don Quijote, unía el nombre de Aldonza al de Dulcinea. El étimo de Aldonza es el visigótico Aldegundia. En la alta Edad Media comenzó a divulgarse el nombre culto latino de Dulce. Hacia el siglo XII, «el nombre de Dolza, exótico, pero claramente significativo, consumó la atracción semántica sobre Aldonza, Eldonza, que fueron sentidos como variantes vulgares de los cultos Dulcia, Dulce». Don Quijote de la Mancha, caballero medieval redivivo, identificaba Aldonza con Dulce, y en consecuencia, él forma el nombre, que asimismo ha pasado a la fama, de Dulcinea, no directamente sobre Aldonza, sino sobre su equivalente Dulce. Y Lapesa termina su erudita y contundente demostración con estas palabras, que hago mías: «Dulcinea cumplía todos los requisitos exigibles: poseía suave musicalidad; mantenía con dulce un contacto significativo, pero desmaterializado, referible sólo al delectamiento espiritual; y se situaba en el mismo plano de vaguedad y lejanía que Florisea, Arbolea, Cariclea, Febea y otros nombres de heroínas celebradas por la novela y el teatro del siglo XVI».139

La convención literaria de la caballeresca había tenido reflejos históricos mucho antes de fundamentar el plan de vida de don Quijote. Daré de inmediato un par de ejemplos para ilustrar el grado de penetración de la caballeresca literaria en la vida histórica española. Lo que fue manía para don Quijo, producto de su locura, no lo fue para la nobleza española en cien años tan cercanos a él como los del reinado de los Reyes Católicos. Don Quijote, como su creador, y como todos los genios, vivió a descompás de su siglo. ¡Pobre don Quijote el Incomprendido, cuántos palos que llevaste son atribuibles a la incomprensión de los circunstantes!

La historia de Castilla nos dice que allá por el año de 1330, el rey Alfonso XI, el triunfador del Salado y el que ganó a Tarifa, fundó la Orden de la Banda. Se conservan casi todos los artículos de la constitución de la Orden, que empiezan así: «Aquí se comienza el Libre de la Vanda que fizo el Rey don Alfonso de Castilla.» Y prosigue más abajo, en el mismo artículo: «La cosa del mundo que pertenece más al Cavallero es verdat e lealtad, et aun de que se más paga Dios, por ende mandó facer este Libro de la Orden de la Vanda, que es fundado sobre estas dos razones: sobre la Cavallería, et sobre la lealtat. Et pues que vos havemos fablado algo de la Cavallería, agora queremos vos decir alguna cosa de la lealtat. Como quier que la lealtat se entiende guardar en muchas maneras, pero las principales son dos. La primera es guardar lealtat a su Señor.140 La segunda, amar verdaderamente a quien oviere de amar, especialmente aquella en quien pusiere su corazón.» La parte que más me interesa destacar, con fines ulteriores, es esta parte de los estatutos: «Mandaba la regla que ningún caballero de la Vanda estuviese en Corte sin servir alguna dama, no para la deshonrar, sino para la festejar, o con ella se casar, y cuando ella saliese fuera la acompañase, como ella quisiese, a pie o a caballo, llevando quitada la caperuza y faciendo su mesura con la rodilla».141

La palabra mesura nos debe poner de inmediato sobre la pista de los lejanos modelos que tenía en mente Alfonso XI de Castilla para crear la Orden de la Banda. Porque las voces servir y mesura nos colocan de lleno en el vocabulario del amor cortés. Pero ya habrá tiempo de volver a esto, y explayarme, como espero hacer hacia fines de este capítulo.

Volvamos a la historia. De 1525 a 1528 fue embajador de Venecia en la España de Carlos V el ilustre patricio Andrea Navagero. Nada importante en los anales diplomáticos registró esta embajada, mas en la historia literaria de España causó una revolución permanente. En Granada, y en 1526, conoció a Juan Boscán, a quien convenció a introducir en España la métrica italiana, o sea, el endecasílabo. Y el joven amigo de Boscán, Garcilaso de la Vega, se encargó de aclimatar definitivamente en la poesía española ese tipo de metro.

Claro está que no es esto a lo que iba, pero no lo pude evitar dadas las inmensas consecuencias de unas charlas granadinas. Navagero, muerto en 1529, nos dejó una suerte de diario de viaje, Il viaggio fatto in Spagna (edición póstuma de 1563), y, además, cinco cartas escritas a su íntimo amigo, compatriota y aficionado a las mismas cosas, Juan Pablo Ramusio. En la última de estas cartas, fechadas en Granada el 31 de mayo de 1527, escribe Navagero a Ramusio acerca de la gloriosa guerra que acabó con el poderío moro en España, muchos de cuyos actores todavía vivían cuando viajó por la Península el embajador veneciano. Al final de dicha carta escribe Navagero lo contenido en la larga cita que sigue, cuya longitud espero que el lector disculpará por su directa relación con nuestro tema:

La guerra de Granada fue notable; no había entonces tanta artillería como después se ha inventado, y se conocían mejor los hombres valerosos que ahora pueden conocerse;142 todos los días se andaba a las manos y se hacía alguna hazaña; toda la nobleza de España acudió a la guerra, y todos deseaban señalarse y ganar fama, de suerte que en esta guerra se formaron los hombres animosos y los buenos capitanes de España; en ella, un hermano mayor del Gran Capitán adquirió grandísima fama y honra,143 y él mismo empezó aquí a darse a conocer, preparándose para sus futuras hazañas. A más de estos estímulos, la reina con su corte lo fue grandísimo; no había caballero que no estuviese enamorado de alguna dama de la corte, y como estaban presentes y eran testigos de cuanto se hacía, dando con su propia mano las armas a los que iban a combatir, y con ellas algún favor, o diciéndoles palabras que ponían esfuerzo en sus corazones y rogándoles que demostrasen con sus hazañas cuánto las amaba, ¿qué hombre, por vil que fuese y por cobarde y débil, no había de vencer tras esto al más poderoso y valiente enemigo, y no había de desear perder mil veces la vida antes que volver con vergüenza ante su señora? Por esto se puede decir que en esta guerra venció principalmente el amor.144


¡Qué de hazañas hubiese cosechado don Quijote en la Guerra de Granada, si sólo hubiese vivido esos días y Dulcinea del Toboso hubiese sido dama cortesana de la Reina Católica! Más debemos destacar también el incipiente quijotismo, avant la lettre, del diplomático y humanista Andrea Navagero, que se expresa en su larga interrogación retórica del final. El quijotismo de la España que vivió a caballo de los siglos XV y XVI era ambiental, no cabe duda, y en alas de esa forma de vida se conquistó Granada, se descubrió y conquistó América y se comenzó la expansión en el Norte de África. Lo único lamentable es que don Quijote de la Mancha vino a la vida -del arte, al menos- unos cien años más tarde.

Deben bastar estos testimonios para remachar la cuestión de que mucho antes de don Quijote amor y caballería eran términos sinónimos, o poco menos. Pero los dos textos a que me he atenido hacen muy claro, asimismo, que se trataba de un tipo especial de amor. Y queda dicho que ese concepto del amor obedecía a la convención literaria que don Quijote mejor conocía y que para nosotros es la más fácil de explorar. Me refiero, claro está, a los libros de caballerías. Para proceder con orden y método creo conveniente estudiar el material de acarreo en la tradición literaria en dos etapas. Primero, ver lo que nos dicen las novelas de caballerías al respecto, y luego proceder a lo que formuló el concepto del amor que en ellas rige,145 que es otra forma de decir que nos remontaremos hasta la literatura trovadoresca, la Provenza del siglo XII y el concepto del amor que allí surgió.

En realidad, y aquí viene la primera restricción que me impongo, no hay para qué estudiar el concepto del amor en muchos o pocos libros de caballerías, que uno nos bastará.

Y me refiero, desde luego al amor que centra la vida del protagonista del Amadís de Gaula. No hay para qué abundar en lo obvio y ya dicho: Amadís es el modelo de la vida de don Quijote, como él expresa en varias ocasiones, y su ejemplo remontará su vida a los niveles del arte.

Es imposible resumir el argumento del Amadís, obra de estructura tan complejo como típicamente medieval y del género. La acumulación de episodios es fenomenal, y cada uno de ellos ve la aparición de nuevos personajes. Pero -creo y espero que el dato no esté muy trasconejado en la memoria de cada uno de nosotros- lo esencial, para Amadís y para mis propósitos del momento, es que Amadís se enamora y dedica su vida al objeto de sus amores, la princesa Oriana, hija de Lisuarte, rey de la Gran Bretaña. Algo de estos amores debo repasar ahora, con fines que se verán en su momento.

Amadís tenía doce años de edad y se educaba en la corte del rey Gandales de Escocia. A esta corte llegan el rey Lisuarte y su hija, la incomparable Oriana, que contaba entonces diez años. La reina de Escocia, de quien el joven Amadís «era mucho amado», le pone al servicio de Oriana con estas palabras, de las que destacaré las más pertinentes a mi tema:

-Amiga, éste es un donzel que os seruirá.

Ella [Oriana] dixo que le plazía. El donzel [Amadís] touo esta palabra [=servicio] en su coraçon de tal guisa que después nunca de la memoria la apartó, que sin falta, assí como esta historia lo dize, en días de su vida no fue enojado de la seruir y en ella su coraçón fue siempre otorgado, y este amor turó quanto ellos turaron, que assí como él la amaua assí amaua ella a él.


(I, IV).146                


La idea de un servicio de amor, de que amar implica servir a la mujer amada, esto nos vuelve a poner sobre la pista indubitada: el amor cortés. Todavía no he llegado al tema del amor cortés, mas todo se andará. Lo que me importa dejar en claro desde ya es que don Quijote, al escoger como norte vital a Amadís de Gaula, lo que hace, en este aspecto del amor, es seguir los conceptos rectores del amor cortés, aunque en segunda instancia. Algunos ejemplos más acerca del amor de Amadís por Oriana, y las características de dicho amor, harán, en la ocasión, de cabeza del viejo y bifronte dios Jano de los romanos. Con lo que quiero advertir al lector que, al repasar yo esos ejemplos, él debe tener la atención enfocada hacia dos extremos temporales. Hacia el futuro, debe mirar hacia la emulación de Amadís por don Quijote, y hacia el pasado debe tratar de avizorar los tesoros poéticos y conceptuales que los trovadores encerraron en la idea de amor cortés. Conste, sin embargo, que en ninguno de los tres casos -trovadores, Amadís, Quijote- el parecido es a rajatabla; se trata, más bien, de que tanto el Amadís como el Quijote reflejan, en desigual medida en diversas ocasiones, caracteres reglamentarios de lo que la Provenza medieval sistematizó en amor cortés.

El destino amatorio de Amadís, el hecho de que toda su vida fue puesta al servicio de Oriana, fue profetizado por Urganda la Desconocida, benévola encantadora que vuelve a aparecer en nuestra novela máxima:

Será flor de los caualleros de su tiempo; éste fará estremecer los fuertes; éste començará todas las cosas y acabará a su honrra en que los otros fallescieron; éste fará tales cosas que ninguno cuydaría que pudiessen ser començadas ni acabadas por cuerpo de hombre. Este hará los soberuios ser de buen talante; éste aurá crueza de coraçón contra aquellos que se lo merecieran, y ahun más te digo, que éste será el cauallero del mundo que más lealmente manterná amor y amará en tal lugar qual conuiene à la su alta proeza.


(I, II).                


El plan de vida, el personaje que adoptará el vejestorio de la Mancha, está ínsito en esta profecía. Él no duda nunca en verse, y hasta identificarse, como la «flor de los caballeros de su tiempo», a pesar de cardenales ganados y de muelas perdidas. Y así como Amadís sale a la vida bajo la estrella de que será el más leal amador, de la misma manera don Quijote, con plena conciencia y voluntad, se entrega de una vez por todas a su amor por Dulcinea del Toboso, a pesar de las tentaciones que puede proveer una Maritornes (parte I) o una Altisidora (parte II). Pero vale la pena insistir en el hecho de que cuando don Quijote nace a la vida, cuando el hidalgo de aldea formula su plan de vida, es en ese mismo momento en que nace Dulcinea del Toboso y el servicio de amor que le prestará don Quijote de la Mancha a machamartillo.

Una de las primeras entrevistas entre Amadís y Oriana es precedida por el regalo de un anillo de la amada al caballero. Amadís «lo tomó viniéndole las lágrimas a los ojos, y besándolo le puso en derecho del coraçon y estuvo vna pieça que hablar no pudo» (I, XIV). Y unas horas más tarde se sigue la entrevista nocturna: «Quando Amadís assí la vio [a Oriana], estremesciose todo con el gran plazer que en verla vuo; y el coraçón le saltaua mucho que holgar no podía» (ibidem). Como buen amante a la manera cortesana, Amadís tiembla de emoción al ver el objeto de su culto amoroso.

Don Quijote fue mucho menos feliz que Amadís en este sentido, ya que nunca llegó a ver a Dulcinea del Toboso. Precisamente, en la tercera salida, cuando van camino del Toboso con el fin expreso de verla, don Quijote le recuerda a su escudero: «¿No te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?» (I, IX). Por un lado, éste es el asidero que necesita Sancho para llegar a la inaudita invención de encantar a Dulcinea. Pero voy a otros fines ahora. Como don Quijote nunca ha visto a Dulcinea, ni la verá, no hay en su vida paso semejante al de Amadís cuando se entrevista con Oriana. Pero don Quijote envía a Sancho al Toboso a buscar a la dueña de sus pensamientos, y él imagina los resultados de la posible entrevista como consecuencia de los cánones corteses:

-Anda, hijo -replicó don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada; si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa.


(II, X).                


Las instrucciones de don Quijote a su escudero se respaldan en acciones y reacciones como las siguientes: «Quando Amadís se vio ante su señora, el coraçón le saltaua de vna y otra parte, guiando los ojos a que mirassen la cosa del mundo que él más amaua ... Quando Amadís se oyó loar de su señora, baxó los ojos a tierra, que sólo catar no la osaua; y paresciole tan hermosa que el sentido alterado la palabra en la boca le hizo morir» (I, XXX).

En cierta ocasión es Gandalín, escudero de Amadís, quien lleva una embajada de éste a Oriana, y describe cómo dejó a su amo en estos términos: «Señora, él [Amadís] no pasará vuestro [de Oriana] mandado por mal ni por bien que le auenga, y por Dios, señora, aued dél merced, que la cuyta que hasta aquí suffrió en el mundo no hay otro que la sufrir pudiesse; tanto, que muchas vezes esperé caérseme muerto hauiendo va el coraçón desfecho en lágrimas» (I, XIV).

Don Quijote no llega a tales extremos amorosos como los de Amadís, y bien se sabe que nuestro hidalgo en más de una ocasión acusó al paladín de Gaula de «llorón» (II, II). Pero en la carta que escribió a Dulcinea desde Sierra Morena el hidalgo manchego trata de definir su pasión amorosa en términos de la caballería cortesana a lo Amadís:

Soberana y alta señora: El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera.


(I, XXV).                


Es evidente que tanto don Quijote como Amadís se humillan voluntariamente ante la señora de sus pensamientos, como demuestran los dos ejemplos que vengo de copiar. Además, la ausencia de la persona amada causa un dolor mortal o, por lo menos, una cuita muy duradera.

Amadís se enamora instantáneamente de Oriana, y decía entre sí: «Ay, Dios! ¿Por qué vos plugo de poner tanta beldad en esta señora y en mí tan gran cuyta y dolor por causa della? En fuerte punto mis ojos la miraron, pues que perdieron la su lumbre» (I, IV). Amadís cae asaetado por la amorosa visione de Oriana, como en vida nos narra Dante que le ocurrió a él al ver a Beatrice a la distancia en una calle florentina (Vita nuova, II-III). En este sentido don Quijote es el compendio y suma del amante cortés, porque él crea a la señora de sus pensamientos y el acto de creación es simultáneo con el acto del enamoramiento. Amadís se enamoró de Oriana a los doce años; Dante se enamoró de Beatrice a los nueve; don Quijote se enamoró de Dulcinea a nativitate, con lo que quiero decir que desde el momento que Dulcinea nació como tal en su imaginativa -y no Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo y de Aldonza Nogales-, desde ese momento el recién bautizado caballero se enamoró de ella.

El amor provoca el insomnio del enamorado, que no puede hacer otra cosa que pensar en la señora de sus pensamientos. Amadís ha sido armado caballero y sale al encuentro de aventuras; es la primera separación de Oriana. En compañía de la doncella de Dinamarca llega a un castillo: «Pues allí llegados, aquella noche fueron muy bien seruidos. Mas el Donzel del Mar [=Amadís] no dormía mucho, que lo más de la noche estuuo contemplando en su señora donde se partiera, y a la mañana armose y fue su vía con su donzella y el escudero» (I, V).

Después de la desastrosa aventura con los molinos de viento «toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros» (I, VII). Mucho más tarde, en plena campaña, en una noche oscura, don Quijote y Sancho se ven embestidos por una numerosa piara de cerdos. Al renacer la calma aconseja Sancho a su amo: «Ahora bien, tornémonos a acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos. -Duerme tú, Sancho -respondió don Quijote-, que naciste para dormir; que yo que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día, daré rienda a mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete, que, sin que tú lo sepas, anoche compuse en la memoria» (II, LXVIII). No olvide el lector que el enamorado Amadís también compone versos; en la Peña Pobre, «acordándosele la lealtad que siempre con su señora Oriana tuuiera y las grandes cosas que por la seruir auía fecho, sin causa ni merescimiento suyo auerle dado tan mal galardón, fizo esta canción con gran saña que tenía, la qual dezía assí...» (II, LI).

En ocasiones la tristeza de la separación se sobrepone al caballero, y entonces éste busca la soledad para pensar libre en su amor y triste sino. Amadís de Gaula, camino de la Peña Pobre, «metiose por vn valle y vna montaña, y yua pensando tan fieramente que el cauallo se yua por donde quería, y a la hora del mediodía llegó el cauallo a vnos árboles que eran en una ribera de vna agua que de la montaña descendía, y con el gran calor y trabajo de la noche paró allí, y Amadís recordó de su cuydado, y miró a todas partes y no vio poblado ninguno, de que ouo plazer» (II, XLVIII).

En la primera parte don Quijote se halla en análogas circunstancias, ya que las ha buscado él adrede para poder llevar a cabo su penitencia en la Sierra Morena, con deliberada imitación de Amadís en la Peña Pobre. En su soledad nuestro hidalgo «se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea» (I, XXVI).

Las citas anteriores del Amadís bastan para demostrar que el protagonista ve en Oriana el cúmulo de las perfecciones posibles. Don Quijote no puede por menos que hacer lo mismo con Dulcinea, en un interesantísimo pasaje que comienza con dudas que expresa la duquesa acerca de la existencia real de la amada del hidalgo manchego: «[Dulcinea] es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso.»

-En eso hay mucho que decir -respondió don Quijote-. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfeción que en las hermosas humildemente nacidas.


(II, XXXII).                


Este texto no hace más que corroborar algo que con mucha anterioridad había dicho don Quijote:

Dos cosas solas incitan a amar más que otras; que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumada en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.


(I, XXV).                


Amadís de Gaula está a punto de trabar un descomunal combate con el rey Abies, y se conforta con el pensamiento de que «si lo venciesse sería la guerra partida, y podría yr a ver a su señora Oriana, que en ella era todo su coraçón y sus deseos» (I, VIII). Don Quijote no vacila en reprochar a su escudero:

¿No sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser.


(I, XXX).                


En el libro II del Amadís, a partir del capítulo LXIII, comienza la larga aventura del arco de los leales amadores en la Ínsula Firme, que era una prueba a que sometía la infanta Briolanja a los amantes para averiguar si eran fieles y leales o no. Claro está que Amadís triunfa de la prueba, y queda definido así por el más fiel y leal amador del mundo. De la misma manera ve don Quijote de la Mancha sus relaciones amorosas con Dulcinea del Toboso:

Él [don Quijote] se imaginó haber llegado a un famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba-, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no acometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.


(I, XVI).                


Mucho más tarde, «las dos semidoncellas», Maritornes y la hija de la ventera, quieren jugarle una mala pasada a don Quijote. Es de noche y don Quijote está armado de punta en blanco, en vela y en guarda de la venta-castillo; una de ellas le llama, y el caballero andante se siente asediado por una tentación de San Antonio, y con sosiego explica:

-Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma.


(I, XLIII).                


No hay duda: don Quijote de la Mancha, como Dante Alighieri unos siglos antes, ha tenido su amorosa visione, que también le dice, como la visión del inmortal italiano, que ego dominus tuus. Sólo que don Quijote nunca en su vida descansó los ojos en Dulcinea del Toboso, como pudo hacer a menudo Dante respecto a Beatrice, ya que Dulcinea estaba toda en su imaginación, mientras que Aldonza Lorenzo se había traspapelado a algo que «los otros» llaman realidad.

En suma: creo yo que no hay distinción alguna entre el plan de vida que le ha sido impuesto a Amadís de Gaula por su herencia de sangre (vide supra, capítulo III), y el que escoge de su libre albedrío el machucho hidalgo manchego que se autobautizará don Quijote de la Mancha. Y en esta ocasión quiero reducir el enfoque a la consideración del amor como ingrediente máximo en la vida. Para Amadís de Gaula, como para don Quijote de la Mancha, ... como para Dante Alighieri, es «l’Amor che move il sole e l’altre stelle» (paradiso, XXXIII, 145). Por todo ello don Quijote concibe que lo más fecundo de su vivir como caballero andante consistirá en seguir los pasos de Amadís de Gaula o, como él dirá: «Sólo me guío por el ejemplo que me da el grande Amadís de Gaula» (I, L,).

La caballería andante es oficio vital sin cesantías; se es caballero andante de por vida, y con dedicación plena. Y ya hemos visto, en el caso de Amadís de Gaula, que el ser caballero andante implicaba como paso previo el estar enamorado, en su caso de Oriana, a quien ama desde los doce años (ver ejemplo supra). Todo esto permite generalizar, y decir que caballería andante y amor eran sinónimos, siempre que quede bien entendido que se habla del amor cortés, y ningún otro. Con todo esto por delante, adquiere una nueva dimensión lo que dice don Quijote, cuando declara: «De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos» (I, L). Cerremos el círculo: como caballero andante, profesión a la que ha optado de libérrima voluntad, don Quijote tiene que estar enamorado; es un imperativo categórico. Lo declara él mismo en la Sierra Morena, cuando habla de «todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos» (I, XXV). Su amor, por consiguiente, se derrama a raudales hacia Dulcinea del Toboso. Y Dulcinea, en la imaginativa del enamorado, es el summum bonum, la fuente que destila todas las perfecciones. Por eso es que don Quijote es el primero en reconocer que desde que llegó a ser caballero andante, forma alterna de decir caballero enamorado, aprendió el sentido íntimo de valentía, liberalidad, cortesía y tantas otras virtudes.

Hemos desembocado en el amor cortés. Y con esto no quiero insinuar en absoluto que don Quijote se haya dedicado a la arqueología ideológica o sentimental, en la misma medida en que trató de renovar la caballería andante. Para la época de don Quijote -de Cervantes-, el amor cortés era uno de los posibles y aceptables sistemas de coordenadas sentimentales del hombre, aunque, hay que confesarlo, ya un poco de capa caída. De inmediato disertaré, en la medida de mis fuerzas, acerca de amor cortés, pero no puedo resistir la tentación de dar un bellísimo ejemplo poético de algo de la ideología contenida en ese concepto, sobre todo cuando el ejemplo es de un contemporáneo más joven que el autor del Quijote. Me refiero a un soneto de don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) y no un soneto cualquiera, sino uno de los más empinados de su extraordinario Poema a Lisi, donde su pasión se remansa y «canta sola a Lisi y la amorosa pasión de su amante».147 El soneto dice así:


    Que vos me permitáis sólo pretendo,
y saber ser cortés y ser amante;
esquivo los deseos, y constante,
sin pretensión, a sólo amar atiendo.
   Ni con intento de gozar ofendo
las deidades del garbo y del semblante;
no fuera lo que vi causa bastante,
si no se le añadiera lo que entiendo.
   Llamáronme los ojos las faciones;
prendiéronlos eternas jerarquías
de virtudes y heroicas perfeciones.
    No verán de mi amor el fin los días:
la eternidad ofrece sus blasones
a la pureza de las ansias mías.


Desde luego que para la época de Quevedo el amor cortés no existía ya en estado químicamente puro. Muchos años, siglos, generaciones, habían pasado desde su lejano nacimiento allá en la Provenza del siglo XII. El amor cortés de los trovadores provenzales -el fin amor- había sido tamizado por los poetas de la escuela siciliana, por il dolce stil nuovo, Dante, Petrarca, y todo este complejo refinado por la alquitara del neoplatonismo florentino del siglo XV: Marsilio Ficino y sus divulgadores, Bembo, Castiglione y León Hebreo.

Pero no fueron estas lecturas las que soliviantaron el ánimo y trastornaron el caletre a don Quijote, aunque en una imprenta barcelonesa demostró su familiaridad con libros de esta prosapia (II, LXII). Los libros que le afectaron, y desde el primer capítulo de su vida queda esto bien claro, fueron los de caballerías. Y el concepto del amor en la literatura caballeresca adquiere forma al insuflo del amor cortés. Con esto quiero dejar bien claro que no pretendo en absoluto que don Quijote, o su creador, tuviese clara memoria de la poesía amorosa provenzal -caso de improbabilidad absoluta-, sino que se rigen por los mismos principios desde el momento en que se inspiran en la literatura caballeresca, hijuela laica de -la poesía amorosa de los trovadores provenzales. Esto último no hay para qué demostrarlo, ya que ha constituido el tema de numerosos trabajos y monografías, y es a lo que dedica su libro, ya citado, Justina Ruiz de Conde. Lo que sí conviene repasar con cierta puntualidad son los principios fundamentales del amor cortés, por aquello de que son la piedra angular de los libros de caballerías, y éstos, a su vez, del empecinado vivir de un hombre que escogió llamarse don Quijote de la Mancha.

El amor cortés, y ya queda dicho, nació en la Provenza del siglo XII, y se formuló en los cantares de amor de sus trovadores. Bien es cierto que ellos no le conocieron por tal nombre, denominación, sin embargo, que ha prevalecido desde la época de los capitales estudios de Gastón Paris acerca de la literatura medieval francesa. Los trovadores provenzales conocían a tal concepto como fin amor, y el adjetivo fin, fis, deriva del latín fides, o sea que al decir fin amor se entendía amor fiel, leal, sincero, honesto, verdadero.

Ahora bien, no perdamos la brújula y supongamos que todos los trovadores sintieron de igual manera. Eso es un imposible en cuanto es aplicable al género humano. Los anales literarios cuentan varios centenares de nombres de ellos, unos cuatrocientos, según los entendidos.148 Un rey de Aragón, un duque de Aquitania, un gran noble catalán como Guillén de Berguedá, el juglar Pistoleta o bien el sastre Guillem Figueira. Este mundo de personas tan variadas, de diversos países y clases sociales, escribió una poesía tan semejante en ocasiones como repleta de discrepancias en otras.

No puedo ni quiero meterme en el problema de los orígenes del concepto de amor cortés. A menudo este tipo de enfoque histórico aclara las cuestiones al proyectarlas contra un marco determinado y preexistente al problema a resolver. Pero éste es un caso en que las más sesudas monografías se han escrito a la defensa de puntos de vista diametralmente opuestos, que por un lado nos pueden remontar hasta la poesía arábigo-andaluza, o por el otro a la lírica latina medieval. Es cuestión espinosísima en la que los eruditos, día por día, discuten suaviter in modo, fortiter in re, aunque no siempre. No es pequeña suerte el hecho de que la cuestión no nos debe inquietar mayormente. Algunas características principales del amor cortés, en su formación poética medieval, bastarán para dar la debida densidad ideológica al amor de don Quijote por Dulcinea.

Lo que se podría llamar la teoría oficial de los trovadores acerca del amor se formuló, por lo general, en un vehículo lírico particular: la canso maestrada. Y fuera ya del campo de la poesía, el amor cortés produjo obras didácticas medievales, de las que hay que mencionar, dada su excepcional importancia, el Tractatus amoris et de amoris remedio, de Andreas Capellanus, André le Chapelain, o sea el capellán Andrés. Tal fue la fama e influencia de la obra del capellán que su primera edición constituye una de las primicias de la imprenta en Europa: se imprimió en Estrasburgo en 1473 ó 1474.

La obra del capellán Andrés refleja la vida en la corte de la reina Leonor de Aquitania en Poitiers, hacia 1170. En España el Tractatus amoris sirvió de libro de texto en las cortes de amor que se establecieron en Barcelona durante el reinado de Juan I de Aragón, l’aymador de la gentileza, como le conoce la Historia, y que murió en 1359. En esta época fue cuando el Tractatus amoris adquirió carta de ciudadanía peninsular, al ser traducido al catalán: Regles de amor i parlament de un hom i una fembra.

El arte de cortejar a la dama -y bien sabía ya Ovidio que el amor era un arte- se llamaba domnei (de dompna, dama), que conjugado con drudaria (de drutz, amante) daba la práctica del buen amor, o sea del verdadero amor. Pero el buen amor no implicaba en absoluto el éxito, y el fin aman (el amante que practicaba el amor cortés) languidecía de su pasión amorosa. Como escribió uno de los grandes poetas de la escuela provenzal, Bernart de Ventadorn:


De domnas m’es veyaire
que gran falhimen fan
per so car no son gaire
amat li fin aman...


«De verdad me parece que las damas cometen un gran error, porque los buenos amadores no son amados.»

Como ya ha recordado la crítica, la postura familiar del fin aman ha quedado grabada para siempre en el sello del noble trovador Conon de Béthune (muerto hacia 1220). En él, el caballero está arrodillado delante de su dama, con las manos extendidas en el gesto formal del homenaje feudal. Y encima del yelmo del caballero se halla la palabra Merci. Todo esto nos da una verdadera y ajustada imagen visual del fin amor: es obvia la relación de vasallaje entre caballero y dama. Y si hubiese que escoger una palabra como lema de todos los buenos amantes, desde Conon de Béthune hasta don Quijote de la Mancha, ésta tendría que ser Merci. El fin aman es el vasallo de su dama, y está en sumisión perpetua a ella; el total estatismo de estas relaciones sólo se verá recompensado algún día por la merci, merced, gracia o favor de la amada. En la concepción de Thibaut de Champagne, trovador de comienzos del siglo XIII:


La ou fins cuers s’melie,
doit on trouver
merci, aie,
por conforten.


«Allá donde se humilla el fiel corazón debe hallarse gracia, ay, para confortar.»

Hay una eterna actitud de súplica por parte del amante, contestada por el distanciamiento no menos eterno de la amada. El amor cortés, por consiguiente, no puede ser feliz y lleva en su seno un embrión trágico que al desarrollarse puede causar la muerte. En realidad, el amor feliz no tiene verdadera historia literaria. Como demostró el suizo Denis de Rougemont en su libro ya clásico L’Amour et l’Occident (1939), el hombre europeo y, en general, toda la tradición occidental ha preferido el adulterio al matrimonio, ha colocado al amor en oposición a la vida, y ha perseguido la pasión hasta la muerte. Como síntesis e ilustración de esta actitud dominante en la psicología occidental, Rougemont centró su estudio en el mito de Tristán e Iseo. Las repercusiones del tema, según se ve, son amplísimas y llegan a nuestros días, pero a pesar de su gran interés debo abandonarlo para volver al amor cortés y su infusión en la vida de don Quijote.

En el amor cortés, en su base, hallamos una metáfora que identifica al amor con el servicio feudal. Si el caballero, en nuestro caso el amante, era vasallo de la dama, era su obligación servirla. En este principio fundamental del amor cortés se apoyan las palabras de don Quijote a Sancho en la Sierra Morena, y que mucho antes cité con otros fines (vide supra):

Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de acetarlos por sus caballeros.


(I, XXXI).                


Varios siglos antes de don Quijote había escrito el enamorado Gaucelm Faidit, en su poesía que comienza Sitot ai tarzat: «Permanecí ante ella, con las manos extendidas, de rodillas y llorando, hasta que ella me tomó a su servicio. Y al principio se asombró de mi osadía, pero cuando vio mi humildad ella aceptó mi homenaje, porque comprendió que yo era sincero. Soy su vasallo y servidor.» El sentido de toda la vida del gran trovador y enamorado Bernart de Ventadorn lo destila él en este verso: «Midons sui om et amics e servire» (Per melhs cobrir lo mal pes e-l cossire), «De mi señora yo soy vasallo, amante y servidor».

Si volvemos ahora al símil feudal que sustenta toda la máquina del amor cortés, recordaremos que la idea de vasallaje implicaba obligaciones recíprocas. Era obligación del vasallo servir a su señor, y era obligación del señor proteger al vasallo. Trasplantado esto a la provincia del amor tenemos la siguiente ecuación: el caballero amante es el vasallo que sirve a la mujer amada, quien, por consiguiente, es la señora, guía y protección del amante. No bien Dulcinea del Toboso es creada en la imaginación de don Quijote, cuando a éste «le pareció bien darle título de señora de sus pensamientos» (I, I). En el primer lance de armas que tiene don Quijote de la Mancha, con el arriero en la venta donde será armado caballero, invoca nuestro héroe: «Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo» (I, III). Pronto yacen a sus pies dos arrieros descrismados, pero al ruido acude toda la gente de la venta. Impertérrito y a pie firme los espera don Quijote, después de haber hecho la siguiente invocación: «¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo» (ibidem).

La entrega del amante a la amada era total y de por vida, al punto que el amante quedaba inerme, sin protección ninguna, si no intervenía su amada. Uno de los primeros trovadores fue Guillermo IX, duque de Aquitania, poderosísimo señor feudal como bien se puede suponer. En su hermoso poema Farai chansoneta nueva escribió: «Me doy y me entrego tan por completo a ella que ella puede inscribir mi nombre en su título. Y no me creáis loco si de tal manera amo a mi fina dama, porque sin ella no puedo vivir, tan grande es la necesidad que tengo de su amor.» Con mucha razón filosofará don Quijote:

El amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores.


(II, LVIII).                


El deseado eco horaciano -Pallida Mors, aequo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres- añade solemnidad a la afirmación taxativa de don Quijote. Y la poesía de Guillermo IX evidencia cómo el amor se había posesionado de los altos alcázares del duque de Aquitania.

La idea de servicio era fundamental para el amor cortés, y, como vamos viendo, también para el amor de don Quijote de la Mancha por Dulcinea del Toboso. La oferta de servicio por parte del amante era total y de por vida; por eso escribió Bernart de Ventadorn en el poema Non es meravilha s’ieu chan: «Noble dama, no os pido nada sino que me aceptéis por vuestro servidor. Os serviré como se debe servir al buen señor, cualquiera que sea el galardón. Aquí estoy, pues, a vuestras órdenes, sincero y humilde, alegre y cortés.»

Es bien sabido que don Quijote sólo ve una vez a Dulcinea del Toboso, y aun así ella está encantada. Una máxima bribonada de Sancho le hace creer que una labradora con fuerte olor a ajos crudos y montada en un borrico es la incomparable Dulcinea. Como ya sabemos de la manera en que funcionan los encantamientos en el mundo de don Quijote, no nos sorprende en absoluto que el héroe acepte el encantamiento de Dulcinea. Veamos ahora las reacciones de don Quijote, prefiguradas por varios siglos en el sello de Conon de Béthune: «A esta razón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora» (II, X). El amante-vasallo don Quijote está puesto de rodillas, como bien corresponde en el amor cortés y en el mundo feudal, ante su amada-señora Dulcinea, y con honda tristeza expresa su amor-servicio:

¡Oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.


(Ibidem).                


Don Quijote ha cumplido con su acto de vasallaje y ha entrado en el servicio de Dulcinea de por vida, aunque le duele en el alma el encantamiento: «Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la mala burla que le habían hecho los encantadores volviendo a su señora Dulcinea en la mala figura de la aldeana» (II, XI).

El servicio, cualquiera sea el galardón recibido, como nos recordó Bernard de Ventadorn, era de por vida. Así se explica el casi trágico final de las aventuras de don Quijote en la playa de Barcelona. Momentos antes de entrar en batalla con el Caballero de la Blanca Luna, don Quijote se encomendó «al cielo de todo corazón y a su Dulcinea, como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían» (II, LXIV). El vasallo invoca la protección del señor, ya que le ha ofrecido su servicio hasta la muerte. Comienza la batalla con el resultado tan conocido como desastroso para don Quijote, quien cae derrotado en la playa barcelonesa. El Caballero de la Blanca Luna le pone la punta de la lanza en la visera y le conmina:

-Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.

Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:

-Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra.


(II, LXIV).                


Bien podría haber hablado don Quijote desde dentro de una tumba, ya que la idea de servicio le ha llevado hasta más allá de la muerte. Esta es la variante a dimensiones heroicas del servicio de por vida. El heroísmo de la variante de don Quijote se fundamenta, además, en que ha quedado sin honra, y el propio Cervantes ya había dictaminado: «El hombre sin honra peor es que un muerto» (I, XXXIII).

Es de sobra evidente que el amor producía un cambio extraordinario en las relaciones entre hombre y mujer, caballero y dama; en consecuencia, el acto de enamorarse adquiría una importancia de dimensiones conmensurables con el cambio que el amor produciría de inmediato. «Me he entregado a vuestra merced, señora, de por vida y de por muerte», exclamará Sordello en su poema Dompna, meills q’om pot pensar. Toda la vida del hombre dependía de si se enamoraba o no. El amor trovadoresco era, por lo general, a primera vista, cuando el caballero-poeta caía víctima de un flechazo que la literatura cortés heredó de la tradición clásica, directamente, con seguridad, de Ovidio. Es el caso de Amadís de Gaula, mas no el de don Quijote, según se verá. El amor de don Quijote por Dulcinea tiene mucho de esto, como ya he insinuado: la imaginativa concepción de Dulcinea del Toboso es simultánea con el enamoramiento. Pero claro está que no puede intervenir el flechazo, dado que él nunca la vio, y como había poetizado Uc Brunec siglos antes: «El amor es un espíritu ... que dispara sus dulces flechas de los ojos a los ojos» (Cortezamen mou en mon cor). Por todo ello es que cuando imagina don Quijote las aventuras de un caballero andante recrea esta escena canónica: «le llevará [al caballero] por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que en gran parte de lo descubierto de la tierra a duras penas se pueda hallar. Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que humana, y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intrincable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones» (I, XXI).

Mas la alquitara amoroso-poética podía producir la maravilla de enamorarse de oídas. Este es el gran tema de la más bella, a mi gusto de todas las poesías trovadorescas, escrita por Jaufre Rudel, príncipe de Blaye. El tema surge porque se llega a imaginar que el destino puede llegar a implantar las facciones de la mujer amada desde la cuna, o bien que la fama de su belleza llega de oídas al poeta e inflama su corazón. En la obra poética de Jaufre Rudel -bien escasa, por cierto: seis poesías- el tema del enamorarse de oídas, aunque enfrentado en sólo dos poemas, nos presenta de cuerpo entero una de las más destacadas personalidades literarias de la Edad Media. Sólo me referiré a una de ellas, para no abundar en lo evidente, pero el lector debería acudir a ambas para no negarse un delicado placer estético. Jaufre Raudel canta su amor de lonh -amour lointain, amor de lejos, de oídas-, y esta misteriosa lejanía se traduce y se adentra en el lector -en los oyentes- por la obsesionante repetición de la fórmula de lonh a lo largo de las siete estrofas: «Cuando los días son largos en mayo, me gusta el dulce canto de pájaros, de lonh, y cuando parto de allí acuérdome de un amor de lonh ... Bien me parecerá alegría cuando le pida hospitalidad, de lonh, y si a ella le place, quedaré con ella, aunque sea de lonh...»

La íntima resonancia que todavía tiene en la sensibilidad de cada uno de nosotros este enamorarse de oídas, de lonh, permitió que no mucho después de la muerte de Jaufre Rudel se escribiese, en provenzal, su anónima vida, que comienza así: «Jaufre Rudel de Blaye fue hombre de nobilísima sangre, príncipe de Blaye, y se enamoró de la condesa de Trípoli sin haberla visto en su vida, con motivo de las muchas cosas buenas que oyó contar a los peregrinos que de Antioquía veían...» Ya está en pie la leyenda, y ahora, después de sesudos estudios, podemos constatar que la vida no explica la poesía de Jaufre Rudel, sino que su poesía explica la vida.149

El amor de lonh de Jaufre Rudel -histórico en cuanto nos dejó precioso testimonio poético- explica a la perfección la característica más singular del amor de don Quijote de la Mancha por Dulcinea del Toboso, tan única que ni se halla en la vida de su modelo, Amadís de Gaula. Don Quijote de la Mancha se proclama enamorado de Dulcinea sin haberla visto en su vida. Lo confiesa él mismo:

-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?


(II, IX).                


En este momento nos hallamos en posición adecuada a darle una nueva cala al problema de la muerte de don Quijote, de lo que algo ya queda dicho (supra, capítulo IV). Volvamos al tema desde el ángulo de visión que nos permiten estos asedios a la idea de amor cortés. El contexto ideológico de los siglos medievales en que nació y floreció dicho concepto imponía, entre otras muchas cosas, una comprensión de la fisiología humana no alejada de la que todavía prevalecía en época de don Quijote. Esa fisiología -del amor cortés, de don Quijote, aunque no privativa a ninguno de los dos- nos retrotrae a la teoría de los humores, y quizá no sea ocioso que el lector repase nueva y brevemente el cuadro que inserté más arriba. El trovador Peire Vidal dijo con toda claridad: «La llama, el fuego y el resplandor del amor nacen en el corazón» (Lai on cobra). El calor producido es de intensidad grandísima, que unido al calor natural que produce un temperamento colérico, como el de don Quijote, no puede por menos que producir un grave disturbio en el balance de los humores que llega a un desequilibrio total por falta de humedad y exceso de calor. Esto desemboca, en forma inevitable, en la locura, mas un agudo ataque de melancolía cambia abruptamente la temperatura de su cerebro, el hidalgo recupera el juicio, pero la melancolía es el humor más enemigo de la vida y el hidalgo manchego, ya autodefinido como Alonso Quijano el Bueno, tiene que morir.

Ahora bien, el propio amor, en su forma más aguda desembocaba en melancolía. La tendencia a llorar -Amadís era un héroe muy llorón, no lo olvidemos-, el amor a la soledad -patente en la penitencia en la Peña Pobre o en Sierra Morena-, eran síntomas de un ataque de melancolía. Es el perfecto diagnóstico de Polonius, una vez que Hamlet se ha enamorado de Ofelia:


Fell into a sadness, then into a fast,
thence to a watch, thence into a weakness,
thence to a lightness, and by this declension
into the madness wherein now he raves,
and all we mourn for.


(Hamlet, II, II.)                


La melancolía era inducida por el dolor de amar, y el dolor contraía el corazón. A medida que aumentaba la opresión del corazón se agravaba la languidez. El frío que caracterizaba a la melancolía se esparcía por todos los miembros y la muerte era inminente.

La dureza de la persona amada podía provocar final tan trágico, y a comienzos del siglo XV todo esto se destiló en los hermosos versos de Alain Chartier en La belle dame sans merci. En el Quijote, y con festivo tono, Cervantes nos presenta el caso inverso, que podríamos llamar de le triste chevalier sans merci. Por guasa, Altisidora, dama de la duquesa, se finge enamorada de don Quijote, lo que provoca considerable alarma en el pecho del caballero andante al suponer atacada su fidelidad de fin aman. El rechazo del fiel amante se efectúa en forma lírica, en un romance que él canta por la noche y que termina así:


Dulcinea del Toboso
del alma en la tabla rasa
tengo pintada de modo
que es imposible borrarla.
La firmeza en los amantes
es la parte más preciada,
por quien hace Amor milagros,
y asimesmo los levanta.


(II, XLVI).                


La firmeza de don Quijote, fin aman si los hubo, tuvo inesperadas consecuencias. En el triste regreso después de la derrota en Barcelona, don Quijote y Sancho son secuestrados por un grupo de hombres de a caballo que los llevan al castillo de los duques. Y allí les espera una extraordinaria visión:

En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de una tan hermosa doncella que hacía parecer con su hermosura hermosa a la misma muerte... ¿Quién no se había de admirar con esto, añadiéndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que estaba sobre el túmulo era el de la hermosa Altisidora?


(II, LXIX).                


Pero aún falta lo más extraordinario. Un mancebo aparece de improviso junto al cadáver y canta:


    En tanto que en sí vuelve Altisidora,
muerta por la crueldad de don Quijote...


Minos y Radamanto, jueces de los muertos, dictaminan que Altisidora resucitará si Sancho se somete a mamonas, pellizcos y alfilerazos. La reacción del escudero es la de esperar: «¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como volverme moro!» Pero «a la fuerza ahorcan»: Sancho se tiene que someter a todas estas indignidades, y Altisidora resucita. Haciéndose desmayada, acusa a don Quijote de la Mancha: «Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado en el otro mundo.» El turbado don Quijote se defiende un poco más tarde:

-Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos que remediados; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si los hubiera, me dedicaron para ella.


(II, LXX).                


El regocijado tono de la aventura no nos debe hacer perder de vista el hecho fundamental de que todo el episodio está montado sobre lugares comunes del amor cortés. Si invertimos una vez más los papeles, podemos decir que Altisidora es a Grisóstomo lo que don Quijote es a Marcela, y en la base de la tragedia, o de su parodia, se halla el fin amor. Con ese extraordinario arte que tanto alegra el corazón, Cervantes nos ha esperpentizado la belle dame sans merci, con el regocijadísimo resultado de que la belle dame sans merci es nada menos que don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, y el caballero que muere por falta de favor-merci es nada menos que la bribona de Altisidora.

Si volvemos a las características del amor cortés, vemos que la presencia de la amada causaba una verdadera conmoción en el amante. Bernat de Ventadorn nos dice que «cuando la veo, de inmediato se hace evidente en mis ojos, en mi cara y en mi color» (Non es meravilha). No es extraño que don Quijote, el último fin aman, y, desde este punto de vista, el último trovador, no es extraño, decía, que cuando ve a Dulcinea, por primera y única vez, la observa «con ojos desencajados y vista turbada» (II, X). Si sumamos a la presencia de la amada el hecho de que ella está encantada -o lo que sea que provocó la bellaquería de Sancho-, se explica fácilmente el parasismo que invade a don Quijote.

Desde luego que los efectos del amor en el fin aman calaban mucho más hondo. Folquet de Marseille explica que «muchas veces la gente me habla y no sé lo que dice; me saludan y no oigo nada» (En chantan m’aven). Después de haber visto a su amada Dulcinea -¡y encantada, nada menos!- el caballero andante se marcha como Folquet de Marseille:

Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante ... estos pensamientos le llevaban tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual, sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le volvió Sancho Panza, diciéndole...


(II, XI).                


Evidentemente, el amor provocaba toda suerte de aflicciones y temores. El capellán Andrés en prosa latina advertía ya a sus lectores que era difícil poder contar a ciencia cierta el número de temores que invadía el alma del amante (Tractatus amoris, I, I). Y en verso francés asentía Chrétien de Troyes:


Amors sanz crieme et sans peor
est feus sanz flame et sanz chalor,
jorz sans soleil, bresche sanz miel,
estez sanz flor, iverz sanz giel.


(Cligès, versos 3.893-96.)                


«Amor sin miedo y sin temor es como el fuego sin llama y sin calor, el día sin sol, la colmena sin miel, la primavera sin flor, el invierno sin hielo.»

De la misma manera, don Quijote de la Mancha, al tropezarse inesperadamente con otro caballero andante, que pronto se identifica como el Caballero del Bosque o de los Espejos -y que no es otro que el socarrón del bachiller Carrasco-, es en esta ocasión que nuestro héroe confiesa: «En mi alma tienen su propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras» (II, XII). Y cuando el Caballero del Bosque pregunta a don Quijote: «Por ventura, señor caballero..., ¿sois enamorado?», el interpelado contesta sin vacilación:

-Por desventura, lo soy -respondió don Quijote-; aunque los daños que nacen de los bien colocados pensamientos antes se deben tener por gracias que por desdichas.


(Ibidem).                


Resuena todavía en las palabras de don Quijote el mismo pensamiento antitético que informa al amor cortés y que dictó las siguientes palabras de Non es meravilha, precioso poema de Bernart de Ventadorn y ya usado en estas mismas páginas: «El dolor es para mí placer, risa y alegría, porque al pensar en ella soy un lascivo y un glotón.»

Mas, en general, en el amor la nota alegre predomina sobre las demás, ya que al fin y al cabo el arte de amar constituía un gai saber. Por consiguiente, si leemos en su contexto y con todas las precauciones del caso las palabras que pronuncia don Quijote en su primera salida, veremos que éstas también nacen de la plenitud de su alegría, ya que él sale «con grandísimo contento y alborozo», y para su coleto habla de caballería andante, historiadores, encantamientos, hasta que llega al tema de su amor, cuando se ve obligado por una tradición de siglos a fingir tristeza, aunque acabamos de ver que estaba totalmente invadido por el contento y el alborozo:

Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:

-¡Oh, princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plegaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.

Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje.


(I, II).                


La exaltación espiritual que provoca el amor la poetizó el duque de Aquitania, Guillermo IX, en Mout jauzens me prenc en amar, donde dijo, en parte: «Nunca el hombre ha podido comprender lo que es, en querer o desear, en el pensamiento o en la imaginación; tal alegría [joy] no puede ser igualada, y quienquiera desease alabarla en forma debida no podría desempeñar tal tarea, aun así tratase por todo un año.» Cuando don Quijote y Sancho van camino del Toboso, y el escudero comete la indiscreción de mencionar las bardas del corral donde pretende haber visto a Dulcinea, Don Quijote se indigna de que hable de bardas de corral en relación con los ricos y reales palacios de su amada, y continúa: «Con todo eso, vamos allá, Sancho -replicó don Quijote-; que como yo la vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que quede único y sin igual en la discreción y valentía» (II, VIII). El duque Guillermo IX ya había dicho en la misma poesía Mout jau me prenc en amar que la alegría de amar (joy) fortalecía el vigor físico y espiritual del amante, que le refrescaba el corazón y renovaba la carne de manera que nunca envejecía:


Per lo cor dedins refrescar
e per la carn renovellar,
que no puesta envellezir.


La alegría de amar producía un redoblado impulso vital, queda visto, y llevaba a la virtud. El trovador Peire Rogier, en Tant ai mon cor, cantó: «Es la alegría de amar [joy] que nutrió mi infancia y juventud, y sin ella yo no sería nada. Y veo que todas las acciones del hombre le rebajan, degradan y desgracian, excepto el amor y su alegría [joy].» El enamorado don Quijote de la Mancha centra toda su vida en la práctica asidua de la virtud, y con esta declaración cierra su elocuente respuesta al eclesiástico de los duques:

Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes.


(II, XXXII).                


Como le dijo un trovador llamado Peire (quizá Peire d’Alvernhe) a Bernart de Ventadorn en la tenson que empieza Amics Bernartz de Ventadorn:


Bernartz, foudatz vos amena
car aissi vos partetz d’amor
per cui a om pretz e valor.


«Bernardo, la locura os conduce, porque abandonáis el amor, por el cual se obtiene mérito y valor.» Pretz e valor, ¡el norte de la vida de don Quijote!

El amor trovadoresco rarísima vez se vio coronado por el éxito, lo que describe muy bien la historia de la pasión amorosa de don Quijote de la Mancha por Dulcinea del Toboso. Aunque en el caso de don Quijote, un nuevo Jaufre Rudel manchego, el premio era imposible, ya que jamás posó sus ojos en su amada. Podemos decir, guardadas todas las distancias, que el amor de don Quijote es el último y posible refinamiento del amor de lonh. La amada era un cúmulo de perfecciones y de la más alta prosapia. En una hermosa canción dice Bernart de Ventadorn (Amors, enquera-us preyara):


Tan es fresch’ e bel’ e clara
qu’amors n’es vas me doptoza,
car sa beutatz alugora
bel jorn e clarzis noih negra.


«Tan fresca, y bella, y clara es ella que mi amor es tímido en su presencia, porque su beldad ilumina el hermoso día y aclarece la negra noche.»

Don Quijote, por su parte, también eleva a Dulcinea del Toboso a un plano de superlativos absolutos, lo que se hace muy evidente desde la aventura de los mercaderes toledanos. A riesgo de su vida, el caballero andante detiene toda la comitiva, y en el medio del camino exclama: «Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso» (I, IV).

La perfección de la dama es tal que el amante la llega a poner en un pináculo de toda inaccesibilidad, lo que provoca la tristeza y el insomnio que ya hemos visto como el estado casi natural del trovador, de Amadís o de don Quijote. Así y todo, el amante no desesperaba de obtener en algún momento algún tipo de recompensa, que en el amor trovadoresco se llamó el guerredon, el galardón. Por desgracia, la naturaleza exacta del guerredon se mantenía velada, y podía oscilar desde una sonrisa hasta algún tipo de intimidad física. En el sentir de Oriana, la amada de Amadís de Gaula, don Quijote recibió su galardón de Dulcinea que lo hizo dichoso, aunque no se alude en absoluto a su naturaleza. Entre los versos preliminares del Quijote de 1605 hay un soneto de «la señora Oriana a Dulcinea del Toboso», en que le dice:


    ¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!


En otro soneto preliminar, éste de «el caballero del Febo a don Quijote de la Mancha», se insiste en la idea de recompensa: «Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro / por Dulcinea sois al mundo eterno.»

A veces la sensualidad se abre paso entre los versos fuertemente idealistas del trovador, como en el siguiente caso de Guillermo IX, duque de Aquitania y conde de Poitou (Ab la dolchor del temps novel):


Enquer me membra d’un mati
que nos fezem de guerra fi,
e que-m donet un don tan gran,
sa drudari’ e son anel:
enquer me lais Dieus viure tan
c’aja mas manz soz so mantel!


«Todavía recuerdo una mañana en que hicimos fin a la guerra y ella me dio un don tan grande, su amor y su anillo; ojalá Dios me deje vivir tanto que pueda tener otra vez mis manos bajo su manto.»

Episodio de análoga sensualidad nos brinda la vida de don Quijote de la Mancha, aunque, claro está, no tiene nada que ver con Dulcinea del Toboso. Nuestro caballero andante ha llegado a la venta de Juan Palomeque el Zurdo, en su primera visita, bien apaleado por unos desalmados yangüeses y yace en «duro, estrecho, apocado y fementido lecho». Cerca de él yace un arriero, que ha hecho para esa noche cita amorosa con la criada de la venta, Maritornes la asturiana. Don Quijote está en imaginativa vela:

Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para él fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban, en busca del harriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante, buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentole luego la camisa, y aunque ella era de harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos.


(I, XVI).                


El código del amor cortés imponía al amante timidez con respecto a la amada. Ya hemos visto la doptansa de que cantaba Bernart de Ventadorn (supra), y doptansa era, precisamente, la timidez. Esta llegaba a tal punto que, por lo regular, el contacto con la amada se reducía a lo musical. Como escribió Arnaut de Marueill a su amada en el Breviari d’amor: «Me muero por ti, y no me atrevo a rogarte más que en mis canciones.» Pero en esas canciones nunca encontraremos el nombre de la amada, porque la convención del amor trovadoresco imponía, asimismo, el secreto: Secretum meum mihi, como decía el lema de Gérard de Saint-Amand en su sello. Arnaut Daniel le dio formulación poética en Anc ieu non l’aie: «No me atrevo a decir quién me inflama.» Y Peire Rogier llevó esto a un punto de perfección que nos coloca muy cerca de don Quijote. En su canción Per far esbaudir dice: «Ni yo ni nadie se lo ha dicho, ni sabe ella de mi deseo, pero la amo en secreto tanto como si me hubiese hecho su amante.»

Don Quijote conoce muy bien la consigna de secreto que llevaba el amor cortés. Por eso le dice a Sancho, cuando cree estar a punto de salir en ayuda y socorro de la princesa Micomicona:

-Dígote, Sancho -dijo don Quijote-, que estás en lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la princesa que a ver a Dulcinea. Y avísote que no digas nada a nadie ni a los que con nosotros vienen, de lo que aquí hemos departido y tratado; que pues Dulcinea es tan recatada, que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será bien que yo, ni otro por mí, los descubra.


Sancho Panza, como rústico y palurdo que era, no puede ni conocer las imposiciones del amor cortés, ya que éste sólo florecía en los más elevados espíritus de la nobleza, ya fuese de sangre o del intelecto. Por eso se atreve a preguntar:

-Pues si eso es así -dijo Sancho-, ¿cómo hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firma de su nombre que la quiere bien y que es su enamorado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos?


Don Quijote casi revienta de la rabia, y en rudos términos vuelve a insinuar a su escudero la idea trovadoresca de servicio:

-¡Oh, qué necio y qué simple que eres! -dijo don Quijote-. ¿Tú no ves, Sancho, que eso todo redunda en su mayor ensalzamiento?


(I, XXXI).                


Siglos antes había cantado el noble trovador catalán Guillem de Berguedá:


Amors mi saup plan a sos ops chausir
qu-m trames joi al cor, per a’ieu sui gais,
e saup c’amor sabria e gauzir
e gen parlar don midonz valgues mais.


«Bien supo Amor escogerme a su provecho cuando me envió gozo al corazón, por lo que soy feliz, y conoció que yo sabría amar, gozar y hablar gentilmente para que mi dama valiese más.»

Dada la consigna de silencio y secreto, el trovador no se podía atrever a nombrar en forma identificable a la dama de sus pensamientos. Surgió entonces la necesidad de usar la senhal o seudónimo poético, con el cual referirse a su amada, y que, como norma, resultaba totalmente incomprensible para los contemporáneos, y así sigue en la actualidad.

Semhals, como Bon Vezi -Buen vecino- o Mielhs que Domna -Más que señora-, echan siete llaves a la identidad de la amada. Uno de los más hermosos ejemplos poéticos que conozco se encierra en una pequeña joya lírica de Bernart de Ventadorn, Tant ai mo cor ple de joya, donde la exultación lírica llega, casi, al ahincado deseo de velar el nombre de la amada: «Bona domna jauzionda, / mor se-l vostr’ amaire», «Hermosa señora, plena de gozo, / se muere vuestro amante». Ni in articulo mortis se podía permitir el amante divulgar el nombre de su amada, aun así se tratase de in articulo mortis poeticae. El mismo Bernart de Ventadorn usó también la senhal de Bel Vezer -Hermoso Semblante (Be m’an perdut lai enves Ventadorn).

Desde este ángulo de visión creo yo que adquiere nuevas dimensiones y resplandores el nombre Dulcinea del Toboso, «músico y peregrino y significativo». Porque el nombre de Dulcinea del Toboso -y ahora dejo de lado la profunda explicación filológica de Rafael Lapesa, que mencioné al principio de este capítulo-, el nombre de Dulcinea es la senhal que inventa don Quijote de la Mancha para una aldeana llamada Aldonza Lorenzo. Esta senhal es tan impenetrable para los amigos de don Quijote como lo fue cualquier otra de la lírica trovadoresca. Y esto se hace de toda evidencia en la Sierra Morena, cuando don Quijote, a punto de enviar a Sancho Panza con carta para Dulcinea, se ve obligado a revelar su verdadera identidad, guardada con tanto celo hasta el momento por música y peregrina senhal. Dulcinea del Toboso era, en la vida real, Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y de Aldonza Nogales:

-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?


(I, XXV).                


El éxito con que la senhal de Dulcinea recató su identidad hasta para el íntimo Sancho Panza lo revela el asombro con que se expresa el escudero al averiguar la identidad vital entre Aldonza Lorenzo y Dulcinea del Toboso. Y me he referido al nombre de Dulcinea como senhal en forma deliberada porque tal artificio no se encuentra en la literatura caballeresca: Oriana es siempre Oriana (Amadís de Gaula), o bien Carmesina es Carmesina (Tirant lo Blanc), y nunca hay pretexto ni intención de velar sus identidades para recatarlas al escrutinio público. Bien es cierto que entre la poesía trovadoresca y la vida literaria de don Quijote se interpone la inmensa mole de la poesía petrarquista con su multiplicación de nombres poéticos para la amada -la Elisa de Garcilaso me basta y sobra como botón de muestra-, pero me ha parecido provechoso indicar la común tierra en que ambas tradiciones echan sus raíces. Y no es menos evidente que don Quijote mismo alude a la avalancha de lírica amorosa petrarquista, en el sentido que me interesa en la ocasión, cuando se refiere a «todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen» (I, XXV).

La forma en que don Quijote se refiere de continuo a Dulcinea como señora, y antes que él el trovador se dirigía a la amada como midons, es altamente significativa.150 Porque esto implica que el amante -trovadoresco o quijotesco- no quiere, ni pretende, poseer a la amada, sino, al contrario, ser poseído por ella. Se sirve al señor, pero, en consecuencia, la primera recompensa de este servicio de amor es la salutación por parte de la amada, que implica un reconocimiento de tipo muy especial. Bernart de Ventadorn se queda alelado cuando le saluda su amada:


Autz es lo pretz qu’es cossentitz,
car sol me denhet saludar.


(Can lo boschatges es floritz.)                


«Alto es el honor que se me consiente, porque se originó saludarme a solas.»

La importancia del saludo de Beatrice se remonta a alturas metafísicas para el enamorado Dante Alighieri:

Digo que cuando ella aparecía dondequiera que fuese, ante la esperanza del admirable saludo, no me quedaba ya enemigo alguno; antes bien, nacíame una llama de caridad que me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido; y si alguien entonces me hubiera preguntado cosa alguna, mi respuesta habría sido solamente Amor, con el rostro lleno de humildad. Y cuando ella estaba ya a punto de saludarme, un espíritu de Amor, destruyendo todos los demás espíritus sensitivos, empujaba a los míseros espíritus de la vista, y les decía: «Id a honrar a vuestra señora»; y él se quedaba en su lugar. Y quien hubiere querido conocer a Amor, podía hacerlo mirando el temblor de mis ojos. Y cuando aquella nobilísima salud me saludaba, no porque Amor fuese de tal manera embriagador que pudiese ensombrecer mi irresistible ventura, sino casi por exceso de dulcedumbre, me transformaba, de suerte que mi cuerpo, entonces completamente bajo su señorío, quedaba muchas veces como cosa grávida e inanimada. Así pues, aparece manifiesto que en sus saludos residía mi ventura, la cual muchas veces sobrepujaba y excedía mis fuerzas.


(Vita Nuova, XI).                


Por desgracia para don Quijote, él nunca tuvo la oportunidad de ver a su amada ni de cerca ni de lejos, y así nunca recibió el sumo gozo de ser saludado por Dulcinea del Toboso. Pero él creyó, sin la menor duda, que Sancho Panza había sido fiel mensajero, y había llevado su carta a la presencia de la Emperatriz de la Mancha. Ya que el saludo de su amada Dulcinea le había sido negado por sus circunstancias vitales, don Quijote transfiere la importancia metafísica que el saludo había tenido para Bernart de Ventadorn o para Dante Alighieri, a la respuesta de la amada a su carta:

Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.


(I, XXV).                


Con análogos razonamientos se explica el bombardeo de preguntas con que don Quijote recibe a Sancho, en el momento en que él considera que su escudero ha regresado de su misión al Toboso. Ya que Sancho no trae respuesta escrita a la misiva de amor, las reacciones de Dulcinea del Toboso serán el equivalente, para nuestro desdichado caballero, del saludo de Beatrice a Dante: «¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó?» (I, XXX).

Desde luego que el fin aman debía tener la paciencia de un santo, ya que la aceptación de su servicio de amor no tenía plazo fijo, ni tampoco existía la posibilidad de que fuese aceptado. El trovador Rigaut de Barbezieux, en Pauc sap d’amor, se cura en salud: «Poco sabe de amor el que no espera gracia, porque el amor quiere que suframos y esperemos.» La paciencia, desde luego, es una virtud poco caballeresca, pero que se infiltró en las convenciones de la caballería andante a través del amor cortés. Por eso es que don Quijote de la Mancha afirma a la faz del mundo: «De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, libe, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente...» (I, L).

Por todo lo antecedente se puede bien suponer que el fin aman, el verdadero amante cortés, tenía que tener alguna virtud especial para mantenerse al socaire de tantas embestidas de enemigos tan poderosos como los que puede suponer cualquiera. Esa virtud, el verdadero fin aman, la tenía, ¡por suerte!, y se llamaba mezura, voz que hace siglos entró en nuestro idioma con sentido análogo y con la grafía un poco alterada de mesura. Bien es cierto que el sentido de la palabra está ahora bastante alterado respecto a lo que significa en provenzal y en el vocabulario del amor cortés, pero no pienso meterme en ello. El caso es que para los trovadores mezura era esa medida -hasta en sentido etimológico- que implantaba moderación y sentido en algo que de otra manera se tornaría la locura de amar. La mezura, claro está, era una medida psicomoral, que afectaba a la ética y a la estética. Como dijo Marcabru:


De Cortesia-is pot vanar
qui ben sap Mesur’ esguardar.


(Cortesamen vuoill comenssar.)                


«Uno se puede envanecer de Cortesía, si sabe guardar la Mesura.»

No nos puede caber la menor duda de que don Quijote de la Mancha, ejemplar fin aman que él es, estará bien provisto de mezura; casi todos los adjetivos que copié un poquitín más arriba, y que remataban con ese anticaballeresco paciente, casi todos ellos apuntan al sentido que los viejos trovadores daban a la voz mezura. Y bien vale la pena señalar que en uno de los primeros discursos públicos de don Quijote de la Mancha, en esa fabla que nunca se fabló, al encontrar con esas dos mozas del partido, les dice: «Bien parece la mesura de las fermosas» (I, II). Cavilemos: recién declarado caballero andante -ya que no armado, todavía-, y, por consiguiente, y per definitionem, caballero enamorado, al ver una mujer -dos mujeres- uno de los primeros términos que sube a los labios de don Quijote de la Mancha es el de mezura. Y es esta virtud, inventada por los trovadores del amor cortés, la que le lleva a autodefinirse en los términos tan extraordinarios que acabo de copiar hace un par de párrafos. Pero bien vale la pena subrayar que estas numerosas virtudes adjetivadas no le son propias a don Quijote de la Mancha a nativitate, sino sólo «después que soy caballero andante», vale decir, dentro del cuadrante lexicográfico de la época, «después que estoy enamorado».

Ahora bien, si el amor, el fin amor, se entiende, desembocaba en mezura, esa virtud no teologal ni cardinal, pero en la que radicaban todas las demás, si ése era el caso, entonces el amor era fuente de toda virtud y de toda bondad. Así lo aseveró N’At de Monss en sus versos: «Los verdaderos amantes saben que por el amor los soberbios son humillados, y los humildes enaltecidos, y los perezosos se adiestran, y los simples adquieren sabiduría.» Los trovadores de la escuela del amor cortés descubrieron, ni más ni menos, que el amor posee una virtud genética que confiere la nobleza. Esta fuerza ennoblecedora del amor todavía está con nosotros, aunque mermada y venida a menos por la cambiante ideología de tantos siglos, pero no nos puede caber la menor duda que creía en ella a machamartillo don Quijote de la Mancha, ya que sin tal tipo de creencia su quijotización no sólo no hubiese podido ocurrir, sino que sería de todo punto inverosímil.

Claro está que una vez que se ha llegado a este punto en la cerebración del amor, conceptualizado ya del todo, la idea se refina y espiritualiza a todo galope. A tal punto que un trovador que no quiso remontarse a tales entelequias -y me refiero a Peire Guillem de Tolosa- le escribió a su colega italiano Sordello, en la tenson que comienza En Sordel, que vos es semblan: «Señor Sordel, nunca se ha visto amante de vuestra color, porque otros amantes desean besos y abrazos, mientras que vos decís que no apreciáis lo que otros desean.» Evidentemente, Sordello había abrazado una suerte de amor conceptualizado en su totalidad, al menos en su vida poética, ya que lo poco que se sabe de su vida personal no apoya tal afirmación. La menor familiaridad con el Quijote nos debe haber barbotar que nuestro héroe era otro Sordello, o como él se quiso autodefinir, un «enamorado platónico continente».

Para la misma época en que don Quijote se preparaba a efectuar su primera salida, se representaba en Londres una de las más extraordinarias tragedias de William Shakespeare: The Tragedy of Othello, The Moor of Venice, 1604. En la primera escena del acto IV, ante el castillo de Chipre, el villano Iago comienza a sembrar la simiente de los celos en la mente de Othello, celos que, como es bien sabido, llevan en forma casi indefectible a la tragedia final. Allí en Chipre dialogan el moro y el traidor:

IAGO
Will you think so?
OTHELLO
Think so, Iago!
IAGO
What,
To kiss in private?
OTHELLO
An unauthoriz’d kiss.
IAGO
Or to be naked with her friend in bed
An hour or more, not meaning any harm?
OTHELLO
Naked in bed, Iago, and not mean harm!
It is hypocrisy against the devil:
They that mean virtuously and yet do so,
The devil their virtue tempts, and they tempt heaven.

Iago, el traidor y villano, se expresa como el arquetipo del fin aman, e insinúa, de dientes para afuera, al menos, que la moderación de la mezura mantendrá intacto el código del fin amor. Pero el moro Othello, ignorante de las convenciones del amor trovadoresco, concibe que el fin amor no es ni más ni menos que una «hipocresía».

La perfecta contemporaneidad entre don Quijote y Othello es ejemplar, porque nos hace ver con los ojos casi el crepúsculo de la vigencia paneuropea del concepto de amor cortés. La entrega vital a la idea de amor cortés es propia de un loco como don Quijote, o bien el concepto es usado con fines maquiavélicos por malvados como Iago, o bien es negado en redondo por un militar a quien le hierve la sangre en las venas como es Othello. Empieza la larga retirada del amor cortés, pero que el concepto no está muerto, ni mucho menos, lo ejemplifica a maravilla la extraordinaria poesía amorosa de don Francisco de Quevedo y Villegas.

Con motivos y fines muy distintos, Federico García Lorca poetizó una imagen admirable, que en esta ocasión la quiero aplicar a este atardecer de la idea de amor cortés:


El día se va despacio,
la tarde colgada a un hombro,
dando una larga torera
sobre el mar y los arroyos.


(Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla.)                


Las últimas reflexiones que cerrarán este capítulo deben ser enfocadas desde la perspectiva de don Quijote de la Mancha, ya que me han sido provocadas por un largo meditar sobre el sentido de su forma de vida. Comienzo con una cita de un trovador que llevó el trobar clus a cimas inalcanzadas. Me refiero a Arnaut Daniel, poeta de tan extraordinaria maestría que Dante le aludió en estos versos:


Fu miglior fabbro del parlar materno.
Versi d’amore e prose de romanzi
soverchiò tutti...


(Purgatorio, XXVI, 117-19.)                


En una canción digna de figurar en antologías (En breu brisara), Arnaut Daniel dijo en forma taxativa: «El amor es la llave del mérito.» En su época, y por varios siglos más, nadie se hubiese atrevido a desmentir a Arnaut Daniel, y mucho menos que nadie don Quijote de la Mancha. Si el amor abría las puertas del mérito se explica fácilmente que todos los caballeros andantes de la literatura y de la historia sintiesen la necesidad vital de estar enamorados. Ya he hablado lo suficiente de Amadís de Gaula y su amor instantáneo por Oriana. Ahora cabe recordar los muy históricos caballeros de la Orden de la Banda del rey Alfonso XI de Castilla, que por reglamento tenían que «servir alguna dama» -y no olvidemos el especial significado que la voz servicio tenía en el vocabulario del amor cortés-, y la misma regla les exigía a estos caballeros que debían hacer su mesura a las damas, con el particular sentido que mezura tenía, y que vengo de discutir (vide supra).

Y un siglo más tarde ocurrió en la misma Castilla el sonadísimo Paso Honroso de Suero de Quiñones, que don Quijote conocía muy bien (I, XLIX). En el año de 1434 el caballero Suero de Quiñones y otros nueve nobles amigos se apersonaron al rey Juan II de Castilla, y a través del faraute Avanguarda le presentaron la siguiente petición por escrito:

Deseo justo e razonable es, los que en prisiones, o fuera de su libre poder son, desear libertad; e como yo [Suero de Quiñones], vasallo e natural vuestro, sea en prisión de una señora de gran tiempo acá, señal de la cual todos los jueves traigo a mi cuello este fierro, según notorio sea en vuestra magnífica corte e reynos, e fuera dellos por los farautes que la semejante prisión con mis armas han llevado. Agora, pues, poderoso Señor, en nombre del Apóstol Sanctiago yo he concertado mi rescate, el quel es trescientas lanzas rompidas por el asta, con fierros de Milán, de mí e destos caballeros que aquí son en estos arneses.151


Es evidente que Suero de Quiñones y sus compañeros son movidos por los ideales del amor cortés. Por todo un mes -quince días antes del Apóstol Santiago, y quince después- romperán lanzas con 68 caballeros en el puente del camino a Santiago sobre el río Orbigo, y todo esto con fin de ganar mérito, la pretz de los trovadores. Y para que no quepa el menor resquicio de duda en la fuerza motriz del amor cortés en toda aventura caballeresca, el capítulo VII de la empresa de Suero de Quiñones leía así:

El séptimo es que por mí serán nombradas tres señoras deste reino a los farautes que allí conmigo serán para dar fe de lo que pasare, e aseguro que non será nombrada la señora cuyo yo soy, salvo por sus grandes virtudes.


Secretum meum mihi. Y ahora no puede caber adarme de duda que Suero de Quiñones aprobó vigorosamente esta declaración con toda la fuerza de su brazo y riesgo de su persona, rompiendo lanzas en el puente de Orbigo. Las consecuencias de este tipo de actitud por parte del caballero medieval son muy serias para las vidas afectadas, porque la clara implicación es que el amor cortés se ha convertido en un fin en sí mismo, sin virtud redentora alguna para la ortodoxia cristiana. Y con esto creo que se acaba de explicar esa afirmación de don Quijote de la Mancha, bastante sorprendente a primera vista: «Yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean» (II, XXXII).

La actitud de Suero de Quiñones y sus compañeros, de amigos y de enemigos, de caballeros mantenedores y aventureros, no puede dejar duda alguna de que el servicio de amor era total, de absoluta integridad vital, aun a riesgo de perder esa misma vida. No puede sorprender, por consiguiente, que el más grande cantor del amor trovadoresco, Bernart de Ventadorn, lo defina en términos análogos en la canción que comienza:


Non es mervalh s’eu chan
melhs de nul autre chantador,
que plus me tra-l cors vas amor
e melhs sui faihz a so coman.
Cor e cors e saber e sen
e fors’ e poder i ai mes.


«No es maravilla que yo cante mejor que ningún otro cantador, porque mi corazón me atrae más hacia el amor y soy mejor hecho a sus órdenes. En él he puesto mi corazón y mi cuerpo, y mi saber y mi sentido, y mi fuerza y mi poder».152

¡Cómo le hubiese gustado a don Quijote hacer suyas las palabras de Bernart de Ventadorn de haberlas llegado a conocer, caso imposible, por lo demás! Pero en su vida don Quijote encarnó el mismo tipo de actitud poética y vital que nos acaba de ejemplificar Bernart de Ventadorn. Repase el lector en su memoria tantos y tantos episodios y discursos en que don Quijote deja amplio y férreo testimonio de lo que queda dicho. Yo ya no tengo tiempo más que para aludir al desastrado episodio con que se cierra la primera parte de las aventuras de nuestro caballero andante. Al ver a una procesión de disciplinantes que llevaban sobre una peana una imagen de la Virgen María, don Quijote cree haber caído sobre una turba de malandrines que llevan raptada a una hermosa señora. Ataca con su denuedo de siempre, mas uno de los disciplinantes «dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado» (I, LII). Al volver de su desmayo, nuestro caballero andante declara de inmediato y en voz alta su dedicación plena y vital a su amor por Dulcinea; es lo primero que hace al abrir ojos y boca: «El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que éstas está sujeto» (ibidem). Mas esto no puede extrañar a ningún lector, porque mucho antes don Quijote ya había definido a la señora de sus pensamientos, a Dulcinea, como «día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura» (I, XXV).

Allá en 1926 un alavés llamado Ramiro de Maeztu publicó un libro que no dejó de levantar polvareda, que creo ya haber mencionado, y que él tituló Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Ensayos en simpatía. El ensayo dedicado a nuestro héroe lo tituló «Don Quijote o el amor», y con estas palabras escribió una verdad como un templo. Porque don Quijote de la Mancha -no Alonso Quijano, o como se llamase-, la vida de don Quijote y sus ensueños rezuman y cifran su amor, el amor por Dulcinea del Toboso. Al enfrentarse con el Amor, en esta mesa de juegos que es la vida, hay que jugar todo a una carta, a sabiendas de que esa carta no ganará jamás. Esto ya no es impavidez; es heroísmo puro y simple, como nos demuestra don Quijote con cada latir de su corazón, con cada minuto de su vida.

Mas ¿puede caber sorpresa cuando trescientos años antes había escrito Dante Alighieri:


L’Amor che move il sole e l’altre stelle?




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