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Toda la increíble aventura del Paso Honroso fue recogida y testimoniada por un escribano profesional, Pero Rodríguez de Lena, mas nada de esto vio la luz pública hasta más de siglo y medio después de la aventura: Fray Juan de Pineda, O. F. M., Libro del Paso Honroso defendido por el excelente caballero Suero de Quiñones (Salamanca, 1588); Pineda declara resumir el testimonio del escribano Rodríguez de Lena. Pero no hay que haber leído la obra de Pineda para conocer el fantástico episodio del Paso Honroso: todas las crónicas del reinado de Juan II de Castilla narran tan apetitoso episodio. En el texto, claro está, cito el texto de Pineda, folio 5 recto y vuelto.

 

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Como Bernart de Ventadorn es bien poco conocido del lector medio de hoy día, y lo mismo se puede decir de todos los demás trovadores de la escuela provenzal, y como yo he usado más de un texto suyo con gran provecho, citaré a un especialista francés contemporáneo para que nos termine de dibujar su silueta: «Par la musicalité de sa langue, simple et harmonieuse, par la fluidité de ses vers et le charme de ses images, et surtout par la justesse et la sincerité de ses sentiments, il se revèle gran poète lyrique, sensible et délicat, d’une grace un peu mélancolique, comme la poésie occitane n’en connaît point d’autre. Il a été vraiment plus que les autres, comme il l’affirme lui-même, le grand chantre de l’amour», Ernest Hoepffner, Les Troubadours (París, 1955).

 

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Para que no se despiste del todo el lector, debo llamar su atención al hecho de que bastantes de mis afirmaciones y lucubraciones se apoyan, en este mismo momento, en estos tres trabajos: E. F. Rubens, Sobre el capítulo VI de la primera parte del Quijote (Bahía Blanca, 1959); Américo Castro, «La palabra escrita y el Quijote», Hacia Cervantes (Madrid, 1957), con reediciones posteriores, y Stephen Gilman, «Los inquisidores literarios de Cervantes», Actas del Tercer Congreso Internacional de Hispanistas (México, 1970).

 

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Dado que el simbolismo, en cuanto estudio del significado de los símbolos, es materia que interesa tanto al neófito como al especialista, recomiendo la lectura del libro de Juan Eduardo Cirlot Laporta Diccionario de símbolos (Barcelona, 1969).

 

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El instrumento de la quema fue el confesor de Juan II, fray Lope de Barrientos, O. P., quien nos dejó una crónica donde narra con detalle este triste atentado. Dice así: «Este don Enrique [de Villena] fue muy grant sabio en todas çiençias, en especial en le Theología e Nigromançia, e avn fue grant alquimista. Y con todo esto vino a tan grant menester, al tiempo que fallesçio non se falló en su cámara con qué le pudiesen enterrar. Y fué cosa de Nuestro Señor, porque las gentes conoscan quánto aprouechan las semejantes çiençias. Y después que él fallesçió, el Rey mandó traer a su cámara todos los libros que este don Enrique tenía en Yniesta [= Iniesta, en la provincia de Cuenca], e mandó a fray Lope de Barrientos, maestro del Prínçipe [= el futuro Enrique IV], que catase si auía algunos dellos de çiençia defendida. E el maestro católos, e falló bien çinquenta volumes de libros de malas artes. E dió por consejo al Rey que los mandase quemar. El Rey dió cargo dello al dicho maestro, e él púsolo luego en esecución e todos ellos fueron quemados», Refundición de la crónica del Halconero por el obispo don Lope Barrientos, edición J. de M. Carriazo (Madrid, 1946), págs. 170-71.

 

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Conviene puntualizar en este momento que en las polémicas literarias de la España de Cervantes contra Góngora y sus imitadores, términos semejantes, o peores, circulaban libremente, como ha demostrado un libro reciente de Andrée Collard, Nueva poesía (Madrid, 1967). Pero dado el ambiente seudoinquisitorial que quiere crear Cervantes, esas mismas palabras no pueden por menos que tener resonancias muy especiales.

 

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«Yo he compuesto romances infinitos / y el de los celos es aquel que estimo / entre otros que los tengo por malditos», Viaje del Parnaso, IV, versos 40-42.

 

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Desde comienzos del siglo XIX esta novela pastoril andaba perdida; el último que la vio, con motivos del Quijote, fue Diego Clemencín, benemérito del cervantismo y muerto en 1834. He tenido la buena fortuna de redescubrirla en la biblioteca maravillosa del Escorial, y con tal motivo he añadido su estudio a mi libro sobre La novela pastoril española, segunda edición corregida y aumentada (Madrid, 1974).

 

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Ernst Robert Curtius, Europäische Literatur und lateinisches Mitelalter (Berna, 1948), cap. V, párrafo I.

 

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Las palabras originales de Unamuno están dirigidas a ese extraordinario sacerdote que él creó en la figura de Manuel Bueno, y las escribió Ángela Carballido, la fingida autora de San Manuel Bueno, mártir (1933). El original lee: «¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras.»