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ArribaAbajo- XXI -

Del día ya no quedaba más que una barra de nubes iluminadas en el horizonte, cuando, por una lomada, enfrentamos los paraísos viejos de una tapera.

Don Segundo, revisando el alambrado, vio que podía dar paso en un lugar, en que dos hilos habían sido cortados. Tal vez una tropa de carros eligió el sitio, con el fin de hacer noche, aprovechando un robito de pastoreo para sus animales. No se veía a la redonda ninguna población, de suerte que el campo era como de quien lo tomara y los arbolitos, aunque en número de cuatro solamente, debían haber volteado alguna rama o gajo, que nos sirviera para hacer fuego.

Hicimos pasar nuestras tropillas al campo   -298-   y, luego de haber desensillado, juntamos unas biznagas secas, unos manojos de hojarasca, unos palitos y un tronco de buen grueso. Prendimos fuego, arrimamos la pavita, en que volcamos el agua de un chifle para yerbear, y, tranquilos, armamos un par de cigarrillos de la guayaca, que prendimos en las primeras llamaradas.

Como habíamos hecho el fogón cerca de un tronco caído, de tala, tuvimos donde sentarnos y ya nos decíamos que la vida de resero, con todo, tiene sus partes buenas como cualquiera. Creo que la afición a la soledad de mi padrino, debía influir en mí; la cosa es que, rememorando episodios de mi andar, esas perdidas libertades en la pampa me parecían lo mejor. No importaba que el pensamiento lo tuviera medio dolorido, empapado de pesimismo, como queda empapada de sangre la matra que ha chupado el dolor de una matadura.

De grande y tranquilo que era el campo, algo nos regalaba de su grandeza y su indiferencia. Asamos la carne y la comimos sin hablar. Pusimos sobre las brasas la pavita y   -299-   cebé unos amargos. Don Segundo me dije, con su voz pausada y como distraída:

-Te vi a contar un cuento, pa que se lo repitás a algún amigo cuando éste ande en la mala.

Cebé con más lentitud. Mi padrino comenzó el relato:

«-Esto era en tiempo de nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles.»

Quedé un rato a la espera. Don Segundo nos dejaba caer, así, en un reino de ficción. Íbamos a vivir en el hilo de un relato. Saldríamos de una parte a otra. ¿De dónde para dónde?

«-Nuestro Señor, que asigún dicen jue el creador de la bondá, sabía andar de pueblo en pueblo y de rancho en rancho, por Tierra Santa, enseñando el Evangelio y curando con palabras. En estos viajes, lo llevaba de asistente a San Pedro, al que lo quería muy mucho, por creyente y servicial.

»Cuentan que en uno de esos viajes, que por demás veces eran duros como los del resero, como jueran por llegar a un pueblo, a la mula en que iba nuestro Señor, se le   -300-   perdió una herradura y dentró a manquiar.

»-Fijate -le dijo nuestro Señor a San Pedro- si no ves una herrería, que ya estamos dentrando al poblao.

»San Pedro, que iba mirando con atención, divisó un rancho viejo de paredes rajadas, que tenía encima de la puerta un letrero que decía: 'ERRERÍA'. Sobre el pucho, se lo contó al Maistro y pararon delante del corralón.

»-Ave María -gritaron. Y junto con un cuzquito ladrador, salió un anciano harapiento que los convidó a pasar.

»-Güenas tardes -dijo Nuestro Señor-. ¿Podrías herrar mi mula que ha perdido la herradura de una mano?

»-Apiensén y pasen adelante -contestó el viejo-. Voy a ver si puedo servirlos.

»Cuando, ya en la pieza, se acomodaron sobre unas sillas de patas quebradas y torcidas, Nuestro Señor le preguntó al herrero:

»-¿Y cuál es tu nombre?

»-Me llaman Miseria -respondió el viejo, y se jue a buscar lo necesario pa servir a los forasteros.

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»Con mucha pasencia anduvo este servidor de Dios, olfateando en sus cajones y sus bolsas, sin hallar nada. Acobardao iba a golverse pa pedir disculpa a los que estaban esperando, cuando regolviendo con la bota un montón de basuras y desperdicios, vido una argolla de plata, grandota.

»-¿Qué haceh'aquí vos? -le dijo, y recogiéndola se jue pa donde estaba la fragua, prendió el juego, reditió la argolla, hizo a martillo una herradura y se la puso a la mulita de Nuestro Señor. ¡Viejo sagaz y ladino!

»-¿Cuánto te debemos, güen hombre? -preguntó Nuestro Señor.

»Miseria lo miró bien de arriba abajo y, cuando concluyó de filiarlo, le dijo:

»-Por lo que veo, ustedes son tan pobres como yo. ¿Qué diantre les vi a cobrar? Vayan en paz por el mundo, que algún día tal vez Dios me lo tenga en cuenta.

»-Así sea -dijo Nuestro Señor y, después de haberse despedido, montaron los forasteros en sus mulas y salieron al sobrepaso.

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»Cuando iban ya retiraditos, le dice a Jesús este San Pedro, que debía ser medio lerdo:

»-Verdá, Señor que somos desagradecidos. Este pobre hombre nos ha herrao la mula con una herradura'e plata, no noh'a cobrao nada por más que es repobre, y nohotros los vamos sin darle siquiera una prenda de amistá.

»-Decís bien -contestó Nuestro Señor-.Volvamos hasta su casa pa concederle tres gracias, que él elegirá a su gusto.

»Cuando Miseria los vido llegar de vuelta, creyó que se había desprendido la herradura y los hizo pasar como endenantes. Nuestro Señor le dijo a qué11 venían y el hombre lo miró de soslayo, medio con ganitas de rairse, medio con ganitas de disparar.

»-Pensá bien -dijo Nuestro Señor- antes de hacer tu pedido.

»San Pedro, que se había acomodao atrás de Miseria, le sopló:

»-Pedí el Paraíso.

»-Cayate viejo -le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:

»-Quiero que el que se siente en mi silla,   -303-   no se pueda levantar della sin mi permiso.

»-Concedido -dijo Nuestro Señor-. ¿A ver la segunda gracia? Pensala con cuidao.

»-Pedí el Paraíso -golvió a soplarle de atrás San Pedro.

»-Cayate viejo metido -le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:

»-Quiero que el que suba a mis nogales, no se pueda bajar dellos sin mi permiso.

»-Concedido -dijo Nuestro Señor-. Y aura, la tercera y última gracia. No te apurés.

»¡Pedí el Paraíso, porfiao! -le sopló de atrás San Pedro.

»-¿Te quedrás callar viejo idiota? -le contestó Miseria enojao, pa después decirle a Nuestro Señor:

»-Quiero que el que se meta en mi tabaquera no pueda salir sin mi permiso.

»-Concedido -dijo Nuestro Señor y, después de despedirse se jue.

»Ni bien Miseria quedó solo, comenzó a cavilar y, poco a poco, jue dentrándole rabia de no haber sabido sacar más ventaja de las tres gracias concedidas.

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»También, seré sonso -gritó, tirando contra el suelo el chambergo-. Lo que es, si aurita mesmo se presentara el demonio, le daría mi alma con tal de poderle pedir veinte años de vida y plata a discreción.

»En ese mesmo momento, se presentó a la puerta'el rancho un caballero que le dijo:

»-Si querés, Miseria, yo te puedo presentar un contrato, dándote lo que pedís.

Y ya sacó un rollo de papel con escrituras y numeritos, lo más bien acondicionao, que traiba en el bolsillo. Y allí las leyeron juntos a las letras y, estando conformes en el trato, firmaron los dos con mucho pulso, arriba de un sello que traiba el rollo.»

-¡Reventó la yegua el lazo! -comenté.

-Aura verás, dejáte estar callao pa aprender como sigue el cuento.

¡Miramos alrededor, la noche, como para no perder contacto con nuestra existencia actual, y mi padrino prosiguió:

«-Ni bien el Diablo se jue y Miseria quedó solo, tantió la bolsa de oro que le había dejao Mandinga, se miró en el bañadero de los patos, donde vido que estaba mozo, y se   -305-   jue al pueblo pa comprar ropa, pidió pieza en la fonda como Señor, y durmió esa noche contento.

»¡Amigo!, había de ver como cambió la vida deste hombre. Terció con príncipes y gobernadores y alcaldes, jugaba como nenguno en las carreras, viajó por todo el mundo, tuvo trato con hijas de Reyes y Marqueses...

»Pero, bien dicen que pronto se pasan los años cuando se emplean de este modo, de suerte que se cumplió el año vegísimo y, en un momento casual, en que Miseria había venido a rairse de su rancho, se presentó el diablo con el nombre del caballero Lilí, como vez pasada, y peló el contrato pa exigir que se le pagara lo convenido.

»Miseria, que era hombre honrao, aunque medio tristón, le dijo a Lilí que lo esperara, que iba a lavarse y ponerse güena ropa pa presentarse al Infierno, como era debido. Así lo hizo, pensando que al fin todo laso se corta y que su felicidá había terminao.

»Al golver lo halló a Lilí, sentao en su silla, aguardando con pasencia.

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»-Ya estoy acomodao -le dijo-, ¿vamos yendo?

»-¡Cómo hemos de irnos -contestó Lilí- si estoy pegao en esta silla como por un encanto!

»Miseria se acordó de las virtudes que le había concedido el hombre'e la mula y le dentró una risa tremenda.

»-¡Enderezate pues maula, si sos diablo! le dijo a Lilí.

»Al ñudo este hizo bellaquear la silla. No pudo alzarse ni un chiquito y sudaba, mirándolo a Miseria.

»-Entonces -le dijo el que jue herrero- si querés dirte, firmame otros veinte años de vida y plata a discreción.

»El demonio hizo lo que le pedía Miseria, y este le dio permiso pa que se juera.

»Otra vez el viejo, remosao y platudo, se golvió a correr mundo: terció con príncipes y manates, gastó plata como naides, tuvo trato con hijas de Reyes y de comerciantes juertes...

»Pero los años, pa'l que se divierte, juyen pronto, de suerte que, cumplido el vegísimo,   -307-   Miseria quiso dar fin cabal a su palabra y rumbió al pago de su herrería.

»A todo esto Lilí, que era medio lenguaraz y alcahuete, había contao en los infiernos el encanto'e la silla.

»-Hay que andar con ojo alerta -había dicho Lucifer-. Ese viejo está protegido y es ladino. Dos serán los que lo van a buscar al fin del trato.

»Por esto jue que al apiarse en el rancho, Miseria vido que lo estaban esperando dos hombres, y uno de ellos era Lilí.

»-Pasen adelante; sientensén -les dijo- mientras yo me lavo y me visto, pa dentrar al Infierno como es debido.

»-Yo no me siento -dijo Lilí.

»-Como quieran. Pueden pasar al patio y bajar unas nueces, que seguramente serán las mejores que habrán comido en su vida de Diablos.

»Lilí no quiso saber nada pero, cuando se hallaron solos, su compañero le dijo que iba a dar una güelta por debajo de los nogales, a ver si podía recoger del suelo alguna nuez caída y probarla. Al rato no más golvió, diciendo   -308-   que había hallao una yuntita y que, en comiéndolas, naide podía negar que jueran las más ricas del mundo.

»Juntos se jueron p'adentro y comenzaron a buscar sin hallar nada.

»Pa esto, al diablo amigo de Lilí se le había calentao la boca y dijo que se iba a subir a la planta, pa seguir pegándole al manjar. Lilí le alvirtió que había que desconfiar, pero el goloso no hizo caso y subió a los árboles, donde comenzó a tragar sin descanso, diciéndole de tiempo en tiempo:

»-¡Cha que son güenas! ¡Cha que son güenas!

»-Tirame unas cuantas -le gritó Lilí, de abajo.

»-Allá va una -dijo el de arriba.

»-Tirame otras cuantas -golvió a pedirle Lilí, ni bien se comió la primera.

»-Estoy muy ocupao -le contestó el tragón-. Si querés más, subite al árbol.

»Lilí, después de cavilar un rato se subió.

»Cuando Miseria salió de la pieza y vido a los dos diablos en el nogal, le dentró una risa tremenda.

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»-Aquí estoy a su mandao -les gritó-.Vamos cuando ustedes gusten.

»-Es que no nos podemoh'abajar -le contestaron los diablos, que estaban como pegaos a las ramas.

»-Lindo -les dijo Miseria- entonces firmenmén otra vez el contrato, dándome otros veinte años de vida y plata a discreción.

»Los diablos hicieron lo que Miseria les pedía y este les dio permiso pa que bajaran.

»Miseria golvió a correr mundo y terció con gente copetuda y tiró plata y tuvo amores con damas de primera...

»Pero los años dentraron a disparar, como endenantes, de suerte que al llegar el año vegísimo, Miseria, queriendo dar pago a su deuda, se acordó de la herrería en que había sufrido.

»A todo esto, los diablos en el Infierno le habían contao a Lucifer lo sucedido y éste, enojadazo, les había dicho:

»-¡Canejo! ¿No les previne de que anduvieran con esmero, porque ese hombre era por demás ladino? Esta güelta que viene, vamoh'a dir toditos a ver si se nos escapa.

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»Por esto jue que Miseria, al llegar a su rancho, vido más gente riunida que en una jugada'e taba. Pero esa gente, acomodada como un ejército, parecían estar a la orden de un mandón con corona. Miseria pensó que el mesmito Infierno se había mudao a su casa y llegó, mirando como pato el arriador, a esa pueblada de diablos. 'Si escapo desta -se dijo- en fija que ya nunca la pierdo.' Pero haciéndose el muy templao, preguntó a aquella gente:

»-¿Quieren hablar conmigo?

»-Sí -contestó juerte el de la corona.

»-A usté -le retrucó Miseria- no le he firmao contrato nenguno, pa que venga tomando velas en este entierro.

»-Pero me vah'a seguir -gritó el coronao-, porque yo soy el Ray de loh'Infiernos.

»-¿Y quién me da el certificao? -alegó Miseria-. Si usté es lo que dice, ha de poder hacer de fijo, que todos los diablos dentren en su cuerpo y golverse una hormiga.

»Otro hubiera desconfiao, pero dicen que a los malos los sabe perder la rabia y el orgullo, de modo que Lucifer, ciego de juror,   -311-   dio un grito y en el momento mesmo, se pasó a la forma de una hormiga, que llevaba adentro a todos los demonios del Infierno.

»Sin dilación, Miseria agarró el bichito que caminaba sobre los ladrillos del piso, lo metió en su tabaquera, se jue a la herrería, la colocó sobre el yunque y, con un martillo, se arrastró a pegarle con todita el alma, hasta que la camiseta se le empapó de sudor.

»Entonces, se refrescó, se mudó y salió a pasiar por el pueblo.

»¡Bien haiga, viejito sagás! Todos los días, colocaba la tabaquera sobre el yunque y le pegaba tamaña paliza, hasta empapar la camiseta, pa después salir a pasiar por el pueblo.

»Y así se jueron los años.

»Y resultó que ya en el pueblo, no hubo peleas, ni plaitos, ni alegaciones. Los maridos no las castigaban a las mujeres, ni las madres a los chicos. Tíos, primos y entenaos se entendían como Dios manda; no salía la viuda, ni el chancho; no se vían luces malas y los enfermos sanaron todos; los viejos no acababan de morirse y hasta los perros jueron virtuosos. Los vecinos se entendían   -312-   bien, los baguales no corcoviaban más que de alegría y todo andaba como reló de rico. Qué, si ni había que baldiar los pozos por que toda agua era güena».

-¡Ahahá! -apoyé alegremente.

-Sí -arguyó mi padrino-, no te me andeh'apurando.

»Ansina como no hay caminos sin repechos, no hay suerte sin desgracias, y vino a suceder que abogaos, procuradores, jueces de paz, curanderos, médicos y todos los que son autoridá y viven de la desgracia y vicios de la gente, comenzaron a ponerse charcones de hambre y jueron muriendo.

»Y un día, asustaos, los que quedaban de esta morralla se endilgaron pa lo del Gobernador, a pedirle ayuda por lo que les sucedía. Y el Gobernador, que también dentraba en la partida de los castigaos, les dijo que nada podía remediar y les dio una plata del Estao, alvirtiéndoles que era la única vez que lo hacía, porque no era obligación del Gobierno el andarlos ayudando.

»Pasaron unos meses y ya, los procuradores, jueces y otros bichos iban mermando por   -313-   haber pasao los más a mejor vida, cuando uno dellos, el más pícaro, vino a maliciar la verdá y los invitó a todos a que golvieran a lo del Gobernador, dándoles promesa de que ganarían el plaito.

»Así jue. Y cuando estuvieron frente al manate, el procurador le dijo a Sueselencia que todah'esas calamidades sucedían, porque el herrero Miseria tenía encerraos en su tabaquera a los Diablos del Infierno.

»Sobre el pucho, el mandón lo mandó trair a Miseria y, en presencia de todos, le largó un discurso:

»-¿Ahá, sos vos? ¡bonito andás poniendo al mundo con tus brujerías y encantos, viejo indino! Aurita vah'a dejar las cosas como estaban, sin meterte a redimir culpas ni castigar diablos. ¿No ves que siendo el mundo como es no puede pasarse del mal y que las leyes y lah'enfermedades y todos los que viven d'ellas, que son muchos, precisan de que los diablos anden por la tierra? En este mesmo momento vah'al trote y largas loh'Infiernos de tu tabaquera.

»Miseria comprendió que el Gobernador tenía   -314-   razón, confensó la verdá y jue pa su casa pa cumplir lo mandao.

»Ya estaba por demás viejo y aburrido del mundo, de suerte que irse dél poco le importaba.

»En su rancho, antes de largar los diablos, puso la tabaquera en el yunque, como era su costumbre, y por última vez le dio una güena sobada, hasta que la camiseta quedó empapada de sudor.

»-¿Si yo los largo van a andar embromando por aquí? -les preguntó a los mandingas.

»-No, no -gritaban éstos de adentro-. Larganos y te juramos no golver nunca por tu casa.

»Entonces Miseria abrió la tabaquera y los lisenció pa que se jueran.

»Salió la hormiguita y creció hasta ser el Malo. Comenzaron a brotar del cuerpo de Lucifer todos los demonios y redepente, en12 un tropel, tomó esta diablada por esas calles de Dios, levantando una polvadera como nube'e tormenta.

»Y aura viene el fin:

»Ya Miseria estaba en las últimas humeadas del pucho, porque a todo cristiano le   -315-   llega el momento de entregar la osamenta y él bastante la había usao.

»Y Miseria, pensando hacerlo mejor, se jue a echar sobre sus jergas a esperar la muerte. Allá, en su piecita de pobre, se halló tan aburrido y desganao, que ni se levantaba siquiera pa comer ni tomar agua. Despacito no más se jue consumiendo, hasta que quedó duro y como secao por los años.

»Y aura es que, en habiendo dejao el cuerpo pa los bichos, Miseria pensó lo que le quedaba por hacer y, sin dilación porque no era sonso, el hombre enderezó pa'l Cielo y después de un viaje largo, golpió en la puerta deste.

»Cuantito se abrió la puerta, San Pedro y Miseria se reconocieron, pero al viejo pícaro no le convenían esos recuerdos y, haciéndose el chancho rengo, pidió permiso pa pasar.

»-¡Hm! -dijo San Pedro-. Cuando yo estuve en tu herrería con Nuestro Señor, pa concederte tres gracias, te dije que pidieras el paraíso y vos me contestaste: 'Callate viejo idiota'. Y no es que te la guarde, pero no puedo dejarte pasar aura, porque   -316-   en habiéndote ofrecido tres veceh'el Cielo, vos te negaste a acetarlo.

»Y como ahí no más el portero del Paraíso cerró la puerta, Miseria, pensando que de dos males hay que elegir el menos pior, rumbió pa'l Purgatorio a probar como andaría.

»Pero amigo, allí le dijeron que sólo podían dentrar las almas destinadas al cielo y que como él nunca podría llegar a esa gloria, por haberla desnegao en la oportunidá, no podían guardarlo. Las penas eternas le tocaban cumplirlas en el Infierno.

»Y Miseria enderezó al Infierno y golpió en la puerta, como antes golpiaba en la tabaquera sobre del yunque, haciendo llorar los diablos. Y le abrieron pero, qué rabia no le daría cuando se encontró cara a cara con el mesmo Lilí.

»-¡Maldita mi suerte -gritó-, que andequiera he de tener conocidos!

»Y Lilí, acordándose de las palizas, salió que quemaba, con la cola como bandera'e comisaría, y no paró hasta los pieses mesmo de Lucifer, al que contó quién estaba de visita.

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»Nunca los diablos se habían pegao tan tamaño susto y el mesmito Ray de los Infiernos, recordando también el rigor del martillo, se puso a gritar como gallina culeca, ordenando que cerraran bien toditas las puertas, no juera a dentrar semejante cachafaz.

»Ahí quedó Miseria, sin dentrada a ningún lao porque ni en el cielo, ni en el Purgatorio, ni en el Infierno lo querían como socio y dicen que es por eso que, dende entonces, Miseria y Pobreza son cosas de este mundo y nunca se irán a otra parte, porque en ninguna quieren almitir su existencia.»

Una hora habría durado el relato y se había acabado el agua. Nos levantamos en silencio para acomodar nuestras prendas.

-¡Pobreza! -dije estirando mi matra donde iba a echarme.

-¡Miseria! -dije acomodando el cojinillo que me serviría de almohada.

Y me largué sobre este mundo pero sin sufrir, porque al ratito estaba como tronco volteado a hachazos.



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ArribaAbajo- XXII -

Sintiéndome merecedor de los mismos apodos que el herrero viejo, ensillé a la madrugada uno de mis tres caballos. Poca cosa para un resero. ¿Cómo me iba a ganar la vida? Nadie querría conchabarme en tal estado de inutilidad. Un gaucho de a pie es buena cosa para ser tirada al zanjón de las basuras.

La mañana no decía ni palabra. El vacaje que debía haber en esos campos, vista su riqueza en pastos, no había comenzado a vivir todavía y a gatas unos pajaritos cantaban bajito, como una canilla que gotea.

Un cielo gris, arrugado como las arenas de la playa que conocí en los malos pagos de   -320-   mis aventuras, anunciaba tormenta. La tormenta que sentíamos en la blandura de los correones, las riendas y la lonja del rebenque, más floja que moco de pavo.

Pero ¡qué descanso más lindo el de esa noche, y qué gusto moverse en el aire grande que nos caía de todos lados en el cuerpo, como cariño!

Allí íbamos, siempre por el callejón o cortando campo, a la cola de nuestros pingos, acostumbrados a curiosear novedades con las orejas paradas.

Llegamos, después de cuatro días de marcha, a una estancia nueva.

La arboleda tierna asomaba apenas unas varas del suelo y las casas blanqueadas, frescas, parecían grandes con su mirador pretencioso y sus caminos y canteros, lucientes como ropa de Domingo.

El patrón era joven. Andaba bien montado y su trato con el paisanaje daba confianza.

Nos dijo que tenía unos potros bayos, por si queríamos darles los primeros galopes, y que siendo doce, regalaba dos por la amansadura.

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Antes de que mi padrino tomara cartas en el asunto, me ofrecí para la changa. ¡Qué diablos! Era fuerte y me tenía fe. Ya mis primeras pruebas estaban hechas y, aunque sería ese mi estreno de domador, me sacudiría el polvo sobre los bastos, como si fuese acostumbrado. La necesidad, dicen, tiene cara de hereje y no andaba yo en trances de mostrarme más delicado de lo que era. ¿No vería el otro lado, el de la suerte? La ocasión se presentaba como la había esperado durante mucho tiempo. Dos bayos son principio de una tropilla de bayos y aquella coincidencia con mis deseos me infundió audacia.

Cuando quedamos solos, mi padrino me filió de reojo, sonriendo. Aguanté con indiferencia aquel principio de burla y, como viera mi padrino que no salía de botaratada, sino de necesidad mi compromiso, me dijo que él podía aliviarme del trabajo, tomando por su cuenta cinco de los doce baguales.

Por suerte fue así. Los siete potros me dieron suficiente quehacer.

Los ensillaba apurado, como en un sueño, siguiendo   -322-   al pie de la letra los consejos de don Segundo que, al lado mío, ya alcanzándome alguna pilcha, ya apadrinándome, me guiaba paso a paso, sapientemente. Agarrábamos uno por turno y, aunque me tocara el primero y el último, tenía la ilusión de una tarea por partes iguales, sin contar la ventaja de descansar entre animal y animal.

Éramos cuatro en el corral de palo a pique. El patrón, a caballo entre nosotros, no nos perdía pisada, ni desperdiciaba ocasión de ayudarnos con alguna broma. ¿Cómo sería él para un apuro?, me preguntaba en mis adentros.

¡Qué susto tenía cuando ensillé el primero! Las piernas se me escapaban de abajo del cuerpo y me atoraba con los detalles, que por suerte eran todos previstos por mi padrino.

El más viejo de los hombres que nos ayudaban, montado en un tostado retacón, enlazaba los potros que nosotros volteábamos de un pial, para embozalarlos y enriendarlos en el suelo. Después los embramábamos en un palo, con dos o tres vueltas de maneador, y les poníamos los cueros. Por mi parte, no perdía los potros de vista, espiando indicios   -323-   que pudieran anunciarme algún peligro: ¿sería flojo de cincha, se me bolearía? Entre tanto, mientras ensillaba, tenía que cuidarme de coceadas, manotones, abalanzos y caídas.

Todo está en comenzar bien, porque muy luego el optimismo crece y uno amaña con mayor empeño, siempre que no se quiera sobrar.

-No los busquen -había dicho el patrón-, pero, al que corcovee, ¡leña hasta que afloje!

¿Por qué entonces había de buscarlo al clines blancas, que me tocó de estreno? Lo dejé correr, sin gastarme de entrada, y lo rematé de vuelta con unos tirones bien sentidos.

-Ganaste una -me dijo el patrón.

Y aunque no respondí nada, me sentí como abochornado. Me creía en verdad capaz de ganar algunas, que no se me presentaran tan fáciles.

Por cierto, los bayos resultaron menos duros de pelar de lo que podían haber sido, mediando peor suerte. Corcoveaban por derecho o sin mayor empeño y ya casi me estaba dando vergüenza y ganas de buscarles pleito, cuando uno, el quinto, vino a desantojarme en tanto cuanto podía pedir.

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El patrón se sonreía.

Dado que el bicho era uno de los que servían de pago por el trabajo, malicié una celada. ¿Cómo, si no tenía algún defecto o maña de chúcaro, lo habían elegido para deshacerse de él, siendo el de mejor presencia?

No queriendo pasar por sonso, dije fuerte al hombre del tostado:

-Este es el de probar los forasteros, ¿no?

El paisano no respondió sino meneando la cabeza y el patrón conservó su sonrisa. Muy bien. ¿Querían a la bruta?..., pues a la bruta andaríamos. Pero la jugada estaba hecha verdaderamente con picardía, pues siendo el potro uno de los que iban a quedar en mis manos, no quería estropearlo con una rebenqueda mayor.

Se dejó ensillar sin muchas cosquillas. Mal olor le iba tomando yo al negocio.

Todos estábamos como en misa.

Mientras lo sacaban a la playa y lo agarraban de la oreja, me resbalé las botas, para poder con más firmeza sostener los estribos, y me ajusté bien la vincha, no fuera que el pelo viniera a enceguecerme en lo mejor.

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Cuanto le bolié la pierna, sentí que tenía el lomo arqueado como el de un barril y me acomodé lo más fuerte que pude. Coligiéndome bien fijo, dije despacio, sin ostentación, pues no estaba el asunto como para compadradas:

-Lárguelo no más.

Maliciaba detrás mío la sonrisita del patrón, pero no era cosa de perder la cabeza. En un segundo de tiempo pensé cruzarle de un lonjazo el hocico y desheché tal propósito, pues con ello me pondría a disposición de cualquier antojo del animal. Mejor era estudiarle los vicios. Por suerte mi padrino tomó la iniciativa.

-¡Afirmáte! -me dijo y le envolvió al potro las patas de un arriadorazo.

El animal se abalanzó, manoteando el aire, y se trabó en dos corcovos duros, para volvérseme, en un cimbrón, sobre el lado del lazo, con lo que perdió pie. Quise abrirle pero alcanzó a apretarme el tobillo por un momento, pues enseguida se enderezó, quedando a la espera como al principio. Sin embargo algo había yo perdido y es que sentía dolorido el pie; algo también había ganado y   -326-   es que, a pesar de tratarse de un reservado, no pudo en su astucia y baquía desacomodarme ni un chiquito.

Mi mejor ganancia estaba en que don Segundo ya había visto de qué se trataba. Lo comprendí porque me dijo:

-No le bajés el rebenque.

Por segunda vez lo azotó por las patas y el bayo se abalanzó. La partida le iba a resultar más dura, pues mandado por mi padrino, le crucé el hocico de un rebencazo y, cuando como anteriormente se clavó a corcovear, le menudié azotes por la cabeza sin darle alce. Ni bien quiso pararse, don Segundo lo apuró a lazazos, para quitarle la maña de volverse sobre el corcovo. Entrando en el juego, aumenté la dosis de lonja, cosa que me permitía charquear en el rebenque, al par que abatatar al bruto. Y viendo mi resistencia a los sacudones, se me calentó el cuerpo y empecé a aporrearlo al bayo, al compás, repitiendo como un estribillo el dicho del patrón:

-Al que corcovee, ¡leña! y ¡leña! y ¡leña!

Y salimos por la playa, ya sin sentadas ni   -327-   vueltas, arrastrados por una bellaqueada furiosa. No hubo nada que hacerle, la habíamos ganado desde el primer tirón y la seguimos ganando hasta el fin. Las riendas no me servían para afirmarme, porque el bruto sacudía tanto la cabeza, que llegaba a golpearme los estribos. Pero en el compás mismo de la rebenqueada había yo encontrado una base de equilibrio, que no perdí hasta volver a la puerta misma del corral, donde de un tirón lo hice sentar al bayo sobre los garrones. Y ya le bajé los cueros.

El patrón se acercaba a nosotros de a caballo. Con satisfacción, vi que no sonreía ya, pasando por lo contrario una mano pensativa sobre su bigote.

Con un tono de elogio me dijo:

-¡Qué padrino tenés, muchacho!

-Y -contesté- no ayudándome el cuerpo, con algo debía contar pa un apuro.

-No es que te falte con que desempeñarte -rearguyó- pero aquel hombre -insistió, aludiendo a don Segundo- no me parece ser como cualquiera de los muchos que somos.

En silencio, concluimos nuestra tarea. El   -328-   último de los baguales algo se sacudió pero, después de lo pasado, me pareció un juguete.

Dejando los doce animales palenqueados con fuertes sogas, nos fuimos para la estancia.

El oficio de domador tiene sus descansos, gracias a Dios, y aunque la peonada anduviera en sus tareas de campo y no fueran más que las diez de la mañana, nosotros teníamos el derecho de matear o arreglar nuestras lonjas y recados en las casas, sin recibir órdenes de nadie.

Como tenía el tobillo un poco hinchado y doloroso, a causa del apretón, me fui hasta un pozo, cerca de la cocina, tiré un balde de agua y, con un jarrito, después de haberme descalzado, me puse a refrescarme la parte golpeada.

Aliviadito por el agua y con el cuerpo medio desencuadernado a causa de la doma, me quedé sin más pensamiento que bañarme el dolor un rato largo.

Miraba el galpón grande, la huellita que de él arrancaba hasta el pozo, los corrales un poco retirados, las cabeceadas que daban al viento unas casuarinas nuevas que señalaban el principio del monte, un cazalito de cabecitas   -329-   negras que venía a beber en el surco de agua, nacido seguramente de las baldeadas...

El hombre que nos había ayudado a la mañana, enlazando los potros, vino del lado del galpón por la huellita, hasta parárseme en frente:

-Tengo un encargue pa usté -me dijo.

-Usté dirá.

-¿Es del oficio?

-¿Qué oficio?

-Domador.

-No, señor, soy resero. Solamente así, cuando la ocasión se ofrece de ganar una changa...

-Y ¿no sería gustoso de quedarse aquí, de domador? Me manda el patrón pa que le ofresca el trabajo. Yo ya estoy viejo y llevo trainta años en el oficio. Aquí vienen domadores po'l tiempo de la amansadura, y se van. El patrón, hasta aurita, no ha querido conchabar nenguno pa que se quede.

Nos fuimos caminando hasta el galpón. Me halagaba la propuesta, pero el vivir separado de mi padrino me parecía imposible.

-¿Pa mí solo es el encargue?

  -330-  

-Pa usté solo.

Bajo el alero del galpón, me puse a desparramar mis pilchas a fin de que se orearan. Don Segundo no estaba. El patrón vino al rato y, mirando al hombre del tostado, preguntó:

-¿Y?

-No me ha contestao entuavía. Yo le he dao el parte.

-¿Cómo te llamás? -me preguntó el patrón.

-Quisiera saberlo, señor.

El patrón frunció el ceño.

-¿No sabes de donde venís tampoco?

-¿De ande vendrá esta matrita? -comenté como para mí.

-¿De modo que ni tus padres quedrás nombrar?

-¿Padres? No soy hijo más que del rigor; juera de esa, casta no tengo nenguna; en mis pagos algunos me dicen «el Guacho».

El patrón se tiró los bigotes, después me miró de frente. Nunca nadie me había mirado tan de frente y tan por partes.

-Razón demás -me dijo- pa que te quedes conmigo.

  -331-  

-Siento endeveras señor, pero tengo compromisos que no puedo dejar de cumplir. Usté me disculpará..., y muchas gracias de todos modos.

El hombre se fue.

Nos sentamos con el domador, bajo el alero. Parece que el día estaba especial para los consejos, pues mi compañero, después de haber golpeado el suelo pensativamente con el rebenque, durante un tiempo, me dijo:

-Vea mocito. No es que yo quiera meterme e suh'asuntos, pero no rechace la oferta antes de pensarla. El patrón aunque es medio mandón pa'l trabajo, es servicial cuando quiere. Más de un hombre ha salido del campo con su tropilla o su majada... y, hasta yo mesmo, aunque trabajando juerte es cierto, he conseguido asegurar mi tranquilidá pa mi vejez y mis cachorros. Don Juan es generoso en la ocasión. Sabe abrir la mano grandota y es fácil que se le refalen unos patacones.

-Vea Don -contesté sobre el pucho- no es que yo quiera desmerecer a nadie, ni que inore lo que vale una voluntá, pero ¿ve aquel hombre? -dije, señalando a don Segundo que   -332-   venía del corral, trayendo despacio su chiripá, familiar para mí, su chambergo chicuelo y unos maneadores enrollados-. Güeno, ese hombre también tiene la mano larga... y, Dios me perdone, más larga cuando ha sacao el cuchillo...; pero igual que su patrón, sabe abrirla muy grande y lo que en ella se puede hallar no son patacones, señor, pero cosas de la vida.

El domador se levantó, me palmeó la espalda y se fue, de pronto enmudecido. Yo me quedé muy blandito.

Y ¿qué diablos me había venido a mí de golpe, para que quisieran que me quedara y me palmearan el lomo y me anduvieran con miramientos?



  -333-  

ArribaAbajo- XXIII -

Cierto que el bruto del reservado me dio trabajo y que, con mi pie hinchado, vi más de una vez el negocio en mal camino. Pero el contento no de salir airoso de la prueba a que me había sometido el patrón, tanto como el llevar mi doma con acierto, fueron cosas que me pusieron en estado de cargar con aquellos rigores.

Parece, según me dijeron algunos, que con doblarlo al cabos negros había conseguido yo algo, que muchos y muy buenos intentaron sin suerte. No digo que tuviera un amor propio desmedido, ni que fuera por demás accesible13 al elogio, ¿quién no lo es más o menos? pero el hecho de vencer, grande y continua   -334-   tarea gaucha, me llenaba de un vigor descarado a fuerza de confianza.

¡Qué voluntad de dominio no tendrá el hombre para que, por un rato de gozarla, emplee largas horas de perseverante empuje! Salir con la suya en una bellaqueada y embozalar las propias dudas y temores con el logro de un intento, lleva aparejado toda una ristra de horas de tensión. Al lado del lucido momento de la jineteada, está la tarea pacienzuda de guerrear los animales durante la amansadura, sin dejarles tomar vicios y corrigiendo los que traen por instinto.

Yo era casi un instrumento en manos de mi padrino, que me guiaba en cada gesto, lo cual no quita que era el instrumento quien aguantaba los pesados trotes de los baguales, sus sentadas brutas, la rigidez desobediente de sus cogotes sonsos y chapetones, sus intenciones de cocear, sus cabezazos al enriendarlos, sus sustos torpes al subir y desmontarse uno, sus repentinas rebeliones en una espantada que remataban corcovos o abalanzos.

Y en todo aquello me parecía ir como dormido. Ideas fijas me perseguían como un deber.   -335-   Las oía en la voz de mi padrino. Frases imperativas representaban hechos menudos, en que yo debía seguir por mía aquella voz. Hasta en horas de descanso, las enseñanzas me zumbaban en la cabeza, como un avispero demasiado grande para el nido en que buscaban acomodarse. Sentía mi pasividad y me hubiese molestado, de no haberme dicho mi propio deseo de independencia: «Dejá no más, que al correr del tiempo todo eso será tuyo.»

Conforme los animales se fueron amansando, íbamos haciendo más largos los galopes, de suerte que llegábamos a una pulpería, distante una legua y media de la estancia, sobre un callejón, a la vera de un arroyo que allí daba paso.

Entretanto, en las casas, me había hecho de un amigo. Antenor Barragán era un pedazo de muchacho grandote y delgado, dueño de una agilidad y una fuerza extraordinaria. Lo conocían en todo el pago como un visteador invencible y hacía gala de tal en cuanta ocasión se le presentaba. Su ocupación era cualquiera, porque lo mismo le daba lucirse en un   -336-   redomón macaco, en una faena de horquilla o trabajando de a pie en el corral. Saltaba cualquier animal limpito y alzaba al hombro cualquier peso. Su cara morena, fina y alegre, le valía simpatías inmediatas y su bondad amistades verdaderas. Eso sí, entre juguete y juguete, solía dejar a sus compañeros sentidos de un cachetón. Me hacía contar mis andanzas de vagabundo, en las que encontraba gusto para su fantasía, relatándome en cambio sus fechorías nunca mal intencionadas. Le gustaba meterse en apuros, para probarse. A los pocos días ya nos tuteábamos, tratándonos de hermanos. ¡Pobre Antenor! ¿Dónde andará ahora?

Cuando dejamos por mansos y ya enfrenados nuestros baguales y salimos del escritorio de la estancia, con el tirador dueño de unos cuantos pesos más, y nos despedimos del patrón así como de los mensuales, era día Domingo. Por costumbre, y también para cumplir con nuestros deberes de cortesía, nos fuimos al boliche del arroyo. Había bastante gente. La cancha tenía buena concurrencia y en el despacho no faltaba clientela.

  -337-  

Algunos conocidos nos saludaron. Mi padrino pidió permiso para ausentarse un momento, a fin de visitar a su amigo el pulpero. Debo decir que nunca el patrón nos había servido en el despacho, haciéndonos pasar por una pequeña puerta hasta adentro, con lo que significaba una especial atención.

Uno de los paisanos nos previno que no sería ese día prudente conducirse como siempre, pues el pulpero estaba «tomao» y era hombre de «mala bebida». Aunque otros opinaran de igual manera, don Segundo alegó compromisos de amistad y golpeó en la puerta pequeña. Yo pasé detrás. Un chico nos dijo, mirándonos asombrado por tanto atrevimiento:

-Voy a avisarle al Tata.

Se apareció el Tata, con una cara de Juicio Final, y ni contestó el saludo.

-¿Ustedes que quieren? -preguntó con voz de toro.

Don Segundo avanzó hacia aquella fiera y, sin quitarle la vista de los ojos, que el otro tenía brillantes y lacrimosos, le dijo con su burlona cortesía:

-Yo quisiera una caña.

  -338-  

Con una frente de topazo, el pulpero largó su ofensa:

-¿De cuál? ¿De ésa que toma la gente?

Don Segundo me miró divertido y acercándose, hasta ponerse casi pecho a pecho con el matón, lo corrigió sonriente, como si rectificará un simple error:

-No, no, deme de ésa que toma usté no más.

Fue suficiente. El pulpero de «mala bebida», guardó para mejor ocasión sus compadradas y nos sirvió dos copas. Don Segundo siempre cortés impuso:

-Usté va a tomar con nosotros.

Al tiro brindamos por nuestra futura felicidad, haciendo nuestras las cañas de un sorbo.

Saliendo hacia donde estaba la paisanada, mi padrino comentó:

-Pobrecita la señora; seguro que aura este hombre malo le va a encajar una paliza.

Una de las primeras personas que vi al salir, fue Antenor. Me convidó a tomar la copa y nos arrimamos al enrejado del despacho. Le estaba yo contando la reciente escaramuza de mi padrino con el pulpero, cuando un desconocido se nos acercó, nos dio   -339-   la mano y comenzó a hablar en voz alta con todo el mundo. Sería como de cincuenta años de edad, vestía a la usanza gaucha y llevaba a la cintura un facón largo, con cabo y puntera de plata. Al hombro traía un ponchito bayo y, tanto por la tierra de sus botas de potro, sudadas en la parte baja, por el caballo, como por el aspecto y modo de caminar, aparentaba ser un hombre que venía de lejos.

Convidó a todos los presentes, entre bromas de buen humor, y logró al rato, como parecía quererlo, ser centro de la atención general.

De pronto, le habló a Antenor como si lo conociera; hizo alusión ponderativa a su destreza física y a su habilidad para el visteo. No se sabía bien lo que querría, entre tantas vueltas como las que daba en sus elogios, cuando con neta intención de pendenciero dijo:

-Yo me pregunto. ¿No se le helará la sangre al mocito si llega a encontrarse frente a un cuchillo?

Como si todos nos preguntáramos lo mismo, miramos a Antenor. Este estaba pálido y agachaba la cabeza. Sospechamos que tenía miedo.

  -340-  

-También me he tenido fe en mis mocedades -continuó el hombre de bigote canoso-. ¡Y vean! -concluyó-, todavía me tendría la mesma fe pa señalarlo al mocito por donde quiera.

Antenor levantó la cabeza y, dándonos siempre la penosa impresión de su blandura, respondió:

-Señor, yo soy un hombre tranquilo y si por juguete se vistear, no es porque quiera toparme con naides, ni para que naides me peleé.

-¡Oiganlé! -rió burlonamente el provocador-. Había sido como carne'e paloma. Y eso -dijo, dirigiéndose a todos- que no tengo intención de estropearlo, sino cuanti más de que nos sangremos un poco pa probar la vista. ¿O será que se le ha ñublao de golpe?

-¿Me permite? -terció inesperadamente mi padrino.

-Cómo no -accedió el forastero.

Don Segundo se dirigió a Antenor:

-Mirá muchacho -dijo mientras todos, y yo más que ninguno, lo mirábamos con asombro-. Mirá muchacho que el señor ya hace un rato que te está convidando con güenas   -341-   maneras y voh'estás desperdiciando la ocasión de divertirte un poco.

¿Qué diría el paisano peleador?

Un minuto quedó en silencio y, ya más serio ante una posible bifurcación del pleito, dejó sospechar el fondo del asunto:

-Divertirse es presumir de gallo y meterse en travesuras, cuando uno cree llevársela de arriba.

Comprendimos que, bajo las bravuconerías del gaucho provocador, había habido un resentimiento.

¿Qué diría Antenor?

Antenor se levantó de una pieza, miró al forastero y comprendimos otra cosa más: que sabía de qué y de quién se trataba.

-Yo era una criatura -dijo ceñudo- y ella una perra que a cualquier palo le hacía punta. En el pago la conocíamos por «la de aprender».

Furioso, el forastero quiso atropellar. Algunos lo sujetaron al tiempo que Antenor, siempre pálido, pero tal vez de rabia, decía:

-Ajuera vamoh'a tener más lugar-. Y salió.

Los seguimos. El forastero se quitó, al lado   -342-   de la puerta, las espuelas, se arrolló el poncho en la zurda y sacó con lentitud el facón. Como si hubiera olvidado su reciente extravío, compadreó risueño:

-Aura verán como a un mocoso deslenguao se le corta la geta.

En el patio de la pulpería había una carreta. Contra una de sus grandes ruedas, Antenor había hecho espaldas y esperaba. El forastero se acercó y, confiado, como quien juega con un chico, tiró a su contrario una cachetada con los flecos del poncho. Antenor hizo un imperceptible movimiento y el poncho pasó sin tocarlo. El quite fue de una precisión admirable; ni un dedo más ni un dedo menos de lo necesario. Creo que todos debimos pensar a un tiempo: pobre paisano viejo, su compadrada le iba a salir amarga. El hombre atropelló. Antenor firme, con una cuchilla de trabajo contra un facón de pelea, sin poncho para meter el brazo, salvaba toda arremetida sacando el cuerpo. De pronto estiró la mano armada y, con un salto, ganó distancia. El paisano del facón tenía un tajo desde el bigote hasta la oreja.   -343-   Antenor reculaba, dando por concluida la reyerta. Unos apartadores quisieron intervenir.

-Ladeensén -dijo el forastero- uno de los dos ha de quedar.

Antenor dejó de buscar la carreta, donde se había dado el lujo de pelear a pie firme. Listo sobre las piernas, parecía dispuesto a concluir con furia la pelea que comenzó por fuerza.

No tardó mucho. Un encontrón y vimos al forastero levantado hasta la misma altura de Antenor, para ser tirado de espalda como un trapo.

Se acabó. Lo levantamos para sentarlo en el suelo, con las espaldas apoyadas contra la pared de la pulpería. Se desangraba por el pecho a borbollones.

Hicimos un arco de expectativa en torno suyo. Con inútil angustia presenciábamos el inevitable avance de la muerte, que en cada inspiración se le entraba en el cuerpo, para expulsar la vida en un chorro de sangre y de calor. Un momento se detuvo el baldeo trágico. El moribundo, terroso de   -344-   haberse vaciado en aquel espasmo, alcanzó a decir muy bajo:

-Aura va ha venir la policía a buscarlo a ese hombre. Ustedes son testigos todos de que yo lo he provocao.

Antenor, a caballo, huía.

Bañado el vientre y las piernas en sangre, el forastero comenzaba a ponerse duro. Un paisano repetía furioso:

-Porquería..., nos alabamos de ser cristianos y a lo último somos como perros... Sí, como perros.

Otro, más tranquilo y más pensativo, alegaba:

-Nos mata el orgullo amigo. Cuando un hombre nos insulta, lo mejor que podríamos hacer es llamarnos Juan. Pero tenemos nuestro orgullo, que nos hace querer hablar mah'alto, y una palabra trai otra y al fin no queda más que el cuchillo

...Sí, señor, como perros somos y muy conformes estamos por llamarnos cristianos...

-Yo -dijo mi padrino- he tenido más de muchas de estas diferencias, con hombres   -345-   que eran o se craiban malos y nunca me han cortao... ni tampoco he muerto a naide, porque no he hallao necesidá. Con todo, el mocito que se ha desgraciao no lleva culpa. La pelea en güena ley, asigún el mesmo desafío del finao, debió concluir donde lo cortaron.

-Y por hembras señor -decía otro- por una hembra, que yo he conocido y que era una perra como dijo el mocito..., y después de añazos tal vez. Pero, que quiere, es el destino y ese hombre traiba el empeño de que se cumpliera.

El muerto quedaba allí, de testigo, con los ojos abiertos y el cuerpo ya sin necesidades. Le echaron encima una cobija vieja, para que no lo aquerezaran las moscas.

A las cansadas, cayó la policía con un médico, que avanzó hacia el finado y lo descubrió ante nosotros y los dos «latones» que lo acompañaban.

Después de revisarlo, el de ciencia dijo palabras que guardé en mi memoria y cuyo significado cabal sólo supe años después:

-¡Qué puñalada! Cuando yo era practicante,   -346-   y no fui débil, sudaba media hora para abrir así un tórax.

El pulpero malo no había salido.

Dejamos a los hombres de aquella escena preparar los primitivos medios de transportar el cadáver, y nos despedimos.



  -347-  

ArribaAbajo- XXIV -

Largas cavilaciones me atrajo el hecho brutal que había presenciado. Que un hombre tranquilo y alegre como Antenor, se hubiera visto obligado primero a pelear, después a matar, me resultaba algo en verdad asustador. ¿No se es dueño entonces de nada en la propia persona? ¿Un encuentro inesperado puede presentarse, así, en forma de destino, para desbaratarlo a uno en su propio modo de ser? ¿Somos como creemos, o vamos aceptando los hechos a manera de indicaciones que nos revelan a nosotros mismos?

Revisaba mi vida, la de mi padrino, la de cuanta gente conocía. Sólo don Segundo me daba la impresión de escapar a esa ley fatal,   -348-   que nos cacheteaba a antojo, haciéndonos bailar al compás de su voluntad. ¿Qué hubiera sido de mí, si en lugar de cortarlo a Numa en la frente, acierto a degollarlo? ¿Y si Paula acepta mis amores? Y allá más lejos, ¿sino paso por una encrucijada de callejones, en mi pueblo, al mismo tiempo que don Segundo?

¡Suerte, suerte. No hay más que mirarte en la cara y aceptarte linda o fea, como se te dé la gana venir!

Por su bien, el resero tiene la vida demasiado cerca para poder perderse en cavilaciones de índole acobardadora. La necesidad de luchar continuamente, no le da tiempo para atardarse en derrotas; o sigue o afloja del todo, cuando ya ni un poco de poder le queda para encarar la vida. Dejarse ablandar por una pasajera amargura, lo expone a tomar el gran trago de todo cimarrón que se acoquina: la muerte. Una medida grande de fe le es necesaria, en cada momento, y tiene que sacarla de adentro, cueste lo que cueste, porque la pampa es un callejón sin salida para el flojo. Ley del fuerte, es quedarse con la suya o irse definitivamente.

  -349-  

¿Por qué, si no por una absoluta confianza, era tan tranquilo mi padrino en las peores emergencias? Sin inmutarse, por darla de antemano toda pérdida, sonreía con razón ante las dificultades.

«Del suelo no voy a pasar», suele decir el domador, respondiendo a las bromas de los que pronostican un golpe, entendiendo con ello que a todo hay un límite y que, al fin y al cabo, el poder está en no asustarse ante él. «De la muerte no voy a pasar», parecía ser el pensamiento de mi padrino, «y la muerte ni me asusta, ni me encuentra arisco».

Cuando todos estaban de ida hacia la muerte, él venía de vuelta. El dolor, según aprecié más de una vez, era como su pan de cada día, y sólo la imposibilidad de mover algún miembro herido o golpeado, le sugería una protesta. «La osamenta», como solía llamar a su cuerpo, no debía «desnegarse» al empleo que se le quisiera dar.

Pero todos esos pensamientos míos, no pasaban de ser más que conjeturas. Verdad era su absoluta indiferencia ante los hechos, a quienes oponía comentarios irónicos.

  -350-  

¡Quién fuera como él! Yo sufría por todo, como un agua sensible al declive, al viento, al sol y a la hojita del sauce llorón que le tajea el lomo. Y también tenía mis mojarras en la cabeza, que a veces coleaban haciéndome sonar la orillita del alma.

Siguiendo el hilo de los hechos, diré que una semana anduvimos sin trabajo. Al cabo de ella, nos conchabaron para peones de un arreo de seiscientos novillos, que un estanciero mandaba a corrales. Según la gente baqueana de aquellos caminos, teníamos para doce días de marcha, poniendo a nuestro favor el buen tiempo y la buena salud de la tropa.

Salimos al atardecer de un día por demás caliente y tormentoso. De ensillar no más sudábamos, y no había cosa en el campo que no esperara uno de esos chaparrones, que primero lo apampan a uno por su violencia, para después dejarlo derechito como un pastizal naciente.

Ya, antes de salir, dos aguaceros nos castigaron de soslayo, muy de paso, dejando la tierra fofa de los callejones, corrales y limpiones, como con sarpullido. Lo grueso de la   -351-   tormenta nos esperaba sin embargo, agazapada en nubes, hecha montón para el lado del sur. Como podía refrescar fuerte, nos preparamos una actitud de resistencia ante el posible viaje bravo.

Después de cenar, entrada ya la noche, de un momento de calor pesado, salió un viento fuerte. Hacia rato ya, los refusilos grietaban las nubes renegridas del horizonte sur. La hacienda nerviosa, se iba asustando por grados. La mancarronada relinchaba con desasosiego y, nosotros mismos, sentíamos la desazón del tiempo como nuestra. ¡Linda noche para perder animales! Cada relámpago nos mostraba, en tintes lívidos, un campo impasible, en que marchaba alborotada nuestra tropa vigilada de cerca por los reseros. Arriba, algo informe, oscuro, acabaría por caérsenos encima, de un momento a otro. Bajo los golpes de luz, percibíamos en un chicotazo, las cosas demasiado claras y los novillos blancos, como también los rosillos plateados y las manchas de los overos, se nos metían en los ojos. Después, quedábamos perdidos en la noche, con la visión rápida encajada en la memoria como una cicatriz en el cuero. Y andábamos hasta   -352-   otro relámpago. Al viento siguió calma. En el cielo había grandes charcos y ríos plateados, sobre un fondo de chatos remansos negros. Sin embargo, veíamos avanzar, en toda carrera, largas hilachas de nubes grises, perdidas de rumbo como yeguada cimarrona ante el incendio de un pajal.

El capataz nos mandó no descuidar la hacienda, que remolineaba también perdida en su susto. Un rayo cayó con estampido que, de seco, pareció rajarnos las carnes. Me dije que el viento venía de bajo tierra.

La tropa se partió en puntas, como una tosca que se desmorona en el agua. Recordábamos que teníamos que pasar por el cauce de un zanjón hondo y, previendo un cataclismo de animales cayendo, quebrándose, empantanándose en el fondo aquel, corríamos mal que mal, a impedir que así sucediera. Yo no veía nada. Las puntas del pañuelo me golpeaban la cara, el ala del chambergo se me pegaba en los ojos; el viento me impedía castigar el caballo que, sin embargo, corría porque sí tal vez, habiendo perdido el norte como la hacienda.

  -353-  

Me llevé un bulto por delante. Comprendí que era el caballo de algún charré sorprendido por la ventolina. ¿Hombres, mujeres? ¡Qué Dios les alivie el susto! Seguí mi apuro hasta dar con el mancarrón, de pecho, contra un montón de vacunos.

Caía agua a chorros y mermó el viento. Oí gritar a uno de mis compañeros y me acerqué al grito. Juntos peleamos para impedir que las bestias, precipitándose unas contra otras, siguieran cayendo en la zanja. Mi caballo resbaló con las patas traseras y me fui, me fui como chupado por los infiernos, sin saber adónde. Paró la resbalada sin que, por suerte, el animal se me diera vuelta. Tuve tiempo de ver que mi redomón, al levantarse sobre los garrones, pisoteaba un novillo caído. No había caso de sujetar. El terror lo abalanzaba adelante. Cayó sobre el costillar derecho, apretándome un poco la pierna contra un gran terrón de la barranca. Se afirmaba afanoso en la punta de los vasos. Volvía a veces para atrás, patinando sobre el anca. Se iba de hocico. Se tendía, todo voluntad, hacia arriba, donde al fin llegamos.

  -354-  

A todo esto, la tormenta había pasado como un vuelo de halcón sobre un gallinero.

Pudimos más o menos vernos y juntar, a duras penas, los novillos dispersos. Di parte al capataz de mi encuentro en el fondo del zanjón. Si había pisado un novillo, tenía motivos para presumir que otros se hallaban, allí, caídos de manera tal que no podían salir. Así era; y con excepción de los que quedaban guerreando con la tropa, bajamos todos a lo hondo de la grieta, donde forcejeamos a lazo y hasta a mano, para enderezar a los caídos y cuartear a los embarrancados. En un barro machucado por el pisoteo, los mancarrones pisaban en falso, buscando los desniveles apropiados para apoyar sus vasaduras; y había que saber abrirse a tiempo en la caída y la costalada, en las que, al menor descuido, se deja un hueso, en una quebradura que suena como gajo que se astilla dentro de una bolsa.

Salimos de barro hasta los ojos. Cinco vacunos agonizaban en el fondo oscuro.

Mientras reanudábamos la marcha, se mandó un chasque para el pueblo, a fin de que   -355-   viera al carnicero y le ofreciera en venta, por lo que quisiera pagar, las reses quebradas. El mismo chasque debía a su vez mandar un hombre al patrón, dándole parte del incidente. Como el pueblo quedaba cerca de la estancia, muy pronto el patrón sabría los detalles.

Obligados por la bravura de la hacienda, alborotada con la tormenta, tuvimos que rondar por cuartos. La noche seguía calurosa y pesada. Nada en bien nos había valido el aguacero bruto, los rayos y los remolinos de viento.

Una madrugada barcina nos permitió seguir la huella, entre vahos de humedad, después que el capataz hubo contado sus animales. En el día, no paramos más que para el almuerzo, la comida y la cena. Acobardados por la infeliz salida, íbamos todos de mal talante y, como los animales porfiaran, siempre rebeldes, les dimos camino hasta hartarlos, a ver si en algo se sosegaban.

Otra vez rondamos.

Aparte de las preocupaciones generales, yo tenía las mías. Llevaba sólo tres caballos mansos: el Moro, el Vinchuca y el Guasquita,   -356-   restos de mi antigua tropilla, y los dos baguales que recibí como pago de la doma de los bayos. No podía contar por seguro al reservado; en cuanto al otro, le tocaría un aprendizaje al cual no podía preveer si respondería.

Nuestra tercer jornada de arreo nos regaló una buena refrescada. A la mañana, nos tocó cruzar un campo abierto, donde se nos desparramó la tropa.

Traíamos, como mal elemento, unos treinta torunos chúcaros, que a cada dos por tres peleaban, armando un griterío de matones en una fiesta. Un bayo bragado era el peor y ya, unas cuantas veces, se nos había trenzado con un palomo, obligándonos a separarlos a argollazos. El bayo no entendía de obediencia y, una vez caliente, se nos venía de un hilo.

Aprovechando el desparramo de la tropa, los torunos se toparon de firme. Como moscas, nos les prendimos, sin darles cuartel. En una vuelta de mala suerte, un tal Demetrio se pasó de largo al tiempo que el bragado, habiendo conseguido doblarle el cogote a su contrario, ponía todas sus fuerzas en un envión. El palomo   -357-   se arqueó como víbora, mezquinando el flanco, y el otro, sobrándose, fue a dar contra el caballo de Demetrio. Aunque el toruno no tuviera del lado derecho más que un pedazo de aspa quebrada y gruesa, se la encajó al mancarrón por las verijas, bajándole las tripas. Mientras entre tres lo enlazaban y alejaban al bicho bravo, caímos como caranchos sobre la víctima, que el dueño tuvo que degollar, y yo por las botas, otros por las lonjas, hicimos negocio dejándolo pelado al finadito en un santiamén.

Para la noche, marchamos por unos callejones, pero con tan mala suerte que nos cruzamos con dos tropas, lo que nos obligó a rondar por tercera vez.

Y ya empezamos a cansarnos en serio.

No estaba yo en mis tribulaciones de bisoño. Sabía que si en gran parte se resiste por tener hecho el cuerpo a la fatiga, más se resiste por tener hecha la voluntad a no ceder. Primero el cuerpo sufre, después se asonsa y va, como sin tomar parte, a donde uno lo lleva. Después, las ideas se enturbian; no se sabe si se llegará pronto o no se llegará nunca.   -358-   Más tarde las ideas, tanto como los hechos, se van mezclando en una irrealidad que desfila burdamente por delante de una atención mediocre. A lo último, no queda capacidad vital sino para atender a lo que uno se propone sin desmayo: seguir siempre. Y se vive nada más que por eso y para eso, porque todo ha desaparecido en el hombre fuera de su propósito inquebrable. Y al fin se vence siempre (al menos así me había sucedido) cuando ya a uno la misma victoria le es indiferente. Y el cuerpo cae en el descanso, porque la voluntad se separa de él.

Seis días más anduvimos, entre fríos y mojaduras, rondando casi todas las noches nuestro arreo, siempre matrero, cruzando barriales y pantanos, juntando cansancio de a camadas y apilándolo en nuestros nervios. Mi reservado me costó un día de lucha, bellaqueando al menor descuido bajo el lazo, en una atropellada, por cualquier motivo. Pero no le bajé ni los cueros ni el rebenque, hasta que lo rindiera el rigor. ¿Se me podía pasmar? Paciencia. No era con él un asunto de cortesías.

  -359-  

Veníamos todos como indios de desarrapados, barrosos y taciturnos. Demetrio, el hombre más grandote y fuerte de los troperos, parecía anonadado por el cansancio. ¿Quién podía jurar que estaba mejor? Por fin alcanzamos un lugar en que el reposo sería seguro. Había un potrerito donde dejar la hacienda, sin peligro de que se fuera, y un galpón donde dormir al abrigo.

Llegamos temprano en la tarde. Echamos los animales al potrero y nos volvimos al tranquito para el lado de las casas. Demetrio iba adelante. Al llegar al palenque, el mancarrón se le espantó a lo bruto. Demetrio cayó como un cuarto de yerba, sin volver a levantarse ni intentar un movimiento. Se había golpeado la cabeza. Una de esas terribles y repentinas quebraduras de nuca. Arrimándonos, vimos que respiraba con tranquilidad. Don Segundo rió:

-Venía cansadazo... se ha dormido sobre del golpe.

Le desensillamos el caballo, le tendimos el recado a la sombra y lo colocamos encima.

Ahí quedó, sin darse cuenta siquiera que   -360-   el sueño lo había agarrado a traición, en el suelo, donde tal vez a pesar del golpe, sintió que aflojar el cuerpo y no querer más nada es algo maravilloso.

Los demás mateamos un poco. Teníamos por delante la seguridad de una noche tranquila y eso nos volvía alegres y dicharacheros.

Dimos agua a nuestros caballos, los bañamos, arreglamos nuestras prendas de trabajo, injiriendo un lazo aquel a quién se le había cortado, cosiendo éste un maneador, el otro acomodando sus bastos o un bozal. Y esperamos con calma que se nos fuera acercando la noche, poco a poco, como una cosa grande y mansa en la que nos íbamos a ir suavecito, de costillas, como un río que va gozando su carrerita de olvido y comodidad.



  -361-  

ArribaAbajo- XXV -

Nos levantamos medio tarde, a la salida del sol. Demetrio había dormido doce horas, nosotros ocho. Era suficiente para desentumirnos y, aunque nos enderezáramos con gran disgusto del cuerpo, nos hallábamos, después de matear, listos para otra patriada.

El inconveniente por mi previsto, se agrandaba. Mis tres caballos estaban más que cansados; el reservado trasijado después de nuestra lucha; el redomón no me parecía por demás garifo. ¿Qué hacer? Que el capataz me entregara mis pesos, dándome de baja, era una vergüenza. Mi padrino podía prestarme uno de sus caballos o dos, pero quedaría entonces tan desplumado como yo.

En tan malas cavilaciones me encontraba   -362-   cuando, ya alta la mañana, pasamos por las quintas de Navarro.

Dejé mis tristezas para atender mis recuerdos. ¡Qué curioso!, los mismos lugares que me veían abatido y pobre, habían presenciado mi más gran optimismo y mi mayor riqueza. Por allí mismo pasé, orondo y ladino, sentado medio al sesgo sobre el bayo Comadreja que sabía «cortar chiquito», pulsando la suerte que, en las riñas de gallos, me había llenado el tirador de papeles de a diez.

¡Qué día aquel! ¡Qué gallo el bataraz picoquebrado! ¡Cómo había peleado sin flojeras durante una hora, esperando su momento y cómo había sabido aprovecharlo cuando vino! Me reía sólo, evocando mi audacia para ofrecer y tomar posturas, mi fe en que no perdería, mi desfachatez de mocoso engreído al recibir el pago de las apuestas. ¿No había creído entonces que ése era mi destino y que la suerte me pertenecía? Recordé también nuestro almuerzo en la fonda. Había unos gringos groserotes y charlatanes, ¿de qué nación?, y un gallego hablaba de romerías.

Que un recuerdo traiga otro, es natural.   -363-   Pero que un recuerdo traiga a un hombre, es cosa extraordinaria. Alguien hablaba a mi padrino y, no sé por qué, supuse se trataba de mí. Era un conocido, muy conocido. ¿Cómo no?, si era Pedro Barrales. Sin embargo, no tenía yo la alegría que hubiera sido natural y, cuando, aunque cohibido me acerqué con cordialidad a estrechar la mano del compañero, éste se tocó con incomprensible respeto el ala del chambergo, agraciándome con un «¿cómo le va?» que no entendí.

-¿Qué te pasa hermano? -dije algo encrespado en mi incertidumbre-. Si tenés algo contra de mí decilo, que no es güeno andarse mezquinando la cara como las mujeres.

Pedro lo miró a don Segundo indeciso e interrogante. Mi padrino intervino:

-Empezá por no enojarte ni andar atropellando, que más bien necesitás de tu tranquilidá. Pedro te trai una noticia. Ahí tenés un papel que te va a endilgar en lo cierto mejor que muchas palabras. Graciah'a Dios no sos mujer ni te has criao a lo niño pa andar espantándote por demás. Toma, ya estáh'alvertido.

  -364-  

El sobre decía:

«Señor Fabio Cáceres».

-¿Y qué tengo que ver? -grité casi.

-Abrí -me respondió mi padrino.

La carta estaba firmada por don Leandro Galván y decía:

«Estimado y joven amigo:

»No dudo de la sorpresa que le causarán estas lineas. Tal vez le resulten un tanto bruscas pero, a la verdad, no tenía a mano ningún modo de comunicarme con usted.

»Su padre, Fabio Cáceres, ha muerto y deja...»

Vi muchas cosas de golpe: mis paseos, mis petizos, mis tías... ¡eran en verdad mis tías! Miré alrededor, Pedro y mi padrino se habían alejado. La tropa también. Un extraño sentimiento de soledad me apretaba el alma, como si hubiera querido limitarla a algo chico, demasiado chico. Me bajé del caballo y, contra el alambrado del callejón, seguí leyendo:

«Su padre, Fabio Cáceres, ha muerto y deja en mis manos la difícil e ingrata tarea de llevar a cabo lo que él siempre pensó...»

Saltié unas líneas: «...soy pues su tutor hasta mayoría de edad...»

  -365-  

Volví a montar a caballo. El campo, todo me parecía distinto, Miraba desde adentro de otro individuo. Un extraño tropel de sentimientos, en mi intactos, se me arremolineaban en la cabeza: ternura, tristeza. Y de pronto, una ira ciega de hombre insultado de un modo rebajante, sin razón. ¡Qué diablos! Tenía ganas de disparar o de embestir contra cualquier cosa, para inferir sangre de carne por la sangre de alma que sentía chorrear dentro mío.

Alcancé a don Segundo y a Pedro. Mi padrino me dijo que, siendo ya imposible para mí seguir con la tropa, había arreglado con el capataz, proponiéndole reemplazarme por otro peón.

-¿Y, usté? -interrumpí con brusquedad.

-Yo te acompaño -fue su contestación tranquila.

Sintiendo aquel cariño a mi lado, la rabia se me transformó en congoja. Realicé que era un chico, un guacho desamparado, y que de golpe perdía algo a lo cual había vivido aferrado. Me encaré con mi padrino:

-Don Segundo, hágame el favor de decirme   -366-   que ese papelito miente. Yo no soy hijo de nadie y de nadie tengo que recibir consejos, ni plata, ni un nombre tan siquiera...

La imagen de don Fabio ocupó un momento toda mi atención interrogante:

-¿Y, cómo era ese finao mi padre mentao, que andaba de güen mozo por los puestos, sin mucha vergüenza...?

-Despacio muchacho -interrumpió mi padrino-, despacio. Tu padre ni andaba de florcita con las mozas, ni faltaba de vergüenza. Tu padre era un hombre rico como todos los ricos y no había más mal en él. Y no tengo otra cosa que decirte, sino que te queda mucho por aprender y, sin ayuda de naides, sabrás como verdá lo que aura te digo.

-¿Y mi mamá?

-Como la finada mi madre, ánima bendita.

No pregunté más nada, pues me pareció, que con lo dicho, mi madre no podía ser sino una mujer digna de admiración. En cuanto a mí padre, no había más mal en él que el de haber sido rico. ¿Qué mal era ese? ¿Quería decir mi padrino que yo por mí mismo, con la nueva situación que me esperaba,   -367-   conocería ese mal? ¿Había un desprecio en su augurio?

De pronto, como si me recuperara, me dio vergüenza haber cedido a mis dudas infantiles y resolví callarme. Más vergüenza me dio pensar que Pedro me miraba ya como a un extraño y recordar su tratamiento de «usté», volvió a hacerme perder los estribos.

-¿Y vos -le dije, arrimando mi caballo al suyo- no tenés más que hacer que tratarme de usté y tocarte el sombrero porque soy un niño con unos cuantos pesos y tal vez pueda, con mi plata hacerte un favor o un daño?

Palideciendo al insulto, Pedro tomó el rebenque por la lonja para asestarme por la cabeza el cabo. ¿Morir de una puñalada, allí, en el callejón? Todo me parecía bien salvo el falso respeto y distanciamiento de mis amigos.

-Mejor, bajate -le dije, echando pie a tierra y mano a mi cuchillo. Pero me encontré frente a mi padrino, que me tomó de un brazo diciéndome:

-Si es que te has caído, yo te puedo ayudar a subir.

  -368-  

Comprendí que una resistencia de mi parte se encontraría con una paliza y me alegré de un modo que tal vez otros no hubieran comprendido. Para don Segundo yo seguía siendo el mismo guachito y quise significarle mi gratitud, dándole un título que nunca, hasta entonces, se me había ocurrido:

-Sta bien, Tata.

-Si soy tu Tata, le vah'a pedir disculpas a ese hombre que has agraviao.

-¿Me perdonah'ermano? -dije, estirando la mano a Pedro que rió de buena gana, como declarándose vencido:

-No al ñudo te has criao como la biznaga.

Resueltos así mis primeros pleitos, correspondientes a la situación que una vida nueva me creaba, me propuse callar con empeño a fin de pensar. Pero, ¡qué pensar! ¿Acaso era dueño de la tropelía que me arrebataba el juicio con variados disparates, tan pronto aparecidos como reemplazados por otros? No encontraba, en mí, razón ni palabra. Imágenes eran las que saltaban ante mi esfuerzo, con increíble rapidez. Me veía frente a don Leandro, rehusando con altanería mi herencia.

  -369-  

«Si en vida del finao -decía yo- no ha sabido reconocerme como hijo, yo aura lo desconozco como padre.» Me encontraba en mis posesiones con un hombre de ley, dictándole mis propósitos de hacer picadillo de aquellas tierras, para repartirlas entre el pobrerío. Me imaginaba disparando de mi nueva situación, como Martín Fierro ante la partida... ¿Qué diablos iba a sacar en limpio de todo ese bochinche?

Gracias a Dios, me cansé de tales ejercicios. Entonces mis ojos cayeron sobre el tuce de mi caballo. Del tuce pasé al cogote tranquilo del animal, distraído en su tranco. Del cogote a las orejas, atentas a no sé qué ruido; detrás de las orejas miré el fiador del bozal, las cabezadas; después el recado, mis ropas. La rastra, apoyada entre mis ingles, era mi única prenda de riqueza. ¡Qué raídas por el trabajo, las lluvias y el sol estaban mi blusita y mis bombachas! ¿Tiraría todo eso?

Parece mentira, en lugar de alegrarme por las riquezas que me caían de manos del destino, me entristecía por las pobrezas que iba a dejar. ¿Por qué? Porque detrás de ellas estaban   -370-   todos mis recuerdos de resero vagabundo y, más arriba, esa indefinida voluntad de andar, que es como una sed de camino y un ansia de posesión, cada día aumentada, de mundo.

A pedido mío, fuimos hasta donde estaba la tropa, a despedirnos de los compañeros. En los sucesivos apretones de mano, era como si me dijera adiós a mí mismo. Llegando al último, sentí que me acababa. Por fin nos retiramos dándoles la espalda. Todas las penas que me había dado para ser un resero de ley, quedaban en mi imaginación como una montonera de huesitos de difunto.

El mismo rancho, el mismo hombre que nos albergaron aquel día de la riña, nos vieron llegar con el propósito de hacer noche.

Todo fue cordial, menos mi silencio. Por momentos, mientras adelantaba la oscuridad, me iba perdiendo de lo demás, como si se me fuesen quebrando una serie de dolorosas coyunturas que me unían al mundo. En la misma charla de los tres hombres, me sentía ajeno.

Algo incomprensible pesaba sobre mi entendimiento.

  -371-  

Mi noche fue una sucesión de pesadillas y pensamientos, que siempre orilleaban las mismas imágenes de llegada a lo de don Leandro, de rechazo de mis mal heredados bienes, de huida. Cansado en mis ideas, daba vuelta a la misma matraca, rompiéndome los oídos con su bullanga, sin ver salida útil a tales desvaríos.

La madrugada me encontró flojo como una lonja mojada. Me levanté, por dejar de sufrir sobre el recado, y empecé a ensillar para irme, con la sensación de que dejaba el alma por detrás, perdida campo afuera.

Don Segundo y Pedro también ensillaban. Hacíamos los mismos ademanes y sin embargo éramos distintos. ¿Distintos? ¿Por qué? De pronto había encontrado, en esa comparación, el fondo de mi tristeza: Yo había dejado de ser un gaucho. Esa idea dejó mi pensamiento inmóvil. Concretaba en palabras mi angustia y por esas palabras me sentía sujeto al centro de mi dolor.

Concluí de ensillar. El sol salía. Fuimos a la cocina a tomar unos verdes. Todo eso nada importaba.

Cuando silenciosos, desde hacía un rato,   -372-   chupábamos por turno la bombilla, dije como para mí:

-Así que aura galopiamos hasta lo de don Leandro Galván. Allí me saluda la gente como a un recién nacido. Después me entregan mis bienes y mi plata..., ¿no eh'así?

Sin comprender bien a donde iba a parar con mi discurso, Pedro asintió:

-Así es.

-Más tarde me hago cargo del establecimiento; me cambeo de ropa pa vestirme como un señor; dentro a mandar a la gente y me hago servir como un manate..., ¿no eh'así?

-Ahá

-Y eso quiere decir que ya no soy un gaucho, ¿verdá?

Mi padrino me miró fijo. Por primera vez me parecía verlo sorprendido de verdad o tal vez curioso.

-¿Qué más te da? -interrogó.

-Cierto es..., ¿qué más me da?... Pero yo hubiera desiao más bien que los caranchos me hicieran picadillo las carnes..., o entregar la osamenta a Dios en la orilla de una aguada, como cualquier animal arisco..., o perderme   -373-   en la pampa a lo matrero. Más que las lindezas con que hoy me agracia el destino, me valdría haber muerto en la ley en que he vivido y me he criao, porque no tengo condición de víbora p'andar mudando pelechos, ni mejorando el traje.

Don Segundo se levantó, en señal departida. Sujetándolo de un brazo lo interrogué ansioso:

-¿Es verdá que no soy el de siempre y que esos malditos pesos van a desmentir mi vida de paisano?

-Mirá -dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro-. Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina'e tropilla.



  -374-  

ArribaAbajo- XXVI -

Tanto las yeguas como los caballos viejos, olfatearon el camino de la querencia. Yo también sentía contenidamente esa aproximación a mis pagos, de donde tan desplumado y dolorido había salido, jurando en mi interior no volver. Pago es patria chica y, por más que nos independicemos, nos quedan metidos dentro cuñas de goce o de dolor ya, hechos carne con el tiempo.

Sin querer apurar el galope, llegamos esa noche a Luján.

Al día siguiente, partimos y mis ojos empezaron a acostarse en lo conocido, como en un sueño evocado de intento. El olor particular de los pastos y de algún arroyo, se me metían en el pecho como en su casa.

  -375-  

Hicimos noche en la pulpería de «La Blanqueada» ¡qué de recuerdos! donde el pulpero nos agasajó, sin dejar de decirme al fin, palmoteándome las espaldas:

-Y ahora estoy yo a tu disposición, pa que saqués de mi casa lo que quieras, y me pagués enseguidita como yo te pagaba los bagres.

¡Muy bien! ¿Me recibirían todos así, o me mostrarían un respeto tan falso como repugnante?

Con gusto pues, dormí esa noche en el patio de la pulpería.

Al día siguiente, como no íbamos a ver a don Leandro sino a la tarde, tuve ocasión de espiar qué intenciones había en el trato de la gente.

El peluquero me saludó, como si me hubiese presentado con el traje que los príncipes usan en los cuentos de magia. Me llamó «Señor» y «Don», hasta cansarse, y ni se acordó de mi pasada indigencia, ni de mi actual ropa, ni de las propinitas con que supo pagarme algún servicio menudo.

El platero me ofreció sus vidrieras; tampoco se acordó de haberme errado un escobazo, un   -376-   día en que, acompañado por algunos vagos como yo, le había preguntado si la plata que empleaba en sus trabajos ya había aprendido a andar sola, o si necesitaba entreverarse con otros amigos.

Los copetudos, que tantas veces divertí con mis audacias de chico perdido, se mostraron más cariñosos que nunca y colegí que algunos me miraban, como si me vieran la cara remendada con patacones.

Juré que ni el peluquero me cortaría el pelo, ni el platero me vendería un pasador, ni los copetudos me pagarían una copa. Por otra parte, hacía años les había hecho la cruz y me quedaría en mis veinte.

A medio día, comimos con don Segundo en «La Blanqueada», donde menudearon las bromas y los recuerdos y los proyectos. Don Pedro era por cierto el pulpero más gaucho del mundo y, antes que hablarme de riquezas, me hizo mil preguntas sobre mi larga ausencia, queriendo saber si me había hecho jinete, que tal era para el lazo, cuantas mudanzas de malambo había aprendido y si sabía descarnar bien las botas de potro.

  -377-  

De paso, me robó una tabaquerita bordada que llevaba en el bolsillo de la blusa y, después de concluir de comer, se fue a atender su negocio, sin más cumplimiento que el de pedirnos disculpas por no tener dependiente en el despacho.

Un rato más tarde, tomábamos el callejón, rumbo a lo de Galván.

Como fuéramos por llegar, comenzó a preocuparme mi vestuario. Nada había mudado de mis pilchas; sólo quise renovar mi chiripá, mis botas, mi chambergo, una camisa y el pañuelo del pescuezo, para estar paquete, eso sí, pero conservando mi traje de paisano.

Olvidando el buen rato pasado con don Pedro, volvió a acongojarme mi situación.

Antes, es cierto, fui un gaucho, pero en aquel momento era un hijo natural, escondido mucho tiempo como una vergüenza. En mi condición anterior, nunca me ocupé de mi nacimiento; guacho y gaucho me parecía lo mismo, porque entendía que ambas cosas significaban ser hijo de Dios, del campo y de uno mismo. Así hubiese sido hijo legítimo, el hecho de poder llevar un nombre que indicara un rango y   -378-   una familia, me hubiera parecido siempre una reducción de libertad; algo así como cambiar el destino de una nube por el de un árbol, esclavo de la raíz prendida a unos metros de tierra.

Volví a pensar en que iba a ver un hombre rico y que yo era lo que los ricos tienen por la deshonra de una familia.

¡Malhaya!

Nos apeamos en el palenque de los peones, entramos a la cocina donde no había nadie. Un chico apareció, diciéndome que el patrón me esperaba en el patio de los paraísos. Sabía de antes el camino y lo encontré a don Leandro como cuando le cebaba mate.

-Arrímese, amigo -me dijo cuando me vio.

Me acerqué descubierto y tomé de lejos la mano que me ofrecía. Me miró con un cariño que me turbaba.

-Te has puesto mozo y grande -me dijo-. No tengás vergüenza. Me has conocido como patrón, pero ahora soy tu tutor y eso es casi como quien dice un padre, cuando el tutor es lo que debe ser. Veo que estás cansado -continuó, como haciendo que se equivocaba   -379-   sobre mi palidez-. No es cosa de aburrirte ahora con detalles, ni consejos. Tenemos mucho tiempo por delante si Dios quiere.

Dejé de oírlo un momento. La voz continuó:

-Ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre gaucho. El que sabe de los males de esta tierra, por haberlos vivido, se ha templado para domarlos...

¿Qué significaban esas palabras oídas? Yo había vivido aquello en un mundo liviano.

Cerca nuestro, había un rosal florecido y un perro overo me husmeaba las botas. Yo tenía el chambergo en la mano y estaba contento, pero triste. ¿Por qué? Me habían sucedido cosas extraordinarias y sentía casi como si fuera otro... otro que había ganado algo grande e indefinido, pero que tenía asimismo una sensación de muerte.

-Te irás de aquí cuando quieras y no antes -siguió la voz-. Allá te espera tu estancia y, cuando me necesités, estaré cerca tuyo...

Dando la conversación por terminada, don Leandro llamó hacia el lado de la cocina de los peones:

  -380-  

-¡Raucho!

Me sentía bien a pesar de mi crisis moral. Tenía una extraña sensación de existencia nueva.

Un muchachote, vestido a lo paisano, vino y se paró a mi lado. Don Leandro le ordenó:

-Llévelo a este mozo a que largue su caballo y muéstrele su cuarto y acompáñelo en lo que necesite y a ver si se hacen amigos.

-Sta bien padre.

Mientras íbamos caminando para el lado del palenque, miré a mi futuro amigo. Era más grande que yo, aunque no acusara más edad; parecía curtido por la vida de campo; me daba una impresión de fortaleza, de confianza en sí mismo y de alegre simpatía. Tenía una linda cabeza de facciones finas y una expresión de inteligencia franca. En conjunto un paisanito perfecto. No pude dejar de preguntarle:

-¿Usté es hijo'el patrón?

Risueño me respondía:

-Así dicen y dice él.

Llegamos al palenque. Subió en un coloradito de rienda: un redomón. Otra vez pregunté,   -381-   como siguiendo mi interrogatorio reciente:

-¿Y usté mesmo se doma los caballos?

Tuteándome, como a veces se hace de primera intención entre muchachos, respondió burlón:

-Hasta aura que has venido vos.

Le miré otra vez la cara simpática, el traje, el recado.

-¿Qué me estás filiando? -preguntó a su vez.

Deseando devolverle su cordialidad bromista, le dije:

-¿Sabés lo que sos vos?

-Vos dirás.

-Un cajetilla agauchao.

-Iguales son las fortunas de un matrimonio moreno -rió-. Yo soy un cajetilla agauchao y vos, dentro'e poco, vah'a ser un gaucho acajetillao.

Nos reíamos.

Después de haberme mostrado su tropilla, volvimos para las casas, desensillamos y largamos los caballos.

Me llevó para el que debía ser mi cuarto. Miré la cama, las paredes empapeladas, el lavatorio. Lo miré a Raucho.

  -382-  

-¿No te hallás? -me preguntó.

-Me parece -le dije- que me vi a pasar la noche almirando las florcitas del papel.

Le hablaba con confianza, fraternalmente, como no lo hubiera hecho con ningún otro rico. Me propuso:

-Si querés tender el recao, allá por el galpón, yo te acompaño.

-¡Lindo!

Por Raucho conseguí permiso para comer en la cocina de los peones. Don Leandro debió comprender mi timidez y mandó a su hijo a que me acompañara.

Tomamos unos mates con don Segundo y con Valerio, que mostró gran alegría de verme. Yo me encontraba conmovido con los recuerdos y, como los modos y el traje de Raucho me hacían olvidar mi cambio de situación, lo llevé por donde más podía encontrarlos.

-Aquí dormí la primer noche. Estos chiqueros los barría antes de la salida'el sol. ¿Vive entuavía el petizo Sapo? ¡Vierah'ermano que contento me puse cuando volví de lo de Cuevas con el Cebrunito! ¿Está siempre Cuevas?

  -383-  

Me quedé suspenso, esperando la respuesta. Sentía la boca seca.

-Hace mucho que no está.

Largas horas nos pasamos, esa noche, conversando con mi nuevo amigo. No recordaba haber hablado nunca tanto y hasta me parecía que, por primera vez, pensaba con detenimiento en los episodios de mi existencia. Hasta entonces no tuve tiempo. ¿Cómo mirar para atrás ni valorar pasados, cuando el presente siempre me obligaba a una continua acción atenta? ¡Muy fácil eso de pensar, cuando minuto por minuto hay que resolver la vida misma! ¡Vaya uno a ser distraído con un redomón arisco bajo el cuerpo y saque quién pueda la cuenta de sus placeres y dolores, cuando de la claridad de la atención depende el cuero y la derrota! Cierto, había pensado mucho, mucho, pero siempre enfocando las vicisitudes14 de cada segundo. Había pensado como el hombre que pelea, con los ojos bien abiertos hacia el peligro, y toda la energía pronta para ser empleada, allí mismo, sin dilaciones ni mermas.

¡Qué distinto era eso de barajar imágenes   -384-   de lo pasado! Yo había vivido como en una eterna mañana, que lleva la voluntad de llegar a su medio día, y entonces, en aquel momento, como la tarde, me dejaba ir hacia adentro de mí mismo, serenándome en la revisión de lo que fue.

Como un arroyo que se encuentra con un remanso, daba vueltas y me sentía profundo, lleno de una pesada quietud.

Me cansé de hablar y de removerme el alma. Callé un rato largo.

Mi compañero se había dormido. Mejor. Ahí estaba la noche, de quien me sentía imagen.

Morirme un rato...

Hasta que la raya de luz de la aurora, viniera a tajearme a lo largo los párpados.



  -385-  

Arriba- XXVII -

La laguna hacía en la orilla unos flequitos cribados. Por la parte media, en unos juncales ralos, gritaban los pájaros salvajes.

Una fatiga grande pesaba en mi cuerpo y en mis pensamientos, como un hastío de seguir siempre en el mundo sembrando hechos inútiles.

Iba a pasar un momento triste, el momento que en mi vida representaría, más que ningún otro, un desprendimiento.

Tres años habían transcurrido desde que llegué, como un simple resero, a trocarme en patrón de mis heredades. ¡Mis heredades! Podía mirar alrededor, en redondo, y decirme que todo era mío. Esas palabras nada querían   -386-   decir. ¿Cuándo, en mi vida de gaucho, pensé andar por campos ajenos? ¿Quién es más dueño de la pampa que un resero? Me sugería una sonrisa el solo hecho de pensar en tantos dueños de estancia, metidos en sus casas, corridos siempre por el frío o por el calor, asustados por cualquier peligro que les impusiera un caballo arisco, un toro embravecido o una tormenta de viento fuerte. ¿Dueños de qué? Algunos parches de campo figurarían como suyos en los planos, pero la pampa de Dios había sido bien mía, pues sus cosas me fueron amigas por derecho de fuerza y baquía.

Está visto que en mi vida, el agua es como un espejo en que desfilan las imágenes del pasado. A orillas de un arroyo resumí antaño mi niñez. Dando de beber a mi caballo en la picada de un río, revisé cinco años de andanzas gauchas. Por último, sentado sobre la pequeña barranca de una laguna, en mis posesiones, consultaba mentalmente mi diario de patrón.

Si al recibir mi campo de manos de don Leandro, hubiera seguido mi sentir, andaría   -387-   aún dejando el rastro de mi tropilla por tierras de eterna novedad. Dos cosas me decidieron entonces a cambiar de parecer: los consejos de mi tutor, apoyados en claras razones, y el refuerzo que de éstos me llegaban por boca de mi padrino. Más sólido argumento, fue recibir de don Segundo la aceptación de quedarse en el campo.

Casi demás está decir que, los dos primeros años, viví en el rancho de mi padrino. Desde mi llegada, por cierto, no miré a la casa principal como residencia de elección. Conservaba yo muy vívido un instinto salvaje, que me hacía tender cama afuera y escapar de todo encierro. También continué levantándome al alba y acostándome a la caída del sol, como las gallinas.

La casa grande y vacía, poblada de muebles serios como mis tías, no me veía más que de paso. Seguían sus vastos aposentos siendo del otro hombre, cuya memoria no podía acostumbrarme a encarar como la de un padre. Y, además, me parecía que también ella se iba a morir, significando su presencia sólo un recuerdo frío. De haberme atrevido,   -388-   la hubiera hecho echar abajo, como se degüella, por compasión, a un animal que sufre.

Como el potrero a cargo de don Segundo quedaba lindando con el campo de los Galván, nos reuníamos frecuentemente con Raucho. Nuestra amistad se había sellado muy pronto, ofreciéndonos como prenda de simpatía el gusto de intercambiar potros. Él me dio los primeros galopes a unos bayos, que me regaló para entablar la tan deseada tropilla de ese pelo. Yo le correspondí de igual modo y en igual cantidad, con unos alazanes. Mutuamente nos servimos de padrinos durante la amansadura. Nuestro compañerismo, por cierto, no podía haberse cimentado mejor, ni de modo más gaucho. Para dos muchachones que andaban a caballo, de sol a sol, era una forma de estar siempre presentes el uno para el otro.

Nuestro trato era frecuente en lo de don Segundo, sin contar los días en que don Leandro nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento. Pero en casa de mi padrino pasábamos los mejores ratos, mano a mano con el mate o una guitarra por medio, mientras el grande   -389-   hombre nos contaba fantasías, relatos o episodios de su vida, con una admirable limpidez y gracia que he tratado de evocar en estos recuerdos.

Fue a raíz de estas charlas, que Raucho acertó a influenciarme con aficiones suyas. Sabía una barbaridad en cuanto a lecturas y libros. Prestándome algunos me hablaba largamente de ellos. Pero ¡qué diferencia! Mientras yo me veía limitado no sólo por el idioma sino por mi falta de costumbre, él leía con extraordinaria facilidad, lo mismo en francés, italiano y en inglés, que en español. Al lado de esto, Raucho me parecía a veces una criatura libre de dolores, sin verdadero bautismo de vida. Otro motivo de su conversación era el de sus aventuras y diversiones. ¿Qué creía que iba a encontrar? La vida, a mi entender, estaba tan llena, que el querer meterle nuevas combinaciones, se me antojaba lamentablemente infantil. Mis argumentos simples, nada podían contra su fantasía y al fin, lo dejaba desfogarse a su gusto. Mi nacimiento, por otra parte, me impedía encarar ningún amorío como una diversión.

  -390-  

A todo eso, poco a poco, me iba formando un nuevo carácter y nuevas aficiones. A mi andar cotidiano sumaba mis primeras inquietudes literarias. Buscaba instruirme con tesón.

Pero no quiero hablar de todo eso, en estas líneas de alma sencilla. Baste decir que la educación que me daba don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, fueron transformándome exteriormente en lo que se llama un hombre culto. Nada, sin embargo, me daba la satisfacción potente que encontraba en mi existencia rústica.

Aunque no me negara a los nuevos modos de vida y encontrara un acerbo gusto en mi aprendizaje mental, algo inadaptado y huraño me quedaba del pasado.

Y esa tarde iba a sufrir el peor golpe.

Miré el reloj. Eran las cinco. Monté a caballo y fui para el lado del callejón, donde hallaría a mi padrino. Resultaba ya imposible retenerlo, después de tanta insistencia inútil. Él estaba hecho para irse, siempre, y tres años de permanencia en un lugar, lo habían saturado de inmovilidad. Demasiado sentía yo en mí la sorbente sugestión de todo   -391-   camino, para no comprender que en don Segundo huella y vida eran una sola cosa. ¡Y tenerme que quedar!

Nos saludamos como siempre.

A la par, tranqueando, hicimos una legua por el callejón. Entramos a un potrero, para cortar campo, y llegamos hasta la loma nombrada «del Toro Pampa», donde habíamos convenido despedirnos. No hablábamos. ¿Para qué?

Bajo el tacto de su mano ruda, recibí un mandato de silencio. Tristeza era cobardía. Volvimos a desearnos, con una sonrisa, la mejor de las suertes. El caballo de don Segundo, dio el anca al mío y realicé, en aquella divergencia de dirección, todo lo que iba a separar nuestros destinos.

Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia: galopar es reducir lejanía.   -392-   Llegar no es, para un resero, más que un pretexto de partir.

Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre. Y bruscamente desapareció, quedando mi meditación separada de su motivo.

Me dije: «ahora va a bajar por el lado de la cañada. Recién cuando cruce el río, lo veré asomar en el segundo repecho.» El anochecer vencía lento, seguro, como quien no está turbado por un resultado dudoso. Unas nubes tenues hacían largas estrías de luz.

La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada. Pensé que era muy pronto. Sin embargo era él, lo sentía porque a pesar de la distancia no estaba lejos. Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos   -393-   se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago. Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé qué extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de un alma.

«Sombra», me repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi tristeza? No sé cuantas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa.

Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas.

Me fui, como quien se desangra.




 
 
FIN
 
 


 
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