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ArribaAbajo- VIII -

A toda prisa


Poco después la escena había cambiado. Don Cayetano, encontrando descanso a sus sublimes tareas en un dulce sueño que de él se amparó, dormía blandamente en un sillón del comedor. Doña Perfecta andaba por la casa tras sus quehaceres. Rosarito, sentándose junto a una de las vidrieras que a la huerta se abrían, miró a su primo, diciéndole con la muda oratoria de los ojos:

-Primo, siéntate aquí junto a mí, y dime todo eso que tienes que decirme.

Pepe Rey, aunque matemático, lo comprendió.

-Querida prima -dijo Pepe-, ¡cuánto te habrás aburrido hoy con nuestras disputas! Bien sabe Dios que por mi gusto no habría pedanteado como viste; pero el señor canónigo tiene la culpa... ¿Sabes que me parece singular ese señor sacerdote?...

-¡Es una persona excelente! -repuso Rosarito, demostrando el gozo que sentía por verse en disposición   —66→   de dar a su primo todos los datos y noticias que necesitase.

-¡Oh!, sí, una excelente persona. ¡Bien se conoce!

-Cuando le sigas tratando, conocerás...

-Que no tiene precio. En fin, basta que sea amigo de tu mamá y tuyo para que también lo sea mío -afirmó el joven-. ¿Y viene mucho acá?

-Toditos los días. Nos acompaña mucho -repuso Rosarito con ingenuidad-. ¡Qué bueno y qué amable es! ¡Y cómo me quiere!

-Vamos, ya me va gustando ese señor.

-Viene también por las noches a jugar al tresillo -añadió la joven-, porque a prima noche se reúnen aquí algunas personas, el juez de primera instancia, el promotor fiscal, el deán, el secretario del obispo, el alcalde, el recaudador de contribuciones, el sobrino de D. Inocencio...

-¡Ah! Jacintito, el abogado.

-Ese. Es un pobre muchacho más bueno que el pan. Su tío le adora. Desde que vino de la Universidad, con su borla de doctor... porque es doctor de un par de facultades, y sacó nota de sobresaliente... ¿qué crees tú?, ¡vaya!... pues desde que vino, su tío le trae aquí con mucha frecuencia. Mamá también le quiere mucho... Es un muchacho muy formalito. Se retira temprano con su tío; no va nunca al Casino por las noches, no juega ni derrocha, y trabaja en el bufete de D. Lorenzo Ruiz, que es el primer abogado de   —67→   Orbajosa. Dicen que Jacinto será un gran defendedor de pleitos.

-Su tío no exageraba al elogiarle -dijo Pepe-. Siento mucho haber dicho aquellas tonterías sobre los abogados... Querida prima, ¿no es verdad que estuve inconveniente?

-Calla, si a mí me parece que tienes mucha razón.

-¿Pero de veras, no estuve un poco...?

-Nada, nada.

-¡Qué peso me quitas de encima! La verdad es que me encontré, sin saber cómo, en una contradicción constante y penosa con ese venerable sacerdote. Lo siento mucho.

-Lo que yo creo -dijo Rosarito, clavando en él sus ojos llenos de expresión cariñosa- es que tú no eres para nosotros.

-¿Qué significa eso?

-No sé si me explico bien, primo. Quiero decir, que no es fácil te acostumbres a la conversación ni a las ideas de la gente de Orbajosa. Se me figura... es una suposición.

-¡Oh!, no: yo creo que te equivocas.

-Tú vienes de otra parte, de otro mundo, donde las personas son muy listas, muy sabias, y tienen unas maneras finas y un modo de hablar ingenioso, y una figura... Puede ser que no me explique bien. Quiero decir que estás habituado a vivir entre una sociedad escogida; sabes mucho... Aquí no hay lo que tú necesitas; aquí no hay gente sabia, ni grandes   —68→   finuras. Todo es sencillez, Pepe. Se me figura que te aburrirás, que te aburrirás mucho y al fin tendrás que marcharte.

La tristeza que era normal en el semblante de Rosarito se mostró con tintas y rasgos tan notorios, que Pepe Rey sintió una emoción profunda.

-Estás en un error, querida prima. Ni yo traigo aquí la idea que supones, ni mi carácter ni mi entendimiento están en disonancia con los caracteres y las ideas de aquí. Pero vamos a suponer por un momento que lo estuvieran.

-Vamos a suponerlo...

-En ese caso tengo la firme convicción de que entre tú y yo, entre nosotros dos, querida Rosario, se establecerá una armonía perfecta. Sobre esto no puedo engañarme. El corazón me dice que no me engaño.

Rosarito se ruborizó; pero esforzándose en hacer huir su sonrojo con sonrisas y miradas dirigidas aquí y allí, dijo:

-No vengas ahora con artificios. Si lo dices porque yo he de encontrar siempre bien todo lo que piensas, tienes razón.

-Rosario -exclamó el joven-. Desde que te vi, mi alma se sintió llena de una alegría muy viva... he sentido al mismo tiempo un pesar, el pesar de no haber venido antes a Orbajosa.

-Eso sí que no lo he de creer -dijo ella, afectando jovialidad para encubrir medianamente su emoción-.   —69→   ¿Tan pronto?... No vengas ahora con palabrotas... Mira, Pepe, yo soy una lugareña, yo no sé hablar más que cosas vulgares; yo no sé francés; yo no me visto con elegancia; yo apenas sé tocar el piano; yo...

-¡Oh, Rosario! -exclamó con ardor el joven-. Dudaba que fueses perfecta; ahora ya sé que lo eres.

Entró de súbito la madre. Rosarito que nada tenía que contestar a las últimas palabras de su primo, conoció, sin embargo, la necesidad de decir algo, y mirando a su madre, habló así:

-¡Ah!, se me había olvidado poner la comida al loro.

-No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué os estáis ahí? Lleva a tu primo a dar un paseo por la huerta.

La señora se sonreía con bondad maternal, señalando a su sobrino la frondosa arboleda que tras los cristales aparecía.

-Vamos allá -dijo Pepe levantándose.

Rosarito se lanzó como un pájaro puesto en libertad hacia la vidriera.

-Pepe, que sabe tanto y ha de entender de árboles -afirmó doña Perfecta- te enseñará cómo se hacen los injertos. A ver qué opina él de esos peralitos que se van a trasplantar.

-Ven, ven -dijo Rosarito desde fuera.

Llamaba a su primo con impaciencia. Ambos desaparecieron entre el follaje. Doña Perfecta les vio alejarse, y después se ocupó del loro. Mientras le   —70→   renovaba la comida, dijo en voz muy baja, con ademán pensativo:

-¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hecho una caricia al pobre animalito.

Luego en voz alta añadió, creyendo en la posibilidad de ser oída por su cuñado:

-Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?... ¡Cayetano!

Sordo gruñido indicó que el anticuario volvía al conocimiento de este miserable mundo.

-Cayetano...

-Eso es... eso es... -murmuró con torpe voz el sabio- este caballerito sostendrá como todos la opinión errónea de que las estatuas de Mundogrande proceden de la primera inmigración fenicia. Yo le convenceré...

-Pero Cayetano...

-Pero Perfecta... ¡Bah! ¿También ahora sostendrás que he dormido?

-No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal disparate!... ¿Pero no me dices qué te parece ese joven?

D. Cayetano se puso la palma de la mano ante la boca para bostezar más a gusto, y después entabló una larga conversación con la señora.

Los que nos han transmitido las noticias necesarias a la composición de esta historia, pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fue demasiado secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y Rosarito en la huerta aquella tarde, parece evidente que no es digno de mención.

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En la tarde del siguiente día ocurrieron sí cosas que no deben pasarse en silencio, por ser de la mayor gravedad. Hallábanse solos ambos primos a hora bastante avanzada de la tarde, después de haber discurrido por distintos parajes de la huerta, atentos el uno al otro y sin tener alma ni sentidos más que para verse y oírse.

-Pepe -decía Rosario-, todo lo que me has dicho es una fantasía, una cantinela, de esas que tan bien sabéis hacer los hombres de chispa. Tú piensas que como soy lugareña creo cuanto me dicen.

-Si me conocieras, como yo creo conocerte a ti, sabrías que jamás digo sino lo que siento. Pero dejémonos de sutilezas tontas y de argucias de amantes que no conducen sino a falsear los sentimientos. Yo no hablaré contigo más lenguaje que el de la verdad. ¿Eres acaso una señorita a quien he conocido en el paseo o en la tertulia y con la cual pienso pasar un rato divertido? No. Eres mi prima. Eres algo más... Rosario, pongamos de una vez las cosas en su verdadero lugar. Fuera rodeos. Yo he venido aquí a casarme contigo.

Rosario sintió que su rostro se abrasaba y que el corazón no le cabía en el pecho.

-Mira, querida prima -añadió el joven- te juro que si no me hubieras gustado, ya estaría lejos de aquí. Aunque la cortesía y la delicadeza me habrían obligado a hacer esfuerzos, no me hubiera sido fácil disimular mi desengaño. Yo soy así.

  —72→  

-Primo, casi acabas de llegar -dijo lacónicamente Rosarito, esforzándose en reír.

-Acabo de llegar y ya sé todo lo que tenía que saber; sé que te quiero, que eres la mujer que desde hace tiempo me está anunciando el corazón, diciéndome noche y día... «ya viene, ya está cerca; que te quemas».

Esta frase sirvió de pretexto a Rosario para soltar la risa que en sus labios retozaba. Su espíritu se desvanecía alborozado en una atmósfera de júbilo.

-Tú te empeñas en que no vales nada -continuó Pepe- y eres una maravilla. Tienes la cualidad admirable de estar a todas horas proyectando sobre cuanto te rodea la divina luz de tu alma. Desde que se te ve, desde que se te mira, los nobles sentimientos y la pureza de tu corazón se manifiestan. Viéndote se ve una vida celeste que por descuido de Dios está en la tierra; eres un ángel y yo te adoro como un tonto.

Al decir esto parecía haber desempeñado una grave misión. Rosarito viose de súbito dominada por tan viva sensibilidad, que la escasa energía de su cuerpo no pudo corresponder a la excitación de su espíritu, y desfalleciendo, dejose caer sobre una piedra que hacía las veces de asiento en aquellos amenos lugares. Pepe se inclinó hacia ella. Notó que cerraba los ojos, apoyando la frente en la palma de la mano. Poco después la hija de doña Perfecta Polentinos, dirigía a su primo, entre dulces lágrimas,   —73→   una mirada tierna, seguida de estas palabras:

-Te quiero desde antes de conocerte.

Apoyadas sus manos en las del joven, se levantó y sus cuerpos desaparecieron entre las frondosas ramas de un paseo de adelfas. Caía la tarde y una dulce sombra se extendía por la parte baja de la huerta, mientras el último rayo del sol poniente coronaba de resplandores las cimas de los árboles. La ruidosa república de pajarillos armaba espantosa algarabía en las ramas superiores. Era la hora en que después de corretear por la alegre inmensidad de los cielos, iban todos a acostarse, y se disputaban unos a otros la rama que escogían por alcoba. Su charla parecía a veces recriminación y disputa, a veces burla y gracejo. Con su parlero trinar se decían aquellos tunantes las mayores insolencias, dándose de picotazos y agitando las alas, así como los oradores agitan los brazos cuando quieren hacer creer las mentiras que pronuncian. Pero también sonaban por allí palabras de amor; que a ello convidaban la apacible hora y el hermoso lugar. Un oído experto hubiera podido distinguir las siguientes:

-Desde antes de conocerte te quería, y si no hubieras venido me habría muerto de pena. Mamá me daba a leer las cartas de tu padre, y como en ellas hacía tantas alabanzas de ti, yo decía: «este debiera ser mi marido». Durante mucho tiempo, tu padre no habló de que tú y yo nos casáramos, lo   —74→   cual me parecía un descuido muy grande. Yo no sabía qué pensar de semejante negligencia... Mi tío Cayetano, siempre que te nombraba decía: «Como ese hay pocos en el mundo. La mujer que le pesque, ya se puede tener por dichosa...». Por fin tu papá dijo lo que no podía menos de decir... Sí, no podía menos de decirlo: yo lo esperaba todos los días...

Poco después de estas palabras, la misma voz añadió con zozobra:

-Alguien viene tras de nosotros.

Saliendo de entre las adelfas, Pepe vio a dos personas que se acercaban, y tocando las hojas de un tierno arbolito que allí cerca había, dijo en alta voz a su compañera:

-No es conveniente aplicar la primera poda a los árboles jóvenes como este, hasta su completo arraigo. Los árboles recién plantados no tienen vigor para soportar dicha operación. Tú bien sabes que las raíces no pueden formarse sino por el influjo de las hojas, así es que si le quitas las hojas...

-¡Ah! Sr. D. José -exclamó el Penitenciario con franca risa, acercándose a los dos jóvenes y haciéndoles una reverencia-. ¿Está Vd. dando lecciones de horticultura? Insere nunc Melibœe piros, pone ordine vites, que dijo el gran cantor de los trabajos del campo. Injerta los perales, caro Melibeo, arregla las parras... ¿Con que cómo estamos de salud, Sr. don José?

El ingeniero y el canónigo se dieron las manos.   —75→   Luego este volviose y señalando a un jovenzuelo que tras él venía, dijo sonriendo:

-Tengo el gusto de presentar a Vd. a mi querido Jacintillo... una buena pieza... un tarambana, señor don José.



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ArribaAbajo- IX -

La desavenencia sigue creciendo y amenaza convertirse en discordia


Junto a la negra sotana se destacó un sonrosado y fresco rostro. Jacintito saludó a nuestro joven, no sin cierto embarazo.

Era uno de esos chiquillos precoces a quienes la indulgente Universidad lanza antes de tiempo a las arduas luchas del mundo, haciéndoles creer que son hombres porque son doctores. Tenía Jacintito semblante agraciado y carilleno, con mejillas de rosa como una muchacha, y era rechoncho de cuerpo, de estatura pequeña tirando un poco a pequeñísima, y sin más pelo de barba que el suave bozo que lo anunciaba. Su edad excedía poco de los veinte años. Habíase educado desde la niñez bajo la dirección de su excelente y discreto tío, con lo cual dicho se está que el tierno arbolito no se torció al crecer. Una moral severa le mantenía constantemente derecho, y en el cumplimiento de sus deberes escolásticos   —77→   apenas tenía pero. Concluidos los estudios universitarios con aprovechamiento asombroso, pues no hubo clase en que no ganase las más eminentes notas, empezó a trabajar, prometiendo con su aplicación y buen tino para la abogacía perpetuar en el foro el lozano verdor de los laureles del aula.

A veces era travieso como un niño, a veces formal como un hombre. En verdad, en verdad que si a Jacintito no le gustaran un poco, y aun un mucho, las lindas muchachas, su buen tío le creería perfecto. No dejaba de sermonearle a todas horas, apresurándose a cortarle los audaces vuelos; pero ni aun esta inclinación mundana del jovenzuelo lograba enfriar el mucho amor que nuestro buen canónigo tenía al encantador retoño de su cara sobrina María Remedios. En tratándose del abogadillo, todo cedía. Hasta las graves y rutinarias prácticas del buen sacerdote se alteraban siempre que se tratase de algún asunto referente a su precoz pupilo. Aquel método riguroso y fijo como un sistema planetario solía perder su equilibrio cuando Jacintito estaba enfermo o tenía que hacer un viaje. ¡Inútil celibato el de los clérigos! Si el Concilio de Trento les prohíbe tener hijos, Dios, no el Demonio, les da sobrinos para que conozcan los dulces afanes de la paternidad.

Examinadas imparcialmente las cualidades de aquel aprovechado niño, era imposible desconocer su mérito. Su carácter era por lo   —78→   común inclinado a la honradez, y las acciones nobles despertaban franca admiración en su alma. Respecto a sus dotes intelectuales y a su saber social, tenía todo lo necesario para ser con el tiempo una notabilidad de estas que tanto abundan en España; podía ser lo que a todas horas nos complacemos en llamar hiperbólicamente un distinguido patricio, o un eminente hombre público, especies que por su mucha abundancia apenas son apreciadas en su justo valor. En aquella tierna edad, en que el grado universitario sirve de soldadura entre la puericia y la virilidad, pocos jóvenes, mayormente si han sido mimados por sus maestros, están libres de una pedantería fastidiosa que, si les da gran prestigio junto al sillón de sus mamás, es muy risible entre hombres hechos y formales. Jacintito tenía este defecto, disculpable no sólo por sus pocos años, sino porque su buen tío fomentaba aquella vanidad pueril con imprudentes aplausos.

Luego que los cuatro se reunieron, continuaron paseando. Jacinto callaba. El canónigo, volviendo al interrumpido tema de los pyros que se habían de injertar y de las vites que se debían poner en orden, dijo:

-Ya sé que el Sr. D. José es un gran agrónomo.

-Nada de eso; no sé una palabra -repuso el joven, viendo con mucho disgusto aquella manía de suponerle instruido en todas las ciencias.

-¡Oh!, sí; un gran agrónomo -añadió el Penitenciario-;   —79→   pero en asuntos de agronomía no me citen tratados novísimos. Para mí toda esa ciencia, Sr. de Rey, está condensada en lo que yo llamo la Biblia del campo, en las Geórgicas del inmortal latino. Todo es admirable, desde aquella gran sentencia Nec vero terræ ferre omnes omnia possunt, es decir, que no todas las tierras sirven para todos los árboles, Sr. D. José, hasta el minucioso tratado de las abejas, en que el poeta explana lo concerniente a estos doctos animalillos, y define al zángano diciendo:


Ille horridus alter
desidia, lactamque trahens inglorius alvum,

de figura horrible y perezosa, arrastrando el innoble vientre pesado, Sr. D. José...

-Hace Vd. bien en traducírmelo -dijo Pepe riendo-, porque entiendo muy poco el latín.

-¡Oh!, los hombres del día ¿para qué habían de entretenerse en estudiar antiguallas? -añadió el canónigo con ironía-. Además, en latín sólo han escrito los calzonazos como Virgilio, Cicerón y Tito Livio. Yo, sin embargo, estoy por lo contrario, y sea testigo mi sobrino, a quien he enseñado la sublime lengua. El tunante sabe más que yo. Lo malo es que con las lecturas modernas lo va olvidando, y el mejor día se encontrará que es un ignorante, sin sospecharlo. Porque, Sr. D. José, a mi sobrino le ha dado por entretenerse con libros novísimos y teorías   —80→   extravagantes, y todo es Flammarion arriba y abajo, y nada más sino que las estrellas están llenas de gente. Vamos, se me figura que Vds. dos van a hacer buenas migas. Jacinto, ruégale a este caballero que te enseñe las matemáticas sublimes, que te instruya en lo concerniente a los filósofos alemanes, y ya eres un hombre.

El buen clérigo se reía de sus propias ocurrencias, mientras Jacinto, gozoso de ver la conversación en terreno tan de su gusto, se excusó con Pepe Rey, y de buenas a primeras le descargó esta pregunta:

-Dígame el Sr. D. José, ¿qué piensa Vd. del Darwinismo?

Sonrió nuestro joven al oír pedantería tan fuera de sazón, y de buena gana excitara al joven a seguir por aquella senda de infantil vanidad; pero creyendo más prudente no intimar mucho con el sobrino ni con el tío, contestó sencillamente:

-No puedo pensar nada de las doctrinas de Darwin, porque apenas las conozco. Los trabajos de mi profesión no me han permitido dedicarme a esos estudios.

-Ya -dijo el canónigo riendo-. Todo se reduce a que descendemos de los monos... Si lo dijera sólo por ciertas personas que yo conozco, tendría razón.

-La teoría de la selección natural -añadió enfáticamente Jacinto-, dicen que tiene muchos partidarios en Alemania.

-No lo dudo -dijo el clérigo-. En Alemania no   —81→   debe sentirse que esa teoría sea verdadera, por lo que toca a Bismarck.

Doña Perfecta y el Sr. D. Cayetano aparecieron frente a los cuatro.

-¡Qué hermosa está la tarde! -dijo la señora-. Qué tal, sobrino, ¿te aburres mucho?...

-Nada de eso -repuso el joven.

-No me lo niegues. De eso veníamos hablando Cayetano y yo. Tú estás aburrido, y te empeñas en disimularlo. No todos los jóvenes de estos tiempos tienen la abnegación de pasar su juventud, como Jacinto, en un pueblo donde no hay Teatro Real, ni Bufos, ni bailarinas, ni filósofos, ni Ateneos, ni papeluchos, ni Congresos, ni otras diversiones y pasatiempos.

-Yo estoy aquí muy bien -repuso Pepe-. Ahora le estaba diciendo a Rosario que esta ciudad y esta casa me son tan agradables, que me gustaría vivir y morir aquí.

Rosario se puso muy encendida y los demás callaron. Sentáronse todos en una glorieta, apresurándose el sobrino del señor canónigo a ocupar el lugar a la izquierda de la señorita.

-Mira, sobrino, tengo que advertirte una cosa -dijo doña Perfecta, con aquella risueña expresión de bondad que emanaba de su alma, como de la flor el aroma-. Pero no vayas a creer que te reprendo, ni que te doy lecciones: tú no eres niño y fácilmente comprenderás mi idea.

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-Ríñame Vd., querida tía; que sin duda lo mereceré -replicó Pepe, que ya empezaba a acostumbrarse a las bondades de la hermana de su padre.

-No, no es más que una advertencia. Estos señores verán cómo tengo razón.

Rosarito oía con toda su alma.

-Pues no es más -añadió la señora-, sino que cuando vuelvas a visitar nuestra hermosa catedral procures estar en ella con un poco más de recogimiento.

-Pues ¿qué he hecho yo?

-No extraño que tú mismo no conozcas tu falta -indicó la señora con aparente jovialidad-. Es natural; acostumbrado a entrar con la mayor desenvoltura en los ateneos, clubs, academias y congresos, crees que de la misma manera se puede entrar en un templo donde está la divina Majestad.

-Pero señora, dispénseme Vd. -dijo Pepe, con gravedad-. Yo he entrado en la catedral con la mayor compostura.

-Si no te riño, hombre, si no te riño. No lo tomes así, porque tendré que callarme. Señores, disculpen Vds. a mi sobrino. No es de extrañar un descuidillo, una distracción... ¿Cuántos años hace que no pones los pies en lugar sagrado?...

-Señora, yo juro a Vd... Pero en fin, mis ideas religiosas podrán ser lo que se quiera; pero acostumbro guardar la mayor compostura dentro de la iglesia.

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-Lo que yo aseguro... vamos si te has de ofender no sigo... Lo que aseguro es que muchas personas lo advirtieron esta mañana. Notáronlo los señores de González, doña Robustiana, Serafinita, en fin... con decirte que llamaste la atención del señor obispo... Su Ilustrísima me dio las quejas esta tarde en casa de mis primas. Díjome que no te mandó plantar en la calle porque le dijeron que eras sobrino mío.

Rosario contemplaba con angustia el rostro de su primo, procurando adivinar sus contestaciones antes que las diera.

-Sin duda me han tomado por otro.

-No... no... fuiste tú... Pero no vayas a ofenderte que aquí estamos entre amigos y personas de confianza. Fuiste tú, yo misma te vi.

-¡Usted!

-Justamente. ¿Negarás que te pusiste a examinar las pinturas, pasando por un grupo de fieles que estaban oyendo misa?... Te juro que me distraje de tal modo con tus idas y venidas, que... Vamos... es preciso que no lo vuelvas a hacer. Luego entraste en la capilla de San Gregorio; alzaron en el altar mayor y ni siquiera te volviste para hacer una demostración de religiosidad. Después atravesaste de largo a largo la iglesia, te acercaste al sepulcro del Adelantado, pusiste las manos sobre el altar; pasaste en seguida otra vez por entre el grupo de los fieles, llamando la atención. Todas las muchachas te miraban y tú parecías satisfecho de perturbar tan lindamente la   —84→   devoción y ejemplaridad de aquella buena gente.

-¡Dios mío! ¡Todo lo que he hecho!... -exclamó Pepe, entre enojado y risueño-. Soy un monstruo y ni siquiera lo sospechaba.

-No, bien sé que eres un buen muchacho -dijo doña Perfecta, observando el semblante afectadamente serio e inmutable del canónigo, que parecía tener por cara una máscara de cartón-. Pero, hijo, de pensar las cosas a manifestarlas así con cierto desparpajo hay una distancia que el hombre prudente y comedido no debe salvar nunca. Bien sé que tus ideas son... no te enfades; si te enfadas me callo... Digo que una cosa es tener ideas religiosas y otra manifestarlas... Me guardaré muy bien de vituperarte porque creas que no nos crió Dios a su imagen y semejanza sino, que descendemos de los micos; ni porque niegues la existencia del alma, asegurando que esta es una droga como los papelillos de magnesia o de ruibarbo que se venden en la botica...

-Señora, por Dios... -exclamó Pepe con disgusto-. Veo que tengo muy mala reputación en Orbajosa.

Los demás seguían guardando silencio.

-Pues decía que no te vituperaré por esas ideas... Además de que no tengo derecho a ello, si me pusiera a disputar contigo, tú, con tu talentazo descomunal me confundirías mil veces... no, nada de eso. Lo que digo es que estos pobres y menguados habitantes de Orbajosa son piadosos y buenos cristianos, si bien ninguno de ellos sabe filosofía   —85→   alemana, por lo tanto no debes despreciar públicamente sus creencias.

-Querida tía -dijo el ingeniero con gravedad-. Ni yo he despreciado las creencias de nadie, ni tengo las ideas que Vd. me atribuye. Quizás haya estado un poco irrespetuoso en la iglesia: soy algo distraído. Mi entendimiento y mi atención estaban fijos en la obra arquitectónica, y francamente no advertí... pero no era esto motivo para que el señor obispo intentase echarme a la calle, y Vd. me supusiera capaz de atribuir a un papelillo de la botica las funciones del alma. Puedo tolerar eso como broma, nada más que como broma.

Pepe Rey sentía en su espíritu excitación tan viva, que a pesar de su mucha prudencia y mesura no pudo disimularla.

-Vamos, veo que te has enfadado -dijo doña Perfecta, bajando los ojos y cruzando las manos-. ¡Todo sea por Dios! Si hubiera sabido que lo tomabas así, no te habría dicho una palabra. Pepe, te ruego que me perdones.

Al oír esto y al ver la actitud sumisa de su bondadosa tía, Pepe se sintió avergonzado de la dureza de sus anteriores palabras, y procuró serenarse. Sacole de su embarazosa situación el venerable Penitenciario, que sonriendo con su habitual benevolencia, habló de este modo:

-Señora doña Perfecta, es preciso tener tolerancia con los artistas... ¡oh!, yo he conocido muchos. Estos   —86→   señores, como vean delante de sí una estatua, una armadura mohosa, un cuadro podrido o una pared vieja, se olvidan de todo. El Sr. D. José es artista, y ha visitado nuestra catedral, como la visitan los ingleses, los cuales de buena gana se llevarían a sus museos hasta la última baldosa de ella... Que estaban los fieles rezando; que el sacerdote alzó la sagrada hostia; que llegó el instante de la mayor piedad y recogimiento; pues bien... ¿qué le importa nada de esto a un artista? Es verdad que yo no sé lo que vale el arte, cuando se le disgrega de los sentimientos que expresa... pero en fin, hoy es costumbre adorar la forma, no la idea... Líbreme Dios de meterme a discutir este tema con el Sr. D. José, que sabe tanto, y argumentando con la primorosa sutileza de los modernos, confundiría al punto mi espíritu, en el cual no hay más que fe.

-El empeño de Vds. de considerarme como el hombre más sabio de la tierra, me mortifica bastante -dijo Pepe, recobrando la dureza de su acento-. Ténganme por tonto; que prefiero la fama de necio a poseer esa ciencia de Satanás que aquí me atribuyen.

Rosarito se echó a reír, y Jacinto creyó llegado el momento más oportuno para hacer ostentación de su erudita personalidad.

-El panteísmo o panenteísmo están condenados por la Iglesia, así como las doctrinas de Schopenhauer y del moderno Hartmann.

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-Señores y señora -manifestó gravemente el canónigo-, los hombres que consagran culto tan fervoroso al arte, aunque sólo sea atendiendo a la forma, merecen el mayor respeto. Más vale ser artista y deleitarse ante la belleza, aunque sólo esté representada en las ninfas desnudas, que ser indiferente y descreído en todo. En espíritu que se consagra a la contemplación de la belleza no entrará completamente el mal. Est Deus in nobis... Deus, entiéndase bien. Siga, pues, el Sr. D. José admirando los prodigios de nuestra iglesia; que por mi parte le perdonaré de buen grado las irreverencias, salva la opinión del señor prelado.

-Gracias, Sr. D. Inocencio -dijo Pepe, sintiendo en sí punzante y revoltoso el sentimiento de hostilidad hacia el astuto canónigo, y no pudiendo dominar el deseo de mortificarle-. Por lo demás, no crean Vds. que absorbían mi atención las bellezas artísticas de que suponen lleno el templo. Esas bellezas, fuera de la imponente arquitectura de una parte del edificio y de los tres sepulcros que hay en las capillas del ábside y de algunos entalles del coro, yo no las veo en ninguna parte. Lo que ocupaba mi entendimiento era la consideración de la deplorable decadencia de las artes religiosas, y no me causaban asombro, sino cólera, las innumerables monstruosidades artísticas de que está llena la catedral.

El estupor de los circunstantes fue extraordinario. -No puedo resistir -añadió Pepe-, aquellas   —88→   imágenes charoladas y bermellonadas, tan semejantes perdóneme Dios la comparación, a las muñecas con que juegan las niñas grandecitas. ¿Qué puedo decir de los vestidos de teatro con que las cubren? Vi un San José con manto, cuya facha no quiero calificar por respeto al Santo Patriarca y a la Iglesia que le adora. En los altares se acumulan imágenes del más deplorable gusto artístico, y la multitud de coronas, ramos, estrellas, lunas y demás adornos de metal o papel dorado forman un aspecto de quincallería que ofende el sentimiento religioso y hace desmayar nuestro espíritu. Lejos de elevarse a la contemplación religiosa, se abate, y la idea de lo cómico le perturba. Las grandes obras del arte, dando formas sensibles a las ideas, a los dogmas, a la fe, a la exaltación mística, realizan misión muy noble. Los mamarrachos y las aberraciones del gusto, las obras grotescas con que una piedad mal entendida llena las iglesias, también cumplen su objeto; pero este es bastante triste: fomentan la superstición, enfrían el entusiasmo obligan a los ojos del creyente a apartarse de los altares, y con los ojos se apartan las almas que no tienen fe muy profunda ni muy segura.

-La doctrina de los iconoclastas- dijo Jacintito-, también parece que está muy extendida en Alemania.

-Yo no soy iconoclasta, aunque prefiero la destrucción de todas las imágenes, a esta exhibición de chocarrerías de que me ocupo -continuó el joven-.   —89→   Al ver esto, es lícito defender que el culto debe recobrar la sencillez augusta de los antiguos tiempos; pero no: no se renuncie al auxilio admirable que las artes todas, empezando por la poesía y acabando por la música, prestan a las relaciones entre el hombre y Dios. Vivan las artes, despléguese la mayor pompa en los ritos religiosos. Yo soy partidario de la pompa...

-Artista, artista y nada más que artista -exclamó el canónigo, moviendo la cabeza con expresión de lástima-. Buenas pinturas, buenas estatuas, bonita música... Gala de los sentidos, y el alma que se la lleve el Demonio.

-Y a propósito de música -dijo Pepe Rey, sin advertir el deplorable efecto que sus palabras producían en la madre y la hija-, figúrense ustedes qué dispuesto estaría mi espíritu a la contemplación religiosa al visitar la catedral, cuando de buenas a primeras y al llegar al ofertorio en la misa mayor, el señor organista tocó un pasaje de La Traviatta.

-En eso tiene razón el Sr. de Rey -dijo el abogadillo enfáticamente-. El señor organista tocó el otro día el brindis y el wals3 de la misma ópera y después un rondó de La Gran Duquesa.

-Pero cuando se me cayeron las alas del corazón -continuó el ingeniero implacablemente- fue cuando vi una imagen de la Virgen que parece estar en gran veneración, según la mucha gente que ante ella había y la multitud de velas que la alumbraban. La han vestido con ahuecado ropón de terciopelo   —90→   bordado de oro, de tan extraña forma que supera a las modas más extravagantes del día. Desaparece su cara entre un follaje espeso, compuesto de mil suertes de encajes rizados con tenacillas, y la corona de media vara de alto rodeada de rayos de oro, es un disforme catafalco que le han armado sobre la cabeza. De la misma tela y con los mismos bordados son los pantalones del niño Jesús... No quiero seguir, porque la descripción de cómo están la madre y el hijo me llevaría quizás a cometer alguna irreverencia. No diré más, sino que me fue imposible tener la risa y que por breve rato contemplé la profanada imagen, exclamando: «¡Madre y señora mía, cómo te han puesto!».

Concluidas estas palabras, Pepe observó a sus oyentes, y aunque a causa de la sombra crepuscular no se distinguían bien los semblantes, creyó ver en alguno de ellos señales de amarga consternación.

-Pues, Sr. D. José -exclamó vivamente el canónigo, riendo y con expresión de triunfo-, esa imagen que a la filosofía y panteísmo de Vd. parece tan ridícula, es Nuestra Señora del Socorro, patrona y abogada de Orbajosa, cuyos habitantes la veneran de tal modo que serían capaces de arrastrar por las calles al que hablase mal de ella. Las crónicas y la historia, señor mío, están llenas de los milagros que ha hecho, y aún hoy día vemos constantemente pruebas irrecusables de su protección. Ha de saber Vd. también que su señora tía doña Perfecta, es   —91→   camarera de la Santísima Virgen del Socorro, y que ese vestido que a Vd. le parece tan grotesco... pues... digo que ese vestido, tan grotesco a los impíos ojos de Vd. salió de esta casa, y que los pantalones del niño obra son juntamente de la maravillosa aguja y de la acendrada piedad de su prima de usted Rosarito, que nos está oyendo.

Pepe Rey se quedó bastante desconcertado. En el mismo instante levantose bruscamente doña Perfecta, y sin decir una palabra se dirigió hacia la casa, seguida por el señor Penitenciario. Levantáronse también los restantes. Disponíase el aturdido joven a pedir perdón a su prima por la irreverencia, cuando observó que Rosarito lloraba. Clavando en su primo una mirada de amistosa y dulce reprensión, exclamó:

-¡Pero qué cosas tienes!...

Oyose la voz de doña Perfecta que con alterado acento, gritaba:

-¡Rosario, Rosario!

Esta corrió hacia la casa.



  —92→  

ArribaAbajo- X -

La existencia de la discordia es evidente


Pepe Rey se encontraba turbado y confuso, furioso contra los demás y contra sí mismo, procurando indagar la causa de aquella pugna entablada a pesar suyo entre su pensamiento y el pensamiento de los amigos de su tía. Pensativo y triste, augurando discordias, permaneció breve rato sentado en el banco de la glorieta, con la barba apoyada en el pecho, fruncido el ceño, cruzadas las manos. Se creía solo.

De repente sintió una alegre voz que modulaba entre dientes el estribillo de una canción de zarzuela. Miró y vio a D. Jacinto en el rincón opuesto de la glorieta.

-¡Ah! Sr. de Rey -dijo de improviso el rapaz- no se lastiman impunemente los sentimientos religiosos de la inmensa mayoría de una nación... Si no considere Vd. lo que pasó en la primera revolución francesa...

  —93→  

Cuando Pepe oyó el zumbidillo de aquel insecto, su irritación creció. Sin embargo, no había odio en su alma contra el mozalbete doctor. Este le mortificaba como mortifican las moscas; pero nada más. Rey sintió la molestia que inspiran todos los seres importunos, y como quien ahuyenta un zángano, contestó de este modo:

-¿Qué tiene que ver la revolución francesa con el manto de la Virgen María?

Levantose para marchar hacia la casa; pero no había dado cuatro pasos, cuando oyó de nuevo el zumbar del mosquito que decía:

-Sr. D. José, tengo que hablar a Vd. de un asunto que le interesa mucho, y que puede traerle algún conflicto...

-¿Un asunto? -preguntó el joven retrocediendo-. Veamos qué es eso.

-Usted lo sospechará tal vez -dijo Jacinto, acercándose a Pepe, y sonriendo con expresión parecida a la de los hombres de negocios, cuando se ocupan de alguno muy grave-. Quiero hablar a Vd. del pleito...

-¿Qué pleito?... Amigo mío, yo no tengo pleitos. Vd., como buen abogado, sueña con litigios y ve papel sellado por todas partes.

-¿Pero cómo?... ¿No tiene V. noticia de su pleito? -preguntó con asombro el niño.

-¡De mi pleito!... Cabalmente, yo no tengo pleitos, ni los he tenido nunca.

  —94→  

-Pues si no tiene Vd. noticia, más me alegro de habérselo advertido para que se ponga en guardia... Sí, señor, Vd. pleiteará.

-Y ¿con quién?

-Con el tío Licurgo y otros colindantes del predio llamado los Alamillos.

Pepe Rey se quedó estupefacto.

-Sí, señor -añadió el abogadillo-. Hoy hemos celebrado el Sr. Licurgo y yo una larga conferencia. Como soy tan amigo de esta casa, no he querido dejar de advertírselo a Vd., para que si lo cree conveniente, se apresure a arreglarlo todo.

-Pero yo ¿qué tengo que arreglar? ¿Qué pretende de mí esa canalla?

-Parece que unas aguas que nacen en el predio de Vd. han variado de curso y caen sobre unos tejares del susodicho Licurgo y un molino de otro, ocasionando daños de consideración. Mi cliente... porque se ha empeñado en que le he de sacar de este mal paso... mi cliente, digo, pretende que usted restablezca el antiguo cauce de las aguas, para evitar nuevos desperfectos y que le indemnice de los perjuicios que por indolencia del propietario superior ha sufrido.

-¡Y el propietario superior soy yo!... Si entro en un litigio, ese será el primer fruto que en toda mi vida me han dado los célebres Alamillos, que fueron míos y que ahora, según entiendo, son de todo el mundo, porque lo mismo Licurgo que otros labradores   —95→   de la comarca me han ido cercenando poco a poco, año tras año, pedazos de terreno, y costará mucho restablecer los linderos de mi propiedad.

-Esa es cuestión aparte.

-Esa no es cuestión aparte. Lo que hay -exclamó el ingeniero, sin poder contener su cólera- es que el verdadero pleito será el que yo entable contra tal gentuza, que se propone sin duda aburrirme y desesperarme para que abandone todo y les deje continuar en posesión de sus latrocinios. Veremos si hay abogados y jueces que apadrinen los torpes manejos de esos aldeanos legistas, que viven pleiteando y son la polilla de la propiedad ajena. Caballerito, doy a Vd. las gracias por haberme advertido los ruines propósitos de esos palurdos más malos que Caco. Con decirle a Vd. que ese mismo tejar y ese mismo molino en que Licurgo apoya sus derechos, son míos...

-Debe hacerse una revisión de los títulos de propiedad y ver si ha podido haber prescripción en esto -dijo Jacintito.

-¡Qué prescripción ni qué...! Esos infames no se reirán de mí. Supongo que la administración de justicia sea honrada y leal en la ciudad de Orbajosa...

-¡Oh, lo que es eso! -exclamó el letradillo con expresión de alabanza-. El juez es persona excelente. Viene aquí todas las noches... Pero es extraño que Vd. no tuviera noticias de las pretensiones   —96→   del Sr. Licurgo. ¿No le han citado aún para el juicio de conciliación?

-No.

-Será mañana... En fin, yo siento mucho que el apresuramiento del señor Licurgo me haya privado del gusto y de la honra de defenderle a Vd.; pero cómo ha de ser... Licurgo se ha empeñado en que yo he de sacarle de penas. Estudiaré la materia con mayor detenimiento. Estas pícaras servidumbres son el gran escollo de la jurisprudencia.

Pepe entró en el comedor en un estado moral muy lamentable. Vio a doña Perfecta hablando con el Penitenciario, y a Rosarito sola, con los ojos fijos en la puerta. Esperaba sin duda a su primo.

-Ven acá, buena pieza -dijo la señora, sonriendo con muy poca espontaneidad-. Nos has insultado, gran ateo; pero te perdonamos. Ya sé que mi hija y yo somos dos palurdas incapaces de remontarnos a las regiones de las matemáticas donde tú vives; pero en fin... todavía es posible que algún día te pongas de rodillas ante nosotros, rogándonos que te enseñemos la doctrina.

Pepe contestó con frases vagas y fórmulas de cortesía y arrepentimiento.

-Por mi parte -dijo D. Inocencio, poniendo en los ojos expresión de modestia y dulzura-, si en el curso de estas vanas disputas he dicho algo que pueda ofender al Sr. D. José, le ruego que me perdone. Aquí todos somos amigos.

  —97→  

-Gracias. No vale la pena...

-A pesar de todo -indicó doña Perfecta, sonriendo ya con más naturalidad-, yo soy siempre la misma para mi querido sobrino, a pesar de sus ideas extravagantes y anti-religiosas... ¿De qué creerás que pienso ocuparme esta noche? Pues de quitarle de la cabeza al tío Licurgo esas terquedades con que te piensa molestar. Le he mandado venir y en la galería me está esperando. Descuida, que yo lo arreglaré, pues aunque conozco que no le falta razón...

-Gracias, muchas gracias, querida tía -repuso el joven, sintiéndose invadido por la onda de generosidad que tan fácilmente nacía en su alma.

Pepe Rey dirigió la vista hacia donde estaba su prima, con intención de unirse a ella; pero algunas preguntas sagaces del canónigo le retuvieron al lado de doña Perfecta. Rosario estaba triste, oyendo con indiferencia melancólica las palabras del abogadillo, que instalándose junto a ella había comenzado una retahíla de conceptos empalagosos, con importunos chistes sazonada, y fatuidades del peor gusto.

-Lo peor para ti -dijo doña Perfecta a su sobrino cuando le sorprendió observando la desacorde pareja que formaban Rosario y Jacinto-, es que has ofendido a la pobre Rosario. Debes hacer todo lo posible por desenojarla. ¡La pobrecita es tan buena!...

-¡Oh, sí, tan buena! -añadió el canónigo-, que no dudo perdonará a su primo.

  —98→  

-Creo que Rosario me ha perdonado ya -afirmó Rey.

-Y si no, en corazones angelicales no dura mucho el resentimiento -dijo D. Inocencio melifluamente-. Yo tengo algún ascendiente sobre esa niña, y procuraré disipar en su alma generosa toda prevención contra Vd. En cuanto yo le diga dos palabras...

Pepe Rey sintiendo que por su pensamiento pasaba una nube.

-Tal vez no sea preciso -dijo con intención.

-No le hablo ahora -añadió el capitular- porque está embelesada oyendo las tonterías de Jacintillo... ¡Demonches de chicos! Cuando pegan la hebra, hay que dejarles.

De pronto se presentaron en la tertulia el juez de primera instancia, la señora del alcalde y el deán de la catedral. Todos saludaron al ingeniero, demostrando en sus palabras y actitudes que satisfacían, al verle, la más viva curiosidad. El juez era un mozalbete despabilado, de estos que todos los días aparecen en los criaderos de eminencias, aspirando recién empollados a los primeros puestos de la administración y de la política. Dábase no poca importancia, y hablando de sí mismo y de su juvenil toga, parecía manifestar enojo porque no le hubieran hecho de golpe y porrazo presidente del Tribunal Supremo. En aquellas manos inexpertas, en aquel cerebro henchido de viento, en aquella presunción ridícula, había puesto el Estado las   —99→   funciones más delicadas y más difíciles de la humana justicia. Sus maneras eran de perfecto cortesano, y revelaba escrupuloso esmero en todo lo concerniente a su persona. Tenía la maldita maña de estarse quitando y poniendo a cada instante los lentes de oro, y en su conversación frecuentemente indicaba el empeño de ser trasladado pronto a Madriz, para prestar sus imprescindibles servicios en la secretaría de Gracia y Justicia.

La señora del alcalde era una dama bonachona, sin otra flaqueza que suponerse muy relacionada en la corte. Dirigió a Pepe Rey diversas preguntas sobre modas, citando establecimientos industriales donde le habían hecho una manteleta o una falda en su último viaje, coetáneo de la visita de Muley-Abbas, y también nombró a una docena de duquesas y marquesas, tratándolas con tanta familiaridad como a sus amiguitas de escuela. Dijo también que la condesa de M. (por sus tertulias famosa) era amiga suya y que el 60 estuvo a visitarla, y la condesa la convidó a su palco en el Real, donde vio a Muley-Abbas en traje de moro acompañado de toda su morería. La alcaldesa hablaba por los codos, como suele decirse, y no carecía de chiste.

El señor deán era un viejo de edad avanzada, corpulento y encendido, pletórico, apoplético; un hombre que se salía fuera de sí mismo por no caber en su propio pellejo, según estaba de gordo y morcilludo. Procedía de la exclaustración, no hablaba   —100→   más que de asuntos religiosos, y desde el principio mostró hacia Pepe Rey el desdén más vivo.

Este se mostraba cada vez más inepto para acomodarse a sociedad tan poco de su gusto. Era su carácter nada maleable, duro y de muy escasa flexibilidad, y rechazaba las perfidias y acomodamientos de lenguaje para simular la concordia cuando no existía. Mantúvose, pues, bastante grave durante el curso de la fastidiosa tertulia, obligado a resistir el ímpetu oratorio de la alcaldesa, que sin ser la Fama tenía el privilegio de fatigar con cien lenguas el oído humano. Si en el breve respiro que esta señora daba a sus oyentes, Pepe Rey quería acercarse a su prima, pegábasele el Penitenciario como el molusco a la roca, y llevándole aparte con ademán misterioso, le proponía un paseo a Mundogrande con el Sr. D. Cayetano o una partida de pesca en las claras aguas del Nahara.

Por fin esto concluyó, porque todo concluye en este mundo. Retirose el señor deán, dejando la casa vacía, y bien pronto no quedó de la señora alcaldesa más que un eco, semejante al zumbido que recuerda en la humana oreja el reciente paso de una tempestad. El juez privó también a la tertulia de su presencia, y por fin D. Inocencio dio a su sobrino la señal de partida.

-Vamos, niño, vámonos que es tarde -le dijo sonriendo-. ¡Cuánto has mareado a la pobre Rosarito!... ¿Verdad, niña? Anda, buena pieza, a casa pronto.

  —101→  

-Es hora de acostarse -dijo doña Perfecta.

-Hora de trabajar -repuso el abogadillo.

-Por más que le digo que despache los negocios de día -añadió el canónigo-, no hace caso.

-¡Son tantos los negocios... tantos!... ¡pero tantos!...

-No, di más bien que esa endiablada obra en que te has metido... Él no lo quiere decir, Sr. don José; pero sepa Vd. que se ha puesto a escribir una obra sobre La influencia de la mujer en la sociedad cristiana y además una Ojeada sobre el movimiento católico en... no sé dónde. ¿Qué entiendes tú de ojeadas ni de influencias?... Estos rapaces del día se atreven a todo. ¡Uf... qué chicos!... Con que vámonos a casa. Buenas noches, señora doña Perfecta... buenas noches, Sr. D. José... Rosarito...

-Yo esperaré al Sr. D. Cayetano -dijo Jacinto- para que me dé el Augusto Nicolás.

-¡Siempre cargando libros... hombre!... A veces entras en casa que pareces un burro. Pues bien, esperemos.

-El Sr. D. Jacinto -dijo Pepe Rey- no escribe a la ligera y se prepara bien para que sus obras sean un tesoro de erudición.

-Pero ese niño va a enfermar de la cabeza, Sr. D. Inocencio -objetó doña Perfecta-. Por Dios, mucho cuidado. Yo le pondría tasa en sus lecturas.

-Ya que esperamos -indicó el doctorcillo con notorio acento de presunción-, me llevaré también   —102→   el tercer tomo de Concilios. ¿No le parece a Vd., tío?...

-Hombre, sí; no dejes eso de la mano. Pues no faltaba más.

Felizmente llegó pronto el Sr. D. Cayetano (que tertuliaba de ordinario en casa de D. Lorenzo Ruiz) y entregados los libros, marcháronse tío y sobrino.

Pepe Rey leyó en el triste semblante de su prima un deseo muy vivo de hablarle. Acercose a ella, mientras doña Perfecta y D. Cayetano trataban a solas de un negocio doméstico.

-Has ofendido a mamá -le dijo Rosario.

Sus facciones indicaban una especie de temor.

-Es verdad -repuso el joven-. He ofendido a tu mamá: te he ofendido a ti...

-No; a mí no. Ya se me figuraba a mí que el niño Jesús no debe gastar calzones.

-Pero espero que una y otra me perdonarán. Tu mamá me ha manifestado hace poco tanta bondad...

La voz de doña Perfecta vibró de súbito en el ámbito del comedor, con tan discorde acento, que el sobrino se estremeció cual si oyese un grito de alarma. La voz dijo imperiosamente:

-¡Rosario, vete a acostar!

Turbada y llena de congoja, la muchacha dio varias vueltas por la habitación, haciendo como que buscaba alguna cosa. Con todo disimulo pronunció al pasar por junto a su primo, estas vagas palabras:

-Mamá está enojada...

-Pero...

  —103→  

-Está enojada... no te fíes, no te fíes.

Y se marchó. Siguiole después doña Perfecta, a quien aguardaba el tío Licurgo, y durante un rato, las voces de la señora y del aldeano oyéronse confundidas en familiar conferencia. Quedose solo Pepe con D. Cayetano, el cual, tomando una luz, habló de este modo:

-Buenas noches, Pepe. No crea Vd. que voy a dormir, voy a trabajar... Pero ¿por qué está Vd. tan meditabundo? ¿Qué tiene Vd.?... Pues sí, a trabajar. Estoy sacando apuntes para un Discurso-Memoria sobre los Linajes de Orbajosa... He encontrado datos y noticias de grandísimo precio. No hay que darle vueltas. En todas las épocas de nuestra historia, los orbajosenses se han distinguido por su hidalguía, por su nobleza, por su valor, por su entendimiento. Díganlo sino la conquista de Méjico, las guerras del Emperador, las de Felipe contra herejes... ¿Pero está Vd. malo? ¿Qué le pasa a Vd.?... Pues sí, teólogos eminentes, bravos guerreros, conquistadores, santos, obispos, poetas, políticos, toda suerte de hombres esclarecidos florecieron en esta humilde tierra del ajo... No, no hay en la cristiandad pueblo más ilustre que el nuestro. Sus virtudes y sus glorias llenan toda la historia patria y aún sobra algo... Vamos, veo que lo que Vd. tiene es sueño: buenas noches... Pues sí, no cambiaría la gloria de ser hijo de esta noble tierra por todo el oro del mundo. Augusta llamáronla los antiguos, augustísima   —104→   la llamo yo ahora, porque ahora, como entonces, la hidalguía, la generosidad, el valor, la nobleza son patrimonio de ella... Con que buenas noches, querido Pepe... se me figura que Vd. no está bueno. ¿Le ha hecho daño la cena?... Razón tiene Alonso González de Bustamante en su Floresta amena al decir que los habitantes de Orbajosa bastan por sí solos para dar grandeza y honor a un reino. ¿No lo cree Vd. así?

-¡Oh!, sí, señor, sin duda ninguna -repuso Pepe Rey, dirigiéndose bruscamente a su cuarto.



  —105→  

ArribaAbajo- XI -

La discordia crece


En los días sucesivos, Rey hizo conocimiento con varias personas de la población y visitó el Casino, trabando amistades con algunos individuos de los que pasaban la vida en las salas de aquella corporación.

Pero la juventud de Orbajosa no vivía constantemente allí, como podrá suponer la malevolencia. Veíanse por las tardes en la esquina de la catedral y en la plazoleta formada por el cruce de las calles del Condestable y la Tripería, algunos caballeros que gallardamente envueltos en sus capas, estaban como de centinela viendo pasar la gente. Si el tiempo era bueno, aquellas eminentes lumbreras de la cultura urbsaugustense se dirigían, siempre con la indispensable capita, al titulado paseo de las Descalzas, el cual se componía de dos hileras de tísicos olmos y algunas retamas descoloridas. Allí la brillante pléyade atisbaba a las niñas de D. Fulano o de don Perencejo,   —106→   que también habían ido a paseo, y la tarde se pasaba regularmente. Entrada la noche, el Casino se llenaba de nuevo, y mientras una parte de los socios entregaba su alto entendimiento a las delicias del monte, los otros leían periódicos, y los más discutían en la sala del café sobre asuntos de diversa índole, como política, caballos, toros o bien sobre chismes locales. El resumen de todos los debates era siempre la supremacía de Orbajosa y de sus habitantes sobre los demás pueblos y gentes de la tierra.

Eran aquellos varones insignes lo más granado de la ilustre ciudad, propietarios ricos los unos, pobrísimos los otros; pero libres de altas aspiraciones todos. Tenían la imperturbable serenidad del mendigo, que nada apetece mientras no le falta un mendrugo para engañar al hambre y el sol para calentarse. Lo que principalmente distinguía a los orbajosenses del Casino era un sentimiento de viva hostilidad hacia todo lo que de fuera viniese. Y siempre que algún forastero de viso se presentaba en las augustas salas, creíanle venido a poner en duda la superioridad de la patria del ajo, o a disputarle por envidia las preeminencias incontrovertibles que Natura le concediera.

Cuando Pepe Rey se presentó, recibiéronle con cierto recelo, y como en el Casino abundaba la gente graciosa, al cuarto de hora de estar allí el nuevo socio, ya se habían dicho acerca de él toda suerte de cuchufletas. Cuando a las reiteradas preguntas   —107→   de los socios contestó que había venido a Orbajosa con encargo de explorar la cuenca hullera del Nahara y estudiar un camino, todos convinieron en que el Sr. D. José era un fatuo que quería darse tono inventando criaderos de carbón y vías férreas. Alguno añadió:

-Pero en buena parte se ha metido. Estos señores sabios creen que aquí somos tontos y que se nos engaña con palabrotas... Ha venido a casarse con la niña de doña Perfecta, y cuanto diga de cuencas hulleras es para echar facha.

-Pues esta mañana -indicó otro, que era un comerciante quebrado- me dijeron en casa de las de Domínguez que ese señor no tiene una peseta, y viene a que doña Perfecta le mantenga y a ver si puede pescar a Rosarito.

-Parece que ni es tal ingeniero, ni cosa que lo valga -añadió un propietario de olivos, que tenía empeñadas sus fincas por el doble de lo que valían-. Pero ya se ve... Estos hambrientos de Madrid se creen autorizados para engañar a los pobres provincianos, y como creen que aquí andamos con taparrabo, amigo...

-Bien se le conoce que tiene hambre.

-Pues entre bromas y veras nos dijo anoche que somos unos bárbaros holgazanes.

-Que vivimos como los beduinos, tomando el sol.

-Que vivíamos con la imaginación.

  —108→  

-Eso es: que vivimos con la imaginación.

-Y que esta ciudad era lo mismito que las de Marruecos.

-Hombre: no hay paciencia para oír eso. ¿Dónde habrá visto él (como no sea en París) una calle semejante a la del Condestable, que presenta un frente de siete casas alineadas, todas magníficas, desde la de doña Perfecta a la de Nicolasito Hernández?... Se figuran estos canallas que uno no ha visto nada, ni ha estado en París...

-También dijo con mucha delicadeza que Orbajosa era un pueblo de mendigos, y dio a entender que aquí vivimos en la mayor miseria sin darnos cuenta de ello.

-¡Válgame Dios!, si me lo llega a decir a mí, hay un escándalo en el Casino -exclamó el recaudador de contribuciones-. ¿Por qué no le dijeron la cantidad de arrobas de aceite que produjo Orbajosa el año pasado? ¿No sabe ese estúpido que en años buenos Orbajosa da pan para toda España y aun para toda Europa? Verdad es que ya llevamos no sé cuántos años de mala cosecha; pero eso no es ley. ¿Pues y la cosecha del ajo? ¿A que no sabe ese señor que los ajos de Orbajosa dejaron bizcos a los señores del jurado en la exposición de Londres?

Estos y otros diálogos se oían en las salas del Casino por aquellos días. A pesar de estas hablillas tan comunes en los pueblos pequeños, que por lo mismo que son enanos suelen ser soberbios, Rey no   —109→   dejó de encontrar amigos sinceros en la docta corporación, pues ni todos eran maldicientes ni faltaban allí personas de buen sentido. Pero tenía nuestro joven la desgracia, si desgracia puede llamarse, de manifestar sus impresiones con inusitada franqueza, y esto le atrajo algunas antipatías.

Iban pasando días. Además del disgusto natural que las costumbres de la ciudad episcopal le producían, diversas causas todas desagradables empezaban a desarrollar en su ánimo honda tristeza, siendo de notar principalmente, entre aquellas causas, la turba de pleiteantes que cual enjambre voraz se arrojó sobre él.

No era sólo el tío Licurgo, sino otros muchos colindantes los que le reclamaban daños y perjuicios, o bien le pedían cuentas de tierras administradas por su abuelo. También le presentaron una demanda por no sé qué contrato de aparcería que celebró su madre y no fue al parecer cumplido, y asimismo le exigieron el reconocimiento de una hipoteca sobre las tierras de Alamillos, hecha en extraño documento por su tío. Era un hormiguero una inmunda gusanera de pleitos. Había hecho propósito de renunciar a la propiedad de sus fincas; pero entre tanto su dignidad le obligaba a no ceder ante las marrullerías de los sagaces palurdos; y como el Ayuntamiento le reclamó también por supuesta confusión de su finca con un inmediato monte de Propios, viose el desgraciado joven en el caso de tener que disipar   —110→   las dudas que acerca de su derecho surgían a cada paso. Su honra estaba comprometida, y no había otro remedio que pleitear o morir.

Habíale prometido doña Perfecta en su magnanimidad ayudarle a salir de tan torpes líos por medio de un arreglo amistoso; pero pasaban días y los buenos oficios de la ejemplar señora no daban resultado alguno. Crecían los pleitos con la amenazadora presteza de una enfermedad fulminante. Pepe Rey pasaba largas horas del día en el juzgado dando declaraciones, contestando a preguntas y a repreguntas, y cuando se retiraba a su casa, fatigado y colérico, veía aparecer la afilada y grotesca carátula del escribano, que le traía regular porción de papel sellado lleno de horribles fórmulas... para que fuese estudiando la cuestión.

Se comprende que aquel no era hombre a propósito para sufrir tales reveses, pudiendo evitarlos con la ausencia. Representábase en su imaginación a la noble ciudad de su madre como una horrible bestia que en él clavaba sus feroces uñas y le bebía la sangre. Para librarse de ella bastábale, según su creencia, la fuga; pero un interés profundo, como interés del corazón, le detenía, atándole a la peña de su martirio con lazos muy fuertes. Sin embargo, llegó a sentirse tan fuera de su centro, llegó a verse tan extranjero, digámoslo así, en aquella tenebrosa ciudad de pleitos, de antiguallas, de envidia y de maledicencia, que hizo propósito de abandonarla sin   —111→   dilación, insistiendo al mismo tiempo en el proyecto que a ella le condujera. Una mañana, encontrando ocasión a propósito, formuló su plan ante doña Perfecta.

-Sobrino mío -repuso esta con su acostumbrada dulzura-: no seas arrebatado. Vaya, que pareces de fuego. Lo mismo era tu padre ¡qué hombre! Eres una centella... Ya te he dicho que con muchísimo gusto te llamaré hijo mío. Aunque no tuvieras las buenas cualidades y el talento que te distinguen (salvo los defectillos, que también los hay); aunque no fueras un excelente joven, basta que esta unión haya sido propuesta por tu padre, a quien tanto debe mi hija y yo, para que la acepte. Rosario no se opondrá tampoco, queriéndolo yo. ¿Qué falta, pues? Nada; no falta nada más que un poco tiempo. No se puede hacer el casamiento con la precipitación que tú deseas, y que daría lugar a interpretaciones, quizás desfavorables a la honra de mi querida hija... Vaya, que tú como no piensas más que en máquinas, todo lo quieres hacer al vapor. Espera, hombre, espera... ¿qué prisa tienes? Ese aborrecimiento que le has cogido a nuestra pobre Orbajosa es un capricho. Ya se ve: no puedes vivir sino entre condes y marqueses y oradores y diplomáticos... ¡Quieres casarte y separarme de mi hija para siempre! -añadió enjugándose una lágrima-. Ya que así es, inconsiderado joven, ten al menos la caridad de retardar algún tiempo esa boda   —112→   que tanto deseas... ¡Qué impaciencia! ¡Qué amor tan fuerte! No creí que una pobre lugareña como mi hija inspirase pasiones tan volcánicas.

No convencieron a Pepe Rey los razonamientos de su tía; pero no quiso contrariarla. Resolvió, pues, esperar cuanto le fuese posible. Una nueva causa de disgustos uniose bien pronto a los que ya amargaban su existencia. Hacía dos semanas que estaba en Orbajosa, y durante este tiempo no había recibido ninguna carta de su padre. No podía achacar esto a descuidos de la administración de correos de Orbajosa, porque siendo el funcionario encargado de aquel servicio amigo y protegido de doña Perfecta, esta le recomendaba diariamente el mayor cuidado para que las cartas dirigidas a su sobrino no se extraviasen. También iba a la casa el conductor de la correspondencia, llamado Cristóbal Ramos, por apodo Caballuco, personaje a quien ya conocimos, y a este solía dirigir doña Perfecta amonestaciones y reprimendas tan enérgicas como la siguiente:

-¡Bonito servicio de correos tenéis!... ¿Cómo es que mi sobrino no ha recibido una sola carta desde que está en Orbajosa?... Cuando la conducción de la correspondencia corre a cargo de semejante tarambana, ¡cómo han de andar las cosas! Yo le hablaré al señor Gobernador de la provincia para que mire bien qué clase de gente pone en la administración.

Caballuco alzando los hombros, miraba a Rey   —113→   con expresión de la más completa indiferencia. Un día entró con un pliego en la mano.

-¡Gracias a Dios! -dijo doña Perfecta a su sobrino-. Ahí tienes cartas de tu padre. Regocíjate, hombre. Buen susto nos hemos llevado por la pereza de mi señor hermano en escribir... ¿Qué dice?, está bueno sin duda -añadió al ver que Pepe Rey abría el pliego con febril impaciencia.

El ingeniero se puso pálido al recorrer las primeras líneas.

-¡Jesús, Pepe... qué tienes! -exclamó la señora, levantándose con zozobra-. ¿Está malo tu papá?

-Esta carta no es de mi padre -repuso Pepe, revelando en su semblante la mayor consternación.

-¿Pues qué es eso?...

-Una orden del ministerio de Fomento, en que se me releva del cargo que me confiaron...

-¡Cómo... es posible!

-Una destitución pura y simple, redactada en términos muy poco lisonjeros para mí.

-¿Hase visto mayor picardía? -exclamó la señora, volviendo de su estupor.

-¡Qué humillación! -murmuró el joven-. Es la primera vez en mi vida que recibo un desaire semejante.

-¡Pero ese Gobierno no tiene perdón de Dios! ¡Desairarte a ti! ¿Quieres que yo escriba a Madrid? Tengo allá buenas relaciones y podré conseguir   —114→   que el Gobierno repare esa falta brutal y te dé una satisfacción.

-Gracias, señora, no quiero recomendaciones -replicó el joven con displicencia.

-¡Es que se ven unas injusticias; unos atropellos!... ¡Destituir así a un joven de tanto mérito, a una eminencia científica...! Vamos; si no puedo contener la cólera.

-Yo averiguaré -dijo Pepe, con la mayor energía- quién se ocupa de hacerme daño...

-Ese señor ministro... Pero de estos politiquejos infames ¿qué se puede esperarse?

-En Orbajosa hay alguien que se ha propuesto hacerme morir de desesperación -afirmó el joven visiblemente alterado-. Esto no es obra del ministro, esta y otras contrariedades que experimento son resultado de un plan de venganza, de un cálculo desconocido, de una enemistad irreconciliable; y este plan, este cálculo, esta enemistad, no lo dude Vd., querida tía, están aquí, están en Orbajosa.

-Tú te has vuelto loco -replicó doña Perfecta, demostrando un sentimiento semejante a la compasión-. ¿Que tienes enemigos en Orbajosa? ¿Que alguien quiere vengarse de ti? Vamos, Pepe, tú has perdido el juicio. Las lecturas de esos libros en que se dice que tenemos por abuelos a los monos o a las cotorras, te han trastornado la cabeza.

Sonrió con dulzura al decir la última frase, y después,   —115→   tomando un tono de familiar y cariñosa amonestación, añadió:

-Hijo mío, los habitantes de Orbajosa seremos palurdos y toscos labriegos sin instrucción, sin finura ni buen tono; pero a lealtad y buena fe no nos gana nadie, nadie, pero nadie.

-No crea Vd. -dijo Pepe- que acuso a las personas de esta casa. Pero sostengo que en la ciudad está mi implacable y fiero enemigo.

-Deseo que me enseñes ese traidor de melodrama -repuso la señora, sonriendo de nuevo-. Supongo que no acusarás a Licurgo ni a los demás que te han puesto pleito, porque los pobrecitos creen defender su derecho. Y entre paréntesis, no les falta razón en el caso presente. Además el tío Lucas te quiere mucho. Así mismo me lo ha dicho. Desde que te conoció, dice que le entraste por el ojo derecho, y el pobre viejo te ha puesto un cariño...

-¡Sí... profundo cariño! -murmuró el joven.

-No seas tonto -añadió la señora, poniéndole la mano en el hombro y mirándole de cerca-. No pienses disparates y convéncete de que tu enemigo, si existe, está en Madrid, en aquel centro de corrupción, de envidia y rivalidades, no en este pacífico y sosegado rincón, donde todo es buena voluntad y concordia... Sin duda algún envidioso de tu mérito... Te advierto una cosa, y es, que si quieres ir allá para averiguar la causa de este desaire y pedir   —116→   explicaciones al Gobierno, no dejes de hacerlo por nosotras.

Pepe Rey fijó los ojos en el semblante de su tía, cual si quisiera escudriñarla hasta en lo más escondido de su alma.

-Digo que si quieres ir, no dejes de hacerlo -repitió la señora con calma admirable, confundiéndose en la expresión de su semblante la naturalidad con la honradez más pura.

-No, señora -repitió Pepe-. No pienso ir allá.

-Mejor; esa es también mi opinión. Aquí estás más tranquilo, a pesar de las cavilaciones con que te estás atormentando. ¡Pobre Pepillo! Tu entendimiento, tu descomunal entendimiento, es la causa de tu desgracia. Nosotros, los de Orbajosa, pobres aldeanos rústicos, vivimos felices en nuestra ignorancia. Yo siento mucho que no estés contento. ¿Pero es culpa mía que te aburras y desesperes sin motivo? ¿No te trato como a un hijo? ¿No te he recibido como la esperanza de mi casa? ¿Puedo hacer más por ti? Si a pesar de eso, no nos quieres, si nos muestras tanto despego, si te burlas de nuestra religiosidad, si haces desprecios a nuestros amigos, ¿es acaso porque no te tratemos bien?

Los ojos de doña Perfecta se humedecieron.

-Querida tía -dijo Rey, sintiendo que se disipaba su encono-. También yo he cometido algunas faltas desde que soy huésped de esta casa.

-No seas tonto... ¡Qué faltas ni faltas! Entre   —117→   personas de la misma familia todo se perdona.

-Pero Rosario ¿dónde está? -preguntó el joven levantándose-. ¿Tampoco la veré hoy?

-Está mejor. ¿Sabes que no ha querido bajar?

-Subiré yo.

-Hombre, no. Esa niña tiene unas terquedades... Hoy se ha empeñado en no salir de su cuarto. Se ha encerrado por dentro.

-¡Qué rareza!

-Se le pasará. Seguramente se le pasará. Veremos si esta noche le quitamos de la cabeza sus ideas melancólicas. Organizaremos una tertulia que la divierta. ¿Por qué no te vas a casa del Sr. D. Inocencio y le dices que venga por acá esta noche y que traiga a Jacintillo?

-¡A Jacintillo!

-Sí, cuando a Rosario le dan estos accesos de melancolía, ese jovencito es el único que la distrae.

-Pero yo subiré...

-Hombre, no.

-Cuidado que hay etiquetas en esta casa.

-Tú te estás burlando de nosotros. Haz lo que te digo.

-Pues quiero verla.

-Pues no. ¡Qué mal conoces a la niña!

-Yo creí conocerla bien... Bueno, me quedaré... Pero esta soledad es horrible.

-Ahí tienes al señor escribano.

-Maldito sea él mil veces.

  —118→  

-Y me parece que ha entrado también el señor procurador... es un excelente sujeto.

-Así le ahorcaran.

-Hombre, los asuntos de intereses, cuando son propios, sirven de distracción. Alguien llega... Me parece que es el perito agrónomo. Ya tienes para un rato.

-¡Para un rato de infierno!

-Hola, hola, si no me engaño el tío Licurgo y el tío Paso-Largo acaban de entrar. Puede que vengan a proponerte un arreglo.

-Me arrojaré al estanque.

-¡Qué descastado eres! ¡Pues todos ellos te quieren tanto!... Vamos, para que nada falte, ahí está también el alguacil. Viene a citarte.

-A crucificarme.

Todos los personajes nombrados fueron entrando en la sala.

-Adiós, Pepe, que te diviertas -dijo doña Perfecta.

-¡Trágame, tierra! -exclamó el joven con desesperación.

-Sr. D. José...

-Mi querido Sr. D. José...

-Estimable Sr. D. José...

-Sr. D. José de mi alma...

-Mi respetable amigo Sr. D. José...

Al oír estas almibaradas insinuaciones, Pepe Rey exhaló un hondo suspiro y se entregó. Entregó su   —119→   cuerpo y su alma a los sayones, que esgrimieron horribles hojas de papel sellado, mientras la víctima, elevando los ojos al cielo, decía para sí con cristiana mansedumbre:

-Padre mío, ¿por qué me has abandonado?



  —120→  

ArribaAbajo- XII -

Aquí fue Troya


Amor, amistad, aire sano para la respiración moral, luz para el alma simpatía, fácil comercio de ideas y de sensaciones era lo que Pepe Rey necesitaba de una manera imperiosa. No teniéndolo, aumentaban las sombras que envolvían su espíritu, y la lobreguez interior daba a su trato displicencia y amargura. Al día siguiente de las escenas referidas en el capítulo anterior, mortificole más que nada el ya demasiado largo y misterioso encierro de su prima, motivado, al parecer, primero por una enfermedad sin importancia, después por caprichos y nerviosidades de difícil explicación.

Rey extrañaba conducta tan contraria a la idea que había formado de Rosarito. Habían transcurrido cuatro días sin verla, no ciertamente porque a él le faltasen deseos de estar a su lado; y tal situación comenzaba a ser desairada y ridícula, si con un acto de firme iniciativa no ponía remedio en ello.

  —121→  

-¿Tampoco hoy veré a mi prima? -preguntó de mal talante a su tía, cuando concluyeron de comer.

-Tampoco. ¡Sabe Dios cuánto lo siento!... Bastante le he predicado hoy. A la tarde veremos...

La sospecha de que en tan injustificado encierro su adorable prima era más bien víctima sin defensa, que autora resuelta con actividad propia e iniciativa, le indujo a contenerse y esperar. Sin esta sospecha, hubiera partido aquel mismo día. No tenía duda alguna de ser amado por Rosario mas era evidente que una presión desconocida actuaba entre los dos para separarlos, y parecía propio de un varón honrado averiguar de quién procedía aquella fuerza maligna, y contrarrestarla4hasta donde alcanzara la voluntad humana.

-Espero que la obstinación de Rosario no durará mucho -dijo a doña Perfecta, disimulando sus verdaderos sentimientos.

Aquel día tuvo una carta de su padre, en la cual este se quejaba de no haber recibido ninguna de Orbajosa, circunstancia que aumentó las inquietudes del ingeniero, confundiéndole más. Por último, después de vagar largo rato solo por la huerta de la casa, salió y fue al Casino. Entró en él, como un desesperado que se arroja al mar.

Encontró en las principales salas a varias personas que charlaban y discutían. En un grupo desentrañaban con lógica sutil difíciles problemas de toros; en otro disertaban sobre cuáles eran los mejores   —122→   burros entre las castas de Orbajosa y Villahorrenda. Hastiado hasta lo sumo, Pepe Rey abandonó estos debates y se dirigió a la sala de periódicos, donde hojeó varias revistas sin encontrar deleite en la lectura; y poco después, pasando de sala en sala, fue a parar sin saber cómo a la del juego. Cerca de dos horas estuvo en las garras del horrible demonio amarillo, cuyos resplandecientes ojos de oro producen tormento y fascinación. Ni aun las emociones del juego alteraron el sombrío estado de su alma, y el tedio que antes le empujara hacia el verde tapete, apartole también de él. Huyendo del bullicio, dio con su cuerpo en una estancia destinada a tertulia, en la cual a la sazón no había alma viviente, y con indolencia se sentó junto a la ventana de ella, mirando a la calle.

Era esta angostísima y con más ángulos y recodos que casas, sombreada toda por la pavorosa catedral, que al extremo alzaba su negro muro carcomido. Pepe Rey miró a todos lados, arriba y abajo, y observó un plácido silencio de sepulcro: ni un paso, ni una voz, ni una mirada. De pronto hirieron su oído rumores extraños, como cuchicheos de femeninos labios y después el chirrido de cortinajes que se corrían, algunas palabras, y por fin el tararear suave de una canción, el ladrido de un falderillo, y otras señales de existencia social, que parecían muy singulares en tal sitio. Observando bien, Pepe Rey vio que tales rumores procedían de un enorme balcón   —123→   con celosías, que frente por frente a la ventana mostraba su corpulenta fábrica. No había concluido sus observaciones cuando un socio del Casino apareció de súbito a su lado, y riendo le interpeló de este modo:

-¡Ah! Sr. D. Pepe, ¡picarón!, ¿se ha encerrado usted aquí para hacer cocos a las niñas?

El que esto decía era D. Juan Tafetán, un sujeto amabilísimo, y de los pocos que habían manifestado a Rey en el Casino cordial amistad y verdadera admiración. Con su carilla bermellonada, su bigotejo teñido de negro, sus ojuelos vivarachos, su estatura mezquina, su pelo con gran estudio peinado para ocultar la calvicie, D. Juan Tafetán presentaba una figura bastante diferente de la de Antinóo; pero era muy simpático; tenía mucho gracejo, y felicísimo ingenio para contar aventuras graciosas. Reía mucho, y al hacerlo su cara se cubría toda, desde la frente a la barba, de grotescas arrugas. A pesar de estas cualidades y del aplauso que debía estimular su disposición a las picantes burlas, no era maldiciente. Queríanle todos, y Pepe Rey pasaba con él ratos agradables. El pobre Tafetán, empleado antaño en la administración civil de la capital de la provincia, vivía modestamente de su sueldo en la secretaría de Beneficencia, y completaba su pasar tocando gallardamente el clarinete en las procesiones, en las solemnidades de la catedral y en el teatro, cuando alguna traílla de desesperados cómicos aparecía por   —124→   aquellos países con el alevoso propósito de dar funciones en Orbajosa.

Pero lo más singular en D. Juan Tafetán era su afición a las muchachas guapas. Él mismo, cuando no ocultaba su calvicie con seis pelos llenos de pomada, cuando no se teñía el bigote, cuando andaba derechito y espigado5 por la poca pesadumbre de los años, había sido un Tenorio formidable. Oírle contar sus conquistas era cosa de morirse de risa, porque hay Tenorios de Tenorios y aquel fue de los más originales.

-¿Qué niñas? Yo no veo niñas en ninguna parte -repuso Pepe Rey.

-Hágase Vd. el anacoreta.

Una de las celosías del balcón se abrió, dejando ver un rostro juvenil encantador y risueño, que desapareció al instante, como una luz apagada por el viento.

-Ya, ya veo.

-¿No las conoce Vd.?

-Por mi vida que no.

-Son las Troyas, las niñas de Troya. Pues no conoce Vd. nada bueno... Tres chicas preciosísimas, hijas de un coronel de Estado Mayor de Plazas que murió en las calles de Madrid el 54.

La celosía se abrió de nuevo y comparecieron dos caras.

-Se están burlando de nosotros, Sr. D. Pepe -dijo Tafetán, haciendo una seña amistosa a las niñas.

  —125→  

-¿Las conoce Vd.?

-¿Pues no las he de conocer? Las pobres están en la miseria. Yo no sé cómo viven. Cuando murió D. Francisco Troya, se hizo una suscrición para mantenerlas; pero esto duró poco.

-¡Pobres muchachas! Me figuro que no serán un modelo de honradez...

-¿Por qué no?... Yo no creo lo que en el pueblo se dice de ellas.

Funcionó de nuevo la celosía.

-Buenas tardes, niñas -gritó D. Juan Tafetán, dirigiéndose a las tres, que artísticamente agrupadas aparecieron-. Este caballero dice que lo bueno no debe esconderse y que abran Vds. toda la celosía.

Pero la celosía se cerró y alegre concierto de risas difundió una extraña alegría por la triste calle. Creeríase que pasaba una bandada de pájaros.

-¿Quiere Vd. que vayamos allá? -dijo de súbito Tafetán.

Sus ojos brillaban, y una sonrisa picaresca retozaba en sus amoratados labios.

-¿Pero qué clase de gente es esa?

-Ande Vd. Sr. de Rey... Las pobrecitas son honradas. ¡Bah! Si se alimentan del aire como los camaleones. Diga Vd., el que no come ¿puede pecar? Bastante virtuosas son las infelices. Y si pecaran, limpiarían su conciencia con el gran ayuno que hacen.

-Pues vamos.

  —126→  

Un momento después, D. Juan Tafetán y Pepe Rey entraron en la sala. El aspecto de la miseria que con horribles esfuerzos pugnaba por no serlo, afligió al joven. Las tres muchachas eran muy lindas, principalmente las dos más pequeñas, morenas, pálidas, de negros ojos y sutil talle. Bien vestidas y bien calzadas, habrían parecido retoños de duquesa, en canditura para entroncar con príncipes.

Cuando la visita entró, las tres se quedaron muy cortadas; pero bien pronto mostraron la índole de su genial frívolo y alegre. Vivían en la miseria, como los pájaros en la prisión, sin dejar de cantar tras los hierros lo mismo que en la opulencia del bosque. Pasaban el día cosiendo, lo cual indicaba por lo menos, un principio de honradez; pero en Orbajosa, ninguna persona de suposición se trataba con ellas. Estaban, hasta cierto punto, proscritas, degradadas, acordonadas, lo cual, hasta cierto punto, indicaba también algún motivo de escándalo. Pero en honor de la verdad debe decirse que la mala reputación de las Troyas consistía, más que nada, en su fama de chismosas, enredadoras, traviesas y despreocupadas. Dirigían anónimos a graves personas ponían motes a todo viviente de Orbajosa, desde el obispo al último zascandil; tiraban piedrecitas a los transeúntes; chicheaban escondidas tras las rejas para reírse con la confusión y azoramiento del que pasaba; sabían todos los sucesos de la vecindad, para lo cual tenían en constante uso los tragaluces y agujeros   —127→   todos de la parte alta de la casa; cantaban de noche en el balcón; se vestían de máscara en Carnaval para meterse en las casas más alcurniadas, con otras majaderías y libertades propias de los pueblos pequeños. Pero cualquiera que fuese la razón, ello es que el agraciado triunvirato Troyano, tenía sobre sí un estigma de esos que una vez puestos por susceptible vecindario, acompañan implacablemente hasta más allá de la tumba.

-¿Este es el caballero que dicen ha venido a sacar minas de oro? -dijo una.

-¿Y a derribar la catedral para hacer con las piedras de ella una fábrica de zapatos? -añadió otra.

-¿Y a quitar de Orbajosa la siembra del ajo para poner algodón o el árbol de la canela?

Pepe no pudo reprimir la risa ante tales despropósitos.

-No viene sino a hacer una recolección de niñas bonitas para llevárselas a Madrid -dijo Tafetán.

-¡Ay! ¡De buena gana me iría! -exclamó una.

-A las tres, a las tres me las llevo -afirmó Pepe-. Pero sepamos una cosa: ¿por qué se reían Vds. de mí cuando estaba en la ventana del Casino?

Tales palabras fueron la señal de nuevas risas.

-Estas son unas tontas -dijo la mayor de las tres-. Fue porque dijimos que Vd. se merece algo más que la niña de doña Perfecta.

-Fue porque esta dijo que Vd. está perdiendo el tiempo y que Rosarito no quiere sino gente de iglesia.

  —128→  

-¡Qué cosas tienes! Yo no he dicho tal cosa. Tú dijiste que este caballero es ateo luterano y entra en la catedral fumando y con el sombrero puesto.

-Pues yo no lo inventé -manifestó la menor- que eso me lo dijo ayer Suspiritos.

-¿Y quién es esa Suspiritos que dice de mí tales tonterías?

-Suspiritos es... Suspiritos.

-Niñas mías -dijo Tafetán con semblante almibarado-. Por ahí va el naranjero. Llamadle, que os quiero convidar a naranjas.

Una de las tres llamó al vendedor.

La conversación entablada por las niñas desagradó bastante a Pepe Rey, disipando la ligera impresión de contento entre aquella chusma alegre y comunicativa. No pudo, sin embargo, contener la risa cuando vio a D. Juan Tafetán descolgar un guitarrillo y rasguearlo con la gracia y destreza de los años juveniles.

-Me han dicho que Vds. saben cantar a las mil maravillas -manifestó Rey.

-Que cante D. Juan Tafetán.

-Yo no canto.

-Ni yo -dijo la segunda, ofreciendo al ingeniero algunos cascos de la naranja que acababa de mondar.

-María Juana, no abandones la costura -dijo la Troya mayor-. Es tarde y hay que acabar la sotana esta noche.

  —129→  

-Hoy no se trabaja. Al demonio las agujas -exclamó Tafetán.

En seguida entonó una canción.

-La gente se para en la calle -dijo la Troya segunda, asomándose al balcón-. Los gritos de don Juan Tafetán se oyen desde la plaza... ¡Juana, Juana!

-¿Qué?

-Por la calle va Suspiritos.

La más pequeña voló al balcón.

-Tírale una cáscara de naranja.

Pepe Rey se asomó también; vio que por la calle pasaba una señora, y que con diestra puntería la menor de las Troyas le asestó un cascarazo en el moño. Después cerraron con precipitación, y las tres se esforzaban en sofocar convulsamente su risa para que no se oyera desde la vía pública.

-Hoy no se trabaja -gritó una de ellas, volcando de un puntapié la cesta de la costura.

-Es lo mismo que decir «mañana no se come» -añadió la mayor, recogiendo los enseres.

Pepe Rey se echó instintivamente mano al bolsillo. De buena gana les hubiera dado una limosna. El espectáculo de aquellas infelices huérfanas, condenadas por el mundo a causa de su frivolidad, le entristecía sobremanera. Si el único pecado de las Troyas, si el único desahogo con que compensaban su soledad, su pobreza y abandono, era tirar cortezas de naranja al transeúnte, bien se las podía disculpar. Quizás las austeras costumbres del poblachón en que   —130→   vivían las había preservado del vicio; pero las desgraciadas carecían de compostura y comedimiento, fórmula común y más visible del pudor, y bien podía suponerse que habían echado por la ventana algo más que cáscaras. Pepe Rey sentía hacia ellas una lástima profunda. Observó sus miserables vestidos, compuestos, arreglados y remendados de mil modos para que pareciesen nuevos, observó sus zapatos rotos... y otra vez se llevó la mano al bolsillo.

-Podrá el vicio reinar aquí -dijo para sí-; pero las fisonomías, los muebles, todo me indica que estos son los infelices restos de una familia honrada. Si estas pobres muchachas fueran tan malas como dicen, no vivirían tan pobremente ni trabajarían. En Orbajosa hay hombres ricos.

Las tres niñas se le acercaban sucesivamente. Iban de él al balcón, del balcón a él, sosteniendo conversación picante y ligera, que indicaba, fuerza es decirlo, una especie de inocencia en medio de tanta frivolidad y despreocupación.

-Sr. D. José, ¡qué excelente señora es doña Perfecta!

-Es la única persona de Orbajosa que no tiene apodo, la única persona de que no se habla mal en Orbajosa.

-Todos la respetan.

-Todos la adoran.

A estas frases, el joven respondía con alabanzas de su tía; pero se le pasaban ganas de sacar dinero   —131→   del bolsillo y decir: «María Juana, tome Vd. para unas botas. Pepa, tome Vd. para que se compre un vestido. Florentina, tome Vd. para que coman una semana...». Estuvo a punto de hacerlo como lo pensaba.

En un momento en que las tres corrieron al balcón para ver quién pasaba, D. Juan Tafetán se acercó a él y en voz baja le dijo:

-¡Qué monas son! ¿No es verdad?... ¡Pobres criaturas! Parece mentira que sean tan alegres, cuando... bien puede asegurarse que hoy no han comido.

-D. Juan, D. Juan -gritó Pepilla-. Por ahí viene su amigo de Vd. Nicolasito Hernández, o sea Cirio Pascual, con su sombrero de tres pisos. Viene rezando en voz baja, sin duda por las almas de los que ha mandado al hoyo con sus usuras.

-¿A que no le dicen Vds. el remoquete?

-¿A que sí?

-Juana, cierra las celosías. Dejémosle que pase, y cuando vaya por la esquina, yo gritaré: ¡Cirio, Cirio Pascual!...

D. Juan Tafetán corrió al balcón.

-Venga, Vd. D. José, para que conozca este tipo.

Pepe Rey aprovechó el momento en que las tres muchachas y D. Juan se regocijaban en el balcón, llamando a Nicolasito Hernández con el apodo que tanto le hacía rabiar; y acercándose con toda cautela a uno de los costureros que en la sala había,   —132→   colocó dentro de él media onza que le quedaba del juego.

Después corrió al balcón, a punto que las dos más pequeñas, gritaban entre locas risas: «¡Cirio Pascual, Cirio Pascual!».



  —133→  

ArribaAbajo- XIII -

Un casus belli


Después de esta travesura, las tres entablaron con los caballeros una conversación tirada sobre asuntos y personas de la ciudad. El ingeniero, recelando que su fechoría se descubriese, estando él presente, quiso marcharse, lo cual disgustó mucho a las Troyas. Una de estas que había salido fuera de la sala, regresó diciendo:

-Ya está Suspiritos en campaña colgando la ropa.

-D. José querrá verla -indicó otra.

-Es una señora muy guapa. Y ahora se peina a estilo de Madrid. Vengan Vds., caballeros.

Lleváronles al comedor de la casa (pieza de rarísimo uso), del cual se salía a un terrado, donde había algunos tiestos de flores y no pocos trastos abandonados y hechos pedazos. Desde allí veíase el hondo patio de una casa colindante, con una galería llena de verdes enredaderas y hermosas macetas esmeradamente   —134→   cuidadas. Todo indicaba allí una vivienda de gente modesta pulcra y hacendosa.

Las de Troya, acercándose al borde de la azotea miraron atentamente a la casa vecina, e imponiendo silencio a los galanes, se retiraron luego a aquella parte del terrado, desde donde nada se veía ni había peligro de ser visto.

-Ahora sale de la despensa con un cazuelo de garbanzos -dijo María Juana, estirando el cuello para ver un poco.

-¡Zas! -exclamó otra, arrojando una piedrecilla.

Oyose el ruido del proyectil al chocar contra los cristales de la galería, y luego una colérica voz que gritaba:

-Ya nos han roto otro cristal esas...

Ocultas las tres en el rincón del terrado, junto a los dos caballeros, sofocaban la risa.

-La señora Suspiritos está muy incomodada -dijo Pepe Rey-. ¿Por qué la llaman Vds. así?

-Porque siempre que habla suspira entre palabra y palabra, y aunque de nada carece, siempre se está lamentando.

Hubo un momento de silencio en la casa de abajo. Pepita Troya atisbó con cautela.

-Allá viene otra vez -murmuró en voz baja, imponiendo silencio-. María, dame una china... A ver... zas... allá va.

-No le has acertado.

-Dio en el suelo.

  —135→  

-A ver si puedo yo... Esperaremos a que salga otra vez de la despensa.

-Ya... ya sale. En guardia, Florentina.

-¡A la una, a las dos, a las tres!... ¡Paf!...

Oyose abajo un grito de dolor, un voto, una exclamación varonil, pues era un hombre el que la daba.

Pepe Rey pudo distinguir claramente estas palabras:

-¡Demonche! Me han agujereado la cabeza esas... ¡Jacinto, Jacinto! ¿Pero qué canalla de vecindad es esta?...

-¡Jesús, María y José, lo que he hecho! -exclamó llena de consternación Florentina-, le he dado en la cabeza al Sr. D. Inocencio.

-¿Al Penitenciario? -dijo Pepe Rey estupefacto.

-Sí.

-¿Vive en esa casa?

-¿Pues dónde ha de vivir?

-Esa señora de los suspiros...

-Es su sobrina, su ama o no sé qué. Nos divertimos con ella, porque es muy cargante; pero con el señor Penitenciario no solemos gastar bromas.

Mientras rápidamente se pronunciaban las palabras de este diálogo, Pepe Rey vio que frente al terrado y muy cerca de él se abrían los cristales de una ventana perteneciente a la misma casa bombardeada; vio que aparecía una cara risueña, una cara conocida, una cara cuya vista le aturdió y le consternó y le puso pálido y trémulo. Era Jacintito, que interrumpido   —136→   en sus graves estudios, abrió la ventana de su despacho, presentándose en ella con la pluma en la oreja. Su rostro púdico, fresco y sonrosado daba a tal aparición aspecto semejante al de una aurora.

-Buenas tardes, Sr. D. José -dijo festivamente.

La voz de abajo gritaba de nuevo:

-¡Jacinto, pero Jacinto!

-Allá voy, tío. Estaba saludando a un amigo...

-Vámonos, vámonos -gritó Florentina con zozobra-. El señor Penitenciario va a subir al cuarto de D. Nominavito y nos echará un responso.

-Vámonos, cerremos la puerta del comedor.

Abandonaron en tropel el terrado.

-Debieron Vds. prever que Jacintito las vería desde su templo del saber -dijo Tafetán.

-D. Nominavito es amigo nuestro -repuso una de ellas-. Desde su templo de la ciencia nos dice a la calladita mil ternezas, y también nos echa besos volados.

-¿Jacinto? -preguntó el ingeniero-, ¿qué endiablado nombre le han puesto Vds.?

-D. Nominavito...

Las tres rompieron a reír.

-Lo llamamos así porque es muy sabio.

-No: porque cuando nosotras éramos chicas, él era chico también, pues... sí. Salíamos al terrado a jugar y le sentíamos estudiando en voz alta sus lecciones.

-Sí; y todo el santo día estaba cantando.

  —137→  

-Declinando, mujer. Eso es: se ponía de este modo Nominavito rosa, Genivito, Davito, Acusavito.

-Supongo que yo también tendré mi nombre postizo -dijo Pepe Rey.

-Que se lo diga a Vd. María Juana -replicó Florentina ocultándose.

-¿Yo?... díselo tú, Pepa.

-Vd. no tiene nombre todavía, D. José.

-Pero lo tendré. Prometo que vendré a saberlo, a recibir la confirmación -indicó el joven, con intención de retirarse.

-¿Pero se va Vd.?

-Sí. Ya han perdido Vds. bastante tiempo. Niñas, a trabajar. Esto de arrojar piedras a los vecinos y a los transeúntes no es la ocupación más a propósito para unas jóvenes tan lindas y de tanto mérito... Conque abur...

Y sin esperar más razones ni hacer caso de los cumplidos de las muchachas, salió a toda prisa de la casa, dejando en ella a D. Juan Tafetán.

La escena que había presenciado, la vejación sufrida por el canónigo, la inopinada presencia del doctorcillo, aumentaron las confusiones, recelos y presentimientos desagradables que turbaban el alma del pobre ingeniero. Deploró con toda su alma haber entrado en casa de las Troyas, y resuelto a emplear mejor el tiempo, mientras su hipocondría le durase, recorrió las calles de la población.

  —138→  

Visitó el mercado, la calle de la Tripería, donde estaban las principales tiendas; observó los diversos aspectos que ofrecían la industria y comercio de la gran Orbajosa, y como no hallara sino nuevos motivos de aburrimiento, encaminose al paseo de las Descalzas; pero no vio en él más que algunos perros vagabundos, porque con motivo del viento molestísimo que reinaba, caballeros y señoras se habían quedado en sus casas. Fue a la botica, donde hacían tertulia diversas especies de progresistas rumiantes, que estaban perpetuamente masticando un tema sin fin; pero allí se aburrió más. Pasaba al fin junto a la catedral, cuando sintió el órgano y los hermosos cantos de coro. Entró, arrodillose delante del altar mayor, recordando las advertencias que acerca de la compostura dentro de la iglesia le hiciera su tía; visitó luego una capilla, y disponíase a entrar en otra, cuando un acólito, celador o perrero se le acercó, y con modales muy descorteses y descompuesto lenguaje, le habló así:

-Su Ilustrísima dice que se plante Vd. en la calle.

El ingeniero sintió que la sangre se agolpaba en su cerebro. Sin decir una palabra obedeció.

Arrojado de todas partes por fuerza superior o por su propio hastío, no tenía más recurso que ir a casa de su tía, donde le esperaban:

1.º El tío Licurgo para anunciarle un segundo pleito.

  —139→  

2.º El Sr. D. Cayetano, para leerle un nuevo trozo de su discurso sobre los linajes de Orbajosa.

3.º Caballuco, para un asunto que no había manifestado.

4.º Doña Perfecta y su sonrisa bondadosa, para lo que se verá en el capítulo siguiente.