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Dos mujeres: «Cinco horas con Mario» (1966) y «Señora de rojo sobre fondo gris» (1991)1

Hans-Jörg Neuschäfer


(Sarrebruck)



Cualquier texto que valga se basa, en parte, en la experiencia personal de su autor. No cabe duda de que tanto Mario (de Cinco horas) como Nicolás (de Señora de rojo sobre fondo gris) tienen algún parecido con Miguel Delibes, sobre todo en cuanto a su profesión: creadores los dos -uno novelista (periodista y profesor por añadidura), el otro pintor y académico. Y tanto Carmen como Ana tendrán algún rasgo en común con Ángeles, la esposa de Miguel. Ana más que Carmen, no solamente por haber tenido siete hijos, sino también por la fecha y la causa de su muerte. Por consiguiente, no faltaron en su día los comentarios que opinaban: como Delibes, en Cinco horas, dio una impresión más bien desfavorable de la mujer casada, se fue -en Señora de rojo- al desquite, idealizándola de tal manera que ambos textos forman una especie de díptico con dos perspectivas contrastadas. Pero aquí ya se acaba la posibilidad de especular sobre la autenticidad biográfica, pues tan distintas son Carmen y Ana que nadie puede decir cuál es «la verdadera». Así que no hay más remedio que admitir de una vez: ni Carmen ni Ana son Ángeles; son entes de ficción como también lo son Mario y Nicolás, y como ficción literaria vamos a tratar, en lo que sigue, los textos de las «dos mujeres».

Lo que sí es verdad es que las dos novelas forman pareja desde el punto de vista de su construcción narrativa: en Cinco horas, ha muerto el hombre y es su mujer, Carmen, la que reconstruye, desde su perspectiva, la vida conyugal de ambos y el carácter del marido. En Señora de rojo acaba de morir la mujer, y es el marido quien reinventa, desde su memoria, la imagen de Ana, la vida común con ella y sus últimas semanas en lucha con la muerte. En ambos casos se trata de una especie de monólogo, pero no de un monólogo clásico, tampoco de un monólogo interior, sino de una especie de monodiálogo: en Cinco horas, se dirige Carmen a su difunto marido que, naturalmente, no puede contestar a pesar de ser interpelado con fórmulas como «tú dirás», «desengáñate», «¿recuerdas?», «entiéndelo bien», «para inter nos», etc. En Señora de rojo la interpelada es Ana, la hija mayor del matrimonio, recién liberada de la cárcel donde estuvo por motivos políticos, que curiosamente no interviene ni una sola vez durante el discurso de Nicolás.

Cinco horas está más cerca del diálogo verdadero, pues Mario, aunque muerto, no se queda sin palabras: sobre su mesita de noche se encuentra una Biblia, en la que Mario solía leer y en la que ha subrayado lo que le parecía más importante. Estos pasajes los relee Carmen durante su velatorio delante del cadáver de Mario y lo que lee provoca su discurso que es, en el fondo, una contestación a lo que ella siente como una provocación de él. Porque la Biblia no es un requisito cualquiera, sino la representación póstuma del espíritu de contradicción de Mario, ante el que Carmen -todavía ahora- reacciona alérgicamente. Pues poseer una Biblia y leer en ella regularmente era en España, en la época en la que se desarrolla la novela (1966), una señal de oposición. Nos muestra que Mario tenía una religiosidad postconsiliar, con preocupaciones sociales, cercanas ya al socialismo. Carmen, en cambio, para quien cuenta únicamente la autoridad de la iglesia establecida y la observación de los ritos tradicionales, considera esa interpretación tan comprometida del Evangelio como una herejía protestante. Las citas de la Biblia hablan, pues, por Mario y dan pie a que Carmen inicie un discurso cuyo carácter contestatario y autojustificativo se hace cada vez más patente. En el fondo no es ella la que lleva la iniciativa en la «disputa». Aunque bien es verdad que ella tiene siempre la última palabra, es él (o la Biblia) quien tiene la primera; y que su primera palabra determina en cierta manera hasta la última de ella, se ve justamente en la verbosidad con la que ella se defiende.

El texto consta de dos planos de narración: el marco y el discurso de Carmen. En el marco se nos informa «objetivamente» sobre las circunstancias familiares y sobre las amistades del difunto. Se notan todavía muy claramente los disensos entre las dos Españas. En cuanto a los esposos, se ve que Carmen y Mario, aunque llevaron, hacia fuera, una vida de matrimonio decorosa, no se entendían demasiado bien, reproduciendo en cierta manera, en la vida privada, las mismas tensiones que reinaban en la vida pública.

El discurso de Carmen constituye la parte principal del texto, es decir las cinco horas del velatorio. Esta parte del libro, aproximadamente 240 páginas, consiste en una desbordante cascada de palabras. Carmen recorre con su marido otra vez los 23 años del matrimonio, el noviazgo y también parte de su juventud, es decir más o menos el espacio de tiempo comprendido entre la guerra civil y el momento actual. La locuacidad de Carmen es interrumpida tan sólo por los cortes que constituyen los 27 capítulos y que articulan el texto en secuencias de 8 a 10 páginas cada una. Este «respiro» es necesario porque Carmen, provocada por las citas de la Biblia, no para de hablar y mezcla, al parecer caóticamente -tal como se lo manda la cadena de sus asociaciones mentales-, tiempos y acontecimientos.

En este discurso vivimos el lenguaje de Carmen con una intensidad realmente avasalladora. El que se encuentre en un estado de gran excitación y el que su discurso no esté cohibido por la presencia de testigos, la deja exteriorizar sin precaución lo que, en otra ocasión, habría suavizado o reprimido: la envidia social; su desprecio por las actividades profesionales de Mario; la profunda desconfianza, agudizada por su limitada cultura, hacia los intelectuales; la arraigada fobia política (el odio a los rojos; la creencia en la inmovilidad de las clases sociales como voluntad divina); las típicas ideas de una Emma Bovary española formada por las novelas rosas y el cine de Hollywood. Todo ello se irá ampliando aún con otros en parte obsesivos y repetidos motivos, entre los que el tema del Seiscientos (que Mario no quiso comprar) y sobre todo el de los deseos y de las inhibiciones sexuales juegan un papel dominante.

Característico para la manera de hablar de Carmen es la vivacidad y agilidad de la expresión lingüística -de la abundancia del corazón habla la lengua-, aunque lo que aquí surge no es, en el fondo, otra cosa que el contenido de un verdadero Dictionnaire des idées reçues de la España tradicionalista. Sin embargo, si Cinco horas con Mario fuese solamente esto, pronto dejaría de interesarnos la lectura. En realidad es mucho más. Lo que Carmen dice no es solamente expresión de su bêtise, sino, a la vez y como ya hemos dicho, parte de su autodefensa, una autodefensa tan vehemente que, involuntariamente, se descubre en ella a sí misma.

Esta autorevelación, este desenmascaramiento de sí misma muestra un desdoblamiento de su personalidad hasta tal punto que ella no resulta menos víctima de las circunstancias que Mario. El problema de Carmen, casi diría su desgracia, consiste en que sus deseos naturales están mucho más reñidos con las normas sociales de lo que ella misma cree o debe reconocer. Esto se ve sobre todo en el tema de la sexualidad que, junto con la obsesión del coche, es el que más fuertemente domina su pensamiento. Desde el principio tropezamos aquí con las huellas de una profunda contradicción interna. Por una parte se presenta Carmen como la encarnación de la mujer ibérica y de sus virtudes. Esto significa negación y disimulo de los instintos y sometimiento a las leyes de la decencia y de la moral. Nada le parece más reprochable que la «caída» de su hermana que, durante la guerra civil, se había dejado seducir por un fascista italiano, ¡y encima en casa de sus padres! El que la hermana haya sido condenada a una existencia marginada a causa de su hijo ilegítimo, le parece a Carmen un castigo bien merecido. Pero por otro lado presume, con sospechosa frecuencia, de que los hombres andan tras ella. Nos damos cuenta de que estos asedios no le disgustan. Es más: poco a poco, podemos deducir que secretamente envidió a su hermana y a algunas de sus «desvergonzadas» amigas. En esto se ve que la decencia de Carmen es bastante artificial, que bajo la superficie de la virtuosidad fermenta algo y que la indignación moral no está falta de hipocresía.

|Pero a lo profundo de su alma llegamos solamente, cuando nos fijamos en la historia con Paco, que -como suele ocurrir con las cosas hondas de la psique- al principio parece tener una importancia secundaria y luego se descubre que es precisamente lo más importante y el hilo rojo de su diálogo con Mario -un diálogo mucho menos «caótico» de lo que a primera vista parece. El nombre de Paco aparece por primera vez en el capítulo 10 y solamente de paso: es un conocido de sus años juveniles que ella encuentra por casualidad en la parada del autobús y que la lleva en su elegante «tiburón», al parecer a la ciudad. (Naturalmente a Carmen le resultaba humillante que Mario ni siquiera tuviese un Seiscientos). Lo que, al principio, tomamos solamente como una variante del tema «coche», se convierte poco a poco en la confesión de una fuerte tentación. Pero solamente en el último capítulo de la parte principal sale a la luz la verdad, al mismo tiempo que la aparente seguridad en sí misma de Carmen se derrumba como un castillo de naipes. Se descubre que el encuentro con Paco, en apariencia tan inocente, terminó en realidad con una excursión al pinar y que Carmen, allí, se salvó sólo a duras penas de un delito que, en su escala de valores, está aún más bajo que la «caída» de la hermana: el adulterio. Que no se consumara se debió más al miedo de Paco (por las consecuencias sociales) que a la virtud de ella. Todo esto naturalmente no lo dice Carmen escuetamente, sino con muchos rodeos (en el fondo es un rodeo todo su discurso), pero, a pesar de ello o precisamente por ello, intenta, desesperadamente, conservar la fachada de la «honra» de la que dependen su autoestima y su prestigio. Se aferra al hecho de que el adulterio no se llevó a cabo y, puesta de rodillas, suplica a Mario que acepte este último triunfo del puritanismo como una legimitación llena de valor:

Mario, anda, te lo pido de rodillas, no hubo más [...] yo puedo llevar la cabeza bien alta [...] ¡te lo juro! ¡¡te lo juro, mírame!! [...] ¡mírame o me vuelvo loca! ¡¡Anda, por favor...!!


(pág. 282 de la ed. Destinolibro, Barcelona, 19...)                


Con esta tragicocómica confesión de su propia debilidad termina Carmen el discurso que con tanta seguridad había comenzado. Lo que al comienzo se presenta como un ajuste de cuentas con un marido que la ha desilusionado política, profesional y eróticamente, termina en una encubierta declaración de quiebra en la que su pretensión de superioridad moral cae al suelo.

En cuanto a Mario, se encuentra el lector en un aprieto. Fuera de las contradictorias declaraciones de los testigos en el marco de la novela, le conocemos solamente a través de ella, y puesto que ella está muy lejos de ser objetiva y que él ya no puede defenderse, tenemos la ineludible tentación de corregir el juicio de Carmen. Un ejemplo: cuando Carmen le reprocha a Mario no ser lo suficientemente flexible en su relación con las autoridades locales y con ello haber echado por la borda una posición mejor y un piso más grande que tan urgentemente necesitaban, sacamos automáticamente la conclusión de que Mario era un hombre íntegro. Así se crea poco a poco en nosotros una imagen idealizada de él, a pesar de que, o precisamente porque Carmen se esfuerza en deconstruirla. Y como ella representa la mentalidad de los «bienpensantes», fácilmente se está dispuesto a convertir en positivo lo que ella presenta como negativo.

Sin embargo, no debemos caer en la misma falta que los intérpretes de primera hora. Estos, en comprensible indignación por el estado del país, veían en Carmen la encarnación de lo que rechazaban, mientras que en Mario proyectaban lo que anhelaban, sin darse cuenta de que la obra está construida de manera que tan sólo podemos especular sobre cómo Mario habrá sido de verdad.

Mirando las cosas desde la distancia de los años que entretanto han pasado, debemos admitir que ni Carmen es un personaje tan negativo ni Mario uno tan fuera de duda como al principio se presumía. Carmen tiene sus rasgos simpáticos, sobre todo su ansia de vivir. Que no haya podido saciarla, sino que haya tenido que esconderla y doblegarla bajo la presión de sus padres, primero, luego en el matrimonio con un hombre difícil y poco expresivo, la hace más digna de compasión que de crítica. Ella es, por tanto, más víctima que causante de la triste situación en la que se encuentra y tampoco está siempre falta de razón. Sacar adelante a cinco hijos con un sueldo modesto y en la estrechez de un pequeño piso no es fácil. Además, ella hubiese querido limitar el número, pero Mario, al parecer, no ha tenido en cuenta el deseo de su mujer. Y hemos de sospechar también que su compromiso idealista no estaba exento de un cierto quijotismo con el que solía posponer las exigencias de la vida a las reivindicaciones de sus principios ideológicos.

Cinco horas con Mario es, pues, mucho más que una obra de oposición al régimen bajo el que apareció, aunque reacciona muy sensiblemente, y sobre todo en su estrategia narrativa, a sus tabúes. Delibes emplea una fingida ingenuidad, digna de la mejor tradición de la época ilustrada, que le permite entenderse con los lectores tras la espalda de las instancias de censura. Ya hemos hablado de que el autor tiene en cuenta no solamente disonancias matrimoniales, sino también políticas. Ahora bien: Cinco horas muestra la mentalidad de la clase media conservadora desde dentro, en forma de una autorevelación lingüística. En esta autorevelación tan auténtica, que además, como quien no quiere, despierta simpatías hacia las reticencias de Mario, reside el ingenio de esta obra en comparación con otros textos que combatían el espíritu del franquismo desde el exilio o con formas de hablar herméticas. Cinco horas, en cambio, no sólo es un texto «abierto» sino también difícilmente atacable: su opositor ya ha muerto y sólo se expresa por mediación de una Carmen «típica», cuyo discurso no se desvía un ápice del pensamiento oficial. En este sentido es Cinco horas con Mario también una obra maestra en el arte de esquivar la censura.

Hemos visto que Cinco horas con Mario es un texto bastante complicado; como siempre en Delibes, mucho más intrincado de lo que a primera vista parece. No es que no se le pueda entender sin una cierta malicia; pero con ella se le entiende mejor. Con Señora de rojo sobre fondo gris nos metemos en un terreno aún más resbaladizo, pues sólo en apariencia se trata de un asunto inequívoco: el homenaje póstumo de un marido enamorado a su difunta esposa que, después de haber llevado una vida ejemplar y a pesar de haber tenido que sufrir una dolencia especialmente cruel -un tumor cerebral- ha muerto con entereza. La aflicción del marido (Nicolás) se comprende perfectamente porque Ana, su mujer, ha sido un cúmulo de gracias y encantos: simpática y bella (a pesar de haber dado a luz a siete hijos), compañera, secretaria y musa de su marido, ama de casa y organizadora de exposiciones, inteligente y culta (sin tener estudios superiores), en fin: una mujer extraordinaria. Así por lo menos la «pinta» o la recuerda o la (re)construye su marido ante su hija mayor. Y es verdad que el texto se puede leer así: como un relato conmovedor, lleno de amor, que nos devuelve algo de lo que se está perdiendo -calor humano y buenos sentimientos.

De hecho, la mayoría de los lectores, los críticos incluidos, han leído Señora de rojo de esta manera, sin darse cuenta de que, aquí también, son posibles otras lecturas.

En realidad se observan, desde un principio, bastantes indicios que deben hacernos sospechar que las cosas no son tan sencillas. En primer lugar, una regla estética de la que Delibes nunca se ha desviado: la convicción de que con sólo buenos sentimientos no se hace buena literatura. Es poco probable que la haya olvidado justamente en este caso.

En segundo lugar, tenemos que considerar la construcción del texto: se trata, de nuevo, de un monodiálogo exteriorizado por una persona que se encuentra en una situación anímica muy alejada de la serenidad, es decir en un estado de depresión nerviosa y encima delante de una testigo que no le interrumpe ni una sola vez, ni le pregunta, ni le anima. «Fue tu hermana Alicia, al verme tan indefenso, la que se apiadó de mí», le dice Nicolás al final de lo que, también aquí, es una especie de confesión. Y al igual que en Cinco horas no debemos «creer» a pies juntillas todo lo que dice el que habla, pues está demasiado involucrado en ello, y debemos suponer que al hablar de otra persona revela también, sin ser consciente de ello, algo, incluso mucho, de sí mismo, Pero la precaución está indicada, en el caso de Nicolás, por otras razones que en el de Carmen. Carmen se hizo sospechosa por oponerse a su marido; con Nicolás pasa lo contrario: debemos estar prevenidos precisamente ante su entusiasmo exagerado. «Zu schön, um wahr zu sein», se dice en alemán en un caso como éste; «demasiado bonito como para ser verdad». Por lo tanto no está fuera de lugar el preguntarse si, a lo mejor, no todo era tan perfecto en la relación entre los cónyuges y si Nicolás tenía sus razones para presentar las cosas como lo hace.

Desde esta perspectiva, ya las dos primeras páginas del texto, incluso sus primeras; líneas, todavía más: su mismísimo título, nos dan una pista.

El título se refiere a un retrato de Ana, un cuadro en el que aparece en todo su esplendor, un cuadro, además, que tuvo mucho éxito en una importante exposición de Madrid. Pero nos enteramos, ya casi en la mitad del libro, que ese cuadro no lo pintó Nicolás, sino otro artista que, además, y a pesar de su muy avanzada edad, estaba enamorado de Ana y quiso incluso fugarse con ella. Resulta que Nicolás más que celoso del «rival», lo estaba de su obra y de su éxito y, sobre todo, de que otro hubiera sido capaz de pintar a su mujer de una manera que él no hubiese podido conseguir nunca. Esto le humilla y le empequeñece «y allí me dejó recomiéndome, no sé si de envidia, de celos o de impotencia» (Ediciones Destino, Ancora y Delfín, Barcelona 1991, 63). Ya la primera enunciación del texto tiene, pues, más que ver con Nicolás y su complejo de inferioridad, especialmente, su miedo de haber perdido sus facultades de creador, que con la plenitud de Ana y nos hace sospechar que lo que dice, ahora, después de su muerte, es una especie de compensación por lo que no fue capaz de pintar (¡y de expresar!) en tiempos de su vida y, al mismo tiempo, un intento de superar la hazaña del «otro», lo que, además, explicaría perfectamente el tono encomiástico en la «pintura verbal» de Nicolás.

Sigamos y veamos las primeras líneas del monodiálogo, o sea su principio: «No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar a ti mismo?» (pág. 7). He aquí otro problema de Nicolás: su tendencia al abuso del alcohol (y de los sedantes) que le ayudan a huir no solamente de sí mismo, sino de todos los problemas desagradables de la vida cuya solución dejaba al cuidado de su mujer. Por ejemplo, y para no ir más lejos, el encarcelamiento de su hija mayor, Ana, la testigo muda. Más adelante, se verá que el tema del «artista impotente» y el del «consuelo de los calmantes» formarán, juntos, uno de los hilos rojos en la «confesión» de Nicolás, como el «asunto de Paco» era el hilo rojo en la autorevelación de Carmen.

Y veamos finalmente las dos primeras páginas: contienen la evocación de la casa de campo en la que Nicolás vive actualmente, una casa puesta con mucho gusto; y sin embargo, por razones al principio aún incomprensibles, no se encuentra bien en ella. Lo que más le estorba es una claraboya: «Es ella la que me mira a mí, me ofusca con su luminosidad excesiva. Pero tu madre la quiso de esta manera: grande e inclemente para que no pudiera atribuir mis limitaciones a deficiencias de instalación» (pág. 8).

Es la primera mención de ella, ¡y empieza con un «pero»! Más adelante, sabemos por qué: Ana, que, entre otras tantas cosas, parece que era una gran decoradora, había adquirido y reformado la casa sin contar con él, para que pudiese trabajar mejor. Pero el resultado es, como vemos, bien distinto: se siente ofuscado, y, lo que es peor, afectado aún más en su complejo de impotencia, ya que las óptimas condiciones de trabajo puestas a su disposición, le imponen un rendimiento del que no se siente capaz, Y la cosa no se acaba ahí: la frase «es ella la que me mira a mí, me ofusca con su luminosidad excesiva» es en extremo equívoca. Gramaticalmente «ella» se refiere, naturalmente, a «claraboya», pero, psíquicamente, parece que más bien la evoca a «Ella», a Ana, la constructora de la claraboya, que, como un superyó, acecha a Nicolás y le sigue controlando desde «arriba».

En fin: la primera vez que Ana aparece en el texto, es en forma de un recuerdo más bien desagradable, y no cabe duda de que en él hay algo de mal humor, incluso de rebeldía por parte de Nicolás. Es verdad que, a continuación, comienzan a acumularse, en su discurso, grandes alabanzas para Ana, pero de vez en cuando, en todo caso regularmente, vuelve la animosidad contra ella e incluso tiene que confesar Nicolás cosas que ahora le avergüenzan: «Pero cuantas más facilidades se me daban, mayor era mi incapacidad. [...] Sin embargo, el verano pasado perdí la serenidad. No puedo recordarlo sin sonrojo. Le culpé a ella, fui injusto y atrabiliario [...]» (pág. 53).

De nuevo, nos encontramos aquí con el aspecto compensatorio en el homenaje del marido que, envuelto en su egoísmo, no se había mostrado lo suficientemente agradecido con Ana, mientras ésta vivía, y que, ahora, cuando es demasiado tarde, trata de congraciarse con ella y con su propia (mala) conciencia con un prolongado y desesperado de mortuis nihil nisi bene:

Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. [...]

Ensimismado en su tarea, uno cree, sobre todo si es artista, que los demás le deben acatamiento, se erige en ombligo del mundo y desestima la contribución ajena. Pero, un día adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. [...] Esta idea te deprime, y es entonces cuando buscas apuradamente un remedio para poder arrostrar con dignidad el futuro.


(págs. 54/55)                


Las dos últimas líneas en este pasaje se leen casi como un «modo de empleo» para la lectura del texto entero, que es en cierta manera el «remedio» que Nicolás tan apuradamente está buscando. Esto, sin embargo, equivale a decir que el homenaje de Nicolás, y precisamente su tono encomiástico, tiene sus razones menos en la personalidad de Ana que en la del mismo Nicolás. Efectivamente, Señora de rojo no es solamente un «Frauenlob», un homenaje a una mujer, sino también, y quizás más, una autocrítica del hombre, una deconstrucción del famoso pintor y académico, lucero del arte contemporáneo, padre de familia numerosa y orgullo de su esposa. Un hombre que, a lo largo del texto, se abandona cada vez más a su neurastenia y a su falta de autoestima, hasta tal punto que uno llega a preguntarse si el verdadero tema del relato es el recuerdo de Ana o la crisis existencial y artística de Nicolás.

De todas formas, hay que darse cuenta de que Ana, en Señora de rojo, aparece tan «enorme» porque él se ve tan pequeño y tan acomplejado. Sin embargo, su autocrítica tampoco es del todo sincera: una de las virtudes de Ana, quizás la más grande en el recuerdo de Nicolás, es precisamente su admiración y su abnegación por él; con ello tiene un interés suplementario en «dejarla bien», pues el valor de ella puede revalorizarle hasta cierto punto a él.

Como se ve, Señora de rojo sobre fondo gris es, de nuevo, un texto enrevesado. Pero nos falta todavía comentar otro aspecto importante en la construcción de esta novela: el paralelismo que existe desde el principio entre la enfermedad y muerte de Ana y las del dictador Franco. Además, los dos mueren el mismo día. Hay algo de sarcasmo en esta sincronización, como comenta, poco antes de terminar su relato, el mismo Nicolás: «Se estableció un macabro pugilato a ver quién terminaba antes.» (pág. 147).

¿Pero en qué puede consistir la analogía entre las dos muertes, puesto que Ana parece que aborrecía al Generalísimo? No es fácil contestar a esta pregunta. Sin embargo, hay que acordarse que Delibes combina a menudo la historia particular de sus personajes con las circunstancias del país. Cinco horas es un ejemplo de ello. En Señora de rojo, aparecen las circunstancias del fin del franquismo a través del encarcelamiento de la hija mayor por razones políticas. Sus hermanos y sus padres están preocupados por los posibles malos tratos que se le podrían infligir; su niña es mandada a casa de los abuelos; las visitas a la cárcel son frecuentes, etc. En fin: el tema del encarcelamiento y de la esperanza de que «esto» se acabe pronto (con la muerte del dictador) ocupa, directa o indirectamente, casi tanto espacio como el tema de la enfermedad y muerte de Ana.

Sobre el sentido de este montaje se pueden hacer varias hipótesis. Hay una que me parece bastante viable, en cuanto las dos muertes marcan el fin de una época, el fin de lo que podríamos llamar La España tradicional. En el plano político, el fin de un paternalismo que trata a los ciudadanos como si fuesen menores de edad; en el plano privado, el fin del antiguo régimen matrimonial. En efecto: a pesar de disponer solamente de informaciones unilaterales, el texto nos da una imagen bastante clara y típica de cómo funcionaba este «régimen». Su base era la abnegación de la mujer, cuyo destino «natural» consistía en ayudar a que su marido llegase lo más lejos posible, en sacrificar a la carrera de él todas las posibilidades de triunfar por su propia cuenta y de poner sus facultades intelectuales y personales a su exclusiva disposición. Y más aún: de sentir todo esto no como una enajenación, sino como la «felicidad», porque el comportarse así era lo que socialmente se esperaba de la esposa de un hombre de prestigio. Aquí está la exacta descripción de lo que era Ana. Pero las cosas no quedan ahí: lejos de sentirse el marido colmado de dicha, se encuentra, en este caso, ofuscado, incluso subyugado por tanta protección sin la que, por otra parte, no puede existir, ya que depende de ella. He aquí la situación de Nicolás, que paga con la incapacidad de valerse por sí mismo el proteccionismo, casi diría el «paternalismo» de su mujer.

Resumiendo: no es falso ni insincero lo que Nicolás recuerda de las perfecciones de Ana; tampoco parece que el matrimonio de los dos haya sido un fracaso. Pero no llegamos a saber, cuando hemos terminado de leer con atención el texto de Delibes, cuál era «la verdad» en esta relación (como tampoco supimos cuál era «la verdad» en la relación de Carmen y Mario). Sólo vemos que Nicolás va mezclando, incluso confundiendo sus propias preocupaciones con el recuerdo de Ana, como Carmen se iba refiriendo cada vez más a sí misma y menos a Mario. Pero mientras que Carmen trató de combatir su malestar rebajando a Mario, Nicolás trata de apaciguar su mala conciencia elevando al máximo la imagen de «ELLA».





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